Las armas de Aquiles
Se sentaron los generales, y con el vulgo de pie,
en corro,
se levanta hacia éstos el dueño del escudo séptuple,
Áyax,
y cual estaba, incapaz de soportar su ira, del Sigeo
a los litorales
con torvo rostro se volvió para mirar, y a la flota
en ese litoral,
y extendiendo las manos: «Tratamos, por Júpiter»,
dice, 5
«ante nuestros barcos esta causa, y conmigo se
compara Ulises.
Mas no dudó en ceder de Héctor a las llamas,
las cuales yo sostuve, las cuales de esta armada
ahuyenté.
Más seguro es, así pues, con fingidas palabras
contender
que luchar con la mano, pero ni para mí el hablar es
fácil, 10
ni actuar es para éste, y cuanto yo en el Marte feroz
y en la formación valgo, tanto vale este hablando.
Y tampoco que de recordar se hayan a vosotros mis
hechos, Pelasgos,
opino: pues los visteis. Los suyos narre Ulises,
esos que sin testigo hace, de los que la noche
cómplice sola es. 15
Que unas recompensas grandes se piden confieso, pero
les quita honor
el rival. Para Áyax no es un orgullo poseer,
aunque sea ello ingente, algo que ha esperado Ulises.
Éste ha conseguido su recompensa ya ahora, de la
pretensión esta,
porque, cuando vencido haya sido, conmigo que ha
contendido se dirá. 20
«Y yo, si la virtud en mí dudosa fuera,
por mi nobleza poderosa sería, de Telamón nacido,
el que las murallas troyanas bajo el fuerte Hércules
cautivó
y en los litorales colcos entró con una pagasea
quilla.
Éaco su padre es, quien las leyes a los silentes allí
25
otorga, donde al Eólida una piedra grave, a Sísifo,
empuja.
A Eáco lo reconoce el supremo Júpiter, y vástago
confiesa que es suyo. Así, desde Júpiter el tercero:
Áyax.
Y aun así este orden a mi causa no aproveche,
Aquivos,
si para mí con el gran Aquiles no es común: 30
hermano era, lo fraterno pido. ¿Por qué, de la sangre
engendrado
de Sísifo, y en hurtos y fraude el más semejante a
él,
injertas ajenos nombres en el linaje Eácida?
«¿Acaso porque a las armas el primero y sin que nadie
lo indicara vine,
estas armas negadas me han de ser, y más poderoso
parecerá aquél 35
que las últimas las tomó, y rehusó fingiendo
locura la milicia, hasta que más astuto que él,
pero para sí mismo más dañino, las mentiras de este
cobarde
corazón descubrió el Nauplíada, y lo arrastró a las
evitadas armas?
¿Las mejores acaso ha de tomar, porque tomar no quiso
ningunas: 40
yo deshonorado, y de los dones de mi primo huérfano,
porque me ofrecí a los primeros peligros, he de
quedar?
«Y ojalá, o verdadero loco él, o creído fuera,
y no de camarada aquí nunca a los recintos frigios
hubiera venido,
instigador de crímenes. No a ti, oh vástago de
Peante, 45
Lemnos te retendría, expuesto, con delito nuestro,
quien ahora, según cuentan, escondido en silvestres
cuevas
a las rocas conmueves con tu gemir y para el
Laertíada suplicas
lo que merecido ha, las cuales cosas, si dioses hay,
no vanas las habrás suplicado.
Y ahora él, conjurado en las mismas armas que
nosotros, 50
ay, parte una de los jefes, de quien por sucesor las
saetas
de Hércules se sirven, quebrantado por la enfermedad
y el hambre
se cubre y alimenta de aves y pájaros buscando,
debidas a los hados de Troya, fatiga sus puntas.
Él, aun así, vive, porque no acompañó a Ulises. 55
Preferiría también, infeliz, Palamedes haber sido
abandonado.
Viviría o ciertamente una muerte sin delito tendría,
al cual, demasiado conocedor éste de su mal convicto
delirio,
que traicionaba la parte de los dánaos inventó e
inventado probó
ese delito y mostró, que ya antes había enterrado, un
oro. 60
Así pues, o con el exilio fuerzas restó a los aquivos
o con la muerte. Así lucha, así ha de ser temido
Ulises.
El cual, aunque en elocuencia al fiel Néstor
incluso venza,
no conseguirá aun así que el abandonado Néstor piense
yo
que delito es ninguno, el cual, aunque implorara a
Ulises, 65
por la herida de su caballo tardo, y fatigado por sus
ancianos años,
traicionado por un aliado fue. Que estas acusaciones
no son inventadas por mí
lo sabe bien el Tidida, el cual, por su nombre muchas
veces llamándolo,
lo corrió, y su fuga reprobó a ese tembloroso amigo.
Contemplan con ojos justos los altísimos las cosas
mortales. 70
He aquí que necesita auxilio quien no lo prestó, y
como él abandonó
así de abandonársele había: su ley a sí mismo se
había dictado él.
A gritos llama a sus aliados. Llego y lo veo
estremecido
y palideciente de miedo y temblando de la muerte
futura.
Opuse la mole de mi escudo y le cubrí yaciente 75
y le salvé un aliento -lo menor es tal de mi gloria-
inerte.
Si persistes en rivalizar, al lugar volvamos aquel.
Vuelve al enemigo y a la herida tuya y a tu
acostumbrado temor,
y detrás de mi escudo ocúltate, y conmigo contiende
bajo él.
Mas después que lo saqué de allí, al que para estar
en pie sus heridas 80
fuerzas no daban, por ninguna herida demorado huye.
«Héctor acude y consigo sus dioses a la batalla
lleva,
y por donde se lanza no tú solamente te aterras,
Ulises,
sino los fuertes incluso, tanto arrastra él de temor.
A él yo, por el éxito de su sangrienta matanza
triunfante, 85
desde lejos con un ingente peso boca arriba lo
derribé;
a él yo, demandando él a quien abalanzarse, solo
le resistí, y por la suerte mía hicisteis votos,
aquivos,
y valieron vuestras plegarias. Si preguntáis de esta
batalla la fortuna, no fui vencido de él. 90
He aquí que llevan los troyanos hierro y fuegos y a
Júpiter
contra las dánaas flotas: ¿dónde ahora el elocuente
Ulises?
Por supuesto yo protegí, mil, con mi pecho las popas,
la esperanza de vuestro regreso: dadme a cambio de
tantas naves esas armas.
Y si la verdad lícito me es decir, se les procura a
ellas, 95
que a mí, mayor honor, y conjunta la gloria nuestra
es,
y aun Áyax por esas armas, no por Áyax esas armas,
son pedidas.
Compare con esas cosas el de Ítaca a Reso, al no
aguerrido Dolón
y al Priámida Héleno, con la raptada Palas capturado:
a la luz nada hizo él, nada, de Diomedes alejado. 100
Si de una vez dais a méritos tan viles esas armas,
divididlas y la parte sea mayor de Diomedes en ellas.
«¿Para qué, aun así, ellas al de Ítaca, quien a
escondidas, quien siempre inerme
las cosas hace y con sus hurtos engaña al incauto
enemigo?
El mismo brillo de la gálea, radiante de su oro
claro, 105
sus insidias traicionará y de manifiesto le pondrá,
agazapado.
Pero ni esa cabeza duliquia, bajo el yelmo de
Aquiles,
pesos tan grandes soportará, ni la no poco pesada y
grave
asta de Pelias puede ser para unos no aguerridos
brazos
ni el escudo, del vasto mundo labrado con la imagen
110
convendrá a una cobarde y nacida para los hurtos
izquierda:
para qué pretendes, que te hará flaquear, malvado, un
regalo,
que a ti, si del pueblo aqueo te lo donara el yerro,
razón por que seas expoliado te será, no por que seas
temido del enemigo,
y la huida, en la que sola a todos, cobardísimo,
vences, 115
tarda te habrá de ser tirando de cargas tan grandes.
Suma que este escudo tuyo, que tan raramente combates
ha sufrido, entero está. Para el mío, que de soportar
armas
por mil tajos está abierto, un nuevo sucesor ha de
haber.
Finalmente -porque, qué menester de palabras hay-
contémplesenos actuando. 120
Las armas de ese hombre fuerte se lancen en mitad de
los enemigos.
De allí ordenad que se busquen, y al que las devuelva
ornad con ellas devueltas».
Había terminado de Telamón el vástago, y seguido
había
a lo último un murmullo del pueblo, hasta que el
Laertio héroe
se acercó y sus ojos, un poco en la tierra demorados,
125
sostuvo hacia los próceres y con un ansiado sonido
liberó su boca, y no falta a sus disertas palabras la
gracia:
«Si los míos junto con los votos vuestros poderosos
hubieran sido, Pelasgos,
no sería dudoso de tan gran certamen el heredero,
y tú tus armas, nosotros a ti te poseeríamos,
Aquiles, 130
al cual, puesto que no justos a mí y a vosotros nos
lo negaron
los hados -y con la mano a la vez, como llorosos, se
secó
los ojos- ¿quién al grande mejor ha de suceder, a
Aquiles,
que aquél merced al cual el gran Aquiles sucedió a
los dánaos?
A éste, con sólo que no le aproveche que obtuso, cual
es, parece él ser, 135
y no me perjudique a mí el que a vosotros siempre,
aquivos,
os aprovechó mi ingenio, y con que esta elocuencia
mía, si alguna es,
que ahora en favor de su dueño, en favor vuestro
muchas veces ha hablado,
de inquina carezca y los bienes suyos cada uno no
rehúse.
«Pues mi linaje y bisabuelos y cuanto no hicimos
nosotros mismos 140
apenas ello nuestro lo llamo, pero ya que refirió
Áyax
que era él de Júpiter el bisnieto, de mi sangre
también el autor
Júpiter es y los mismos pasos disto de él,
pues Laertes mi padre es, Arcesio el de él,
Júpiter de éste, y no entre ellos ninguno condenado y
desterrado. 145
Es también merced a mi madre el Cilenio, añadida a
nos,
segunda nobleza: un dios hay en cada uno de mis
padres.
Pero no porque soy más noble por mi origen materno,
ni porque mi padre de la sangre de su hermano es
inocente
esas propuestas armas pido: por nuestros méritos
sopesad esta causa, 150
en tanto que, porque hermanos Telamón y Peleo fueron,
de Áyax el mérito no sea tampoco de su sangre el
orden,
sino que el honor de la virtud se busque en los
expolios estos,
o si el parentesco y el primer heredero se requiere,
es su padre Peleo, es Pirro hijo de él: 155
¿cuál el lugar de Áyax? A Ftía ellas o a Esciros sean
llevadas,
y no menos es que éste Teucro primo de Aquiles,
¿mas, acaso las pide él? ¿Acaso, si las pidiera, las
llevaría?
Así pues, de nuestras obras puesto que el desnudo
certamen se tiene,
más cosas ciertamente he hecho que las que abarcar en
mis palabras 160
a mi alcance está: por el orden de tales cosas aun
así me guiaré.
Presabedora de su futura muerte, su madre, la
Nereia,
disimula con su atavío a él de niño, y había engañado
a todos,
entre los cuales a Áyax, del adoptado vestido la
falacia:
unas armas yo, que habrían de conmover su ánimo
viril, 165
entremetí con las femeninas mercancías, y todavía no
se había despojado el héroe
de sus virginales atuendos, cuando a él, la rodela y
el asta sosteniendo:
«Nacido de diosa», le dije, «para que la destruyas tú
se reserva
Pérgamo, ¿cómo dudas en abatir la ingente Troya?»,
y le eché la mano, y, fuerte, a fuertes cosas le
envié. 170
Así pues las obras de él mías son: yo a Télefo
combatiente
con el asta dominé, y vencido y suplicante lo
restablecí.
Que Tebas cayera mío es, a mí acreditad Lesbos,
a mí Ténedos y Crise y Cila, de Apolo las ciudades,
y el que Esciros fuera tomada. Por mi diestra
golpeadas 175
considerad que yacieron en el suelo las murallas
lirnesias,
y, porque de otros calle, el que al salvaje Héctor
perder
pudiera, sin duda os di: por mí yace el ilustre
Héctor.
Éstas, por aquéllas armas con las que fue descubierto
Aquiles,
armas pido: a él vivo yo se las había dado, tras sus
hados las reclamo. 180
«Cuando el dolor de uno solo llegó a todos los
dánaos,
y la Áulide de Eubea llenaron mil quillas,
ansiadas mucho tiempo, ningunas o contrarias a la
flota
las brisas eran, y duras ordenaron a Agamenón unas
venturas,
sin ella merecerlo, que para la salvaje Diana a su
hija inmolara. 185
Deniega esto su padre, y contra los divinos mismos se
encona,
y en el rey, con todo, un padre hay. Yo el tierno
natural
de ese padre, con mis palabras, a los públicos
intereses volví:
ahora yo, ciertamente lo confieso -y al confeso
perdone el Atrida-,
esta difícil causa la sostuve bajo un no justo juez.
190
A él, aun así, la utilidad del pueblo y su hermano y
el sumo
poder del cetro a él dado le conmueven, su gloria a
que con esa sangre compense.
Se me manda también a su madre, que no de exhortar se
había,
sino de engañar con astucia, adonde si el Telamonio
hubiese ido,
huérfanos estarían todavía ahora los lienzos de sus
vientos. 195
Se me envía también, audaz orador, de Ilión a los
recintos.
Vista y hollada fue por mí la curia de la alta Troya,
y llena todavía estaba ella de sus varones.
Impertérrito llevé,
la que a mí había encomendado Grecia, la común causa,
e inculpo a Paris, y el botín y a Helena reclamo, y
conmuevo 200
a Príamo y, a Príamo unido, a Anténor.
Mas Paris y sus hermanos y los que secuestraron bajo
su mando
apenas contuvieron sus manos sacrílegas, sabes esto
Menelao,
y el primer día de nuestro peligro contigo fue aquel.
Larga es la demora de referir lo que con mi consejo y
mi mano 205
de utilidad hice en el tiempo de esa espaciosa
guerra.
Después de las batallas primeras en las murallas de
su ciudad los enemigos
se contuvieron mucho tiempo, y provisión de abierto
Marte
alguna no hubo. En el décimo año por fin hemos
luchado:
¿qué haces tú entre tanto, quien de nada sino de
combates sabes? 210
¿Cuál tu utilidad era? Pues si mis hechos requieres,
a los enemigos insidio, con una fosa sus baluartes
ciño,
conforto a los aliados para que los hastíos de esa
larga guerra
con mente lleven plácida, enseño de qué modo hemos de
alimentarnos
y de armarnos, se me envía adonde postula la
utilidad. 215
«He aquí que por admonición de Júpiter, engañado
por la imagen de un sueño,
el rey ordena el cuidado abandonar de la emprendida
guerra.
Él puede, por su autor, defender su voz.
Que no permita tal Áyax y que se destruya Pérgamo
demande,
y que, lo que él puede, luche. ¿Por qué no detiene a
los que se iban a marchar? 220
¿Por qué no las armas coge y ofrece lo que la errante
multitud prosiga?
No era tal demasiado para quien nunca sino de cosas
grandes habla.
¿Y qué de que también él huye? Yo vi, y me avergonzó
ver,
cuando tú las espaldas dabas y una deshonrosas velas
preparabas,
y sin demora: «¿Qué hacéis? ¿Qué demencia», dije, 225
«os impulsa a abandonar la capturada Troya,
y qué a casa lleváis en este décimo año, sino la
deshonra?».
Con tales cosas y otras, para las que el dolor mismo
elocuente
me había hecho, vueltos ya, desde la prófuga flota
les hice regresar.
Convoca el Atrida a unos aliados de terror agitados:
230
y el Telamónida aun entonces a abrir la boca
no osa, mas osado había contra los reyes a arremeter
con palabras insolentes
Tersites incluso, merced a mí no impunemente.
Me pongo de pie y a los agitados ciudadanos exhorto
contra el enemigo
y su perdida virtud con mi voz reclamo. 235
Desde el tiempo ese, cuanto pueda parecer que ha
hecho
valientemente éste mío es, quien al que daba sus
espaldas arrastré de vuelta.
«Finalmente de los dánaos quién te alaba o busca?
Mas el Tidida conmigo comunica sus actos,
a mí me aprueba y en su aliado siempre confía Ulises.
240
Es algo, de tantos miles de griegos, que solo yo
por Diomedes sea elegido -y la ventura no ir me
ordenaba-,
así y todo -y despreciado, de la noche y del enemigo,
el peligro-,
al que osaba lo mismo que nosotros del pueblo frigio,
a Dolón,
doy muerte, no antes en cambio de que todo le obligué
245
a traicionar y me instruí de qué preparaba la pérfida
Troya.
Todo lo había sabido y cosa por espiar no tenía
y ya con la prometida gloria podía retornar:
no contento con ello fui a las tiendas de Reso
y en sus propios campamentos a él mismo y a su
comitiva di muerte, 250
y así en el cautivo carro, vencedor y de mis votos
dueño,
entro, remedando él los gozosos triunfos.
De aquel cuyos caballos como precio por aquella noche
había demandado
el enemigo, sus armas negadme a mí, y fuera más
benigno Áyax.
¿A qué referir, del licio Sarpedón, las tropas
por el hierro 255
mío devastadas? Con mucha sangre derramé
a Cérano el Ifítida, y a Alástor y a Cromio,
y a Alcandro y a Halio y a Noemon y a Prítanis,
y a su final entregué, con Quersidamas, a Toón
y a Carops, y por unos hados despiadados llevado a
Énnomo, 260
y los que menos célebres bajo las murallas de la
ciudad
sucumbieron por mi mano. Tengo también yo heridas,
ciudadanos,
por su mismo lugar bellas. Y no creáis, vanas, mis
palabras.
Contemplad aquí», y la ropa con la mano se apartó.
«Éste es
un pecho», dice, «siempre en vuestras cosas
esforzado. 265
Mas nada gastó durante tantos años el Telamonio
de su sangre en sus aliados y tiene sin herida un
cuerpo.
«¿Qué, aun así, esto importa, si que él por la
flota pelasga
sus armas haber llevado cuenta contra los troyanos y
Júpiter?
Y confieso que las llevó, pues detractar malignamente
270
los méritos mío no es, pero para que de los comunes
él solo
no se apodere, y algún honor a vosotros también os
devuelva,
rechazó el Actórida, seguro bajo la imagen de
Aquiles,
a los troyanos de las que iban a arder con su
defensor, nuestras quillas.
Que osó también él solo a lanzarse de Héctor contra
las armas 275
se cree él, olvidado del rey, de los jefes y de mí,
noveno él en ese servicio, y antepuesto por regalo de
la suerte.
Pero aun así el resultado de la batalla de vos, oh
fortísimo,
¿cuál fue? Héctor salió, violado por herida ninguna.
Triste de mí, con cuánto dolor se me obliga a
recordar 280
el tiempo aquel en que, de los griegos el bastión,
Aquiles,
sucumbió. Y a mí las lágrimas y el luto y el temor
no me retrasaron de que su cuerpo de la tierra,
sublime, no recogiera.
Con estos hombros, con estos, digo, hombros, yo el
cuerpo de Aquiles
y a la vez sus armas llevé, las que ahora también por
llevar me afano. 285
Tengo yo, que valgan para tales pesos, fuerzas,
tengo un ánimo, ciertamente, que estos honores
vuestros ha de reconocer,
¿o no está claro, por ello, que a favor de su hijo su
azul
madre ambicionó que estos celestes dones,
de arte tan grande una labor, un rudo y sin corazón
soldado 290
los vistiera? Y ya que del escudo los labrados no
conoce,
el Océano y las tierras y con su alto cielo las
estrellas
y las Pléyades e Híades e inmune de la superficie la
Ursa
y sus diversas ciudades y nítida de Orión su espada,
demanda empuñar unas armas que no entiende. 295
¿Y qué de que a mí, cuando yo huía de los regalos
de la dura guerra,
me tacha de que tarde acudía a la emprendida labor,
y que habla mal él del magnánimo Aquiles no nota?
Si a haber disimulado llamas culpa, disimulamos
ambos;
si la demora por culpa es, yo fui más presto que él.
300
A mí una piadosa esposa me detuvo, su piadosa madre a
Aquiles,
y los primeros fueron a ellas dados de nuestros
tiempos, el resto a vosotros.
No temo yo, si incluso no pudiera defenderlo, una
culpa
común con tan gran varón: cogido por el ingenio
de Ulises, aun así, él fue, pero no por el de Áyax
Ulises. 305
Y de que contra mí los insultos de su estúpida
lengua
vierta él no nos asombremos, a vosotros también cosas
dignas de pudor
os ha objetado. ¿O acaso a Palamedes de un falso
delito haber acusado
indecente es para mí, para vosotros, haberlo
condenado, decoroso?
Pero ni el Nauplíada una fechoría defender pudo tan
grande 310
y tan patente, ni vosotros oísteis en él
sus culpas: lo visteis y en pago lo expuesto patente
estaba.
Y porque al Penatíada lo tiene la vulcania Lemnos,
ser yo reo no he merecido -la acción defended
vuestra,
pues lo consentisteis-, ni que yo os persuadí negaré:
315
para que se sustrajera él, de la guerra y del camino,
a la fatiga,
e intentara sus fieros dolores con el descanso
mitigar.
Me obedeció y vive. No esta opinión sólo
leal, sino también feliz, aunque sea bastante el ser
fiel.
Al cual, puesto que los profetas para destruir
Pérgamo 320
le demandan, no me encarguéis a mí: mejor el
Telamonio irá
y con su elocuencia a ese hombre, por sus
enfermedades e ira furioso,
lo ablandará o aquí lo traerá, astuto, con algún
arte.
Antes hacia atrás el Simois fluirá y sin frondas el
Ida
se alzará y auxilio enviará Acaya a Troya, 325
que, cesando mi pecho a favor de vuestros estados,
de Áyax, el estúpido, la astucia aproveche a los
dánaos.
Aunque seas hostil a los aliados, al rey y a mí,
duro Filoctetes, aunque execres y maldigas
sin fin mi cabeza y desees que yo te sea acaso
entregado 330
en tu dolor, y mi crúor apurar, y que con tal de que
de tu presencia yo, hágase que de la mía tú
dispongas:
a ti, aun así, me acercaré y por regresarte conmigo
pugnaré
y tanto de tus saetas me apoderaré favorézcame la
fortuna
cuanto me hube del dardanio adivino, al que apresé,
apoderado, 335
cuanto las respuestas de los dioses y los troyanos
hados descubrí,
cuanto arrebaté a Frigia la imagen sacrosanta de
Minerva
de la mitad de los enemigos. ¿Y que a mí se compare
Áyax?
Naturalmente que se tomara Troya prohibían los hados
sin él:
¿Dónde está el fuerte Áyax? ¿Dónde están las ingentes
palabras 340
de ese gran varón? ¿Por qué aquí tienes miedo? ¿Por
qué osa Ulises
y por entre las vigilancias y a encomendarse a la
noche
y a través de fieras espadas no solo en las murallas
de los troyanos,
sino incluso en lo más alto de las fortalezas a
penetrar y de su
santuario robar a la diosa y robada a traerla a
través de los enemigos? 345
Lo cual, si no hubiese hecho yo, en vano de Telamón
el nacido
hubiese llevado en la izquierda de sus siete toros
las pieles.
En aquella noche por mí nuestra victoria a Troya
parida fue:
Pérgamo entonces vencí, cuando a que ser vencida
pudiera obligué.
Deja, con el rostro y tu murmullo, de señalarme
350
a mi querido Tidida. Parte hay suya de la gloria en
ello.
Y tú, cuando el escudo a favor de la aliada flota
sostenías,
tampoco solo estabas: a ti una multitud secuaz, a mí
me tocó él solo.
El cual, si no supiera él que el luchador menor que
el inteligente
es, y que no a una indómita diestra se deben estos
premios, 355
él también los pidiera, los pidiera más moderado
Áyax,
y Eurípilo el feroz, y del claro Andremon el nacido,
y no menos Idomeneo, y de la patria misma engendrado
Meriones,los pidiera del mayor Atrida su hermano:
pero como quiera que de mano fuertes, y no son a ti
en el Marte segundos, 360
a los consejos cedieron míos. La diestra tuya para la
guerra
útil; tu ingenio es cual necesita del gobierno
nuestro.
Tú tus fuerzas sin pensamiento conduces, cuidado mío
es el de lo futuro.
Tú combatir puedes, del combate los tiempos conmigo
elige el Atrida. Tú sólo con tu cuerpo eres útil, 365
nos con el ánimo, y en cuanto quien modera el barco
sobrepasa
del remero el servicio, en cuanto el general que el
soldado más grande,
en tanto yo te supero. Y no poco en mi cuerpo
mi pecho es más poderoso que mi mano: mi vigor todo
está en él.
«Mas vosotros, oh próceres, a la tutela vuestra
sus premios dad, 370
y a cambio del cuidado de tantos años que ansioso
pasé,
este título, que de compensar ha los méritos míos
devolvedme:
ya la labor en su fin está. Los opuestos hados aparté
y, que pudiera ser tomada la alta Pérgamo haciendo,
la tomé.
Por nuestras esperanzas ahora comunes, y por las
murallas de los troyanos que van a caer, 375
y por esos dioses os ruego que al enemigo hace poco
he arrebatado,
por cuanto resta, si algo, que con inteligencia haya
de hacerse,
si algo todavía audaz y súbito de acometerse ha,
si de Troya a los hados que algo resta pensáis
de mí acordaos, o si a mí no me dais las armas, 380
a ella dádselas», y muestra la estatua hadada de
Minerva.
Conmovido ese puñado de próceres quedó, y, de qué
la elocuencia fuera capaz,
con la situación se hizo patente, y del fuerte varón
llevó las armas el diserto.
A Héctor quien solo, quien el hierro y los fuegos y a
Júpiter
sostuvo tantas veces, sola no sostiene a su ira 385
y a ese no vencido varón venció el dolor: arranca su
espada
y: «Mía ésta ciertamente es, ¿o también a ella para
sí demanda Ulises?
Ella», dice, «he de usar contra mí yo, y la que de la
sangre
muchas veces de los frigios se ha mojado, de su dueño
ahora con la muerte se mojará,
para que nadie a Áyax pueda superar sino Áyax», 390
dijo y en su pecho, que entonces al fin heridas
sufría,
por donde patente estaba al hierro, letal sepultó su
espada.
Y no pudieron las manos sacar la enclavada arma:
la expulsó el propio crúor, y enrojecido de sangre el
suelo
purpúrea engendró del verde césped una flor, 395
la que antes había de la herida del Ebalio nacido.
Una letra común en el medio, al muchacho y a este
varón,
inscrita está de sus hojas, ésta de su nombre,
aquélla de su queja.
La caída de Troya
El vencedor de Hipsípila a la patria y del claro
Toante
y a las tierras infames de la matanza de sus viejos
varones, 400
sus velas da para traer de vuelta, del Tirintio las
armas, las saetas.
Las cuales, después que a los griegos, con su dueño
acompañándole, las reportó,
impuesta le fue al fin la mano última a esa fiera
guerra.
Troya y a la vez Príamo caen. De Príamo la esposa
perdió la infeliz después de todo aquello de humana
405
su figura y con un nuevo ladrido aterró auras
extrañas,
por donde en angostura se cierra largo el Helesponto.
Ilión ardía, y todavía no se había asentado el
fuego
y del viejo Príamo el ara de Júpiter el exiguo crúor
había bebido, y arrastrada de sus cabellos la
sacerdotisa de Febo, 410
que no habían de aprovecharle, tendía al éter las
palmas.
A las dardanias madres, a las imágenes de sus patrios
dioses
mientras pueden abrazadas, y sus incendiados templos
ocupando,
las arrastran vencedores los griegos, envidiosos
premios.
Es lanzado Astíanax desde aquellas torres de donde
415
luchando por sí mismo, y sus atávicos reinos
guardando,
muchas veces ver a su padre, mostrado por su madre,
solía.
Y ya a la ruta persuade el Bóreas y son su soplo
favorable
los linos movidos suenan: ordena el marinero que se
aprovechen los vientos.
«Troya, adiós, nos roban», gritan, dan besos a su
tierra 420
las troyananas: de su patria los humantes techos
atrás dejan.
La última ascendió a la flota, triste de ver,
en mitad de los sepulcros encontrada Hécuba de sus
hijos.
Abrazando sus túmulos y a sus huesos besos dando
la arrastraron unas duliquias manos. Aun así del
único sacó 425
y en su seno las cenizas consigo se llevó sacadas de
Héctor.
De Héctor en el túmulo de su cana cabeza un pelo,
ofrendas funerarias pobres, un pelo y sus lágrimas
dejó.
Hay, donde Troya estuvo, a la de Frigia contraria
una tierra,
habitada por los varones bistonios. De Poliméstor
allí 430
el real rico estaba, a quien a ti te encomendó para
que te educara
a escondidas, Polidoro, tu padre y te apartó de las
frigias armas,
un plan sabio si, del crimen botín, grandes riquezas
no hubiera añadido, aguijada de un espíritu avaro.
Cuando cayó la fortuna de los frigios coge el impío
su espada, 435
el rey de los tracios, y en la garganta la hunde de
su ahijado
y como si quitarse junto con el cuerpo sus culpas
pudieran,
exánime por una peña lo lanzó, a ellas sometidas, a
las ondas.
En el litoral tracio su flota había amarrado el
Atrida
mientras el mar pacificado, mientras el viento más
amigo le fuese. 440
Aquí súbitamente, cuan grande cuando vivía ser solía,
sale de la tierra anchamente rota, y cual si
amenazante
el rostro del tiempo aquel volviera a llevar Aquiles,
en el que fiero al injusto Agamenón buscaba a hierro
y:
«¿Olvidados de mí partís», dice, «aquivos, 445
y sepultada ha sido conmigo la gracia de la virtud
nuestra?
No lo hagáis, y para que mi sepulcro no sea sin su
honor,
aplaque a los manes de Aquiles, inmolada, Políxena».
Dijo y obedeciendo sus compañeros a la despiadada
sombra,
arrebatada del seno de su madre, a la que ya casi
sola calor daba, 450
fuerte e infeliz y más que mujer esa virgen,
es conducida al túmulo y se la hace víctima de una
siniestra hoguera.
La cual, acordada ella de sí misma, después que a las
crueles aras
acercada fue y sintió que para ella unos fieros
sacrificios se preparaban,
y cuando a Neoptólemo apostado y el hierro
sosteniendo 455
y en su rostro vio que fijaba él sus ojos:
«Utiliza ahora mismo esta generosa sangre», dijo,
«ninguna demora hay: tú en la garganta o en el pecho
tu arma
esconde mío», y su garganta a la vez y pecho
descubrió.
«Claro es que a nadie servir yo, Políxena, quisiera.
460
No merced a tal sacrificio a divinidad aplacaréis
ninguna.
La muerte mía sólo quisiera que a mi madre engañar
pudiera:
mi madre me estorba y minora de la muerte mis goces,
aunque
no mi muerte para ella, sino su vida de gemidos digna
es.
Vosotros, sólo, para que a los estigios manes no
acuda no libre, 465
idos lejos, si cosa justa pido, y de mi contacto de
virgen
apartad vuestras manos. Más acepta para aquél,
quien quiera que él es, a quien con el asesinato mío
a aplacar os disponéis,
libre será mi sangre. Si a alguno de vosotros, aun
así, las últimas palabras
conmueven de mi boca -de Príamo a vosotros la hija,
del rey, 470
no una cautiva os ruega- a mi madre mi cuerpo no
vendido
devolved, y no con oro redima el derecho triste de mi
sepulcro,
sino con lágrimas. Entonces, cuando podía, los
redimía también con oro».
Había dicho, mas el pueblo las lágrimas que ella
contenía
no contiene. También llorando e involuntario el mismo
sacerdote, 475
su ofrecido busto rompió, a él lanzado el hierro.
Ella sobre la tierra, al desfallecer su corva
cayendo,
mantuvo no temeroso hasta sus hados postreros el
rostro.
Entonces también su cuidado fue el de velar sus
partes de cubrir dignas,
al caer, y la honra salvar de su casto pudor. 480
Las troyanas la reciben y los llorados Priámidas
recuentan
y cuántas sangres diera una casa sola,
y por ti gimen, virgen, y por ti, oh ahora poco regia
esposa,
regia madre llamada, de la Asia floreciente la
imagen,
ahora incluso de un botín mal lote, a la que el
vencedor Ulises 485
que fuera suya no quería, sino porque, con todo, a
Héctor de tu parto
diste a luz: un dueño para su madre apenas halla
Héctor.
La cual, ese cuerpo abrazando inane de alma tan
fuerte,
las que tantas veces a su patria había dado, e hijos
y marido,
a ella también da esas lágrimas. Lágrimas en sus
heridas vierte, 490
de besos su boca y rostro cubre y su acostumbrado
pecho en duelo golpea,
y la canicie suya, coagulada de sangre barriendo,
más cosas ciertamente, pero también éstas, desgarrado
el pecho, dice:
«Hija mía, de tu madre, pues qué resta, el dolor
último,
hija, yaces, y veo, mis heridas, tu herida: 495
y, para que no perdiera a ninguno de los míos sin
asesinato,
tú también herida tienes. Mas a ti, porque mujer, te
pensaba
del hierro a salvo: caíste también mujer a hierro,
y a tantos tus hermanos el mismo, a ti te perdió él
mismo,
destrucción de Troya y de mi orfandad el autor,
Aquiles. 500
Mas después que cayó él de Paris y de Febo por las
saetas,
ahora ciertamente, dije, miedo no se ha de tener de
Aquiles: ahora también
miedo yo le había de tener. La ceniza misma de él
sepultado
contra la familia esta se ensaña y en su túmulo
también sentimos a este enemigo.
Para el Eácida fecunda he sido. Yace Ilión, ingente,
505
y con resultado grave finalizado fue de nuestro
pueblo el desastre,
pero finalizado, aun así. Sola a mí Pérgamos restan
y en su curso mi dolor está, ahora poco la más grande
de su estado,
de tantos yernos e hijos poderosa, y de nuera, y
esposo,
ahora se me arrastra desterrada, pobre, desgarrada de
los túmulos de los míos, 510
de Penélope el regalo, la cual a mí, los pesos de la
lana dados arrastrando,
mostrándome a las madres de Ítaca: «Ésta de Héctor
aquélla es,
la brillante madre; ésta es», dirá, «de Príamo la
esposa»,
y después de tantos perdidos tú ahora, la que sola
aliviabas
de una madre los lutos, unas enemigas hogueras has
expiado. 515
Ofrendas fúnebres para el enemigo he parido. ¿Para
qué, férrea, resto
o a qué espero? ¿Para qué me reservas, añosa
senectud?
¿Para qué, dioses crueles, sino para que nuevos
funerales vea,
vivaz mantenéis a esta anciana? ¿Quién feliz pensaría
que Príamo se podría decir después de derruida
Pérgamo? 520
Feliz por la muerte suya es, y no a ti, mi hija,
perecida
te mira y su vida al par que su reino abandonó.
Mas, creo yo, de funerales serás dotada, regia
virgen,
y se sepultará tu cuerpo en los monumentos de tus
abuelos.
No tal es la fortuna de esta casa; como regalos de tu
madre 525
te tocarán los llantos y un puñado de extranjera
arena.
Todo lo hemos perdido: me resta, por lo que vivir un
tiempo
breve sostenga, retoño muy grato a su madre,
ahora él solo, antes el menor de mis hijos varones,
entregado al rey ismario en estas orillas, Polidoro.
530
¿Qué espero, entre tanto, para sus crueles heridas
con linfas
purificar y asperjado de despiadada sangre su
rostro».
Dijo, y al litoral con su paso avanzó de vieja,
lacerada en sus blanquecientes cabellos: «Dadme,
Troyanas, una urna»,
había dicho la infeliz, para sacar líquidas aguas.
535
Contempla, arrojado en ese litoral, de Polidoro el
cuerpo
y hechas por las armas tracias sus ingentes heridas.
Las troyanas gritan, enmudeció ella de dolor
y al par sus lágrimas y su voz hacia dentro brotadas
las devora el mismo dolor, y muy semejante a una dura
roca 540
se atiere y, a ella opuesta, clava ora sus ojos en la
tierra,
a veces torvo alza al éter su rostro,
ahora abajando el suyo contempla el rostro de su
hijo, ahora sus heridas,
sus heridas principalmente, y se arma y guarnece de
ira.
De la cual, una vez se inflamó, tal cual si reina
permaneciera, 545
vengarse decide y del castigo en la imagen toda ella
está,
y como enloquece, de su cachorro lactante orfanada
una leona
y las señales hallando de sus pies sigue a ése que no
ve, a su enemigo,
así Hécuba, después que con el luto mezcló su ira,
no olvidada de sus arrestos, de sus años olvidada,
550
marcha al artífice, Poliméstor, del siniestro
asesinato
y su conversación pretende, pues ella mostrarle
quería,
dejado atrás, oculto para él, que a su hijo le
devolviera, un oro.
Lo creyó el Odrisio y acostumbrado del botín al amor,
a unos retiros viene. Entonces, artero, con tierna
boca: 555
«Deja las demoras, Hécube», dijo. «Dame los regalos
para tu hijo.
Que todo ha de ser de él, lo que me das, y lo que
antes diste,
por los altísimos juro». Contempla atroz al que así
hablaba
y en falso juraba, y de henchida ira se inflama,
y así cogido a las filas de las cautivas madres 560
invoca y sus dedos en esos traidores ojos esconde
y le arranca de las mejillas los ojos -la hace la ira
dañina-
y dentro sumerge las manos y manchada de esa sangre
culpable
no su luz -pues no la había-, los lugares de su luz
saca.
Por el desastre de su tirano de los tracios el pueblo
irritado, 565
a la troyana con lanzamiento de armas y de piedras
empezó
a atacar, mas ella a una lanzada roca con ronco
gruñido
a mordiscos persigue, y con sus comisuras, para las
palabras preparadas,
ladró al intentar hablar. El lugar subsiste y del rey
el nombre tiene, y de sus viejas desgracias mucho
tiempo ella memorativa, 570
entonces también aulló, afligida, por los sitonios
campos.
A los troyanos suyos, y a los enemigos pelasgos,
la fortuna suya a los dioses también conmovido había
a todos,
así a todos, que también la propia esposa y hermana
de Júpiter,
que esos sucesos Hécuba había merecido negaría. 575
Memnón
No da tiempo a la Aurora, aunque las mismas armas
alentaba,
de los desastres y el caso de Troya y Hécuba a
conmoverse.
Un cuidado a la diosa más cercano y un luto doméstico
angustia,
el de su Memnón perdido, a quien en los frigios
campos
gualda lo vio, sucumbiendo de Aquiles por la cúspide,
su madre. 580
Lo vio y aquel color con el que matinales rojecen
los tiempos, había palidecido, y se escondió entre
nubes el éter.
Mas no, impuestos a los supremos fuegos sus miembros,
sostuvo el contemplarlos su madre, sino que el pelo
suelto,
tal como estaba, a las rodillas postrarse del gran
Júpiter 585
no tuvo a menos, y a sus lágrimas añadir estas
palabras:
«A todas inferior que las que sostiene el áureo éter
-pues míos hay rarísimos templos por el orbe todo-,
divina, aun así, he venido no para que santuarios y
días
me des a mí sacrificiales y, que se calentaren a
fuegos, aras. 590
Si aun así contemplas cuánto a ti, siendo mujer, te
deparo,
en ese entonces cuando con la luz nueva de la noche
los confines preservo,
que premios se me han de dar puedes creer. Pero no
ese mi cuidado, ni este es
ahora el estado de la Aurora, que merecidos demande
sus honores:
del Memnón huérfana mío vengo, que fuertes en vano
595
a favor de su tío llevó sus armas, y en sus primeros
años
cayó por el fuerte -así vosotros lo quisisteis-
Aquiles.
Dale, te suplico, a él, consuelo de su muerte, algún
honor,
sumo de los dioses regidor, y mis maternas heridas
mitiga.
Júpiter había asentido, cuando, ardua, con su
alto fuego 600
se derruyó su hoguera, y las espiras de negro humo
inficionaron el día como cuando los caudales exhalan,
en ellos nacidas, sus nieblas y el sol no es admitido
bajo ellas.
La negra pavesa vuela y aglomerada en un cuerpo solo
se densa y forma coge y toma el color 605
y el ánima del fuego: la levedad suya le presta alas,
y al principio semejante a un ave, luego verdadera
ave,
resonó con sus alas: al par sonaron sus hermanas
innúmeras, de las cuales es el mismo su natal origen,
y tres veces la hoguera lustran y consonante sale a
las auras 610
tres veces un plañido, a la cuarta voladura separan
sus cuarteles.
Entonces dos pueblos desde diversas partes, feroces,
guerras sostienen, y con los picos y corvas uñas iras
ejercen y sus alas y opuestos pechos fatigan
y, fúnebres ofrendas, caen sus emparentados cuerpos a
la ceniza 615
sepultada, y, que ellas de un varón fuerte nacieron,
recuerdan.
A esas voladoras súbitas su nombres les puso su
autor: por él
Memnónides llamadas, cuando el sol la docena de
signos ha recorrido,
de sus difuntos a la manera, las que han de morir, se
vuelven a hacer la guerra.
Así pues, a unos, que ladrara la Dimántide digno de
llanto pareció, 620
en los lutos suyos está la Aurora volcada y,
piadosas,
ahora también da sus lágrimas y rora en el orbe todo.
El peregrinaje de Eneas (I): la partida de Troya
No, aun así, que aniquilada, junto con sus
murallas, de Troya fuera
la esperanza también los hados permiten: sus
sacramentos y, sacramentos otros, a su padre
lleva en sus hombros, venerable carga, el héroe
Citereio. 625
De tan grandes riquezas el botín ese, piadoso, elige,
y al Ascanio suyo, y con su prófuga flota por las
superficies
es arrastrado desde Antandros, y los criminales
umbrales del los tracios
y, manando de la sangre de Polidoro, esa tierra
abandona, y con útiles vientos y bullir favorable 630
entra, de Apolo, con sus compañeros de séquito, en la
ciudad.
A él Anio, a quien como rey los hombres, como
sacerdote Febo
honraba, ritualmente, en su templo y en su casa lo
recibió
y su ciudad le mostró y los santuarios conocidos, y
los dos
troncos que Latona un día, al parir, sostenía. 635
Incienso dado a las llamas y vino a esos inciensos
prodigado,
y de las heridas reses sus entrañas según la
costumbre quemadas,
a las regias moradas se dirigen, y tendidos unos
tapices
altos, regalos de Ceres toman con líquido Baco.
Entonces el piadoso Anquises: «Oh de Febo el
sacerdote elegido, 640
¿me engaño o también un hijo cuando por primera vez
estas murallas vi,
y dos parejas de hijas, en cuanto recuerdo, tenías?».
La hija de Anio
A él Anio sus sienes, de níveas vendas
circundadas,
golpeándolas, y triste, dice: «No te engañas, héroe
máximo. Viste de cinco hijos al padre, 645
al cual ahora -tanta a los hombres de su estado la
inconstancia torna-
apenas ves huérfano, ¿pues cuál para mí mi hijo
ausente
es auxilio, al que, llamada de su nombre, la tierra
de Andros retiene, que en vez de su padre ese lugar y
esos reinos posee?
El Delio el augurio le había otorgado a él. Había
otorgado otros Líber 650
a mi estirpe femenina, que el voto mayores y que la
fe,
otros presentes: pues al contacto de mis hijas todas
las cosas
en sembrado y en humor de vino y de la cana Minerva
se transformaban, y rica era su utilidad en ellas.
Tal cosa, cuando la conoció de Troya el devastador,
el Atrida, 655
para que no poco, en alguna parte, que vuestra misma
tempestad
hemos sentido nos también creas, la fuerza de las
armas usando
las abstrajo contra su voluntad del regazo de su
padre, y que alimenten
les impera con su celeste don la flota de Argos.
Escapan adonde cada una puede: a Eubea dos 660
y otras tantas de mis hijas a la Andros fraterna se
dirigieron.
Soldado llega, y, si no se le entreguen, con las
armas amenaza.
Vencida por el miedo la piedad. Esos consortes
cuerpos al castigo
entregó, y podrías perdonar, miedoso, a ese hermano:
no aquí Eneas, no quien defendiera Andros 665
un Héctor había, por el que resististeis hasta el
décimo año.
Y ya se preparaban las ataduras para sus cautivos
brazos;
ellas, levantando todavía libres al cielo sus
brazos: «Baco, padre, préstanos ayuda», dijeron, y
les prestó
de su don el autor ayuda, si a perderlas de
prodigioso modo 670
prestar se llama ayuda, y no de qué suerte su forma
perdieron pude saber o ahora decir puedo.
Lo sumo de ese mal conocido fue: alas tomaron
y de tu esposa en las aves, en níveas palomas, se
volvieron».
Coronas
Con tales y otros relatos después que los
banquetes 675
completaron, la mesa retirada, el sueño buscaron,
y con el día se levantan y acuden a los oráculos de
Febo.
El cual, buscar su antigua madre y sus parientes
litorales
ordenó. Les sigue el rey y da de regalo a los que
iban a marchar,
a Anquises un cetro, una clámide y una aljaba a su
nieto, 680
una cratera a Eneas que otrora le había trasladado a
él,
como su huésped, desde las orillas aonias, Terses el
Ismenio.
Se la había mandado a él Terses, la había fabricado
Alcón
el de Hile y con un largo argumento la había labrado.
Una ciudad había, y siete podrías señalar sus
puertas: 685
éstas en vez de su nombre estaban y cuál fuera ella
enseñaban.
Ante la ciudad unas exequias y túmulos y fuegos y
hogueras
y derramados cabellos y madres de abiertos pechos
significan el luto. Unas ninfas también llorar
parecen
y que desecados se lamentan de sus manantiales. Sin
frondas un árbol 690
desnudo se erige, raen áridas rocas las cabritas.
He aquí que hace que, en mitad de Tebas, las hijas de
Oríon:
ésta un no femenino pecho hiere, la garganta abierta,
aquélla, bajada por sus fuertes heridas un arma,
por su pueblo ha caído, y en bellos funerales a
través de la ciudad 695
es llevada y en una concurrida parte es cremada.
Que después, de la virginal brasa unos gemelos salen,
para que su familia no perezca, unos jóvenes, a los
que la fama Coronas
nombra y que de la ceniza materna guían la pompa.
Hasta aquí en figuras fulgentes de antiguo bronce:
700
lo alto de la cratera era áspero de dorado acanto.
Y no más leves que los a ellos dados, los troyanos
unos dones devuelven,
y dan al sacerdote, guardián del incienso, un
turíbulo,
dan una pátera, y brillante de oro y gemas una
corona.
El peregrinaje de Eneas (II): Sicilia
Desde allí, acordándose de que los teucros de la
sangre de Teucro 705
llevan su principio, Creta alcanzaron y del lugar
soportar mucho tiempo no pudieron el astro y, sus
cien ciudades
abandonadas, desean alcanzar los puertos de Ausonia.
Se ensaña el mal tiempo y sacude a esos varones, y
recibidos
de las Estrófades en sus puertos no confiables, los
aterra la alada Aelo. 710
Y ya los duliquios puertos, e Ítaca, y Samos,
y de Nérito las casas, y el reino del falaz Ulises
pasado de largo habían: disputada en un litigio de
dioses
la Ambracia ven, y bajo su imagen la roca del
convertido
juez, la cual ahora por el Apolo de Accio conocida
es, 715
y la tierra vocal por su encina dodónida,
y las ensenadas caonias, donde los hijos del rey
Moloso
de unos impíos incendios huyeron con unas alas a
ellos sometidas.
A los próximos, de felices frutos plantados,
campos
de los feacios se dirigen; el Epiro, desde ellos, y,
reinada por el vate 720
frigio, Butrotos y su simulada Troya alcanzan.
De ahí, del futuro cerciorados, que todo con fiel
admonición el Priámida Héleno les había predicho,
entran
en Sicania: ésta incurre en los mares mediante tres
alas,
de las cuales, a los lluviosos austros se vuelve el
Paquino, 725
a los blandos céfiros encarado el Lilibeo, a las
Ursas,
del mar exentas, contempla, y al bóreas, el Peloro.
La alcanzan los teucros, y a remos y con un bullir
favorable,
a la noche, gana la flota de Zancle la arena:
Escila (I)
Escila el costado derecho, el izquierdo la
irrequieta Caribdis 730
estraga. Devora ésta arrebatándolas, y las vuelve a
vomitar, las quillas.
Aquella de fieros perros se ciñe su negro vientre
aunque rostro de virgen muestra y, si no todo los
vates
inventado nos han dejado, en algún tiempo también
virgen era.
A ella la buscaron muchos pretendientes, los cuales
rechazados, 735
ella hacia las ninfas del piélago, del piélago la más
grata a las ninfas,
iba y burlados narraba de esos jóvenes los amores.
A la cual, mientras para peinarlos le ofrece Galatea
sus cabellos,
con tales razones se le dirige, reiterando suspiros:
Galatea, Acis y Polifemo
«A ti, aun así, oh virgen, un género no
despiadado de varones 740
te pretende y, como haces, puedes a ellos impunemente
negarte.
Mas a mí, para quien padre es Nereo, a quien la azul
Doris
a luz dio, quien estoy por la multitud también
guardada de mis hermanas,
no, sino mediante lutos, lícito me fue del Cíclope al
amor
escapar», y lágrimas la voz impidieron de la que
hablaba. 745
Las cuales, cuando enjugó con su pulgar de mármol la
virgen,
y consolado a la diosa hubo: «Cuenta, oh carísima»,
dijo,
«y la causa no oculta -así soy fiel- de tu dolor».
La Nereide, de ello en contra, prosiguió diciendo del
Crateida a la nacida:
«Acis había sido de Fauno y de la ninfa Simétide
creado, 750
gran placer ciertamente del padre suyo y madre,
nuestro aun así mayor, pues a mí consigo solo me
había unido.
Bello, y sus octavos cumpleaños por segunda vez
hechos,
había señalado sus tiernas mejillas con un dudoso
bozo.
A él yo, a mí el Cíclope sin ningún final me
pretendía, 755
y no, si preguntares, si el odio del Cíclope o el
amor
de Acis en nos fuera más presente, te revelaré:
par uno y otro era. ¡Oh, cuánta la potencia del
reino,
es, Venus nutricia, tuyo! Como que aquel despiadado y
para las mismas
espesuras horrendo y visto por huésped ninguno 760
impunemente y del gran Olimpo con sus dioses
despreciador,
qué sea el amor siente, y de un vigoroso deseo
cautivo
se abrasa olvidado de los ganados y de los antros
suyos.
Y ya para ti el de tu hermosura, y ya para ti es el
cuidado el de gustar,
ya rígidos peinas con rastrillos, Polifemo, tus
cabellos, 765
ya te gusta, hirsuta, a ti, con la hoz recortar tu
barba,
y contemplar fieros en el agua, y componerlos, tus
semblantes.
De la matanza el amor y la fiereza y la sed inmensa
de crúor
cesan y seguras vienen y van las quillas.
Télemo entre tanto, habiendo bajado hasta el
siciliano Etna, 770
Télemo, el Eurímida, a quien ningún ave había
engañado,
al terrible Polifemo se acerca y: «Esa luz, que única
en la mitad de tu frente llevas, te la arrebatará a
ti», dijo, «Ulises».
Se rio y: «Oh de los videntes el más estúpido, te
engañas», dice.
«Otra ya me lo ha arrebatado». Así, al que en vano la
verdad le advertía, 775
desprecia, y o bien pisando con su ingente paso las
playas
socava, o, agotado, bajo sus opacos antros regresa.
Sobresale hacia el ponto, acuñado en punta larga,
un collado. A ambos costados circunfluye de la
superficie la onda.
Aquí fiero asciende el Cíclope, y central se asienta,
780
mientras sus lanados rebaños, sin que nadie les
guiase, le seguían.
Y él, después que un pino, que de bastón prestaba el
uso,
ante sus pies dejado hubo, para llevar entenas apto,
y tomado que hubo, de cañas cien compactada, una
siringa,
sintieron todos los montes sus pastoriles silbos, 785
los sintieron las ondas. Agazapada yo en un risco, y
de mi
Acis en el regazo sentada, de lejos con los oídos
recogí
tales razones míos, y oídas en mi mente las anoté:
«Más cándida que la hoja de la nívea, Galatea,
alheña,
más florida que los prados, más esbelta que el largo
aliso, 790
más espléndida que el vidrio, que el tierno cabrito
más retozona,
más lisa que por la asidua superficie trizadas las
conchas,
que los soles invernales, que la veraniega sombra más
grata,
más noble que las manzanas, que el plátano alto más
visible,
más lúcida que el hielo, que la uva madura más dulce,
795
más blanda que del cisne las plumas y la leche
cuajada,
y si no huyeras, más hermosa que un bien regado
huerto.
Más salvaje que las indómitas, la misma Galatea,
novillas,
más dura que la añosa encina, más falaz que las
ondas,
más lenta que las varas del sauce y las vides
blancas, 800
que estas peñas más inconmovible, más violenta que el
caudal,
que un alabado pavón más soberbia, más acre que el
fuego,
más áspera que los abrojos, más brava que preñada la
osa,
más sorda que las superficies, más despiadada que
pisada una hidra,
y lo que principalmente querría que a ti arrancarte
yo pudiera, 805
no sólo que el ciervo por los claros ladridos movido,
sino incluso que los vientos y voladora el aura más
fugaz.
Mas si bien supieras, te pesaría el haber huido, y
las demoras
tuyas tú misma condenarías y por retenerme te
esforzarías.
Hay para mí, parte de un monte, suspendidos de la
viva roca, 810
unos antros, los cuales, ni el sol en medio del calor
sienten,
y no sienten el mal tiempo; hay frutos que hunden sus
ramas,
hay, al oro semejantes, largas en sus vides, uvas,
las hay también purpúreas: para ti éstas reservamos,
y aquéllas.
Tú misma con tus manos, bajo la silvestre sombra
nacidas, 815
blandas fresas cogerás, tú misma otoñales cornejos,
y ciruelas, no sólo las cárdenas de negro jugo,
sino también las nobles, que imitan nuevas a las
ceras,
ni a ti castañas, yo tu esposo, ni a ti te faltarán
del madroño las crías: todo árbol a ti te servirá.
820
Este ganado todo mío es, y muchas también por los
valles erran,
muchas la espesura oculta, muchas se apriscan en mis
antros,
y no, si acaso preguntas, podría a ti decirte cuántas
son:
de pobre es contar su ganado. De las alabanzas suyas
nada a mí creyeras: presente puedes tú misma verlo,
825
cómo apenas rodean, restallante, con sus patas su
ubre.
Hay, crianza menor, en sus tibios rediles corderos,
hay también, pareja la edad, en otros rediles
cabritos.
Leche para mí siempre hay, nívea: parte de ahí para
beber
se reserva, otra parte licuados coágulos la cuajan.
830
Y no delicias fáciles y vulgares presentes
sólo te alcanzarán, gamos, liebres y cabrío,
o un par de palomas o cogido de su copa un nido:
he encontrado, gemelos, que contigo jugar puedan,
entre sí semejantes como apenas distinguirlos puedas,
835
de una velluda osa cachorros en lo alto de unos
montes.
Los encontré y dije: «Para mi dueña los
reservaremos».
Ya, ora, tu nítida cabeza saca del ponto de azul,
ya, Galatea, ven, y no desprecia los regalos
nuestros.
Ciertamente yo me he conocido y de la líquida agua en
la imagen 840
me he visto hace poco, y me complació a mí al verme
mi figura.
Contempla cuán grande soy. No es que este cuerpo
mayor
Júpiter en el cielo, pues vosotros narrar soléis
que no sé que Júpiter reina. Mi melena mucha emerge
sobre mi torvo rostro y mis hombros, como una
floresta, sombrea. 845
Y que de rígidas cerdas se eriza densísimo
mi cuerpo no indecente considera: indecente sin sus
frondas el árbol,
indecente el caballo si sus cuellos dorados crines no
velan,
pluma cubre a las aves, para las ovejas su lana decor
es:
la barba a los varones, y les honra en su cuerpo sus
erizados vellos. 850
Única es en mitad de mi frente la luz mía, pero en
traza
de un gigante escudo. ¿Qué? ¿No estas cosas todas el
gran
Sol ve desde el cielo? Del Sol, aun así, único el
orbe.
Añade que en vuestra superficie el genitor mío reina,
este suegro a ti te doy. Sólo apiádate, y las
plegarias 855
de este suplicante escucha. Pues a ti hemos
sucumbido, sola,
y quien a Júpiter y a su cielo desprecio, y su
penetrable rayo,
Nereide, a ti te venero, que el rayo más salvaje la
ira tuya es.
Y yo, despreciado, sería más sufridor de ello
si huyeras a todos. ¿Pero por qué, el Cíclope
rechazado, 860
a Acis amas y prefieres que mis abrazos a Acis?
Él, aun así, que a sí mismo se plazca, y te plazca,
lícito sea,
lo cual yo no quisiera, Galatea, a ti: sólo con que
la ocasión se me dé,
sentirá que tengo yo, según este tan gran cuerpo,
fuerzas.
Sus vísceras vivas le sacaré y sus divididos miembros
por los campos, 865
y los esparciré -así él a ti se mezcle- por tus
ondas.
Pues me abraso, y dañado se inflama más acre el
fuego,
y con sus fuerzas me parece que trasladado el Etna
en el pecho llevo mío, y tú, Galatea, no te
conmueves».
De tales cosas para nada lamentándose -pues todo
yo veía- 870
se levanta, y como el toro furibundo, su vaca al
serle arrebatada,
parar no puede, y por la espesura y sus conocidos
sotos erra:
cuando, fiero, sin nosotros darnos cuenta y que para
nada tal temíamos,
a mí me ve y a Acis y: «Te veo», exclama, «y que ésta
la última sea, haré, concordia de la Venus vuestra»,
875
y tan gran voz cuanta un Cíclope airado tener
debió, aquella fue. De su grito se erizó el Etna.
Mas yo, despavorida, bajo la vecina superficie me
sumerjo.
Sus espaldas a la fuga vueltas había dado el Simetio
héroe
y: «Préstame ayuda, Galatea, te lo ruego.
Prestádmela, padres», 880
había dicho, «y al que va a morir admitid a vuestros
reinos».
Le persigue el Cíclope, y una parte del monte
arrancada
le lanza, y un extremo ángulo aunque arribó
hasta él de la roca, todo, aun así, sepultó a Acis.
Mas nos, lo que hacerse sólo, por los hados, podía,
885
hicimos, que las fuerzas asumiera Acis de su abuelos.
Bermellón de esa mole crúor manaba, y dentro
de un tiempo exiguo su rubor a desvanecerse comenzó,
y se hace su color a lo primero el del caudal turbado
por la lluvia,
y se purga con la demora. Entonces la mole a él
arrojada se hiende, 890
y viva por sus grietas y esbelta se levanta una anea,
y la boca hueca de la roca suena al brollarle ondas,
y, admirable cosa, de súbito emerge hasta el vientre
en su mitad,
enceñido un joven de flexibles cañas por sus nuevos
cuernos,
el cual, si no porque más grande, porque azul en toda
su cara, 895
Acis era, pero así también era, con todo, Acis, en
caudal
vuelto, y su antiguo nombre retuvieron sus
corrientes».
Escila (II) y Glauco
Había dejado Galatea de hablar y, la reunión
disuelta,
se retiran y a sus plácidas ondas nadan las Nereides.
Escila vuelve, y ciertamente confiarse a la mitad del
ponto 900
no osa, y o bien por la bebedora arena deambula sin
ropas,
o, cuando cansado se hubo, hallando unos apartados
recesos
del abismo, en esa recluida agua refrigera sus
miembros.
He aquí que rozando el mar, nuevo habitante del alto
ponto,
recientemente transformados sus miembros en la eubea
Antedón, 905
Glauco llega, y de la doncella vista el deseo en él
prende,
y cuantas cree que huyendo ella puede demorarla,
tales
palabras le dice. Huye ella aun así, y veloz del
temor
llega a lo alto, colocado cerca del litoral, de un
monte.
Delante del estrecho hay, ingente, recogido en una
punta sola, 910
convexo hacia las largas superficies bajo sus
árboles, un vértice.
Se detiene aquí, y segura de su lugar, si monstruo o
dios
él sea ignorando, se admira de su color
y su cabellera, que sus hombros y a ella sometidas
sus espaldas cubría,
y también que el extremo de sus ingles las acoja un
tórcil pez. 915
La sintió él y apoyándose, que se alzaba próxima, en
una mole:
«No un prodigio, ni soy yo un fiero monstruo, oh
virgen,
sino un dios», dice, «del agua, y mayor derecho sobre
las superficies
Proteo no tiene, y Tritón, y el Atamantíada Palemon.
Antes en cambio mortal era, pero claramente destinado
920
a las altas superficies, ya entonces me afanaba en
ellas,
pues ora sacaba, las que sacarían peces,
mis redes, ora en una mole sentado gobernaba con mi
arundo el lino.
Hay, a un verde prado confines, unas playas, una de
cuyas partes
de olas, la parte otra se ciñe de hierbas, 925
las cuales, ni adornadas novillas con su morder
dañaron,
ni plácidas las cortasteis, ovejas, o las greñudas
cabritas.
No la abeja de ahí se lleva diligente sus
recolectadas flores,
no han ofrecido ellas para la cabeza festivas
guirnaldas ni nunca
manos armadas de hoz las cortaron. Yo el primero en
aquel 930
césped me senté, mientras mis linos mojados seco,
y para recontarlos, cautivos, en orden mis peces,
ahí encima expuse, esos que a las redes el azar,
o su credulidad a los corvos anzuelos había llevado.
La cosa semejante es a una fingida, pero ¿qué a mí el
fingirlo me aprovecha? 935
Al ser tocada esa grama empezó mi botín a moverse
y a mudar su costado y en la tierra como en la
superficie a apoyarse.
Y mientras me paro y me admiro a la vez, huye toda
esa multitud
a las olas suyas y a su dueño nuevo y la playa dejan.
Me quedé suspendido, y vacilo un tiempo y la causa
inquiero, 940
de si dios alguno tal cosa, o si el jugo lo hiciera
de tal hierba.
«Mas qué hierba», digo, «tiene estas fuerzas», y con
la mano
esos pastos arranqué y arrancados con los dientes los
mordí.
No bien había bebido mi garganta esos desconocidos
jugos,
cuando de súbito trepidar por dentro mis entrañas
sentí 945
y que por el amor de otra naturaleza era arrebatado
mi pecho,
y no pude demorarme largo tiempo y: «A la que no he
de volver nunca,
tierra, salud», dije, y mi cuerpo sumergí bajo las
superficies.
Los dioses del mar al acogerme me dignan con
compartido honor,
y, que a mí cuanto llevo de mortal me arrebaten, 950
al Océano y a Tetis ruegan: soy yo lustrado por
ellos,
y tras decírseme una canción que purga lo nefasto
nueve veces,
mi pecho bajo cien corrientes se me ordena someter,
y sin demora, bajando de diversas partes unos
caudales,
y todas sus aguas, se vierten sobre la cabeza
nuestra. 955
Hasta aquí lo ocurrido para contártelo a ti puedo
referirte;
hasta aquí también recuerdo; y la mente mía de lo
restante no tuvo noción,
la cual, después que a mí volvió, otro me recobré en
mi cuerpo
todo del que fuera poco antes, y tampoco era el mismo
en mi mente.
Entonces por primera vez, verde de herrumbre, esta
barba, 960
y la cabellera mía, que larga por las superficies
barro,
y mis ingentes hombros y azules brazos vi,
y mis piernas curvadas a su extremo en pez que lleva
aletas.
De qué, aun así, este aspecto, de qué a los dioses
marinos haber complacido,
de qué me ayuda ser dios, si tú no te conmueves por
estas cosas?». 965
Tal diciendo y al ir a decir mas, abandona Escila al
dios. Se enfurece él,
e irritado por su rechazo a los prodigiosos atrios se
dirige de la Titánide Circe.
Libro XIV
Escila (III), Glauco y Circe
Y ya, arrojado dentro de unas fauces de Gigante
al Etna,
y los campos de los Cíclopes, ignorantes de qué
cosa los rastrillos, cuál el uso
del arado, y que nada a los ayuntados bueyes deben,
había dejado atrás el euboico habitante de las
henchidas aguas.
Había dejado también Zancle y las opuestas murallas
de Regio, 5
y el naufragador estrecho que, presa de un gemelo
litoral,
de la tierra ausonia y de la siciliana tiene los
confines.
De ahí, con su mano grande desplazándose a través
de los tirrenos mares,
a los herbosos collados acude y los atrios Glauco
de la hija del Sol, Circe, de coloridas fieras
llenos. 10
A quien una vez hubo visto, dicho y recibido el
saludo:
«Divina, de un dios apiádate, te lo suplico, pues
sola aliviar
tú puedes», dijo, «si sólo te parezco digno, este
amor.
Cuánta sea de las hierbas, Titania, el poder, para
nadie
que para mí más conocido, quien he sido mutado por
ellas, 15
y para que no conocida no sea para ti la causa del
delirio mío:
en un litoral de Italia, de las mesenias murallas
en contra,
a Escila vi. Pudor da las promesas, las súplicas,
las ternuras mías y despreciadas palabras referir.
Mas tú, si alguna soberanía hay en tu canción, una
canción 20
con tu boca sagrada mueve, o si más expugnadora la
hierba es,
usa las tentadas fuerzas de una efectiva hierba,
y no que me cures a mí y sanes estas heridas que
tengo, mando,
de su fin ninguna necesidad hay: que parte lleve
ella de este calor».
Mas Circe -pues no tiene más apto ninguna su
ingenio 25
para llamas tales, ya sea que el origen esté de tal
cosa en ella misma,
ya sea que Venus causa tal cosa, ofendida por la
delación de su padre-
tales palabras le devuelve: «Mejor persigue a quien
desee
y ansíe lo mismo, y de parejo deseo cautivada.
Digno eras todavía, y podrías serlo ciertamente, de
ser rogado, 30
y si esperanza dieras, a mí créeme, serías rogado
todavía.
Y para que no lo dudes y te falte confianza en tu
hermosura,
heme aquí, cuando diosa sea, cuando hija del nítido
Sol,
con el encantamiento cuando tanto, tanto también
con la grama pueda,
que por ser tuya hago votos. A la que te desprecia
desprecia, a la que te sigue 35
dale las tornas, y con un solo acto a dos vengar
puedes.
A la que tal intentaba: «Antes -dice- en la
superficie frondas
-Glauco-, y en los supremos montes nacerán algas,
que en vida de Escila se muten nuestros amores».
Se indignó la diosa, y por cuanto dañarle a él
mismo 40
no podía -ni quería, amándole-, se encona con la
que
a ella habíase antepuesto, y de su Venus por el
rechazo ofendida
en seguida infames pastos de horrendos jugos juntos
maja, y triturados hecateios encantos les mezcla
y de azules velos se viste y a través de su tropel
45
de fieras aduladoras sale de mitad de su aula
y dirigiéndose, opuesto contra las rocas de Zancle,
hacia Regio, entra en el bullir de las hirvientes
olas,
en las cuales como en sólida tierra pone sus
huellas
y recorre sobre lo alto las superficies a pies
secos. 50
Pequeño había un abismo, ensenado en curvos
arcos,
grato descanso de Escila, adonde ella se retiraba
del hervor
del mar y del cielo, cuando muchísimo en mitad de
su orbe
el sol era y mínimas desde su vértice hiciera las
sombras.
Éste la diosa previamente lo malogra, y con venenos
hacedores de portentos 55
lo inquina. Aquí, exprimidos líquidos de una raíz
dañosa
asperja, y, oscuro, del rodeo de sus palabras
nuevas,
en tres novenas la canción largamente murmura con
su mágica boca.
Escila llegó y hasta el vientre en su mitad había
descendido,
cuando desfigurarse sus ingles merced a monstruos
que ladraban 60
contempló y, al principio, creyendo que no aquellas
de su cuerpo eran partes, rehúye y espanta y teme
las bocas protervas de los perros, pero a los que
huye consigo arrastra a una,
y el cuerpo buscando de sus muslos, y piernas, y
pies,
cerbéreos belfos en vez de las partes aquellas
encuentra: 65
y se yergue por la rabia de los perros, y esas
espaldas de las fieras,
sometidas a sus ingles truncas y a su útero
perviviente, contiene.
Llora enamorado Glauco y de la que demasiado
hostilmente había usado
las fuerzas de las hierbas, huye de las bodas de
Circe.
Escila en ese lugar permaneció y cuando le fue dada
ocasión, 70
primero por odio de Circe, de sus aliados expolió a
Ulises,
luego, ella misma, hubiera hundido las teucrias
quillas,
si no antes en la peña que también ahora rocosa
pervive
transformada hubiera sido: su peña también el
navegante evita.
El peregrinaje de Eneas (III): Italia
A ella cuando a remos, y a la ávida Caribdis,
75
vencieron los barcos troyanos, cuando ya cerca del
litoral ausonio se hallaban,
por el viento son devueltos a las orillas líbicas.
Recibe a Eneas allí en su ánimo y en su casa quien
no bien
la separación de su frigio marido había de
soportar,
la Sidónide, y en una pira, en la figuración de un
sacrificio hecha, 80
se postró sobre un hierro y defraudada defraudó a
todos.
De nuevo, huyendo de las nuevas murallas de esa
arenosa tierra,
hacia la sede del Érix devuelto y al fiel Acestes,
sacrifica él, y el túmulo de su padre honora.
Y esos barcos que Iris la Junonia casi había
quemado 85
desata, y del Hipótada el reino y las tierras
humantes
de caliente azufre y las peñas de las Aqueloides
deja atrás,
las de las Sirenas, y huérfano de su conductor ese
pino
la Inárime y Próquite escoge, y en un estéril
collado
situadas las Pitecusas, de sus habitantes con el
nombre dichas. 90
Los Cércopes
Como que de los dioses el padre, el fraude y
los perjurios de los Cércopes
un día aborreciendo y las comisiones de esa gente
dolosa,
en un desfigurado ser a sus varones mutó, de modo
que igualmente
desemejante al humano y semejantes parecen,
y sus miembros contrajo, y sus narices, de la
frente remangadas, 95
aplastó y de arrugas roturó de vieja su cara,
y velados en todo el cuerpo de un dorado vello
los mandó a estas sedes y no dejó antes de
arrebatarles el uso
de las palabras y, nacida para los perjurios, de su
lengua.
El poder lamentarse sólo con un ronco chirrido les
dejó. 100
El peregrinaje de Eneas (IV): la Sibila
Cuando éstas hubo preterido y a la diestra de
Parténope
las murallas abandonó, por la izquierda parte del
canoro
Eólida en el túmulo y, lugares preñados de
palustres ovas,
en los litorales de Cumas y en las cuevas de la
vivaz Sibila
entra y que a los manes paternos él acuda a través
de los Avernos, 105
le ruega. Mas ella su rostro, largo tiempo en la
tierra demorado,
erigió, y, al fin, delirante del dios por ella
recibido:
«Grandes cosas pretendes», dijo, «varón por tus
hechos el más grande,
cuya diestra a través del hierro, su piedad a
través de los fuegos se han contemplado.
Deja aun así, Troyano, el miedo: dueño serás de tus
pretensiones 110
y las Elisias moradas y los reinos postreros del
mundo
conmigo de guía conocerás y las efigies amadas de
tu padre.
Inviable para la virtud ninguna vía hay», dijo y
fulgente
de oro una rama en el bosque de la Averna Juno
le mostró y le ordenó desgajarla de su tronco. 115
Obedeció Eneas y del formidable Orco
vio las riquezas y los antepasados suyos y la
sombra anciana
del magnánimo Anquises. Aprendió también las leyes
de esos lugares
y cuáles los peligros que habían de ser arrostrados
en nuevas guerras.
De ahí, llevando sus fatigados pasos por la opuesta
senda, 120
con su guía Cumea suaviza en la conversación el
esfuerzo.
Y mientras el camino horrendo a través de los
opacos crepúsculos coge:
«Si una diosa tú presente, o si a los dioses
gratísima -dijo-:
de un numen en la traza estarás siempre para mí, y
confesaré que yo
de regalo tuyo existo, tú, quien, que yo a los
lugares de la muerte entrara, 125
quien de esos lugares que yo saliera, quisiste, de
la muerte por mí vista.
Por esos méritos, tras llegar yo del aire a las
auras,
unos templos te alzaré y te otorgaré unos honores
de incienso».
Se vuelve a mirarle la vidente y unos suspiros
tomando:
«Ni diosa soy», dijo, «ni de sagrado incienso con
el honor 130
dignes una humana cabeza, y para que ignorante no
yerres:
una luz eterna a mí y el carecer de final se me
concedía
si mi virginidad hubiese padecido a Febo, mi
enamorado.
Mientras esperanza tiene de ella, mientras
previamente sobornarme con dones
ansía: «Elige», dice, «virgen Cumea, qué deseas.
135
De tus deseos serás dueña». Yo de polvo cogido
le mostré un puñado: cuantos tuviera de cuerpos ese
polvo,
tantos cumpleaños a mí me alcanzaran, vana, le
rogué.
Se me pasó pedir jóvenes también en adelante esos
años:
éstos con todo él me los daba, y la eterna
juventud, 140
si su Venus padecía. Despreciado el regalo de Febo
célibe permanezco. Pero ya la más feliz edad
sus espaldas me ha dado, y con tembloroso paso
viene la enferma vejez,
que de sufrir largo tiempo he. Pues ya, aunque para
mí siete siglos
han pasado, aun así resta, para que los números del
polvo iguale, 145
trescientas mieses, trescientos mostos ver.
Un tiempo habrá cuando, de tan gran cuerpo, a mí
pequeña
el largo día me hará, y mis miembros consumidos por
la vejez
se reduzcan a una mínima carga, y ni amada haber
sido pareceré
por un dios, ni haberle complacido: Febo también
quizás, él mismo, 150
o no me conocerá o que me amó negará,
hasta tal punto mutada se me llevará y para nadie
visible,
por mi voz, aun así, se me conocerá. La voz a mí
los hados me dejarán».
Aqueménides
Mientras tales cosas a través del convexo
camino mencionaba la Sibila,
de las sedes estigias emerge el troyano Eneas hacia
la ciudad 155
eubea, y propiciados unos sacrificios según la
costumbre,
a las costas acude que todavía de su nodriza no
tenían el nombre.
Aquí también se había detenido, después de los
hastíos largos de sus labores,
el Neritio Macareo, compañero del sufridor Ulises.
El cual, al que había sido abandonado un día en
medio de las peñas del Etna 160
reconoce, a Aqueménides, y al encontrarlo de
improviso,
de que viva asombrado: «¿Qué azar a ti, o dios,
te guarda, Aqueménides? ¿Por qué», dice, «una
bárbara proa a ti,
un griego, te porta? ¿Se dirige vuestra quilla a
qué tierra?».
A quien tal preguntaba, ya no tosco en su atavío,
165
ya suyo él, y no trabado su sombrero de espinas
ningunas,
dice Aqueménides: «Que de nuevo a Polifemo y
aquellas
comisuras yo contemple, fluidas de sangre humana,
si mi casa que esta quilla para mí mejor es, o
Ítaca,
si menos a Eneas venero que a mi padre, y nunca 170
estarle bastante agradecido podré, aunque se lo
ofreciera todo.
Puesto que hablo y respiro y el cielo y los astros
del sol
contemplo, ¿podría ingrato y olvidado serle?
Él me dio el que este aliento mío a la boca del
Cíclope
no haya venido, y aunque ya ahora la luz vital
abandone yo, 175
en un túmulo, o ciertamente no se me sepultará en
aquel vientre.
¿Qué animo entonces era el mío -a no ser que el
temor me haya robado
todo el sentido y mi ánimo-, cuando a vosotros,
dirigiros a las altas
superficies, abandonado, contemplé? Quise gritaros,
pero a mi enemigo
entregarme temí: a vuestro barco incluso el grito
180
de Ulises casi hizo daño. Yo vi cuando de monte
desgajada
una ingente peña lanzó en medio de las ondas,
vi de nuevo, como por las fuerzas de una catapulta
llevadas,
vastas rocas que él disparaba con su brazo de
Gigante,
y que no hundiera ese oleaje o esa piedra la
quilla, 185
mucho temí, ya que yo no estaba en ella olvidado.
Pero cuando la huida os retornó de una certera
muerte,
él ciertamente todo el Etna deambula gemebundo,
y por delante tienta con la mano los bosques, y de
su luz huérfano
contra las peñas se lanza, y sus brazos,
desfigurados de la sanguaza, 190
tendiendo al mar, maldice la raza aquiva
y dice: «Oh si algún azar a mí me devuelve a Ulises
o a alguno de sus aliados, contra el que se ensañe
mi ira,
las entrañas del cual me coma, cuyos vivientes
miembros
con mi diestra despedace, cuya sangre a mí me
inunde 195
la garganta y aplastadas tiemblen bajo mis dientes
sus extremidades:
cuán nulo o leve me sería el daño de mi luz
arrebatada».
Esto y más aquel feroz. A mí un lívido horror me
invade,
contemplando su rostro todavía de la matanza
mojado,
y sus cruentas manos, y vacío el orbe de su luz,
200
y sus miembros y cuajada de sangre humana su barba.
Esa muerte estaba ante mis ojos, lo mínimo aun así
ella de mi dolor,
y ya, que iba a ser atrapado, ya ahora mis entrañas
pensaba
que en las suyas iba a sumergir, y en mi mente
prendida estaba la imagen
del tiempo aquel en el que vi de a dos los cuerpos
de mis compañeros, 205
tres veces, cuatro veces ser golpeados contra la
tierra,
cuando echado él encima, a la manera de un hirsuto
león,
sus entrañas y carnes y con las blancas médulas sus
huesos
y medio exánimes sus extremidades sepultaba en su
vientre ávido.
Un temblor me invadió: de pie estaba, sin sangre,
afligido, 210
viéndole mojado y arrojando de su boca sus cruentos
festines y bocados con vino aglomerados vomitando:
tales imaginaba que a mí, desgraciado, se
preparaban los hados,
y durante muchos días agazapado y estremeciéndome
ante todo
crujido y la muerte temiendo y deseoso de morir,
215
con bellota combatiendo el hambre y, mezclada con
frondas, con hierba,
solo, pobre, desahuciado, a la muerte y a esa
condena abandonado,
ésta desde lejos contemplé después de largo tiempo,
esta nave,
y les supliqué mi huida con gestos y al litoral
corrí
y los conmoví: a un griego un barco troyano lo
acogió. 220
«Tú también expón tus azares, de mis compañeros el
más grato,
y los del jefe y la multitud que contigo se confió
al ponto».
Aventuras de Ulises
Que Éolo, él le cuenta, reinaba en el profundo
etrusco,
Éolo, el Hipótada, reteniendo en su cárcel a los
vientos,
los cuales, encerrados en una piel de vacuno,
memorable regalo, 225
los tomó el jefe duliquio, y que con soplo
favorable marchó
durante nueve luces, y contempló la tierra a la que
se dirigían;
que la siguiente tras la novena, cuando se movió
esa aurora,
de envidia sus aliados, y del deseo de botín,
vencidos
fueron: creyéndolo oro, arrancaron sus ataduras a
los vientos; 230
que con ellos marcha atrás, a través de las ondas
recién
recorridas el barco, y a los puertos volvía a
dirigirse del eolio tirano.
«De ahí, de Lamo el Lestrigon», dice, «a la antigua
ciudad
llegamos: Antífates reinaba en la tierra aquella.
Enviado a él yo soy, en número de dos mis
acompañantes, 235
y apenas en la huida buscada fue la salvación de un
acompañante y mía.
El tercero de nosotros tiño la impía boca del
Lestrigon con el crúor suyo.
Al huir nosotros nos acosa y una hueste contra
nosotros
lanza Antífates. Nos atacan y rocas y maderos
nos lanzan y sumergen a nuestros hombres y sumergen
nuestras quillas. 240
Una, aun así, que a nosotros y al mismo Ulises
portaba
escapó. Por esa perdida parte de nuestros aliados,
dolientes
y de muchas cosas lamentándonos, a las tierras
arribamos aquellas
que lejos de aquí divisas -de lejos, créeme, se ha
de ver
la isla vista por mí-, y tú, oh el más justo de los
troyanos, 245
nacido de diosa, pues finalizada la guerra de
llamarte enemigo
no he, Eneas, te aconsejo: huye de los litorales de
Circe.
Nosotros también, amarrado nuestro pino de Circe en
el litoral,
de Antífates acordados y del inmansueto Cíclope,
a marchar nos negábamos, pero para alcanzar la
morada desconocida 250
a la muerte fuimos elegidos: la suerte a mí y al
leal Polites
y a Euríloco a la vez y a Elpénor, el del excesivo
vino,
a dos novenas de aliados de Circe a las murallas
nos envió.
Las cuales, cuanto las alcanzamos y estuvimos en el
umbral de su techo,
mil lobos y mezcladas a los lobos osas y leonas 255
al correr a nosotros nos dieron miedo, pero ninguno
de temer,
y ninguno había de hacernos en el cuerpo herida
alguna;
incluso tiernas movieron al aire sus colas
y adulándonos cortejan nuestras huellas hasta
que nos reciben unas sirvientas y a través de unos
atrios de mármol cubiertos 260
a su dueña nos llevan. Sentada está ella en un
receso bello,
de solemne trono y, vestida de un manto brillante,
por encima está velada de un dorado atuendo.
Nereides y ninfas a la vez, que vellones ningunos
arrastran
moviendo sus dedos, ni hilos subsiguientes sacan,
265
gramas distribuyen y, esparcidas sin orden unas
flores,
las disciernen en canastos y variadas de colores
hierbas.
Ella misma, el que ellas hacen, su trabajo
concluye, ella qué uso,
o en qué hoja esté, cuál sea la concordia de ellas
mezcladas
conoce y a ellas atendiendo los lotes examina de
las hierbas. 270
Ella cuando nos vio, dicho y recibido el saludo,
esparció su rostro y nos devolvió augurios con sus
votos.
Y sin demora que se mezclen ordena cebadas de
tostado grano
y mieles, y la fuerza del vino puro con leche que
coágulos ha padecido
y, los que bajo esta dulzura se oculten
furtivamente, unos jugos 275
añade. Recibimos de su sagrada diestra dadas esas
copas,
las cuales, no bien sedientos con nuestra árida
boca apuramos,
y nos hubo tocado con su vara la diosa siniestra lo
alto de nuestros cabellos
-vergüenza da, mas lo contaré-, de cerdas a
erizarme comencé
y ya a no poder hablar, por palabras a emitir un
ronco 280
murmullo y hacia la tierra a postrarme con todo el
rostro
y la cara mía sentí que en un ancho morro se
encallecía,
mis cuellos hincharse de protuberancias y por la
parte que ahora poco esas copas
sostenidas por mí fueran, con ella huellas hacía,
y con los que lo mismo habían padecido -tanto las
drogas pueden- 285
me encierra en la pocilga, y solo de un cerdo
carecer de la figura
vimos a Euríloco: solo él de las copas a él dadas
había huido,
las cuales, si él no hubiese evitado, del ganado
cerdoso una parte
permanecería ya ahora también, y no, de tan gran
calamidad cerciorado
por él, hasta Circe, vengador, hubiese venido
Ulises. 290
El pacificador Cilenio a él le había dado una flor
blanca:
moly la llaman los altísimos; con una negra raíz se
tiene.
Guardado por ella, y por las advertencias también
celestes, entra
él en la casa de Circe, y a las insidiosas copas
llamado, y a la que intentaba con su vara acariciar
sus cabellos, rechaza, 295
y empuñada su espada, pávida, la aterroriza.
De ahí, sus palabras y sus diestras dadas, y en el
tálamo recibido
del matrimonio, de dote los cuerpos de sus aliados
demanda.
Se nos asperja de jugos mejores de una desconocida
hierba,
y se nos golpea la cabeza con un azote de la vara
vuelta, 300
y palabras se dicen contrarias a las dichas
palabras.
Mientras más ella canta, más con ello de la tierra
aligerados
nos erguimos, y las cerdas caen, y bífidos abandona
su hendidura
a nuestros pies, vuelven los hombros, y sometidos a
sus antebrazos
nuestros brazos fueron: a él llorando, llorando lo
abrazamos nosotros, 305
y prendidos quedamos del cuello de nuestro jefe, y
palabras antes ningunas
dicho hubimos que las que nos atestiguaban
agradecidos.
Pico
De un año allí nos detuvo la demora, y muchas
cosas, presente,
en tiempo tan largo vi, muchas con mis oídos
recogí:
esto también, con las muchas, que a escondidas me
refirió una 310
de sus cuatro fámulas, de las destinadas a tales
sacrificios.
Así pues, con el jefe mío mientras Circe sola se
demoraba,
ella a mí de níveo mármol hecha una estatua
me muestra, juvenil, portando en la cabeza un pico,
en el santuario sagrado puesta, y por sus muchas
coronas señalada. 315
Quién fuera y por qué en ese sagrado santuario se
le honraba,
por qué ese ave llevaba, a mí que le preguntaba y
saber quería:
«Atiende», dice, «Macareo, y de la dueña mía el
poder cuál sea,
de aquí también aprende. Tú a mi relato dispón tu
mente.
Pico, de Ausonia en las tierras, prole de
Saturno, 320
el rey fue, de los útiles para la guerra caballos
estudioso.
La hermosura de ese hombre la que contemplas era,
puedes tú mismo su decor
contemplar y por la fingida imagen aprobar al
verdadero.
Parejo su ánimo a su hermosura, y todavía
contemplar merced a sus años
no había podido cuatro veces en la griega Élide su
pugna quinquenal. 325
Él a las dríades, del Lacio en los montes nacidas,
había vuelto hacia su rostro, a él las fontanas
divinidades
le pretendían, las náyades, las que el Álbula, las
que el Numicio,
las que del Anio las aguas y de su curso brevísimo
el Almo
o el Nar lleva vertiginoso, y el Fárfaro de opaca
onda, 330
y las que honran el pantano nemoroso de la escítica
Diana
y sus muy lindantes lagos. Despreciadas aun así
todas, a una
ninfa él honraba, que en otro tiempo en el collado
del Palacio
se dice que del jonio parió Venilia Jano.
Ella, tan pronto como maduró en sus casaderos años,
335
antepuesto a todos, al Laurente entregada, a Pico,
fue,
rara ciertamente por su faz, pero más rara por su
arte del cantar,
de donde Canente se le llamaba: los bosques y las
rocas mover
y amansar las fieras y las corrientes largas
demorar
con la boca suya, y los pájaros errantes retener,
solía. 340
La cual, mientras con su voz de mujer modula
canciones,
había salido de su morada Pico a los campos
laurentes,
a fin de atravesar paisanos jabalíes, y sobre el
lomo pesaba
de un agrio caballo, y en su izquierda un par de
astiles llevaba,
y recogida su clámide bermellón por un rubio oro.
345
Había llegado a unos bosques, y la hija del Sol a
los mismos,
y para nuevas recoger de esos fecundos collados sus
hierbas,
del nombre suyo llamados, los campos circeos había
abandonado.
La cual, no bien al joven en los ramajes escondida
hubo visto,
quedó suspendida: cayeron de su mano, las que había
recogido, hierbas, 350
y una llama por todas sus médulas le pareció que
erraba.
Cuando por fin compuso su mente de ese vigoroso
bullir,
qué anhelaba, a confesar iba: que no pudiese
acercarse,
la carrera de su caballo hizo, y rodeado él de
escoltas.
«No», dice, «escaparás, aunque del viento seas
arrebatado, 355
si sólo yo me conozco, si no se ha desvanecido toda
de mis hierbas la virtud ni a mí mis canciones me
engañan».
Dijo y la efigie sin ningún cuerpo de un falso
jabalí finge y por delante de los ojos correr del
rey
le ordenó, y, denso de troncos, a un bosque que
marchar pareciera, 360
por donde máxima la espesura es y para el caballo
lugares transitables no son.
No hay demora, a continuación de esa presa busca
sin él saberlo la sombra
Pico y veloz de su caballo los espumantes lomos
abandona
y una esperanza persiguiendo vana sus pies lleva
errante en el alto bosque.
Piensa ella unas súplicas y esas palabras
suplicantes dice 365
y a unos ignotos dioses con una ignota canción ora,
con el que suele el rostro confundir de la nívea
Luna,
y para la cabeza de su padre tejer bebedoras nubes.
Entonces también, cantada su canción, se densa el
cielo,
y nieblas exhala la tierra, y por ciegas sendas
vagan 370
sus séquitos y falta la custodia del rey.
Habiendo hallado ella el lugar y el tiempo: «Oh por
tus ojos», dice,
«que a los míos cautivaron, y por ésta, el más
bello, tu hermosura,
que hace que una suplicante a ti diosa yo sea,
considera estos fuegos
nuestros y por suegro, que lo contempla todo, al
Sol 375
recibe, y no, duro, a la Titánide Circe desprecia».
Había dicho. Él, feroz, a ella y sus súplicas
rechaza y:
«Quien quiera que eres», dice, «no soy tuyo. Otra
cautivado
me tiene y me tenga, suplico, por una larga edad,
y con una Venus externa mis conyugales alianzas yo
no hiera, 380
mientras a mí a la hija de Jano me la conserven los
hados, a Canente».
Muchas veces reintentadas sus súplicas en vano la
Titania:
«No impunemente lo habrás hecho, y no», dice,
«serás devuelto a Canente,
y herida qué haga, qué enamorada, qué una mujer
aprenderás
de los hechos. Mas está enamorada y herida y es
mujer Circe». 385
Entonces dos veces hacia los ocasos, dos veces
se vuelve a los ortos,
tres veces al joven con su bastón tocó, tres
canciones dijo.
Él huye, pero, de lo que él acostumbraba más veloz,
él mismo
de correr se asombra: alas en su cuerpo ve,
y de que él súbitamente se sumaba del Lacio a los
bosques 390
como nueva ave indignado, con su duro pico en los
fieros troncos
clava y enconado da heridas a las largas ramas.
El purpúreo color de la clámide sus alas sacaron;
el que prendedor había sido y su ropa había
mordido, el oro,
pluma se hace y su cerviz se rodea de rubio oro,
395
y nada antiguo a Pico, salvo sus nombres, restan.
En esto que sus séquitos, habiendo llamado
muchas veces por los campos
para nada a Pico y en ninguna parte hallado,
encuentran a Circe, pues ya había atenuado las
auras
y sufrido ella había que las nieblas con los
vientos y el sol se reabrieran, 400
y con acusaciones la apremian verdaderas y su rey
le reclaman
y fuerza añaden y se disponen a atacarla con las
salvajes armas.
Ella de un dañino humor los asperja y de jugos de
veneno,
y a la Noche y de la Noche a los dioses, con el
Érebo y Caos
convoca y con largos aullidos a Hécate ora. 405
Saltaron de su lugar -de decir admirable- los
bosques
y hondo gimió el suelo, y vecino palideció el
árbol,
y asperjadas de sus gotas se mojaron las pajas de
sangre,
y las piedras parecieron emitir mugidos roncos,
y ladrar los perros, y que la tierra de sierpes
negras 410
se hacía inmunda y que tenues ánimas revoloteaban
de silentes:
atónita por esos prodigios la gente se asusta. Ella
las caras
de los asustados tocó, asombradas, con una
envenenada vara,
por cuyo tacto monstruos de variopintas fieras
a los jóvenes vienen: a ninguno le permaneció su
imagen. 415
Canente
Había asperjado caduco Febo los litorales de
Tartesos
y en vano su esposo por los ojos y el ánimo de
Canente
ansiado era. Los criados y el pueblo por todos
los bosques se dispersan y opuestas luces portan.
Y no bastante es para la ninfa llorar y lacerar sus
cabellos 420
y darse golpes de pecho -hace esto, aun así, todo-
y se abalanza y deambula vesánica del Lacio por los
campos.
Seis noches ella y otras reiteradas luces del sol
la vieron, indigente de sueño y de alimento
por los cerros, por los valles, por donde el azar
la llevaba, andando. 425
El último la contempló el Tíber, del luto y del
camino
fatigada y ya depositando su cuerpo, larga, en su
ribera.
Allí, junto con lágrimas, por el propio dolor
entonadas,
unas palabras de sonido tenue afligida derramaba,
como en otro tiempo
sus canciones ya muriendo canta, exequiales, el
cisne. 430
Por sus lutos, al extremo, en sus tenues médulas
derretida
se consumió y, leves, poco a poco se licueció en
las auras.
Su fama, aun así, señalada en ese lugar quedó, al
cual según el rito el Canente,
por el nombre de la ninfa, lo llamaron los antiguos
colonos.
«Muchas cosas tales a mí narradas durante un
largo año, 435
y vistas por mí, fueron. Acomodados y por la
deshabituación lentos,
de nuevo a entrar al estrecho, de nuevo dar las
velas se nos ordena,
y que dudosas nuestras rutas, y que el camino
vasto, la Titania
nos dijera, y que nos aguardaban los peligros del
salvaje ponto.
Muchó temí, lo confieso, y al hallar este litoral,
a él me aferré». 440
El peregrinaje de Eneas (V): el Lacio
Había acabado Macareo, y en una urna de mármol
la nodriza
de Eneas sepultada, en su túmulo esta breve canción
tenía:
AQUÍ · A · MÍ · CAYETA · MI · AHIJADO · DE ·
CONOCIDA · PIEDAD
ARREBATADA · DEL · ARGÓLICO · EN · EL · FUEGO · QUE
· DEBÍA · ME · CREMÓ.
Se libera de su herboso muelle la atada cuerda,
445
y lejos las insidias y de la malfamada diosa dejan
la morada
y a unos bosques se dirigen donde nuboso de sombra
al mar prorrumpe el Tíber con su rubia arena.
De la casa del hijo de Fauno Latino se apodera y de
su hija,
no sin Marte aun así. Una guerra con esa gente
feroz 450
se emprende y enloquece por su pactada esposa
Turno.
Se abalanza al Lacio la Tirrenia toda y largo
tiempo,
ardua, con las angustiadas armas se busca la
victoria.
Aumenta cada uno sus fuerzas con externo vigor
y muchos a los rútulos, muchos los campamentos
troyanos 455
guardan, y no Eneas a las murallas de Evandro en
vano,
mas Vénulo en vano a la ciudad del prófugo Diomedes
había ido.
Diomedes
Él ciertamente bajo el Iápige Dauno unas muy
grandes
murallas había fundado y sus dotales campos poseía.
Pero Vénulo, después que los encargos de Turno
llevó a cabo 460
y auxilio busca, sus fuerzas el héroe etolio
excusa: que ni él ni de su suegro los pueblos
mandar a la batalla
quería, o a los que de la gente suya armara,
que no tenía ningunos: «Y para que esto inventado
no creáis,
aunque con el recuerdo los lutos se renueven
amargos, 465
sufriré el recordarlos aun así. Después que la alta
Ilión quemado se hubo,
y de que Pérgamo apacentó las dánaas llamas,
y de que el héroe Naricio, de la Virgen a una
virgen al arrebatar,
el castigo que mereció él solo distribuyó a todos,
nos dispersamos, y por los vientos arrebatados a
través de enemigas 470
superficies, las corrientes, la noche, las lluvias,
la ira del cielo y del mar
sufrimos los dánaos, y, el colmo, el desastre del
Cafereo,
y para no demorarme refiriendo estos tristes lances
por su orden,
Grecia entonces le pudo a Príamo incluso digna de
llanto parecer.
A mí, aun así, salvado, el cuidado de la armada
Minerva 475
me arrebató de los oleajes, pero de los campos de
la patria de nuevo
se me expulsa, y memoriosos castigos de su antigua
herida
me exige la nutricia Venus, y tan grandes
penalidades
por las altas superficies sostuve, tan grandes en
terrestres armas,
que yo felices aquellos he muchas veces llamado 480
a los que la común tempestad y el importuno Cafereo
sumergió en las aguas, y quisiera que de ellos
parte una hubiera sido yo.
Lo último ya habiendo soportado mis acompañantes en
la guerra y en el estrecho,
abandonan, y un fin ruegan de ese errar, mas Acmon,
de férvido ingenio, entonces verdaderamente también
por las calamidades áspero: 485
«¿Qué queda que ya la paciencia vuestra rehúse
soportar, varones?», dijo. «¿Qué tiene Citerea que
más allá
-que quiera, supón- nos haga? Pues mientras cosas
peores se temen
hay para los votos un lugar: la suerte, en cambio,
cuando es la peor que existe,
bajo esos pies el temor está, y es seguro el
extremo de las desgracias. 490
Aunque lo oiga ella, aunque, lo cual hace, nos odie
a todos
los hombres al mando de Diomedes, el odio aun así
de ella todos
despreciamos: y en gran cosa está un gran poder a
nuestros ojos».
Con tales cosas irritando a Venus el Pleuronio
Acmon
la aguija con sus palabras y reaviva su vieja ira.
495
Lo dicho por él complace a pocos: sus amigos más
numerosos
a Acmon corremos, al cual, responder queriendo,
su voz al par que de su voz la vía se le hubo
atenuado,
y sus cabellos en plumas acaban, de plumas su nuevo
cuello se cubre,
y su pecho y espalda; mayores remeras sus brazos
500
acogen, y sus codos se ensenan, leves, en alas.
Del pie una parte grande invade los dedos, y sus
labios
en cuerno endurecidos se hacen rígidos y su límite
en punta ponen.
De él Lico, de él Idas y con Rexénor Nicteo,
de él se admira Abante y mientras se admiran la
misma 505
faz acogen y el número más grande de mi tropa
empieza a volar y los remos él circunvuela batiendo
sus alas:
si de estos pájaros súbitos cuál sea la forma
preguntas,
como no de los cisnes, así próxima a los blancos
cisnes.
Apenas yo, ciertamente, de estas sedes y de los
áridos campos 510
del Iápige Dauno soy dueño, con esta mínima parte
de los míos».
El olivo salvaje
Hasta aquí el Enida; Vénulo los calidonios
reinos, y las
peucetias ensanadas, y los mesapios campos
abandona.
Entre los cuales unos antros ve que, nublados de su
mucha espesura
y asintiendo con sus leves cañas, el mediocabrío
Pan 515
ahora posee, mas que poseyeron en cierto tiempo las
ninfas.
A ellas un pastor ápulo, de aquella región
ahuyentándolas,
las aterró y primero con un súbito susto las
conmovió,
luego, cuando en sí volvieron y despreciaron a su
perseguidor,
al compás moviendo sus pies trazaron unas danzas.
520
Las reprueba el pastor e imitándolas con su baile
agreste
añadió a sus obscenas frases insultos rústicos,
y no antes su boca calló que a su garganta sepultó
un árbol.
Árbol, pues, es, y por su jugo se puede reconocer
su carácter,
como que la marca de su lengua el acebuche en sus
bayas amargas 525
exhibe: la aspereza de sus palabras pasó a ellas.
Las naves de Eneas
De ahí cuando los legados volvieron, las a
ellos negadas
de Etolia aportando, los rútulos sin las fuerzas
esas
sus guerras guarnecidas traen, y cantidad, de ambas
partes,
de crúor se entrega. He aquí que lleva ávidas
contra los armazones 530
de pino Turno unas antorchas y los fuegos temen a
quienes la ola perdonó,
y ya la pez y las ceras y los alimentos restantes
de la llama Múlciber quemaba, y a través
del alto mástil hacia los linos iba, y humaban los
banquillos de la incurvada quilla,
cuando acordada de estos pinos, de la cima del Ida
cortados,
la santa madre de los dioses de tintineos de bronce
golpeado 535
el aire, y lo colmó del del murmullo del soplado
boj,
y leves, portada por sus domados leones a través de
las auras:
«Inútiles incendios lanzas, y con una diestra
sacrílega,
Turno», dice. «Los arrebataré, y no he de tolerar
que queme
el fuego devorador de los bosques partes y miembros
míos». 540
Tronó mientras tal decía la diosa, y al trueno
secundarios
con saltarín granizo cayeron graves borrascas,
y el aire, y henchida de súbitas embestidas la
superficie,
los Astreos turban y marchan a los combates los
hermanos,
de entre los cuales la nutricia madre, de las
fuerzas de uno solo sirviéndose, 545
rompió las retenidas de estopa de la flota frigia
y lleva las naves en picado y en medio de la
superficie las sumerge.
Su madera ablandada, y su leño en cuerpos
convertido,
en figura de cabezas las popas corvas se mutan,
en dedos acaban y en piernas nadando los remos y,
550
lo que seno fuera, costado es, y la quilla, sujeta
a la mitad de los navíos, de espina dorsal en uso
se muta,
los linos melenas suaves, las entenas brazos se
hacen,
azul, como lo fuera, su color es, y, las que antes
temían,
esas ondas en sus juegos de doncellas fatigan 555
estas Náyades marinas, y en los duros montes
habiendo nacido
el mullido estrecho frecuentan ni a ellas su origen
las inmuta.
Aun así, no olvidadas de cuán muchos peligros
muchas veces
padecieron en el piélago, bajo las sacudidas
quillas
muchas veces pusieron sus manos, salvo aquella que
llevara a aquivos: 560
del desastre todavía frigio memoriosas odian a los
pelasgos
y del barco neritio vieron los trozos con alegres
rostros y con ellos alegres vieron que se volvía
rígida la popa
de Alcínoo, con sus rostros, y que roca por dentro
crecía de la madera.
Árdea
Esperanza había, en ninfas al haberse animado
la flota marinas, 565
de que pudiera por miedo del prodigio el rútulo
desistir de la guerra.
Persiste, y tienen sus dioses ambas partes y -lo
que de los dioses está
en traza- tienen arrestos; y ya no unos dotales
reinos,
ni el cetro de su suegro, ni a ti, Lavinia virgen,
sino vencer buscan, y por pudor de deponerlas, 570
guerras hacen y finalmente Venus vencedoras las
armas
de su hijo ve y Turno cae. Cae Árdea, en vida
de Turno llamada poderosa. Al cual, después que una
espada bárbara
lo arrebató y quedaron a la vista sus techos,
caliente, bajo la brasa,
de en medio de la montonera, entonces por primera
vez conocido, un alado 575
alza el vuelo, y las cenizas azota al batir sus
alas.
Su sonido y su flacura y su palidez y todo: los que
honran
a su ciudad tomada, el nombre también permaneció en
ella
de esa ciudad, y ella misma se plañe, la árdea, el
alcaraván, con sus propias alas.
Apoteosis de Eneas
Y ya a los dioses todos y a la misma Juno la
virtud 580
de Eneas a limitar sus viejas iras había obligado,
cuando, bien fundadas las riquezas del creciente
Julo,
tempestivo estaba para el cielo el héroe Citereio.
Rondaba Venus a los altísimos, y alrededor del
cuello
de su padre derramada: «Nunca para mí», había
dicho, «en ningún 585
tiempo duro, padre, ahora que seas el más tierno
deseo,
y que al Eneas mío, quien a ti de la sangre nuestra
te ha hecho abuelo, aunque pequeño, que le des, oh
óptimo, un numen,
con tal de que le des alguno. Bastante es el
inamable reino
con haber visto una vez, una vez haber ido por los
caudales estigios». 590
Asintieron los dioses, y la esposa regia su
semblante
inmutado no mantuvo y con calmado rostro consiente.
Entonces el padre: «Sois», dice, «de ese celeste
regalo dignos
la que lo pides y por quien lo pides: toma, hija,
lo que deseas».
Hablado había. Se goza y las gracias da ella a
su padre 595
y a través de las leves auras, de sus uncidas
palomas portada,
al litoral acude laurente, donde cubierto de caña
serpea
hasta los estrechos, de sus caudales ondas vecinos,
el Numicio.
A él ordena que a Eneas de todo lo sujeto a la
muerte
purifique y lo lleve hacia las superficies por su
tácito curso. 600
El cornado secunda los encargos de Venus y con las
suyas,
cuanto en Eneas había sido mortal, purga
y lo dispersó en las aguas. La parte mejor restó en
él.
Lustrado, su madre con un divino aroma ungió
su cuerpo y con ambrosia, con dulce néctar
mezclada, 605
tocó su boca y lo hizo dios, al cual la muchedumbre
de Quirino
nombra Índiges y en un templo y en aras lo ha
acogido.
Los reyes latinos
Después, bajo el dominio de Ascanio, el de dos
nombres, Alba
y el estado latino estuvo. Lo sucedió Silvio a él,
nacido del cual, tuvo repetidos Latino 610
sus nombres, junto con el antiguo cetro; el
brillante Alba sigue a Latino.
Épito después de él es, tras éste Cápeto y Capis,
pero Capis antes estuvo. El reinado de ellos
Tiberino
tomó, y hundido en las ondas de la corriente
toscana
sus nombres dio a su agua, del cual Rémulo y el
feroz 615
Ácrota fueron engendrados. Rómulo, más maduro en
años,
de un rayo pereció -el imitador del rayo- por un
golpe.
Que de su hermano más moderado, Ácrota, el cetro
pasa
al fuerte Aventino, el cual, en el que había
reinado,
en ese mismo monte yace depositado y atribuyó su
vocablo a ese monte. 620
Vertumno y Pomona (I)
Y ya de la palatina gente el mando Proca tenía.
Bajo el rey tal Pomona vivió, que la cual, ninguna
entre las latinas
Hamadríades ha honrado con más pericia los huertos
ni hubo más estudiosa otra del fruto del árbol,
de donde posee el nombre. No los bosques ella ni
caudales, 625
el campo ama y las ramas que felices frutos llevan.
Y no de la jabalina pesada va, sino de la corva
hoz, su diestra,
con la que ora su exceso modera y, extendidos por
todas partes,
sus brazos contiene, ora en una hendida corteza una
vara
injerta y sus jugos apresta para un prohijado
ajeno, 630
y que sienta sed no tolera y las recurvas fibras
de la bebedora raíz riega con manantes aguas.
Éste su amor; éste su estudio, de Venus incluso
ningún deseo tiene.
La fuerza aun así de los hombres del campo
temiendo, sus pomares cierra
por dentro y los accesos prohíbe y rehúye
masculinos. 635
¿Qué no los Sátiros, para los bailes apta esa
juventud,
hicieron, y enceñidos de pino en sus cuernos los
Panes,
y Sileno, siempre más juvenil que sus propios años,
y el dios que a los ladrones o con su hoz o con su
entrepierna aterra,
para apoderarse de ella? Pero es así que los
superaba amándola 640
a ellos incluso Vertumno, y no era más dichoso que
ellos.
Oh cuántas veces, en el atavío de un duro segador,
aristas
en una cesta le llevó, y de un verdadero segador
fue la imagen.
Sus sienes muchas veces llevando con heno reciente
trenzadas,
la segada grama podía parecer que había volteado.
645
Muchas veces en su mano rigurosa aguijadas portaba,
tal que él
jurarías que cansados acababa de desuncir sus
novillos.
Una hoz dada, deshojador era y de la vid podador.
Se vestía unas escalas: que iba a recoger frutos
creerías.
Soldado era con una espada, pescador, la caña
tomada. 650
Por fin, merced a esas muchas figuras acceso para
sí muchas veces
encontró de modo que poseyera los goces de la
contemplada hermosura.
Él incluso, coronadas sus sienes de una pintada
mitra,
apoyándose en un bastón, puestas por esas sienes
canas,
se simuló una vieja, y entró en los cultivados
huertos 655
y de los frutos se admiró y: «Tanto más poderosa»,
dice,
y a la que un poco había alabado dio besos cuales
nunca
verdadera hubiese dado una anciana, y en el terreno
encorvada se sentó,
mirando arriba, curvas, del peso de su otoño, las
ramas.
Un olmo había enfrente, especioso por sus
brillantes uvas. 660
El cual, después que al par, con su compañera vid,
hubo aprobado:
«Mas si se alzara», dice, «célibe sin el sarmiento
su tronco,
nada, excepto sus frondas, por que se le buscara,
tendría.
Ésta también, la que unido se le ha, la vid
descansa en el olmo.
Si casado no se hubiera, a la tierra inclinada,
yacería. 665
Tú, aun así, con el ejemplo no te inmutas del árbol
este,
y de los concúbitos huyes, ni de casarte curas.
Y ojalá quisieras. Helena no por más pretendientes
se hubiese inquietado, ni la que de los Lápitas
movió
a las batallas, ni la esposa del demasiado demorado
Ulises. 670
Ahora también, aunque huyas y te apartes de los que
te pretenden,
mil varones te desean, semidioses y dioses,
y cuantos númenes poseen los albanos montes.
Pero tú si supieras, si unirte tú bien y a la
anciana
esta oír quieres, que a ti más que todos esos, 675
más de lo que crees, te amo: rehúsa esas vulgares
antorchas
y a Vertumno de tu lecho por compañero para ti
elige, por el cual a mí también
como prenda tenme, pues para sí mismo más conocido
él no es
que para mí. Y no por doquier errante deambula por
el orbe todo;
estos lugares grandes honra y no, cual parte grande
de tus pretendientes, 680
a la que acaba de ver ama: tú el primer y el último
ardor
para él serás y sola a ti ha consagrado sus años.
Añade que es joven, que natural tiene
de la hermosura el regalo, y en las figuras
aptamente se finge todas,
y que lo que hayas de ordenarle, aunque le ordenes
cualquier cosa, será. 685
Qué de que amáis lo mismo, que los frutos que por
ti honrados
él el primero tiene y sostiene tus regalos con
diestra dichosa.
Pero ni ya sus crías anhela, del árbol arrancadas,
ni, las que el huerto alimenta, con jugos tiernos
las hierbas,
ni otra cosa que a ti: compadécete del que así arde
y a él mismo, 690
quien te pide, en la boca mía, presente cree que te
suplica,
y a los vengadores dioses y a la que los pechos
duros aborrece,
a la Idalia, y la memorativa ira teme de la
Ramnúside.
Y para que más lo temas -y en efecto a mí muchas
cosas mi vejez
saber me ha dado- te referiré, en todo Chipre muy
conocidos, 695
unos hechos con que virar fácilmente y enternecerte
puedas.
Ifis y Anaxárete
«Había visto, generosa de la sangre del viejo
Teucro,
Ifis a Anaxárete, de humilde estirpe creado.
La había visto y concibió en todos sus huesos un
fervor;
y tras luchar mucho tiempo, después que con la
razón su furor 700
vencer no pudo, suplicante a sus umbrales vino,
y ora a su nodriza confesándole su desgraciado
amor,
que con él dura no fuera, por sus esperanzas en su
ahijada, le pidió,
y ora de entre sus muchas compañeras enterneciendo
a cualquiera
con acongojada voz, pretendía su propenso favor.
705
A menudo para que las llevaran dio sus palabras a
tiernas tablillas,
a veces, mojadas del rocío de sus lágrimas, coronas
a sus jambas tendió y puso en su umbral duro
su tierno costado y, triste, a la cerradura
insultos le gritó.
Más salvaje ella que el estrecho que se levanta al
caer los Cabritos, 710
más dura también que el hierro que funde el fuego
nórico,
y que la roca viva que todavía por su raíz se
sostiene,
lo desprecia y de él se burla, y a sus actos
despiadados añade
palabras soberbias, feroz, y de su esperanza
incluso priva a su amante.
No soportó, incapaz de sufrirlos, los tormentos de
ese largo dolor 715
Ifis, y ante sus puertas estas palabras últimas
dijo:
«Vences, Anaxárete, y no tendrás tú hastíos algunos
al fin
que soportar de mí: alegres triunfos apresta
y a Peán invita y cíñete de nítido laurel.
Pues vences, y muero con gusto: venga, férrea de
ti, gózate. 720
Ciertamente a algo alabar de mi amor te verás
obligada, en lo que a ti
te sea yo grato y el mérito confesarás nuestro.
No, aun así, antes mi anhelo por ti recuerda que me
ha abandonado,
que la vida, y de mi gemela al par luz me he visto
privado.
Y no a ti la fama ha de venir, nuncia de mi muerte:
725
yo mismo, no lo dudes, llegaré y estar presente
pareceré,
para que de mi cuerpo exánime tus crueles ojos
apacientes.
Si aun así, oh altísimos, los hechos mortales veis,
sed de mí memoriosos -nada más allá mi lengua
suplicar
sostiene- y haced que de mí se cuente en una larga
edad, 730
y, los que arrancasteis a mi vida, dad tiempos a mi
fama.
Dijo, y a esas jambas, ornadas a menudo de sus
coronas,
sus húmedos ojos y pálidos brazos levantando,
al atar a lo más alto de las puertas las ataduras
de un lazo:
«Estas guirnaldas a ti te placen, cruel y
despiadada», dijo, 735
e introdujo su cabeza, pero entonces también vuelto
hacia ella,
y, peso infeliz, quebrada su garganta, se colgó.
Golpeada por el movimiento de sus pies, un sonido
agitado y
que abrir ordenaba pareció haber dado, y abierta la
puerta, el hecho
revela: gritan los sirvientes y en vano
levantándolo 740
-pues su padre había sucumbido- lo reportan hasta
los umbrales de su madre.
Lo recibe ella en su seno y abrazada a los fríos
miembros
del hijo suyo, después que las palabras de los
desgraciados padres
hubo expresado, y de las madres desgraciadas las
operaciones concluyó,
los funerales guiaba, lacrimosa, por mitad de la
ciudad, 745
y lívidos portaba sus miembros en el féretro que
había de arder.
Por acaso, vecina su casa a la calle por la que,
digna de llanto, iba
la pompa, estaba, y el sonido de los golpes de
pecho, dura, a los oídos
llega de Anaxárate, a la cual ya un dios vengador
trataba.
Conmovida, aun así: «Veamos», dice, «el desgraciado
funeral», 750
y, de anchas ventanas, va al piso alto
y no bien, impuesto sobre el lecho, contempló a
Ifis,
rígidos quedaron sus ojos y cálida fuera de su
cuerpo su sangre,
sobrevenida a ella una palidez, huye, y al intentar
hacia atrás llevar sus pies, prendida estaba, y al
intentar volver su rostro, 755
esto también no pudo, y poco a poco invade sus
miembros,
la cual había estado ya hacía tiempo en su duro
pecho, una roca.
Y para que esto fingido no creas, de su dueña con
la imagen una estatua
conserva todavía Salamina, y de Venus también un
templo, con el nombre
de la Contemplante, tiene. De las cuales cosas
consciente, oh querida mía, tus lentos 760
orgullos deja, te lo suplico, y a tu enamorado
únete, mi ninfa:
así a ti ni un primaveral frío queme tus nacientes
frutos, ni los abatan florecientes, robadores, los
vientos».
Vertumno y Pomona (II)
Ello una vez que para nada el dios, apto a la figura
de vieja,
hubo expresado, al joven volvió, y los aparejos 765
se quitó de anciana, y tal se apareció a ella,
cual cuando a él opuestas, nitidísima del sol la
imagen,
vence a las nubes y sin que ninguna lo impida
reluce,
y a la fuerza se dispone. Pero de fuerza no hay
menester, y en la figura
del dios cautivada la ninfa fue, y mutuas heridas
sintió. 770
Apoteosis de Rómulo y Hersilia
El próximo, el soldado del injusto Amulio, de
Ausonia
gobernó las riquezas, y Númitor, el anciano, ellos
perdidos, de su nieto
por regalo sus reinos cobró y en las fiestas de
Pales de la ciudad
las murallas se fundan. Y Tacio y los padres
sabinos
guerras hacen, y Tarpeya, por haber abierto de la
ciudadela el camino, 775
de su aliento digno de castigo se despojó,
amontonadas las armas.
Después los nacidos de Cures a la manera de los
tácitos lobos,
en su boca reprimen sus voces y unos cuerpos
vencidos del sopor
invaden y a las puertas van que con tranca firme
había cerrado el Iliada: una aun así la propia
Saturnia 780
abre, y estrépito al girar el gozne no hizo.
Sola Venus que habían caído de la puerta los
cerrojos sintió
y cerrado los hubiera, a no ser porque rescindir
nunca
los dioses pueden los actos de los dioses. Unos
lugares a Jano juntos poseían
las Náyades Ausonias, rorantes de un helado
manantial. 785
A ellas ruega auxilio, y esas ninfas a la que cosas
justas pedía
no se resistieron, a la diosa, y las corrientes del
manantial suyo sacaron.
Todavía no, aun así, inaccesibles la bocas
de Jano, abierto, estaban, ni el camino había
cerrado la onda:
lívidos ponen azufres bajo la fecunda fontana, 790
y encienden sus huecas venas con humeante betún.
Con las fuerzas estas y otras, un vapor penetró
hasta lo más hondo
de la fontana y, al alpino modo, las que competir
con la helada
osabais, aguas, no cedéis a los fuegos mismos.
Por esa aspersión llameante humean las jambas, 795
y la puerta, para nada prometida a los rigurosos
sabinos,
por esta fontana nueva fue obstruida, mientras de
Marte el soldado
se vestía de sus armas. Las cuales, después que
Rómulo más allá
opuso, asolada quedó la tierra romana de cuerpos
sabinos,
asolada quedó también de los suyos, y del yerno el
crúor 800
con la sangre del suegro mezcló la impía espada.
Con la paz, aun así, que se detuviera la guerra, y
no hasta lo último
a hierro dirimirla eligen, y que Tacio acceda al
reino.
Había sucumbido Tacio: igualadas para dos
pueblos,
Rómulo, sus leyes dabas, cuando, dejando su yelmo
Mavorte 805
con tales cosas se dirige, de los dioses y de los
hombres, al padre:
«El tiempo llega, padre, puesto que con fundamento
grande
el estado romano vigoroso está y no de un único
gobernante depende,
de cumplir -me han sido prometidos a mí y a tu
digno nieto-
sus recompensas, y a él, arrancado de las tierras,
imponerlo al cielo. 810
Tú a mí, presente un día el consejo de los dioses,
pues lo recuerdo y en mi memorioso corazón tus
piadosas palabras escribí:
«Uno habrá al que tú subirás a los azules del
cielo»
dijiste. Confirmada sea la suma de las palabras
tuyas».
Asintió el todopoderoso, y el aire de nubes ciegas
815
ocultó y con trueno y su fulgor aterró el orbe.
Las cuales, a él prometidas, las sintió
confirmadas, las señales de su robo:
y apoyado en su asta, a sus caballos, hundidos de
su timón
ensangrentado, impávido sube Gradivo, y con un
golpe
del látigo dio un estallido e inclinado, por el
aire resbalando, 820
se posó en lo más alto del collado del nemoroso
Palacio,
y a él, que daba a su Quirite no regias leyes,
lo arrebató, al Iliada. Su cuerpo mortal por las
auras
tenues se diluyó, como por la ancha honda lanzada
suele, de plomo, la bala por la mitad consumirse
del cielo. 825
Bella le viene una apariencia y de los divanes
altos
más digna, cual es la hermosura de Quirino en
trábea.
Le lloraba como perdido su esposa, cuando la
regia Juno
a Iris, que hasta Hersilia descienda por su senda
curva
le impera, y que a la viuda sus mandados así le
refiera: 830
«Oh de la latina, oh de la gente sabina, matrona,
la principal honra, dignísima de tan gran varón
de haber sido antes la esposa, ahora de serlo de
Quirino,
detén tus llantos y si el cuidado tuyo el de ver
a tu esposo es, conmigo de guía al bosque ven que