La mirada transparente

 

por

Mercedes R. Casado

 

 

 

- Pero ¿por qué escribes?

- No soy de los que piensan con la pluma en la mano; menos aún de los que se sientan delante del tintero, fijan la vista en el papel y se abandonan a sus pasiones. Me molesta y me avergüenza todo lo que supone escribir: escribir es para mí una necesidad –me repugna hablar de ello hasta metafóricamente.

- Pero, entonces, ¿por qué escribes?

- Bueno, amigo mío, voy a confesarte algo: hasta ahora no he encontrado otro medio de “desembarazarme” de mis pensamientos.

- ¿Y por qué quieres desembarazarte de ellos?

- ¿Qué por qué lo quiero? ¿Es que yo lo quiero? ¡Es que lo necesito¡

                                                            Friedrich Wilhelm Nietzsche

 

 

Llovía.

 

Comenzó con una leve cortina de agua, resquebrajadiza, fina, repleta de diminutas gotas que descendían con suavidad. Se deshacían en la nada, eran una multitud las que seguían cayendo.

 

Caminaba, sus huellas se borraban con un chapoteo silencioso. Se dejaba empapar por esa compañera acogedora, envolvente. La conocía muy bien, gozaba con su compañía, siempre la esperaba, rozaba la añoranza. Ahora sólo pensaba en ella. “Me siento feliz”, decía para sí. Era algo que siempre le sucedía.

 

A aquel joven de mirada triste le invadía una locura especial, le entraban deseos de saltar, correr, mojarse, e inevitablemente una sincera sonrisa afloraba a sus labios. Conocía este influjo de la lluvia, la transformación que se operaba en él. Reconocía la atracción que experimentaba ante esta inquieta dama. No se conformaba con verla deambular tras un cristal, la necesidad era contactar con ella, pasear bajo sus tibios besos, susurrarle todos sus pensamientos.

Cuando ella se alejaba insegura aletargando el adiós, él se mostraba ligero, con vitalidad para continuar. Descubría soluciones impensables, momentáneas. Se lo debía a ella.

 

Mientras pensaba en la estrecha relación que había nacido entre ellos notó como se dejaba deslizar sobre sus pies. Le guiaban, oía los latidos de las dos extremidades vivientes, no los dominaba. Era absurdo. Los pies, la vida, el destino, él. No entendía nada. “¿Por qué asocio estas palabras?”. Nada tenía respuesta.

 

En cualquier lugar se sentía extraño, observado. Era uno de esos jóvenes extraviados en las grandes ciudades, atrapado con infinitas cadenas que lo atenazaban.

 

Pertenecía a algún año de ninguna época o tiempo. Se consideraba –y no lo era- uno más de los que pululan en la laberíntica urbe. Pasan desapercibidos. No son nadie, son cualquiera. Errantes, meditabundos, lunáticos de aspecto soñador, sonrisa franca, ojos limpios y habladores. Es un mundo transparente, frágil. Es Rafa, quizá cualquier otro. Le encontré en la estación, con su guitarra, acababa de llegar.

 

Había logrado sobrevivir, se forjó un fiel defensor contra lo hostil en sus ideales, estaba modelado para luchar y ante la vida se enfrentaba con una máscara de sangre y lodo. El cansancio de su cuerpo le hacía temblar, sus rodillas flaqueaban. Con frecuencia recorría miles de kilómetros inconscientes, esféricos, mentales. Regresaba fatigado, la dama estaba allí, cerraba todas sus heridas sangrientas con un fresco ungüento misterioso. Ante ella su máscara no servía, se la arrebataba suave, lentamente, sin dolor. Sabía que él lo deseaba así, no se rebelaba, era inútil, no atendía a razones.

 

Otra vez le estaba sucediendo. Se reconocía, había permanecido demasiado tiempo perdido, lejos de sí mismo.

 

No comprendía porque todas estas brumas atravesaban su cerebro. “¿Podría explicarlo a alguien?”, No, no había nadie. No se hubiera atrevido. Eran fugaces ideas que volvían  una y otra vez, constituían un vacío. Se encontraba girando dentro de una nebulosa. Intermitentes destellos le cercaban, le rodeaban incansables, su existencia se estaba tambaleando. Había sido condenado a seguir viviendo, no veía solución posible. Sí, estaba ahí, pero...continuaría esperando.

 

Sus pasos se detuvieron sobre un pequeño arco de luna, apenas podía verla entre las moles de cemento. La escondían astutamente con sus majestuosas siluetas, estaba acostumbrado, no suponían ningún obstáculo, había aprendido a soñar. La imaginaba con  verdaderas ansias de comunicación.

 

Recordaba la imagen del viejecito en aquella blancura lejana. Era su abuelo quien le había enseñado a volar desde la Tierra, contándole historias maravillosas en las tranquilas noches de verano. Los dos solos, olvidados, bajo esa pálida claridad. Notó su compañía. Acorralado por el recuerdo clavó los ojos en la noche. Le veía con nitidez, el viejecito todavía permanecía  allí, cargaba un haz de leña en su encorvada espalda, incluso distinguía uno por uno los troncos de madera, ligeros, vaporosos.

 

Transformar el mundo, escalar hasta la bóveda intocable, etérea, asirse a las estrellas. Sueños, deseos vanos.

 

Decidió bajar, sus ropas estaban pegadas al cuerpo, un hilo de agua resbalaba por sus mejillas. Eran lágrimas juguetonas, querían estar con él, se dejaban caer melancólicas. La línea discontinua de la lluvia se unía al encontrar una superficie sensible. Trataba de disipar la duda. Desistió.

Elevó la mano hacia el rostro, percibió la humedad profunda. Le aguaba la sangre, presentía sus sueños, la nada, el abandono del destino aprovechó la víctima que se le ofrecía.

 

Dio un paso, quiso coger un rayo acuoso de luna estrellado en el mundo. Tropezó. Sus pies desfallecieron, el cuerpo desplomado yacía inerte, sus dedos rozaban el rayo.

 

La dama y el pequeño arco se habían apoderado de él. Quedó confundido en el cristal del lago. Una montaña invisible le iba cubriendo. Su cuerpo había desaparecido. Se lo habían arrebatado.

 

Un joven quedó grabado en la superficie profunda de la ciudad.

 

Sólo un testigo. Había firmado con su vida.

 

Se fue. La mirada transparente regresa.

Llueve y la busco.

La reconozco, está a mi lado.

Grita.

“Soy feliz”.

 

 

                                                © Mercedes R. Casado

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