Miguel de Cervantes
Saavedra
El Ingenioso
Hidalgo
Don Quijote
de la Mancha
TASA
Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de
Cámara del Rey nuestro señor, de los que
residen en su Consejo, certifico y doy fe que,
habiendo visto por los señores dél un libro
intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha,
compuesto por Miguel de Cervantes
Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro
a tres maravedís y medio; el cual tiene
ochenta y tres pliegos, que al dicho precio
monta el dicho libro docientos y noventa
maravedís y medio, en que se ha de vender
en papel; y dieron licencia para que a este
precio se pueda vender, y mandaron que esta
tasa se ponga al principio del dicho libro, y
no se pueda vender sin ella. Y, para que dello
conste, di la presente en Valladolid, a veinte
días del mes de deciembre de mil y
seiscientos y cuatro años.
Juan Gallo de Andrada.
TESTIMONIO DE LAS ERRATAS
Este libro no tiene cosa digna que no
corresponda a su original; en testimonio de lo
haber correcto, di esta fee. En el Colegio de
la Madre de Dios de los Teólogos de la , en
primero de diciembre de 1604 años.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
EL REY
Por cuanto por parte de vos, Miguel de
Cervantes, nos fue fecha relación que
habíades compuesto un libro intitulado El
ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os
había costado mucho trabajo y era muy útil y
provechoso, nos pedistes y suplicastes os
mandásemos dar licencia y facultad para le
poder imprimir, y previlegio por el tiempo que
fuésemos servidos, o como la nuestra merced
fuese; lo cual visto por los del nuestro
Consejo, por cuanto en el dicho libro se
hicieron las diligencias que la premática
últimamente por nos fecha sobre la impresión
de los libros dispone, fue acordado que
debíamos mandar dar esta nuestra cédula
para vos, en la dicha razón; y nos tuvímoslo
por bien. Por la cual, por os hacer bien y
merced, os damos licencia y facultad para
que vos, o la persona que vuestro poder
hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir el
dicho libro, intitulado El ingenioso hidalgo de
la Mancha, que desuso se hace mención, en
todos estos nuestros reinos de Castilla, por
tiempo y espacio de diez años, que corran y
se cuenten desde el dicho día de la data
desta nuestra cédula; so pena que la persona
o personas que, sin tener vuestro poder, lo
imprimiere o vendiere, o hiciere imprimir o
vender, por el mesmo caso pierda la
impresión que
hiciere, con los moldes y aparejos della; y
más, incurra en pena de cincuenta mil
maravedís cada vez que lo contrario hiciere.
La cual dicha pena sea la tercia parte para la
persona que lo acusare, y la otra tercia parte
para nuestra Cámara, y la otra tercia parte
para el juez que lo sentenciare. Con tanto
que todas las veces que hubiéredes de hacer
imprimir el dicho libro, durante el tiempo de
los dichos diez años, le traigáis al nuestro
Consejo, juntamente con el original que en él
fue visto, que va rubricado cada plana y
firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada,
nuestro Escribano de Cámara, de los que en
él residen, para saber si la dicha impresión
está conforme el original; o traigáis fe en
pública forma de cómo por corretor
nombrado por nuestro mandado, se vio y
corrigió la dicha impresión por el original, y
se imprimió conforme a él, y quedan
impresas las erratas por él apuntadas, para
cada un libro de los que así fueren impresos,
para que se tase el precio que por cada
volume hubiéredes de haber. Y mandamos al
impresor que así imprimiere el dicho libro, no
imprima el principio ni el primer pliego dél, ni
entregue más de un solo libro con el original
al autor, o persona a cuya costa lo
imprimiere, ni otro alguno, para efeto de la
dicha correción y tasa, hasta que antes y
primero el dicho libro esté corregido y tasado
por los del nuestro Consejo; y, estando
hecho, y no de otra manera, pueda imprimir
el dicho principio y primer pliego, y
sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la
aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e
incurrir en las penas contenidas en las leyes y
premáticas destos nuestros reinos. Y
mandamos a los del nuestro Consejo, y a
otras cualesquier justicias dellos, guarden y
cumplan esta nuestra cédula y lo en ella
contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis
días del mes de setiembre de mil y
seiscientos y cuatro años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Juan de Amezqueta.
AL DUQUE DE BÉJAR,
marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar
y Bañares, vizconde de La Puebla de
Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel
y Burguillos
En fe del buen acogimiento y honra que
hace Vuestra Excelencia a toda suerte de
libros, como príncipe tan inclinado a favorecer
las buenas artes, mayormente las que por su
nobleza no se abaten al servicio y granjerías
del vulgo, he determinado de sacar a luz al
Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,
al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra
Excelencia, a quien, con el acatamiento que
debo a tanta grandeza, suplico le reciba
agradablemente en su protección, para que a
su sombra, aunque desnudo de aquel
precioso ornamento de elegancia y erudición
de que suelen andar vestidas las obras que
se componen en las casas de los hombres
que saben, ose parecer seguramente en el
juicio de algunos que, continiéndose en los
límites de su ignorancia, suelen condenar con
más rigor y menos justicia los trabajos
ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia
de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío
que no desdeñará la cortedad de tan humilde
servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra.
PRÓLOGO
Desocupado lector: sin juramento me
podrás creer que quisiera que este libro,
como hijo del entendimiento, fuera el más
hermoso, el más gallardo y más discreto que
pudiera imaginarse. Pero no he podido yo
contravenir al orden de naturaleza; que en
ella cada cosa engendra su semejante. Y así,
¿qué podrá engendrar el estéril y mal
cultivado ingenio mío, sino la historia de un
hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de
pensamientos varios y nunca imaginados de
otro alguno, bien como quien se engendró en
una cárcel, donde toda incomodidad tiene su
asiento y donde todo triste ruido hace su
habitación? El sosiego, el lugar apacible, la
amenidad de los campos, la serenidad de los
cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud
del espíritu son grande parte para que las
musas más estériles se muestren fecundas y
ofrezcan partos al mundo que le colmen de
maravilla y de contento. Acontece tener un
padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el
amor que le tiene le pone una venda en los
ojos para que no vea sus faltas, antes las
juzga por discreciones y lindezas y las cuenta
a sus amigos por agudezas y donaires. Pero
yo, que, aunque parezco padre, soy
padrastro de Don Quijote, no quiero irme con
la corriente del uso, ni suplicarte, casi con las
lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector
carísimo, que perdones o disimules las faltas
que en este mi hijo vieres; y ni eres su
pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu
cuerpo y tu libre albedrío como el más
pintado, y estás en tu casa, donde eres señor
della, como el rey de sus alcabalas, y sabes
lo que comúnmente se dice: que debajo de
mi manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta
y hace libre de todo respecto y obligación; y
así, puedes decir de la historia todo aquello
que te pareciere, sin temor que te calunien
por el mal ni te premien por el bien que
dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin
el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad
y catálogo de los acostumbrados sonetos,
epigramas y elogios que al principio de los
libros suelen ponerse. Porque te sé decir que,
aunque me costó algún trabajo componerla,
ninguno tuve por mayor que hacer esta
prefación que vas leyendo. Muchas veces
tomé la pluma para escribille, y muchas la
dejé, por no saber lo que escribiría; y,
estando una suspenso, con el papel delante,
la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la
mano en la mejilla, pensando lo que diría,
entró a deshora un amigo mío, gracioso y
bien entendido, el cual, viéndome tan
imaginativo, me preguntó la causa; y, no
encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el
prólogo que había de hacer a la historia de
don Quijote, y que me tenía de suerte que ni
quería hacerle, ni menos sacar a luz las
hazañas de tan noble caballero.
—Porque, ¿cómo queréis vos que no me
tenga confuso el qué dirá el antiguo
legislador que llaman vulgo cuando vea que,
al cabo de tantos años como ha que duermo
en el silencio del olvido, salgo ahora, con
todos mis años a cuestas, con una leyenda
seca como un esparto, ajena de invención,
menguada de estilo, pobre de concetos y
falta de toda erudición y doctrina; sin
acotaciones en las márgenes y sin
anotaciones en el fin del libro, como veo que
están otros libros, aunque sean fabulosos y
profanos, tan llenos de sentencias de
Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de
filósofos, que admiran a los leyentes y tienen
a sus autores por hombres leídos, eruditos y
elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina
Escritura! No dirán sino que son unos santos
Tomases y otros doctores de la Iglesia;
guardando en esto un decoro tan ingenioso,
que en un renglón han pintado un enamorado
destraído y en otro hacen un sermoncico
cristiano, que es un contento y un regalo oílle
o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro,
porque ni tengo qué acotar en el margen, ni
qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores
sigo en él, para ponerlos al principio, como
hacen todos, por las letras del A.B.C.,
comenzando en Aristóteles y acabando en
Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue
maldiciente el uno y pintor el otro. También
ha de carecer mi libro de sonetos al principio,
a lo menos de sonetos cuyos autores sean
duques, marqueses, condes, obispos, damas
o poetas celebérrimos; aunque, si yo los
pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé
que me los darían, y tales, que no les
igualasen los de aquellos que tienen más
nombre en nuestra España. En fin, señor y
amigo mío
—proseguí
—, yo determino que el
señor don Quijote se quede sepultado en sus
archivos en la Mancha, hasta que el cielo
depare quien le adorne de tantas cosas como
le faltan; porque yo me hallo incapaz de
remediarlas, por mi insuficiencia y pocas
letras, y porque naturalmente soy poltrón y
perezoso de andarme buscando autores que
digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí
nace la suspensión y elevamiento, amigo, en
que me hallastes; bastante causa para
ponerme en ella la que de mí habéis oído.
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una
palmada en la frente y disparando en una
carga de risa, me dijo:
—Por Dios, hermano, que agora me acabo
de desengañar de un engaño en que he
estado todo el mucho tiempo que ha que os
conozco, en el cual siempre os he tenido por
discreto y prudente en todas vuestras
aciones. Pero agora veo que estáis tan lejos
de serlo como lo está el cielo de la tierra.
¿Cómo que es posible que cosas de tan poco
momento y tan fáciles de remediar puedan
tener fuerzas de suspender y absortar un
ingenio tan maduro como el vuestro, y tan
hecho a romper y atropellar por otras
dificultades mayores? A la fe, esto no nace de
falta de habilidad, sino de sobra de pereza y
penuria de discurso. ¿Queréis ver si es
verdad lo que digo? Pues estadme atento y
veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos,
confundo todas vuestras dificultades y
remedio todas las faltas que decís que os
suspenden y acobardan para dejar de sacar a
la luz del mundo la historia de vuestro
famoso don Quijote, luz y espejo de toda la
caballería andante.
—Decid
—le repliqué yo, oyendo lo que me
decía
—: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío
de mi temor y reducir a claridad el caos de mi
confusión?
A lo cual él dijo:
—Lo primero en que reparáis de los
sonetos, epigramas o elogios que os faltan
para el principio, y que sean de personajes
graves y de título, se puede remediar en que
vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos,
y después los podéis bautizar y poner el
nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste
Juan de las Indias o al Emperador de
Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia
que fueron famosos poetas; y cuando no lo
hayan sido y hubiere algunos pedantes y
bachilleres que por detrás os muerdan y
murmuren desta verdad, no se os dé dos
maravedís; porque, ya que os averigüen la
mentira, no os han de cortar la mano con que
lo escribistes.
»En lo de citar en las márgenes los libros y
autores de donde sacáredes las sentencias y
dichos que pusiéredes en vuestra historia, no
hay más sino hacer, de manera que venga a
pelo, algunas sentencias o latines que vos
sepáis de memoria, o, a lo menos, que os
cuesten poco trabajo el buscalle; como será
poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a
quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la
muerte, acudir luego con:
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum
tabernas, Regumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda
que se tenga al enemigo, entraros luego al
punto por la Escritura Divina, que lo podéis
hacer con tantico de curiosidad, y decir las
palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego
autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si
tratáredes de malos pensamientos, acudid
con el Evangelio: De corde exeunt
cogitationes malae. Si de la instabilidad de
los amigos, ahí está Catón, que os dará su
dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos,
tempora si fuerint nubila, solus eris.
Y con estos latinicos y otros tales os
tendrán siquiera por gramático, que el serlo
no es de poca honra y provecho el día de
hoy.
»En lo que toca el poner anotaciones al fin
del libro, seguramente lo podéis hacer desta
manera: si nombráis algún gigante en
vuestro libro, hacelde que sea el gigante
Golías, y con sólo esto, que os costará casi
nada, tenéis una grande anotación, pues
podéis poner: El gigante Golías, o Goliat, fue
un filisteo a quien el pastor David mató de
una gran pedrada en el valle de Terebinto,
según se cuenta en el Libro de los Reyes, en
el Capítulo que vos halláredes que se escribe.
Tras esto, para mostraros hombre erudito en
letras humanas y cosmógrafo, haced de
modo como en vuestra historia se nombre el
río Tajo, y veréisos luego con otra famosa
anotación, poniendo: El río Tajo fue así dicho
por un rey de las Españas; tiene su
nacimiento en tal lugar y muere en el mar
océano, besando los muros de la famosa
ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las
arenas de oro, etc. Si tratáredes de ladrones,
yo os diré la historia de Caco, que la sé de
coro; si de mujeres rameras, ahí está el
obispo de Mondoñedo, que os prestará a
Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará
gran crédito; si de crueles, Ovidio os
entregará a Medea; si de encantadores y
hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio
a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo
Julio César os prestará a sí mismo en sus
Comentarios, y Plutarco os dará mil
Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos
onzas que sepáis de la lengua toscana,
toparéis con León Hebreo, que os hincha las
medidas. Y si no queréis andaros por tierras
extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca,
Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que
vos y el más ingenioso acertare a desear en
tal materia. En resolución, no hay más sino
que vos procuréis nombrar estos nombres, o
tocar estas historias en la vuestra, que aquí
he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner
las anotaciones y acotaciones; que yo os voto
a tal de llenaros las márgenes y de gastar
cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los
autores que los otros libros tienen, que en el
vuestro os faltan. El remedio que esto tiene
es muy fácil, porque no habéis de hacer otra
cosa que buscar un libro que los acote todos,
desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues
ese mismo abecedario pondréis vos en
vuestro libro; que, puesto que a la clara se
vea la mentira, por la poca necesidad que vos
teníades de aprovecharos dellos, no importa
nada; y quizá alguno habrá tan simple, que
crea que de todos os habéis aprovechado en
la simple y sencilla historia vuestra; y,
cuando no sirva de otra cosa, por lo menos
servirá aquel largo catálogo de autores a dar
de improviso autoridad al libro. Y más, que
no habrá quien se ponga a averiguar si los
seguistes o no los seguistes, no yéndole nada
en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la
cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad
de ninguna cosa de aquellas que vos decís
que le falta, porque todo él es una invectiva
contra los libros de caballerías, de quien
nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San
Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de
la cuenta de sus fabulosos disparates las
puntualidades de la verdad, ni las
observaciones de la astrología; ni le son de
importancia las medidas geométricas, ni la
confutación de los argumentos de quien se
sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a
ninguno, mezclando lo humano con lo divino,
que es un género de mezcla de quien no se
ha de vestir ningún cristiano entendimiento.
Sólo tiene que aprovecharse de la imitación
en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella
fuere más perfecta, tanto mejor será lo que
se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura
no mira a más que a deshacer la autoridad y
cabida que en el mundo y en el vulgo tienen
los libros de caballerías, no hay para qué
andéis mendigando sentencias de filósofos,
consejos de la Divina Escritura, fábulas de
poetas, oraciones de retóricos, milagros de
santos, sino procurar que a la llana, con
palabras significantes, honestas y bien
colocadas, salga vuestra oración y período
sonoro y festivo; pintando, en todo lo que
alcanzáredes y fuere posible, vuestra
intención, dando a entender vuestros
conceptos sin intricarlos y escurecerlos.
Procurad también que, leyendo vuestra
historia, el melancólico se mueva a risa, el
risueño la acreciente, el simple no se enfade,
el discreto se admire de la invención, el grave
no la desprecie, ni el prudente deje de
alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a
derribar la máquina mal fundada destos
caballerescos libros, aborrecidos de tantos y
alabados de muchos más; que si esto
alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo
que mi amigo me decía, y de tal manera se
imprimieron en mí sus razones que, sin
ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y
de ellas mismas quise hacer este prólogo; en
el cual verás, lector suave, la discreción de mi
amigo, la buena ventura mía en hallar en
tiempo tan necesitado tal consejero, y el
alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin
revueltas la historia del famoso don Quijote
de la Mancha, de quien hay opinión, por
todos los habitadores del distrito del campo
de Montiel, que fue el más casto enamorado
y el más valiente caballero que de muchos
años a esta parte se vio en aquellos
contornos. Yo no quiero encarecerte el
servicio que te hago en darte a conocer tan
noble y tan honrado caballero, pero quiero
que me agradezcas el conocimiento que
tendrás del famoso Sancho Panza, su
escudero, en quien, a mi parecer, te doy
cifradas todas las gracias escuderiles que en
la caterva de los libros vanos de caballerías
están esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no
olvide. Vale.
AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA
MANCHA
Urganda la desconocida
Si de llegarte a los bue
—,
libro, fueres con letu
—,
no te dirá el boquirru
—
que no pones bien los de
—.
Mas si el pan no se te cue
—
por ir a manos de idio
—,
verás de manos a bo
—,
aun no dar una en el cla
—,
si bien se comen las ma
—
por mostrar que son curio
—.
Y, pues la expiriencia ense
—
que el que a buen árbol se arri
—
buena sombra le cobi
—,
en Béjar tu buena estre
—
un árbol real te ofre
—
que da príncipes por fru
—,
en el cual floreció un du
—
que es nuevo Alejandro Ma
—:
llega a su sombra, que a osa
—
favorece la fortu
—.
De un noble hidalgo manche
—
contarás las aventu
—,
a quien ociosas letu
—,
trastornaron la cabe
—:
damas, armas, caballe
—,
le provocaron de mo
—,
que, cual Orlando furio
—,
templado a lo enamora
—,
alcanzó a fuerza de bra
—
a Dulcinea del Tobo
—.
No indiscretos hieroglí
—
estampes en el escu
—,
que, cuando es todo figu
—,
con ruines puntos se envi
—.
Si en la dirección te humi
—,
no dirá, mofante, algu
—:
''¡Qué don Álvaro de Lu
—,
qué Anibal el de Carta
—,
qué rey Francisco en Espa
—
se queja de la Fortu
—!''
Pues al cielo no le plu
—
que salieses tan ladi
—
como el negro Juan Lati
—,
hablar latines rehú
—.
No me despuntes de agu
—,
ni me alegues con filó
—,
porque, torciendo la bo
—,
dirá el que entiende la le
—,
no un palmo de las ore
—:
''¿Para qué conmigo flo
—?''
No te metas en dibu
—,
ni en saber vidas aje
—,
que, en lo que no va ni vie
—,
pasar de largo es cordu
—.
Que suelen en caperu
—
darles a los que grace
—;
mas tú quémate las ce
—
sólo en cobrar buena fa
—;
que el que imprime neceda
—
dalas a censo perpe
—.
Advierte que es desati
—,
siendo de vidrio el teja
—,
tomar piedras en las ma
—
para tirar al veci
—.
Deja que el hombre de jui
—,
en las obras que compo
—,
se vaya con pies de plo
—;
que el que saca a luz pape
—
para entretener donce
—
escribe a tontas y a lo
—.
AMADÍS DE GAULA
A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta
esfera,
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.
DON BELIANÍS DE GRECIA A DON
QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura
a la calva Ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL
TOBOSO
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.
GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE
GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE
DON QUIJOTE
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio,
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen
hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.
DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A
SANCHO PANZA Y ROCINANTE
Soy Sancho Panza, escude
—
del manchego don Quijo
—.
Puse pies en polvoro
—,
por vivir a lo discre
—;
que el tácito Villadie
—
toda su razón de esta
—
cifró en una retira
—,
según siente Celesti
—,
libro, en mi opinión, divi
—
si encubriera más lo huma
—.
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo
—
bisnieto del gran Babie
—.
Por pecados de flaque
—,
fui a poder de un don Quijo
—.
Parejas corrí a lo flo
—;
mas, por uña de caba
—,
no se me escapó ceba
—;
que esto saqué a Lazari
—
cuando, para hurtar el vi
—
al ciego, le di la pa
—.
ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE
LA MANCHA
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama,
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.
EL CABALLERO DEL FEBO A DON
QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio
infierno
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y
sabia.
DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA
MANCHA
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces,
pues tuertos desfaciendo habéis
andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete,
ni a vuesas cuitas muestra buen
talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.
DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y
ROCINANTE
Soneto
B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan
delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la
paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal
criado,
pues vuestra lengua de asno al amo
ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran
prudencia.
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es
bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
Primera parte del
ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha
Capítulo I. Que trata de la
condición y ejercicio del
famoso hidalgo don Quijote
de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, no ha mucho tiempo
que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor. Una olla de algo más vaca que
carnero, salpicón las más noches, duelos y
quebrantos los sábados, lantejas los viernes,
algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda. El
resto della concluían sayo de velarte, calzas
de velludo para las fiestas, con sus pantuflos
de lo mesmo, y los días de entresemana se
honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía
en su casa una ama que pasaba de los
cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los
veinte, y un mozo de campo y plaza, que así
ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los
cincuenta años; era de complexión recia,
seco de carnes, enjuto de rostro, gran
madrugador y amigo de la caza. Quieren
decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o
Quesada, que en esto hay alguna diferencia
en los autores que deste caso escriben;
aunque, por conjeturas verosímiles, se deja
entender que se llamaba Quejana. Pero esto
importa poco a nuestro cuento; basta que en
la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho
hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran
los más del año, se daba a leer libros de
caballerías, con tanta afición y gusto, que
olvidó casi de todo punto el ejercicio de la
caza, y aun la administración de su hacienda.
Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en
esto, que vendió muchas hanegas de tierra
de sembradura para comprar libros de
caballerías en que leer, y así, llevó a su casa
todos cuantos pudo haber dellos; y de todos,
ningunos le parecían tan bien como los que
compuso el famoso Feliciano de Silva, porque
la claridad de su prosa y aquellas entricadas
razones suyas le parecían de perlas, y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y
cartas de desafíos, donde en muchas partes
hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a
mi razón se hace, de tal manera mi razón
enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura. Y también cuando leía:
...los altos cielos que de vuestra divinidad
divinamente con las estrellas os fortifican, y
os hacen merecedora del merecimiento que
merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero
el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara
ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si
resucitara para sólo ello. No estaba muy bien
con las heridas que don Belianís daba y
recebía, porque se imaginaba que, por
grandes maestros que le hubiesen curado, no
dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo
lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo,
alababa en su autor aquel acabar su libro con
la promesa de aquella inacabable aventura, y
muchas veces le vino deseo de tomar la
pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí
se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y
aun saliera con ello, si otros mayores y
continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar
—que era hombre docto,
graduado en Sigüenza
—, sobre cuál había
sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra
o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás,
barbero del mesmo pueblo, decía que
ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que
si alguno se le podía comparar, era don
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque
tenía muy acomodada condición para todo;
que no era caballero melindroso, ni tan llorón
como su hermano, y que en lo de la valentía
no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su
letura, que se le pasaban las noches leyendo
de claro en claro, y los días de turbio en
turbio; y así, del poco dormir y del mucho
leer, se le secó el celebro, de manera que
vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía
de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamentos como de pendencias, batallas,
desafíos, heridas, requiebros, amores,
tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que
era verdad toda aquella máquina de aquellas
sonadas soñadas invenciones que leía, que
para él no había otra historia más cierta en el
mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había
sido muy buen caballero, pero que no tenía
que ver con el Caballero de la Ardiente
Espada, que de sólo un revés había partido
por medio dos fieros y descomunales
gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalles había muerto
a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo,
el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía
mucho bien del gigante Morgante, porque,
con ser de aquella generación gigantea, que
todos son soberbios y descomedidos, él solo
era afable y bien criado. Pero, sobre todos,
estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y
más cuando le veía salir de su castillo y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó
aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una
mano de coces al traidor de Galalón, al ama
que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar
en el más estraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo; y fue que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento
de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, y irse
por todo el mundo con sus armas y caballo a
buscar las aventuras y a ejercitarse en todo
aquello que él había leído que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio, y poniéndose en
ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase
el pobre ya coronado por el valor de su brazo,
por lo menos, del imperio de Trapisonda; y
así, con estos tan agradables pensamientos,
llevado del estraño gusto que en ellos sentía,
se dio priesa a poner en efeto lo que
deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas
armas que habían sido de sus bisabuelos,
que, tomadas de orín y llenas de moho,
luengos siglos había que estaban puestas y
olvidadas en un rincón. Limpiólas y
aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que
tenían una gran falta, y era que no tenían
celada de encaje, sino morrión simple; mas a
esto suplió su industria, porque de cartones
hizo un modo de media celada, que, encajada
con el morrión, hacían una apariencia de
celada entera. Es verdad que para probar si
era fuerte y podía estar al riesgo de una
cuchillada, sacó su espada y le dio dos
golpes, y con el primero y en un punto
deshizo lo que había hecho en una semana; y
no dejó de parecerle mal la facilidad con que
la había hecho pedazos, y, por asegurarse
deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de
dentro, de tal manera que él quedó satisfecho
de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva
experiencia della, la diputó y tuvo por celada
finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía
más cuartos que un real y más tachas que el
caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa
fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro
ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué
nombre le pondría; porque, según se decía él
a sí mesmo, no era razón que caballo de
caballero tan famoso, y tan bueno él por sí,
estuviese sin nombre conocido; y ansí,
procuraba acomodársele de manera que
declarase quién había sido, antes que fuese
de caballero andante, y lo que era entonces;
pues estaba muy puesto en razón que,
mudando su señor estado, mudase él
también el nombre, y le cobrase famoso y de
estruendo, como convenía a la nueva orden y
al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así,
después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer
en su memoria e imaginación, al fin le vino a
llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto,
sonoro y significativo de lo que había sido
cuando fue rocín, antes de lo que ahora era,
que era antes y primero de todos los rocines
del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su
caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este
pensamiento duró otros ocho días, y al cabo
se vino a llamar don Quijote; de donde
—
como queda dicho
— tomaron ocasión los
autores desta tan verdadera historia que, sin
duda, se debía de llamar Quijada, y no
Quesada, como otros quisieron decir. Pero,
acordándose que el valeroso Amadís no sólo
se había contentado con llamarse Amadís a
secas, sino que añadió el nombre de su reino
y patria, por Hepila famosa, y se llamó
Amadís de Gaula, así quiso, como buen
caballero, añadir al suyo el nombre de la suya
y llamarse don Quijote de la Mancha, con
que, a su parecer, declaraba muy al vivo su
linaje y patria, y la honraba con tomar el
sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del
morrión celada, puesto nombre a su rocín y
confirmándose a sí mismo, se dio a entender
que no le faltaba otra cosa sino buscar una
dama de quien enamorarse; porque el
caballero andante sin amores era árbol sin
hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase
él a sí:
—Si yo, por malos de mis pecados, o por mi
buena suerte, me encuentro por ahí con
algún gigante, como de ordinario les acontece
a los caballeros andantes, y le derribo de un
encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,
finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien
tener a quien enviarle presentado y que entre
y se hinque de rodillas ante mi dulce señora,
y diga con voz humilde y rendido: ''Yo,
señora, soy el gigante Caraculiambro, señor
de la ínsula Malindrania, a quien venció en
singular batalla el jamás como se debe
alabado caballero don Quijote de la Mancha,
el cual me mandó que me presentase ante
vuestra merced, para que la vuestra
grandeza disponga de mí a su talante''?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero
cuando hubo hecho este discurso, y más
cuando halló a quien dar nombre de su dama!
Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca
del suyo había una moza labradora de muy
buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado, aunque, según se entiende, ella
jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase
Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien
darle título de señora de sus pensamientos;
y, buscándole nombre que no desdijese
mucho del suyo, y que tirase y se
encaminase al de princesa y gran señora,
vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque
era natural del Toboso; nombre, a su
parecer, músico y peregrino y significativo,
como todos los demás que a él y a sus cosas
había puesto.
Capítulo II. Que trata de
la primera salida que de su
tierra hizo el ingenioso don
Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso
aguardar más tiempo a poner en efeto su
pensamiento, apretándole a ello la falta que
él pensaba que hacía en el mundo su
tardanza, según eran los agravios que
pensaba deshacer, tuertos que enderezar,
sinrazones que emendar, y abusos que
mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin
dar parte a persona alguna de su intención, y
sin que nadie le viese, una mañana, antes del
día, que era uno de los calurosos del mes de
julio, se armó de todas sus armas, subió
sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y,
por la puerta falsa de un corral, salió al
campo con grandísimo contento y alborozo de
ver con cuánta facilidad había dado principio
a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el
campo, cuando le asaltó un pensamiento
terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la
comenzada empresa; y fue que le vino a la
memoria que no era armado caballero, y que,
conforme a ley de caballería, ni podía ni debía
tomar armas con ningún caballero; y, puesto
que lo fuera, había de llevar armas blancas,
como novel caballero, sin empresa en el
escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.
Estos pensamientos le hicieron titubear en su
propósito; mas, pudiendo más su locura que
otra razón alguna, propuso de hacerse armar
caballero del primero que topase, a imitación
de otros muchos que así lo hicieron, según él
había leído en los libros que tal le tenían. En
lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas
de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen
más que un armiño; y con esto se quietó y
prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel
que su caballo quería, creyendo que en
aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante
aventurero, iba hablando consigo mesmo y
diciendo:
—¿Quién duda sino que en los venideros
tiempos, cuando salga a luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio
que los escribiere no ponga, cuando llegue a
contar esta mi primera salidad tan de
mañana, desta manera?: «Apenas había el
rubicundo Apolo tendido por la faz de la
ancha y espaciosa tierra las doradas hebras
de sus hermosos cabellos, y apenas los
pequeños y pintados pajarillos con sus
arpadas lenguas habían saludado con dulce y
meliflua armonía la venida de la rosada
aurora, que, dejando la blanda cama del
celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se
mostraba, cuando el famoso caballero don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas
plumas, subió sobre su famoso caballo
Rocinante, y comenzó a caminar por el
antiguo y conocido campo de Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y
añadió diciendo:
—Dichosa edad, y siglo dichoso aquel
adonde saldrán a luz las famosas hazañas
mías, dignas de entallarse en bronces,
esculpirse en mármoles y pintarse en tablas
para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio
encantador, quienquiera que seas, a quien ha
de tocar el ser coronista desta peregrina
historia, ruégote que no te olvides de mi
buen Rocinante, compañero eterno mío en
todos mis caminos y carreras!
Luego volvía diciendo, como si
verdaderamente fuera enamorado:
—¡Oh princesa Dulcinea, señora deste
cautivo corazón!, mucho agravio me habedes
fecho en despedirme y reprocharme con el
riguroso afincamiento de mandarme no
parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos,
señora, de membraros deste vuestro sujeto
corazón, que tantas cuitas por vuestro amor
padece.
Con éstos iba ensartando otros disparates,
todos al modo de los que sus libros le habían
enseñado, imitando en cuanto podía su
lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y
el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor,
que fuera bastante a derretirle los sesos, si
algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle
cosa que de contar fuese, de lo cual se
desesperaba, porque quisiera topar luego
luego con quien hacer experiencia del valor
de su fuerte brazo. Autores hay que dicen
que la primera aventura que le avino fue la
del Puerto Lápice; otros dicen que la de los
molinos de viento; pero, lo que yo he podido
averiguar en este caso, y lo que he hallado
escrito en los Anales de la Mancha, es que él
anduvo todo aquel día, y, al anochecer, su
rocín y él se hallaron cansados y muertos de
hambre; y que, mirando a todas partes por
ver si descubriría algún castillo o alguna
majada de pastores donde recogerse y
adonde pudiese remediar su mucha hambre y
necesidad, vio, no lejos del camino por donde
iba, una venta, que fue como si viera una
estrella que, no a los portales, sino a los
alcázares de su redención le encaminaba.
Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres
mozas, destas que llaman del partido, las
cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en
la venta aquella noche acertaron a hacer
jornada; y, como a nuestro aventurero todo
cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía
ser hecho y pasar al modo de lo que había
leído, luego que vio la venta, se le representó
que era un castillo con sus cuatro torres y
chapiteles de luciente plata, sin faltarle su
puente levadiza y honda cava, con todos
aquellos adherentes que semejantes castillos
se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él
le parecía castillo, y a poco trecho della
detuvo las riendas a Rocinante, esperando
que algún enano se pusiese entre las almenas
a dar señal con alguna trompeta de que
llegaba caballero al castillo. Pero, como vio
que se tardaban y que Rocinante se daba
priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la
puerta de la venta, y vio a las dos destraídas
mozas que allí estaban, que a él le parecieron
dos hermosas doncellas o dos graciosas
damas que delante de la puerta del castillo se
estaban solazando. En esto, sucedió acaso
que un porquero que andaba recogiendo de
unos rastrojos una manada de puercos
—que,
sin perdón, así se llaman
— tocó un cuerno, a
cuya señal ellos se recogen, y al instante se
le representó a don Quijote lo que deseaba,
que era que algún enano hacía señal de su
venida; y así, con estraño contento, llegó a la
venta y a las damas, las cuales, como vieron
venir un hombre de aquella suerte, armado y
con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban
a entrar en la venta; pero don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose
la visera de papelón y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con gentil talante y voz
reposada, les dijo:
—No fuyan las vuestras mercedes ni teman
desaguisado alguno; ca a la orden de
caballería que profeso non toca ni atañe
facerle a ninguno, cuanto más a tan altas
doncellas como vuestras presencias
demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban con los
ojos buscándole el rostro, que la mala visera
le encubría; mas, como se oyeron llamar
doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no
pudieron tener la risa, y fue de manera que
don Quijote vino a correrse y a decirles:
—Bien parece la mesura en las fermosas, y
es mucha sandez además la risa que de leve
causa procede; pero no vos lo digo porque os
acuitedes ni mostredes mal talante; que el
mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y
el mal talle de nuestro caballero acrecentaba
en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy
adelante si a aquel punto no saliera el
ventero, hombre que, por ser muy gordo, era
muy pacífico, el cual, viendo aquella figura
contrahecha, armada de armas tan
desiguales como eran la brida, lanza, adarga
y coselete, no estuvo en nada en acompañar
a las doncellas en las muestras de su
contento. Mas, en efeto, temiendo la máquina
de tantos pertrechos, determinó de hablarle
comedidamente; y así, le dijo:
—Si vuestra merced, señor caballero, busca
posada, amén del lecho (porque en esta
venta no hay ninguno), todo lo demás se
hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide
de la fortaleza, que tal le pareció a él el
ventero y la venta, respondió:
—Para mí, señor castellano, cualquiera cosa
basta, porque mis arreos son las armas, mi
descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado
castellano había sido por haberle parecido de
los sanos de Castilla, aunque él era andaluz,
y de los de la playa de Sanlúcar, no menos
ladrón que Caco, ni menos maleante que
estudiantado paje; y así, le respondió:
—Según eso, las camas de vuestra merced
serán duras peñas, y su dormir, siempre
velar; y siendo así, bien se puede apear, con
seguridad de hallar en esta choza ocasión y
ocasiones para no dormir en todo un año,
cuanto más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don
Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad
y trabajo, como aquel que en todo aquel día
no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho
cuidado de su caballo, porque era la mejor
pieza que comía pan en el mundo. Miróle el
ventero, y no le pareció tan bueno como don
Quijote decía, ni aun la mitad; y,
acomodándole en la caballeriza, volvió a ver
lo que su huésped mandaba, al cual estaban
desarmando las doncellas, que ya se habían
reconciliado con él; las cuales, aunque le
habían quitado el peto y el espaldar, jamás
supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni
quitalle la contrahecha celada, que traía
atada con unas cintas verdes, y era menester
cortarlas, por no poderse quitar los ñudos;
mas él no lo quiso consentir en ninguna
manera, y así, se quedó toda aquella noche
con la celada puesta, que era la más graciosa
y estraña figura que se pudiera pensar; y, al
desarmarle, como él se imaginaba que
aquellas traídas y llevadas que le desarmaban
eran algunas principales señoras y damas de
aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
—Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
o Rocinante, que éste es el nombre,
señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de
la Mancha el mío; que, puesto que no
quisiera descubrirme fasta que las fazañas
fechas en vuestro servicio y pro me
descubrieran, la fuerza de acomodar al
propósito presente este romance viejo de
Lanzarote ha sido causa que sepáis mi
nombre antes de toda sazón; pero, tiempo
vendrá en que las vuestras señorías me
manden y yo obedezca, y el valor de mi
brazo descubra el deseo que tengo de
serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír
semejantes retóricas, no respondían palabra;
sólo le preguntaron si quería comer alguna
cosa.
—Cualquiera yantaría yo
—respondió don
Quijote
—, porque, a lo que entiendo, me
haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no
había en toda la venta sino unas raciones de
un pescado que en Castilla llaman abadejo, y
en Andalucía bacallao, y en otras partes
curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle
si por ventura comería su merced truchuela,
que no había otro pescado que dalle a comer.
—Como haya muchas truchuelas
—
respondió don Quijote
—, podrán servir de
una trucha, porque eso se me da que me den
ocho reales en sencillos que en una pieza de
a ocho. Cuanto más, que podría ser que
fuesen estas truchuelas como la ternera, que
es mejor que la vaca, y el cabrito que el
cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego,
que el trabajo y peso de las armas no se
puede llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta,
por el fresco, y trújole el huésped una porción
del mal remojado y peor cocido bacallao, y un
pan tan negro y mugriento como sus armas;
pero era materia de grande risa verle comer,
porque, como tenía puesta la celada y alzada
la visera, no podía poner nada en la boca con
sus manos si otro no se lo daba y ponía; y
ansí, una de aquellas señoras servía deste
menester. Mas, al darle de beber, no fue
posible, ni lo fuera si el ventero no horadara
una caña, y puesto el un cabo en la boca, por
el otro le iba echando el vino; y todo esto lo
recebía en paciencia, a trueco de no romper
las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un
castrador de puercos; y, así como llegó, sonó
su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con
lo cual acabó de confirmar don Quijote que
estaba en algún famoso castillo, y que le
servían con música, y que el abadejo eran
truchas; el pan, candeal; y las rameras,
damas; y el ventero, castellano del castillo, y
con esto daba por bien empleada su
determinación y salida. Mas lo que más le
fatigaba era el no verse armado caballero,
por parecerle que no se podría poner
legítimamente en aventura alguna sin recebir
la orden de caballería.
Capítulo III. Donde se
cuenta la graciosa manera
que tuvo don Quijote en
armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió
su venteril y limitada cena; la cual acabada,
llamó al ventero, y, encerrándose con él en la
caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
diciéndole:
—No me levantaré jamás de donde estoy,
valeroso caballero, fasta que la vuestra
cortesía me otorgue un don que pedirle
quiero, el cual redundará en alabanza vuestra
y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies
y oyó semejantes razones, estaba confuso
mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y
porfiaba con él que se levantase, y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le
otorgaba el don que le pedía.
—No esperaba yo menos de la gran
magnificencia vuestra, señor mío
—respondió
don Quijote
—; y así, os digo que el don que
os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha
sido otorgado, es que mañana en aquel día
me habéis de armar caballero, y esta noche
en la capilla deste vuestro castillo velaré las
armas; y mañana, como tengo dicho, se
cumplirá lo que tanto deseo, para poder,
como se debe, ir por todas las cuatro partes
del mundo buscando las aventuras, en pro de
los menesterosos, como está a cargo de la
caballería y de los caballeros andantes, como
yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es
inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un
poco socarrón y ya tenía algunos barruntos
de la falta de juicio de su huésped, acabó de
creerlo cuando acabó de oírle semejantes
razones, y, por tener qué reír aquella noche,
determinó de seguirle el humor; y así, le dijo
que andaba muy acertado en lo que deseaba
y pedía, y que tal prosupuesto era propio y
natural de los caballeros tan principales como
él parecía y como su gallarda presencia
mostraba; y que él, ansimesmo, en los años
de su mocedad, se había dado a aquel
honroso ejercicio, andando por diversas
partes del mundo buscando sus aventuras,
sin que hubiese dejado los Percheles de
Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla,
Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia,
Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro
de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras
diversas partes, donde había ejercitado la
ligereza de sus pies, sutileza de sus manos,
haciendo muchos tuertos, recuestando
muchas viudas, deshaciendo algunas
doncellas y engañando a algunos pupilos, y,
finalmente, dándose a conocer por cuantas
audiencias y tribunales hay casi en toda
España; y que, a lo último, se había venido a
recoger a aquel su castillo, donde vivía con su
hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a
todos los caballeros andantes, de cualquiera
calidad y condición que fuesen, sólo por la
mucha afición que les tenía y porque
partiesen con él de sus haberes, en pago de
su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no
había capilla alguna donde poder velar las
armas, porque estaba derribada para hacerla
de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él
sabía que se podían velar dondequiera, y que
aquella noche las podría velar en un patio del
castillo; que a la mañana, siendo Dios
servido, se harían las debidas ceremonias, de
manera que él quedase armado caballero, y
tan caballero que no pudiese ser más en el
mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondió don
Quijote que no traía blanca, porque él nunca
había leído en las historias de los caballeros
andantes que ninguno los hubiese traído. A
esto dijo el ventero que se engañaba; que,
puesto caso que en las historias no se
escribía, por haberles parecido a los autores
dellas que no era menester escrebir una cosa
tan clara y tan necesaria de traerse como
eran dineros y camisas limpias, no por eso se
había de creer que no los trujeron; y así,
tuviese por cierto y averiguado que todos los
caballeros andantes, de que tantos libros
están llenos y atestados, llevaban bien
herradas las bolsas, por lo que pudiese
sucederles; y que asimismo llevaban camisas
y una arqueta pequeña llena de ungüentos
para curar las heridas que recebían, porque
no todas veces en los campos y desiertos
donde se combatían y salían heridos había
quien los curase, si ya no era que tenían
algún sabio encantador por amigo, que luego
los socorría, trayendo por el aire, en alguna
nube, alguna doncella o enano con alguna
redoma de agua de tal virtud que, en
gustando alguna gota della, luego al punto
quedaban sanos de sus llagas y heridas,
como si mal alguno hubiesen tenido. Mas
que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron
los pasados caballeros por cosa acertada que
sus escuderos fuesen proveídos de dineros y
de otras cosas necesarias, como eran hilas y
ungüentos para curarse; y, cuando sucedía
que los tales caballeros no tenían escuderos,
que eran pocas y raras veces, ellos mesmos
lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles,
que casi no se parecían, a las ancas del
caballo, como que era otra cosa de más
importancia; porque, no siendo por ocasión
semejante, esto de llevar alforjas no fue muy
admitido entre los caballeros andantes; y por
esto le daba por consejo, pues aún se lo
podía mandar como a su ahijado, que tan
presto lo había de ser, que no caminase de
allí adelante sin dineros y sin las
prevenciones referidas, y que vería cuán bien
se hallaba con ellas cuando menos se
pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que se le
aconsejaba con toda puntualidad; y así, se
dio luego orden como velase las armas en un
corral grande que a un lado de la venta
estaba; y, recogiéndolas don Quijote todas,
las puso sobre una pila que junto a un pozo
estaba, y, embrazando su adarga, asió de su
lanza y con gentil continente se comenzó a
pasear delante de la pila; y cuando comenzó
el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban
en la venta la locura de su huésped, la vela
de las armas y la armazón de caballería que
esperaba. Admiráronse de tan estraño género
de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y
vieron que, con sosegado ademán, unas
veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza,
ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por
un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la
noche, pero con tanta claridad de la luna, que
podía competir con el que se la prestaba, de
manera que cuanto el novel caballero hacía
era bien visto de todos. Antojósele en esto a
uno de los arrieros que estaban en la venta ir
a dar agua a su recua, y fue menester quitar
las armas de don Quijote, que estaban sobre
la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le
dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido
caballero, que llegas a tocar las armas del
más valeroso andante que jamás se ciñó
espada!, mira lo que haces y no las toques, si
no quieres dejar la vida en pago de tu
atrevimiento.
No se curó el arriero destas razones (y
fuera mejor que se curara, porque fuera
curarse en salud); antes, trabando de las
correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual
visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y,
puesto el pensamiento
—a lo que pareció
—
en su señora Dulcinea, dijo:
—Acorredme, señora mía, en esta primera
afrenta que a este vuestro avasallado pecho
se le ofrece; no me desfallezca en este
primero trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes
razones, soltando la adarga, alzó la lanza a
dos manos y dio con ella tan gran golpe al
arriero en la cabeza, que le derribó en el
suelo, tan maltrecho que, si segundara con
otro, no tuviera necesidad de maestro que le
curara. Hecho esto, recogió sus armas y
tornó a pasearse con el mismo reposo que
primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que
había pasado (porque aún estaba aturdido el
arriero), llegó otro con la mesma intención de
dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las
armas para desembarazar la pila, sin hablar
don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie,
soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la
lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de
tres la cabeza del segundo arriero, porque se
la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la
gente de la venta, y entre ellos el ventero.
Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga,
y, puesta mano a su espada, dijo:
—¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y
vigor del debilitado corazón mío!
Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu
grandeza a este tu cautivo caballero, que
tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo,
que si le acometieran todos los arrieros del
mundo, no volviera el pie atrás. Los
compañeros de los heridos, que tales los
vieron, comenzaron desde lejos a llover
piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor
que podía, se reparaba con su adarga, y no
se osaba apartar de la pila por no
desamparar las armas. El ventero daba voces
que le dejasen, porque ya les había dicho
como era loco, y que por loco se libraría,
aunque los matase a todos. También don
Quijote las daba, mayores, llamándolos de
alevosos y traidores, y que el señor del
castillo era un follón y mal nacido caballero,
pues de tal manera consentía que se tratasen
los andantes caballeros; y que si él hubiera
recebido la orden de caballería, que él le
diera a entender su alevosía:
—Pero de vosotros, soez y baja canalla, no
hago caso alguno: tirad, llegad, venid y
ofendedme en cuanto pudiéredes, que
vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra
sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que
infundió un terrible temor en los que le
acometían; y, así por esto como por las
persuasiones del ventero, le dejaron de tirar,
y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela
de sus armas con la misma quietud y sosiego
que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas
de su huésped, y determinó abreviar y darle
la negra orden de caballería luego, antes que
otra desgracia sucediese. Y así, llegándose a
él, se desculpó de la insolencia que aquella
gente baja con él había usado, sin que él
supiese cosa alguna; pero que bien
castigados quedaban de su atrevimiento.
Díjole como ya le había dicho que en aquel
castillo no había capilla, y para lo que restaba
de hacer tampoco era necesaria; que todo el
toque de quedar armado caballero consistía
en la pescozada y en el espaldarazo, según él
tenía noticia del ceremonial de la orden, y
que aquello en mitad de un campo se podía
hacer, y que ya había cumplido con lo que
tocaba al velar de las armas, que con solas
dos horas de vela se cumplía, cuanto más,
que él había estado más de cuatro. Todo se lo
creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí
pronto para obedecerle, y que concluyese con
la mayor brevedad que pudiese; porque si
fuese otra vez acometido y se viese armado
caballero, no pensaba dejar persona viva en
el castillo, eceto aquellas que él le mandase,
a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano,
trujo luego un libro donde asentaba la paja y
cebada que daba a los arrieros, y con un cabo
de vela que le traía un muchacho, y con las
dos ya dichas doncellas, se vino adonde don
Quijote estaba, al cual mandó hincar de
rodillas; y, leyendo en su manual, como que
decía alguna devota oración, en mitad de la
leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello
un buen golpe, y tras él, con su mesma
espada, un gentil espaldazaro, siempre
murmurando entre dientes, como que rezaba.
Hecho esto, mandó a una de aquellas damas
que le ciñese la espada, la cual lo hizo con
mucha desenvoltura y discreción, porque no
fue menester poca para no reventar de risa a
cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya habían visto del novel
caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la
espada, dijo la buena señora:
—Dios haga a vuestra merced muy
venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba,
porque él supiese de allí adelante a quién
quedaba obligado por la merced recebida;
porque pensaba darle alguna parte de la
honra que alcanzase por el valor de su brazo.
Ella respondió con mucha humildad que se
llamaba la Tolosa, y que era hija de un
remendón natural de Toledo que vivía a las
tendillas de Sancho Bienaya, y que
dondequiera que ella estuviese le serviría y le
tendría por señor. Don Quijote le replicó que,
por su amor, le hiciese merced que de allí
adelante se pusiese don y se llamase doña
Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó
la espuela, con la cual le pasó casi el mismo
coloquio que con la de la espada: preguntóle
su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera,
y que era hija de un honrado molinero de
Antequera; a la cual también rogó don
Quijote que se pusiese don y se llamase doña
Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y
mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta
allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora
don Quijote de verse a caballo y salir
buscando las aventuras; y, ensillando luego a
Rocinante, subió en él, y, abrazando a su
huésped, le dijo cosas tan estrañas,
agradeciéndole la merced de haberle armado
caballero, que no es posible acertar a
referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la
venta, con no menos retóricas, aunque con
más breves palabras, respondió a las suyas,
y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir
a la buen hora.
Capítulo IV. De lo que le
sucedió a nuestro caballero
cuando salió de la venta
La del alba sería cuando don Quijote salió
de la venta, tan contento, tan gallardo, tan
alborozado por verse ya armado caballero,
que el gozo le reventaba por las cinchas del
caballo. Mas, viniéndole a la memoria los
consejos de su huésped cerca de las
prevenciones tan necesarias que había de
llevar consigo, especial la de los dineros y
camisas, determinó volver a su casa y
acomodarse de todo, y de un escudero,
haciendo cuenta de recebir a un labrador
vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero
muy a propósito para el oficio escuderil de la
caballería. Con este pensamiento guió a
Rocinante hacia su aldea, el cual, casi
conociendo la querencia, con tanta gana
comenzó a caminar, que parecía que no ponía
los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció
que a su diestra mano, de la espesura de un
bosque que allí estaba, salían unas voces
delicadas, como de persona que se quejaba;
y apenas las hubo oído, cuando dijo:
—Gracias doy al cielo por la merced que me
hace, pues tan presto me pone ocasiones
delante donde yo pueda cumplir con lo que
debo a mi profesión, y donde pueda coger el
fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin
duda, son de algún menesteroso o
menesterosa, que ha menester mi favor y
ayuda.
Y, volviendo las riendas, encaminó a
Rocinante hacia donde le pareció que las
voces salían. Y, a pocos pasos que entró por
el bosque, vio atada una yegua a una encina,
y atado en otra a un muchacho, desnudo de
medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince
años, que era el que las voces daba; y no sin
causa, porque le estaba dando con una
pretina muchos azotes un labrador de buen
talle, y cada azote le acompañaba con una
reprehensión y consejo.
Porque decía:
—La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
—No lo haré otra vez, señor mío; por la
pasión de Dios, que no lo haré otra vez; y yo
prometo de tener de aquí adelante más
cuidado con el hato.
Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con
voz airada dijo:
—Descortés caballero, mal parece tomaros
con quien defender no se puede; subid sobre
vuestro caballo y tomad vuestra lanza
—que
también tenía una lanza arrimada a la encima
adonde estaba arrendada la yegua
—, que yo
os haré conocer ser de cobardes lo que estáis
haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura
llena de armas blandiendo la lanza sobre su
rostro, túvose por muerto, y con buenas
palabras respondió:
—Señor caballero, este muchacho que estoy
castigando es un mi criado, que me sirve de
guardar una manada de ovejas que tengo en
estos contornos, el cual es tan descuidado,
que cada día me falta una; y, porque castigo
su descuido, o bellaquería, dice que lo hago
de miserable, por no pagalle la soldada que le
debo, y en Dios y en mi ánima que miente.
—¿"Miente", delante de mí, ruin villano?
—
dijo don Quijote
—. Por el sol que nos
alumbra, que estoy por pasaros de parte a
parte con esta lanza. Pagadle luego sin más
réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os
concluya y aniquile en este punto. Desatadlo
luego.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder
palabra, desató a su criado, al cual preguntó
don Quijote que cuánto le debía su amo. Él
dijo que nueve meses, a siete reales cada
mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que
montaban setenta y tres reales, y díjole al
labrador que al momento los desembolsase,
si no quería morir por ello. Respondió el
medroso villano que para el paso en que
estaba y juramento que había hecho
—y aún
no había jurado nada
—, que no eran tantos,
porque se le habían de descontar y recebir en
cuenta tres pares de zapatos que le había
dado y un real de dos sangrías que le habían
hecho estando enfermo.
—Bien está todo eso
—replicó don Quijote
—
, pero quédense los zapatos y las sangrías
por los azotes que sin culpa le habéis dado;
que si él rompió el cuero de los zapatos que
vos pagastes, vos le habéis rompido el de su
cuerpo; y si le sacó el barbero sangre
estando enfermo, vos en sanidad se la habéis
sacado; ansí que, por esta parte, no os debe
nada.
—El daño está, señor caballero, en que no
tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo
a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre
otro.
—¿Irme yo con él?
—dijo el muchacho
—.
Mas, ¡mal año! No, señor, ni por pienso;
porque, en viéndose solo, me desuelle como
a un San Bartolomé.
—No hará tal
—replicó don Quijote
—: basta
que yo se lo mande para que me tenga
respeto; y con que él me lo jure por la ley de
caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y
aseguraré la paga.
—Mire vuestra merced, señor, lo que dice
—
dijo el muchacho
—, que este mi amo no es
caballero ni ha recebido orden de caballería
alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino
del Quintanar.
—Importa eso poco
—respondió don
Quijote
—, que Haldudos puede haber
caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo
de sus obras.
—Así es verdad
—dijo Andrés
—; pero este
mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me
niega mi soldada y mi sudor y trabajo?
—No niego, hermano Andrés
—respondió el
labrador
—; y hacedme placer de veniros
conmigo, que yo juro por todas las órdenes
que de caballerías hay en el mundo de
pagaros, como tengo dicho, un real sobre
otro, y aun sahumados.
—Del sahumerio os hago gracia
—dijo don
Quijote
—; dádselos en reales, que con eso
me contento; y mirad que lo cumpláis como
lo habéis jurado; si no, por el mismo
juramento os juro de volver a buscaros y a
castigaros, y que os tengo de hallar, aunque
os escondáis más que una lagartija. Y si
queréis saber quién os manda esto, para
quedar con más veras obligado a cumplirlo,
sabed que yo soy el valeroso don Quijote de
la Mancha, el desfacedor de agravios y
sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta
de las mientes lo prometido y jurado, so pena
de la pena pronunciada.
Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y
en breve espacio se apartó dellos. Siguióle el
labrador con los ojos, y, cuando vio que había
traspuesto del bosque y que ya no parecía,
volvióse a su criado Andrés y díjole:
—Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar
lo que os debo, como aquel deshacedor de
agravios me dejó mandado.
—Eso juro yo
—dijo Andrés
—; y ¡cómo que
andará vuestra merced acertado en cumplir
el mandamiento de aquel buen caballero, que
mil años viva; que, según es de valeroso y de
buen juez, vive Roque, que si no me paga,
que vuelva y ejecute lo que dijo!
—También lo juro yo
—dijo el labrador
—;
pero, por lo mucho que os quiero, quiero
acrecentar la deuda por acrecentar la paga.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la
encina, donde le dio tantos azotes, que le
dejó por muerto.
—Llamad, señor Andrés, ahora
—decía el
labrador
— al desfacedor de agravios, veréis
cómo no desface aquéste; aunque creo que
no está acabado de hacer, porque me viene
gana de desollaros vivo, como vos temíades.
Pero, al fin, le desató y le dio licencia que
fuese a buscar su juez, para que ejecutase la
pronunciada sentencia. Andrés se partió algo
mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso
don Quijote de la Mancha y contalle punto por
punto lo que había pasado, y que se lo había
de pagar con las setenas. Pero, con todo
esto, él se partió llorando y su amo se quedó
riendo.
Y desta manera deshizo el agravio el
valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de
lo sucedido, pareciéndole que había dado
felicísimo y alto principio a sus caballerías,
con gran satisfación de sí mismo iba
caminando hacia su aldea, diciendo a media
voz:
—Bien te puedes llamar dichosa sobre
cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las
bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te
cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda
tu voluntad e talante a un tan valiente y tan
nombrado caballero como lo es y será don
Quijote de la Mancha, el cual, como todo el
mundo sabe, ayer rescibió la orden de
caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto
y agravio que formó la sinrazón y cometió la
crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a
aquel despiadado enemigo que tan sin
ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se
dividía, y luego se le vino a la imaginación las
encrucejadas donde los caballeros andantes
se ponían a pensar cuál camino de aquéllos
tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato
quedo; y, al cabo de haberlo muy bien
pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando
a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió
su primer intento, que fue el irse camino de
su caballeriza.
Y, habiendo andado como dos millas,
descubrió don Quijote un grande tropel de
gente, que, como después se supo, eran unos
mercaderes toledanos que iban a comprar
seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus
quitasoles, con otros cuatro criados a caballo
y tres mozos de mulas a pie. Apenas los
divisó don Quijote, cuando se imaginó ser
cosa de nueva aventura; y, por imitar en
todo cuanto a él le parecía posible los pasos
que había leído en sus libros, le pareció venir
allí de molde uno que pensaba hacer. Y así,
con gentil continente y denuedo, se afirmó
bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la
adarga al pecho, y, puesto en la mitad del
camino, estuvo esperando que aquellos
caballeros andantes llegasen, que ya él por
tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron
a trecho que se pudieron ver y oír, levantó
don Quijote la voz, y con ademán arrogante
dijo:
—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo
no confiesa que no hay en el mundo todo
doncella más hermosa que la emperatriz de
la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas
razones, y a ver la estraña figura del que las
decía; y, por la figura y por las razones,
luego echaron de ver la locura de su dueño;
mas quisieron ver despacio en qué paraba
aquella confesión que se les pedía, y uno
dellos, que era un poco burlón y muy mucho
discreto, le dijo:
—Señor caballero, nosotros no conocemos
quién sea esa buena señora que decís;
mostrádnosla: que si ella fuere de tanta
hermosura como significáis, de buena gana y
sin apremio alguno confesaremos la verdad
que por parte vuestra nos es pedida.
—Si os la mostrara
—replicó don Quijote
—,
¿qué hiciérades vosotros en confesar una
verdad tan notoria? La importancia está en
que sin verla lo habéis de creer, confesar,
afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia.
Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la
orden de caballería, ora todos juntos, como
es costumbre y mala usanza de los de
vuestra ralea, aquí os aguardo y espero,
confiado en la razón que de mi parte tengo.
—Señor caballero
—replicó el mercader
—,
suplico a vuestra merced, en nombre de
todos estos príncipes que aquí estamos, que,
porque no encarguemos nuestras conciencias
confesando una cosa por nosotros jamás
vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de
las emperatrices y reinas del Alcarria y
Estremadura, que vuestra merced sea servido
de mostrarnos algún retrato de esa señora,
aunque sea tamaño como un grano de trigo;
que por el hilo se sacará el ovillo, y
quedaremos con esto satisfechos y seguros, y
vuestra merced quedará contento y pagado;
y aun creo que estamos ya tan de su parte
que, aunque su retrato nos muestre que es
tuerta de un ojo y que del otro le mana
bermellón y piedra azufre, con todo eso, por
complacer a vuestra merced, diremos en su
favor todo lo que quisiere.
—No le mana, canalla infame
—respondió
don Quijote, encendido en cólera
—; no le
mana, digo, eso que decís, sino ámbar y
algalia entre algodones; y no es tuerta ni
corcovada, sino más derecha que un huso de
Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la
grande blasfemia que habéis dicho contra
tamaña beldad como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza
baja contra el que lo había dicho, con tanta
furia y enojo que, si la buena suerte no
hiciera que en la mitad del camino tropezara
y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su
amo una buena pieza por el campo; y,
queriéndose levantar, jamás pudo: tal
embarazo le causaban la lanza, adarga,
espuelas y celada, con el peso de las antiguas
armas. Y, entretanto que pugnaba por
levantarse y no podía, estaba diciendo:
—¡Non fuyáis, gente cobarde; gente
cautiva, atended!; que no por culpa mía, sino
de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían,
que no debía de ser muy bien intencionado,
oyendo decir al pobre caído tantas
arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la
respuesta en las costillas. Y, llegándose a él,
tomó la lanza, y, después de haberla hecho
pedazos, con uno dellos comenzó a dar a
nuestro don Quijote tantos palos que, a
despecho y pesar de sus armas, le molió
como cibera. Dábanle voces sus amos que no
le diese tanto y que le dejase, pero estaba ya
el mozo picado y no quiso dejar el juego
hasta envidar todo el resto de su cólera; y,
acudiendo por los demás trozos de la lanza,
los acabó de deshacer sobre el miserable
caído, que, con toda aquella tempestad de
palos que sobre él vía, no cerraba la boca,
amenazando al cielo y a la tierra, y a los
malandrines, que tal le parecían.
Cansóse el mozo, y los mercaderes
siguieron su camino, llevando qué contar en
todo él del pobre apaleado. El cual, después
que se vio solo, tornó a probar si podía
levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando
sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi
deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquélla era propia desgracia
de caballeros andantes, y toda la atribuía a la
falta de su caballo, y no era posible
levantarse, según tenía brumado todo el
cuerpo.
Capítulo V. Donde se
prosigue la narración de la
desgracia de nuestro
caballero
Viendo, pues, que, en efeto, no podía
menearse, acordó de acogerse a su ordinario
remedio, que era pensar en algún paso de
sus libros; y trújole su locura a la memoria
aquel de Valdovinos y del marqués de
Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la
montiña, historia sabida de los niños, no
ignorada de los mozos, celebrada y aun
creída de los viejos; y, con todo esto, no más
verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta,
pues, le pareció a él que le venía de molde
para el paso en que se hallaba; y así, con
muestras de grande sentimiento, se comenzó
a volcar por la tierra y a decir con debilitado
aliento lo mesmo que dicen decía el herido
caballero del bosque:
—¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y, desta manera, fue prosiguiendo el
romance hasta aquellos versos que dicen:
—¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este
verso, acertó a pasar por allí un labrador de
su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de
llevar una carga de trigo al molino; el cual,
viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él
y le preguntó que quién era y qué mal sentía
que tan tristemente se quejaba. Don Quijote
creyó, sin duda, que aquél era el marqués de
Mantua, su tío; y así, no le respondió otra
cosa si no fue proseguir en su romance,
donde le daba cuenta de su desgracia y de
los amores del hijo del Emperante con su
esposa, todo de la mesma manera que el
romance lo canta.
El labrador estaba admirado oyendo
aquellos disparates; y, quitándole la visera,
que ya estaba hecha pedazos de los palos, le
limpió el rostro, que le tenía cubierto de
polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le
conoció y le dijo:
—Señor Quijana
—que así se debía de
llamar cuando él tenía juicio y no había
pasado de hidalgo sosegado a caballero
andante
—, ¿quién ha puesto a vuestra
merced desta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le
preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo
mejor que pudo le quitó el peto y espaldar,
para ver si tenía alguna herida; pero no vio
sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del
suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su
jumento, por parecer caballería más
sosegada. Recogió las armas, hasta las
astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante,
al cual tomó de la rienda, y del cabestro al
asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien
pensativo de oír los disparates que don
Quijote decía; y no menos iba don Quijote,
que, de puro molido y quebrantado, no se
podía tener sobre el borrico, y de cuando en
cuando daba unos suspiros que los ponía en
el cielo; de modo que de nuevo obligó a que
el labrador le preguntase le dijese qué mal
sentía; y no parece sino que el diablo le traía
a la memoria los cuentos acomodados a sus
sucesos, porque, en aquel punto, olvidándose
de Valdovinos, se acordó del moro
Abindarráez, cuando el alcaide de Antequera,
Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo
a su alcaidía. De suerte que, cuando el
labrador le volvió a preguntar que cómo
estaba y qué sentía, le respondió las mesmas
palabras y razones que el cautivo Abencerraje
respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo
modo que él había leído la historia en La
Diana, de Jorge de Montemayor, donde se
escribe; aprovechándose della tan a
propósito, que el labrador se iba dando al
diablo de oír tanta máquina de necedades;
por donde conoció que su vecino estaba loco,
y dábale priesa a llegar al pueblo, por escusar
el enfado que don Quijote le causaba con su
larga arenga. Al cabo de lo cual, dijo:
—Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo
de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he
dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso,
por quien yo he hecho, hago y haré los más
famosos hechos de caballerías que se han
visto, vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
—Mire vuestra merced, señor, pecador de
mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni
el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su
vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni
Abindarráez, sino el honrado hidalgo del
señor Quijana.
—Yo sé quién soy
—respondió don Quijote
—
; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho,
sino todos los Doce Pares de Francia, y aun
todos los Nueve de la Fama, pues a todas las
hazañas que ellos todos juntos y cada uno
por sí hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes,
llegaron al lugar a la hora que anochecía,
pero el labrador aguardó a que fuese algo
más noche, porque no viesen al molido
hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la
hora que le pareció, entró en el pueblo, y en
la casa de don Quijote, la cual halló toda
alborotada; y estaban en ella el cura y el
barbero del lugar, que eran grandes amigos
de don Quijote, que estaba diciéndoles su
ama a voces:
—¿Qué le parece a vuestra merced, señor
licenciado Pero Pérez
—que así se llamaba el
cura
—, de la desgracia de mi señor? Tres días
ha que no parecen él, ni el rocín, ni la
adarga, ni la lanza ni las armas.
¡Desventurada de mí!, que me doy a
entender, y así es ello la verdad como nací
para morir, que estos malditos libros de
caballerías que él tiene y suele leer tan de
ordinario le han vuelto el juicio; que ahora
me acuerdo haberle oído decir muchas veces,
hablando entre sí, que quería hacerse
caballero andante e irse a buscar las
aventuras por esos mundos. Encomendados
sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que
así han echado a perder el más delicado
entendimiento que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mesmo, y aun decía
más:
—Sepa, señor maese Nicolás
—que éste era
el nombre del barbero
—, que muchas veces
le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en
estos desalmados libros de desventuras dos
días con sus noches, al cabo de los cuales,
arrojaba el libro de las manos, y ponía mano
a la espada y andaba a cuchilladas con las
paredes; y cuando estaba muy cansado,
decía que había muerto a cuatro gigantes
como cuatro torres, y el sudor que sudaba del
cansancio decía que era sangre de las feridas
que había recebido en la batalla; y bebíase
luego un gran jarro de agua fría, y quedaba
sano y sosegado, diciendo que aquella agua
era una preciosísima bebida que le había
traído el sabio Esquife, un grande encantador
y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de
todo, que no avisé a vuestras mercedes de
los disparates de mi señor tío, para que lo
remediaran antes de llegar a lo que ha
llegado, y quemaran todos estos
descomulgados libros, que tiene muchos, que
bien merecen ser abrasados, como si fuesen
de herejes.
—Esto digo yo también
—dijo el cura
—, y a
fee que no se pase el día de mañana sin que
dellos no se haga acto público y sean
condenados al fuego, porque no den ocasión
a quien los leyere de hacer lo que mi buen
amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don
Quijote, con que acabó de entender el
labrador la enfermedad de su vecino; y así,
comenzó a decir a voces:
—Abran vuestras mercedes al señor
Valdovinos y al señor marqués de Mantua,
que viene malferido, y al señor moro
Abindarráez, que trae cautivo el valeroso
Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos, y, como
conocieron los unos a su amigo, las otras a
su amo y tío, que aún no se había apeado del
jumento, porque no podía, corrieron a
abrazarle. Él dijo:
—Ténganse todos, que vengo malferido por
la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y
llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda,
que cure y cate de mis feridas.
—¡Mirá, en hora maza
—dijo a este punto el
ama
—, si me decía a mí bien mi corazón del
pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra
merced en buen hora, que, sin que venga esa
Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos,
digo, sean otra vez y otras ciento estos libros
de caballerías, que tal han parado a vuestra
merced!
Lleváronle luego a la cama, y, catándole las
feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que
todo era molimiento, por haber dado una
gran caída con Rocinante, su caballo,
combatiéndose con diez jayanes, los más
desaforados y atrevidos que se pudieran
fallar en gran parte de la tierra.
—¡Ta, ta!
—dijo el cura
—. ¿Jayanes hay en
la danza? Para mi santiguada, que yo los
queme mañana antes que llegue la noche.
Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a
ninguna quiso responder otra cosa sino que le
diesen de comer y le dejasen dormir, que era
lo que más le importaba. Hízose así, y el cura
se informó muy a la larga del labrador del
modo que había hallado a don Quijote. Él se
lo contó todo, con los disparates que al
hallarle y al traerle había dicho; que fue
poner más deseo en el licenciado de hacer lo
que otro día hizo, que fue llamar a su amigo
el barbero maese Nicolás, con el cual se vino
a casa de don Quijote,
Capítulo VI. Del donoso y
grande escrutinio que el
cura y el barbero hicieron en
la librería de nuestro
ingenioso hidalgo
el cual aún todavía dormía. Pidió las llaves,
a la sobrina, del aposento donde estaban los
libros, autores del daño, y ella se las dio de
muy buena gana. Entraron dentro todos, y la
ama con ellos, y hallaron más de cien
cuerpos de libros grandes, muy bien
encuadernados, y otros pequeños; y, así
como el ama los vio, volvióse a salir del
aposento con gran priesa, y tornó luego con
una escudilla de agua bendita y un hisopo, y
dijo:
—Tome vuestra merced, señor licenciado:
rocíe este aposento, no esté aquí algún
encantador de los muchos que tienen estos
libros, y nos encanten, en pena de las que les
queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del
ama, y mandó al barbero que le fuese dando
de aquellos libros uno a uno, para ver de qué
trataban, pues podía ser hallar algunos que
no mereciesen castigo de fuego.
—No
—dijo la sobrina
—, no hay para qué
perdonar a ninguno, porque todos han sido
los dañadores; mejor será arrojarlos por las
ventanas al patio, y hacer un rimero dellos y
pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y
allí se hará la hoguera, y no ofenderá el
humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que
las dos tenían de la muerte de aquellos
inocentes; mas el cura no vino en ello sin
primero leer siquiera los títulos. Y el primero
que maese Nicolás le dio en las manos fue
Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el
cura:
—Parece cosa de misterio ésta; porque,
según he oído decir, este libro fue el primero
de caballerías que se imprimió en España, y
todos los demás han tomado principio y
origen déste; y así, me parece que, como a
dogmatizador de una secta tan mala, le
debemos, sin escusa alguna, condenar al
fuego.
—No, señor
—dijo el barbero
—, que
también he oído decir que es el mejor de
todos los libros que de este género se han
compuesto; y así, como a único en su arte,
se debe perdonar.
—Así es verdad
—dijo el cura
—, y por esa
razón se le otorga la vida por ahora. Veamos
esotro que está junto a él.
—Es
—dijo el barbero
— las Sergas de
Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
—Pues, en verdad
—dijo el cura
— que no le
ha de valer al hijo la bondad del padre.
Tomad, señora ama: abrid esa ventana y
echadle al corral, y dé principio al montón de
la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el
bueno de Esplandián fue volando al corral,
esperando con toda paciencia el fuego que le
amenazaba.
—Adelante
—dijo el cura.
—Este que viene
—dijo el barbero
— es
Amadís de Grecia; y aun todos los deste lado,
a lo que creo, son del mesmo linaje de
Amadís.
—Pues vayan todos al corral
—dijo el cura
—
; que, a trueco de quemar a la reina
Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus
églogas, y a las endiabladas y revueltas
razones de su autor, quemaré con ellos al
padre que me engendró, si anduviera en
figura de caballero andante.
—De ese parecer soy yo
—dijo el barbero.
—Y aun yo
—añadió la sobrina.
—Pues así es
—dijo el ama
—, vengan, y al
corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró
la escalera y dio con ellos por la ventana
abajo.
—¿Quién es ese tonel?
—dijo el cura.
—Éste es
—respondió el barbero
— Don
Olivante de Laura.
—El autor de ese libro
—dijo el cura
— fue el
mesmo que compuso a Jardín de flores; y en
verdad que no sepa determinar cuál de los
dos libros es más verdadero, o, por decir
mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que
éste irá al corral por disparatado y arrogante.
—Éste que se sigue es Florimorte de
Hircania
—dijo el barbero.
—¿Ahí está el señor Florimorte?
—replicó el
cura
—. Pues a fe que ha de parar presto en el
corral, a pesar de su estraño nacimiento y
sonadas aventuras; que no da lugar a otra
cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al
corral con él y con esotro, señora ama.
—Que me place, señor mío
—respondía ella;
y con mucha alegría ejecutaba lo que le era
mandado.
—Éste es El Caballero Platir
—dijo el
barbero.
—Antiguo libro es éste
—dijo el cura
—, y no
hallo en él cosa que merezca venia.
Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron
que tenía por título El Caballero de la Cruz.
—Por nombre tan santo como este libro
tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas
también se suele decir: "tras la cruz está el
diablo"; vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
—Éste es Espejo de caballerías.
—Ya conozco a su merced
—dijo el cura
—.
Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con
sus amigos y compañeros, más ladrones que
Caco, y los doce Pares, con el verdadero
historiador Turpín; y en verdad que estoy por
condenarlos no más que a destierro perpetuo,
siquiera porque tienen parte de la invención
del famoso Mateo Boyardo, de donde también
tejió su tela el cristiano poeta Ludovico
Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla
en otra lengua que la suya, no le guardaré
respeto alguno; pero si habla en su idioma, le
pondré sobre mi cabeza.
—Pues yo le tengo en italiano
—dijo el
barbero
—, mas no le entiendo.
—Ni aun fuera bien que vos le
entendiérades
—respondió el cura
—, y aquí le
perdonáramos al señor capitán que no le
hubiera traído a España y hecho castellano;
que le quitó mucho de su natural valor, y lo
mesmo harán todos aquellos que los libros de
verso quisieren volver en otra lengua: que,
por mucho cuidado que pongan y habilidad
que muestren, jamás llegarán al punto que
ellos tienen en su primer nacimiento. Digo,
en efeto, que este libro, y todos los que se
hallaren que tratan destas cosas de Francia,
se echen y depositen en un pozo seco, hasta
que con más acuerdo se vea lo que se ha de
hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del
Carpio que anda por ahí y a otro llamado
Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis
manos, han de estar en las del ama, y dellas
en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por
bien y por cosa muy acertada, por entender
que era el cura tan buen cristiano y tan
amigo de la verdad, que no diría otra cosa
por todas las del mundo. Y, abriendo otro
libro, vio que era Palmerín de Oliva, y junto a
él estaba otro que se llamaba Palmerín de
Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado,
dijo:
—Esa oliva se haga luego rajas y se queme,
que aun no queden della las cenizas; y esa
palma de Ingalaterra se guarde y se conserve
como a cosa única, y se haga para ello otra
caja como la que halló Alejandro en los
despojos de Dario, que la diputó para guardar
en ella las obras del poeta Homero. Este
libro, señor compadre, tiene autoridad por
dos cosas: la una, porque él por sí es muy
bueno, y la otra, porque es fama que le
compuso un discreto rey de Portugal. Todas
las aventuras del castillo de Miraguarda son
bonísimas y de grande artificio; las razones,
cortesanas y claras, que guardan y miran el
decoro del que habla con mucha propriedad y
entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro
buen parecer, señor maese Nicolás, que éste
y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y
todos los demás, sin hacer más cala y cata,
perezcan.
—No, señor compadre
—replicó el barbero
—
; que éste que aquí tengo es el afamado Don
Belianís.
—Pues ése
—replicó el cura
—, con la
segunda, tercera y cuarta parte, tienen
necesidad de un poco de ruibarbo para
purgar la demasiada cólera suya, y es
menester quitarles todo aquello del castillo de
la Fama y otras impertinencias de más
importancia, para lo cual se les da término
ultramarino, y como se enmendaren, así se
usará con ellos de misericordia o de justicia;
y en tanto, tenedlos vos, compadre, en
vuestra casa, mas no los dejéis leer a
ninguno.
—Que me place
—respondió el barbero.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de
caballerías, mandó al ama que tomase todos
los grandes y diese con ellos en el corral. No
se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía
más gana de quemallos que de echar una
tela, por grande y delgada que fuera; y,
asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por
la ventana. Por tomar muchos juntos, se le
cayó uno a los pies del barbero, que le tomó
gana de ver de quién era, y vio que decía:
Historia del famoso caballero Tirante el
Blanco.
—¡Válame Dios!
—dijo el cura, dando una
gran voz
—. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco!
Dádmele acá, compadre; que hago cuenta
que he hallado en él un tesoro de contento y
una mina de pasatiempos. Aquí está don
Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero,
y su hermano Tomás de Montalbán, y el
caballero Fonseca, con la batalla que el
valiente de Tirante hizo con el alano, y las
agudezas de la doncella Placerdemivida, con
los amores y embustes de la viuda Reposada,
y la señora Emperatriz, enamorada de
Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor
compadre, que, por su estilo, es éste el mejor
libro del mundo: aquí comen los caballeros, y
duermen, y mueren en sus camas, y hacen
testamento antes de su muerte, con estas
cosas de que todos los demás libros deste
género carecen. Con todo eso, os digo que
merecía el que le compuso, pues no hizo
tantas necedades de industria, que le echaran
a galeras por todos los días de su vida.
Llevadle a casa y leedle, y veréis que es
verdad cuanto dél os he dicho.
—Así será
—respondió el barbero
—; pero,
¿qué haremos destos pequeños libros que
quedan?
—Éstos
—dijo el cura
— no deben de ser de
caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana, de
Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que
todos los demás eran del mesmo género:
—Éstos no merecen ser quemados, como
los demás, porque no hacen ni harán el daño
que los de caballerías han hecho; que son
libros de entendimiento, sin perjuicio de
tercero.
—¡Ay señor!
—dijo la sobrina
—, bien los
puede vuestra merced mandar quemar, como
a los demás, porque no sería mucho que,
habiendo sanado mi señor tío de la
enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le
antojase de hacerse pastor y andarse por los
bosques y prados cantando y tañendo; y, lo
que sería peor, hacerse poeta; que, según
dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
—Verdad dice esta doncella
—dijo el cura
—,
y será bien quitarle a nuestro amigo este
tropiezo y ocasión delante. Y, pues
comenzamos por La Diana de Montemayor,
soy de parecer que no se queme, sino que se
le quite todo aquello que trata de la sabia
Felicia y de la agua encantada, y casi todos
los versos mayores, y quédesele en hora
buena la prosa, y la honra de ser primero en
semejantes libros.
—Éste que se sigue
—dijo el barbero
— es
La Diana llamada segunda del Salmantino; y
éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo
autor es Gil Polo.
—Pues la del Salmantino
—respondió el
cura
—, acompañe y acreciente el número de
los condenados al corral, y la de Gil Polo se
guarde como si fuera del mesmo Apolo; y
pase adelante, señor compadre, y démonos
prisa, que se va haciendo tarde.
—Este libro es
—dijo el barbero, abriendo
otro
— Los diez libros de Fortuna de Amor,
compuestos por Antonio de Lofraso, poeta
sardo.
—Por las órdenes que recebí
—dijo el cura
—
, que, desde que Apolo fue Apolo, y las
musas musas, y los poetas poetas, tan
gracioso ni tan disparatado libro como ése no
se ha compuesto, y que, por su camino, es el
mejor y el más único de cuantos deste
género han salido a la luz del mundo; y el
que no le ha leído puede hacer cuenta que no
ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá,
compadre, que precio más haberle hallado
que si me dieran una sotana de raja de
Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el
barbero prosiguió diciendo:
—Estos que se siguen son El Pastor de
Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de
celos.
—Pues no hay más que hacer
—dijo el
cura
—, sino entregarlos al brazo seglar del
ama; y no se me pregunte el porqué, que
sería nunca acabar.
—Este que viene es El Pastor de Fílida.
—No es ése pastor
—dijo el cura
—, sino
muy discreto cortesano; guárdese como joya
preciosa.
—Este grande que aquí viene se intitula
—
dijo el barbero
— Tesoro de varias poesías.
—Como ellas no fueran tantas
—dijo el
cura
—, fueran más estimadas; menester es
que este libro se escarde y limpie de algunas
bajezas que entre sus grandezas tiene.
Guárdese, porque su autor es amigo mío, y
por respeto de otras más heroicas y
levantadas obras que ha escrito.
—Éste es
—siguió el barbero
— El
Cancionero de López Maldonado.
—También el autor de ese libro
—replicó el
cura
— es grande amigo mío, y sus versos en
su boca admiran a quien los oye; y tal es la
suavidad de la voz con que los canta, que
encanta. Algo largo es en las églogas, pero
nunca lo bueno fue mucho: guárdese con los
escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que está
junto a él?
—La Galatea, de Miguel de Cervantes
—dijo
el barbero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío
ese Cervantes, y sé que es más versado en
desdichas que en versos. Su libro tiene algo
de buena invención; propone algo, y no
concluye nada: es menester esperar la
segunda parte que promete; quizá con la
emienda alcanzará del todo la misericordia
que ahora se le niega; y, entre tanto que esto
se ve, tenedle recluso en vuestra posada,
señor compadre.
—Que me place
—respondió el barbero
—. Y
aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana,
de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de
Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El
Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta
valenciano.
—Todos esos tres libros
—dijo el cura
— son
los mejores que, en verso heroico, en lengua
castellana están escritos, y pueden competir
con los más famosos de Italia: guárdense
como las más ricas prendas de poesía que
tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros; y así, a
carga cerrada, quiso que todos los demás se
quemasen; pero ya tenía abierto uno el
barbero, que se llamaba Las lágrimas de
Angélica.
—Lloráralas yo
—dijo el cura en oyendo el
nombre
— si tal libro hubiera mandado
quemar; porque su autor fue uno de los
famosos poetas del mundo, no sólo de
España, y fue felicísimo en la tradución de
algunas fábulas de Ovidio.
Capítulo VII. De la
segunda salida de nuestro
buen caballero don Quijote
de la Mancha
Estando en esto, comenzó a dar voces don
Quijote, diciendo:
—Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es
menester mostrar la fuerza de vuestros
valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo
mejor del torneo.
Por acudir a este ruido y estruendo, no se
pasó adelante con el escrutinio de los demás
libros que quedaban; y así, se cree que
fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La
Carolea y León de España, con Los Hechos
del Emperador, compuestos por don Luis de
Ávila, que, sin duda, debían de estar entre los
que quedaban; y quizá, si el cura los viera,
no pasaran por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba
levantado de la cama, y proseguía en sus
voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y
reveses a todas partes, estando tan despierto
como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse
con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y,
después que hubo sosegado un poco,
volviéndose a hablar con el cura, le dijo:
—Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es
gran mengua de los que nos llamamos doce
Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la
vitoria deste torneo a los caballeros
cortesanos, habiendo nosotros los
aventureros ganado el prez en los tres días
antecedentes.
—Calle vuestra merced, señor compadre
—
dijo el cura
—, que Dios será servido que la
suerte se mude, y que lo que hoy se pierde
se gane mañana; y atienda vuestra merced a
su salud por agora, que me parece que debe
de estar demasiadamente cansado, si ya no
es que está malferido.
—Ferido no
—dijo don Quijote
—, pero
molido y quebrantado, no hay duda en ello;
porque aquel bastardo de don Roldán me ha
molido a palos con el tronco de una encina, y
todo de envidia, porque ve que yo solo soy el
opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría
yo Reinaldos de Montalbán si, en
levantándome deste lecho, no me lo pagare,
a pesar de todos sus encantamentos; y, por
agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo
que más me hará al caso, y quédese lo del
vengarme a mi cargo.
Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y
quedóse otra vez dormido, y ellos, admirados
de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama
cuantos libros había en el corral y en toda la
casa, y tales debieron de arder que merecían
guardarse en perpetuos archivos; mas no lo
permitió su suerte y la pereza del
escrutiñador; y así, se cumplió el refrán en
ellos de que pagan a las veces justos por
pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el
barbero dieron, por entonces, para el mal de
su amigo, fue que le murasen y tapiasen el
aposento de los libros, porque cuando se
levantase no los hallase
—quizá quitando la
causa, cesaría el efeto
—, y que dijesen que
un encantador se los había llevado, y el
aposento y todo; y así fue hecho con mucha
presteza. De allí a dos días se levantó don
Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus
libros; y, como no hallaba el aposento donde
le había dejado, andaba de una en otra parte
buscándole. Llegaba adonde solía tener la
puerta, y tentábala con las manos, y volvía y
revolvía los ojos por todo, sin decir palabra;
pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a
su ama quehacia qué parte estaba el
aposento de sus libros. El ama, que ya estaba
bien advertida de lo que había de responder,
le dijo:
—¿Qué aposento, o qué nada, busca
vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros
en esta casa, porque todo se lo llevó el
mesmo diablo.
—No era diablo
—replicó la sobrina
—, sino
un encantador que vino sobre una nube una
noche, después del día que vuestra merced
de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe
en que venía caballero, entró en el aposento,
y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de
poca pieza salió volando por el tejado, y dejó
la casa llena de humo; y, cuando acordamos
a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni
aposento alguno; sólo se nos acuerda muy
bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse
aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por
enemistad secreta que tenía al dueño de
aquellos libros y aposento, dejaba hecho el
daño en aquella casa que después se vería.
Dijo también que se llamaba el sabio
Muñatón.
—Frestón diría
—dijo don Quijote.
—No sé
—respondió el ama
— si se llamaba
Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en tón su
nombre.
—Así es
—dijo don Quijote
—; que ése es un
sabio encantador, grande enemigo mío, que
me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y
letras que tengo de venir, andando los
tiempos, a pelear en singular batalla con un
caballero a quien él favorece, y le tengo de
vencer, sin que él lo pueda estorbar, y por
esto procura hacerme todos los sinsabores
que puede; y mándole yo que mal podrá él
contradecir ni evitar lo que por el cielo está
ordenado.
—¿Quién duda de eso?
—dijo la sobrina
—.
Pero, ¿quién le mete a vuestra merced, señor
tío, en esas pendencias? ¿No será mejor
estarse pacífico en su casa y no irse por el
mundo a buscar pan de trastrigo, sin
considerar que muchos van por lana y
vuelven tresquilados?
—¡Oh sobrina mía
—respondió don
Quijote
—, y cuán mal que estás en la cuenta!
Primero que a mí me tresquilen, tendré
peladas y quitadas las barbas a cuantos
imaginaren tocarme en la punta de un solo
cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque
vieron que se le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días
en casa muy sosegado, sin dar muestras de
querer segundar sus primeros devaneos, en
los cuales días pasó graciosísimos cuentos
con sus dos compadres el cura y el barbero,
sobre que él decía que la cosa de que más
necesidad tenía el mundo era de caballeros
andantes y de que en él se resucitase la
caballería andantesca. El cura algunas veces
le contradecía y otras concedía, porque si no
guardaba este artificio, no había poder
averiguarse con él.
En este tiempo, solicitó don Quijote a un
labrador vecino suyo, hombre de bien
—si es
que este título se puede dar al que es pobre
—
, pero de muy poca sal en la mollera. En
resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y
prometió, que el pobre villano se determinó
de salirse con él y servirle de escudero.
Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se
dispusiese a ir con él de buena gana, porque
tal vez le podía suceder aventura que ganase,
en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y
le dejase a él por gobernador della. Con estas
promesas y otras tales, Sancho Panza, que
así se llamaba el labrador, dejó su mujer y
hijos y asentó por escudero de su vecino.
Dio luego don Quijote orden en buscar
dineros; y, vendiendo una cosa y empeñando
otra, y malbaratándolas todas, llegó una
razonable cantidad. Acomodóse asimesmo de
una rodela, que pidió prestada a un su amigo,
y, pertrechando su rota celada lo mejor que
pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la
hora que pensaba ponerse en camino, para
que él se acomodase de lo que viese que más
le era menester. Sobre todo le encargó que
llevase alforjas; e dijo que sí llevaría, y que
ansimesmo pensaba llevar un asno que tenía
muy bueno, porque él no estaba duecho a
andar mucho a pie. En lo del asno reparó un
poco don Quijote, imaginando si se le
acordaba si algún caballero andante había
traído escudero caballero asnalmente, pero
nunca le vino alguno a la memoria; mas, con
todo esto, determinó que le llevase, con
presupuesto de acomodarle de más honrada
caballería en habiendo ocasión para ello,
quitándole el caballo al primer descortés
caballero que topase. Proveyóse de camisas y
de las demás cosas que él pudo, conforme al
consejo que el ventero le había dado; todo lo
cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza
de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su
ama y sobrina, una noche se salieron del
lugar sin que persona los viese; en la cual
caminaron tanto, que al amanecer se
tuvieron por seguros de que no los hallarían
aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como
un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con
mucho deseo de verse ya gobernador de la
ínsula que su amo le había prometido. Acertó
don Quijote a tomar la misma derrota y
camino que el que él había tomado en su
primer viaje, que fue por el campo de
Montiel, por el cual caminaba con menos
pesadumbre que la vez pasada, porque, por
ser la hora de la mañana y herirles a soslayo
los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en
esto Sancho Panza a su amo:
—Mire vuestra merced, señor caballero
andante, que no se le olvide lo que de la
ínsula me tiene prometido; que yo la sabré
gobernar, por grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
—Has de saber, amigo Sancho Panza, que
fue costumbre muy usada de los caballeros
andantes antiguos hacer gobernadores a sus
escuderos de las ínsulas o reinos que
ganaban, y yo tengo determinado de que por
mí no falte tan agradecida usanza; antes,
pienso aventajarme en ella: porque ellos
algunas veces, y quizá las más, esperaban a
que sus escuderos fuesen viejos; y, ya
después de hartos de servir y de llevar malos
días y peores noches, les daban algún título
de conde, o, por lo mucho, de marqués, de
algún valle o provincia de poco más a menos;
pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser
que antes de seis días ganase yo tal reino
que tuviese otros a él adherentes, que
viniesen de molde para coronarte por rey de
uno dellos. Y no lo tengas a mucho, que
cosas y casos acontecen a los tales
caballeros, por modos tan nunca vistos ni
pensados, que con facilidad te podría dar aún
más de lo que te prometo.
—De esa manera
—respondió Sancho
Panza
—, si yo fuese rey por algún milagro de
los que vuestra merced dice, por lo menos,
Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina,
y mis hijos infantes.
—Pues, ¿quién lo duda?
—respondió don
Quijote.
—Yo lo dudo
—replicó Sancho Panza
—;
porque tengo para mí que, aunque lloviese
Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría
bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa,
señor, que no vale dos maravedís para reina;
condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
—Encomiéndalo tú a Dios, Sancho
—
respondió don Quijote
—, que Él dará lo que
más le convenga, pero no apoques tu ánimo
tanto, que te vengas a contentar con menos
que con ser adelantado.
—No lo haré, señor mío
—respondió
Sancho
—; y más teniendo tan principal amo
en vuestra merced, que me sabrá dar todo
aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
Capítulo VIII. Del buen
suceso que el valeroso don
Quijote tuvo en la
espantable y jamás
imaginada aventura de los
molinos de viento, con otros
sucesos dignos de felice
recordación
En esto, descubrieron treinta o cuarenta
molinos de viento que hay en aquel campo;
y, así como don Quijote los vio, dijo a su
escudero:
—La ventura va guiando nuestras cosas
mejor de lo que acertáramos a desear,
porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde
se descubren treinta, o pocos más,
desaforados gigantes, con quien pienso hacer
batalla y quitarles a todos las vidas, con
cuyos despojos comenzaremos a enriquecer;
que ésta es buena guerra, y es gran servicio
de Dios quitar tan mala simiente de sobre la
faz de la tierra.
—¿Qué gigantes?
—dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves
—respondió su
amo
— de los brazos largos, que los suelen
tener algunos de casi dos leguas.
—Mire vuestra merced
—respondió
Sancho
— que aquellos que allí se parecen no
son gigantes, sino molinos de viento, y lo que
en ellos parecen brazos son las aspas, que,
volteadas del viento, hacen andar la piedra
del molino.
—Bien parece
—respondió don Quijote
—
que no estás cursado en esto de las
aventuras: ellos son gigantes; y si tienes
miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en
el espacio que yo voy a entrar con ellos en
fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su
caballo Rocinante, sin atender a las voces que
su escudero Sancho le daba, advirtiéndole
que, sin duda alguna, eran molinos de viento,
y no gigantes, aquellos que iba a acometer.
Pero él iba tan puesto en que eran gigantes,
que ni oía las voces de su escudero Sancho ni
echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca,
lo que eran; antes, iba diciendo en voces
altas:
—Non fuyades, cobardes y viles criaturas,
que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento y las
grandes aspas comenzaron a moverse, lo
cual visto por don Quijote, dijo:
—Pues, aunque mováis más brazos que los
del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto, y encomendándose de
todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole
que en tal trance le socorriese, bien cubierto
de su rodela, con la lanza en el ristre,
arremetió a todo el galope de Rocinante y
embistió con el primero molino que estaba
delante; y, dándole una lanzada en el aspa,
la volvió el viento con tanta furia que hizo la
lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y
al caballero, que fue rodando muy maltrecho
por el campo. Acudió Sancho Panza a
socorrerle, a todo el correr de su asno, y
cuando llegó halló que no se podía menear:
tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
—¡Válame Dios!
—dijo Sancho
—. ¿No le dije
yo a vuestra merced que mirase bien lo que
hacía, que no eran sino molinos de viento, y
no lo podía ignorar sino quien llevase otros
tales en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho
—respondió don
Quijote
—, que las cosas de la guerra, más
que otras, están sujetas a continua mudanza;
cuanto más, que yo pienso, y es así verdad,
que aquel sabio Frestón que me robó el
aposento y los libros ha vuelto estos gigantes
en molinos por quitarme la gloria de su
vencimiento: tal es la enemistad que me
tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder
poco sus malas artes contra la bondad de mi
espada.
—Dios lo haga como puede
—respondió
Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir
sobre Rocinante, que medio despaldado
estaba. Y, hablando en la pasada aventura,
siguieron el camino del Puerto Lápice, porque
allí decía don Quijote que no era posible dejar
de hallarse muchas y diversas aventuras, por
ser lugar muy pasajero; sino que iba muy
pesaroso por haberle faltado la lanza; y,
diciéndoselo a su escudero, le dijo:
—Yo me acuerdo haber leído que un
caballero español, llamado Diego Pérez de
Vargas, habiéndosele en una batalla roto la
espada, desgajó de una encina un pesado
ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel
día, y machacó tantos moros, que le quedó
por sobrenombre Machuca, y así él como sus
decendientes se llamaron, desde aquel día en
adelante, Vargas y Machuca. Hete dicho esto,
porque de la primera encina o roble que se
me depare pienso desgajar otro tronco tal y
tan bueno como aquél, que me imagino y
pienso hacer con él tales hazañas, que tú te
tengas por bien afortunado de haber
merecido venir a vellas y a ser testigo de
cosas que apenas podrán ser creídas.
—A la mano de Dios
—dijo Sancho
—; yo lo
creo todo así como vuestra merced lo dice;
pero enderécese un poco, que parece que va
de medio lado, y debe de ser del molimiento
de la caída.
—Así es la verdad
—respondió don
Quijote
—; y si no me quejo del dolor, es
porque no es dado a los caballeros andantes
quejarse de herida alguna, aunque se le
salgan las tripas por ella.
—Si eso es así, no tengo yo qué replicar
—
respondió Sancho
—, pero sabe Dios si yo me
holgara que vuestra merced se quejara
cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir
que me he de quejar del más pequeño dolor
que tenga, si ya no se entiende también con
los escuderos de los caballeros andantes eso
del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la
simplicidad de su escudero; y así, le declaró
que podía muy bien quejarse, como y cuando
quisiese, sin gana o con ella; que hasta
entonces no había leído cosa en contrario en
la orden de caballería. Díjole Sancho que
mirase que era hora de comer. Respondióle
su amo que por entonces no le hacía
menester; que comiese él cuando se le
antojase. Con esta licencia, se acomodó
Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento,
y, sacando de las alforjas lo que en ellas
había puesto, iba caminando y comiendo
detrás de su amo muy de su espacio, y de
cuando en cuando empinaba la bota, con
tanto gusto, que le pudiera envidiar el más
regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto
que él iba de aquella manera menudeando
tragos, no se le acordaba de ninguna
promesa que su amo le hubiese hecho, ni
tenía por ningún trabajo, sino por mucho
descanso, andar buscando las aventuras, por
peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron
entre unos árboles, y del uno dellos desgajó
don Quijote un ramo seco que casi le podía
servir de lanza, y puso en él el hierro que
quitó de la que se le había quebrado. Toda
aquella noche no durmió don Quijote,
pensando en su señora Dulcinea, por
acomodarse a lo que había leído en sus
libros, cuando los caballeros pasaban sin
dormir muchas noches en las florestas y
despoblados, entretenidos con las memorias
de sus señoras. No la pasó ansí Sancho
Panza, que, como tenía el estómago lleno, y
no de agua de chicoria, de un sueño se la
llevó toda; y no fueran parte para
despertarle, si su amo no lo llamara, los
rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el
canto de las aves, que, muchas y muy
regocijadamente, la venida del nuevo día
saludaban. Al levantarse dio un tiento a la
bota, y hallóla algo más flaca que la noche
antes; y afligiósele el corazón, por parecerle
que no llevaban camino de remediar tan
presto su falta. No quiso desayunarse don
Quijote, porque, como está dicho, dio en
sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron
a su comenzado camino del Puerto Lápice, y
a obra de las tres del día le descubrieron.
—Aquí
—dijo, en viéndole, don Quijote
—
podemos, hermano Sancho Panza, meter las
manos hasta los codos en esto que llaman
aventuras. Mas advierte que, aunque me
veas en los mayores peligros del mundo, no
has de poner mano a tu espada para
defenderme, si ya no vieres que los que me
ofenden es canalla y gente baja, que en tal
caso bien puedes ayudarme; pero si fueren
caballeros, en ninguna manera te es lícito ni
concedido por las leyes de caballería que me
ayudes, hasta que seas armado caballero.
—Por cierto, señor
—respondió Sancho
—,
que vuestra merced sea muy bien obedicido
en esto; y más, que yo de mío me soy
pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni
pendencias. Bien es verdad que, en lo que
tocare a defender mi persona, no tendré
mucha cuenta con esas leyes, pues las
divinas y humanas permiten que cada uno se
defienda de quien quisiere agraviarle.
—No digo yo menos
—respondió don
Quijote
—; pero, en esto de ayudarme contra
caballeros, has de tener a raya tus naturales
ímpetus.
—Digo que así lo haré
—respondió Sancho
—
, y que guardaré ese preceto tan bien como
el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el
camino dos frailes de la orden de San Benito,
caballeros sobre dos dromedarios: que no
eran más pequeñas dos mulas en que venían.
Traían sus antojos de camino y sus
quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con
cuatro o cinco de a caballo que le
acompañaban y dos mozos de mulas a pie.
Venía en el coche, como después se supo,
una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde
estaba su marido, que pasaba a las Indias
con un muy honroso cargo. No venían los
frailes con ella, aunque iban el mesmo
camino; mas, apenas los divisó don Quijote,
cuando dijo a su escudero:
—O yo me engaño, o ésta ha de ser la más
famosa aventura que se haya visto; porque
aquellos bultos negros que allí parecen deben
de ser, y son sin duda, algunos encantadores
que llevan hurtada alguna princesa en aquel
coche, y es menester deshacer este tuerto a
todo mi poderío.
—Peor será esto que los molinos de viento
—dijo Sancho
—. Mire, señor, que aquéllos
son frailes de San Benito, y el coche debe de
ser de alguna gente pasajera. Mire que digo
que mire bien lo que hace, no sea el diablo
que le engañe.
—Ya te he dicho, Sancho
—respondió don
Quijote
—, que sabes poco de achaque de
aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora
lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la
mitad del camino por donde los frailes
venían, y, en llegando tan cerca que a él le
pareció que le podrían oír lo que dijese, en
alta voz dijo:
—Gente endiablada y descomunal, dejad
luego al punto las altas princesas que en ese
coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a
recebir presta muerte, por justo castigo de
vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y
quedaron admirados, así de la figura de don
Quijote como de sus razones, a las cuales
respondieron:
—Señor caballero, nosotros no somos
endiablados ni descomunales, sino dos
religiosos de San Benito que vamos nuestro
camino, y no sabemos si en este coche
vienen, o no, ningunas forzadas princesas.
—Para conmigo no hay palabras blandas,
que ya yo os conozco, fementida canalla
—
dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a
Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra
el primero fraile, con tanta furia y denuedo
que, si el fraile no se dejara caer de la mula,
él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y
aun malferido, si no cayera muerto. El
segundo religioso, que vio del modo que
trataban a su compañero, puso piernas al
castillo de su buena mula, y comenzó a correr
por aquella campaña, más ligero que el
mesmo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile,
apeándose ligeramente de su asno, arremetió
a él y le comenzó a quitar los hábitos.
Llegaron en esto dos mozos de los frailes y
preguntáronle que por qué le desnudaba.
Respondióles Sancho que aquello le tocaba a
él ligítimamente, como despojos de la batalla
que su señor don Quijote había ganado. Los
mozos, que no sabían de burlas, ni entendían
aquello de despojos ni batallas, viendo que ya
don Quijote estaba desviado de allí, hablando
con las que en el coche venían, arremetieron
con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin
dejarle pelo en las barbas, le molieron a
coces y le dejaron tendido en el suelo sin
aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto,
tornó a subir el fraile, todo temeroso y
acobardado y sin color en el rostro; y, cuando
se vio a caballo, picó tras su compañero, que
un buen espacio de allí le estaba aguardando,
y esperando en qué paraba aquel sobresalto;
y, sin querer aguardar el fin de todo aquel
comenzado suceso, siguieron su camino,
haciéndose más cruces que si llevaran al
diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho,
hablando con la señora del coche, diciéndole:
—La vuestra fermosura, señora mía, puede
facer de su persona lo que más le viniere en
talante, porque ya la soberbia de vuestros
robadores yace por el suelo, derribada por
este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por
saber el nombre de vuestro libertador, sabed
que yo me llamo don Quijote de la Mancha,
caballero andante y aventurero, y cautivo de
la sin par y hermosa doña Dulcinea del
Toboso; y, en pago del beneficio que de mí
habéis recebido, no quiero otra cosa sino que
volváis al Toboso, y que de mi parte os
presentéis ante esta señora y le digáis lo que
por vuestra libertad he fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba
un escudero de los que el coche
acompañaban, que era vizcaíno; el cual,
viendo que no quería dejar pasar el coche
adelante, sino que decía que luego había de
dar la vuelta al Toboso, se fue para don
Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en
mala lengua castellana y peor vizcaína, desta
manera:
—Anda, caballero que mal andes; por el
Dios que crióme, que, si no dejas coche, así
te matas como estás ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien don Quijote, y con
mucho sosiego le respondió:
—Si fueras caballero, como no lo eres, ya
yo hubiera castigado tu sandez y
atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
—¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes
como cristiano. Si lanza arrojas y espada
sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato
llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar,
hidalgo por el diablo; y mientes que mira si
otra dices cosa.
—¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes!
—
respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su
espada y embrazó su rodela, y arremetió al
vizcaíno con determinación de quitarle la
vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque
quisiera apearse de la mula, que, por ser de
las malas de alquiler, no había que fiar en
ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su
espada; pero avínole bien que se halló junto
al coche, de donde pudo tomar una almohada
que le sirvió de escudo, y luego se fueron el
uno para el otro, como si fueran dos mortales
enemigos. La demás gente quisiera ponerlos
en paz, mas no pudo, porque decía el
vizcaíno en sus mal trabadas razones que si
no le dejaban acabar su batalla, que él mismo
había de matar a su ama y a toda la gente
que se lo estorbase. La señora del coche,
admirada y temerosa de lo que veía, hizo al
cochero que se desviase de allí algún poco, y
desde lejos se puso a mirar la rigurosa
contienda, en el discurso de la cual dio el
vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote
encima de un hombro, por encima de la
rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera
hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la
pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio
una gran voz, diciendo:
—¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de
la fermosura, socorred a este vuestro
caballero, que, por satisfacer a la vuestra
mucha bondad, en este riguroso trance se
halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el
cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al
vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando
determinación de aventurarlo todo a la de un
golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él,
bien entendió por su denuedo su coraje, y
determinó de hacer lo mesmo que don
Quijote; y así, le aguardó bien cubierto de su
almohada, sin poder rodear la mula a una ni
a otra parte; que ya, de puro cansada y no
hecha a semejantes niñerías, no podía dar un
paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote
contra el cauto vizcaíno, con la espada en
alto, con determinación de abrirle por medio,
y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo
levantada la espada y aforrado con su
almohada, y todos los circunstantes estaban
temerosos y colgados de lo que había de
suceder de aquellos tamaños golpes con que
se amenazaban; y la señora del coche y las
demás criadas suyas estaban haciendo mil
votos y ofrecimientos a todas las imágenes y
casas de devoción de España, porque Dios
librase a su escudero y a ellas de aquel tan
grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este
punto y término deja pendiente el autor desta
historia esta batalla, disculpándose que no
halló más escrito destas hazañas de don
Quijote de las que deja referidas. Bien es
verdad que el segundo autor desta obra no
quiso creer que tan curiosa historia estuviese
entregada a las leyes del olvido, ni que
hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios
de la Mancha que no tuviesen en sus archivos
o en sus escritorios algunos papeles que
deste famoso caballero tratasen; y así, con
esta imaginación, no se desesperó de hallar
el fin desta apacible historia, el cual, siéndole
el cielo favorable, le halló del modo que se
contará en la segunda parte.
Segunda parte del ingenioso hidalgo
don Quijote de la Mancha
Capítulo IX. Donde se
concluye y da fin a la
estupenda batalla que el
gallardo vizcaíno y el
valiente manchego tuvieron
Dejamos en la primera parte desta historia
al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote
con las espadas altas y desnudas, en guisa de
descargar dos furibundos fendientes, tales
que, si en lleno se acertaban, por lo menos se
dividirían y fenderían de arriba abajo y
abrirían como una granada; y que en aquel
punto tan dudoso paró y quedó destroncada
tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia
su autor dónde se podría hallar lo que della
faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque
el gusto de haber leído tan poco se volvía en
disgusto, de pensar el mal camino que se
ofrecía para hallar lo mucho que, a mi
parecer, faltaba de tan sabroso cuento.
Parecióme cosa imposible y fuera de toda
buena costumbre que a tan buen caballero le
hubiese faltado algún sabio que tomara a
cargo el escrebir sus nunca vistas hazañas,
cosa que no faltó a ninguno de los caballeros
andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos
sabios, como de molde, que no solamente
escribían sus hechos, sino que pintaban sus
más mínimos pensamientos y niñerías, por
más escondidas que fuesen; y no había de
ser tan desdichado tan buen caballero, que le
faltase a él lo que sobró a Platir y a otros
semejantes. Y así, no podía inclinarme a
creer que tan gallarda historia hubiese
quedado manca y estropeada; y echaba la
culpa a la malignidad del tiempo, devorador y
consumidor de todas las cosas, el cual, o la
tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre
sus libros se habían hallado tan modernos
como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores
de Henares, que también su historia debía de
ser moderna; y que, ya que no estuviese
escrita, estaría en la memoria de la gente de
su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta
imaginación me traía confuso y deseoso de
saber, real y verdaderamente, toda la vida y
milagros de nuestro famoso español don
Quijote de la Mancha, luz y espejo de la
caballería manchega, y el primero que en
nuestra edad y en estos tan calamitosos
tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las
andantes armas, y al desfacer agravios,
socorrer viudas, amparar doncellas, de
aquellas que andaban con sus azotes y
palafrenes, y con toda su virginidad a
cuestas, de monte en monte y de valle en
valle; que, si no era que algún follón, o algún
villano de hacha y capellina, o algún
descomunal gigante las forzaba, doncella
hubo en los pasados tiempos que, al cabo de
ochenta años, que en todos ellos no durmió
un día debajo de tejado, y se fue tan entera a
la sepultura como la madre que la había
parido. Digo, pues, que, por estos y otros
muchos respetos, es digno nuestro gallardo
Quijote de continuas y memorables
alabanzas; y aun a mí no se me deben negar,
por el trabajo y diligencia que puse en buscar
el fin desta agradable historia; aunque bien
sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me
ayudan, el mundo quedará falto y sin el
pasatiempo y gusto que bien casi dos horas
podrá tener el que con atención la leyere.
Pasó, pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo,
llegó un muchacho a vender unos cartapacios
y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy
aficionado a leer, aunque sean los papeles
rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación, tomé un cartapacio de los que el
muchacho vendía, y vile con caracteres que
conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque
los conocía, no los sabía leer, anduve
mirando si parecía por allí algún morisco
aljamiado que los leyese; y no fue muy
dificultoso hallar intérprete semejante, pues,
aunque le buscara de otra mejor y más
antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte
me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y
poniéndole el libro en las manos, le abrió por
medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó
a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y
respondióme que de una cosa que tenía aquel
libro escrita en el margen por anotación.
Díjele que me la dijese; y él, sin dejar la risa,
dijo:
—Está, como he dicho, aquí en el margen
escrito esto: "Esta Dulcinea del Toboso,
tantas veces en esta historia referida, dicen
que tuvo la mejor mano para salar puercos
que otra mujer de toda la Mancha".
Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso",
quedé atónito y suspenso, porque luego se
me representó que aquellos cartapacios
contenían la historia de don Quijote. Con esta
imaginación, le di priesa que leyese el
principio, y, haciéndolo ansí, volviendo de
improviso el arábigo en castellano, dijo que
decía: Historia de don Quijote de la Mancha,
escrita por Cide Hamete Benengeli,
historiador arábigo. Mucha discreción fue
menester para disimular el contento que
recebí cuando llegó a mis oídos el título del
libro; y, salteándosele al sedero, compré al
muchacho todos los papeles y cartapacios por
medio real; que, si él tuviera discreción y
supiera lo que yo los deseaba, bien se
pudiera prometer y llevar más de seis reales
de la compra. Apartéme luego con el morisco
por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle
me volviese aquellos cartapacios, todos los
que trataban de don Quijote, en lengua
castellana, sin quitarles ni añadirles nada,
ofreciéndole la paga que él quisiese.
Contentóse con dos arrobas de pasas y dos
fanegas de trigo, y prometió de traducirlos
bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero
yo, por facilitar más el negocio y por no dejar
de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi
casa, donde en poco más de mes y medio la
tradujo toda, del mesmo modo que aquí se
refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada
muy al natural, la batalla de don Quijote con
el vizcaíno, puestos en la mesma postura que
la historia cuenta, levantadas las espadas, el
uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo,
que estaba mostrando ser de alquiler a tiro
de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno
un título que decía: Don Sancho de Azpetia,
que, sin duda, debía de ser su nombre, y a
los pies de Rocinante estaba otro que decía:
Don Quijote. Estaba Rocinante
maravillosamente pintado, tan largo y
tendido, tan atenuado y flaco, con tanto
espinazo, tan hético confirmado, que
mostraba bien al descubierto con cuánta
advertencia y propriedad se le había puesto
el nombre de Rocinante. Junto a él estaba
Sancho Panza, que tenía del cabestro a su
asno, a los pies del cual estaba otro rétulo
que decía: Sancho Zancas, y debía de ser que
tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga
grande, el talle corto y las zancas largas; y
por esto se le debió de poner nombre de
Panza y de Zancas, que con estos dos
sobrenombres le llama algunas veces la
historia. Otras algunas menudencias había
que advertir, pero todas son de poca
importancia y que no hacen al caso a la
verdadera relación de la historia; que
ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción
cerca de su verdad, no podrá ser otra sino
haber sido su autor arábigo, siendo muy
propio de los de aquella nación ser
mentirosos; aunque, por ser tan nuestros
enemigos, antes se puede entender haber
quedado falto en ella que demasiado. Y ansí
me parece a mí, pues, cuando pudiera y
debiera estender la pluma en las alabanzas
de tan buen caballero, parece que de
industria las pasa en silencio: cosa mal hecha
y peor pensada, habiendo y debiendo ser los
historiadores puntuales, verdaderos y no
nada apasionados, y que ni el interés ni el
miedo, el rancor ni la afición, no les hagan
torcer del camino de la verdad, cuya madre
es la historia, émula del tiempo, depósito de
las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y
aviso de lo presente, advertencia de lo por
venir. En ésta sé que se hallará todo lo que
se acertare a desear en la más apacible; y si
algo bueno en ella faltare, para mí tengo que
fue por culpa del galgo de su autor, antes que
por falta del sujeto. En fin, su segunda parte,
siguiendo la tradución, comenzaba desta
manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras
espadas de los dos valerosos y enojados
combatientes, no parecía sino que estaban
amenazando al cielo, a la tierra y al abismo:
tal era el denuedo y continente que tenían. Y
el primero que fue a descargar el golpe fue el
colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta
fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la
espada en el camino, aquel solo golpe fuera
bastante para dar fin a su rigurosa contienda
y a todas las aventuras de nuestro caballero;
mas la buena suerte, que para mayores cosas
le tenía guardado, torció la espada de su
contrario, de modo que, aunque le acertó en
el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que
desarmarle todo aquel lado, llevándole de
camino gran parte de la celada, con la mitad
de la oreja; que todo ello con espantosa ruina
vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que
buenamente pueda contar ahora la rabia que
entró en el corazón de nuestro manchego,
viéndose parar de aquella manera! No se diga
más, sino que fue de manera que se alzó de
nuevo en los estribos, y, apretando más la
espada en las dos manos, con tal furia
descargó sobre el vizcaíno, acertándole de
lleno sobre la almohada y sobre la cabeza,
que, sin ser parte tan buena defensa, como si
cayera sobre él una montaña, comenzó a
echar sangre por las narices, y por la boca y
por los oídos, y a dar muestras de caer de la
mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no
se abrazara con el cuello; pero, con todo eso,
sacó los pies de los estribos y luego soltó los
brazos; y la mula, espantada del terrible
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos
corcovos dio con su dueño en tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don
Quijote, y, como lo vio caer, saltó de su
caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y,
poniéndole la punta de la espada en los ojos,
le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría
la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que
no podía responder palabra, y él lo pasara
mal, según estaba ciego don Quijote, si las
señoras del coche, que hasta entonces con
gran desmayo habían mirado la pendencia,
no fueran adonde estaba y le pidieran con
mucho encarecimiento les hiciese tan gran
merced y favor de perdonar la vida a aquel su
escudero. A lo cual don Quijote respondió,
con mucho entono y gravedad:
—Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy
contento de hacer lo que me pedís; mas ha
de ser con una condición y concierto, y es
que este caballero me ha de prometer de ir al
lugar del Toboso y presentarse de mi parte
ante la sin par doña Dulcinea, para que ella
haga dél lo que más fuere de su voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin
entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía,
y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le
prometió que el escudero haría todo aquello
que de su parte le fuese mandado.
—Pues en fe de esa palabra, yo no le haré
más daño, puesto que me lo tenía bien
merecido.
Capítulo X. De lo que más
le avino a don Quijote con el
vizcaíno, y del peligro en
que se vio con una turba de
yangüeses
Ya en este tiempo se había levantado
Sancho Panza, algo maltratado de los mozos
de los frailes, y había estado atento a la
batalla de su señor don Quijote, y rogaba a
Dios en su corazón fuese servido de darle
vitoria y que en ella ganase alguna ínsula de
donde le hiciese gobernador, como se lo
había prometido. Viendo, pues, ya acabada la
pendencia, y que su amo volvía a subir sobre
Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes
que subiese se hincó de rodillas delante dél,
y, asiéndole de la mano, se la besó y le dijo:
—Sea vuestra merced servido, señor don
Quijote mío, de darme el gobierno de la
ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha
ganado; que, por grande que sea, yo me
siento con fuerzas de saberla gobernar tal y
tan bien como otro que haya gobernado
ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
—Advertid, hermano Sancho, que esta
aventura y las a ésta semejantes no son
aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas,
en las cuales no se gana otra cosa que sacar
rota la cabeza o una oreja menos. Tened
paciencia, que aventuras se ofrecerán donde
no solamente os pueda hacer gobernador,
sino más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole
otra vez la mano y la falda de la loriga, le
ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió
sobre su asno y comenzó a seguir a su señor,
que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar
más con las del coche, se entró por un
bosque que allí junto estaba. Seguíale Sancho
a todo el trote de su jumento, pero caminaba
tanto Rocinante que, viéndose quedar atrás,
le fue forzoso dar voces a su amo que se
aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo
las riendas a Rocinante hasta que llegase su
cansado escudero, el cual, en llegando, le
dijo:
—Paréceme, señor, que sería acertado irnos
a retraer a alguna iglesia; que, según quedó
maltrecho aquel con quien os combatistes, no
será mucho que den noticia del caso a la
Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que
si lo hacen, que primero que salgamos de la
cárcel que nos ha de sudar el hopo.
—Calla
—dijo don Quijote
—. Y ¿dónde has
visto tú, o leído jamás, que caballero andante
haya sido puesto ante la justicia, por más
homicidios que hubiese cometido?
—Yo no sé nada de omecillos
—respondió
Sancho
—, ni en mi vida le caté a ninguno;
sólo sé que la Santa Hermandad tiene que
ver con los que pelean en el campo, y en
esotro no me entremeto.
—Pues no tengas pena, amigo
—respondió
don Quijote
—, que yo te sacaré de las manos
de los caldeos, cuanto más de las de la
Hermandad. Pero dime, por tu vida: ¿has
visto más valeroso caballero que yo en todo
lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en
historias otro que tenga ni haya tenido más
brío en acometer, más aliento en el
perseverar, más destreza en el herir, ni más
maña en el derribar?
—La verdad sea
—respondió Sancho
— que
yo no he leído ninguna historia jamás, porque
ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré
apostar es que más atrevido amo que vuestra
merced yo no le he servido en todos los días
de mi vida, y quiera Dios que estos
atrevimientos no se paguen donde tengo
dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es
que se cure, que le va mucha sangre de esa
oreja; que aquí traigo hilas y un poco de
ungüento blanco en las alforjas.
—Todo eso fuera bien escusado
—respondió
don Quijote
— si a mí se me acordara de
hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás,
que con sola una gota se ahorraran tiempo y
medicinas.
—¿Qué redoma y qué bálsamo es ése?
—
dijo Sancho Panza.
—Es un bálsamo
—respondió don Quijote
—
de quien tengo la receta en la memoria, con
el cual no hay que tener temor a la muerte,
ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí,
cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en
alguna batalla me han partido por medio del
cuerpo (como muchas veces suele
acontecer), bonitamente la parte del cuerpo
que hubiere caído en el suelo, y con mucha
sotileza, antes que la sangre se yele, la
pondrás sobre la otra mitad que quedare en
la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y
al justo; luego me darás a beber solos dos
tragos del bálsamo que he dicho, y verásme
quedar más sano que una manzana.
—Si eso hay
—dijo Panza
—, yo renuncio
desde aquí el gobierno de la prometida
ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis
muchos y buenos servicios, sino que vuestra
merced me dé la receta de ese estremado
licor; que para mí tengo que valdrá la onza
adondequiera más de a dos reales, y no he
menester yo más para pasar esta vida
honrada y descansadamente. Pero es de
saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
—Con menos de tres reales se pueden
hacer tres azumbres
—respondió don Quijote.
—¡Pecador de mí!
—replicó Sancho
—. ¿Pues
a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a
enseñármele?
—Calla, amigo
—respondió don Quijote
—,
que mayores secretos pienso enseñarte y
mayores mercedes hacerte; y, por agora,
curémonos, que la oreja me duele más de lo
que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y
ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó a
ver rota su celada, pensó perder el juicio, y,
puesta la mano en la espada y alzando los
ojos al cielo, dijo:
—Yo hago juramento al Criador de todas las
cosas y a los santos cuatro Evangelios, donde
más largamente están escritos, de hacer la
vida que hizo el grande marqués de Mantua
cuando juró de vengar la muerte de su
sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan
a manteles, ni con su mujer folgar, y otras
cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las
doy aquí por expresadas, hasta tomar entera
venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
—Advierta vuestra merced, señor don
Quijote, que si el caballero cumplió lo que se
le dejó ordenado de irse a presentar ante mi
señora Dulcinea del Toboso, ya habrá
cumplido con lo que debía, y no merece otra
pena si no comete nuevo delito.
—Has hablado y apuntado muy bien
—
respondió don Quijote
—; y así, anulo el
juramento en cuanto lo que toca a tomar dél
nueva venganza; pero hágole y confírmole de
nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta
tanto que quite por fuerza otra celada tal y
tan buena como ésta a algún caballero. Y no
pienses, Sancho, que así a humo de pajas
hago esto, que bien tengo a quien imitar en
ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra,
sobre el yelmo de Mambrino, que tan caro le
costó a Sacripante.
—Que dé al diablo vuestra merced tales
juramentos, señor mío –replicó Sancho
—;
que son muy en daño de la salud y muy en
perjuicio de la conciencia. Si no, dígame
ahora: si acaso en muchos días no topamos
hombre armado con celada, ¿qué hemos de
hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a
despecho de tantos inconvenientes e
incomodidades, como será el dormir vestido,
y el no dormir en poblado, y otras mil
penitencias que contenía el juramento de
aquel loco viejo del marqués de Mantua, que
vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire
vuestra merced bien, que por todos estos
caminos no andan hombres armados, sino
arrieros y carreteros, que no sólo no traen
celadas, pero quizá no las han oído nombrar
en todos los días de su vida.
—Engáñaste en eso
—dijo don Quijote
—,
porque no habremos estado dos horas por
estas encrucijadas, cuando veamos más
armados que los que vinieron sobre Albraca a
la conquista de Angélica la Bella.
—Alto, pues; sea ansí
—dijo Sancho
—, y a
Dios prazga que nos suceda bien, y que se
llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que
tan cara me cuesta, y muérame yo luego.
—Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso
cuidado alguno; que, cuando faltare ínsula,
ahí está el reino de Dinamarca o el de
Soliadisa, que te vendrán como anillo al
dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te
debes más alegrar. Pero dejemos esto para
su tiempo, y mira si traes algo en esas
alforjas que comamos, porque vamos luego
en busca de algún castillo donde alojemos
esta noche y hagamos el bálsamo que te he
dicho; porque yo te voto a Dios que me va
doliendo mucho la oreja.
—Aquí trayo una cebolla, y un poco de
queso y no sé cuántos mendrugos de pan
—
dijo Sancho
—, pero no son manjares que
pertenecen a tan valiente caballero como
vuestra merced.
—¡Qué mal lo entiendes!
—respondió don
Quijote
—. Hágote saber, Sancho, que es
honra de los caballeros andantes no comer en
un mes; y, ya que coman, sea de aquello que
hallaren más a mano; y esto se te hiciera
cierto si hubieras leído tantas historias como
yo; que, aunque han sido muchas, en todas
ellas no he hallado hecha relación de que los
caballeros andantes comiesen, si no era
acaso y en algunos suntuosos banquetes que
les hacían, y los demás días se los pasaban
en flores. Y, aunque se deja entender que no
podían pasar sin comer y sin hacer todos los
otros menesteres naturales, porque, en efeto,
eran hombres como nosotros, hase de
entender también que, andando lo más del
tiempo de su vida por las florestas y
despoblados, y sin cocinero, que su más
ordinaria comida sería de viandas rústicas,
tales como las que tú ahora me ofreces. Así
que, Sancho amigo, no te congoje lo que amí
me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo
nuevo, ni sacar la caballería andante de sus
quicios.
—Perdóneme vuestra merced
—dijo
Sancho
—; que, como yo no sé leer ni
escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he
caído en las reglas de la profesión
caballeresca; y, de aquí adelante, yo
proveeré las alforjas de todo género de fruta
seca para vuestra merced, que es caballero, y
para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras
cosas volátiles y de más sustancia.
—No digo yo, Sancho
—replicó don
Quijote
—, que sea forzoso a los caballeros
andantes no comer otra cosa sino esas frutas
que dices, sino que su más ordinario sustento
debía de ser dellas, y de algunas yerbas que
hallaban por los campos, que ellos conocían y
yo también conozco.
—Virtud es
—respondió Sancho
— conocer
esas yerbas; que, según yo me voy
imaginando, algún día será menester usar de
ese conocimiento.
Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía,
comieron los dos en buena paz y compaña.
Pero, deseosos de buscar donde alojar
aquella noche, acabaron con mucha brevedad
su pobre y seca comida. Subieron luego a
caballo, y diéronse priesa por llegar a poblado
antes que anocheciese; pero faltóles el sol, y
la esperanza de alcanzar lo que deseaban,
junto a unas chozas de unos cabreros, y así,
determinaron de pasarla allí; que cuanto fue
de pesadumbre para Sancho no llegar a
poblado, fue de contento para su amo
dormirla al cielo descubierto, por parecerle
que cada vez que esto le sucedía era hacer
un acto posesivo que facilitaba la prueba de
su caballería.
Capítulo XI. De lo que le
sucedió a don Quijote con
unos cabreros
Fue recogido de los cabreros con buen
ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor que
pudo, acomodado a Rocinante y a su
jumento, se fue tras el olor que despedían de
sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al
fuego en un caldero estaban; y, aunque él
quisiera en aquel mesmo punto ver si
estaban en sazón de trasladarlos del caldero
al estómago, lo dejó de hacer, porque los
cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo
por el suelo unas pieles de ovejas,
aderezaron con mucha priesa su rústica mesa
y convidaron a los dos, con muestras de muy
buena voluntad, con lo que tenían.
Sentáronse a la redonda de las pieles seis
dellos, que eran los que en la majada había,
habiendo primero con groseras ceremonias
rogado a don Quijote que se sentase sobre un
dornajo que vuelto del revés le pusieron.
Sentóse don Quijote, y quedábase Sancho en
pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
—Porque veas, Sancho, el bien que en sí
encierra la andante caballería, y cuán a pique
están los que en cualquiera ministerio della
se ejercitan de venir brevemente a ser
honrados y estimados del mundo, quiero que
aquí a mi lado y en compañía desta buena
gente te sientes, y que seas una mesma cosa
conmigo, que soy tu amo y natural señor;
que comas en mi plato y bebas por donde yo
bebiere; porque de la caballería andante se
puede decir lo mesmo que del amor se dice:
que todas las cosas iguala.
—¡Gran merced!
—dijo Sancho
—; pero sé
decir a vuestra merced que, como yo tuviese
bien de comer, tan bien y mejor me lo
comería en pie y a mis solas como sentado a
par de un emperador.
Y aun, si va a decir
verdad, mucho mejor me sabe lo que como
en mi rincón, sin melindres ni respetos,
aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos
de otras mesas donde me sea forzoso mascar
despacio, beber poco, limpiarme a menudo,
no estornudar ni toser si me viene gana, ni
hacer otras cosas que la soledad y la libertad
traen consigo. Ansí que, señor mío, estas
honras que vuestra merced quiere darme por
ser ministro y adherente de la caballería
andante, como lo soy siendo escudero de
vuestra merced, conviértalas en otras cosas
que me sean de más cómodo y provecho;
que éstas, aunque las doy por bien recebidas,
las renuncio para desde aquí al fin del
mundo.
—Con todo eso, te has de sentar; porque a
quien se humilla, Dios le ensalza.
Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que
junto dél se sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza
de escuderos y de caballeros andantes, y no
hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a
sus huéspedes, que, con mucho donaire y
gana, embaulaban tasajo como el puño.
Acabado el servicio de carne, tendieron sobre
las zaleas gran cantidad de bellotas
avellanadas, y juntamente pusieron un medio
queso, más duro que si fuera hecho de
argamasa. No estaba, en esto, ocioso el
cuerno, porque andaba a la redonda tan a
menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de
noria) que con facilidad vació un zaque de
dos que estaban de manifiesto. Después que
don Quijote hubo bien satisfecho su
estómago, tomó un puño de bellotas en la
mano, y, mirándolas atentamente, soltó la
voz a semejantes razones:
—Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a
quien los antiguos pusieron nombre de
dorados, y no porque en ellos el oro, que en
esta nuestra edad de hierro tanto se estima,
se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga
alguna, sino porque entonces los que en ella
vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y
mío. Eran en aquella santa edad todas las
cosas comunes; a nadie le era necesario,
para alcanzar su ordinario sustento, tomar
otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de
las robustas encinas, que liberalmente les
estaban convidando con su dulce y sazonado
fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en
magnífica abundancia, sabrosas y
transparentes aguas les ofrecían. En las
quiebras de las peñas y en lo hueco de los
árboles formaban su república las solícitas y
discretas abejas, ofreciendo a cualquiera
mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de
su dulcísimo trabajo. Los valientes
alcornoques despedían de sí, sin otro artificio
que el de su cortesía, sus anchas y livianas
cortezas, con que se comenzaron a cubrir las
casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no
más que para defensa de las inclemencias del
cielo. Todo era paz entonces, todo amistad,
todo concordia; aún no se había atrevido la
pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar
las entrañas piadosas de nuestra primera
madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por
todas las partes de su fértil y espacioso seno,
lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a
los hijos que entonces la poseían. Entonces sí
que andaban las simples y hermosas
zagalejas de valle en valle y de otero en
otero, en trenza y en cabello, sin más
vestidos de aquellos que eran menester para
cubrir honestamente lo que la honestidad
quiere y ha querido siempre que se cubra; y
no eran sus adornos de los que ahora se
usan, a quien la púrpura de Tiro y la por
tantos modos martirizada seda encarecen,
sino de algunas hojas verdes de lampazos y
yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan
pomposas y compuestas como van agora
nuestras cortesanas con las raras y
peregrinas invenciones que la curiosidad
ociosa les ha mostrado. Entonces se
decoraban los concetos amorosos del alma
simple y sencillamente, del mesmo modo y
manera que ella los concebía, sin buscar
artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni
la malicia mezcládose con la verdad y llaneza.
La justicia se estaba en sus proprios
términos, sin que la osasen turbar ni ofender
los del favor y los del interese, que tanto
ahora la menoscaban, turban y persiguen. La
ley del encaje aún no se había sentado en el
entendimiento del juez, porque entonces no
había qué juzgar, ni quién fuese juzgado. Las
doncellas y la honestidad andaban, como
tengo dicho, por dondequiera, sola y señora,
sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo
intento le menoscabasen, y su perdición nacía
de su gusto y propria voluntad. Y agora, en
estos nuestros detestables siglos, no está
segura ninguna, aunque la oculte y cierre
otro nuevo laberinto como el de Creta;
porque allí, por los resquicios o por el aire,
con el celo de la maldita solicitud, se les entra
la amorosa pestilencia y les hace dar con
todo su recogimiento al traste. Para cuya
seguridad, andando más los tiempos y
creciendo más la malicia, se instituyó la
orden de los caballeros andantes, para
defender las doncellas, amparar las viudas y
socorrer a los huérfanos y a los
menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos
cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen
acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero;
que, aunque por ley natural están todos los
que viven obligados a favorecer a los
caballeros andantes, todavía, por saber que
sin saber vosotros esta obligación me
acogistes y regalastes, es razón que, con la
voluntad a mí posible, os agradezca la
vuestra.
Toda esta larga arenga
—que se pudiera
muy bien escusar
— dijo nuestro caballero
porque las bellotas que le dieron le trujeron a
la memoria la edad dorada y antojósele hacer
aquel inútil razonamiento a los cabreros, que,
sin respondelle palabra, embobados y
suspensos, le estuvieron escuchando.
Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas,
y visitaba muy a menudo el segundo zaque,
que, porque se enfriase el vino, le tenían
colgado de un alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote que en
acabarse la cena; al fin de la cual, uno de los
cabreros dijo:
—Para que con más veras pueda vuestra
merced decir, señor caballero andante, que le
agasajamos con prompta y buena voluntad,
queremos darle solaz y contento con hacer
que cante un compañero nuestro que no
tardará mucho en estar aquí; el cual es un
zagal muy entendido y muy enamorado, y
que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es
músico de un rabel, que no hay más que
desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir
esto, cuando llegó a sus oídos el son del
rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía,
que era un mozo de hasta veinte y dos años,
de muy buena gracia. Preguntáronle sus
compañeros si había cenado, y, respondiendo
que sí, el que había hecho los ofrecimientos
le dijo:
—De esa manera, Antonio, bien podrás
hacernos placer de cantar un poco, porque
vea este señor huésped que tenemos quien;
también por los montes y selvas hay quien
sepa de música. Hémosle dicho tus buenas
habilidades, y deseamos que las muestres y
nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu
vida que te sientes y cantes el romance de
tus amores que te compuso el beneficiado tu
tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.
—Que me place
—respondió el mozo.
Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el
tronco de una desmochada encina, y,
templando su rabel, de allí a poco, con muy
buena gracia, comenzó a cantar, diciendo
desta manera:
Antonio
—Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
''Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo''.
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro,
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y,
aunque don Quijote le rogó que algo más
cantase, no lo consintió Sancho Panza,
porque estaba más para dormir que para oír
canciones. Y ansí, dijo a su amo:
—Bien
puede vuestra merced acomodarse desde
luego adonde ha de posar esta noche, que el
trabajo que estos buenos hombres tienen
todo el día no permite que pasen las noches
cantando.
—Ya te entiendo, Sancho
—le
respondió don Quijote
—; que bien se me
trasluce que las visitas del zaque piden más
recompensa de sueño que de música.
—A
todos nos sabe bien, bendito sea Dios
—
respondió Sancho.
—No lo niego
—replicó don
Quijote
—, pero acomódate tú donde
quisieres, que los de mi profesión mejor
parecen velando que durmiendo. Pero, con
todo esto, sería bien, Sancho, que me
vuelvas a curar esta oreja, que me va
doliendo más de lo que es menester. Hizo
Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno
de los cabreros la herida, le dijo que no
tuviese pena, que él pondría remedio con que
fácilmente se sanase. Y, tomando algunas
hojas de romero, de mucho que por allí
había, las mascó y las mezcló con un poco de
sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó
muy bien, asegurándole que no había
menester otra medicina; y así fue la verdad.
Capítulo XII. De lo que
contó un cabrero a los que
estaban con don Quijote
Estando en esto, llegó otro mozo de los que
les traían del aldea el bastimento, y dijo:
—¿Sabéis lo que pasa en el lugar,
compañeros?
—¿Cómo lo podemos saber?
—respondió
uno dellos.
—Pues sabed
—prosiguió el mozo
— que
murió esta mañana aquel famoso pastor
estudiante llamado Grisóstomo, y se
murmura que ha muerto de amores de
aquella endiablada moza de Marcela, la hija
de Guillermo el rico, aquélla que se anda en
hábito de pastora por esos andurriales.
—Por Marcela dirás
—dijo uno.
—Por ésa digo
—respondió el cabrero
—. Y
es lo bueno, que mandó en su testamento
que le enterrasen en el campo, como si fuera
moro, y que sea al pie de la peña donde está
la fuente del alcornoque; porque, según es
fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es
adonde él la vio la vez primera. Y también
mandó otras cosas, tales, que los abades del
pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es
bien que se cumplan, porque parecen de
gentiles. A todo lo cual responde aquel gran
su amigo Ambrosio, el estudiante, que
también se vistió de pastor con él, que se ha
de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó
mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el
pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en
fin se hará lo que Ambrosio y todos los
pastores sus amigos quieren; y mañana le
vienen a enterrar con gran pompa adonde
tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser
cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de
ir a verla, si supiese no volver mañana al
lugar.
—Todos haremos lo mesmo
—respondieron
los cabreros
—; y echaremos suertes a quién
ha de quedar a guardar las cabras de todos.
—Bien dices, Pedro
—dijo uno
—; aunque no
será menester usar de esa diligencia, que yo
me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a
virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no
me deja andar el garrancho que el otro día
me pasó este pie.
—Con todo eso, te lo agradecemos
—
respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué
muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo
cual Pedro respondió que lo que sabía era
que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de
un lugar que estaba en aquellas sierras, el
cual había sido estudiante muchos años en
Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto
a su lugar, con opinión de muy sabio y muy
leído.
—«Principalmente, decían que sabía la
ciencia de las estrellas, y de lo que pasan,
allá en el cielo, el sol y la luna; porque
puntualmente nos decía el cris del sol y de la
luna.»
—Eclipse se llama, amigo, que no cris, el
escurecerse esos dos luminares mayores
—
dijo don Quijote. Mas Pedro, no reparando en
niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
—«Asimesmo adevinaba cuándo había de
ser el año abundante o estil.»
—Estéril queréis decir, amigo
—dijo don
Quijote.
—Estéril o estil
—respondió Pedro
—, todo se
sale allá. «Y digo que con esto que decía se
hicieron su padre y sus amigos, que le daban
crédito, muy ricos, porque hacían lo que él
les aconsejaba, diciéndoles: ''Sembrad este
año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar
garbanzos y no cebada; el que viene será de
guilla de aceite; los tres siguientes no se
cogerá gota''.»
—Esa ciencia se llama astrología
—dijo don
Quijote.
—No sé yo cómo se llama
—replicó Pedro
—,
mas sé que todo esto sabía, y aún más.
«Finalmente, no pasaron muchos meses,
después que vino de Salamanca, cuando un
día remaneció vestido de pastor, con su
cayado y pellico, habiéndose quitado los
hábitos largos que como escolar traía; y
juntamente se vistió con él de pastor otro su
grande amigo, llamado Ambrosio, que había
sido su compañero en los estudios.
Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el
difunto, fue grande hombre de componer
coplas; tanto, que él hacía los villancicos para
la noche del Nacimiento del Señor, y los
autos para el día de Dios, que los
representaban los mozos de nuestro pueblo,
y todos decían que eran por el cabo. Cuando
los del lugar vieron tan de improviso vestidos
de pastores a los dos escolares, quedaron
admirados, y no podían adivinar la causa que
les había movido a hacer aquella tan estraña
mudanza. Ya en este tiempo era muerto el
padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó
heredado en mucha cantidad de hacienda,
ansí en muebles como en raíces, y en no
pequeña cantidad de ganado, mayor y
menor, y en gran cantidad de dineros; de
todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y
en verdad que todo lo merecía, que era muy
buen compañero y caritativo y amigo de los
buenos, y tenía una cara como una bendición.
Después se vino a entender que el haberse
mudado de traje no había sido por otra cosa
que por andarse por estos despoblados en
pos de aquella pastora Marcela que nuestro
zagal nombró denantes, de la cual se había
enamorado el pobre difunto de Grisóstomo.»
Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo
sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin
quizá, no habréis oído semejante cosa en
todos los días de vuestra vida, aunque viváis
más años que sarna.
—Decid Sarra
—replicó don Quijote, no
pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del
cabrero.
—Harto vive la sarna
—respondió Pedro
—; y
si es, señor, que me habéis de andar
zaheriendo a cada paso los vocablos, no
acabaremos en un año.
—Perdonad, amigo
—dijo don Quijote
—;
que por haber tanta diferencia de sarna a
Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy
bien, porque vive más sarna que Sarra; y
proseguid vuestra historia, que no os
replicaré más en nada.
—«Digo, pues, señor mío de mi alma
—dijo
el cabrero
—, que en nuestra aldea hubo un
labrador aún más rico que el padre de
Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al
cual dio Dios, amén de las muchas y grandes
riquezas, una hija, de cuyo parto murió su
madre, que fue la más honrada mujer que
hubo en todos estos contornos. No parece
sino que ahora la veo, con aquella cara que
del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y,
sobre todo, hacendosa y amiga de los pobres,
por lo que creo que debe de estar su ánima a
la hora de ahora gozando de Dios en el otro
mundo. De pesar de la muerte de tan buena
mujer murió su marido Guillermo, dejando a
su hija Marcela, muchacha y rica, en poder de
un tío suyo sacerdote y beneficiado en
nuestro lugar. Creció la niña con tanta
belleza, que nos hacía acordar de la de su
madre, que la tuvo muy grande; y, con todo
esto, se juzgaba que le había de pasar la de
la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de
catorce a quince años, nadie la miraba que no
bendecía a Dios, que tan hermosa la había
criado, y los más quedaban enamorados y
perdidos por ella. Guardábala su tío con
mucho recato y con mucho encerramiento;
pero, con todo esto, la fama de su mucha
hermosura se estendió de manera que, así
por ella como por sus muchas riquezas, no
solamente de los de nuestro pueblo, sino de
los de muchas leguas a la redonda, y de los
mejores dellos, era rogado, solicitado e
importunado su tío se la diese por mujer. Mas
él, que a las derechas es buen cristiano,
aunque quisiera casarla luego, así como la vía
de edad, no quiso hacerlo sin su
consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y
granjería que le ofrecía el tener la hacienda
de la moza, dilatando su casamiento. Y a fe
que se dijo esto en más de un corrillo en el
pueblo, en alabanza del buen sacerdote.»
Que quiero que sepa, señor andante, que en
estos lugares cortos de todo se trata y de
todo se murmura; y tened para vos, como yo
tengo para mí, que debía de ser
demasiadamente bueno el clérigo que obliga
a sus feligreses a que digan bien dél,
especialmente en las aldeas.
—Así es la verdad
—dijo don Quijote
—, y
proseguid adelante, que el cuento es muy
bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy
buena gracia.
—La del Señor no me falte, que es la que
hace al caso. «Y en lo demás sabréis que,
aunque el tío proponía a la sobrina y le decía
las calidades de cada uno en particular, de los
muchos que por mujer la pedían, rogándole
que se casase y escogiese a su gusto, jamás
ella respondió otra cosa sino que por
entonces no quería casarse, y que, por ser
tan muchacha, no se sentía hábil para poder
llevar la carga del matrimonio. Con estas que
daba, al parecer justas escusas, dejaba el tío
de importunarla, y esperaba a que entrase
algo más en edad y ella supiese escoger
compañía a su gusto. Porque decía él, y decía
muy bien, que no habían de dar los padres a
sus hijos estado contra su voluntad. Pero
hételo aquí, cuando no me cato, que
remanece un día la melindrosa Marcela hecha
pastora; y, sin ser parte su tío ni todos los
del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en
irse al campo con las demás zagalas del
lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y,
así como ella salió en público y su hermosura
se vio al descubierto, no os sabré
buenamente decir cuántos ricos mancebos,
hidalgos y labradores han tomado el traje de
Grisóstomo y la andan requebrando por esos
campos. Uno de los cuales, como ya está
dicho, fue nuestro difunto, del cual decían
que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no
se piense que porque Marcela se puso en
aquella libertad y vida tan suelta y de tan
poco o de ningún recogimiento, que por eso
ha dado indicio, ni por semejas, que venga en
menoscabo de su honestidad y recato; antes
es tanta y tal la vigilancia con que mira por
su honra, que de cuantos la sirven y solicitan
ninguno se ha alabado, ni con verdad se
podrá alabar, que le haya dado alguna
pequeña esperanza de alcanzar su deseo.
Que, puesto que no huye ni se esquiva de la
compañía y conversación de los pastores, y
los trata cortés y amigablemente, en llegando
a descubrirle su intención cualquiera dellos,
aunque sea tan justa y santa como la del
matrimonio, los arroja de sí como con un
trabuco. Y con esta manera de condición hace
más daño en esta tierra que si por ella
entrara la pestilencia; porque su afabilidad y
hermosura atrae los corazones de los que la
tratan a servirla y a amarla, pero su desdén y
desengaño los conduce a términos de
desesperarse; y así, no saben qué decirle,
sino llamarla a voces cruel y desagradecida,
con otros títulos a éste semejantes, que bien
la calidad de su condición manifiestan. Y si
aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades
resonar estas sierras y estos valles con los
lamentos de los desengañados que la siguen.
No está muy lejos de aquí un sitio donde hay
casi dos docenas de altas hayas, y no hay
ninguna que en su lisa corteza no tenga
grabado y escrito el nombre de Marcela; y
encima de alguna, una corona grabada en el
mesmo árbol, como si más claramente dijera
su amante que Marcela la lleva y la merece
de toda la hermosura humana. Aquí sospira
un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen
amorosas canciones, acá desesperadas
endechas. Cuál hay que pasa todas las horas
de la noche sentado al pie de alguna encina o
peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos,
embebecido y transportado en sus
pensamientos, le halló el sol a la mañana; y
cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus
suspiros, en mitad del ardor de la más
enfadosa siesta del verano, tendido sobre la
ardiente arena, envía sus quejas al piadoso
cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de
éstos, libre y desenfadadamente triunfa la
hermosa Marcela; y todos los que la
conocemos estamos esperando en qué ha de
parar su altivez y quién ha de ser el dichoso
que ha de venir a domeñar condición tan
terrible y gozar de hermosura tan
estremada.» Por ser todo lo que he contado
tan averiguada verdad, me doy a entender
que también lo es la que nuestro zagal dijo
que se decía de la causa de la muerte de
Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no
dejéis de hallaros mañana a su entierro, que
será muy de ver, porque Grisóstomo tiene
muchos amigos, y no está de este lugar a
aquél donde manda enterrarse media legua.
—En cuidado me lo tengo
—dijo don
Quijote
—, y agradézcoos el gusto que me
habéis dado con la narración de tan sabroso
cuento.
—¡Oh!
—replicó el cabrero
—, aún no sé yo
la mitad de los casos sucedidos a los amantes
de Marcela, mas podría ser que mañana
topásemos en el camino algún pastor que nos
los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais
a dormir debajo de techado, porque el sereno
os podría dañar la herida, puesto que es tal la
medicina que se os ha puesto, que no hay
que temer de contrario acidente. Sancho
Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar
del cabrero, solicitó, por su parte, que su
amo se entrase a dormir en la choza de
Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche
se le pasó en memorias de su señora
Dulcinea, a imitación de los amantes de
Marcela. Sancho Panza se acomodó entre
Rocinante y su jumento, y durmió, no como
enamorado desfavorecido, sino como hombre
molido a coces.
Capítulo XIII. Donde se
da fin al cuento de la
pastora Marcela, con otros
sucesos
Mas, apenas comenzó a descubrirse el día
por los balcones del oriente, cuando los cinco
de los seis cabreros se levantaron y fueron a
despertar a don Quijote, y a decille si estaba
todavía con propósito de ir a ver el famoso
entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían
compañía. Don Quijote, que otra cosa no
deseaba, se levantó y mandó a Sancho que
ensillase y enalbardase al momento, lo cual él
hizo con mucha diligencia, y con la mesma se
pusieron luego todos en camino. Y no
hubieron andado un cuarto de legua, cuando,
al cruzar de una senda, vieron venir hacia
ellos hasta seis pastores, vestidos con
pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa.
Traía cada uno un grueso bastón de acebo en
la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos
gentiles hombres de a caballo, muy bien
aderezados de camino, con otros tres mozos
de a pie que los acompañaban. En llegándose
a juntar, se saludaron cortésmente, y,
preguntándose los unos a los otros dónde
iban, supieron que todos se encaminaban al
lugar del entierro; y así, comenzaron a
caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su
compañero, le dijo:
—Paréceme, señor Vivaldo, que habemos
de dar por bien empleada la tardanza que
hiciéremos en ver este famoso entierro, que
no podrá dejar de ser famoso, según estos
pastores nos han contado estrañezas, ansí
del muerto pastor como de la pastora
homicida.
—Así me lo parece a mí
—respondió
Vivaldo
—; y no digo yo hacer tardanza de un
día, pero de cuatro la hiciera a trueco de
verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que
habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El
caminante dijo que aquella madrugada
habían encontrado con aquellos pastores, y
que, por haberles visto en aquel tan triste
traje, les habían preguntado la ocasión por
que iban de aquella manera; que uno dellos
se lo contó, contando la estrañeza y
hermosura de una pastora llamada Marcela, y
los amores de muchos que la recuestaban,
con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo
entierro iban. Finalmente, él contó todo lo
que Pedro a don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra,
preguntando el que se llamaba Vivaldo a don
Quijote qué era la ocasión que le movía a
andar armado de aquella manera por tierra
tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
—La profesión de mi ejercicio no consiente
ni permite que yo ande de otra manera. El
buen paso, el regalo y el reposo, allá se
inventó para los blandos cortesanos; mas el
trabajo, la inquietud y las armas sólo se
inventaron e hicieron para aquellos que el
mundo llama caballeros andantes, de los
cuales yo, aunque indigno, soy el menor de
todos. Apenas le oyeron esto, cuando todos
le tuvieron por loco; y, por averiguarlo más y
ver qué género de locura era el suyo, le tornó
a preguntar Vivaldo que qué quería decir
"caballeros andantes".
—¿No han vuestras mercedes leído
—
respondió don Quijote
— los anales e historias
de Ingalaterra, donde se tratan las famosas
fazañas del rey Arturo, que continuamente en
nuestro romance castellano llamamos el rey
Artús, de quien es tradición antigua y común
en todo aquel reino de la Gran Bretaña que
este rey no murió, sino que, por arte de
encantamento, se convirtió en cuervo, y que,
andando los tiempos, ha de volver a reinar y
a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se
probará que desde aquel tiempo a éste haya
ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en
tiempo de este buen rey fue instituida aquella
famosa orden de caballería de los caballeros
de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un
punto, los amores que allí se cuentan de don
Lanzarote del Lago con la reina Ginebra,
siendo medianera dellos y sabidora aquella
tan honrada dueña Quintañona, de donde
nació aquel tan sabido romance, y tan
decantado en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino; con aquel progreso
tan dulce y tan suave de sus amorosos y
fuertes fechos. Pues desde entonces, de
mano en mano, fue aquella orden de
caballería estendiéndose y dilatándose por
muchas y diversas partes del mundo; y en
ella fueron famosos y conocidos por sus
fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos
sus hijos y nietos, hasta la quinta generación,
y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el
nunca como se debe alabado Tirante el
Blanco, y casi que en nuestros días vimos y
comunicamos y oímos al invencible y valeroso
caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues,
señores, es ser caballero andante, y la que he
dicho es la orden de su caballería; en la cual,
como otra vez he dicho, yo, aunque pecador,
he hecho profesión, y lo mesmo que
profesaron los caballeros referidos profeso
yo. Y así, me voy por estas soledades y
despoblados buscando las aventuras, con
ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi
persona a la más peligrosa que la suerte me
deparare, en ayuda de los flacos y
menesterosos. Por estas razones que dijo,
acabaron de enterarse los caminantes que
era don Quijote falto de juicio, y del género
de locura que lo señoreaba, de lo cual
recibieron la mesma admiración que recibían
todos aquellos que de nuevo venían en
conocimiento della. Y Vivaldo, que era
persona muy discreta y de alegre condición,
por pasar sin pesadumbre el poco camino que
decían que les faltaba, al llegar a la sierra del
entierro, quiso darle ocasión a que pasase
más adelante con sus disparates. Y así, le
dijo:
—Paréceme, señor caballero andante, que
vuestra merced ha profesado una de las más
estrechas profesiones que hay en la tierra, y
tengo para mí que aun la de los frailes
cartujos no es tan estrecha.
—Tan estrecha bien podía ser
—respondió
nuestro don Quijote
—, pero tan necesaria en
el mundo no estoy en dos dedos de ponello
en duda. Porque, si va a decir verdad, no
hace menos el soldado que pone en ejecución
lo que su capitán le manda que el mesmo
capitán que se lo ordena. Quiero decir que los
religiosos, con toda paz y sosiego, piden al
cielo el bien de la tierra; pero los soldados y
caballeros ponemos en ejecución lo que ellos
piden, defendiéndola con el valor de nuestros
brazos y filos de nuestras espadas; no debajo
de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por
blanco de los insufribles rayos del sol en
verano y de los erizados yelos del invierno.
Así que, somos ministros de Dios en la tierra,
y brazos por quien se ejecuta en ella su
justicia. Y, como las cosas de la guerra y las
a ellas tocantes y concernientes no se pueden
poner en ejecución sino sudando, afanando y
trabajando, síguese que aquellos que la
profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que
aquellos que en sosegada paz y reposo están
rogando a Dios favorezca a los que poco
pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por
pensamiento, que es tan buen estado el de
caballero andante como el del encerrado
religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo
padezco, que, sin duda, es más trabajoso y
más aporreado, y más hambriento y
sediento, miserable, roto y piojoso; porque
no hay duda sino que los caballeros andantes
pasados pasaron mucha malaventura en el
discurso de su vida. Y si algunos subieron a
ser emperadores por el valor de su brazo, a
fe que les costó buen porqué de su sangre y
de su sudor; y que si a los que a tal grado
subieron les faltaran encantadores y sabios
que los ayudaran, que ellos quedaran bien
defraudados de sus deseos y bien engañados
de sus esperanzas.
—De ese parecer estoy yo
—replicó el
caminante
—; pero una cosa, entre otras
muchas, me parece muy mal de los
caballeros andantes, y es que, cuando se ven
en ocasión de acometer una grande y
peligrosa aventura, en que se vee manifiesto
peligro de perder la vida, nunca en aquel
instante de acometella se acuerdan de
encomendarse a Dios, como cada cristiano
está obligado a hacer en peligros semejantes;
antes, se encomiendan a sus damas, con
tanta gana y devoción como si ellas fueran su
Dios: cosa que me parece que huele algo a
gentilidad.
—Señor
—respondió don Quijote
—, eso no
puede ser menos en ninguna manera, y
caería en mal caso el caballero andante que
otra cosa hiciese; que ya está en uso y
costumbre en la caballería andantesca que el
caballero andante que, al acometer algún
gran fecho de armas, tuviese su señora
delante,vuelva a ella los ojos blanda y
amorosamente, como que le pide con ellos le
favorezca y ampare en el dudoso trance que
acomete; y aun si nadie le oye, está obligado
a decir algunas palabras entre dientes, en
que de todo corazón se le encomiende; y
desto tenemos innumerables ejemplos en las
historias. Y no se ha de entender por esto
que han de dejar de encomendarse a Dios;
que tiempo y lugar les queda para hacerlo en
el discurso de la obra.
—Con todo eso
—replicó el caminante
—, me
queda un escrúpulo, y es que muchas veces
he leído que se traban palabras entre dos
andantes caballeros, y, de una en otra, se les
viene a encender la cólera, y a volver los
caballos y tomar una buena pieza del campo,
y luego, sin más ni más, a todo el correr
dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de
la corrida, se encomiendan a sus damas; y lo
que suele suceder del encuentro es que el
uno cae por las ancas del caballo, pasado con
la lanza del contrario de parte a parte, y al
otro le viene también que, a no tenerse a las
crines del suyo, no pudiera dejar de venir al
suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar
para encomendarse a Dios en el discurso de
esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las
palabras que en la carrera gastó
encomendándose a su dama las gastara en lo
que debía y estaba obligado como cristiano.
Cuanto más, que yo tengo para mí que no
todos los caballeros andantes tienen damas a
quien encomendarse, porque no todos son
enamorados.
—Eso no puede ser
—respondió don
Quijote
—: digo que no puede ser que haya
caballero andante sin dama, porque tan
proprio y tan natural les es a los tales ser
enamorados como al cielo tener estrellas, y a
buen seguro que no se haya visto historia
donde se halle caballero andante sin amores;
y por el mesmo caso que estuviese sin ellos,
no sería tenido por legítimo caballero, sino
por bastardo, y que entró en la fortaleza de la
caballería dicha, no por la puerta, sino por las
bardas, como salteador y ladrón.
—Con todo eso
—dijo el caminante
—, me
parece, si mal no me acuerdo, haber leído
que don Galaor, hermano del valeroso
Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada
a quien pudiese encomendarse; y, con todo
esto, no fue tenido en menos, y fue un muy
valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
—Señor, una golondrina sola no hace
verano. Cuanto más, que yo sé que de
secreto estaba ese caballero muy bien
enamorado; fuera que, aquello de querer a
todas bien cuantas bien le parecían era
condición natural, a quien no podía ir a la
mano. Pero, en resolución, averiguado está
muy bien que él tenía una sola a quien él
había hecho señora de su voluntad, a la cual
se encomendaba muy a menudo y muy
secretamente, porque se preció de secreto
caballero.
—Luego, si es de esencia que todo caballero
andante haya de ser enamorado
—dijo el
caminante
—, bien se puede creer que vuestra
merced lo es, pues es de la profesión. Y si es
que vuestra merced no se precia de ser tan
secreto como don Galaor, con las veras que
puedo le suplico, en nombre de toda esta
compañía y en el mío, nos diga el nombre,
patria, calidad y hermosura de su dama; que
ella se tendría por dichosa de que todo el
mundo sepa que es querida y servida de un
tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y
dijo:
—Yo no podré afirmar si la dulce mi
enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa
que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a
lo que con tanto comedimiento se me pide,
que su nombre es Dulcinea; su patria, el
Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad,
por lo menos, ha de ser de princesa, pues es
reina y señora mía; su hermosura,
sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer
verdaderos todos los imposibles y quiméricos
atributos de belleza que los poetas dan a sus
damas: que sus cabellos son oro, su frente
campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus
ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios
corales, perlas sus dientes, alabastro su
cuello, mármol su pecho, marfil sus manos,
su blancura nieve, y las partes que a la vista
humana encubrió la honestidad son tales,
según yo pienso y entiendo, que sólo la
discreta consideración puede encarecerlas, y
no compararlas.
—El linaje, prosapia y alcurnia querríamos
saber
—replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
—No es de los antiguos Curcios, Gayos y
Cipiones romanos, ni de los modernos
Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y
Requesenes de Cataluña, ni menos de los
Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes,
Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones,
Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas,
Manriques, Mendozas y Guzmanes de
Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de
Portogal; pero es de los del Toboso de la
Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que
puede dar generoso principio a las más
ilustres familias de los venideros siglos. Y no
se me replique en esto, si no fuere con las
condiciones que puso Cervino al pie del trofeo
de las armas de Orlando, que decía:
nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
—Aunque el mío es de los Cachopines de
Laredo
—respondió el caminante
—, no le
osaré yo poner con el del Toboso de la
Mancha, puesto que, para decir verdad,
semejante apellido hasta ahora no ha llegado
a mis oídos.
—¡Como eso no habrá llegado!
—replicó don
Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos
los demás la plática de los dos, y aun hasta
los mesmos cabreros y pastores conocieron la
demasiada falta de juicio de nuestro don
Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que
cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él
quién era y habiéndole conocido desde su
nacimiento; y en lo que dudaba algo era en
creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso,
porque nunca tal nombre ni tal princesa había
llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan
cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que,
por la quiebra que dos altas montañas
hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos
con pellicos de negra lana vestidos y
coronados con guirnaldas, que, a lo que
después pareció, eran cuál de tejo y cuál de
ciprés. Entre seis dellos traían unas andas,
cubiertas de mucha diversidad de flores y de
ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros,
dijo:
—Aquellos que allí vienen son los que traen
el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella
montaña es el lugar donde él mandó que le
enterrasen. Por esto se dieron priesa a llegar,
y fue a tiempo que ya los que venían habían
puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos
con agudos picos estaban cavando la
sepultura a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros
cortésmente; y luego don Quijote y los que
con él venían se pusieron a mirar las andas, y
en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo
muerto, vestido como pastor, de edad, al
parecer, de treinta años; y, aunque muerto,
mostraba que vivo había sido de rostro
hermoso y de disposición gallarda. Alrededor
dél tenía en las mesmas andas algunos libros
y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así
los que esto miraban, como los que abrían la
sepultura, y todos los demás que allí había,
guardaban un maravilloso silencio, hasta que
uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:
—Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar
que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan
puntualmente se cumpla lo que dejó
mandado en su testamento.
—Éste es
—respondió Ambrosio
—; que
muchas veces en él me contó mi desdichado
amigo la historia de su desventura. Allí me
dijo él que vio la vez primera a aquella
enemiga mortal del linaje humano, y allí fue
también donde la primera vez le declaró su
pensamiento, tan honesto como enamorado,
y allí fue la última vez donde Marcela le acabó
de desengañar y desdeñar, de suerte que
puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y
aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso
él que le depositasen en las entrañas del
eterno olvido.
Y, volviéndose a don Quijote y a los
caminantes, prosiguió diciendo:
—Ese cuerpo, señores, que con piadosos
ojos estáis mirando, fue depositario de un
alma en quien el cielo puso infinita parte de
sus riquezas. Ése es el cuerpo de Grisóstomo,
que fue único en el ingenio, solo en la
cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la
amistad, magnífico sin tasa, grave sin
presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente,
primero en todo lo que es ser bueno, y sin
segundo en todo lo que fue ser desdichado.
Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue
desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un
mármol, corrió tras el viento, dio voces a la
soledad, sirvió a la ingratitud, de quien
alcanzó por premio ser despojos de la muerte
en la mitad de la carrera de su vida, a la cual
dio fin una pastora a quien él procuraba
eternizar para que viviera en la memoria de
las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos
papeles que estáis mirando, si él no me
hubiera mandado que los entregara al fuego
en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
—De mayor rigor y crueldad usaréis vos con
ellos
—dijo Vivaldo
— que su mesmo dueño,
pues no es justo ni acertado que se cumpla la
voluntad de quien lo que ordena va fuera de
todo razonable discurso. Y no le tuviera
bueno Augusto César si consintiera que se
pusiera en ejecución lo que el divino
Mantuano dejó en su testamento mandado.
Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el
cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no
queráis dar sus escritos al olvido; que si él
ordenó como agraviado, no es bien que vos
cumpláis como indiscreto. Antes haced,
dando la vida a estos papeles, que la tenga
siempre la crueldad de Marcela, para que
sirva de ejemplo, en los tiempos que están
por venir, a los vivientes, para que se
aparten y huyan de caer en semejantes
despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí
venimos, la historia deste vuestro enamorado
y desesperado amigo, y sabemos la amistad
vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que
dejó mandado al acabar de la vida; de la cual
lamentable historia se puede sacar cuánto
haya sido la crueldad de Marcela, el amor de
Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con
el paradero que tienen los que a rienda suelta
corren por la senda que el desvariado amor
delante de los ojos les pone. Anoche supimos
la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar
había de ser enterrado; y así, de curiosidad y
de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y
acordamos de venir a ver con los ojos lo que
tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en pago
desta lástima y del deseo que en nosotros
nació de remedialla si pudiéramos, te
rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo menos,
yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de
abrasar estos papeles, me dejes llevar
algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese,
alargó la mano y tomó algunos de los que
más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio,
dijo:
—Por cortesía consentiré que os quedéis,
señor, con los que ya habéis tomado; pero
pensar que dejaré de abrasar los que quedan
es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles
decían, abrió luego el uno dellos y vio que
tenía por título: Canción desesperada. Oyólo
Ambrosio y dijo:
—Ése es el último papel que escribió el
desdichado; y, porque veáis, señor, en el
término que le tenían sus desventuras, leelde
de modo que seáis oído; que bien os dará
lugar a ello el que se tardare en abrir la
sepultura.
—Eso haré yo de muy buena gana
—dijo
Vivaldo.
Y, como todos los circunstantes tenían el
mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y
él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
Capítulo XIV. Donde se
ponen los versos
desesperados del difunto
pastor,
con otros no esperados sucesos
Canción de Grisóstomo
Ya que quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra
gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al rüido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
—si ya a un desesperado son debidas
—
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
Bien les pareció, a los que escuchado
habían, la canción de Grisóstomo, puesto que
el que la leyó dijo que no le parecía que
conformaba con la relación que él había oído
del recato y bondad de Marcela, porque en
ella se quejaba Grisóstomo de celos,
sospechas y de ausencia, todo en perjuicio
del buen crédito y buena fama de Marcela. A
lo cual respondió Ambrosio, como aquel que
sabía bien los más escondidos pensamientos
de su amigo:
—Para que, señor, os satisfagáis desa duda,
es bien que sepáis que cuando este
desdichado escribió esta canción estaba
ausente de Marcela, de quien él se había
ausentado por su voluntad, por ver si usaba
con él la ausencia de sus ordinarios fueros. Y,
como al enamorado ausente no hay cosa que
no le fatigue ni temor que no le dé alcance,
así le fatigaban a Grisóstomo los celos
imaginados y las sospechas temidas como si
fueran verdaderas. Y con esto queda en su
punto la verdad que la fama pregona de la
bondad de Marcela; la cual, fuera de ser
cruel, y un poco arrogante y un mucho
desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni
puede ponerle falta alguna.
—Así es la verdad
—respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que
había reservado del fuego, lo estorbó una
maravillosa visión
—que tal parecía ella
— que
improvisamente se les ofreció a los ojos; y
fue que, por cima de la peña donde se cavaba
la sepultura, pareció la pastora Marcela, tan
hermosa que pasaba a su fama su
hermosura. Los que hasta entonces no la
habían visto la miraban con admiración y
silencio, y los que ya estaban acostumbrados
a verla no quedaron menos suspensos que
los que nunca la habían visto. Mas, apenas la
hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras
de ánimo indignado, le dijo:
—¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero
basilisco destas montañas!, si con tu
presencia vierten sangre las heridas deste
miserable a quien tu crueldad quitó la vida?
¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas
de tu condición, o a ver desde esa altura,
como otro despiadado Nero, el incendio de su
abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este
desdichado cadáver, como la ingrata hija al
de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que
vienes, o qué es aquello de que más gustas;
que, por saber yo que los pensamientos de
Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en
vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan
los de todos aquellos que se llamaron sus
amigos.
—No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa
de las que has dicho –respondió Marcela
—,
sino a volver por mí misma, y a dar a
entender cuán fuera de razón van todos
aquellos que de sus penas y de la muerte de
Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos
los que aquí estáis me estéis atentos, que no
será menester mucho tiempo ni gastar
muchas palabras para persuadir una verdad a
los discretos.
»Hízome el cielo, según vosotros decís,
hermosa, y de tal manera que, sin ser
poderosos a otra cosa, a que me améis os
mueve mi hermosura; y, por el amor que me
mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo
obligada a amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento
que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es
amable; mas no alcanzo que, por razón de
ser amado, esté obligado lo que es amado
por hermoso a amar a quien le ama. Y más,
que podría acontecer que el amador de lo
hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de
ser aborrecido, cae muy mal el decir
''Quiérote por hermosa; hasme de amar
aunque sea feo''. Pero, puesto caso que
corran igualmente las hermosuras, no por eso
han de correr iguales los deseos, que no
todas hermosuras enamoran; que algunas
alegran la vista y no rinden la voluntad; que
si todas las bellezas enamorasen y rindiesen,
sería un andar las voluntades confusas y
descaminadas, sin saber en cuál habían de
parar; porque, siendo infinitos los sujetos
hermosos, infinitos habían de ser los deseos.
Y, según yo he oído decir, el verdadero amor
no se divide, y ha de ser voluntario, y no
forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo
es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad
por fuerza, obligada no más de que decís que
me queréis bien? Si no, decidme: si como el
cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera
justo que me quejara de vosotros porque no
me amábades? Cuanto más, que habéis de
considerar que yo no escogí la hermosura que
tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de
gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así como
la víbora no merece ser culpada por la
ponzoña que tiene, puesto que con ella mata,
por habérsela dado naturaleza, tampoco yo
merezco ser reprehendida por ser hermosa;
que la hermosura en la mujer honesta es
como el fuego apartado o como la espada
aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a
ellos no se acerca. La honra y las virtudes
son adornos del alma, sin las cuales el
cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer
hermoso. Pues si la honestidad es una de las
virtudes que al cuerpo y al alma más adornan
y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que
es amada por hermosa, por corresponder a la
intención de aquel que, por sólo su gusto, con
todas sus fuerzas e industrias procura que la
pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre
escogí la soledad de los campos.
Los árboles destas montañas son mi
compañía, las claras aguas destos arroyos
mis espejos; con los árboles y con las aguas
comunico mis pensamientos y hermosura.
Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A
los que he enamorado con la vista he
desengañado con las palabras. Y si los deseos
se sustentan con esperanzas, no habiendo yo
dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, el
fin de ninguno dellos bien se puede decir que
antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si
se me hace cargo que eran honestos sus
pensamientos, y que por esto estaba obligada
a corresponder a ellos, digo que, cuando en
ese mismo lugar donde ahora se cava su
sepultura me descubrió la bondad de su
intención, le dije yo que la mía era vivir en
perpetua soledad, y de que sola la tierra
gozase el fruto de mi recogimiento y los
despojos de mi hermosura; y si él, con todo
este desengaño, quiso porfiar contra la
esperanza y navegar contra el viento, ¿qué
mucho que se anegase en la mitad del golfo
de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera
falsa; si le contentara, hiciera contra mi
mejor intención y prosupuesto. Porfió
desengañado, desesperó sin ser aborrecido:
¡mirad ahora si será razón que de su pena
se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado,
desespérese aquel a quien le faltaron las
prometidas esperanzas, confíese el que yo
llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no
me llame cruel ni homicida aquel a quien yo
no prometo, engaño, llamo ni admito.
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que
yo ame por destino, y el pensar que tengo de
amar por elección es escusado. Este general
desengaño sirva a cada uno de los que me
solicitan de su particular provecho; y
entiéndase, de aquí adelante, que si alguno
por mí muriere, no muere de celoso ni
desdichado, porque quien a nadie quiere, a
ninguno debe dar celos; que los desengaños
no se han de tomar en cuenta de desdenes.
El que me llama fiera y basilisco, déjeme
como cosa perjudicial y mala; el que me
llama ingrata, no me sirva; el que
desconocida, no me conozca; quien cruel, no
me siga; que esta fiera, este basilisco, esta
ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los
buscará, servirá, conocerá ni seguirá en
ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató
su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se
ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si
yo conservo mi limpieza con la compañía de
los árboles, ¿por qué ha de querer que la
pierda el que quiere que la tenga con los
hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas
propias y no codicio las ajenas; tengo libre
condición y no gusto de sujetarme: ni quiero
ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni
solicito aquél, ni burlo con uno ni me
entretengo con el otro. La conversación
honesta de las zagalas destas aldeas y el
cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen
mis deseos por término estas montañas, y si
de aquí salen, es a contemplar la hermosura
del cielo, pasos con que camina el alma a su
morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta
alguna, volvió las espaldas y se entró por lo
más cerrado de un monte que allí cerca
estaba, dejando admirados, tanto de su
discreción como de su hermosura, a todos los
que allí estaban. Y algunos dieron muestras
—de aquellos que de la poderosa flecha de
los rayos de sus bellos ojos estaban heridos
—
de quererla seguir, sin aprovecharse del
manifiesto desengaño que habían oído. Lo
cual visto por don Quijote, pareciéndole que
allí venía bien usar de su caballería,
socorriendo a las doncellas menesterosas,
puesta la mano en el puño de su espada, en
altas e inteligibles voces, dijo:
—Ninguna persona, de cualquier estado y
condición que sea, se atreva a seguir a la
hermosa Marcela, so pena de caer en la
furiosa indignación mía.
Ella ha mostrado con claras y suficientes
razones la poca o ninguna culpa que ha
tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán
ajena vive de condescender con los deseos de
ninguno de sus amantes, a cuya causa es
justo que, en lugar de ser seguida y
perseguida, sea honrada y estimada de todos
los buenos del mundo, pues muestra que en
él ella es sola la que con tan honesta
intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don
Quijote, o porque Ambrosio les dijo que
concluyesen con lo que a su buen amigo
debían, ninguno de los pastores se movió ni
apartó de allí hasta que, acabada la sepultura
y abrasados los papeles de Grisóstomo,
pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas
lágrimas de los circunstantes. Cerraron la
sepultura con una gruesa peña, en tanto que
se acababa una losa que, según Ambrosio
dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio
que había de decir desta manera:
Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de su amor.
Luego esparcieron por cima de la sepultura
muchas flores y ramos, y, dando todos el
pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron
dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su
compañero, y don Quijote se despidió de sus
huéspedes y de los caminantes, los cuales le
rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser
lugar tan acomodado a hallar aventuras, que
en cada calle y tras cada esquina se ofrecen
más que en otro alguno. Don Quijote les
agradeció el aviso y el ánimo que mostraban
de hacerle merced, y dijo que por entonces
no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que
hubiese despojado todas aquellas sierras de
ladrones malandrines, de quien era fama que
todas estaban llenas. Viendo su buena
determinación, no quisieron los caminantes
importunarle más, sino, tornándose a
despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron
su camino, en el cual no les faltó de qué
tratar, así de la historia de Marcela y
Grisóstomo como de las locuras de don
Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la
pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él
podía en su servicio. Mas no le avino como él
pensaba, según se cuenta en el discurso
desta verdadera historia, dando aquí fin la
segunda parte.
Tercera parte del ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha
Capítulo XV. Donde se
cuenta la desgraciada
aventura que se topó don
Quijote en topar con unos
desalmados yangüeses
Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que,
así como don Quijote se despidió de sus
huéspedes y de todos los que se hallaron al
entierro del pastor Grisóstomo, él y su
escudero se entraron por el mesmo bosque
donde vieron que se había entrado la pastora
Marcela; y, habiendo andado más de dos
horas por él, buscándola por todas partes sin
poder hallarla, vinieron a parar a un prado
lleno de fresca yerba, junto del cual corría un
arroyo apacible y fresco; tanto, que convidó y
forzó a pasar allí las horas de la siesta, que
rigurosamente comenzaba ya a entrar.
Apeáronse don Quijote y Sancho, y, dejando
al jumento y a Rocinante a sus anchuras
pacer de la mucha yerba que allí había,
dieron saco a las alforjas, y, sin cerimonia
alguna, en buena paz y compañía, amo y
mozo comieron lo que en ellas hallaron.
No se había curado Sancho de echar sueltas
a Rocinante, seguro de que le conocía por tan
manso y tan poco rijoso que todas las yeguas
de la dehesa de Córdoba no le hicieran tomar
mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y el
diablo, que no todas veces duerme, que
andaban por aquel valle paciendo una
manada de hacas galicianas de unos arrieros
gallegos, de los cuales es costumbre sestear
con su recua en lugares y sitios de yerba y
agua; y aquel donde acertó a hallarse don
Quijote era muy a propósito de los gallegos.
Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en
deseo de refocilarse con las señoras facas; y
saliendo, así como las olió, de su natural paso
y costumbre, sin pedir licencia a su dueño,
tomó un trotico algo picadillo y se fue a
comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas,
que, a lo que pareció, debían de tener más
gana de pacer que de ál, recibiéronle con las
herraduras y con los dientes, de tal manera
que, a poco espacio, se le rompieron las
cinchas y quedó, sin silla, en pelota. Pero lo
que él debió más de sentir fue que, viendo
los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les
hacía, acudieron con estacas, y tantos palos
le dieron que le derribaron malparado en el
suelo. Ya en esto don Quijote y Sancho, que
la paliza de Rocinante habían visto, llegaban
ijadeando; y dijo don Quijote a Sancho:
—A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no
son caballeros, sino gente soez y de baja
ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar
a tomar la debida venganza del agravio que
delante de nuestros ojos se le ha hecho a
Rocinante.
—¿Qué diablos de venganza hemos de
tomar
—respondió Sancho
—, si éstos son
más de veinte y nosotros no más de dos, y
aun, quizá, nosotros sino uno y medio?
—Yo valgo por ciento
—replicó don Quijote.
Y, sin hacer más discursos, echó mano a su
espada y arremetió a los gallegos, y lo
mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido
del ejemplo de su amo. Y, a las primeras, dio
don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió
un sayo de cuero de que venía vestido, con
gran parte de la espalda. Los gallegos, que se
vieron maltratar de aquellos dos hombres
solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus
estacas, y, cogiendo a los dos en medio,
comenzaron a menudear sobre ellos con
grande ahínco y vehemencia. Verdad es que
al segundo toque dieron con Sancho en el
suelo, y lo mesmo le avino a don Quijote, sin
que le valiese su destreza y buen ánimo; y
quiso su ventura que viniese a caer a los pies
de Rocinante, que aún no se había levantado;
donde se echa de ver la furia con que
machacan estacas puestas en manos rústicas
y enojadas.
Viendo, pues, los gallegos el mal recado
que habían hecho, con la mayor presteza que
pudieron, cargaron su recua y siguieron su
camino, dejando a los dos aventureros de
mala traza y de peor talante.
El primero que se resintió fue Sancho
Panza; y, hallándose junto a su señor, con
voz enferma y lastimada, dijo:
—¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don
Quijote!
—¿Qué quieres, Sancho hermano?
—
respondió don Quijote con el mesmo tono
afeminado y doliente que Sancho.
—Querría, si fuese posible
—respondió
Sancho Panza
—, que vuestra merced me
diese dos tragos de aquella bebida del feo
Blas, si es que la tiene vuestra merced ahí a
mano. Quizá será de provecho para los
quebrantamientos de huesos como lo es para
las feridas.
—Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo,
¿qué nos faltaba?
—respondió don Quijote
—.
Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de
caballero andante, que antes que pasen dos
días, si la fortuna no ordena otra cosa, la
tengo de tener en mi poder, o mal me han de
andar las manos.
—Pues, ¿en cuántos le parece a vuestra
merced que podremos mover los pies?
—replicó Sancho Panza.
—De mí sé decir
—dijo el molido caballero
don Quijote
— que no sabré poner término a
esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo,
que no había de poner mano a la espada
contra hombres que no fuesen armados
caballeros como yo; y así, creo que, en pena
de haber pasado las leyes de la caballería, ha
permitido el dios de las batallas que se me
diese este castigo. Por lo cual, Sancho Panza,
conviene que estés advertido en esto que
ahora te diré, porque importa mucho a la
salud de entrambos; y es que, cuando veas
que semejante canalla nos hace algún
agravio, no aguardes a que yo ponga mano al
espada para ellos, porque no lo haré en
ninguna manera, sino pon tú mano a tu
espada y castígalos muy a tu sabor; que si en
su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo
te sabré defender y ofendellos con todo mi
poder; que ya habrás visto por mil señales y
experiencias hasta adónde se estiende el
valor de este mi fuerte brazo.
Tal quedó de arrogante el pobre señor con
el vencimiento del valiente vizcaíno. Mas no
le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso
de su amo que dejase de responder,
diciendo:
—Señor, yo soy hombre pacífico, manso,
sosegado, y sé disimilar cualquiera injuria,
porque tengo mujer y hijos que sustentar y
criar. Así que, séale a vuestra merced
también aviso, pues no puede ser mandato,
que en ninguna manera pondré mano a la
espada, ni contra villano ni contra caballero;
y que, desde aquí para delante de Dios,
perdono cuantos agravios me han hecho y
han de hacer: ora me los haya hecho, o haga
o haya de hacer, persona alta o baja, rico o
pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado
ni condición alguna.
Lo cual oído por su amo, le respondió:
—Quisiera tener aliento para poder hablar
un poco descansado, y que el dolor que tengo
en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para
darte a entender, Panza, en el error en que
estás. Ven acá, pecador; si el viento de la
fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro
favor se vuelve, llevándonos las velas del
deseo para que seguramente y sin contraste
alguno tomemos puerto en alguna de las
ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de
ti si, ganándola yo, te hiciese señor della?
Pues ¿lo vendrás a imposibilitar por no ser
caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni
intención de vengar tus injurias y defender tu
señorío? Porque has de saber que en los
reinos y provincias nuevamente conquistados
nunca están tan quietos los ánimos de sus
naturales, ni tan de parte del nuevo señor
que no se tengan temor de que han de hacer
alguna novedad para alterar de nuevo las
cosas, y volver, como dicen, a probar
ventura; y así, es menester que el nuevo
posesor tenga entendimiento para saberse
gobernar, y valor para ofender y defenderse
en cualquiera acontecimiento.
—En este que ahora nos ha acontecido
—
respondió Sancho
—, quisiera yo tener ese
entendimiento y ese valor que vuestra
merced dice; mas yo le juro, a fe de pobre
hombre, que más estoy para bizmas que para
pláticas. Mire vuestra merced si se puede
levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque
no lo merece, porque él fue la causa principal
de todo este molimiento. Jamás tal creí de
Rocinante, que le tenía por persona casta y
tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que
es menester mucho tiempo para venir a
conocer las personas, y que no hay cosa
segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras
de aquellas tan grandes cuchilladas como
vuestra merced dio a aquel desdichado
caballero andante, había de venir, por la
posta y en seguimiento suyo, esta tan grande
tempestad de palos que ha descargado sobre
nuestras espaldas?
—Aun las tuyas, Sancho
—replicó don
Quijote
—, deben de estar hechas a
semejantes nublados; pero las mías, criadas
entre sinabafas y holandas, claro está que
sentirán más el dolor desta desgracia. Y si no
fuese porque imagino..., ¿qué digo imagino?,
sé muy cierto, que todas estas
incomodidades son muy anejas al ejercicio de
las armas, aquí me dejaría morir de puro
enojo.
A esto replicó el escudero:
—Señor, ya que estas desgracias son de la
cosecha de la caballería, dígame vuestra
merced si suceden muy a menudo, o si tienen
sus tiempos limitados en que acaecen;
porque me parece a mí que a dos cosechas
quedaremos inútiles para la tercera, si Dios,
por su infinita misericordia, no nos socorre.
—Sábete, amigo Sancho
—respondió don
Quijote
—, que la vida de los caballeros
andantes está sujeta a mil peligros y
desventuras; y, ni más ni menos, está en
potencia propincua de ser los caballeros
andantes reyes y emperadores, como lo ha
mostrado la experiencia en muchos y
diversos caballeros, de cuyas historias yo
tengo entera noticia. Y pudiérate contar
agora, si el dolor me diera lugar, de algunos
que, sólo por el valor de su brazo, han subido
a los altos grados que he contado; y estos
mesmos se vieron antes y después en
diversas calamidades y miserias. Porque el
valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de
su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de
quien se tiene por averiguado que le dio,
teniéndole preso, más de docientos azotes
con las riendas de su caballo, atado a una
coluna de un patio. Y aun hay un autor
secreto, y de no poco crédito, que dice que,
habiendo cogido al Caballero del Febo con
una cierta trampa que se le hundió debajo de
los pies, en un cierto castillo, y al caer, se
halló en una honda sima debajo de tierra,
atado de pies y manos, y allí le echaron una
destas que llaman melecinas, de agua de
nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo; y
si no fuera socorrido en aquella gran cuita de
un sabio grande amigo suyo, lo pasara muy
mal el pobre caballero. Ansí que, bien puedo
yo pasar entre tanta buena gente; que
mayores afrentas son las que éstos pasaron,
que no las que ahora nosotros pasamos.
Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que
no afrentan las heridas que se dan con los
instrumentos que acaso se hallan en las
manos; y esto está en la ley del duelo, escrito
por palabras expresas: que si el zapatero da
a otro con la horma que tiene en la mano,
puesto que verdaderamente es de palo, no
por eso se dirá que queda apaleado aquel a
quien dio con ella. Digo esto porque no
pienses que, puesto que quedamos desta
pendencia molidos, quedamos afrentados;
porque las armas que aquellos hombres
traían, con que nos machacaron, no eran
otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo
que se me acuerda, tenía estoque, espada ni
puñal.
—No me dieron a mí lugar
—respondió
Sancho
— a que mirase en tanto; porque,
apenas puse mano a mi tizona, cuando me
santiguaron los hombros con sus pinos, de
manera que me quitaron la vista de los ojos y
la fuerza de los pies, dando conmigo adonde
ahora yago, y adonde no me da pena alguna
el pensar si fue afrenta o no lo de los
estacazos, como me la da el dolor de los
golpes, que me han de quedar tan impresos
en la memoria como en las espaldas.
—Con todo eso, te hago saber, hermano
Panza
—replicó don Quijote
—, que no hay
memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor
que muerte no le consuma.
—Pues, ¿qué mayor desdicha puede ser
—
replicó Panza
— de aquella que aguarda al
tiempo que la consuma y a la muerte que la
acabe? Si esta nuestra desgracia fuera de
aquellas que con un par de bizmas se curan,
aun no tan malo; pero voy viendo que no han
de bastar todos los emplastos de un hospital
para ponerlas en buen término siquiera.
—Déjate deso y saca fuerzas de flaqueza,
Sancho
—respondió don Quijote
—, que así
haré yo, y veamos cómo está Rocinante; que,
a lo que me parece, no le ha cabido al pobre
la menor parte desta desgracia.
—No hay de qué maravillarse deso
—
respondió Sancho
—, siendo él tan buen
caballero andante; de lo que yo me maravillo
es de que mi jumento haya quedado libre y
sin costas donde nosotros salimos sin
costillas.
—Siempre deja la ventura una puerta
abierta en las desdichas, para dar remedio a
ellas
—dijo don Quijote
—. Dígolo porque esa
bestezuela podrá suplir ahora la falta de
Rocinante, llevándome a mí desde aquí a
algún castillo donde sea curado de mis
feridas. Y más, que no tendré a deshonra la
tal caballería, porque me acuerdo haber leído
que aquel buen viejo Sileno, ayo y pedagogo
del alegre dios de la risa, cuando entró en la
ciudad de las cien puertas iba, muy a su
placer, caballero sobre un muy hermoso
asno.
—Verdad será que él debía de ir caballero,
como vuestra merced dice
—respondió
Sancho
—, pero hay grande diferencia del ir
caballero al ir atravesado como costal de
basura.
A lo cual respondió don Quijote:
—Las feridas que se reciben en las batallas,
antes dan honra que la quitan. Así que, Panza
amigo, no me repliques más, sino, como ya
te he dicho, levántate lo mejor que pudieres
y ponme de la manera que más te agradare
encima de tu jumento, y vamos de aquí antes
que la noche venga y nos saltee en este
despoblado.
—Pues yo he oído decir a vuestra merced
—
dijo Panza
— que es muy de caballeros
andantes el dormir en los páramos y
desiertos lo más del año, y que lo tienen a
mucha ventura.
—Eso es
—dijo don Quijote
— cuando no
pueden más, o cuando están enamorados; y
es tan verdad esto, que ha habido caballero
que se ha estado sobre una peña, al sol y a la
sombra, y a las inclemencias del cielo, dos
años, sin que lo supiese su señora. Y uno
déstos fue Amadís, cuando, llamándose
Beltenebros, se alojó en la Peña Pobre, ni sé
si ocho años o ocho meses, que no estoy muy
bien en la cuenta: basta que él estuvo allí
haciendo penitencia, por no sé qué sinsabor
que le hizo la señora Oriana. Pero dejemos ya
esto, Sancho, y acaba, antes que suceda otra
desgracia al jumento, como a Rocinante.
—Aun ahí sería el diablo
—dijo Sancho.
Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta
sospiros, y ciento y veinte pésetes y reniegos
de quien allí le había traído, se levantó,
quedándose agobiado en la mitad del camino,
como arco turquesco, sin poder acabar de
enderezarse; y con todo este trabajo aparejó
su asno, que también había andado algo
destraído con la demasiada libertad de aquel
día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si
tuviera lengua con que quejarse, a buen
seguro que Sancho ni su amo no le fueran en
zaga.
En resolución, Sancho acomodó a don
Quijote sobre el asno y puso de reata a
Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se
encaminó, poco más a menos, hacia donde le
pareció que podía estar el camino real. Y la
suerte, que sus cosas de bien en mejor iba
guiando, aún no hubo andado una pequeña
legua, cuando le deparó el camino, en el cual
descubrió una venta que, a pesar suyo y
gusto de don Quijote, había de ser castillo.
Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que
no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que
tuvieron lugar, sin acabarla, de llegar a ella,
en la cual Sancho se entró, sin más
averiguación, con toda su recua.
Capítulo XVI. De lo que le
sucedió al ingenioso hidalgo
en la venta que él
imaginaba ser castillo
El ventero, que vio a don Quijote
atravesado en el asno, preguntó a Sancho
qué mal traía. Sancho le respondió que no
era nada, sino que había dado una caída de
una peña abajo, y que venía algo brumadas
las costillas. Tenía el ventero por mujer a
una, no de la condición que suelen tener las
de semejante trato, porque naturalmente era
caritativa y se dolía de las calamidades de
sus prójimos; y así, acudió luego a curar a
don Quijote y hizo que una hija suya,
doncella, muchacha y de muy buen parecer,
la ayudase a curar a su huésped. Servía en la
venta, asimesmo, una moza asturiana, ancha
de cara, llana de cogote, de nariz roma, del
un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad
es que la gallardía del cuerpo suplía las
demás faltas: no tenía siete palmos de los
pies a la cabeza, y las espaldas, que algún
tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo
más de lo que ella quisiera. Esta gentil moza,
pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron
una muy mala cama a don Quijote en un
camaranchón que, en otros tiempos, daba
manifiestos indicios que había servido de
pajar muchos años.
En la cual también alojaba un arriero, que
tenía su cama hecha un poco más allá de la
de nuestro don Quijote. Y, aunque era de las
enjalmas y mantas de sus machos, hacía
mucha ventaja a la de don Quijote, que sólo
contenía cuatro mal lisas tablas, sobre dos no
muy iguales bancos, y un colchón que en lo
sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que,
a no mostrar que eran de lana por algunas
roturas, al tiento, en la dureza, semejaban de
guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de
adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se
quisieran contar, no se perdiera uno solo de
la cuenta.
En esta maldita cama se acostó don
Quijote, y luego la ventera y su hija le
emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles
Maritornes, que así se llamaba la asturiana;
y, como al bizmalle viese la ventera tan
acardenalado a partes a don Quijote, dijo que
aquello más parecían golpes que caída.
—No fueron golpes
—dijo Sancho
—, sino
que la peña tenía muchos picos y tropezones.
Y que cada uno había hecho su cardenal. Y
también le dijo:
—Haga vuestra merced, señora, de manera
que queden algunas estopas, que no faltará
quien las haya menester; que también me
duelen a mí un poco los lomos.
—Desa manera
—respondió la ventera
—,
también debistes vos de caer.
—No caí
—dijo Sancho Panza
—, sino que
del sobresalto que tomé de ver caer a mi
amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo
que me parece que me han dado mil palos.
—Bien podrá ser eso
—dijo la doncella
—;
que a mí me ha acontecido muchas veces
soñar que caía de una torre abajo y que
nunca acababa de llegar al suelo, y, cuando
despertaba del sueño, hallarme tan molida y
quebrantada como si verdaderamente
hubiera caído.
—Ahí está el toque, señora
—respondió
Sancho Panza
—: que yo, sin soñar nada, sino
estando más despierto que ahora estoy, me
hallo con pocos menos cardenales que mi
señor don Quijote.
—¿Cómo se llama este caballero?
—
preguntó la asturiana Maritornes.
—Don Quijote de la Mancha
—respondió
Sancho Panza
—, y es caballero aventurero, y
de los mejores y más fuertes que de luengos
tiempos acá se han visto en el mundo.
—¿Qué es caballero aventurero?
—replicó la
moza.
—¿Tan nueva sois en el mundo que no lo
sabéis vos?
—respondió Sancho Panza
—.
Pues sabed, hermana mía, que caballero
aventurero es una cosa que en dos palabras
se ve apaleado y emperador. Hoy está la más
desdichada criatura del mundo y la más
menesterosa, y mañana tendría dos o tres
coronas de reinos que dar a su escudero.
—Pues, ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen
señor
—dijo la ventera
—, no tenéis, a lo que
parece, siquiera algún condado?
—Aún es temprano
—respondió Sancho
—,
porque no ha sino un mes que andamos
buscando las aventuras, y hasta ahora no
hemos topado con ninguna que lo sea. Y tal
vez hay que se busca una cosa y se halla
otra. Verdad es que, si mi señor don Quijote
sana desta herida o caída y yo no quedo
contrecho della, no trocaría mis esperanzas
con el mejor título de España. Todas estas
pláticas estaba escuchando, muy atento, don
Quijote, y, sentándose en el lecho como
pudo, tomando de la mano a la ventera, le
dijo:
—Creedme, fermosa señora, que os podéis
llamar venturosa por haber alojado en este
vuestro castillo a mi persona, que es tal, que
si yo no la alabo, es por lo que suele decirse
que la alabanza propria envilece; pero mi
escudero os dirá quién soy. Sólo os digo que
tendré eternamente escrito en mi memoria el
servicio que me habedes fecho, para
agradecéroslo mientras la vida me durare; y
pluguiera a los altos cielos que el amor no me
tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y
los ojos de aquella hermosa ingrata que digo
entre mis dientes; que los desta fermosa
doncella fueran señores de mi libertad.
Confusas estaban la ventera y su hija y la
buena de Maritornes oyendo las razones del
andante caballero, que así las entendían
como si hablara en griego, aunque bien
alcanzaron que todas se encaminaban a
ofrecimiento y requiebros; y, como no usadas
a semejante lenguaje, mirábanle y
admirábanse, y parecíales otro hombre de los
que se usaban; y, agradeciéndole con
venteriles razones sus ofrecimientos, le
dejaron; y la asturiana Maritornes curó a
Sancho, que no menos lo había menester que
su amo.
Había el arriero concertado con ella que
aquella noche se refocilarían juntos, y ella le
había dado su palabra de que, en estando
sosegados los huéspedes y durmiendo sus
amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto
en cuanto le mandase. Y cuéntase desta
buena moza que jamás dio semejantes
palabras que no las cumpliese, aunque las
diese en un monte y sin testigo alguno;
porque presumía muy de hidalga, y no tenía
por afrenta estar en aquel ejercicio de servir
en la venta, porque decía ella que desgracias
y malos sucesos la habían traído a aquel
estado.
El duro, estrecho, apocado y fementido
lecho de don Quijote estaba primero en mitad
de aquel estrellado establo, y luego, junto a
él, hizo el suyo Sancho, que sólo contenía
una estera de enea y una manta, que antes
mostraba ser de anjeo tundido que de lana.
Sucedía a estos dos lechos el del arriero,
fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas
y todo el adorno de los dos mejores mulos
que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y
famosos, porque era uno de los ricos arrieros
de Arévalo, según lo dice el autor desta
historia, que deste arriero hace particular
mención, porque le conocía muy bien, y aun
quieren decir que era algo pariente suyo.
Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fue
historiador muy curioso y muy puntual en
todas las cosas; y échase bien de ver, pues
las que quedan referidas, con ser tan
mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en
silencio; de donde podrán tomar ejemplo los
historiadores graves, que nos cuentan las
acciones tan corta y sucintamente que
apenas nos llegan a los labios, dejándose en
el tintero, ya por descuido, por malicia o
ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien
haya mil veces el autor de Tablante de
Ricamonte, y aquel del otro libro donde se
cuenta los hechos del conde Tomillas; y con
qué puntualidad lo describen todo!
Digo, pues, que después de haber visitado
el arriero a su recua y dádole el segundo
pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a
esperar a su puntualísima Maritornes. Ya
estaba Sancho bizmado y acostado, y,
aunque procuraba dormir, no lo consentía el
dolor de sus costillas; y don Quijote, con el
dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos
como liebre. Toda la venta estaba en silencio,
y en toda ella no había otra luz que la que
daba una lámpara que colgada en medio del
portal ardía.
Esta maravillosa quietud, y los
pensamientos que siempre nuestro caballero
traía de los sucesos que a cada paso se
cuentan en los libros autores de su desgracia,
le trujo a la imaginación una de las estrañas
locuras que buenamente imaginarse pueden.
Y fue que él se imaginó haber llegado a un
famoso castillo
—que, como se ha dicho,
castillos eran a su parecer todas las ventas
donde alojaba
—, y que la hija del ventero lo
era del señor del castillo, la cual, vencida de
su gentileza, se había enamorado dél y
prometido que aquella noche, a furto de sus
padres, vendría a yacer con él una buena
pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él
se había fabricado, por firme y valedera, se
comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso
trance en que su honestidad se había de ver,
y propuso en su corazón de no cometer
alevosía a su señora Dulcinea del Toboso,
aunque la mesma reina Ginebra con su dama
Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se
llegó el tiempo y la hora
—que para él fue
menguada
— de la venida de la asturiana, la
cual, en camisa y descalza, cogidos los
cabellos en una albanega de fustán, con
tácitos y atentados pasos, entró en el
aposento donde los tres alojaban en busca
del arriero. Pero, apenas llegó a la puerta,
cuando don Quijote la sintió, y, sentándose
en la cama, a pesar de sus bizmas y con
dolor de sus costillas, tendió los brazos para
recebir a su fermosa doncella. La asturiana,
que, toda recogida y callando, iba con las
manos delante buscando a su querido, topó
con los brazos de don Quijote, el cual la asió
fuertemente de una muñeca y, tirándola
hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la
hizo sentar sobre la cama. Tentóle luego la
camisa, y, aunque ella era de harpillera, a él
le pareció ser de finísimo y delgado cendal.
Traía en las muñecas unas cuentas de vidro,
pero a él le dieron vislumbres de preciosas
perlas orientales. Los cabellos, que en alguna
manera tiraban a crines, él los marcó por
hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo
resplandor al del mesmo sol escurecía. Y el
aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada
fiambre y trasnochada, a él le pareció que
arrojaba de su boca un olor suave y
aromático; y, finalmente, él la pintó en su
imaginación de la misma traza y modo que lo
había leído en sus libros de la otra princesa
que vino a ver el mal ferido caballero,
vencida de sus amores, con todos los adornos
que aquí van puestos. Y era tanta la
ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni
el aliento, ni otras cosas que traía en sí la
buena doncella, no le desengañaban, las
cuales pudieran hacer vomitar a otro que no
fuera arriero; antes, le parecía que tenía
entre sus brazos a la diosa de la hermosura.
Y, teniéndola bien asida, con voz amorosa y
baja le comenzó a decir:
—Quisiera hallarme en términos, fermosa y
alta señora, de poder pagar tamaña merced
como la que con la vista de vuestra gran
fermosura me habedes fecho, pero ha
querido la fortuna, que no se cansa de
perseguir a los buenos, ponerme en este
lecho, donde yago tan molido y quebrantado
que, aunque de mi voluntad quisiera
satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y
más, que se añade a esta imposibilidad otra
mayor, que es la prometida fe que tengo
dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única
señora de mis más escondidos pensamientos;
que si esto no hubiera de por medio, no fuera
yo tan sandio caballero que dejara pasar en
blanco la venturosa ocasión en que vuestra
gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba congojadísima y
trasudando, de verse tan asida de don
Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las
razones que le decía, procuraba, sin hablar
palabra, desasirse. El bueno del arriero, a
quien tenían despierto sus malos deseos,
desde el punto que entró su coima por la
puerta, la sintió; estuvo atentamente
escuchando todo lo que don Quijote decía, y,
celoso de que la asturiana le hubiese faltado
la palabra por otro, se fue llegando más al
lecho de don Quijote, y estúvose quedo hasta
ver en qué paraban aquellas razones, que él
no podía entender. Pero, como vio que la
moza forcejaba por desasirse y don Quijote
trabajaba por tenella, pareciéndole mal la
burla, enarboló el brazo en alto y descargó
tan terrible puñada sobre las estrechas
quijadas del enamorado caballero, que le
bañó toda la boca en sangre; y, no contento
con esto, se le subió encima de las costillas, y
con los pies más que de trote, se las paseó
todas de cabo a cabo.
El lecho, que era un poco endeble y de no
firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la
añadidura del arriero, dio consigo en el suelo,
a cuyo gran ruido despertó el ventero, y
luego imaginó que debían de ser pendencias
de Maritornes, porque, habiéndola llamado a
voces, no respondía. Con esta sospecha se
levantó, y, encendiendo un candil, se fue
hacia donde había sentido la pelaza. La moza,
viendo que su amo venía, y que era de
condición terrible, toda medrosica y
alborotada, se acogió a la cama de Sancho
Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó y se
hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:
—¿Adónde estás, puta? A buen seguro que
son tus cosas éstas.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo
aquel bulto casi encima de sí, pensó que
tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a
una y otra parte, y entre otras alcanzó con no
sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del
dolor, echando a rodar la honestidad, dio el
retorno a Sancho con tantas que, a su
despecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose
tratar de aquella manera y sin saber de
quién, alzándose como pudo, se abrazó con
Maritornes, y comenzaron entre los dos la
más reñida y graciosa escaramuza del
mundo.
Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del
candil del ventero, cuál andaba su dama,
dejando a don Quijote, acudió a dalle el
socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero,
pero con intención diferente, porque fue a
castigar a la moza, creyendo sin duda que
ella sola era la ocasión de toda aquella
armonía. Y así como suele decirse: el gato al
rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo,
daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza,
la moza a él, el ventero a la moza, y todos
menudeaban con tanta priesa que no se
daban punto de reposo; y fue lo bueno que al
ventero se le apagó el candil, y, como
quedaron ascuras, dábanse tan sin
compasión todos a bulto que, a doquiera que
ponían la mano, no dejaban cosa sana.
Alojaba acaso aquella noche en la venta un
cuadrillero de los que llaman de la Santa
Hermandad Vieja de Toledo, el cual, oyendo
ansimesmo el estraño estruendo de la pelea,
asió de su media vara y de la caja de lata de
sus títulos, y entró ascuras en el aposento,
diciendo:
—¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la
Santa Hermandad!
Y el primero con quien topó fue con el
apuñeado de don Quijote, que estaba en su
derribado lecho, tendido boca arriba, sin
sentido alguno, y, echándole a tiento mano a
las barbas, no cesaba de decir:
—¡Favor a la justicia!
Pero, viendo que el que tenía asido no se
bullía ni meneaba, se dio a entender que
estaba muerto, y que los que allí dentro
estaban eran sus matadores; y con esta
sospecha reforzó la voz, diciendo:
—¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no
se vaya nadie, que han muerto aquí a un
hombre!
Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual
dejó la pendencia en el grado que le tomó la
voz. Retiróse el ventero a su aposento, el
arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho;
solos los desventurados don Quijote y Sancho
no se pudieron mover de donde estaban.
Soltó en esto el cuadrillero la barba de don
Quijote, y salió a buscar luz para buscar y
prender los delincuentes; mas no la halló,
porque el ventero, de industria, había muerto
la lámpara cuando se retiró a su estancia, y
fuele forzoso acudir a la chimenea, donde,
con mucho trabajo y tiempo, encendió el
cuadrillero otro candil.
Capítulo XVII. Donde se
prosiguen los innumerables
trabajos que el bravo don
Quijote y su buen escudero
Sancho Panza pasaron en la
venta que, por su mal,
pensó que era castillo
Había ya vuelto en este tiempo de su
parasismo don Quijote, y, con el mesmo tono
de voz con que el día antes había llamado a
su escudero, cuando estaba tendido en el val
de las estacas, le comenzó a llamar, diciendo:
—Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes,
amigo Sancho?
—¿Qué tengo de dormir, pesia a mí
—
respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de
despecho
—; que no parece sino que todos los
diablos han andado conmigo esta noche?
—Puédeslo creer ansí, sin duda
—respondió
don Quijote
—, porque, o yo sé poco, o este
castillo es encantado. Porque has de saber...
Mas, esto que ahora quiero decirte hasme de
jurar que lo tendrás secreto hasta después de
mi muerte.
—Sí juro
—respondió Sancho.
—Dígolo
—replicó don Quijote
—, porque soy
enemigo de que se quite la honra a nadie.
—Digo que sí juro
—tornó a decir Sancho
—
que lo callaré hasta después de los días de
vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda
descubrir mañana.
—¿Tan malas obras te hago, Sancho
—
respondió don Quijote
—, que me querrías ver
muerto con tanta brevedad?
—No es por eso
—respondió Sancho
—, sino
porque soy enemigo de guardar mucho las
cosas, y no querría que se me pudriesen de
guardadas.
—Sea por lo que fuere
—dijo don Quijote
—;
que más fío de tu amor y de tu cortesía; y
así, has de saber que esta noche me ha
sucedido una de las más estrañas aventuras
que yo sabré encarecer; y, por contártela en
breve, sabrás que poco ha que a mí vino la
hija del señor deste castillo, que es la más
apuesta y fermosa doncella que en gran parte
de la tierra se puede hallar. ¿Qué te podría
decir del adorno de su persona? ¿Qué de su
gallardo entendimiento? ¿Qué de otras cosas
ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi
señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar
intactas y en silencio? Sólo te quiero decir
que, envidioso el cielo de tanto bien como la
ventura me había puesto en las manos, o
quizá, y esto es lo más cierto, que, como
tengo dicho, es encantado este castillo, al
tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y
amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni
supiese por dónde venía, vino una mano
pegada a algún brazo de algún descomunal
gigante y asentóme una puñada en las
quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en
sangre; y después me molió de tal suerte que
estoy peor que ayer cuando los gallegos, que,
por demasías de Rocinante, nos hicieron el
agravio que sabes. Por donde conjeturo que
el tesoro de la fermosura desta doncella le
debe de guardar algún encantado moro, y no
debe de ser para mí.
—Ni para mí tampoco
—respondió Sancho
—
, porque más de cuatrocientos moros me han
aporreado a mí, de manera que el molimiento
de las estacas fue tortas y pan pintado. Pero
dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y
rara aventura, habiendo quedado della cual
quedamos? Aun vuestra merced menos mal,
pues tuvo en sus manos aquella
incomparable fermosura que ha dicho, pero
yo, ¿qué tuve sino los mayores porrazos que
pienso recebir en toda mi vida? ¡Desdichado
de mí y de la madre que me parió, que ni soy
caballero andante, ni lo pienso ser jamás, y
de todas las malandanzas me cabe la mayor
parte!
—Luego, ¿también estás tú aporreado?
—
respondió don Quijote.
—¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje?
—dijo Sancho.
—No tengas pena, amigo
—dijo don
Quijote
—, que yo haré agora el bálsamo
precioso con que sanaremos en un abrir y
cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el
cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que
era muerto; y, así como le vio entrar Sancho,
viéndole venir en camisa y con su paño de
cabeza y candil en la mano, y con una muy
mala cara, preguntó a su amo:
—Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro
encantado, que nos vuelve a castigar, si se
dejó algo en el tintero?
—No puede ser el moro
—respondió don
Quijote
—, porque los encantados no se dejan
ver de nadie.
—Si no se dejan ver, déjanse sentir
—dijo
Sancho
—; si no, díganlo mis espaldas.
—También lo podrían decir las mías
—
respondió don Quijote
—, pero no es bastante
indicio ése para creer que este que se vee
sea el encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y, como los halló
hablando en tan sosegada conversación,
quedó suspenso. Bien es verdad que aún don
Quijote se estaba boca arriba, sin poderse
menear, de puro molido y emplastado.
Llegóse a él el cuadrillero y díjole:
—Pues, ¿cómo va, buen hombre?
—Hablara yo más bien criado
—respondió
don Quijote
—, si fuera que vos. ¿Úsase en
esta tierra hablar desa suerte a los caballeros
andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de
un hombre de tan mal parecer, no lo pudo
sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite,
dio a don Quijote con él en la cabeza, de
suerte que le dejó muy bien descalabrado; y,
como todo quedó ascuras, salióse luego; y
Sancho Panza dijo:
—Sin duda, señor, que éste es el moro
encantado, y debe de guardar el tesoro para
otros, y para nosotros sólo guarda las
puñadas y los candilazos.
—Así es
—respondió don Quijote
—, y no
hay que hacer caso destas cosas de
encantamentos, ni hay para qué tomar cólera
ni enojo con ellas; que, como son invisibles y
fantásticas, no hallaremos de quién
vengarnos, aunque más lo procuremos.
Levántate, Sancho, si puedes, y llama al
alcaide desta fortaleza, y procura que se me
dé un poco de aceite, vino, sal y romero para
hacer el salutífero bálsamo; que en verdad
que creo que lo he bien menester ahora,
porque se me va mucha sangre de la herida
que esta fantasma me ha dado.
Levántose Sancho con harto dolor de sus
huesos, y fue ascuras donde estaba el
ventero; y, encontrándose con el cuadrillero,
que estaba escuchando en qué paraba su
enemigo, le dijo:
—Señor, quien quiera que seáis, hacednos
merced y beneficio de darnos un poco de
romero, aceite, sal y vino, que es menester
para curar uno de los mejores caballeros
andantes que hay en la tierra, el cual yace en
aquella cama, malferido por las manos del
encantado moro que está en esta venta.
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por
hombre falto de seso; y, porque ya
comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la
venta, y, llamando al ventero, le dijo lo que
aquel buen hombre quería. El ventero le
proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó
a don Quijote, que estaba con las manos en
la cabeza, quejándose del dolor del candilazo,
que no le había hecho más mal que levantarle
dos chichones algo crecidos, y lo que él
pensaba que era sangre no era sino sudor
que sudaba con la congoja de la pasada
tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los
cuales hizo un compuesto, mezclándolos
todos y cociéndolos un buen espacio, hasta
que le pareció que estaban en su punto. Pidió
luego alguna redoma para echallo, y, como
no la hubo en la venta, se resolvió de ponello
en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de
quien el ventero le hizo grata donación. Y
luego dijo sobre la alcuza más de ochenta
paternostres y otras tantas avemarías, salves
y credos, y a cada palabra acompañaba una
cruz, a modo de bendición; a todo lo cual se
hallaron presentes Sancho, el ventero y
cuadrillero; que ya el arriero sosegadamente
andaba entendiendo en el beneficio de sus
machos.
Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la
esperiencia de la virtud de aquel precioso
bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió,
de lo que no pudo caber en la alcuza y
quedaba en la olla donde se había cocido,
casi media azumbre; y apenas lo acabó de
beber, cuando comenzó a vomitar de manera
que no le quedó cosa en el estómago; y con
las ansias y agitación del vómito le dio un
sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le
arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo ansí, y
quedóse dormido más de tres horas, al cabo
de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo
del cuerpo, y en tal manera mejor de su
quebrantamiento que se tuvo por sano; y
verdaderamente creyó que había acertado
con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel
remedio podía acometer desde allí adelante,
sin temor alguno, cualesquiera ruinas,
batallas y pendencias, por peligrosas que
fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro
la mejoría de su amo, le rogó que le diese a
él lo que quedaba en la olla, que no era poca
cantidad. Concedióselo don Quijote, y él,
tomándola a dos manos, con buena fe y
mejor talante, se la echó a pechos, y envasó
bien poco menos que su amo. Es, pues, el
caso que el estómago del pobre Sancho no
debía de ser tan delicado como el de su amo,
y así, primero que vomitase, le dieron tantas
ansias y bascas, con tantos trasudores y
desmayos que él pensó bien y
verdaderamente que era llegada su última
hora; y, viéndose tan afligido y congojado,
maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo
había dado. Viéndole así don Quijote, le dijo:
—Yo creo, Sancho, que todo este mal te
viene de no ser armado caballero, porque
tengo para mí que este licor no debe de
aprovechar a los que no lo son.
—Si eso sabía vuestra merced
—replicó
Sancho
—, ¡mal haya yo y toda mi parentela!,
¿para qué consintió que lo gustase?
En esto, hizo su operación el brebaje, y
comenzó el pobre escudero a desaguarse por
entrambas canales, con tanta priesa que la
estera de enea, sobre quien se había vuelto a
echar, ni la manta de anjeo con que se
cubría, fueron más de provecho. Sudaba y
trasudaba con tales parasismos y accidentes,
que no solamente él, sino todos pensaron que
se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y
mala andanza casi dos horas, al cabo de las
cuales no quedó como su amo, sino tan
molido y quebrantado que no se podía tener.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se
sintió aliviado y sano, quiso partirse luego a
buscar aventuras, pareciéndole que todo el
tiempo que allí se tardaba era quitársele al
mundo y a los en él menesterosos de su favor
y amparo; y más con la seguridad y confianza
que llevaba en su bálsamo. Y así, forzado
deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante y
enalbardó al jumento de su escudero, a quien
también ayudó a vestir y a subir en el asno.
Púsose luego a caballo, y, llegándose a un
rincón de la venta, asió de un lanzón que allí
estaba, para que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos había en
la venta, que pasaban de más de veinte
personas; mirábale también la hija del
ventero, y él también no quitaba los ojos
della, y de cuando en cuando arrojaba un
sospiro que parecía que le arrancaba de lo
profundo de sus entrañas, y todos pensaban
que debía de ser del dolor que sentía en las
costillas; a lo menos, pensábanlo aquellos
que la noche antes le habían visto bizmar. Ya
que estuvieron los dos a caballo, puesto a la
puerta de la venta, llamó al ventero, y con
voz muy reposada y grave le dijo:
—Muchas y muy grandes son las mercedes,
señor alcaide, que en este vuestro castillo he
recebido, y quedo obligadísimo a
agradecéroslas todos los días de mi vida. Si
os las puedo pagar en haceros vengado de
algún soberbio que os haya fecho algún
agravio, sabed que mi oficio no es otro sino
valer a los que poco pueden, y vengar a los
que reciben tuertos, y castigar alevosías.
Recorred vuestra memoria, y si halláis alguna
cosa deste jaez que encomendarme, no hay
sino decilla; que yo os prometo, por la orden
de caballero que recebí, de faceros satisfecho
y pagado a toda vuestra voluntad.
El ventero le respondió con el mesmo
sosiego:
—Señor caballero, yo no tengo necesidad
de que vuestra merced me vengue ningún
agravio, porque yo sé tomar la venganza que
me parece, cuando se me hacen. Sólo he
menester que vuestra merced me pague el
gasto que esta noche ha hecho en la venta,
así de la paja y cebada de sus dos bestias,
como de la cena y camas.
—Luego, ¿venta es ésta?
—replicó don
Quijote.
—Y muy honrada
—respondió el ventero.
—Engañado he vivido hasta aquí
—
respondió don Quijote
—, que en verdad que
pensé que era castillo, y no malo; pero, pues
es ansí que no es castillo sino venta, lo que
se podrá hacer por agora es que perdonéis
por la paga, que yo no puedo contravenir a la
orden de los caballeros andantes, de los
cuales sé cierto, sin que hasta ahora haya
leído cosa en contrario, que jamás pagaron
posada ni otra cosa en venta donde
estuviesen, porque se les debe de fuero y de
derecho cualquier buen acogimiento que se
les hiciere, en pago del insufrible trabajo que
padecen buscando las aventuras de noche y
de día, en invierno y en verano, a pie y a
caballo, con sed y con hambre, con calor y
con frío, sujetos a todas las inclemencias del
cielo y a todos los incómodos de la tierra.
—Poco tengo yo que ver en eso
—respondió
el ventero
—; págueseme lo que se me debe,
y dejémonos de cuentos ni de caballerías,
que yo no tengo cuenta con otra cosa que
con cobrar mi hacienda.
—Vos sois un sandio y mal hostalero
—
respondió don Quijote.
Y, poniendo piernas al Rocinante y
terciando su lanzón, se salió de la venta sin
que nadie le detuviese, y él, sin mirar si le
seguía su escudero, se alongó un buen
trecho.
El ventero, que le vio ir y que no le pagaba,
acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo
que, pues su señor no había querido pagar,
que tampoco él pagaría; porque, siendo él
escudero de caballero andante, como era, la
mesma regla y razón corría por él como por
su amo en no pagar cosa alguna en los
mesones y ventas. Amohinóse mucho desto
el ventero, y amenazóle que si no le pagaba,
que lo cobraría de modo que le pesase. A lo
cual Sancho respondió que, por la ley de
caballería que su amo había recebido, no
pagaría un solo cornado, aunque le costase la
vida; porque no había de perder por él la
buena y antigua usanza de los caballeros
andantes, ni se habían de quejar dél los
escuderos de los tales que estaban por venir
al mundo, reprochándole el quebrantamiento
de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho
que, entre la gente que estaba en la venta,
se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres
agujeros del Potro de Córdoba y dos vecinos
de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien
intencionada, maleante y juguetona, los
cuales, casi como instigados y movidos de un
mesmo espíritu, se llegaron a Sancho, y,
apeándole del asno, uno dellos entró por la
manta de la cama del huésped, y, echándole
en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo
era algo más bajo de lo que habían menester
para su obra, y determinaron salirse al corral,
que tenía por levantarle en alto y a holgarse
con él como con perro por carnestolendas.
Las voces que el mísero manteado daba
fueron tantas, que llegaron a los oídos de su
amo; el cual, determinándose a escuchar
atentamente, creyó que alguna nueva
aventura le venía, hasta que claramente
conoció que el que gritaba era su escudero;
y, volviendo las riendas, con un penado
galope llegó a la venta, y, hallándola cerrada,
la rodeó por ver si hallaba por donde entrar;
pero no hubo llegado a las paredes del corral,
que no eran muy altas, cuando vio el mal
juego que se le hacía a su escudero. Viole
bajar y subir por el aire, con tanta gracia y
presteza que, si la cólera le dejara, tengo
para mí que se riera. Probó a subir desde el
caballo a las bardas, pero estaba tan molido y
quebrantado que aun apearse no pudo; y así,
desde encima del caballo, comenzó a decir
tantos denuestos y baldones a los que a
Sancho manteaban, que no es posible acertar
a escribillos; mas no por esto cesaban ellos
de su risa y de su obra, ni el volador Sancho
dejaba sus quejas, mezcladas ya con
amenazas, ya con ruegos; mas todo
aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que
de puro cansados le dejaron.
Trujéronle allí su asno, y, subiéndole
encima, le arroparon con su gabán. Y la
compasiva de Maritornes, viéndole tan
fatigado, le pareció ser bien socorrelle con un
jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por
ser más frío. Tomóle Sancho, y llevándole a
la boca, se paró a las voces que su amo le
daba, diciendo:
—¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la
bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí tengo el
santísimo bálsamo
—y enseñábale la alcuza
del brebaje
—, que con dos gotas que dél
bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos, como
de través, y dijo con otras mayores:
—¿Por dicha hásele olvidado a vuestra
merced como yo no soy caballero, o quiere
que acabe de vomitar las entrañas que me
quedaron de anoche?
Guárdese su licor con todos los diablos y
déjeme a mí.
Y el acabar de decir esto y el comenzar a
beber todo fue uno; mas, como al primer
trago vio que era agua, no quiso pasar
adelante, y rogó a Maritornes que se le
trujese de vino, y así lo hizo ella de muy
buena voluntad, y lo pagó de su mesmo
dinero; porque, en efecto, se dice della que,
aunque estaba en aquel trato, tenía unas
sombras y lejos de cristiana.
Así como bebió Sancho, dio de los carcaños
a su asno, y, abriéndole la puerta de la venta
de par en par, se salió della, muy contento de
no haber pagado nada y de haber salido con
su intención, aunque había sido a costa de
sus acostumbrados fiadores, que eran sus
espaldas. Verdad es que el ventero se quedó
con sus alforjas en pago de lo que se le
debía; mas Sancho no las echó menos, según
salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien
la puerta así como le vio fuera, mas no lo
consintieron los manteadores, que eran gente
que, aunque don Quijote fuera
verdaderamente de los caballeros andantes
de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos
ardites.
Capítulo XVIII. Donde se
cuentan las razones que
pasó Sancho Panza con su
señor Don Quijote, con otras
aventuras dignas de ser
contadas
Llegó Sancho a su amo marchito y
desmayado; tanto, que no podía arrear a su
jumento. Cuando así le vio don Quijote, le
dijo:
—Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que
aquel castillo o venta, de que es encantado
sin duda; porque aquellos que tan
atrozmente tomaron pasatiempo contigo,
¿qué podían ser sino fantasmas y gente del
otro mundo? Y confirmo esto por haber visto
que, cuando estaba por las bardas del corral
mirando los actos de tu triste tragedia, no me
fue posible subir por ellas, ni menos pude
apearme de Rocinante, porque me debían de
tener encantado; que te juro, por la fe de
quien soy, que si pudiera subir o apearme,
que yo te hiciera vengado de manera que
aquellos follones y malandrines se acordaran
de la burla para siempre, aunque en ello
supiera contravenir a las leyes de la
caballería, que, como ya muchas veces te he
dicho, no consienten que caballero ponga
mano contra quien no lo sea, si no fuere en
defensa de su propria vida y persona, en caso
de urgente y gran necesidad.
—También me vengara yo si pudiera, fuera
o no fuera armado caballero, pero no pude;
aunque tengo para mí que aquellos que se
holgaron conmigo no eran fantasmas ni
hombres encantados, como vuestra merced
dice, sino hombres de carne y hueso como
nosotros; y todos, según los oí nombrar
cuando me volteaban, tenían sus nombres:
que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el
otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que
se llamaba Juan Palomeque el Zurdo. Así que,
señor, el no poder saltar las bardas del corral,
ni apearse del caballo, en ál estuvo que en
encantamentos. Y lo que yo saco en limpio de
todo esto es que estas aventuras que
andamos buscando, al cabo al cabo, nos han
de traer a tantas desventuras que no
sepamos cuál es nuestro pie derecho. Y lo
que sería mejor y más acertado, según mi
poco entendimiento, fuera el volvernos a
nuestro lugar, ahora que es tiempo de la
siega y de entender en la hacienda,
dejándonos de andar de Ceca en Meca y de
zoca en colodra, como dicen.
—¡Qué poco sabes, Sancho
—respondió don
Quijote
—, de achaque de caballería!
Calla y ten paciencia, que día vendrá donde
veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es
andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué
mayor contento puede haber en el mundo, o
qué gusto puede igualarse al de vencer una
batalla y al de triunfar de su enemigo?
Ninguno, sin duda alguna.
—Así debe de ser
—respondió Sancho
—,
puesto que yo no lo sé; sólo sé que, después
que somos caballeros andantes, o vuestra
merced lo es (que yo no hay para qué me
cuente en tan honroso número), jamás
hemos vencido batalla alguna, si no fue la del
vizcaíno, y aun de aquélla salió vuestra
merced con media oreja y media celada
menos; que, después acá, todo ha sido palos
y más palos, puñadas y más puñadas,
llevando yo de ventaja el manteamiento y
haberme sucedido por personas encantadas,
de quien no puedo vengarme, para saber
hasta dónde llega el gusto del vencimiento
del enemigo, como vuestra merced dice.
—Ésa es la pena que yo tengo y la que tú
debes tener, Sancho
—respondió don
Quijote
—; pero, de aquí adelante, yo
procuraré haber a las manos alguna espada
hecha por tal maestría, que al que la trujere
consigo no le puedan hacer ningún género de
encantamentos; y aun podría ser que me
deparase la ventura aquella de Amadís,
cuando se llamaba el Caballero de la Ardiente
Espada, que fue una de las mejores espadas
que tuvo caballero en el mundo, porque,
fuera que tenía la virtud dicha, cortaba como
una navaja, y no había armadura, por fuerte
y encantada que fuese, que se le parase
delante.
—Yo soy tan venturoso
—dijo Sancho
—
que, cuando eso fuese y vuestra merced
viniese a hallar espada semejante, sólo
vendría a servir y aprovechar a los armados
caballeros, como el bálsamo; y los escuderos,
que se los papen duelos.
—No temas eso, Sancho
—dijo don
Quijote
—, que mejor lo hará el cielo contigo.
Es estos coloquios iban don Quijote y su
escudero, cuando vio don Quijote que por el
camino que iban venía hacia ellos una grande
y espesa polvareda; y, en viéndola, se volvió
a Sancho y le dijo:
—Éste es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se
ha de ver el bien que me tiene guardado mi
suerte; éste es el día, digo, en que se ha de
mostrar, tanto como en otro alguno, el valor
de mi brazo, y en el que tengo de hacer
obras que queden escritas en el libro de la
Fama por todos los venideros siglos.
¿Ves aquella polvareda que allí se levanta,
Sancho? Pues toda es cuajada de un
copiosísimo ejército que de diversas e
innumerables gentes por allí viene
marchando.
—A esa cuenta, dos deben de ser
—dijo
Sancho
—, porque desta parte contraria se
levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así
era la verdad; y, alegrándose sobremanera,
pensó, sin duda alguna, que eran dos
ejércitos que venían a embestirse y a
encontrarse en mitad de aquella espaciosa
llanura; porque tenía a todas horas y
momentos llena la fantasía de aquellas
batallas, encantamentos, sucesos, desatinos,
amores, desafíos, que en los libros de
caballerías se cuentan, y todo cuanto
hablaba, pensaba o hacía era encaminado a
cosas semejantes. Y la polvareda que había
visto la levantaban dos grandes manadas de
ovejas y carneros que, por aquel mesmo
camino, de dos diferentes partes venían, las
cuales, con el polvo, no se echaron de ver
hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahínco
afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que
Sancho lo vino a creer y a decirle:
—Señor, ¿pues qué hemos de hacer
nosotros?
—¿Qué?
—dijo don Quijote
—: favorecer y
ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y
has de saber, Sancho, que este que viene por
nuestra frente le conduce y guía el grande
emperador Alifanfarón, señor de la grande
isla Trapobana; este otro que a mis espaldas
marcha es el de su enemigo, el rey de los
garamantas, Pentapolén del Arremangado
Brazo, porque siempre entra en las batallas
con el brazo derecho desnudo.
—Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos
dos señores?
—preguntó Sancho.
—Quierénse mal
—respondió don Quijote
—
porque este Alefanfarón es un foribundo
pagano y está enamorado de la hija de
Pentapolín, que es una muy fermosa y
además agraciada señora, y es cristiana, y su
padre no se la quiere entregar al rey pagano
si no deja primero la ley de su falso profeta
Mahoma y se vuelve a la suya.
—¡Para mis barbas
—dijo Sancho
—, si no
hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de
ayudar en cuanto pudiere!
—En eso harás lo que debes, Sancho
—dijo
don Quijote
—, porque, para entrar en
batallas semejantes, no se requiere ser
armado caballero.
—Bien se me alcanza eso
—respondió
Sancho
—, pero, ¿dónde pondremos a este
asno que estemos ciertos de hallarle después
de pasada la refriega? Porque el entrar en
ella en semejante caballería no creo que está
en uso hasta agora.
—Así es verdad
—dijo don Quijote
—. Lo que
puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras,
ora se pierda o no, porque serán tantos los
caballos que tendremos, después que
salgamos vencedores, que aun corre peligro
Rocinante no le trueque por otro. Pero
estáme atento y mira, que te quiero dar
cuenta de los caballeros más principales que
en estos dos ejércitos vienen. Y, para que
mejor los veas y notes, retirémonos a aquel
altillo que allí se hace, de donde se deben de
descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusierónse sobre una
loma, desde la cual se vieran bien las dos
manadas que a don Quijote se le hicieron
ejército, si las nubes del polvo que
levantaban no les turbara y cegara la vista;
pero, con todo esto, viendo en su imaginación
lo que no veía ni había, con voz levantada
comenzó a decir:
—Aquel caballero que allí ves de las armas
jaldes, que trae en el escudo un león
coronado, rendido a los pies de una doncella,
es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente
de Plata; el otro de las armas de las flores de
oro, que trae en el escudo tres coronas de
plata en campo azul, es el temido
Micocolembo, gran duque de Quirocia; el otro
de los miembros giganteos, que está a su
derecha mano, es el nunca medroso
Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres
Arabias, que viene armado de aquel cuero de
serpiente, y tiene por escudo una puerta que,
según es fama, es una de las del templo que
derribó Sansón, cuando con su muerte se
vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos
a estotra parte y verás delante y en la frente
destotro ejército al siempre vencedor y jamás
vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la
Nueva Vizcaya, que viene armado con las
armas partidas a cuarteles, azules, verdes,
blancas y amarillas, y trae en el escudo un
gato de oro en campo leonado, con una letra
que dice: Miau, que es el principio del
nombre de su dama, que, según se dice, es la
sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén del
Algarbe; el otro, que carga y oprime los
lomos de aquella poderosa alfana, que trae
las armas como nieve blancas y el escudo
blanco y sin empresa alguna, es un caballero
novel, de nación francés, llamado Pierres
Papín, señor de las baronías de Utrique; el
otro, que bate las ijadas con los herrados
carcaños a aquella pintada y ligera cebra, y
trae las armas de los veros azules, es el
poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del
Bosque, que trae por empresa en el escudo
una esparraguera, con una letra en castellano
que dice así: Rastrea mi suerte. Y desta
manera fue nombrando muchos caballeros
del uno y del otro escuadrón, que él se
imaginaba, y a todos les dio sus armas,
colores, empresas y motes de improviso,
llevado de la imaginación de su nunca vista
locura; y, sin parar, prosiguió diciendo:
—A este escuadrón frontero forman y hacen
gentes de diversas naciones: aquí están los
que bebían las dulces aguas del famoso
Janto; los montuosos que pisan los masílicos
campos; los que criban el finísimo y menudo
oro en la felice Arabia; los que gozan las
famosas y frescas riberas del claro
Termodonte; los que sangran por muchas y
diversas vías al dorado Pactolo; los númidas,
dudosos en sus promesas; los persas, arcos y
flechas famosos; los partos, los medos, que
pelean huyendo; los árabes, de mudables
casas; los citas, tan crueles como blancos;
los etiopes, de horadados labios, y otras
infinitas naciones, cuyos rostros conozco y
veo, aunque de los nombres no me acuerdo.
En estotro escuadrón vienen los que beben
las corrientes cristalinas del olivífero Betis;
los que tersan y pulen sus rostros con el licor
del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan
las provechosas aguas del divino Genil; los
que pisan los tartesios campos, de pastos
abundantes; los que se alegran en los elíseos
jerezanos prados; los manchegos, ricos y
coronados de rubias espigas; los de hierro
vestidos, reliquias antiguas de la sangre
goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso
por la mansedumbre de su corriente; los que
su ganado apacientan en las estendidas
dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por
su escondido curso; los que tiemblan con el
frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos
del levantado Apenino; finalmente, cuantos
toda la Europa en sí contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo,
cuántas naciones nombró, dándole a cada
una, con maravillosa presteza, los atributos
que le pertenecían, todo absorto y empapado
en lo que había leído en sus libros
mentirosos!
Estaba Sancho Panza colgado de sus
palabras, sin hablar ninguna, y, de cuando en
cuando, volvía la cabeza a ver si veía los
caballeros y gigantes que su amo nombraba;
y, como no descubría a ninguno, le dijo:
—Señor, encomiendo al diablo hombre, ni
gigante, ni caballero de cuantos vuestra
merced dice parece por todo esto; a lo
menos, yo no los veo; quizá todo debe ser
encantamento, como las fantasmas de
anoche.
—¿Cómo dices eso?
—respondió don
Quijote
—. ¿No oyes el relinchar de los
caballos, el tocar de los clarines, el ruido de
los atambores?
—No oigo otra cosa
—respondió Sancho
—
sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban
cerca los dos rebaños.
—El miedo que tienes
—dijo don Quijote
—
te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a
derechas; porque uno de los efectos del
miedo es turbar los sentidos y hacer que las
cosas no parezcan lo que son; y si es que
tanto temes, retírate a una parte y déjame
solo, que solo basto a dar la victoria a la
parte a quien yo diere mi ayuda. Y, diciendo
esto, puso las espuelas a Rocinante, y,
puesta la lanza en el ristre, bajó de la
costezuela como un rayo. Diole voces
Sancho, diciéndole:
—¡Vuélvase vuestra merced, señor don
Quijote, que voto a Dios que son carneros y
ovejas las que va a embestir! ¡Vuélvase,
desdichado del padre que me engendró! ¿Qué
locura es ésta? Mire que no hay gigante ni
caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni
escudos partidos ni enteros, ni veros azules
ni endiablados. ¿Qué es lo que hace?
¡Pecador soy yo a Dios!
Ni por ésas volvió don Quijote; antes, en
altas voces, iba diciendo:
—¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis
debajo de las banderas del valeroso
emperador Pentapolín del Arremangado
Brazo, seguidme todos: veréis cuán
fácilmente le doy venganza de su enemigo
Alefanfarón de la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del
escuadrón de las ovejas, y comenzó de
alanceallas con tanto coraje y denuedo como
si de veras alanceara a sus mortales
enemigos. Los pastores y ganaderos que con
la manada venían dábanle voces que no
hiciese aquello; pero, viendo que no
aprovechaban, desciñéronse las hondas y
comenzaron a saludalle los oídos con piedras
como el puño. Don Quijote no se curaba de
las piedras; antes, discurriendo a todas
partes, decía:
—¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón?
Vente a mí; que un caballero solo soy, que
desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y
quitarte la vida, en pena de la que das al
valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo, y,
dándole en un lado, le sepultó dos costillas en
el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin
duda que estaba muerto o malferido, y,
acordándose de su licor, sacó su alcuza y
púsosela a la boca, y comenzó a echar licor
en el estómago; mas, antes que acabase de
envasar lo que a él le parecía que era
bastante, llegó otra almendra y diole en la
mano y en el alcuza tan de lleno que se la
hizo pedazos, llevándole de camino tres o
cuatro dientes y muelas de la boca, y
machucándole malamente dos dedos de la
mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el segundo,
que le fue forzoso al pobre caballero dar
consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los
pastores y creyeron que le habían muerto; y
así, con mucha priesa, recogieron su ganado,
y cargaron de las reses muertas, que
pasaban de siete, y, sin averiguar otra cosa,
se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la
cuesta, mirando las locuras que su amo
hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo
la hora y el punto en que la fortuna se le
había dado a conocer. Viéndole, pues, caído
en el suelo, y que ya los pastores se habían
ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallóle
de muy mal arte, aunque no había perdido el
sentido, y díjole:
—¿No le decía yo, señor don Quijote, que se
volviese, que los que iba a acometer no eran
ejércitos, sino manadas de carneros?
—Como eso puede desparecer y
contrahacer aquel ladrón del sabio mi
enemigo.
Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los
tales hacernos parecer lo que quieren, y este
maligno que me persigue, envidioso de la
gloria que vio que yo había de alcanzar desta
batalla, ha vuelto los escuadrones de
enemigos en manadas de ovejas. Si no, haz
una cosa, Sancho, por mi vida, porque te
desengañes y veas ser verdad lo que te digo:
sube en tu asno y síguelos bonitamente, y
verás cómo, en alejándose de aquí algún
poco, se vuelven en su ser primero, y,
dejando de ser carneros, son hombres hechos
y derechos, como yo te los pinté primero...
Pero no vayas agora, que he menester tu
favor y ayuda; llégate a mí y mira cuántas
muelas y dientes me faltan, que me parece
que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca que casi le metía
los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya
había obrado el bálsamo en el estómago de
don Quijote; y, al tiempo que Sancho llegó a
mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que
una escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con
todo ello en las barbas del compasivo
escudero.
—¡Santa María!
—dijo Sancho
—, ¿y qué es
esto que me ha sucedido? Sin duda, este
pecador está herido de muerte, pues vomita
sangre por la boca. Pero, reparando un poco
más en ello, echó de ver en la color, sabor y
olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la
alcuza que él le había visto beber; y fue tanto
el asco que tomó que, revolviéndosele el
estómago, vomitó las tripas sobre su mismo
señor, y quedaron entrambos como de
perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar
de las alforjas con qué limpiarse y con qué
curar a su amo; y, como no las halló, estuvo
a punto de perder el juicio. Maldíjose de
nuevo, y propuso en su corazón de dejar a su
amo y volverse a su tierra, aunque perdiese
el salario de lo servido y las esperanzas del
gobierno de la prometida ínsula.
Levantóse en esto don Quijote, y, puesta la
mano izquierda en la boca, porque no se le
acabasen de salir los dientes, asió con la otra
las riendas de Rocinante, que nunca se había
movido de junto a su amo
—tal era de leal y
bien acondicionado
—, y fuese adonde su
escudero estaba, de pechos sobre su asno,
con la mano en la mejilla, en guisa de
hombre pensativo además. Y, viéndole don
Quijote de aquella manera, con muestras de
tanta tristeza, le dijo:
—Sábete, Sancho, que no es un hombre
más que otro si no hace más que otro.
Todas estas borrascas que nos suceden son
señales de que presto ha de serenar el
tiempo y han de sucedernos bien las cosas;
porque no es posible que el mal ni el bien
sean durables, y de aquí se sigue que,
habiendo durado mucho el mal, el bien está
ya cerca. Así que, no debes congojarte por
las desgracias que a mí me suceden, pues a ti
no te cabe parte dellas.
—¿Cómo no?
—respondió Sancho
—. Por
ventura, el que ayer mantearon, ¿era otro
que el hijo de mi padre? Y las alforjas que
hoy me faltan, con todas mis alhajas, ¿son de
otro que del mismo?
—¿Que te faltan las alforjas, Sancho?
—dijo
don Quijote.
—Sí que me faltan
—respondió Sancho.
—Dese modo, no tenemos qué comer hoy
—replicó don Quijote.
—Eso fuera
—respondió Sancho
— cuando
faltaran por estos prados las yerbas que
vuestra merced dice que conoce, con que
suelen suplir semejantes faltas los tan
malaventurados andantes caballeros como
vuestra merced es.
—Con todo eso
—respondió don Quijote
—,
tomara yo ahora más aína un cuartal de pan,
o una hogaza y dos cabezas de sardinas
arenques, que cuantas yerbas describe
Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el
doctor Laguna. Mas, con todo esto, sube en
tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras
mí; que Dios, que es proveedor de todas las
cosas, no nos ha de faltar, y más andando
tan en su servicio como andamos, pues no
falta a los mosquitos del aire, ni a los
gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del
agua; y es tan piadoso que hace salir su sol
sobre los buenos y los malos, y llueve sobre
los injustos y justos.
—Más bueno era vuestra merced
—dijo
Sancho
— para predicador que para caballero
andante.
—De todo sabían y han de saber los
caballeros andantes, Sancho
—dijo don
Quijote
—, porque caballero andante hubo en
los pasados siglos que así se paraba a hacer
un sermón o plática, en mitad de un campo
real, como si fuera graduado por la
Universidad de París; de donde se infiere que
nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma
la lanza.
—Ahora bien, sea así como vuestra merced
dice
—respondió Sancho
—, vamos ahora de
aquí, y procuremos donde alojar esta noche,
y quiera Dios que sea en parte donde no haya
mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni
moros encantados; que si los hay, daré al
diablo el hato y el garabato.
—Pídeselo tú a Dios, hijo
—dijo don
Quijote
—, y guía tú por donde quisieres, que
esta vez quiero dejar a tu eleción el
alojarnos. Pero dame acá la mano y
atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos
dientes y muelas me faltan deste lado
derecho de la quijada alta, que allí siento el
dolor.
Metió Sancho los dedos, y, estándole
tentando, le dijo:
—¿Cuántas muelas solía vuestra merced
tener en esta parte?
—Cuatro
—respondió don Quijote
—, fuera
de la cordal, todas enteras y muy sanas.
—Mire vuestra merced bien lo que dice,
señor
—respondió Sancho.
—Digo cuatro, si no eran cinco
—respondió
don Quijote
—, porque en toda mi vida me
han sacado diente ni muela de la boca, ni se
me ha caído ni comido de neguijón ni de
reuma alguna.
—Pues en esta parte de abajo
—dijo
Sancho
— no tiene vuestra merced más de
dos muelas y media, y en la de arriba, ni
media ni ninguna, que toda está rasa como la
palma de la mano.
—¡Sin ventura yo!
—dijo don Quijote,
oyendo las tristes nuevas que su escudero le
daba
—, que más quisiera que me hubieran
derribado un brazo, como no fuera el de la
espada; porque te hago saber, Sancho, que
la boca sin muelas es como molino sin piedra,
y en mucho más se ha de estimar un diente
que un diamante. Mas a todo esto estamos
sujetos los que profesamos la estrecha orden
de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo
te seguiré al paso que quisieres.
Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia
donde le pareció que podía hallar
acogimiento, sin salir del camino real, que
por allí iba muy seguido. Yéndose, pues, poco
a poco, porque el dolor de las quijadas de
don Quijote no le dejaba sosegar ni atender a
darse priesa, quiso Sancho entretenelle y
divertille diciéndole alguna cosa; y, entre
otras que le dijo, fue lo que se dirá en el
siguiente
Capítulo.
Capítulo XIX. De las
discretas razones que
Sancho pasaba con su amo,
y de la aventura que le
sucedió con un cuerpo
muerto, con otros
acontecimientos famosos
—Paréceme, señor mío, que todas estas
desventuras que estos días nos han sucedido,
sin duda alguna han sido pena del pecado
cometido por vuestra merced contra la orden
de su caballería, no habiendo cumplido el
juramento que hizo de no comer pan a
manteles ni con la reina folgar, con todo
aquello que a esto se sigue y vuestra merced
juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de
Malandrino, o como se llama el moro, que no
me acuerdo bien.
—Tienes mucha razón, Sancho
—dijo don
Quijote
—; mas, para decirte verdad, ello se
me había pasado de la memoria; y también
puedes tener por cierto que por la culpa de
no habérmelo tú acordado en tiempo te
sucedió aquello de la manta; pero yo haré la
enmienda, que modos hay de composición en
la orden de la caballería para todo.
—Pues, ¿juré yo algo, por dicha?
—
respondió Sancho.
—No importa que no hayas jurado
—dijo
don Quijote
—: basta que yo entiendo que de
participantes no estás muy seguro, y, por sí o
por no, no será malo proveernos de remedio.
—Pues si ello es así
—dijo Sancho
—, mire
vuestra merced no se le torne a olvidar esto,
como lo del juramento; quizá les volverá la
gana a las fantasmas de solazarse otra vez
conmigo, y aun con vuestra merced si le ven
tan pertinaz.
En estas y otras pláticas les tomó la noche
en mitad del camino, sin tener ni descubrir
donde aquella noche se recogiesen; y lo que
no había de bueno en ello era que perecían
de hambre; que, con la falta de las alforjas,
les faltó toda la despensa y matalotaje. Y,
para acabar de confirmar esta desgracia, les
sucedió una aventura que, sin artificio
alguno, verdaderamente lo parecía. Y fue que
la noche cerró con alguna escuridad; pero,
con todo esto, caminaban, creyendo Sancho
que, pues aquel camino era real, a una o dos
leguas, de buena razón, hallaría en él alguna
venta.
Yendo, pues, desta manera, la noche
escura, el escudero hambriento y el amo con
gana de comer, vieron que por el mesmo
camino que iban venían hacia ellos gran
multitud de lumbres, que no parecían sino
estrellas que se movían. Pasmóse Sancho en
viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas
consigo; tiró el uno del cabestro a su asno, y
el otro de las riendas a su rocino, y
estuvieron quedos, mirando atentamente lo
que podía ser aquello, y vieron que las
lumbres se iban acercando a ellos, y mientras
más se llegaban, mayores parecían; a cuya
vista Sancho comenzó a temblar como un
azogado, y los cabellos de la cabeza se le
erizaron a don Quijote; el cual, animándose
un poco, dijo:
—Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser
grandísima y peligrosísima aventura, donde
será necesario que yo muestre todo mi valor
y esfuerzo.
—¡Desdichado de mí!
—respondió Sancho
—
; si acaso esta aventura fuese de fantasmas,
como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá
costillas que la sufran?
—Por más fantasmas que sean
—dijo don
Quijote
—, no consentiré yo que te toque en el
pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron
contigo, fue porque no pude yo saltar las
paredes del corral, pero ahora estamos en
campo raso, donde podré yo como quisiere
esgremir mi espada.
—Y si le encantan y entomecen, como la
otra vez lo hicieron
—dijo Sancho
—, ¿qué
aprovechará estar en campo abierto o no?
—Con todo eso
—replicó don Quijote
—, te
ruego, Sancho, que tengas buen ánimo, que
la experiencia te dará a entender el que yo
tengo.
—Sí tendré, si a Dios place
—respondió
Sancho.
Y, apartándose los dos a un lado del
camino, tornaron a mirar atentamente lo que
aquello de aquellas lumbres que caminaban
podía ser; y de allí a muy poco descubrieron
muchos encamisados, cuya temerosa visión
de todo punto remató el ánimo de Sancho
Panza, el cual comenzó a dar diente con
diente, como quien tiene frío de cuartana; y
creció más el batir y dentellear cuando
distintamente vieron lo que era, porque
descubrieron hasta veinte encamisados,
todos a caballo, con sus hachas encendidas
en las manos; detrás de los cuales venía una
litera cubierta de luto, a la cual seguían otros
seis de a caballo, enlutados hasta los pies de
las mulas; que bien vieron que no eran
caballos en el sosiego con que caminaban.
Iban los encamisados murmurando entre sí,
con una voz baja y compasiva. Esta estraña
visión, a tales horas y en tal despoblado, bien
bastaba para poner miedo en el corazón de
Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera
en cuanto a don Quijote, que ya Sancho
había dado al través con todo su esfuerzo. Lo
contrario le avino a su amo, al cual en aquel
punto se le representó en su imaginación al
vivo que aquélla era una de las aventuras de
sus libros.
Figurósele que la litera eran andas donde
debía de ir algún mal ferido o muerto
caballero, cuya venganza a él solo estaba
reservada; y, sin hacer otro discurso, enristró
su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil
brío y continente se puso en la mitad del
camino por donde los encamisados
forzosamente habían de pasar, y cuando los
vio cerca alzó la voz y dijo:
—Deteneos, caballeros, o quienquiera que
seáis, y dadme cuenta de quién sois, de
dónde venís, adónde vais, qué es lo que en
aquellas andas lleváis; que, según las
muestras, o vosotros habéis fecho, o vos han
fecho, algún desaguisado, y conviene y es
menester que yo lo sepa, o bien para
castigaros del mal que fecistes, o bien para
vengaros del tuerto que vos ficieron.
—Vamos de priesa
—respondió uno de los
encamisados
— y está la venta lejos, y no nos
podemos detener a dar tanta cuenta como
pedís.
Y, picando la mula, pasó adelante. Sintióse
desta respuesta grandemente don Quijote, y,
trabando del freno, dijo:
—Deteneos y sed más bien criado, y dadme
cuenta de lo que os he preguntado; si no,
conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla del
freno se espantó de manera que, alzándose
en los pies, dio con su dueño por las ancas en
el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer
al encamisado, comenzó a denostar a don
Quijote, el cual, ya encolerizado, sin esperar
más, enristrando su lanzón, arremetió a uno
de los enlutados, y, mal ferido, dio con él en
tierra; y, revolviéndose por los demás, era
cosa de ver con la presteza que los acometía
y desbarataba; que no parecía sino que en
aquel instante le habían nacido alas a
Rocinante, según andaba de ligero y
orgulloso.
Todos los encamisados era gente medrosa y
sin armas, y así, con facilidad, en un
momento dejaron la refriega y comenzaron a
correr por aquel campo con las hachas
encendidas, que no parecían sino a los de las
máscaras que en noche de regocijo y fiesta
corren. Los enlutados, asimesmo, revueltos y
envueltos en sus faldamentos y lobas, no se
podían mover; así que, muy a su salvo, don
Quijote los apaleó a todos y les hizo dejar el
sitio mal de su grado, porque todos pensaron
que aquél no era hombre, sino diablo del
infierno que les salía a quitar el cuerpo
muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho, admirado del
ardimiento de su señor, y decía entre sí:
—Sin duda este mi amo es tan valiente y
esforzado como él dice.
Estaba una hacha ardiendo en el suelo,
junto al primero que derribó la mula, a cuya
luz le pudo ver don Quijote; y, llegándose a
él, le puso la punta del lanzón en el rostro,
diciéndole que se rindiese; si no, que le
mataría. A lo cual respondió el caído:
—Harto rendido estoy, pues no me puedo
mover, que tengo una pierna quebrada;
suplico a vuestra merced, si es caballero
cristiano, que no me mate; que cometerá un
gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las
primeras órdenes.
—Pues, ¿quién diablos os ha traído aquí
—
dijo don Quijote
—, siendo hombre de Iglesia?
—¿Quién, señor?
—replicó el caído
—: mi
desventura.
—Pues otra mayor os amenaza
—dijo don
Quijote
—, si no me satisfacéis a todo cuanto
primero os pregunté.
—Con facilidad será vuestra merced
satisfecho
—respondió el licenciado
—; y así,
sabrá vuestra merced que, aunque denantes
dije que yo era licenciado, no soy sino
bachiller, y llámome Alonso López; soy
natural de Alcobendas; vengo de la ciudad de
Baeza con otros once sacerdotes, que son los
que huyeron con las hachas; vamos a la
ciudad de Segovia acompañando un cuerpo
muerto, que va en aquella litera, que es de
un caballero que murió en Baeza, donde fue
depositado; y ahora, como digo, llevábamos
sus huesos a su sepultura, que está en
Segovia, de donde es natural.
—¿Y quién le mató?
—preguntó don Quijote.
—Dios, por medio de unas calenturas
pestilentes que le dieron
—respondió el
bachiller.
—Desa suerte
—dijo don Quijote
—, quitado
me ha Nuestro Señor del trabajo que había
de tomar en vengar su muerte si otro alguno
le hubiera muerto; pero, habiéndole muerto
quien le mató, no hay sino callar y encoger
los hombros, porque lo mesmo hiciera si a mí
mismo me matara. Y quiero que sepa vuestra
reverencia que yo soy un caballero de la
Mancha, llamado don Quijote, y es mi oficio y
ejercicio andar por el mundo enderezando
tuertos y desfaciendo agravios.
—No sé cómo pueda ser eso de enderezar
tuertos
—dijo el bachiller
—, pues a mí de
derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome
una pierna quebrada, la cual no se verá
derecha en todos los días de su vida; y el
agravio que en mí habéis deshecho ha sido
dejarme agraviado de manera que me
quedaré agraviado para siempre; y harta
desventura ha sido topar con vos, que vais
buscando aventuras.
—No todas las cosas
—respondió don
Quijote
— suceden de un mismo modo. El
daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en
venir, como veníades, de noche, vestidos con
aquellas sobrepellices, con las hachas
encendidas, rezando, cubiertos de luto, que
propiamente semejábades cosa mala y del
otro mundo; y así, yo no pude dejar de
cumplir con mi obligación acometiéndoos, y
os acometiera aunque verdaderamente
supiera que érades los memos satanases del
infierno, que por tales os juzgué y tuve
siempre.
—Ya que así lo ha querido mi suerte
—dijo
el bachiller
—, suplico a vuestra merced, señor
caballero andante (que tan mala andanza me
ha dado), me ayude a salir de debajo desta
mula, que me tiene tomada una pierna entre
el estribo y la silla.
—¡Hablara yo para mañana!
—dijo don
Quijote
—. Y ¿hasta cuándo aguardábades a
decirme vuestro afán?
Dio luego voces a Sancho Panza que
viniese; pero él no se curó de venir, porque
andaba ocupado desvalijando una acémila de
repuesto que traían aquellos buenos señores,
bien bastecida de cosas de comer. Hizo
Sancho costal de su gabán, y, recogiendo
todo lo que pudo y cupo en el talego, cargó
su jumento, y luego acudió a las voces de su
amo y ayudó a sacar al señor bachiller de la
opresión de la mula; y, poniéndole encima
della, le dio la hacha, y don Quijote le dijo
que siguiese la derrota de sus compañeros, a
quien de su parte pidiese perdón del agravio,
que no había sido en su mano dejar de
haberle hecho. Díjole también Sancho:
—Si acaso quisieren saber esos señores
quién ha sido el valeroso que tales los puso,
diráles vuestra merced que es el famoso don
Quijote de la Mancha, que por otro nombre se
llama el Caballero de la Triste Figura.
Con esto, se fue el bachiller; y don Quijote
preguntó a Sancho que qué le había movido a
llamarle el Caballero de la Triste Figura, más
entonces que nunca.
—Yo se lo diré
—respondió Sancho
—:
porque le he estado mirando un rato a la luz
de aquella hacha que lleva aquel malandante,
y verdaderamente tiene vuestra merced la
más mala figura, de poco acá, que jamás he
visto; y débelo de haber causado, o ya el
cansancio deste combate, o ya la falta de las
muelas y dientes.
—No es eso
—respondió don Quijote
—, sino
que el sabio, a cuyo cargo debe de estar el
escribir la historia de mis hazañas, le habrá
parecido que será bien que yo tome algún
nombre apelativo, como lo tomaban todos los
caballeros pasados: cuál se llamaba el de la
Ardiente Espada; cuál, el del Unicornio;
aquel, de las Doncellas; aquéste, el del Ave
Fénix; el otro, el Caballero del Grifo; estotro,
el de la Muerte; y por estos nombres e
insignias eran conocidos por toda la redondez
de la tierra. Y así, digo que el sabio ya dicho
te habrá puesto en la lengua y en el
pensamiento ahora que me llamases el
Caballero de la Triste Figura, como pienso
llamarme desde hoy en adelante; y, para que
mejor me cuadre tal nombre, determino de
hacer pintar, cuando haya lugar, en mi
escudo una muy triste figura.
—No hay para qué gastar tiempo y dineros
en hacer esa figura
—dijo Sancho
—, sino lo
que se ha de hacer es que vuestra merced
descubra la suya y dé rostro a los que le
miraren; que, sin más ni más, y sin otra
imagen ni escudo, le llamarán el de la Triste
Figura; y créame que le digo verdad, porque
le prometo a vuestra merced, señor, y esto
sea dicho en burlas, que le hace tan mala
cara la hambre y la falta de las muelas, que,
como ya tengo dicho, se podrá muy bien
escusar la triste pintura. Rióse don Quijote
del donaire de Sancho, pero, con todo,
propuso de llamarse de aquel nombre en
pudiendo pintar su escudo, o rodela, como
había imaginado.
En esto volvió el bachiller y le dijo a don
Quijote:
—Olvidábaseme de decir que advierta
vuestra merced que queda descomulgado por
haber puesto las manos violentamente en
cosa sagrada: juxta illud: Si quis suadente
diabolo, etc.
—No entiendo ese latín
—respondió don
Quijote
—, mas yo sé bien que no puse las
manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo
no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas
de la Iglesia, a quien respeto y adoro como
católico y fiel cristiano que soy, sino a
fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y,
cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo
que le pasó al Cid Ruy Díaz, cuando quebró la
silla del embajador de aquel rey delante de
Su Santidad del Papa, por lo cual lo
descomulgó, y anduvo aquel día el buen
Rodrigo de Vivar como muy honrado y
valiente caballero.
En oyendo esto el bachiller, se fue, como
queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera
don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la
litera eran huesos o no, pero no lo consintió
Sancho, diciéndole:
—Señor, vuestra merced ha acabado esta
peligrosa aventura lo más a su salvo de todas
las que yo he visto; esta gente, aunque
vencida y desbaratada, podría ser que cayese
en la cuenta de que los venció sola una
persona, y, corridos y avergonzados desto,
volviesen a rehacerse y a buscarnos, y nos
diesen en qué entender. El jumento está
como conviene, la montaña cerca, la hambre
carga, no hay que hacer sino retirarnos con
gentil compás de pies, y, como dicen, váyase
el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza.
Y, antecogiendo su asno, rogó a su señor que
le siguiese; el cual, pareciéndole que Sancho
tenía razón, sin volverle a replicar, le siguió.
Y, a poco trecho que caminaban por entre
dos montañuelas, se hallaron en un espacioso
y escondido valle, donde se apearon; y
Sancho alivió el jumento, y, tendidos sobre la
verde yerba, con la salsa de su hambre,
almorzaron, comieron, merendaron y cenaron
a un mesmo punto, satisfaciendo sus
estómagos con más de una fiambrera que los
señores clérigos del difunto —que pocas
veces se dejan mal pasar — en la acémila de
su repuesto traían.
Mas sucedióles otra desgracia, que Sancho
la tuvo por la peor de todas, y fue que no
tenían vino que beber, ni aun agua que llegar
a la boca; y, acosados de la sed, dijo Sancho,
viendo que el prado donde estaban estaba
colmado de verde y menuda yerba, lo que se
dirá en el siguiente Capítulo.
Capítulo XX. De la jamás
vista ni oída aventura que
con más poco peligro fue
acabada de famoso
caballero en el mundo,
como la que acabó el
valeroso don Quijote de la
Mancha
—No es posible, señor mío, sino que estas
yerbas dan testimonio de que por aquí cerca
debe de estar alguna fuente o arroyo que
estas yerbas humedece; y así, será bien que
vamos un poco más adelante, que ya
toparemos donde podamos mitigar esta
terrible sed que nos fatiga, que, sin duda,
causa mayor pena que la hambre.
Parecióle bien el consejo a don Quijote, y,
tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho
del cabestro a su asno, después de haber
puesto sobre él los relieves que de la cena
quedaron, comenzaron a caminar por el
prado arriba a tiento, porque la escuridad de
la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas,
no hubieron andado docientos pasos, cuando
llegó a sus oídos un grande ruido de agua,
como que de algunos grandes y levantados
riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en
gran manera, y, parándose a escuchar hacia
qué parte sonaba, oyeron a deshora otro
estruendo que les aguó el contento del agua,
especialmente a Sancho, que naturalmente
era medroso y de poco ánimo. Digo que
oyeron que daban unos golpes a compás, con
un cierto crujir de hierros y cadenas, que,
acompañados del furioso estruendo del agua,
que pusieran pavor a cualquier otro corazón
que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y
ellos acertaron a entrar entre unos árboles
altos, cuyas hojas, movidas del blando
viento, hacían un temeroso y manso ruido;
de manera que la soledad, el sitio, la
escuridad, el ruido del agua con el susurro de
las hojas, todo causaba horror y espanto, y
más cuando vieron que ni los golpes cesaban,
ni el viento dormía, ni la mañana llegaba;
añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar
donde se hallaban. Pero don Quijote,
acompañado de su intrépido corazón, saltó
sobre Rocinante, y, embrazando su rodela,
terció su lanzón y dijo:
—Sancho amigo, has de saber que yo nací,
por querer del cielo, en esta nuestra edad de
hierro, para resucitar en ella la de oro, o la
dorada, como suele llamarse. Yo soy aquél
para quien están guardados los peligros, las
grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo
soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los
de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y
los Nueve de la Fama, y el que ha de poner
en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes
y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la
caterva de los famosos caballeros andantes
del pasado tiempo, haciendo en este en que
me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos
de armas, que escurezcan las más claras que
ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y
legal, las tinieblas desta noche, su estraño
silencio, el sordo y confuso estruendo destos
árboles, el temeroso ruido de aquella agua en
cuya busca venimos, que parece que se
despeña y derrumba desde los altos montes
de la luna, y aquel incesable golpear que nos
hiere y lastima los oídos; las cuales cosas,
todas juntas y cada una por sí, son bastantes
a infundir miedo, temor y espanto en el
pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel
que no está acostumbrado a semejantes
acontecimientos y aventuras. Pues todo esto
que yo te pinto son incentivos y
despertadores de mi ánimo, que ya hace que
el corazón me reviente en el pecho, con el
deseo que tiene de acometer esta aventura,
por más dificultosa que se muestra. Así que,
aprieta un poco las cinchas a Rocinante y
quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres
días no más, en los cuales, si no volviere,
puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde
allí, por hacerme merced y buena obra, irás
al Toboso, donde dirás a la incomparable
señora mía Dulcinea que su cautivo caballero
murió por acometer cosas que le hiciesen
digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo,
comenzó a llorar con la mayor ternura del
mundo y a decille:
—Señor, yo no sé por qué quiere vuestra
merced acometer esta tan temerosa
aventura: ahora es de noche, aquí no nos vee
nadie, bien podemos torcer el camino y
desviarnos del peligro, aunque no bebamos
en tres días; y, pues no hay quien nos vea,
menos habrá quien nos note de cobardes;
cuanto más, que yo he oído predicar al cura
de nuestro lugar, que vuestra merced bien
conoce, que quien busca el peligro perece en
él; así que, no es bien tentar a Dios
acometiendo tan desaforado hecho, donde no
se puede escapar sino por milagro; y basta
los que ha hecho el cielo con vuestra merced
en librarle de ser manteado, como yo lo fui, y
en sacarle vencedor, libre y salvo de entre
tantos enemigos como acompañaban al
difunto. Y, cuando todo esto no mueva ni
ablande ese duro corazón, muévale el pensar
y creer que apenas se habrá vuestra merced
apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé
mi ánima a quien quisiere llevarla. Yo salí de
mi tierra y dejé hijos y mujer por venir a
servir a vuestra merced, creyendo valer más
y no menos; pero, como la cudicia rompe el
saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas,
pues cuando más vivas las tenía de alcanzar
aquella negra y malhadada ínsula que tantas
veces vuestra merced me ha prometido, veo
que, en pago y trueco della, me quiere ahora
dejar en un lugar tan apartado del trato
humano. Por un solo Dios, señor mío, que
non se me faga tal desaguisado; y ya que del
todo no quiera vuestra merced desistir de
acometer este fecho, dilátelo, a lo menos,
hasta la mañana; que, a lo que a mí me
muestra la ciencia que aprendí cuando era
pastor, no debe de haber desde aquí al alba
tres horas, porque la boca de la Bocina está
encima de la cabeza, y hace la media noche
en la línea del brazo izquierdo.
—¿Cómo puedes tú, Sancho
—dijo don
Quijote
—, ver dónde hace esa línea, ni dónde
está esa boca o ese colodrillo que dices, si
hace la noche tan escura que no parece en
todo el cielo estrella alguna?
—Así es
—dijo Sancho
—, pero tiene el
miedo muchos ojos y vee las cosas debajo de
tierra, cuanto más encima en el cielo; puesto
que, por buen discurso, bien se puede
entender que hay poco de aquí al día.
—Falte lo que faltare
—respondió don
Quijote
—; que no se ha de decir por mí,
ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y
ruegos me apartaron de hacer lo que debía a
estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho,
que calles; que Dios, que me ha puesto en
corazón de acometer ahora esta tan no vista
y tan temerosa aventura, tendrá cuidado de
mirar por mi salud y de consolar tu tristeza.
Lo que has de hacer es apretar bien las
cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo
daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución
de su amo y cuán poco valían con él sus
lágrimas, consejos y ruegos, determinó de
aprovecharse de su industria y hacerle
esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando
apretaba las cinchas al caballo, bonitamente
y sin ser sentido, ató con el cabestro de su
asno ambos pies a Rocinante, de manera que
cuando don Quijote se quiso partir, no pudo,
porque el caballo no se podía mover sino a
saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso
de su embuste, dijo:
—Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis
lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se
pueda mover Rocinante; y si vos queréis
porfiar, y espolear, y dalle, será enojar a la
fortuna y dar coces, como dicen, contra el
aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por
más que ponía las piernas al caballo, menos
le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la
ligadura, tuvo por bien de sosegarse y
esperar, o a que amaneciese, o a que
Rocinante se menease, creyendo, sin duda,
que aquello venía de otra parte que de la
industria de Sancho; y así, le dijo:
—Pues así es, Sancho, que Rocinante no
puede moverse, yo soy contento de esperar a
que ría el alba, aunque yo llore lo que ella
tardare en venir.
—No hay que llorar
—respondió Sancho
—,
que yo entretendré a vuestra merced
contando cuentos desde aquí al día, si ya no
es que se quiere apear y echarse a dormir un
poco sobre la verde yerba, a uso de
caballeros andantes, para hallarse más
descansado cuando llegue el día y punto de
acometer esta tan desemejable aventura que
le espera.
—¿A qué llamas apear o a qué dormir?
—
dijo don Quijote
—. ¿Soy yo, por ventura, de
aquellos caballeros que toman reposo en los
peligros? Duerme tú, que naciste para
dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo
que viere que más viene con mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío
—
respondió Sancho
—, que no lo dije por tanto.
Y, llegándose a él, puso la una mano en el
arzón delantero y la otra en el otro, de modo
que quedó abrazado con el muslo izquierdo
de su amo, sin osarse apartar dél un dedo:
tal era el miedo que tenía a los golpes, que
todavía alternativamente sonaban. Díjole don
Quijote que contase algún cuento para
entretenerle, como se lo había prometido, a
lo que Sancho dijo que sí hiciera si le dejara
el temor de lo que oía.
—Pero, con todo eso, yo me esforzaré a
decir una historia que, si la acierto a contar y
no me van a la mano, es la mejor de las
historias; y estéme vuestra merced atento,
que ya comienzo. «Érase que se era, el bien
que viniere para todos sea, y el mal, para
quien lo fuere a buscar...» Y advierta vuestra
merced, señor mío, que el principio que los
antiguos dieron a sus consejas no fue así
comoquiera, que fue una sentencia de Catón
Zonzorino, romano, que dice: "Y el mal, para
quien le fuere a buscar", que viene aquí como
anillo al dedo, para que vuestra merced se
esté quedo y no vaya a buscar el mal a
ninguna parte, sino que nos volvamos por
otro camino, pues nadie nos fuerza a que
sigamos éste, donde tantos miedos nos
sobresaltan.
—Sigue tu cuento, Sancho
—dijo don
Quijote
—, y del camino que hemos de seguir
déjame a mí el cuidado.
—«Digo, pues
—prosiguió Sancho
—, que en
un lugar de Estremadura había un pastor
cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras),
el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi
cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope
Ruiz andaba enamorado de una pastora que
se llamaba Torralba, la cual pastora llamada
Torralba era hija de un ganadero rico, y este
ganadero rico...»
—Si desa manera cuentas tu cuento,
Sancho
—dijo don Quijote
—, repitiendo dos
veces lo que vas diciendo, no acabarás en
dos días; dilo seguidamente y cuéntalo como
hombre de entendimiento, y si no, no digas
nada.
—De la misma manera que yo lo cuento
—
respondió Sancho
—, se cuentan en mi tierra
todas las consejas, y yo no sé contarlo de
otra, ni es bien que vuestra merced me pida
que haga usos nuevos.
—Di como quisieres
—respondió don
Quijote
—; que, pues la suerte quiere que no
pueda dejar de escucharte, prosigue.
—«Así que, señor mío de mi ánima
—
prosiguió Sancho
—, que, como ya tengo
dicho, este pastor andaba enamorado de
Torralba, la pastora, que era una moza
rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna,
porque tenía unos pocos de bigotes, que
parece que ahora la veo.»
—Luego, ¿conocístela tú?
—dijo don
Quijote.
—No la conocí yo
—respondió Sancho
—,
pero quien me contó este cuento me dijo que
era tan cierto y verdadero que podía bien,
cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que
lo había visto todo. «Así que, yendo días y
viniendo días, el diablo, que no duerme y que
todo lo añasca, hizo de manera que el amor
que el pastor tenía a la pastora se volviese en
omecillo y mala voluntad; y la causa fue,
según malas lenguas, una cierta cantidad de
celillos que ella le dio, tales que pasaban de
la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo
que el pastor la aborreció de allí adelante
que, por no verla, se quiso ausentar de
aquella tierra e irse donde sus ojos no la
viesen jamás. La Torralba, que se vio
desdeñada del Lope, luego le quiso bien, mas
que nunca le había querido.»
—Ésa es natural condición de mujeres
—dijo
don Quijote
—: desdeñar a quien las quiere y
amar a quien las aborrece. Pasa adelante,
Sancho.
—«Sucedió
—dijo Sancho
— que el pastor
puso por obra su determinación, y,
antecogiendo sus cabras, se encaminó por los
campos de Estremadura, para pasarse a los
reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo,
se fue tras él, y seguíale a pie y descalza
desde lejos, con un bordón en la mano y con
unas alforjas al cuello, donde llevaba, según
es fama, un pedazo de espejo y otro de un
peine, y no sé qué botecillo de mudas para la
cara; mas, llevase lo que llevase, que yo no
me quiero meter ahora en averiguallo, sólo
diré que dicen que el pastor llegó con su
ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella
sazón iba crecido y casi fuera de madre, y
por la parte que llegó no había barca ni
barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado
de la otra parte, de lo que se congojó mucho,
porque veía que la Torralba venía ya muy
cerca y le había de dar mucha pesadumbre
con sus ruegos y lágrimas; mas, tanto
anduvo mirando, que vio un pescador que
tenía junto a sí un barco, tan pequeño que
solamente podían caber en él una persona y
una cabra; y, con todo esto, le habló y
concertó con él que le pasase a él y a
trecientas cabras que llevaba. Entró el
pescador en el barco, y pasó una cabra;
volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a
pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en
las cabras que el pescador va pasando,
porque si se pierde una de la memoria, se
acabará el cuento y no será posible contar
más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el
desembarcadero de la otra parte estaba lleno
de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador
mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto,
volvió por otra cabra, y otra, y otra...»
—Haz cuenta que las pasó todas
—dijo don
Quijote
—: no andes yendo y viniendo desa
manera, que no acabarás de pasarlas en un
año.
—¿Cuántas han pasado hasta agora?
—dijo
Sancho.
—¡Yo qué diablos sé!
—respondió don
Quijote
—.
—He ahí lo que yo dije: que tuviese buena
cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el
cuento, que no hay pasar adelante.
—¿Cómo puede ser eso?
—respondió don
Quijote
—. ¿Tan de esencia de la historia es
saber las cabras que han pasado, por
estenso, que si se yerra una del número no
puedes seguir adelante con la historia?
—No señor, en ninguna manera
—respondió
Sancho
—; porque, así como yo pregunté a
vuestra merced que me dijese cuántas cabras
habían pasado y me respondió que no sabía,
en aquel mesmo instante se me fue a mí de
la memoria cuanto me quedaba por decir, y a
fe que era de mucha virtud y contento.
—¿De modo
—dijo don Quijote
— que ya la
historia es acabada?
—Tan acabada es como mi madre
—dijo
Sancho.
—Dígote de verdad
—respondió don
Quijote
— que tú has contado una de las más
nuevas consejas, cuento o historia, que nadie
pudo pensar en el mundo; y que tal modo de
contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni
habrá visto en toda la vida, aunque no
esperaba yo otra cosa de tu buen discurso;
mas no me maravillo, pues quizá estos
golpes, que no cesan, te deben de tener
turbado el entendimiento.
—Todo puede ser
—respondió Sancho
—,
mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más
que decir: que allí se acaba do comienza el
yerro de la cuenta del pasaje de las cabras.
—Acabe norabuena donde quisiere
—dijo
don Quijote
—, y veamos si se puede mover
Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar
saltos y a estarse quedo: tanto estaba de
bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la
mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese
cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese
cosa natural
—que es lo que más se debe
creer
—, a él le vino en voluntad y deseo de
hacer lo que otro no pudiera hacer por él;
mas era tanto el miedo que había entrado en
su corazón, que no osaba apartarse un negro
de uña de su amo. Pues pensar de no hacer
lo que tenía gana, tampoco era posible; y así,
lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la
mano derecha, que tenía asida al arzón
trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor
alguno, se soltó la lazada corrediza con que
los calzones se sostenían, sin ayuda de otra
alguna, y, en quitándosela, dieron luego
abajo y se le quedaron como grillos. Tras
esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó
al aire entrambas posaderas, que no eran
muy pequeñas. Hecho esto
—que él pensó
que era lo más que tenía que hacer para salir
de aquel terrible aprieto y angustia
—, le
sobrevino otra mayor, que fue que le pareció
que no podía mudarse sin hacer estrépito y
ruido, y comenzó a apretar los dientes y a
encoger los hombros, recogiendo en sí el
aliento todo cuanto podía; pero, con todas
estas diligencias, fue tan desdichado que, al
cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido,
bien diferente de aquel que a él le ponía
tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
—¿Qué rumor es ése, Sancho?
—No sé, señor
—respondió él
—. Alguna
cosa nueva debe de ser, que las aventuras y
desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y
sucedióle tan bien que, sin más ruido ni
alboroto que el pasado, se halló libre de la
carga que tanta pesadumbre le había dado.
Mas, como don Quijote tenía el sentido del
olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho
estaba tan junto y cosido con él que casi por
línea recta subían los vapores hacia arriba, no
se pudo escusar de que algunos no llegasen a
sus narices; y, apenas hubieron llegado,
cuando él fue al socorro, apretándolas entre
los dos dedos; y, con tono algo gangoso,
dijo:
—Paréceme, Sancho, que tienes mucho
miedo.
—Sí tengo
—respondió Sancho
—; mas, ¿en
qué lo echa de ver vuestra merced ahora más
que nunca?
—En que ahora más que nunca hueles, y no
a ámbar
—respondió don Quijote.
—Bien podrá ser
—dijo Sancho
—, mas yo
no tengo la culpa, sino vuestra merced, que
me trae a deshoras y por estos no
acostumbrados pasos.
—Retírate tres o cuatro allá, amigo
—dijo
don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos
de las narices)
—, y desde aquí adelante ten
más cuenta con tu persona y con lo que
debes a la mía; que la mucha conversación
que tengo contigo ha engendrado este
menosprecio.
—Apostaré
—replicó Sancho
— que piensa
vuestra merced que yo he hecho de mi
persona alguna cosa que no deba.
—Peor es meneallo, amigo Sancho
—
respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes
pasaron la noche amo y mozo. Mas, viendo
Sancho que a más andar se venía la mañana,
con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató
los calzones. Como Rocinante se vio libre,
aunque él de suyo no era nada brioso, parece
que se resintió, y comenzó a dar manotadas;
porque corvetas
—con perdón suyo
— no las
sabía hacer. Viendo, pues, don Quijote que
ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal,
y creyó que lo era de que acometiese aquella
temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba y de
parecer distintamente las cosas, y vio don
Quijote que estaba entre unos árboles altos,
que ellos eran castaños, que hacen la sombra
muy escura. Sintió también que el golpear no
cesaba, pero no vio quién lo podía causar; y
así, sin más detenerse, hizo sentir las
espuelas a Rocinante, y, tornando a
despedirse de Sancho, le mandó que allí le
aguardase tres días, a lo más largo, como ya
otra vez se lo había dicho; y que, si al cabo
dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto
que Dios había sido servido de que en aquella
peligrosa aventura se le acabasen sus días.
Tornóle a referir el recado y embajada que
había de llevar de su parte a su señora
Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga
de sus servicios, no tuviese pena, porque él
había dejado hecho su testamento antes que
saliera de su lugar, donde se hallaría
gratificado de todo lo tocante a su salario,
rata por cantidad, del tiempo que hubiese
servido; pero que si Dios le sacaba de aquel
peligro sano y salvo y sin cautela, se podía
tener por muy más que cierta la prometida
ínsula. De nuevo tornó a llorar Sancho,
oyendo de nuevo las lastimeras razones de su
buen señor, y determinó de no dejarle hasta
el último tránsito y fin de aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan
honrada de Sancho Panza saca el autor desta
historia que debía de ser bien nacido, y, por
lo menos, cristiano viejo. Cuyo sentimiento
enterneció algo a su amo, pero no tanto que
mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando
lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia
la parte por donde le pareció que el ruido del
agua y del golpear venía.
Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía
de costumbre, del cabestro a su jumento,
perpetuo compañero de sus prósperas y
adversas fortunas; y, habiendo andado una
buena pieza por entre aquellos castaños y
árboles sombríos, dieron en un pradecillo que
al pie de unas altas peñas se hacía, de las
cuales se precipitaba un grandísimo golpe de
agua. Al pie de las peñas, estaban unas casas
mal hechas, que más parecían ruinas de
edificios que casas, de entre las cuales
advirtieron que salía el ruido y estruendo de
aquel golpear, que aún no cesaba.
Alborotóse Rocinante con el estruendo del
agua y de los golpes, y, sosegándole don
Quijote, se fue llegando poco a poco a las
casas, encomendándose de todo corazón a su
señora, suplicándole que en aquella temerosa
jornada y empresa le favoreciese, y de
camino se encomendaba también a Dios, que
no le olvidase. No se le quitaba Sancho del
lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y
la vista por entre las piernas de Rocinante,
por ver si vería ya lo que tan suspenso y
medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los que anduvieron,
cuando, al doblar de una punta,pareció
descubierta y patente la misma causa, sin
que pudiese ser otra, de aquel horrísono y
para ellos espantable ruido, que tan
suspensos y medrosos toda la noche los
había tenido. Y eran
—si no lo has, ¡oh
lector!, por pesadumbre y enojo
— seis mazos
de batán, que con sus alternativos golpes
aquel estruendo formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era,
enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle
Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada
sobre el pecho, con muestras de estar
corrido. Miró también don Quijote a Sancho,
y viole que tenía los carrillos hinchados y la
boca llena de risa, con evidentes señales de
querer reventar con ella, y no pudo su
melanconía tanto con él que, a la vista de
Sancho, pudiese dejar de reírse; y, como vio
Sancho que su amo había comenzado, soltó
la presa de manera que tuvo necesidad de
apretarse las ijadas con los puños, por no
reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras
tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu
que primero; de lo cual ya se daba al diablo
don Quijote, y más cuando le oyó decir, como
por modo de fisga:
—«Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que
yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra
edad de hierro, para resucitar en ella la
dorada, o de oro. Yo soy aquél para quien
están guardados los peligros, las hazañas
grandes, los valerosos fechos...»
Y por aquí fue repitiendo todas o las más
razones que don Quijote dijo la vez primera
que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía
burla dél, se corrió y enojó en tanta manera,
que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales
que, si, como los recibió en las espaldas, los
recibiera en la cabeza, quedara libre de
pagarle el salario, si no fuera a sus
herederos. Viendo Sancho que sacaba tan
malas veras de sus burlas, con temor de que
su amo no pasase adelante en ellas, con
mucha humildad le dijo:
—Sosiéguese vuestra merced; que, por
Dios, que me burlo.
—Pues, porque os burláis, no me burlo yo
—respondió don Quijote
—. Venid acá, señor
alegre: ¿paréceos a vos que, si como éstos
fueron mazos de batán, fueran otra peligrosa
aventura, no había yo mostrado el ánimo que
convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy
yo obligado, a dicha, siendo, como soy,
caballero, a conocer y destinguir los sones y
saber cuáles son de batán o no? Y más, que
podría ser, como es verdad, que no los he
visto en mi vida, como vos los habréis visto,
como villano ruin que sois, criado y nacido
entre ellos. Si no, haced vos que estos seis
mazos se vuelvan en seis jayanes, y
echádmelos a las barbas uno a uno, o todos
juntos, y, cuando yo no diere con todos patas
arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.
—No haya más, señor mío
—replicó
Sancho
—, que yo confieso que he andado
algo risueño en demasía. Pero dígame
vuestra merced, ahora que estamos en paz
(así Dios le saque de todas las aventuras que
le sucedieren tan sano y salvo como le ha
sacado désta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo
es de contar, el gran miedo que hemos
tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de
vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni
sabe qué es temor ni espanto.
—No niego yo
—respondió don Quijote
—
que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna
de risa, pero no es digna de contarse; que no
son todas las personas tan discretas que
sepan poner en su punto las cosas.
—A lo menos
—respondió Sancho
—, supo
vuestra merced poner en su punto el lanzón,
apuntándome a la cabeza, y dándome en las
espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que
puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá
en la colada; que yo he oído decir: "Ése te
quiere bien, que te hace llorar"; y más, que
suelen los principales señores, tras una mala
palabra que dicen a un criado, darle luego
unas calzas; aunque no sé lo que le suelen
dar tras haberle dado de palos, si ya no es
que los caballeros andantes dan tras palos
ínsulas o reinos en tierra firme.
—Tal podría correr el dado
—dijo don
Quijote
— que todo lo que dices viniese a ser
verdad; y perdona lo pasado, pues eres
discreto y sabes que los primeros
movimientos no son en mano del hombre, y
está advertido de aquí adelante en una cosa,
para que te abstengas y reportes en el hablar
demasiado conmigo; que en cuantos libros de
caballerías he leído, que son infinitos, jamás
he hallado que ningún escudero hablase tanto
con su señor como tú con el tuyo. Y en
verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía:
tuya, en que me estimas en poco; mía, en
que no me dejo estimar en más. Sí, que
Gandalín, escudero de Amadís de Gaula,
conde fue de la ínsula Firme; y se lee dél que
siempre hablaba a su señor con la gorra en la
mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo
more turquesco. Pues, ¿qué diremos de
Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan
callado que, para declararnos la excelencia de
su maravilloso silencio, sola una vez se
nombra su nombre en toda aquella tan
grande como verdadera historia? De todo lo
que he dicho has de inferir, Sancho, que es
menester hacer diferencia de amo a mozo, de
señor a criado y de caballero a escudero. Así
que, desde hoy en adelante, nos hemos de
tratar con más respeto, sin darnos cordelejo,
porque, de cualquiera manera que yo me
enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro.
Las mercedes y beneficios que yo os he
prometido llegarán a su tiempo; y si no
llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de
perder, como ya os he dicho.
—Está bien cuanto vuestra merced dice
—
dijo Sancho
—, pero querría yo saber, por si
acaso no llegase el tiempo de las mercedes y
fuese necesario acudir al de los salarios,
cuánto ganaba un escudero de un caballero
andante en aquellos tiempos, y si se
concertaban por meses, o por días, como
peones de albañir.
—No creo yo
—respondió don Quijote
— que
jamás los tales escuderos estuvieron a
salario, sino a merced. Y si yo ahora te le he
señalado a ti en el testamento cerrado que
dejé en mi casa, fue por lo que podía
suceder; que aún no sé cómo prueba en
estos tan calamitosos tiempos nuestros la
caballería, y no querría que por pocas cosas
penase mi ánima en el otro mundo. Porque
quiero que sepas, Sancho, que en él no hay
estado más peligroso que el de los
aventureros.
—Así es verdad
—dijo Sancho
—, pues sólo
el ruido de los mazos de un batán pudo
alborotar y desasosegar el corazón de un tan
valeroso andante aventurero como es vuestra
merced. Mas, bien puede estar seguro que,
de aquí adelante, no despliegue mis labios
para hacer donaire de las cosas de vuestra
merced, si no fuere para honrarle, como a mi
amo y señor natural.
—Desa manera
—replicó don Quijote
—,
vivirás sobre la haz de la tierra; porque,
después de a los padres, a los amos se ha de
respetar como si lo fuesen.
Capítulo XXI. Que trata
de la alta aventura y rica
ganancia del yelmo de
Mambrino, con otras cosas
sucedidas a nuestro
invencible caballero
En esto, comenzó a llover un poco, y
quisiera Sancho que se entraran en el molino
de los batanes; mas habíales cobrado tal
aborrecimiento don Quijote, por la pesada
burla, que en ninguna manera quiso entrar
dentro; y así, torciendo el camino a la
derecha mano, dieron en otro como el que
habían llevado el día de antes.
De allí a poco, descubrió don Quijote un
hombre a caballo, que traía en la cabeza una
cosa que relumbraba como si fuera de oro, y
aún él apenas le hubo visto, cuando se volvió
a Sancho y le dijo:
—Paréceme, Sancho, que no hay refrán que
no sea verdadero, porque todos son
sentencias sacadas de la mesma experiencia,
madre de las ciencias todas, especialmente
aquel que dice: "Donde una puerta se cierra,
otra se abre". Dígolo porque si anoche nos
cerró la ventura la puerta de la que
buscábamos, engañándonos con los batanes,
ahora nos abre de par en par otra, para otra
mejor y más cierta aventura; que si yo no
acertare a entrar por ella, mía será la culpa,
sin que la pueda dar a la poca noticia de
batanes ni a la escuridad de la noche. Digo
esto porque, si no me engaño, hacia nosotros
viene uno que trae en su cabeza puesto el
yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el
juramento que sabes.
—Mire vuestra merced bien lo que dice, y
mejor lo que hace
—dijo Sancho
—, que no
querría que fuesen otros batanes que nos
acabasen de abatanar y aporrear el sentido.
—¡Válate el diablo por hombre!
—replicó
don Quijote
—. ¿Qué va de yelmo a batanes?
—No sé nada
—respondió Sancho
—; mas, a
fe que si yo pudiera hablar tanto como solía,
que quizá diera tales razones que vuestra
merced viera que se engañaba en lo que dice.
—¿Cómo me puedo engañar en lo que digo,
traidor escrupuloso?
—dijo don Quijote
—.
Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia
nosotros viene, sobre un caballo rucio
rodado, que trae puesto en la cabeza un
yelmo de oro?
—Lo que yo veo y columbro
—respondió
Sancho
— no es sino un hombre sobre un
asno pardo, como el mío, que trae sobre la
cabeza una cosa que relumbra.
—Pues ése es el yelmo de Mambrino
—dijo
don Quijote
—. Apártate a una parte y déjame
con él a solas: verás cuán sin hablar palabra,
por ahorrar del tiempo, concluyo esta
aventura y queda por mío el yelmo que tanto
he deseado.
—Yo me tengo en cuidado el apartarme
—
replicó Sancho
—, mas quiera Dios, torno a
decir, que orégano sea, y no batanes.
—Ya os he dicho, hermano, que no me
mentéis, ni por pienso, más eso de los
batanes
—dijo don Quijote
—; que voto..., y
no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no
cumpliese el voto que le había echado,
redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo
y caballero que don Quijote veía, era esto:
que en aquel contorno había dos lugares, el
uno tan pequeño que ni tenía botica ni
barbero, y el otro, que estaba junto, sí; y así,
el barbero del mayor servía al menor, en el
cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse
y otro de hacerse la barba, para lo cual venía
el barbero, y traía una bacía de azófar; y
quiso la suerte que, al tiempo que venía,
comenzó a llover, y, porque no se le
manchase el sombrero, que debía de ser
nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y,
como estaba limpia, desde media legua
relumbraba. Venía sobre un asno pardo,
como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a
don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y
caballero, y yelmo de oro; que todas las
cosas que veía, con mucha facilidad las
acomodaba a sus desvariadas caballerías y
malandantes pensamientos. Y cuando él vio
que el pobre caballero llegaba cerca, sin
ponerse con él en razones, a todo correr de
Rocinante le enristró con el lanzón bajo,
llevando intención de pasarle de parte a
parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la
furia de su carrera, le dijo:
—¡Defiéndete, cautiva criatura, o
entriégame de tu voluntad lo que con tanta
razón se me debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo,
vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo
otro remedio, para poder guardarse del golpe
de la lanza, si no fue el dejarse caer del asno
abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando se
levantó más ligero que un gamo y comenzó a
correr por aquel llano, que no le alcanzara el
viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la
cual se contentó don Quijote, y dijo que el
pagano había andado discreto y que había
imitado al castor, el cual, viéndose acosado
de los cazadores, se taraza y arpa con los
dientes aquéllo por lo que él, por distinto
natural, sabe que es perseguido. Mandó a
Sancho que alzase el yelmo, el cual,
tomándola en las manos, dijo:
—Por Dios, que la bacía es buena y que vale
un real de a ocho como un maravedí.
Y, dándosela a su amo, se la puso luego en
la cabeza, rodeándola a una parte y a otra,
buscándole el encaje; y, como no se le
hallaba, dijo:
—Sin duda que el pagano, a cuya medida se
forjó primero esta famosa celada, debía de
tener grandísima cabeza, y lo peor dello es
que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía
celada, no pudo tener la risa; mas vínosele a
las mientes la cólera de su amo, y calló en la
mitad della.
—¿De qué te ríes, Sancho?
—dijo don
Quijote.
—Ríome
—respondió él
— de considerar la
gran cabeza que tenía el pagano dueño deste
almete, que no semeja sino una bacía de
barbero pintiparada.
—¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta
famosa pieza deste encantado yelmo, por
algún estraño acidente, debió de venir a
manos de quien no supo conocer ni estimar
su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola
de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad
para aprovecharse del precio, y de la otra
mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero,
como tú dices. Pero, sea lo que fuere; que
para mí que la conozco no hace al caso su
trasmutación; que yo la aderezaré en el
primer lugar donde haya herrero, y de suerte
que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la
que hizo y forjó el dios de las herrerías para
el dios de las batallas; y, en este entretanto,
la traeré como pudiere, que más vale algo
que no nada; cuanto más, que bien será
bastante para defenderme de alguna
pedrada.
—Eso será
—dijo Sancho
— si no se tira con
honda, como se tiraron en la pelea de los dos
ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra
merced las muelas y le rompieron el alcuza
donde venía aquel benditísimo brebaje que
me hizo vomitar las asaduras.
—No me da mucha pena el haberle perdido,
que ya sabes tú, Sancho
—dijo don Quijote
—,
que yo tengo la receta en la memoria.
—También la tengo yo
—respondió
Sancho
—, pero si yo le hiciere ni le probare
más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto
más, que no pienso ponerme en ocasión de
haberle menester, porque pienso guardarme
con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni
de ferir a nadie. De lo del ser otra vez
manteado, no digo nada, que semejantes
desgracias mal se pueden prevenir, y si
vienen, no hay que hacer otra cosa sino
encoger los hombros, detener el aliento,
cerrar los ojos y dejarse ir por donde la
suerte y la manta nos llevare.
—Mal cristiano eres, Sancho
—dijo, oyendo
esto, don Quijote
—, porque nunca olvidas la
injuria que una vez te han hecho; pues
sábete que es de pechos nobles y generosos
no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste
cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota,
para que no se te olvide aquella burla? Que,
bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo;
que, a no entenderlo yo ansí, ya yo hubiera
vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza
más daño que el que hicieron los griegos por
la robada Elena. La cual, si fuera en este
tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera
estar segura que no tuviera tanta fama de
hermosa como tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las
nubes. Y dijo Sancho:
—Pase por burlas, pues la venganza no
puede pasar en veras; pero yo sé de qué
calidad fueron las veras y las burlas, y sé
también que no se me caerán de la memoria,
como nunca se quitarán de las espaldas.
Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra
merced qué haremos deste caballo rucio
rodado, que parece asno pardo, que dejó
aquí desamparado aquel Martino que vuestra
merced derribó; que, según él puso los pies
en polvorosa y cogió las de Villadiego, no
lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para
mis barbas, si no es bueno el rucio!
—Nunca yo acostumbro
—dijo don Quijote
—
despojar a los que venzo, ni es uso de
caballería quitarles los caballos y dejarlos a
pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese
perdido en la pendencia el suyo; que, en tal
caso, lícito es tomar el del vencido, como
ganado en guerra lícita. Así que, Sancho,
deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres
que sea, que, como su dueño nos vea
alongados de aquí, volverá por él.
—Dios sabe si quisiera llevarle
—replicó
Sancho
—, o, por lo menos, trocalle con este
mío, que no me parece tan bueno.
Verdaderamente que son estrechas las leyes
de caballería, pues no se estienden a dejar
trocar un asno por otro; y querría saber si
podría trocar los aparejos siquiera.
—En eso no estoy muy cierto
—respondió
don Quijote
—; y, en caso de duda, hasta
estar mejor informado, digo que los trueques,
si es que tienes dellos necesidad estrema.
—Tan estrema es
—respondió Sancho
— que
si fueran para mi misma persona, no los
hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo
mutatio caparum y puso su jumento a las mil
lindezas, dejándole mejorado en tercio y
quinto. Hecho esto, almorzaron de las sobras
del real que del acémila despojaron, bebieron
del agua del arroyo de los batanes, sin volver
la cara a mirallos: tal era el aborrecimiento
que les tenían por el miedo en que les habían
puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la
malenconía, subieron a caballo, y, sin tomar
determinado camino, por ser muy de
caballeros andantes el no tomar ninguno
cierto, se pusieron a caminar por donde la
voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba
tras sí la de su amo, y aun la del asno, que
siempre le seguía por dondequiera que
guiaba, en buen amor y compañía. Con todo
esto, volvieron al camino real y siguieron por
él a la ventura, sin otro disignio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a
su amo:
—Señor, ¿quiere vuestra merced darme
licencia que departa un poco con él? Que,
después que me puso aquel áspero
mandamiento del silencio, se me han podrido
más de cuatro cosas en el estómago, y una
sola que ahora tengo en el pico de la lengua
no querría que se mal lograse.
—Dila
—dijo don Quijote
—, y sé breve en
tus razonamientos, que ninguno hay gustoso
si es largo.
—Digo, pues, señor
—respondió Sancho
—,
que, de algunos días a esta parte, he
considerado cuán poco se gana y granjea de
andar buscando estas aventuras que vuestra
merced busca por estos desiertos y
encrucijadas de caminos, donde, ya que se
venzan y acaben las más eligrosas, no hay
quien las vea ni sepa; y así, se han de quedar
en perpetuo silencio, y en perjuicio de la
intención de vuestra merced y de lo que ellas
merecen. Y así, me parece que sería mejor,
salvo el mejor parecer de vuestra merced,
que nos fuésemos a servir a algún
emperador, o a otro príncipe grande que
tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra
merced muestre el valor de su persona, sus
grandes fuerzas y mayor entendimiento; que,
visto esto del señor a quien sirviéremos, por
fuerza nos ha de remunerar, a cada cual
según sus méritos, y allí no faltará quien
ponga en escrito las hazañas de vuestra
merced, para perpetua memoria. De las mías
no digo nada, pues no han de salir de los
límites escuderiles; aunque sé decir que, si se
usa en la caballería escribir hazañas de
escuderos, que no pienso que se han de
quedar las mías entre renglones.
—No dices mal, Sancho
—respondió don
Quijote
—; mas, antes que se llegue a ese
término, es menester andar por el mundo,
como en aprobación, buscando las aventuras,
para que, acabando algunas, se cobre
nombre y fama tal que, cuando se fuere a la
corte de algún gran monarca, ya sea el
caballero conocido por sus obras; y que,
apenas le hayan visto entrar los muchachos
por la puerta de la ciudad, cuando todos le
sigan y rodeen, dando voces, diciendo: ''Éste
es el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o de
otra insignia alguna, debajo de la cual
hubiere acabado grandes hazañas. ''Éste es
—dirán
— el que venció en singular batalla al
gigantazo Brocabruno de la Gran Fuerza; el
que desencantó al Gran Mameluco de Persia
del largo encantamento en que había estado
casi novecientos años''. Así que, de mano en
mano, irán pregonando tus hechos, y luego,
al alboroto de los muchachos y de la demás
gente, se parará a las fenestras de su real
palacio el rey de aquel reino, y así como vea
al caballero, conociéndole por las armas o por
la empresa del escudo, forzosamente ha de
decir: ''¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros,
cuantos en mi corte están, a recebir a la flor
de la caballería, que allí viene!'' A cuyo
mandamiento saldrán todos, y él llegará
hasta la mitad de la escalera, y le abrazará
estrechísimamente, y le dará paz besándole
en el rostro; y luego le llevará por la mano al
aposento de la señora reina, adonde el
caballero la hallará con la infanta, su hija,
que ha de ser una de las más fermosas y
acabadas doncellas que, en gran parte de lo
descubierto de la tierra, a duras penas se
pueda hallar.
Sucederá tras esto, luego en continente,
que ella ponga los ojos en el caballero y él en
los della, y cada uno parezca a otro cosa más
divina que humana; y, sin saber cómo ni
cómo no, han de quedar presos y enlazados
en la intricable red amorosa, y con gran cuita
en sus corazones por no saber cómo se han
de fablar para descubrir sus ansias y
sentimientos. Desde allí le llevarán, sin duda,
a algún cuarto del palacio, ricamente
aderezado, donde, habiéndole quitado las
armas, le traerán un rico manto de escarlata
con que se cubra; y si bien pareció armado,
tan bien y mejor ha de parecer en farseto.
Venida la noche, cenará con el rey, reina e
infanta, donde nunca quitará los ojos della,
mirándola a furto de los circustantes, y ella
hará lo mesmo con la mesma sagacidad,
porque, como tengo dicho, es muy discreta
doncella. Levantarse han las tablas, y entrará
a deshora por la puerta de la sala un feo y
pequeño enano con una fermosa dueña, que,
entre dos gigantes, detrás del enano viene,
con cierta aventura, hecha por un antiquísimo
sabio, que el que la acabare será tenido por
el mejor caballero del mundo. Mandará luego
el rey que todos los que están presentes la
prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el
caballero huésped, en mucho pro de su fama,
de lo cual quedará contentísima la infanta, y
se tendrá por contenta y pagada además, por
haber puesto y colocado sus pensamientos en
tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o
príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida
guerra con otro tan poderoso como él, y el
caballero huésped le pide (al cabo de algunos
días que ha estado en su corte) licencia para
ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela
el rey de muy buen talante,
y el caballero le besará cortésmente las
manos por la merced que le face. Y aquella
noche se despedirá de su señora la infanta
por las rejas de un jardín, que cae en el
aposento donde ella duerme, por las cuales
ya otras muchas veces la había fablado,
siendo medianera y sabidora de todo una
doncella de quien la infanta mucho se fiaba.
Sospirará él, desmayaráse ella, traerá agua la
doncella, acuitaráse mucho porque viene la
mañana, y no querría que fuesen
descubiertos, por la honra de su señora.
Finalmente, la infanta volverá en sí y dará
sus blancas manos por la reja al caballero, el
cual se las besará mil y mil veces y se las
bañará en lágrimas. Quedará concertado
entre los dos del modo que se han de hacer
saber sus buenos o malos sucesos, y rogarále
la princesa que se detenga lo menos que
pudiere; prometérselo ha él con muchos
juramentos; tórnale a besar las manos, y
despídese con tanto sentimiento que estará
poco por acabar la vida. Vase desde allí a su
aposento, échase sobre su lecho, no puede
dormir del dolor de la partida, madruga muy
de mañana, vase a despedir del rey y de la
reina y de la infanta; dícenle, habiéndose
despedido de los dos, que la señora infanta
está mal dispuesta y que no puede recebir
visita; piensa el caballero que es de pena de
su partida, traspásasele el corazón, y falta
poco de no dar indicio manifiesto de su pena.
Está la doncella medianera delante, halo de
notar todo, váselo a decir a su señora, la cual
la recibe con lágrimas y le dice que una de
las mayores penas que tiene es no saber
quién sea su caballero, y si es de linaje de
reyes o no; asegúrala la doncella que no
puede caber tanta cortesía, gentileza y
valentía como la de su caballero sino en
subjeto real y grave; consuélase con esto la
cuitada; procura consolarse, por no dar mal
indicio de sí a sus padres, y, a cabo de dos
días, sale en público. Ya se es ido el
caballero: pelea en la guerra, vence al
enemigo del rey, gana muchas ciudades,
triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte,
ve a su señora por donde suele, conciértase
que la pida a su padre por mujer en pago de
sus servicios. No se la quiere dar el rey,
porque no sabe quién es; pero, con todo
esto, o robada o de otra cualquier suerte que
sea, la infanta viene a ser su esposa y su
padre lo viene a tener a gran ventura, porque
se vino a averiguar que el tal caballero es hijo
de un valeroso rey de no sé qué reino,
porque creo que no debe de estar en el
mapa. Muérese el padre, hereda la infanta,
queda rey el caballero en dos palabras. Aquí
entra luego el hacer mercedes a su escudero
y a todos aquellos que le ayudaron a subir a
tan alto estado: casa a su escudero con una
doncella de la infanta, que será, sin duda, la
que fue tercera en sus amores, que es hija de
un duque muy principal.
—Eso pido, y barras derechas
—dijo
Sancho
—; a eso me atengo, porque todo, al
pie de la letra, ha de suceder por vuestra
merced, llamándose el Caballero de la Triste
Figura.
—No lo dudes, Sancho
—replicó don
Quijote
—, porque del mesmo y por los
mesmos pasos que esto he contado suben y
han subido los caballeros andantes a ser
reyes y emperadores. Sólo falta agora mirar
qué rey de los cristianos o de los paganos
tenga guerra y tenga hija hermosa; pero
tiempo habrá para pensar esto, pues, como
te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama
por otras partes que se acuda a la corte.
También me falta otra cosa; que, puesto caso
que se halle rey con guerra y con hija
hermosa, y que yo haya cobrado fama
increíble por todo el universo, no sé yo cómo
se podía hallar que yo sea de linaje de reyes,
o, por lo menos, primo segundo de
emperador; porque no me querrá el rey dar a
su hija por mujer si no está primero muy
enterado en esto, aunque más lo merezcan
mis famosos hechos. Así que, por esta falta,
temo perder lo que mi brazo tiene bien
merecido. Bien es verdad que yo soy
hijodalgo de solar conocido, de posesión y
propriedad y de devengar quinientos sueldos;
y podría ser que el sabio que escribiese mi
historia deslindase de tal manera mi
parentela y decendencia, que me hallase
quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago
saber, Sancho, que hay dos maneras de
linajes en el mundo: unos que traen y
derriban su decendencia de príncipes y
monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha
deshecho, y han acabado en punta, como
pirámide puesta al revés; otros tuvieron
principio de gente baja, y van subiendo de
grado en grado, hasta llegar a ser grandes
señores. De manera que está la diferencia en
que unos fueron, que ya no son, y otros son,
que ya no fueron; y podría ser yo déstos que,
después de averiguado, hubiese sido mi
principio grande y famoso, con lo cual se
debía de contentar el rey, mi suegro, que
hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha
de querer de manera que, a pesar de su
padre, aunque claramente sepa que soy hijo
de un azacán, me ha de admitir por señor y
por esposo; y si no, aquí entra el roballa y
llevalla donde más gusto me diere; que el
tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de
sus padres.
—Ahí entra bien también
—dijo Sancho
— lo
que algunos desalmados dicen: "No pidas de
grado lo que puedes tomar por fuerza";
aunque mejor cuadra decir: "Más vale salto
de mata que ruego de hombres buenos".
Dígolo porque si el señor rey, suegro de
vuestra merced, no se quisiere domeñar a
entregalle a mi señora la infanta, no hay sino,
como vuestra merced dice, roballa y
trasponella. Pero está el daño que, en tanto
que se hagan las paces y se goce
pacíficamente el reino, el pobre escudero se
podrá estar a diente en esto de las mercedes.
Si ya no es que la doncella tercera, que ha de
ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa
con ella su mala ventura, hasta que el cielo
ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo,
desde luego dársela su señor por ligítima
esposa.
—Eso no hay quien la quite
—dijo don
Quijote.
—Pues, como eso sea
—respondió Sancho
—
, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar
correr la suerte por donde mejor lo
encaminare.
—Hágalo Dios
—respondió don Quijote
—
como yo deseo y tú, Sancho, has menester; y
ruin sea quien por ruin se tiene.
—Sea par Dios
—dijo Sancho
—, que yo
cristiano viejo soy, y para ser conde esto me
basta.
—Y aun te sobra
—dijo don Quijote
—; y
cuando no lo fueras, no hacía nada al caso,
porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar
nobleza, sin que la compres ni me sirvas con
nada. Porque, en haciéndote conde, cátate
ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a
buena fe que te han de llamar señoría, mal
que les pese.
—Y ¡montas que no sabría yo autorizar el
litado!
—dijo Sancho.
—Dictado has de decir, que no litado
—dijo
su amo.
—Sea ansí
—respondió Sancho Panza
—.
Digo que le sabría bien acomodar, porque,
por vida mía, que un tiempo fui muñidor de
una cofradía, y que me asentaba tan bien la
ropa de muñidor, que decían todos que tenía
presencia para poder ser prioste de la mesma
cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga
un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y
de perlas, a uso de conde estranjero? Para mí
tengo que me han de venir a ver de cien
leguas.
—Bien parecerás
—dijo don Quijote
—, pero
será menester que te rapes las barbas a
menudo; que, según las tienes de espesas,
aborrascadas y mal puestas, si no te las
rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a
tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
—¿Qué hay más
—dijo Sancho
—, sino
tomar un barbero y tenelle asalariado en
casa? Y aun, si fuere menester, le haré que
ande tras mí, como caballerizo de grande.
—Pues, ¿cómo sabes tú
—preguntó don
Quijote
— que los grandes llevan detrás de sí
a sus caballerizos?
—Yo se lo diré
—respondió Sancho
—: los
años pasados estuve un mes en la corte, y
allí vi que, paseándose un señor muy
pequeño, que decían que era muy grande, un
hombre le seguía a caballo a todas las vueltas
que daba, que no parecía sino que era su
rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se
juntaba con el otro, sino que siempre andaba
tras dél. Respondiéronme que era su
caballerizo y que era uso de los grandes
llevar tras sí a los tales. Desde entonces lo sé
tan bien que nunca se me ha olvidado.
—Digo que tienes razón
—dijo don Quijote
—
, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que
los usos no vinieron todos juntos, ni se
inventaron a una, y puedes ser tú el primero
conde que lleve tras sí su barbero; y aun es
de más confianza el hacer la barba que
ensillar un caballo.
—Quédese eso del barbero a mi cargo
—dijo
Sancho
—, y al de vuestra merced se quede el
procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
—Así será
—respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el
siguiente
Capítulo.
Capítulo XXII. De la
libertad que dio don Quijote
a muchos desdichados que,
mal de su grado, los
llevaban donde no quisieran
ir
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor
arábigo y manchego, en esta gravísima,
altisonante, mínima, dulce e imaginada
historia que, después que entre el famoso
don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su
escudero, pasaron aquellas razones que en el
fin del
Capítulo veinte y uno quedan referidas,
que don Quijote alzó los ojos y vio que por el
camino que llevaba venían hasta doce
hombres a pie, ensartados, como cuentas, en
una gran cadena de hierro por los cuellos, y
todos con esposas a las manos. Venían
ansimismo con ellos dos hombres de a
caballo y dos de a pie; los de a caballo, con
escopetas de rueda, y los de a pie, con
dardos y espadas; y que así como Sancho
Panza los vido, dijo:
—Ésta es cadena de galeotes, gente forzada
del rey, que va a las galeras.
—¿Cómo gente forzada?
—preguntó don
Quijote
—. ¿Es posible que el rey haga fuerza
a ninguna gente?
—No digo eso
—respondió Sancho
—, sino
que es gente que, por sus delitos, va
condenada a servir al rey en las galeras de
por fuerza.
—En resolución
—replicó don Quijote
—,
comoquiera que ello sea, esta gente, aunque
los llevan, van de por fuerza, y no de su
voluntad.
—Así es
—dijo Sancho.
—Pues desa manera
—dijo su amo
—, aquí
encaja la ejecución de mi oficio: desfacer
fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
—Advierta vuestra merced
—dijo Sancho
—
que la justicia, que es el mesmo rey, no hace
fuerza ni agravio a semejante gente, sino que
los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y
don Quijote, con muy corteses razones, pidió
a los que iban en su guarda fuesen servidos
de informalle y decille la causa, o causas, por
que llevan aquella gente de aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió
que eran galeotes, gente de Su Majestad que
iba a galeras, y que no había más que decir,
ni él tenía más que saber.
—Con todo eso
—replicó don Quijote
—,
querría saber de cada uno dellos en particular
la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas
razones, para moverlos a que dijesen lo que
deseaba, que la otra guarda de a caballo le
dijo:
—Aunque llevamos aquí el registro y la fe
de las sentencias de cada uno destos
malaventurados, no es tiempo éste de
detenerles a sacarlas ni a leellas; vuestra
merced llegue y se lo pregunte a ellos
mesmos, que ellos lo dirán si quisieren, que
sí querrán, porque es gente que recibe gusto
de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se
tomara aunque no se la dieran, se llegó a la
cadena, y al primero le preguntó que por qué
pecados iba de tan mala guisa. Él le
respondió que por enamorado iba de aquella
manera.
—¿Por eso no más?
—replicó don Quijote
—.
Pues, si por enamorados echan a galeras,
días ha que pudiera yo estar bogando en
ellas.
—No son los amores como los que vuestra
merced piensa
—dijo el galeote
—; que los
míos fueron que quise tanto a una canasta de
colar, atestada de ropa blanca, que la abracé
conmigo tan fuertemente que, a no
quitármela la justicia por fuerza, aún hasta
agora no la hubiera dejado de mi voluntad.
Fue en fragante, no hubo lugar de
tormento; concluyóse la causa,
acomodáronme las espaldas con ciento, y por
añadidura tres precisos de gurapas, y
acabóse la obra.
—¿Qué son gurapas?
—preguntó don
Quijote.
—Gurapas son galeras
—respondió el
galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de veinte
y cuatro años, y dijo que era natural de
Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al
segundo, el cual no respondió palabra, según
iba de triste y malencónico; mas respondió
por él el primero, y dijo:
—Éste, señor, va por canario; digo, por
músico y cantor.
—Pues, ¿cómo
—repitió don Quijote
—, por
músicos y cantores van también a galeras?
—Sí, señor
—respondió el galeote
—, que no
hay peor cosa que cantar en el ansia.
—Antes, he yo oído decir
—dijo don
Quijote
— que quien canta sus males espanta.
—Acá es al revés
—dijo el galeote
—, que
quien canta una vez llora toda la vida.
—No lo entiendo
—dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
—Señor caballero, cantar en el ansia se
dice, entre esta gente non santa, confesar en
el tormento. A este pecador le dieron
tormento y confesó su delito, que era ser
cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por
haber confesado, le condenaron por seis años
a galeras, amén de docientos azotes que ya
lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo
y triste, porque los demás ladrones que allá
quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y
escarnecen y tienen en poco, porque confesó
y no tuvo ánimo de decir nones.
Porque dicen ellos que tantas letras tiene
un no como un sí, y que harta ventura tiene
un delincuente, que está en su lengua su vida
o su muerte, y no en la de los testigos y
probanzas; y para mí tengo que no van muy
fuera de camino.
—Y yo lo entiendo así
—respondió don
Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que
a los otros; el cual, de presto y con mucho
desenfado, respondió y dijo:
—Yo voy por cinco años a las señoras
gurapas por faltarme diez ducados.
—Yo daré veinte de muy buena gana
—dijo
don Quijote
— por libraros desa pesadumbre.
—Eso me parece
—respondió el galeote
—
como quien tiene dineros en mitad del golfo y
se está muriendo de hambre, sin tener
adonde comprar lo que ha menester. Dígolo
porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte
ducados que vuestra merced ahora me
ofrece, hubiera untado con ellos la péndola
del escribano y avivado el ingenio del
procurador, de manera que hoy me viera en
mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y
no en este camino, atraillado como galgo;
pero Dios es grande: paciencia y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un
hombre de venerable rostro con una barba
blanca que le pasaba del pecho; el cual,
oyéndose preguntar la causa por que allí
venía, comenzó a llorar y no respondió
palabra; mas el quinto condenado le sirvió de
lengua, y dijo:
—Este hombre honrado va por cuatro años
a galeras, habiendo paseado las
acostumbradas vestido en pompa y a caballo.
—Eso es
—dijo Sancho Panza
—, a lo que a
mí me parece, haber salido a la vergüenza.
—Así es
—replicó el galeote
—; y la culpa
por que le dieron esta pena es por haber sido
corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo.
En efecto, quiero decir que este caballero va
por alcahuete, y por tener asimesmo sus
puntas y collar de hechicero.
—A no haberle añadido esas puntas y collar
—dijo don Quijote
—, por solamente el
alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en
las galeras, sino a mandallas y a ser general
dellas; porque no es así comoquiera el oficio
de alcahuete, que es oficio de discretos y
necesarísimo en la república bien ordenada, y
que no le debía ejercer sino gente muy bien
nacida; y aun había de haber veedor y
examinador de los tales, como le hay de los
demás oficios, con número deputado y
conocido, como corredores de lonja; y desta
manera se escusarían muchos males que se
causan por andar este oficio y ejercicio entre
gente idiota y de poco entendimiento, como
son mujercillas de poco más a menos,
pajecillos y truhanes de pocos años y de poca
experiencia, que, a la más necesaria ocasión
y cuando es menester dar una traza que
importe, se les yelan las migas entre la boca
y la mano y no saben cuál es su mano
derecha. Quisiera pasar adelante y dar las
razones por que convenía hacer elección de
los que en la república habían de tener tan
necesario oficio, pero no es el lugar
acomodado para ello: algún día lo diré a
quien lo pueda proveer y remediar. Sólo digo
ahora que la pena que me ha causado ver
estas blancas canas y este rostro venerable
en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha
quitado el adjunto de ser hechicero; aunque
bien sé que no hay hechizos en el mundo que
puedan mover y forzar la voluntad, como
algunos simples piensan; que es libre nuestro
albedrío, y no hay yerba ni encanto que le
fuerce. Lo que suelen hacer algunas
mujercillas simples y algunos embusteros
bellacos es algunas misturas y venenos con
que vuelven locos a los hombres, dando a
entender que tienen fuerza para hacer querer
bien, siendo, como digo, cosa imposible
forzar la voluntad.
—Así es
—dijo el buen viejo
—, y, en verdad,
señor, que en lo de hechicero que no tuve
culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar.
Pero nunca pensé que hacía mal en ello: que
toda mi intención era que todo el mundo se
holgase y viviese en paz y quietud, sin
pendencias ni penas; pero no me aprovechó
nada este buen deseo para dejar de ir adonde
no espero volver, según me cargan los años y
un mal de orina que llevo, que no me deja
reposar un rato.
Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y
túvole Sancho tanta compasión, que sacó un
real de a cuatro del seno y se le dio de
limosna.
Pasó adelante don Quijote, y preguntó a
otro su delito, el cual respondió con no
menos, sino con mucha más gallardía que el
pasado:
—Yo voy aquí porque me burlé
demasiadamente con dos primas hermanas
mías, y con otras dos hermanas que no lo
eran mías; finalmente, tanto me burlé con
todas, que resultó de la burla crecer la
parentela, tan intricadamente que no hay
diablo que la declare. Probóseme todo, faltó
favor, no tuve dineros, víame a pique de
perder los tragaderos, sentenciáronme a
galeras por seis años, consentí: castigo es de
mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con
ella todo se alcanza. Si vuestra merced,
señor caballero, lleva alguna cosa con que
socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará
en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra
cuidado de rogar a Dios en nuestras
oraciones por la vida y salud de vuestra
merced, que sea tan larga y tan buena como
su buena presencia merece.
Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una
de las guardas que era muy grande hablador
y muy gentil latino.
Tras todos éstos, venía un hombre de muy
buen parecer, de edad de treinta años, sino
que al mirar metía el un ojo en el otro un
poco. Venía diferentemente atado que los
demás, porque traía una cadena al pie, tan
grande que se la liaba por todo el cuerpo, y
dos argollas a la garganta, la una en la
cadena, y la otra de las que llaman
guardaamigo o piedeamigo, de la cual
decendían dos hierros que llegaban a la
cintura, en los cuales se asían dos esposas,
donde llevaba las manos, cerradas con un
grueso candado, de manera que ni con las
manos podía llegar a la boca, ni podía bajar
la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don
Quijote que cómo iba aquel hombre con
tantas prisiones más que los otros.
Respondióle la guarda porque tenía aquel
solo más delitos que todos los otros juntos, y
que era tan atrevido y tan grande bellaco
que, aunque le llevaban de aquella manera,
no iban seguros dél, sino que temían que se
les había de huir.
—¿Qué delitos puede tener
—dijo don
Quijote
—, si no han merecido más pena que
echalle a las galeras?
—Va por diez años
—replicó la guarda
—,
que es como muerte cevil. No se quiera saber
más, sino que este buen hombre es el famoso
Ginés de Pasamonte, que por otro nombre
llaman Ginesillo de Parapilla.
—Señor comisario
—dijo entonces el
galeote
—, váyase poco a poco, y no andemos
ahora a deslindar nombres y sobrenombres.
Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte
es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé
dice; y cada uno se dé una vuelta a la
redonda, y no hará poco.
—Hable con menos tono
—replicó el
comisario
—, señor ladrón de más de la
marca, si no quiere que le haga callar, mal
que le pese.
—Bien parece
—respondió el galeote
— que
va el hombre como Dios es servido, pero
algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo
de Parapilla o no.
—Pues, ¿no te llaman ansí, embustero?
—
dijo la guarda.
—Sí llaman
—respondió Ginés
—, mas yo
haré que no me lo llamen, o me las pelaría
donde yo digo entre mis dientes. Señor
caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo
ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto
querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere
saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte,
cuya vida está escrita por estos pulgares.
—Dice verdad
—dijo el comisario
—: que él
mesmo ha escrito su historia, que no hay
más, y deja empeñado el libro en la cárcel en
docientos reales.
—Y le pienso quitar
—dijo Ginés
—, si
quedara en docientos ducados.
—¿Tan bueno es?
—dijo don Quijote.
—Es tan bueno
—respondió Ginés
— que mal
año para Lazarillo de Tormes y para todos
cuantos de aquel género se han escrito o
escribieren. Lo que le sé decir a voacé es que
trata verdades, y que son verdades tan lindas
y tan donosas que no pueden haber mentiras
que se le igualen.
—¿Y cómo se intitula el libro?
—preguntó
don Quijote.
—La vida de Ginés de Pasamonte
—
respondió el mismo.
—¿Y está acabado?
—preguntó don Quijote.
—¿Cómo puede estar acabado
—respondió
él
—, si aún no está acabada mi vida?
Lo que está escrito es desde mi nacimiento
hasta el punto que esta última vez me han
echado en galeras.
—Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas?
—dijo don Quijote.
—Para servir a Dios y al rey, otra vez he
estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el
bizcocho y el corbacho
—respondió Ginés
—; y
no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí
tendré lugar de acabar mi libro, que me
quedan muchas cosas que decir, y en las
galeras de España hay mas sosiego de aquel
que sería menester, aunque no es menester
mucho más para lo que yo tengo de escribir,
porque me lo sé de coro.
—Hábil pareces
—dijo don Quijote.
—Y desdichado
—respondió Ginés
—; porque
siempre las desdichas persiguen al buen
ingenio.
—Persiguen a los bellacos
—dijo el
comisario.
—Ya le he dicho, señor comisario
—
respondió Pasamonte
—, que se vaya poco a
poco, que aquellos señores no le dieron esa
vara para que maltratase a los pobretes que
aquí vamos, sino para que nos guiase y
llevase adonde Su Majestad manda. Si no,
¡por vida de...! ¡Basta!, que podría ser que
saliesen algún día en la colada las manchas
que se hicieron en la venta; y todo el mundo
calle, y viva bien, y hable mejor y
caminemos, que ya es mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisario para dar a
Pasamonte en respuesta de sus amenazas,
mas don Quijote se puso en medio y le rogó
que no le maltratase, pues no era mucho que
quien llevaba tan atadas las manos tuviese
algún tanto suelta la lengua. Y, volviéndose a
todos los de la cadena, dijo:
—De todo cuanto me habéis dicho,
hermanos carísimos, he sacado en limpio
que, aunque os han castigado por vuestras
culpas, las penas que vais a padecer no os
dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de
mala gana y muy contra vuestra voluntad; y
que podría ser que el poco ánimo que aquél
tuvo en el tormento, la falta de dineros déste,
el poco favor del otro y, finalmente, el torcido
juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra
perdición y de no haber salido con la justicia
que de vuestra parte teníades. Todo lo cual
se me representa a mí ahora en la memoria
de manera que me está diciendo,
persuadiendo y aun forzando que muestre
con vosotros el efeto para que el cielo me
arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la
orden de caballería que profeso, y el voto que
en ella hice de favorecer a los menesterosos
y opresos de los mayores. Pero, porque sé
que una de las partes de la prudencia es que
lo que se puede hacer por bien no se haga
por mal, quiero rogar a estos señores
guardianes y comisario sean servidos de
desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán
otros que sirvan al rey en mejores ocasiones;
porque me parece duro caso hacer esclavos a
los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto
más, señores guardas
—añadió don Quijote
—
, que estos pobres no han cometido nada
contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con
su pecado; Dios hay en el cielo, que no se
descuida de castigar al malo ni de premiar al
bueno, y no es bien que los hombres
honrados sean verdugos de los otros
hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto
con esta mansedumbre y sosiego, porque
tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y,
cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y
esta espada, con el valor de mi brazo, harán
que lo hagáis por fuerza.
—¡Donosa majadería!
—respondió el
comisario
— ¡Bueno está el donaire con que
ha salido a cabo de rato! ¡Los forzados del
rey quiere que le dejemos, como si
tuviéramos autoridad para soltarlos o él la
tuviera para mandárnoslo!
Váyase vuestra merced, señor, norabuena,
su camino adelante, y enderécese ese bacín
que trae en la cabeza, y no ande buscando
tres pies al gato.
—¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco!
—
respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan
presto que, sin que tuviese lugar de ponerse
en defensa, dio con él en el suelo, malherido
de una lanzada; y avínole bien, que éste era
el de la escopeta. Las demás guardas
quedaron atónitas y suspensas del no
esperado acontecimiento; pero, volviendo
sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de
a caballo, y los de a pie a sus dardos, y
arremetieron a don Quijote, que con mucho
sosiego los aguardaba; y, sin duda, lo pasara
mal si los galeotes, viendo la ocasión que se
les ofrecía de alcanzar libertad, no la
procuraran, procurando romper la cadena
donde venían ensartados. Fue la revuelta de
manera que las guardas, ya por acudir a los
galeotes, que se desataban, ya por acometer
a don Quijote, que los acometía, no hicieron
cosa que fuese de provecho.
Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de
Ginés de Pasamonte, que fue el primero que
saltó en la campaña libre y desembarazado,
y, arremetiendo al comisario caído, le quitó la
espada y la escopeta, con la cual, apuntando
al uno y señalando al otro, sin disparalla
jamás, no quedó guarda en todo el campo,
porque se fueron huyendo, así de la escopeta
de Pasamonte como de las muchas pedradas
que los ya sueltos galeotes les tiraban.
Entristecióse mucho Sancho deste suceso,
porque se le representó que los que iban
huyendo habían de dar noticia del caso a la
Santa Hermandad, la cual, a campana herida,
saldría a buscar los delincuentes, y así se lo
dijo a su amo, y le rogó que luego de allí se
partiesen y se emboscasen en la sierra, que
estaba cerca.
—Bien está eso
—dijo don Quijote
—, pero
yo sé lo que ahora conviene que se haga.
Y, llamando a todos los galeotes, que
andaban alborotados y habían despojado al
comisario hasta dejarle en cueros, se le
pusieron todos a la redonda para ver lo que
les mandaba, y así les dijo:
—De gente bien nacida es agradecer los
beneficios que reciben, y uno de los pecados
que más a Dios ofende es la ingratitud.
Dígolo porque ya habéis visto, señores, con
manifiesta experiencia, el que de mí habéis
recebido; en pago del cual querría, y es mi
voluntad, que, cargados de esa cadena que
quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en
camino y vais a la ciudad del Toboso, y allí os
presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso
y le digáis que su caballero, el de la Triste
Figura, se le envía a encomendar, y le
contéis, punto por punto, todos los que ha
tenido esta famosa aventura hasta poneros
en la deseada libertad; y, hecho esto, os
podréis ir donde quisiéredes a la buena
ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y
dijo:
—Lo que vuestra merced nos manda, señor
y libertador nuestro, es imposible de toda
imposibilidad cumplirlo, porque no podemos
ir juntos por los caminos, sino solos y
divididos, y cada uno por su parte,
procurando meterse en las entrañas de la
tierra, por no ser hallado de la Santa
Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir
en nuestra busca. Lo que vuestra merced
puede hacer, y es justo que haga, es mudar
ese servicio y montazgo de la señora
Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de
avemarías y credos, que nosotros diremos
por la intención de vuestra merced; y ésta es
cosa que se podrá cumplir de noche y de día,
huyendo o reposando, en paz o en guerra;
pero pensar que hemos de volver ahora a las
ollas de Egipto, digo, a tomar nuestra cadena
y a ponernos en camino del Toboso, es
pensar que es ahora de noche, que aún no
son las diez del día, y es pedir a nosotros eso
como pedir peras al olmo.
—Pues ¡voto a tal!
—dijo don Quijote, ya
puesto en cólera
—, don hijo de la puta, don
Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que
habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con
toda la cadena a cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien sufrido,
estando ya enterado que don Quijote no era
muy cuerdo, pues tal disparate había
cometido como el de querer darles libertad,
viéndose tratar de aquella manera, hizo del
ojo a los compañeros, y, apartándose aparte,
comenzaron a llover tantas piedras sobre don
Quijote, que no se daba manos a cubrirse con
la rodela; y el pobre de Rocinante no hacía
más caso de la espuela que si fuera hecho de
bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él
se defendía de la nube y pedrisco que sobre
entrambos llovía. No se pudo escudar tan
bien don Quijote que no le acertasen no sé
cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta
fuerza que dieron con él en el suelo; y
apenas hubo caído, cuando fue sobre él el
estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y
diole con ella tres o cuatro golpes en las
espaldas y otros tantos en la tierra, con que
la hizo pedazos. Quitáronle una ropilla que
traía sobre las armas, y las medias calzas le
querían quitar si las grebas no lo estorbaran.
A Sancho le quitaron el gabán, y, dejándole
en pelota, repartiendo entre sí los demás
despojos de la batalla, se fueron cada uno
por su parte, con más cuidado de escaparse
de la Hermandad, que temían, que de
cargarse de la cadena e ir a presentarse ante
la señora Dulcinea del Toboso.
Solos quedaron jumento y Rocinante,
Sancho y Don Quijote; el jumento, cabizbajo
y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando
las orejas, pensando que aún no había
cesado la borrasca de las piedras, que le
perseguían los oídos; Rocinante, tendido
junto a su amo, que también vino al suelo de
otra pedrada; Sancho, en pelota y temeroso
de la Santa Hermandad; don Quijote,
mohinísimo de verse tan malparado por los
mismos a quien tanto bien había hecho.
Capítulo XXIII. De lo que
le aconteció al famoso don
Quijote en Sierra Morena,
que fue una de las más
raras aventuras que en esta
verdadera historia se
cuentan
Viéndose tan malparado don Quijote, dijo a
su escudero:
—Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el
hacer bien a villanos es echar agua en la mar.
Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo
hubiera escusado esta pesadumbre; pero ya
está hecho: paciencia, y escarmentar para
desde aquí adelante.
—Así escarmentará vuestra merced
—
respondió Sancho
— como yo soy turco; pero,
pues dice que si me hubiera creído se hubiera
escusado este daño, créame ahora y escusará
otro mayor; porque le hago saber que con la
Santa Hermandad no hay usar de caballerías,
que no se le da a ella por cuantos caballeros
andantes hay dos maravedís; y sepa que ya
me parece que sus saetas me zumban por los
oídos.
—Naturalmente eres cobarde, Sancho
—dijo
don Quijote
—, pero, porque no digas que soy
contumaz y que jamás hago lo que me
aconsejas, por esta vez quiero tomar tu
consejo y apartarme de la furia que tanto
temes; mas ha de ser con una condición: que
jamás, en vida ni en muerte, has de decir a
nadie que yo me retiré y aparté deste peligro
de miedo, sino por complacer a tus ruegos;
que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y
desde ahora para entonces, y desde entonces
para ahora, te desmiento, y digo que mientes
y mentirás todas las veces que lo pensares o
lo dijeres. Y no me repliques más, que en
sólo pensar que me aparto y retiro de algún
peligro, especialmente déste, que parece que
lleva algún es no es de sombra de miedo,
estoy ya para quedarme, y para aguardar
aquí solo, no solamente a la Santa
Hermandad que dices y temes, sino a los
hermanos de los doce tribus de Israel, y a los
siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a
todos los hermanos y hermandades que hay
en el mundo.
—Señor
—respondió Sancho
—, que el
retirar no es huir, ni el esperar es cordura,
cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y
de sabios es guardarse hoy para mañana y
no aventurarse todo en un día. Y sepa que,
aunque zafio y villano, todavía se me alcanza
algo desto que llaman buen gobierno; así
que, no se arrepienta de haber tomado mi
consejo, sino suba en Rocinante, si puede, o
si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre
me dice que hemos menester ahora más los
pies que las manos.
Subió don Quijote, sin replicarle más
palabra, y, guiando Sancho sobre su asno, se
entraron por una parte de Sierra Morena, que
allí junto estaba, llevando Sancho intención
de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o a
Almodóvar del Campo, y esconderse algunos
días por aquellas asperezas, por no ser
hallados si la Hermandad los buscase.
Animóle a esto haber visto que de la refriega
de los galeotes se había escapado libre la
despensa que sobre su asno venía, cosa que
la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron
y buscaron los galeotes.
Así como don Quijote entró por aquellas
montañas, se le alegró el corazón,
pareciéndole aquellos lugares acomodados
para las aventuras que buscaba.
Reducíansele a la memoria los maravillosos
acaecimientos que en semejantes soledades
y asperezas habían sucedido a caballeros
andantes. Iba pensando en estas cosas, tan
embebecido y trasportado en ellas que de
ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba
otro cuidado
—después que le pareció que
caminaba por parte segura
— sino de
satisfacer su estómago con los relieves que
del despojo clerical habían quedado; y así,
iba tras su amo sentado a la mujeriega sobre
su jumento, sacando de un costal y
embaulando en su panza; y no se le diera por
hallar otra ventura, entretanto que iba de
aquella manera, un ardite.
En esto, alzó los ojos y vio que su amo
estaba parado, procurando con la punta del
lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído
en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a
ayudarle si fuese menester; y cuando llegó
fue a tiempo que alzaba con la punta del
lanzón un cojín y una maleta asida a él,
medio podridos, o podridos del todo, y
deshechos; mas, pesaba tanto, que fue
necesario que Sancho se apease a tomarlos,
y mandóle su amo que viese lo que en la
maleta venía.
Hízolo con mucha presteza Sancho, y,
aunque la maleta venía cerrada con una
cadena y su candado, por lo roto y podrido
della vio lo que en ella había, que eran cuatro
camisas de delgada holanda y otras cosas de
lienzo, no menos curiosas que limpias, y en
un pañizuelo halló un buen montoncillo de
escudos de oro; y, así como los vio, dijo:
—¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha
deparado una aventura que sea de provecho!
Y buscando más, halló un librillo de
memoria, ricamente guarnecido. Éste le pidió
don Quijote, y mandóle que guardase el
dinero y lo tomase para él. Besóle las manos
Sancho por la merced, y, desvalijando a la
valija de su lencería, la puso en el costal de la
despensa. Todo lo cual visto por don Quijote,
dijo:
—Paréceme, Sancho, y no es posible que
sea otra cosa, que algún caminante
descaminado debió de pasar por esta sierra,
y, salteándole malandrines, le debieron de
matar, y le trujeron a enterrar en esta tan
escondida parte.
—No puede ser eso
—respondió Sancho
—,
porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí
este dinero.
—Verdad dices
—dijo don Quijote
—, y así,
no adivino ni doy en lo que esto pueda ser;
mas, espérate: veremos si en este librillo de
memoria hay alguna cosa escrita por donde
podamos rastrear y venir en conocimiento de
lo que deseamos. Abrióle, y lo primero que
halló en él escrito, como en borrador, aunque
de muy buena letra, fue un soneto, que,
leyéndole alto porque Sancho también lo
oyese, vio que decía desta manera:
O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién
ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
que tanto mal en tanto bien no cabe,
ni me viene del cielo esta rüina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto;
que al mal de quien la causa no se sabe
milagro es acertar la medicina.
—Por esa trova
—dijo Sancho
— no se puede
saber nada, si ya no es que por ese hilo que
está ahí se saque el ovillo de todo.
—¿Qué hilo está aquí?
—dijo don Quijote.
—Paréceme
—dijo Sancho
— que vuestra
merced nombró ahí hilo.
—No dije sino Fili
—respondió don Quijote
—
, y éste, sin duda, es el nombre de la dama
de quien se queja el autor deste soneto; y a
fe que debe de ser razonable poeta, o yo sé
poco del arte.
—Luego, ¿también
—dijo Sancho
— se le
entiende a vuestra merced de trovas?
—Y más de lo que tú piensas
—respondió
don Quijote
—, y veráslo cuando lleves una
carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi
señora Dulcinea del Toboso. Porque quiero
que sepas, Sancho, que todos o los más
caballeros andantes de la edad pasada eran
grandes trovadores y grandes músicos; que
estas dos habilidades, o gracias, por mejor
decir, son anexas a los enamorados
andantes. Verdad es que las coplas de los
pasados caballeros tienen más de espíritu
que de primor.
—Lea más vuestra merced
—dijo Sancho
—,
que ya hallará algo que nos satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote y dijo:
—Esto es prosa, y parece carta.
—¿Carta misiva, señor?
—preguntó Sancho.
—En el principio no parece sino de amores
—respondió don Quijote.
—Pues lea vuestra merced alto
—dijo
Sancho
—, que gusto mucho destas cosas de
amores.
—Que me place
—dijo don Quijote.
Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había
rogado, vio que decía desta manera:
Tu falsa promesa y mi cierta desventura me
llevan a parte donde antes volverán a tus
oídos las nuevas de mi muerte que las
razones de mis quejas.
Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene
más, no por quien vale más que yo; mas si la
virtud fuera riqueza que se estimara, no
envidiara yo dichas ajenas ni llorara
desdichas propias. Lo que levantó tu
hermosura han derribado tus obras: por ella
entendí que eras ángel, y por ellas conozco
que eres mujer. Quédate en paz, causadora
de mi guerra, y haga el cielo que los engaños
de tu esposo estén siempre encubiertos,
porque tú no quedes arrepentida de lo que
heciste y yo no tome venganza de lo que no
deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don Quijote:
—Menos por ésta que por los versos se
puede sacar más de que quien la escribió es
algún desdeñado amante.
Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros
versos y cartas, que algunos pudo leer y
otros no; pero lo que todos contenían eran
quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y
sinsabores, favores y desdenes, solenizados
los unos y llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro,
pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en
toda ella, ni en el cojín, que no buscase,
escudriñase e inquiriese, ni costura que no
deshiciese, ni vedija de lana que no
escarmenase, porque no se quedase nada por
diligencia ni mal recado: tal golosina habían
despertado en él los hallados escudos, que
pasaban de ciento. Y, aunque no halló mas de
lo hallado, dio por bien empleados los vuelos
de la manta, el vomitar del brebaje, las
bendiciones de las estacas, las puñadas del
arriero, la falta de las alforjas, el robo del
gabán y toda la hambre, sed y cansancio que
había pasado en servicio de su buen señor,
pareciéndole que estaba más que rebién
pagado con la merced recebida de la entrega
del hallazgo.
Con gran deseo quedó el Caballero de la
Triste Figura de saber quién fuese el dueño
de la maleta, conjeturando, por el soneto y
carta, por el dinero en oro y por las tan
buenas camisas, que debía de ser de algún
principal enamorado, a quien desdenes y
malos tratamientos de su dama debían de
haber conducido a algún desesperado
término. Pero, como por aquel lugar
inhabitable y escabroso no parecía persona
alguna de quien poder informarse, no se curó
de más que de pasar adelante, sin llevar otro
camino que aquel que Rocinante quería, que
era por donde él podía caminar, siempre con
imaginación que no podía faltar por aquellas
malezas alguna estraña aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio
que, por cima de una montañuela que
delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando
un hombre, de risco en risco y de mata en
mata, con estraña ligereza. Figurósele que
iba desnudo, la barba negra y espesa, los
cabellos muchos y rabultados, los pies
descalzos y las piernas sin cosa alguna; los
muslos cubrían unos calzones, al parecer de
terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos
que por muchas partes se le descubrían las
carnes. Traía la cabeza descubierta, y,
aunque pasó con la ligereza que se ha dicho,
todas estas menudencias miró y notó el
Caballero de la Triste Figura; y, aunque lo
procuró, no pudo seguille, porque no era
dado a la debilidad de Rocinante andar por
aquellas asperezas, y más siendo él de suyo
pisacorto y flemático. Luego imaginó don
Quijote que aquél era el dueño del cojín y de
la maleta, y propuso en sí de buscalle,
aunque supiese andar un año por aquellas
montañas hasta hallarle; y así, mandó a
Sancho que se apease del asno y atajase por
la una parte de la montaña, que él iría por la
otra y podría ser que topasen, con esta
diligencia, con aquel hombre que con tanta
priesa se les había quitado de delante.
—No podré hacer eso
—respondió Sancho
—
, porque, en apartándome de vuestra
merced, luego es conmigo el miedo, que me
asalta con mil géneros de sobresaltos y
visiones. Y sírvale esto que digo de aviso,
para que de aquí adelante no me aparte un
dedo de su presencia.
—Así será
—dijo el de la Triste Figura
—, y
yo estoy muy contento de que te quieras
valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar,
aunque te falte el ánima del cuerpo. Y vente
ahora tras mí poco a poco, o como pudieres,
y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta
serrezuela: quizá toparemos con aquel
hombre que vimos, el cual, sin duda alguna,
no es otro que el dueño de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
—Harto mejor sería no buscalle, porque si
le hallamos y acaso fuese el dueño del
dinero, claro está que lo tengo de restituir; y
así, fuera mejor, sin hacer esta inútil
diligencia, poseerlo yo con buena fe hasta
que, por otra vía menos curiosa y diligente,
pareciera su verdadero señor; y quizá fuera a
tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el
rey me hacía franco.
—Engáñaste en eso, Sancho
—respondió
don Quijote
—; que, ya que hemos caído en
sospecha de quién es el dueño, cuasi delante,
estamos obligados a buscarle y volvérselos;
y, cuando no le buscásemos, la vehemente
sospecha que tenemos de que él lo sea nos
pone ya en tanta culpa como si lo fuese.
Así que, Sancho amigo, no te dé pena el
buscalle, por la que a mí se me quitará si le
hallo.
Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho
con su acostumbrado jumento; y, habiendo
rodeado parte de la montaña, hallaron en un
arroyo, caída, muerta y medio comida de
perros y picada de grajos, una mula ensillada
y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos
más la sospecha de que aquel que huía era el
dueño de la mula y del cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como
de pastor que guardaba ganado, y a deshora,
a su siniestra mano, parecieron una buena
cantidad de cabras, y tras ellas, por cima de
la montaña, pareció el cabrero que las
guardaba, que era un hombre anciano. Diole
voces don Quijote, y rogóle que bajase donde
estaban. Él respondió a gritos que quién les
había traído por aquel lugar, pocas o
ningunas veces pisado sino de pies de cabras
o de lobos y otras fieras que por allí andaban.
Respondióle Sancho que bajase, que de todo
le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y, en
llegando adonde don Quijote estaba, dijo:
—Apostaré que está mirando la mula de
alquiler que está muerta en esa hondonada.
Pues a buena fe que ha ya seis meses que
está en ese lugar.
Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?
—No hemos topado a nadie
—respondió don
Quijote
—, sino a un cojín y a una maletilla
que no lejos deste lugar hallamos.
—También la hallé yo
—respondió el
cabrero
—, mas nunca la quise alzar ni llegar
a ella, temeroso de algún desmán y de que
no me la pidiesen por de hurto; que es el
diablo sotil, y debajo de los pies se levanta
allombre cosa donde tropiece y caya, sin
saber cómo ni cómo no.
—Eso mesmo es lo que yo digo
—respondió
Sancho
—: que también la hallé yo, y no quise
llegar a ella con un tiro de piedra; allí la dejé
y allí se queda como se estaba, que no quiero
perro con cencerro.
—Decidme, buen hombre
—dijo don
Quijote
—, ¿sabéis vos quién sea el dueño
destas prendas?
—Lo que sabré yo decir
—dijo el cabrero
—
es que «habrá al pie de seis meses, poco más
a menos, que llegó a una majada de
pastores, que estará como tres leguas deste
lugar, un mancebo de gentil talle y apostura,
caballero sobre esa mesma mula que ahí está
muerta, y con el mesmo cojín y maleta que
decís que hallastes y no tocastes.
Preguntónos que cuál parte desta sierra era
la más áspera y escondida; dijímosle que era
esta donde ahora estamos; y es ansí la
verdad, porque si entráis media legua más
adentro, quizá no acertaréis a salir; y estoy
maravillado de cómo habéis podido llegar
aquí, porque no hay camino ni senda que a
este lugar encamine. Digo, pues, que, en
oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió
las riendas y encaminó hacia el lugar donde
le señalamos, dejándonos a todos contentos
de su buen talle, y admirados de su demanda
y de la priesa con que le víamos caminar y
volverse hacia la sierra; y desde entonces
nunca más le vimos, hasta que desde allí a
algunos días salió al camino a uno de
nuestros pastores, y, sin decille nada, se
llegó a él y le dio muchas puñadas y coces, y
luego se fue a la borrica del hato y le quitó
cuanto pan y queso en ella traía; y, con
estraña ligereza, hecho esto, se volvió a
emboscar en la sierra. Como esto supimos
algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi
dos días por lo más cerrado desta sierra, al
cabo de los cuales le hallamos metido en el
hueco de un grueso y valiente alcornoque.
Salió a nosotros con mucha mansedumbre,
ya roto el vestido, y el rostro disfigurado y
tostado del sol, de tal suerte que apenas le
conocíamos, sino que los vestidos, aunque
rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos
dieron a entender que era el que
buscábamos. Saludónos cortésmente, y en
pocas y muy buenas razones nos dijo que no
nos maravillásemos de verle andar de aquella
suerte, porque así le convenía para cumplir
cierta penitencia que por sus muchos pecados
le había sido impuesta. Rogámosle que nos
dijese quién era, mas nunca lo pudimos
acabar con él. Pedímosle también que,
cuando hubiese menester el sustento, sin el
cual no podía pasar, nos dijese dónde le
hallaríamos, porque con mucho amor y
cuidado se lo llevaríamos; y que si esto
tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos,
saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los
pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento,
pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció
de pedillo de allí adelante por amor de Dios,
sin dar molestia alguna a nadie.
En cuanto lo que tocaba a la estancia de su
habitación, dijo que no tenía otra que aquella
que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la
noche; y acabó su plática con un tan tierno
llanto, que bien fuéramos de piedra los que
escuchado le habíamos, si en él no le
acompañáramos, considerándole cómo le
habíamos visto la vez primera, y cuál le
veíamos entonces. Porque, como tengo dicho,
era un muy gentil y agraciado mancebo, y en
sus corteses y concertadas razones mostraba
ser bien nacido y muy cortesana persona;
que, puesto que éramos rústicos los que le
escuchábamos, su gentileza era tanta, que
bastaba a darse a conocer a la mesma
rusticidad. Y, estando en lo mejor de su
plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos
en el suelo por un buen espacio, en el cual
todos estuvimos quedos y suspensos,
esperando en qué había de parar aquel
embelesamiento, con no poca lástima de
verlo; porque, por lo que hacía de abrir los
ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover
pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos,
apretando los labios y enarcando las cejas,
fácilmente conocimos que algún accidente de
locura le había sobrevenido. Mas él nos dio a
entender presto ser verdad lo que
pensábamos, porque se levantó con gran
furia del suelo, donde se había echado, y
arremetió con el primero que halló junto a sí,
con tal denuedo y rabia que, si no se le
quitáramos, le matara a puñadas y a
bocados; y todo esto hacía, diciendo: ''¡Ah,
fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás
la sinrazón que me heciste: estas manos te
sacarán el corazón, donde albergan y tienen
manida todas las maldades juntas,
principalmente la fraude y el engaño!'' Y a
éstas añadía otras razones, que todas se
encaminaban a decir mal de aquel Fernando y
a tacharle de traidor y fementido.
Quitámossele, pues, con no poca
pesadumbre, y él, sin decir más palabra, se
apartó de nosotros y se emboscó corriendo
por entre estos jarales y malezas, de modo
que nos imposibilitó el seguille. Por esto
conjeturamos que la locura le venía a
tiempos, y que alguno que se llamaba
Fernando le debía de haber hecho alguna
mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el
término a que le había conducido. Todo lo
cual se ha confirmado después acá con las
veces, que han sido muchas, que él ha salido
al camino, unas a pedir a los pastores le den
de lo que llevan para comer y otras a
quitárselo por fuerza; porque cuando está
con el accidente de la locura, aunque los
pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo
admite, sino que lo toma a puñadas; y
cuando está en su seso, lo pide por amor de
Dios, cortés y comedidamente, y rinde por
ello muchas gracias, y no con falta de
lágrimas.
Y en verdad os digo, señores
—prosiguió el
cabrero
—, que ayer determinamos yo y
cuatro zagales, los dos criados y los dos
amigos míos, de buscarle hasta tanto que le
hallemos, y, después de hallado, ya por
fuerza ya por grado, le hemos de llevar a la
villa de Almodóvar, que está de aquí ocho
leguas, y allí le curaremos, si es que su mal
tiene cura, o sabremos quién es cuando esté
en sus seso, y si tiene parientes a quien dar
noticia de su desgracia». Esto es, señores, lo
que sabré deciros de lo que me habéis
preguntado; y entended que el dueño de las
prendas que hallastes es el mesmo que vistes
pasar con tanta ligereza como desnudez
—
que ya le había dicho don Quijote cómo había
visto pasar aquel hombre saltando por la
sierra.
El cual quedó admirado de lo que al cabrero
había oído, y quedó con más deseo de saber
quién era el desdichado loco; y propuso en sí
lo mesmo que ya tenía pensado: de buscalle
por toda la montaña, sin dejar rincón ni
cueva en ella que no mirase, hasta hallarle.
Pero hízolo mejor la suerte de lo que él
pensaba ni esperaba, porque en aquel
mesmo instante pareció, por entre una
quebrada de una sierra que salía donde ellos
estaban, el mancebo que buscaba, el cual
venía hablando entre sí cosas que no podían
ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos.
Su traje era cual se ha pintado, sólo que,
llegando cerca, vio don Quijote que un coleto
hecho pedazos que sobre sí traía era de
ámbar; por donde acabó de entender que
persona que tales hábitos traía no debía de
ser de ínfima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludó
con una voz desentonada y bronca, pero con
mucha cortesía. Don Quijote le volvió las
saludes con no menos comedimiento, y,
apeándose de Rocinante, con gentil
continente y donaire, le fue a abrazar y le
tuvo un buen espacio estrechamente entre
sus brazos, como si de luengos tiempos le
hubiera conocido. El otro, a quien podemos
llamar el Roto de la Mala Figura
—como a don
Quijote el de la Triste
—, después de haberse
dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y,
puestas sus manos en los hombros de don
Quijote, le estuvo mirando, como que quería
ver si le conocía; no menos admirado quizá
de ver la figura, talle y armas de don Quijote,
que don Quijote lo estaba de verle a él. En
resolución, el primero que habló después del
abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se
dirá adelante.
Capítulo XXIV. Donde se
prosigue la aventura de la
Sierra Morena
Dice la historia que era grandísima la
atención con que don Quijote escuchaba al
astroso Caballero de la Sierra, el cual,
prosiguiendo su plática, dijo:
—Por cierto, señor, quienquiera que seáis,
que yo no os conozco, yo os agradezco las
muestras y la cortesía que conmigo habéis
usado; y quisiera yo hallarme en términos
que con más que la voluntad pudiera servir la
que habéis mostrado tenerme en el buen
acogimiento que me habéis hecho, mas no
quiere mi suerte darme otra cosa con que
corresponda a las buenas obras que me
hacen, que buenos deseos de satisfacerlas.
—Los que yo tengo
—respondió don
Quijote
— son de serviros; tanto, que tenía
determinado de no salir destas sierras hasta
hallaros y saber de vos si el dolor que en la
estrañeza de vuestra vida mostráis tener se
podía hallar algún género de remedio; y si
fuera menester buscarle, buscarle con la
diligencia posible. Y, cuando vuestra
desventura fuera de aquellas que tienen
cerradas las puertas a todo género de
consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y
plañirla como mejor pudiera, que todavía es
consuelo en las desgracias hallar quien se
duela dellas. Y, si es que mi buen intento
merece ser agradecido con algún género de
cortesía, yo os suplico, señor, por la mucha
que veo que en vos se encierra, y juntamente
os conjuro por la cosa que en esta vida más
habéis amado o amáis, que me digáis quién
sois y la causa que os ha traído a vivir y a
morir entre estas soledades como bruto
animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de
vos mismo cual lo muestra vuestro traje y
persona. Y juro
—añadió don Quijote
—, por la
orden de caballería que recebí, aunque
indigno y pecador, y por la profesión de
caballero andante, que si en esto, señor, me
complacéis, de serviros con las veras a que
me obliga el ser quien soy: ora remediando
vuestra desgracia, si tiene remedio, ora
ayudándoos a llorarla, como os lo he
prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera
oyó hablar al de la Triste Figura, no hacía
sino mirarle, y remirarle y tornarle a mirar de
arriba abajo; y, después que le hubo bien
mirado, le dijo:
—Si tienen algo que darme a comer, por
amor de Dios que me lo den; que, después
de haber comido, yo haré todo lo que se me
manda, en agradecimiento de tan buenos
deseos como aquí se me han mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y el
cabrero de su zurrón, con que satisfizo el
Roto su hambre, comiendo lo que le dieron
como persona atontada, tan apriesa que no
daba espacio de un bocado al otro, pues
antes los engullía que tragaba; y, en tanto
que comía, ni él ni los que le miraban
hablaban palabra. Como acabó de comer, les
hizo de señas que le siguiesen, como lo
hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo
que a la vuelta de una peña poco desviada de
allí estaba. En llegando a él se tendió en el
suelo, encima de la yerba, y los demás
hicieron lo mismo; y todo esto sin que
ninguno hablase, hasta que el Roto, después
de haberse acomodado en su asiento, dijo:
—Si gustáis, señores, que os diga en breves
razones la inmensidad de mis desventuras,
habéisme de prometer de que con ninguna
pregunta, ni otra cosa, no interromperéis el
hilo de mi triste historia; porque en el punto
que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere
contando.
Estas razones del Roto trujeron a la
memoria a don Quijote el cuento que le había
contado su escudero, cuando no acertó el
número de las cabras que habían pasado el
río y se quedó la historia pendiente. Pero,
volviendo al Roto, prosiguió diciendo:
—Esta prevención que hago es porque
querría pasar brevemente por el cuento de
mis desgracias; que el traerlas a la memoria
no me sirve de otra cosa que añadir otras de
nuevo, y, mientras menos me preguntáredes,
más presto acabaré yo de decillas, puesto
que no dejaré por contar cosa alguna que sea
de importancia para no satisfacer del todo a
vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió, en nombre de
los demás, y él, con este seguro, comenzó
desta manera:
—«Mi nombre es Cardenio; mi patria, una
ciudad de las mejores desta Andalucía; mi
linaje, noble; mis padres, ricos; mi
desventura, tanta que la deben de haber
llorado mis padres y sentido mi linaje, sin
poderla aliviar con su riqueza; que para
remediar desdichas del cielo poco suelen
valer los bienes de fortuna. Vivía en esta
mesma tierra un cielo, donde puso el amor
toda la gloria que yo acertara a desearme: tal
es la hermosura de Luscinda, doncella tan
noble y tan rica como yo, pero de más
ventura y de menos firmeza de la que a mis
honrados pensamientos se debía. A esta
Luscinda amé, quise y adoré desde mis
tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí
con aquella sencillez y buen ánimo que su
poca edad permitía. Sabían nuestros padres
nuestros intentos, y no les pesaba dello,
porque bien veían que, cuando pasaran
adelante, no podían tener otro fin que el de
casarnos, cosa que casi la concertaba la
igualdad de nuestro linaje y riquezas.
Creció la edad, y con ella el amor de
entrambos, que al padre de Luscinda le
pareció que por buenos respetos estaba
obligado a negarme la entrada de su casa,
casi imitando en esto a los padres de aquella
Tisbe tan decantada de los poetas. Y fue esta
negación añadir llama a llama y deseo a
deseo, porque, aunque pusieron silencio a las
lenguas, no le pudieron poner a las plumas,
las cuales, con más libertad que las lenguas,
suelen dar a entender a quien quieren lo que
en el alma está encerrado; que muchas veces
la presencia de la cosa amada turba y
enmudece la intención más determinada y la
lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos
billetes le escribí! ¡Cuán regaladas y honestas
respuestas tuve! ¡Cuántas canciones
compuse y cuántos enamorados versos,
donde el alma declaraba y trasladaba sus
sentimientos, pintaba sus encendidos deseos,
entretenía sus memorias y recreaba su
voluntad!
»En efeto, viéndome apurado, y que mi
alma se consumía con el deseo de verla,
determiné poner por obra y acabar en un
punto lo que me pareció que más convenía
para salir con mi deseado y merecido premio;
y fue el pedírsela a su padre por legítima
esposa, como lo hice; a lo que él me
respondió que me agradecía la voluntad que
mostraba de honralle, y de querer honrarme
con prendas suyas, pero que, siendo mi
padre vivo, a él tocaba de justo derecho
hacer aquella demanda; porque, si no fuese
con mucha voluntad y gusto suyo, no era
Luscinda mujer para tomarse ni darse a
hurto.
»Yo le agradecí su buen intento,
pareciéndome que llevaba razón en lo que
decía, y que mi padre vendría en ello como
yo se lo dijese; y con este intento, luego en
aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre
lo que deseaba. Y, al tiempo que entré en un
aposento donde estaba, le hallé con una carta
abierta en la mano, la cual, antes que yo le
dijese palabra, me la dio y me dijo: ''Por esa
carta verás, Cardenio, la voluntad que el
duque Ricardo tiene de hacerte merced''.»
Este duque Ricardo, como ya vosotros,
señores, debéis de saber, es un grande de
España que tiene su estado en lo mejor desta
Andalucía. «Tomé y leí la carta, la cual venía
tan encarecida que a mí mesmo me pareció
mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en
ella se le pedía, que era que me enviase
luego donde él estaba; que quería que fuese
compañero, no criado, de su hijo el mayor, y
que él tomaba a cargo el ponerme en estado
que correspondiese a la estimación en que
me tenía. Leí la carta y enmudecí leyéndola,
y más cuando oí que mi padre me decía: ''De
aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer
la voluntad del duque; y da gracias a Dios
que te va abriendo camino por donde
alcances lo que yo sé que mereces''. Añadió a
éstas otras razones de padre consejero.
»Llegóse el término de mi partida, hablé una
noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba,
y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se
entretuviese algunos días y dilatase el darle
estado hasta que yo viese lo que Ricardo me
quería. Él me lo prometió y ella me lo
confirmó con mil juramentos y mil desmayos.
Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba.
Fui dél tan bien recebido y tratado, que desde
luego comenzó la envidia a hacer su oficio,
teniéndomela los criados antiguos,
pareciéndoles que las muestras que el duque
daba de hacerme merced habían de ser en
perjuicio suyo. Pero el que más se holgó con
mi ida fue un hijo segundo del duque,
llamado Fernando, mozo gallardo,
gentilhombre, liberal y enamorado, el cual,
en poco tiempo, quiso que fuese tan su
amigo, que daba que decir a todos; y,
aunque el mayor me quería bien y me hacía
merced, no llegó al estremo con que don
Fernando me quería y trataba.
»Es, pues, el caso que, como entre los
amigos no hay cosa secreta que no se
comunique, y la privanza que yo tenía con
don Fernando dejada de serlo por ser
amistad, todos sus pensamientos me
declaraba, especialmente uno enamorado,
que le traía con un poco de desasosiego.
Quería bien a una labradora, vasalla de su
padre (y ella los tenía muy ricos), y era tan
hermosa, recatada, discreta y honesta que
nadie que la conocía se determinaba en cuál
destas cosas tuviese más excelencia ni más
se aventajase. Estas tan buenas partes de la
hermosa labradora redujeron a tal término
los deseos de don Fernando, que se
determinó, para poder alcanzarlo y conquistar
la entereza de la labradora, darle palabra de
ser su esposo, porque de otra manera era
procurar lo imposible. Yo, obligado de su
amistad, con las mejores razones que supe y
con los más vivos ejemplos que pude,
procuré estorbarle y apartarle de tal
propósito. Pero, viendo que no aprovechaba,
determiné de decirle el caso al duque
Ricardo, su padre. Mas don Fernando, como
astuto y discreto, se receló y temió desto, por
parecerle que estaba yo obligado, en vez de
buen criado, no tener encubierta cosa que tan
en perjuicio de la honra de mi señor el duque
venía; y así, por divertirme y engañarme, me
dijo que no hallaba otro mejor remedio para
poder apartar de la memoria la hermosura
que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por
algunos meses; y que quería que el ausencia
fuese que los dos nos viniésemos en casa de
mi padre, con ocasión que darían al duque
que venía a ver y a feriar unos muy buenos
caballos que en mi ciudad había, que es
madre de los mejores del mundo.
»Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido
de mi afición, aunque su determinación no
fuera tan buena, la aprobara yo por una de
las más acertadas que se podían imaginar,
por ver cuán buena ocasión y coyuntura se
me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con
este pensamiento y deseo, aprobé su parecer
y esforcé su propósito, diciéndole que lo
pusiese por obra con la brevedad posible,
porque, en efeto, la ausencia hacía su oficio,
a pesar de los más firmes pensamientos. Ya
cuando él me vino a decir esto, según
después se supo, había gozado a la labradora
con título de esposo, y esperaba ocasión de
descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el
duque su padre haría cuando supiese su
disparate.
»Sucedió, pues, que, como el amor en los
mozos, por la mayor parte, no lo es, sino
apetito, el cual, como tiene por último fin el
deleite, en llegando a alcanzarle se acaba y
ha de volver atrás aquello que parecía amor,
porque no puede pasar adelante del término
que le puso naturaleza, el cual término no le
puso a lo que es verdadero amor...; quiero
decir que, así como don Fernando gozó a la
labradora, se le aplacaron sus deseos y se
resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía
quererse ausentar, por remediarlos, ahora de
veras procuraba irse, por no ponerlos en
ejecución.
Diole el duque licencia, y mandóme que le
acompañase. Venimos a mi ciudad, recibióle
mi padre como quien era; vi yo luego a
Luscinda, tornaron a vivir, aunque no habían
estado muertos ni amortiguados, mis deseos,
de los cuales di cuenta, por mi mal, a don
Fernando, por parecerme que, en la ley de la
mucha amistad que mostraba, no le debía
encubrir nada. Alabéle la hermosura, donaire
y discreción de Luscinda de tal manera, que
mis alabanzas movieron en él los deseos de
querer ver doncella de tantas buenas partes
adornada. Cumplíselos yo, por mi corta
suerte, enseñándosela una noche, a la luz de
una vela, por una ventana por donde los dos
solíamos hablarnos. Viola en sayo, tal, que
todas las bellezas hasta entonces por él
vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió
el sentido, quedó absorto y, finalmente, tan
enamorado cual lo veréis en el discurso del
cuento de mi desventura. Y, para encenderle
más el deseo, que a mí me celaba y al cielo a
solas descubría, quiso la fortuna que hallase
un día un billete suyo pidiéndome que la
pidiese a su padre por esposa, tan discreto,
tan honesto y tan enamorado que, en
leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se
encerraban todas las gracias de hermosura y
de entendimiento que en las demás mujeres
del mundo estaban repartidas.
»Bien es verdad que quiero confesar ahora
que, puesto que yo veía con cuán justas
causas don Fernando a Luscinda alababa, me
pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca,
y comencé a temer y a recelarme dél, porque
no se pasaba momento donde no quisiese
que tratásemos de Luscinda, y él movía la
plática, aunque la trujese por los cabellos;
cosa que despertaba en mí un no sé qué de
celos, no porque yo temiese revés alguno de
la bondad y de la fe de Luscinda, pero, con
todo eso, me hacía temer mi suerte lo
mesmo que ella me aseguraba. Procuraba
siempre don Fernando leer los papeles que yo
a Luscinda enviaba y los que ella me
respondía, a título que de la discreción de los
dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que,
habiéndome pedido Luscinda un libro de
caballerías en que leer, de quien era ella muy
aficionada, que era el de Amadís de Gaula...»
No hubo bien oído don Quijote nombrar
libro de caballerías, cuando dijo:
—Con que me dijera vuestra merced, al
principio de su historia, que su merced de la
señora Luscinda era aficionada a libros de
caballerías, no fuera menester otra
exageración para darme a entender la alteza
de su entendimiento, porque no le tuviera tan
bueno como vos, señor, le habéis pintado, si
careciera del gusto de tan sabrosa leyenda:
así que, para conmigo, no es menester gastar
más palabras en declararme su hermosura,
valor y entendimiento; que, con sólo haber
entendido su afición, la confirmo por la más
hermosa y más discreta mujer del mundo. Y
quisiera yo, señor, que vuestra merced le
hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al
bueno de Don Rugel de Grecia, que yo sé que
gustara la señora Luscinda mucho de Daraida
y Geraya, y de las discreciones del pastor
Darinel y de aquellos admirables versos de
sus bucólicas, cantadas y representadas por
él con todo donaire, discreción y
desenvoltura. Pero tiempo podrá venir en que
se enmiende esa falta, y no dura más en
hacerse la enmienda de cuanto quiera
vuestra merced ser servido de venirse
conmigo a mi aldea, que allí le podré dar más
de trecientos libros, que son el regalo de mi
alma y el entretenimiento de mi vida; aunque
tengo para mí que ya no tengo ninguno,
merced a la malicia de malos y envidiosos
encantadores. Y perdóneme vuestra merced
el haber contravenido a lo que prometimos de
no interromper su plática, pues, en oyendo
cosas de caballerías y de caballeros andantes,
así es en mi mano dejar de hablar en ellos,
como lo es en la de los rayos del sol dejar de
calentar, ni humedecer en los de la luna. Así
que, perdón y proseguir, que es lo que ahora
hace más al caso.
En tanto que don Quijote estaba diciendo lo
que queda dicho, se le había caído a Cardenio
la cabeza sobre el pecho, dando muestras de
estar profundamente pensativo. Y, puesto
que dos veces le dijo don Quijote que
prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni
respondía palabra; pero, al cabo de un buen
espacio, la levantó y dijo:
—No se me puede quitar del pensamiento,
ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni
quien me dé a entender otra cosa (y sería un
majadero el que lo contrario entendiese o
creyese), sino que aquel bellaconazo del
maestro Elisabat estaba amancebado con la
reina Madésima.
—Eso no, ¡voto a tal!
—respondió con
mucha cólera don Quijote (y arrojóle, como
tenía de costumbre)
—; y ésa es una muy
gran malicia, o bellaquería, por mejor decir:
la reina Madásima fue muy principal señora, y
no se ha de presumir que tan alta princesa se
había de amancebar con un sacapotras; y
quien lo contrario entendiere, miente como
muy gran bellaco. Y yo se lo daré a entender,
a pie o a caballo, armado o desarmado, de
noche o de día, o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy
atentamente, al cual ya había venido el
accidente de su locura y no estaba para
proseguir su historia; ni tampoco don Quijote
se la oyera, según le había disgustado lo que
de Madásima le había oído. ¡Estraño caso;
que así volvió por ella como si
verdaderamente fuera su verdadera y natural
señora: tal le tenían sus descomulgados
libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio
estaba loco y se oyó tratar de mentís y de
bellaco, con otros denuestos semejantes,
parecióle mal la burla, y alzó un guijarro que
halló junto a sí, y dio con él en los pechos tal
golpe a don Quijote que le hizo caer de
espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio
parar a su señor, arremetió al loco con el
puño cerrado; y el Roto le recibió de tal
suerte que con una puñada dio con él a sus
pies, y luego se subió sobre él y le brumó las
costillas muy a su sabor. El cabrero, que le
quiso defender, corrió el mesmo peligro. Y,
después que los tuvo a todos rendidos y
molidos, los dejó y se fue, con gentil sosiego,
a emboscarse en la montaña.
Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía
de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió
a tomar la venganza del cabrero, diciéndole
que él tenía la culpa de no haberles avisado
que a aquel hombre le tomaba a tiempos la
locura; que, si esto supieran, hubieran estado
sobre aviso para poderse guardar. Respondió
el cabrero que ya lo había dicho, y que si él
no lo había oído, que no era suya la culpa.
Replicó Sancho Panza, y tornó a replicar el
cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de
las barbas y darse tales puñadas que, si don
Quijote no los pusiera en paz, se hicieran
pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero:
—Déjeme vuestra merced, señor Caballero
de la Triste Figura, que en éste, que es
villano como yo y no está armado caballero,
bien puedo a mi salvo satisfacerme del
agravio que me ha hecho, peleando con él
mano a mano, como hombre honrado.
—Así es
—dijo don Quijote
—, pero yo sé
que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido.
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió
a preguntar al cabrero si sería posible hallar a
Cardenio, porque quedaba con grandísimo
deseo de saber el fin de su historia. Díjole el
cabrero lo que primero le había dicho, que
era no saber de cierto su manida; pero que,
si anduviese mucho por aquellos contornos,
no dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.
Capítulo XXV. Que trata
de las estrañas cosas que en
Sierra Morena sucedieron al
valiente caballero de la
Mancha, y de la imitación
que hizo a la penitencia de
Beltenebros
Despidióse del cabrero don Quijote, y,
subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a
Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su
jumento, de muy mala gana. Íbanse poco a
poco entrando en lo más áspero de la
montaña, y Sancho iba muerto por razonar
con su amo, y deseaba que él comenzase la
plática, por no contravenir a lo que le tenía
mandado; mas, no pudiendo sufrir tanto
silencio, le dijo:
—Señor don Quijote, vuestra merced me
eche su bendición y me dé licencia; que
desde aquí me quiero volver a mi casa, y a
mi mujer y a mis hijos, con los cuales, por lo
menos, hablaré y departiré todo lo que
quisiere; porque querer vuestra merced que
vaya con él por estas soledades, de día y de
noche, y que no le hable cuando me diere
gusto es enterrarme en vida. Si ya quisiera la
suerte que los animales hablaran, como
hablaban en tiempos de Guisopete, fuera
menos mal, porque departiera yo con mi
jumento lo que me viniera en gana, y con
esto pasara mi mala ventura; que es recia
cosa, y que no se puede llevar en paciencia,
andar buscando aventuras toda la vida y no
hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos
y puñadas, y, con todo esto, nos hemos de
coser la boca, sin osar decir lo que el hombre
tiene en su corazón, como si fuera mudo.
—Ya te entiendo, Sancho
—respondió don
Quijote
—: tú mueres porque te alce el
entredicho que te tengo puesto en la lengua.
Dale por alzado y di lo que quisieres, con
condición que no ha de durar este alzamiento
más de en cuanto anduviéremos por estas
sierras.
—Sea ansí
—dijo Sancho
—: hable yo ahora,
que después Dios sabe lo que será; y,
comenzando a gozar de ese salvoconduto,
digo que ¿qué le iba a vuestra merced en
volver tanto por aquella reina Magimasa, o
como se llama? O, ¿qué hacía al caso que
aquel abad fuese su amigo o no? Que, si
vuestra merced pasara con ello, pues no era
su juez, bien creo yo que el loco pasara
adelante con su historia, y se hubieran
ahorrado el golpe del guijarro, y las coces, y
aun más de seis torniscones.
—A fe, Sancho
—respondió don Quijote
—,
que si tú supieras, como yo lo sé, cuán
honrada y cuán principal señora era la reina
Madásima, yo sé que dijeras que tuve mucha
paciencia, pues no quebré la boca por donde
tales blasfemias salieron; porque es muy
gran blasfemia decir ni pensar que una reina
esté amancebada con un cirujano. La verdad
del cuento es que aquel maestro Elisabat,
que el loco dijo, fue un hombre muy prudente
y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de
médico a la reina; pero pensar que ella era su
amiga es disparate digno de muy gran
castigo. Y, porque veas que Cardenio no supo
lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo
ya estaba sin juicio.
—Eso digo yo
—dijo Sancho
—: que no había
para qué hacer cuenta de las palabras de un
loco, porque si la buena suerte no ayudara a
vuestra merced y encaminara el guijarro a la
cabeza, como le encaminó al pecho, buenos
quedáramos por haber vuelto por aquella mi
señora, que Dios cohonda. Pues, ¡montas que
no se librara Cardenio por loco!
—Contra cuerdos y contra locos está
obligado cualquier caballero andante a volver
por la honra de las mujeres, cualesquiera que
sean, cuanto más por las reinas de tan alta
guisa y pro como fue la reina Madásima, a
quien yo tengo particular afición por sus
buenas partes; porque, fuera de haber sido
fermosa, además fue muy prudente y muy
sufrida en sus calamidades, que las tuvo
muchas; y los consejos y compañía del
maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho
provecho y alivio para poder llevar sus
trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí
tomó ocasión el vulgo ignorante y mal
intencionado de decir y pensar que ella era su
manceba; y mienten, digo otra vez, y
mentirán otras docientas, todos los que tal
pensaren y dijeren.
—Ni yo lo digo ni lo pienso
—respondió
Sancho
—: allá se lo hayan; con su pan se lo
coman. Si fueron amancebados, o no, a Dios
habrán dado la cuenta. De mis viñas vengo,
no sé nada; no soy amigo de saber vidas
ajenas; que el que compra y miente, en su
bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo
nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano;
mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y
muchos piensan que hay tocinos y no hay
estacas. Mas, ¿quién puede poner puertas al
campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
—¡Válame Dios
—dijo don Quijote
—, y qué
de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué
va de lo que tratamos a los refranes que
enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles; y de
aquí adelante, entremétete en espolear a tu
asno, y deja de hacello en lo que no te
importa. Y entiende con todos tus cinco
sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago
e hiciere, va muy puesto en razón y muy
conforme a las reglas de caballería, que las
sé mejor que cuantos caballeros las
profesaron en el mundo.
—Señor
—respondió Sancho
—, y ¿es buena
regla de caballería que andemos perdidos por
estas montañas, sin senda ni camino,
buscando a un loco, el cual, después de
hallado, quizá le vendrá en voluntad de
acabar lo que dejó comenzado, no de su
cuento, sino de la cabeza de vuestra merced
y de mis costillas, acabándonoslas de romper
de todo punto?
—Calla, te digo otra vez, Sancho
—dijo don
Quijote
—; porque te hago saber que no sólo
me trae por estas partes el deseo de hallar al
loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas
una hazaña con que he de ganar perpetuo
nombre y fama en todo lo descubierto de la
tierra; y será tal, que he de echar con ella el
sello a todo aquello que puede hacer perfecto
y famoso a un andante caballero.
—Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña?
—
preguntó Sancho Panza.
—No
—respondió el de la Triste Figura
—,
puesto que de tal manera podía correr el
dado, que echásemos azar en lugar de
encuentro; pero todo ha de estar en tu
diligencia.
—¿En mi diligencia?
—dijo Sancho.
—Sí
—dijo don Quijote
—, porque si vuelves
presto de adonde pienso enviarte, presto se
acabará mi pena y presto comenzará mi
gloria. Y, porque no es bien que te tenga más
suspenso, esperando en lo que han de parar
mis razones, quiero, Sancho, que sepas que
el famoso Amadís de Gaula fue uno de los
más perfectos caballeros andantes. No he
dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el
único, el señor de todos cuantos hubo en su
tiempo en el mundo. Mal año y mal mes para
don Belianís y para todos aquellos que dijeren
que se le igualó en algo, porque se engañan,
juro cierto. Digo asimismo que, cuando algún
pintor quiere salir famoso en su arte, procura
imitar los originales de los más únicos
pintores que sabe; y esta mesma regla corre
por todos los más oficios o ejercicios de
cuenta que sirven para adorno de las
repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que
quiere alcanzar nombre de prudente y
sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y
trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de
prudencia y de sufrimiento; como también
nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el
valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un
valiente y entendido capitán, no pintándolo ni
descubriéndolo como ellos fueron, sino como
habían de ser, para quedar ejemplo a los
venideros hombres de sus virtudes. Desta
mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero,
el sol de los valientes y enamorados
caballeros, a quien debemos de imitar todos
aquellos que debajo de la bandera de amor y
de la caballería militamos. Siendo, pues, esto
ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que
el caballero andante que más le imitare
estará más cerca de alcanzar la perfeción de
la caballería. Y una de las cosas en que más
este caballero mostró su prudencia, valor,
valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue
cuando se retiró, desdeñado de la señora
Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre,
mudado su nombre en el de Beltenebros,
nombre, por cierto, significativo y proprio
para la vida que él de su voluntad había
escogido. Ansí que, me es a mí más fácil
imitarle en esto que no en hender gigantes,
descabezar serpientes, matar endriagos,
desbaratar ejércitos, fracasar armadas y
deshacer encantamentos. Y, pues estos
lugares son tan acomodados para semejantes
efectos, no hay para qué se deje pasar la
ocasión, que ahora con tanta comodidad me
ofrece sus guedejas.
—En efecto
—dijo Sancho
—, ¿qué es lo que
vuestra merced quiere hacer en este tan
remoto lugar?
—¿Ya no te he dicho
—respondió don
Quijote
— que quiero imitar a Amadís,
haciendo aquí del desesperado, del sandio y
del furioso, por imitar juntamente al valiente
don Roldán, cuando halló en una fuente las
señales de que Angélica la Bella había
cometido vileza con Medoro, de cuya
pesadumbre se volvió loco y arrancó los
árboles, enturbió las aguas de las claras
fuentes, mató pastores, destruyó ganados,
abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas
y hizo otras cien mil insolencias, dignas de
eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo
no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o
Rotolando (que todos estos tres nombres
tenía), parte por parte en todas las locuras
que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo,
como mejor pudiere, en las que me pareciere
ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a
contentarme con sola la imitación de Amadís,
que sin hacer locuras de daño, sino de lloros
y sentimientos, alcanzó tanta fama como el
que más.
—Paréceme a mí
—dijo Sancho
— que los
caballeros que lo tal ficieron fueron
provocados y tuvieron causa para hacer esas
necedades y penitencias, pero vuestra
merced, ¿qué causa tiene para volverse loco?
¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales
ha hallado que le den a entender que la
señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna
niñería con moro o cristiano?
—Ahí esta el punto
—respondió don
Quijote
— y ésa es la fineza de mi negocio;
que volverse loco un caballero andante con
causa, ni grado ni gracias: el toque está
desatinar sin ocasión y dar a entender a mi
dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera
en mojado? Cuanto más, que harta ocasión
tengo en la larga ausencia que he hecho de la
siempre señora mía Dulcinea del Toboso;
que, como ya oíste decir a aquel pastor de
marras, Ambrosio: quien está ausente todos
los males tiene y teme. Así que, Sancho
amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que
deje tan rara, tan felice y tan no vista
imitación. Loco soy, loco he de ser hasta
tanto que tú vuelvas con la respuesta de una
carta que contigo pienso enviar a mi señora
Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le
debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia;
y si fuere al contrario, seré loco de veras, y,
siéndolo, no sentiré nada. Ansí que, de
cualquiera manera que responda, saldré del
conflito y trabajo en que me dejares, gozando
el bien que me trujeres, por cuerdo, o no
sintiendo el mal que me aportares, por loco.
Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el
yelmo de Mambrino?; que ya vi que le alzaste
del suelo cuando aquel desagradecido le
quiso hacer pedazos. Pero no pudo, donde se
puede echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
—Vive Dios, señor Caballero de la Triste
Figura, que no puedo sufrir ni llevar en
paciencia algunas cosas que vuestra merced
dice, y que por ellas vengo a imaginar que
todo cuanto me dice de caballerías y de
alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas y
de hacer otras mercedes y grandezas, como
es uso de caballeros andantes, que todo debe
de ser cosa de viento y mentira, y todo
pastraña, o patraña, o como lo llamáremos.
Porque quien oyere decir a vuestra merced
que una bacía de barbero es el yelmo de
Mambrino, y que no salga de este error en
más de cuatro días, ¿qué ha de pensar, sino
que quien tal dice y afirma debe de tener
güero el juicio? La bacía yo la llevo en el
costal, toda abollada, y llévola para
aderezarla en mi casa y hacerme la barba en
ella, si Dios me diere tanta gracia que algún
día me vea con mi mujer y hijos.
—Mira, Sancho, por el mismo que denantes
juraste, te juro
—dijo don Quijote
— que
tienes el más corto entendimiento que tiene
ni tuvo escudero en el mundo. ¿Que es
posible que en cuanto ha que andas conmigo
no has echado de ver que todas las cosas de
los caballeros andantes parecen quimeras,
necedades y desatinos, y que son todas
hechas al revés? Y no porque sea ello ansí,
sino porque andan entre nosotros siempre
una caterva de encantadores que todas
nuestras cosas mudan y truecan y les
vuelven según su gusto, y según tienen la
gana de favorecernos o destruirnos; y así,
eso que a ti te parece bacía de barbero, me
parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro
le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia
del sabio que es de mi parte hacer que
parezca bacía a todos lo que real y
verdaderamente es yelmo de Mambrino, a
causa que, siendo él de tanta estima, todo el
mundo me perseguirá por quitármele; pero,
como ven que no es más de un bacín de
barbero, no se curan de procuralle, como se
mostró bien en el que quiso rompelle y le
dejó en el suelo sin llevarle; que a fe que si le
conociera, que nunca él le dejara. Guárdale,
amigo, que por ahora no le he menester; que
antes me tengo de quitar todas estas armas y
quedar desnudo como cuando nací, si es que
me da en voluntad de seguir en mi penitencia
más a Roldán que a Amadís.
Llegaron, en estas pláticas, al pie de una
alta montaña que, casi como peñón tajado,
estaba sola entre otras muchas que la
rodeaban. Corría por su falda un manso
arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un
prado tan verde y vicioso, que daba contento
a los ojos que le miraban. Había por allí
muchos árboles silvestres y algunas plantas y
flores, que hacían el lugar apacible. Este sitio
escogió el Caballero de la Triste Figura para
hacer su penitencia; y así, en viéndole,
comenzó a decir en voz alta, como si
estuviera sin juicio:
—Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y
escojo para llorar la desventura en que
vosotros mesmos me habéis puesto. Éste es
el sitio donde el humor de mis ojos
acrecentará las aguas deste pequeño arroyo,
y mis continos y profundos sospiros moverán
a la contina las hojas destos montaraces
árboles, en testimonio y señal de la pena que
mi asendereado corazón padece. ¡Oh
vosotros, quienquiera que seáis, rústicos
dioses que en este inhabitable lugar tenéis
vuestra morada, oíd las quejas deste
desdichado amante, a quien una luenga
ausencia y unos imaginados celos han traído
a lamentarse entre estas asperezas, y a
quejarse de la dura condición de aquella
ingrata y bella, término y fin de toda humana
hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas,
que tenéis por costumbre de habitar en las
espesuras de los montes, así los ligeros y
lascivos sátiros, de quien sois, aunque en
vano, amadas, no perturben jamás vuestro
dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi
desventura, o, a lo menos, no os canséis de
oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de mi
noche, gloria de mi pena, norte de mis
caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te
la dé buena en cuanto acertares a pedirle,
que consideres el lugar y el estado a que tu
ausencia me ha conducido, y que con buen
término correspondas al que a mi fe se le
debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy
en adelante habéis de hacer compañía a mi
soledad, dad indicio, con el blando
movimiento de vuestras ramas, que no os
desagrade mi presencia! ¡Oh tú, escudero
mío, agradable compañero en más prósperos
y adversos sucesos, toma bien en la memoria
lo que aquí me verás hacer, para que lo
cuentes y recetes a la causa total de todo
ello!
Y, diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en
un momento le quitó el freno y la silla; y,
dándole una palmada en las ancas, le dijo:
—Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh
caballo tan estremado por tus obras cuan
desdichado por tu suerte! Vete por do
quisieres, que en la frente llevas escrito que
no te igualó en ligereza el Hipogrifo de
Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan
caro le costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
—Bien haya quien nos quitó ahora del
trabajo de desenalbardar al rucio; que a fe
que no faltaran palmadicas que dalle, ni
cosas que decille en su alabanza; pero si él
aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le
desalbardara, pues no había para qué, que a
él no le tocaban las generales de enamorado
ni de desesperado, pues no lo estaba su amo,
que era yo, cuando Dios quería. Y en verdad,
señor Caballero de la Triste Figura, que si es
que mi partida y su locura de vuestra merced
va de veras, que será bien tornar a ensillar a
Rocinante, para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta;
que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré ni
cuándo volveré, porque, en resolución, soy
mal caminante.
—Digo, Sancho
—respondió don Quijote
—,
que sea como tú quisieres, que no me parece
mal tu designio; y digo que de aquí a tres
días te partirás, porque quiero que en este
tiempo veas lo que por ella hago y digo, para
que se lo digas.
—Pues, ¿qué más tengo de ver
—dijo
Sancho
— que lo que he visto?
—¡Bien estás en el cuento!
—respondió don
Quijote
—. Ahora me falta rasgar las
vestiduras, esparcir las armas y darme de
calabazadas por estas peñas, con otras cosas
deste jaez que te han de admirar.
—Por amor de Dios
—dijo Sancho
—, que
mire vuestra merced cómo se da esas
calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y
en tal punto, que con la primera se acabase
la máquina desta penitencia; y sería yo de
parecer que, ya que vuestra merced le parece
que son aquí necesarias calabazadas y que no
se puede hacer esta obra sin ellas, se
contentase, pues todo esto es fingido y cosa
contrahecha y de burla, se contentase, digo,
con dárselas en el agua, o en alguna cosa
blanda, como algodón; y déjeme a mí el
cargo, que yo diré a mi señora que vuestra
merced se las daba en una punta de peña
más dura que la de un diamante.
—Yo agradezco tu buena intención, amigo
Sancho
—respondió don Quijote
—, mas
quiérote hacer sabidor de que todas estas
cosas que hago no son de burlas, sino muy
de veras; porque de otra manera, sería
contravenir a las órdenes de caballería, que
nos mandan que no digamos mentira alguna,
pena de relasos, y el hacer una cosa por otra
lo mesmo es que mentir. Ansí que, mis
calabazadas han de ser verdaderas, firmes y
valederas, sin que lleven nada del sofístico ni
del fantástico. Y será necesario que me dejes
algunas hilas para curarme, pues que la
ventura quiso que nos faltase el bálsamo que
perdimos.
—Más fue perder el asno
—respondió
Sancho
—, pues se perdieron en él las hilas y
todo. Y ruégole a vuestra merced que no se
acuerde más de aquel maldito brebaje; que
en sólo oírle mentar se me revuelve el alma,
no que el estómago. Y más le ruego: que
haga cuenta que son ya pasados los tres días
que me ha dado de término para ver las
locuras que hace, que ya las doy por vistas y
por pasadas en cosa juzgada, y diré
maravillas a mi señora; y escriba la carta y
despácheme luego, porque tengo gran deseo
de volver a sacar a vuestra merced deste
purgatorio donde le dejo.
—¿Purgatorio le llamas, Sancho?
—dijo don
Quijote
—. Mejor hicieras de llamarle infierno,
y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
—Quien ha infierno
—respondió Sancho
—,
nula es retencio, según he oído decir.
—No entiendo qué quiere decir retencio
—
dijo don Quijote.
—Retencio es
—respondió Sancho
— que
quien está en el infierno nunca sale dél, ni
puede. Lo cual será al revés en vuestra
merced, o a mí me andarán mal los pies, si
es que llevo espuelas para avivar a
Rocinante; y póngame yo una por una en el
Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que
yo le diré tales cosas de las necedades y
locuras, que todo es uno, que vuestra merced
ha hecho y queda haciendo, que la venga a
poner más blanda que un guante, aunque la
halle más dura que un alcornoque; con cuya
respuesta dulce y melificada volveré por los
aires, como brujo, y sacaré a vuestra merced
deste purgatorio, que parece infierno y no lo
es, pues hay esperanza de salir dél, la cual,
como tengo dicho, no la tienen de salir los
que están en el infierno, ni creo que vuestra
merced dirá otra cosa.
—Así es la verdad
—dijo el de la Triste
Figura
—; pero, ¿qué haremos para escribir la
carta?
—Y la libranza pollinesca también
—añadió
Sancho.
—Todo irá inserto
—dijo don Quijote
—; y
sería bueno, ya que no hay papel, que la
escribiésemos, como hacían los antiguos, en
hojas de árboles, o en unas tablitas de cera;
aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora
como el papel. Mas ya me ha venido a la
memoria dónde será bien, y aun más que
bien, escribilla: que es en el librillo de
memoria que fue de Cardenio; y tú tendrás
cuidado de hacerla trasladar en papel, de
buena letra, en el primer lugar que hallares,
donde haya maestro de escuela de
muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la
trasladará; y no se la des a trasladar a
ningún escribano, que hacen letra procesada,
que no la entenderá Satanás.
—Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma?
—
dijo Sancho.
—Nunca las cartas de Amadís se firman
—
respondió don Quijote.
—Está bien
—respondió Sancho
—, pero la
libranza forzosamente se ha de firmar, y ésa,
si se traslada, dirán que la firma es falsa y
quedaréme sin pollinos.
—La libranza irá en el mesmo librillo
firmada; que, en viéndola, mi sobrina no
pondrá dificultad en cumplilla. Y, en lo que
toca a la carta de amores, pondrás por firma:
"Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la
Triste Figura". Y hará poco al caso que vaya
de mano ajena, porque, a lo que yo me sé
acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y
en toda su vida ha visto letra mía ni carta
mía, porque mis amores y los suyos han sido
siempre platónicos, sin estenderse a más que
a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando
en cuando, que osaré jurar con verdad que
en doce años que ha que la quiero más que a
la lumbre destos ojos que han de comer la
tierra, no la he visto cuatro veces; y aun
podrá ser que destas cuatro veces no hubiese
ella echado de ver la una que la miraba: tal
es el recato y encerramiento con que sus
padres, Lorenzo Corchuelo, y su madre,
Aldonza Nogales, la han criado.
—¡Ta, ta!
—dijo Sancho
—. ¿Que la hija de
Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del
Toboso, llamada por otro nombre Aldonza
Lorenzo?
—Ésa es
—dijo don Quijote
—, y es la que
merece ser señora de todo el universo.
—Bien la conozco
—dijo Sancho
—, y sé
decir que tira tan bien una barra como el más
forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el
Dador, que es moza de chapa, hecha y
derecha y de pelo en pecho, y que puede
sacar la barba del lodo a cualquier caballero
andante, o por andar, que la tuviere por
señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y
qué voz! Sé decir que se puso un día encima
del campanario del aldea a llamar unos
zagales suyos que andaban en un barbecho
de su padre, y, aunque estaban de allí más
de media legua, así la oyeron como si
estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que
tiene es que no es nada melindrosa, porque
tiene mucho de cortesana: con todos se burla
y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo,
señor Caballero de la Triste Figura, que no
solamente puede y debe vuestra merced
hacer locuras por ella, sino que, con justo
título, puede desesperarse y ahorcarse; que
nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo
demasiado de bien, puesto que le lleve el
diablo. Y querría ya verme en camino, sólo
por vella; que ha muchos días que no la veo,
y debe de estar ya trocada, porque gasta
mucho la faz de las mujeres andar siempre al
campo, al sol y al aire. Y confieso a vuestra
merced una verdad, señor don Quijote: que
hasta aquí he estado en una grande
ignorancia; que pensaba bien y fielmente que
la señora Dulcinea debía de ser alguna
princesa de quien vuestra merced estaba
enamorado, o alguna persona tal, que
mereciese los ricos presentes que vuestra
merced le ha enviado: así el del vizcaíno
como el de los galeotes, y otros muchos que
deben ser, según deben de ser muchas las
vitorias que vuestra merced ha ganado y
ganó en el tiempo que yo aún no era su
escudero. Pero, bien considerado, ¿qué se le
ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo,
a la señora Dulcinea del Toboso, de que se le
vayan a hincar de rodillas delante della los
vencidos que vuestra merced le envía y ha de
enviar? Porque podría ser que, al tiempo que
ellos llegasen, estuviese ella rastrillando lino,
o trillando en las eras, y ellos se corriesen de
verla, y ella se riese y enfadase del presente.
—Ya te tengo dicho antes de agora muchas
veces, Sancho
—dijo don Quijote
—, que eres
muy grande hablador, y que, aunque de
ingenio boto, muchas veces despuntas de
agudo. Mas, para que veas cuán necio eres tú
y cuán discreto soy yo, quiero que me oyas
un breve cuento. «Has de saber que una
viuda hermosa, moza, libre y rica, y, sobre
todo, desenfadada, se enamoró de un mozo
motilón, rollizo y de buen tomo. Alcanzólo a
saber su mayor, y un día dijo a la buena
viuda, por vía de fraternal reprehensión:
''Maravillado estoy, señora, y no sin mucha
causa, de que una mujer tan principal, tan
hermosa y tan rica como vuestra merced, se
haya enamorado de un hombre tan soez, tan
bajo y tan idiota como fulano, habiendo en
esta casa tantos maestros, tantos
presentados y tantos teólogos, en quien
vuestra merced pudiera escoger como entre
peras, y decir: "Éste quiero, aquéste no
quiero"''. Mas ella le respondió, con mucho
donaire y desenvoltura:
''Vuestra merced, señor mío, está muy
engañado, y piensa muy a lo antiguo si
piensa que yo he escogido mal en fulano, por
idiota que le parece, pues, para lo que yo le
quiero, tanta filosofía sabe, y más, que
Aristóteles''».
Así que, Sancho, por lo que yo quiero a
Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más
alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los
poetas que alaban damas, debajo de un
nombre que ellos a su albedrío les ponen, es
verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las
Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las
Galateas, las Alidas y otras tales de que los
libros, los romances, las tiendas de los
barberos, los teatros de las comedias, están
llenos, fueron verdaderamente damas de
carne y hueso, y de aquéllos que las celebran
y celebraron? No, por cierto, sino que las más
se las fingen, por dar subjeto a sus versos y
porque los tengan por enamorados y por
hombres que tienen valor para serlo. Y así,
bástame a mí pensar y creer que la buena de
Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en
lo del linaje importa poco, que no han de ir a
hacer la información dél para darle algún
hábito, y yo me hago cuenta que es la más
alta princesa del mundo.
Porque has de saber, Sancho, si no lo
sabes, que dos cosas solas incitan a amar
más que otras, que son la mucha hermosura
y la buena fama; y estas dos cosas se hallan
consumadamente en Dulcinea, porque en ser
hermosa ninguna le iguala, y en la buena
fama, pocas le llegan. Y para concluir con
todo, yo imagino que todo lo que digo es así,
sin que sobre ni falte nada; y píntola en mi
imaginación como la deseo, así en la belleza
como en la principalidad, y ni la llega Elena,
ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las
famosas mujeres de las edades pretéritas,
griega, bárbara o latina.
Y diga cada uno lo que quisiere; que si por
esto fuere reprehendido de los ignorantes, no
seré castigado de los rigurosos.
—Digo que en todo tiene vuestra merced
razón
—respondió Sancho
—, y que yo soy un
asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en
mi boca, pues no se ha de mentar la soga en
casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a
Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote, y,
apartándose a una parte, con mucho sosiego
comenzó a escribir la carta; y, en
acabándola, llamó a Sancho y le dijo que se
la quería leer, porque la tomase de memoria,
si acaso se le perdiese por el camino, porque
de su desdicha todo se podía temer. A lo cual
respondió Sancho:
—Escríbala vuestra merced dos o tres veces
ahí en el libro y démele, que yo le llevaré
bien guardado, porque pensar que yo la he
de tomar en la memoria es disparate: que la
tengo tan mala que muchas veces se me
olvida cómo me llamo. Pero, con todo eso,
dígamela vuestra merced, que me holgaré
mucho de oílla, que debe de ir como de
molde.
—Escucha, que así dice
—dijo don Quijote:
Carta de don Quijote a Dulcinea del Toboso
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado
de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea
del Toboso, te envía la salud que él no tiene.
Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no
es en mi pro, si tus desdenes son en mi
afincamiento, maguer que yo sea asaz de
sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita,
que, además de ser fuerte, es muy duradera.
Mi buen escudero Sancho te dará entera
relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga
mía!, del modo que por tu causa quedo. Si
gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz
lo que te viniere en gusto; que, con acabar
mi vida, habré satisfecho a tu crueldad y a mi
deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura.
—Por vida de mi padre
—dijo Sancho en
oyendo la carta
—, que es la más alta cosa
que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que
le dice vuestra merced ahí todo cuanto
quiere, y qué bien que encaja en la firma El
Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad
que es vuestra merced el mesmo diablo, y
que no haya cosa que no sepa.
—Todo es menester
—respondió don
Quijote
— para el oficio que trayo.
—Ea, pues
—dijo Sancho
—, ponga vuestra
merced en esotra vuelta la cédula de los tres
pollinos y fírmela con mucha claridad, porque
la conozcan en viéndola.
—Que me place
—dijo don Quijote.
Y, habiéndola escrito,se la leyó; que decía
ansí:
Mandará vuestra merced, por esta primera
de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho
Panza, mi escudero, tres de los cinco que
dejé en casa y están a cargo de vuestra
merced. Los cuales tres pollinos se los mando
librar y pagar por otros tantos aquí recebidos
de contado, que consta, y con su carta de
pago serán bien dados. Fecha en las entrañas
de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto
deste presente año.
—Buena está
—dijo Sancho
—; fírmela
vuestra merced.
—No es menester firmarla
—dijo don
Quijote
—, sino solamente poner mi rúbrica,
que es lo mesmo que firma, y para tres
asnos, y aun para trecientos, fuera bastante.
—Yo me confío de vuestra merced
—
respondió Sancho
—. Déjeme, iré a ensillar a
Rocinante, y aparéjese vuestra merced a
echarme su bendición, que luego pienso
partirme, sin ver las sandeces que vuestra
merced ha de hacer, que yo diré que le vi
hacer tantas que no quiera más.
—Por lo menos quiero, Sancho, y porque es
menester ansí, quiero, digo, que me veas en
cueros, y hacer una o dos docenas de
locuras, que las haré en menos de media
hora, porque, habiéndolas tú visto por tus
ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás
que quisieres añadir; y asegúrote que no
dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
—Por amor de Dios, señor mío, que no vea
yo en cueros a vuestra merced, que me dará
mucha lástima y no podré dejar de llorar; y
tengo tal la cabeza, del llanto que anoche
hice por el rucio, que no estoy para meterme
en nuevos lloros; y si es que vuestra merced
gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas
vestido, breves y las que le vinieren más a
cuento. Cuanto más, que para mí no era
menester nada deso, y, como ya tengo dicho,
fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha
de ser con las nuevas que vuestra merced
desea y merece. Y si no, aparéjese la señora
Dulcinea; que si no responde como es razón,
voto hago solene a quien puedo que le tengo
de sacar la buena respuesta del estómago a
coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de
sufrir que un caballero andante, tan famoso
como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué
ni para qué, por una...? No me lo haga decir
la señora, porque por Dios que despotrique y
lo eche todo a doce, aunque nunca se venda.
¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce!
¡Pues, a fe que si me conociese, que me
ayunase!
—A fe, Sancho
—dijo don Quijote
—, que, a
lo que parece, que no estás tú más cuerdo
que yo.
—No estoy tan loco
—respondió Sancho
—,
mas estoy más colérico. Pero, dejando esto
aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra
merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir
al camino, como Cardenio, a quitárselo a los
pastores?
—No te dé pena ese cuidado
—respondió
don Quijote
—, porque, aunque tuviera, no
comiera otra cosa que las yerbas y frutos que
este prado y estos árboles me dieren, que la
fineza de mi negocio está en no comer y en
hacer otras asperezas equivalentes.
—A Dios, pues. Pero, ¿sabe vuestra merced
qué temo? Que no tengo de acertar a volver
a este lugar donde agora le dejo, según está
de escondido.
—Toma bien las señas, que yo procuraré no
apartarme destos contornos –dijo don
Quijote
—, y aun tendré cuidado de subirme
por estos más altos riscos, por ver si te
descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo
más acertado será, para que no me yerres y
te pierdas, que cortes algunas retamas de las
muchas que por aquí hay y las vayas
poniendo de trecho a trecho, hasta salir a lo
raso, las cuales te servirán de mojones y
señales para que me halles cuando vuelvas, a
imitación del hilo del laberinto de Teseo.
—Así lo haré
—respondió Sancho Panza.
Y, cortando algunos, pidió la bendición a su
señor, y, no sin muchas lágrimas de
entrambos, se despidió dél. Y, subiendo sobre
Rocinante, a quien don Quijote encomendó
mucho, y que mirase por él como por su
propria persona, se puso en camino del llano,
esparciendo de trecho a trecho los ramos de
la retama, como su amo se lo había
aconsejado. Y así, se fue, aunque todavía le
importunaba don Quijote que le viese siquiera
hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien
pasos, cuando volvió y dijo:
—Digo, señor, que vuestra merced ha dicho
muy bien: que, para que pueda jurar sin
cargo de conciencia que le he visto hacer
locuras, será bien que vea siquiera una,
aunque bien grande la he visto en la quedada
de vuestra merced.
—¿No te lo decía yo?
—dijo don Quijote
—.
Espérate, Sancho, que en un credo las haré.
Y, desnudándose con toda priesa las
calzones, quedó en carnes y en pañales, y
luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en
el aire y dos tumbas, la cabeza abajo y los
pies en alto, descubriendo cosas que, por no
verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a
Rocinante y se dio por contento y satisfecho
de que podía jurar que su amo quedaba loco.
Y así, le dejaremos ir su camino, hasta la
vuelta, que fue breve.
Capítulo XXVI. Donde se
prosiguen las finezas que de
enamorado hizo don Quijote
en Sierra Morena
Y, volviendo a contar lo que hizo el de la
Triste Figura después que se vio solo, dice la
historia que, así como don Quijote acabó de
dar las tumbas o vueltas, de medio abajo
desnudo y de medio arriba vestido, y que vio
que Sancho se había ido sin querer aguardar
a ver más sandeces, se subió sobre una
punta de una alta peña y allí tornó a pensar
lo que otras muchas veces había pensado, sin
haberse jamás resuelto en ello. Y era que
cuál sería mejor y le estaría más a cuento:
imitar a Roldán en las locuras desaforadas
que hizo, o Amadís en las malencónicas. Y,
hablando entre sí mesmo, decía:
—Si Roldán fue tan buen caballero y tan
valiente como todos dicen, ¿qué maravilla?,
pues, al fin, era encantado y no le podía
matar nadie si no era metiéndole un alfiler de
a blanca por la planta del pie, y él traía
siempre los zapatos con siete suelas de
hierro. Aunque no le valieron tretas contra
Bernardo del Carpio, que se las entendió y le
ahogó entre los brazos, en Roncesvalles.
Pero, dejando en él lo de la valentía a una
parte, vengamos a lo de perder el juicio, que
es cierto que le perdió, por las señales que
halló en la fontana y por las nuevas que le dio
el pastor de que Angélica había dormido más
de dos siestas con Medoro, un morillo de
cabellos enrizados y paje de Agramante; y si
él entendió que esto era verdad y que su
dama le había cometido desaguisado, no hizo
mucho en volverse loco. Pero yo, ¿cómo
puedo imitalle en las locuras, si no le imito en
la ocasión dellas? Porque mi Dulcinea del
Toboso osaré yo jurar que no ha visto en
todos los días de su vida moro alguno, ansí
como él es, en su mismo traje, y que se está
hoy como la madre que la parió; y haríale
agravio manifiesto si, imaginando otra cosa
della, me volviese loco de aquel género de
locura de Roldán el furioso. Por otra parte,
veo que Amadís de Gaula, sin perder el juicio
y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de
enamorado como el que más; porque lo que
hizo, según su historia, no fue más de que,
por verse desdeñado de su señora Oriana,
que le había mandado que no pareciese ante
su presencia hasta que fuese su voluntad, de
que se retiró a la Peña Pobre en compañía de
un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de
encomendarse a Dios, hasta que el cielo le
acorrió, en medio de su mayor cuita y
necesidad. Y si esto es verdad, como lo es,
¿para qué quiero yo tomar trabajo agora de
desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a
estos árboles, que no me han hecho mal
alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua
clara destos arroyos, los cuales me han de
dar de beber cuando tenga gana. Viva la
memoria de Amadís, y sea imitado de don
Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere;
del cual se dirá lo que del otro se dijo: que si
no acabó grandes cosas, murió por
acometellas; y si yo no soy desechado ni
desdeñado de Dulcinea del Toboso, bástame,
como ya he dicho, estar ausente della. Ea,
pues, manos a la obra: venid a mi memoria,
cosas de Amadís, y enseñadme por dónde
tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que
lo más que él hizo fue rezar y encomendarse
a Dios; pero, ¿qué haré de rosario, que no le
tengo? En esto le vino al pensamiento cómo
le haría, y fue que rasgó una gran tira de las
faldas de la camisa, que andaban colgando, y
diole once ñudos, el uno más gordo que los
demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo
que allí estuvo, donde rezó un millón de
avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era no
hallar por allí otro ermitaño que le confesase
y con quien consolarse. Y así, se entretenía
paseándose por el pradecillo, escribiendo y
grabando por las cortezas de los árboles y
por la menuda arena muchos versos, todos
acomodados a su tristeza, y algunos en
alabanza de Dulcinea. Mas los que se
pudieron hallar enteros y que se pudiesen
leer, después que a él allí le hallaron, no
fueron más que estos que aquí se siguen:
Árboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os holgáis,
escuchad mis quejas santas.
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea,
pues, por pagaros escote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Es aquí el lugar adonde
el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal
sin saber cómo o por dónde.
Tráele amor al estricote,
que es de muy mala ralea;
y así, hasta henchir un pipote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
maldiciendo entrañas duras,
que entre riscos y entre breñas
halla el triste desventuras,
hirióle amor con su azote,
no con su blanda correa;
y, en tocándole el cogote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los que hallaron los
versos referidos el añadidura del Toboso al
nombre de Dulcinea, porque imaginaron que
debió de imaginar don Quijote que si, en
nombrando a Dulcinea, no decía también del
Toboso, no se podría entender la copla; y así
fue la verdad, como él después confesó.
Otros muchos escribió, pero, como se ha
dicho, no se pudieron sacar en limpio, ni
enteros, más destas tres coplas. En esto, y
en suspirar y en llamar a los faunos y
silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de
los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le
respondiese, consolasen y escuchasen, se
entretenía, y en buscar algunas yerbas con
que sustentarse en tanto que Sancho volvía;
que, si como tardó tres días, tardara tres
semanas, el Caballero de la Triste Figura
quedara tan desfigurado que no le conociera
la madre que lo parió.
Y será bien dejalle, envuelto entre sus
suspiros y versos, por contar lo que le avino a
Sancho Panza en su mandadería. Y fue que,
en saliendo al camino real, se puso en busca
del Toboso, y otro día llegó a la venta donde
le había sucedido la desgracia de la manta; y
no la hubo bien visto, cuando le pareció que
otra vez andaba en los aires, y no quiso
entrar dentro, aunque llegó a hora que lo
pudiera y debiera hacer, por ser la del comer
y llevar en deseo de gustar algo caliente; que
había grandes días que todo era fiambre.
Esta necesidad le forzó a que llegase junto
a la venta, todavía dudoso si entraría o no. Y,
estando en esto, salieron de la venta dos
personas que luego le conocieron; y dijo el
uno al otro:
—Dígame, señor licenciado, aquel del
caballo, ¿no es Sancho Panza, el que dijo el
ama de nuestro aventurero que había salido
con su señor por escudero?
—Sí es
—dijo el licenciado
—; y aquél es el
caballo de nuestro don Quijote.
Y conociéronle tan bien como aquellos que
eran el cura y el barbero de su mismo lugar,
y los que hicieron el escrutinio y acto general
de los libros.
Los cuales, así como acabaron de conocer a
Sancho Panza y a Rocinante, deseosos de
saber de don Quijote, se fueron a él; y el
cura le llamó por su nombre, diciéndole:
—Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda
vuestro amo?
Conociólos luego Sancho Panza, y
determinó de encubrir el lugar y la suerte
donde y como su amo quedaba; y así, les
respondió que su amo quedaba ocupado en
cierta parte y en cierta cosa que le era de
mucha importancia, la cual él no podía
descubrir, por los ojos que en la cara tenía.
—No, no
—dijo el barbero
—, Sancho Panza;
si vos no nos decís dónde queda,
imaginaremos, como ya imaginamos, que vos
le habéis muerto y robado, pues venís encima
de su caballo. En verdad que nos habéis de
dar el dueño del rocín, o sobre eso, morena.
—No hay para qué conmigo amenazas, que
yo no soy hombre que robo ni mato a nadie:
a cada uno mate su ventura, o Dios, que le
hizo. Mi amo queda haciendo penitencia en la
mitad desta montaña, muy a su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de
la suerte que quedaba, las aventuras que le
habían sucedido y cómo llevaba la carta a la
señora Dulcinea del Toboso, que era la hija
de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba
enamorado hasta los hígados.
Quedaron admirados los dos de lo que
Sancho Panza les contaba; y, aunque ya
sabían la locura de don Quijote y el género
della, siempre que la oían se admiraban de
nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza que les
enseñase la carta que llevaba a la señora
Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba escrita en
un libro de memoria y que era orden de su
señor que la hiciese trasladar en papel en el
primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura
que se la mostrase, que él la trasladaría de
muy buena letra. Metió la mano en el seno
Sancho Panza, buscando el librillo, pero no le
halló, ni le podía hallar si le buscara hasta
agora, porque se había quedado don Quijote
con él y no se le había dado, ni a él se le
acordó de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro,
fuésele parando mortal el rostro; y,
tornándose a tentar todo el cuerpo muy
apriesa, tornó a echar de ver que no le
hallaba; y, sin más ni más, se echó
entrambos puños a las barbas y se arrancó la
mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar,
se dio media docena de puñadas en el rostro
y en las narices, que se las bañó todas en
sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero,
le dijeron que qué le había sucedido, que tan
mal se paraba.
—¿Qué me ha de suceder
—respondió
Sancho
—, sino el haber perdido de una mano
a otra, en un estante, tres pollinos, que cada
uno era como un castillo?
—¿Cómo es eso?
—replicó el barbero.
—He perdido el libro de memoria
—
respondió Sancho
—, donde venía carta para
Dulcinea y una cédula firmada de su señor,
por la cual mandaba que su sobrina me diese
tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban
en casa.
Y, con esto, les contó la pérdida del rucio.
Consolóle el cura, y díjole que, en hallando a
su señor, él le haría revalidar la manda y que
tornase a hacer la libranza en papel, como
era uso y costumbre, porque las que se
hacían en libros de memoria jamás se
acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que,
como aquello fuese ansí, que no le daba
mucha pena la pérdida de la carta de
Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria,
de la cual se podría trasladar donde y cuando
quisiesen.
—Decildo, Sancho, pues
—dijo el barbero
—,
que después la trasladaremos.
Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza
para traer a la memoria la carta, y ya se
ponía sobre un pie, y ya sobre otro; unas
veces miraba al suelo, otras al cielo; y, al
cabo de haberse roído la mitad de la yema de
un dedo, teniendo suspensos a los que
esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de
grandísimo rato:
—Por Dios, señor licenciado, que los diablos
lleven la cosa que de la carta se me acuerda;
aunque en el principio decía: «Alta y
sobajada señora».
—No diría
—dijo el barbero
— sobajada, sino
sobrehumana o soberana señora.
—Así es
—dijo Sancho
—. Luego, si mal no
me acuerdo, proseguía..., si mal no me
acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el ferido
besa a vuestra merced las manos, ingrata y
muy desconocida hermosa», y no sé qué
decía de salud y de enfermedad que le
enviaba, y por aquí iba escurriendo, hasta
que acababa en «Vuestro hasta la muerte, el
Caballero de la Triste Figura».
No poco gustaron los dos de ver la buena
memoria de Sancho Panza, y alabáronsela
mucho, y le pidieron que dijese la carta otras
dos veces, para que ellos, ansimesmo, la
tomasen de memoria para trasladalla a su
tiempo.
Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y
otras tantas volvió a decir otros tres mil
disparates. Tras esto, contó asimesmo las
cosas de su amo, pero no habló palabra
acerca del manteamiento que le había
sucedido en aquella venta, en la cual
rehusaba entrar. Dijo también como su
señor, en trayendo que le trujese buen
despacho de la señora Dulcinea del Toboso,
se había de poner en camino a procurar cómo
ser emperador, o, por lo menos, monarca;
que así lo tenían concertado entre los dos, y
era cosa muy fácil venir a serlo, según era el
valor de su persona y la fuerza de su brazo; y
que, en siéndolo, le había de casar a él,
porque ya sería viudo, que no podía ser
menos, y le había de dar por mujer a una
doncella de la emperatriz, heredera de un
rico y grande estado de tierra firme, sin
ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería.
Decía esto Sancho con tanto reposo,
limpiándose de cuando en cuando las narices,
y con tan poco juicio, que los dos se
admiraron de nuevo, considerando cuán
vehemente había sido la locura de don
Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de
aquel pobre hombre. No quisieron cansarse
en sacarle del error en que estaba,
pareciéndoles que, pues no le dañaba nada la
conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos
les sería de más gusto oír sus necedades. Y
así, le dijeron que rogase a Dios por la salud
de su señor, que cosa contingente y muy
agible era venir, con el discurso del tiempo, a
ser emperador, como él decía, o, por lo
menos, arzobispo, o otra dignidad
equivalente. A lo cual respondió Sancho:
—Señores, si la fortuna rodease las cosas
de manera que a mi amo le viniese en
voluntad de no ser emperador, sino de ser
arzobispo, querría yo saber agora qué suelen
dar los arzobispos andantes a sus escuderos.
—Suélenles dar
—respondió el cura
— algún
beneficio, simple o curado, o alguna
sacristanía, que les vale mucho de renta
rentada, amén del pie de altar, que se suele
estimar en otro tanto.
—Para eso será menester
—replicó
Sancho
— que el escudero no sea casado y
que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si
esto es así, ¡desdichado de yo, que soy
casado y no sé la primera letra del ABC! ¿Qué
será de mí si a mi amo le da antojo de ser
arzobispo, y no emperador, como es uso y
costumbre de los caballeros andantes?
—No tengáis pena, Sancho amigo
—dijo el
barbero
—, que aquí rogaremos a vuestro
amo y se lo aconsejaremos, y aun se lo
pondremos en caso de conciencia, que sea
emperador y no arzobispo, porque le será
más fácil, a causa de que él es más valiente
que estudiante.
—Así me ha parecido a mí
—respondió
Sancho
—, aunque sé decir que para todo
tiene habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi
parte es rogarle a Nuestro Señor que le eche
a aquellas partes donde él más se sirva y
adonde a mí más mercedes me haga.
—Vos lo decís como discreto
—dijo el cura
—
y lo haréis como buen cristiano.
Mas lo que ahora se ha de hacer es dar
orden como sacar a vuestro amo de aquella
inútil penitencia que decís que queda
haciendo; y, para pensar el modo que hemos
de tener, y para comer, que ya es hora, será
bien nos entremos en esta venta.
Sancho dijo que entrasen ellos, que él
esperaría allí fuera y que después les diría la
causa por que no entraba ni le convenía
entrar en ella; mas que les rogaba que le
sacasen allí algo de comer que fuese cosa
caliente, y, ansimismo, cebada para
Rocinante. Ellos se entraron y le dejaron, y,
de allí a poco, el barbero le sacó de comer.
Después, habiendo bien pensado entre los
dos el modo que tendrían para conseguir lo
que deseaban, vino el cura en un
pensamiento muy acomodado al gusto de don
Quijote y para lo que ellos querían. Y fue que
dijo al barbero que lo que había pensado era
que él se vestiría en hábito de doncella
andante, y que él procurase ponerse lo mejor
que pudiese como escudero, y que así irían
adonde don Quijote estaba, fingiendo ser ella
una doncella afligida y menesterosa, y le
pediría un don, el cual él no podría dejársele
de otorgar, como valeroso caballero andante.
Y que el don que le pensaba pedir era que se
viniese con ella donde ella le llevase, a
desfacelle un agravio que un mal caballero le
tenía fecho; y que le suplicaba, ansimesmo,
que no la mandase quitar su antifaz, ni la
demandase cosa de su facienda, fasta que la
hubiese fecho derecho de aquel mal
caballero; y que creyese, sin duda, que don
Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por
este término; y que desta manera le sacarían
de allí y le llevarían a su lugar, donde
procurarían ver si tenía algún remedio su
estraña locura.
Capítulo XXVII. De cómo
salieron con su intención el
cura y el barbero, con otras
cosas dignas de que se
cuenten en esta grande
historia
No le pareció mal al barbero la invención
del cura, sino tan bien, que luego la pusieron
por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y
unas tocas, dejándole en prendas una sotana
nueva del cura. El barbero hizo una gran
barba de una cola rucia o roja de buey, donde
el ventero tenía colgado el peine. Preguntóles
la ventera que para qué le pedían aquellas
cosas. El cura le contó en breves razones la
locura de don Quijote, y cómo convenía aquel
disfraz para sacarle de la montaña, donde a
la sazón estaba. Cayeron luego el ventero y
la ventera en que el loco era su huésped, el
del bálsamo, y el amo del manteado
escudero, y contaron al cura todo lo que con
él les había pasado, sin callar lo que tanto
callaba Sancho. En resolución, la ventera
vistió al cura de modo que no había más que
ver: púsole una saya de paño, llena de fajas
de terciopelo negro de un palmo en ancho,
todas acuchilladas, y unos corpiños de
terciopelo verde, guarnecidos con unos
ribetes de raso blanco, que se debieron de
hacer, ellos y la saya, en tiempo del rey
Wamba. No consintió el cura que le tocasen,
sino púsose en la cabeza un birretillo de
lienzo colchado que llevaba para dormir de
noche, y ciñóse por la frente una liga de
tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz,
con que se cubrió muy bien las barbas y el
rostro; encasquetóse su sombrero, que era
tan grande que le podía servir de quitasol, y,
cubriéndose su herreruelo, subió en su mula
a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su
barba que le llegaba a la cintura, entre roja y
blanca, como aquella que, como se ha dicho,
era hecha de la cola de un buey barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de
Maritornes, que prometió de rezar un rosario,
aunque pecadora, porque Dios les diese buen
suceso en tan arduo y tan cristiano negocio
como era el que habían emprendido.
Mas, apenas hubo salido de la venta,
cuando le vino al cura un pensamiento: que
hacía mal en haberse puesto de aquella
manera, por ser cosa indecente que un
sacerdote se pusiese así, aunque le fuese
mucho en ello; y, diciéndoselo al barbero, le
rogó que trocasen trajes, pues era más justo
que él fuese la doncella menesterosa, y que
él haría el escudero, y que así se profanaba
menos su dignidad; y que si no lo quería
hacer, determinaba de no pasar adelante,
aunque a don Quijote se le llevase el diablo.
En esto, llegó Sancho, y de ver a los dos en
aquel traje no pudo tener la risa. En efeto, el
barbero vino en todo aquello que el cura
quiso, y, trocando la invención, el cura le fue
informando el modo que había de tener y las
palabras que había de decir a don Quijote
para moverle y forzarle a que con él se
viniese, y dejase la querencia del lugar que
había escogido para su vana penitencia. El
barbero respondió que, sin que se le diese
lición, él lo pondría bien en su punto. No
quiso vestirse por entonces, hasta que
estuviesen junto de donde don Quijote
estaba; y así, dobló sus vestidos, y el cura
acomodó su barba, y siguieron su camino,
guiándolos Sancho Panza; el cual les fue
contando lo que les aconteció con el loco que
hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el
hallazgo de la maleta y de cuanto en ella
venía; que, maguer que tonto, era un poco
codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho
había dejado puestas las señales de las
ramas para acertar el lugar donde había
dejado a su señor; y, en reconociéndole, les
dijo como aquélla era la entrada, y que bien
se podían vestir, si era que aquello hacía al
caso para la libertad de su señor; porque
ellos le habían dicho antes que el ir de
aquella suerte y vestirse de aquel modo era
toda la importancia para sacar a su amo de
aquella mala vida que había escogido, y que
le encargaban mucho que no dijese a su amo
quien ellos eran, ni que los conocía; y que si
le preguntase, como se lo había de
preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese
que sí, y que, por no saber leer, le había
respondido de palabra, diciéndole que le
mandaba, so pena de la su desgracia, que
luego al momento se viniese a ver con ella,
que era cosa que le importaba mucho;
porque con esto y con lo que ellos pensaban
decirle tenían por cosa cierta reducirle a
mejor vida, y hacer con él que luego se
pusiese en camino para ir a ser emperador o
monarca; que en lo de ser arzobispo no había
de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy
bien en la memoria, y les agradeció mucho la
intención que tenían de aconsejar a su señor
fuese emperador y no arzobispo, porque él
tenía para sí que, para hacer mercedes a sus
escuderos, más podían los emperadores que
los arzobispos andantes. También les dijo que
sería bien que él fuese delante a buscarle y
darle la respuesta de su señora, que ya sería
ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin que
ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles
bien lo que Sancho Panza decía, y así,
determinaron de aguardarle hasta que
volviese con las nuevas del hallazgo de su
amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de
la sierra, dejando a los dos en una por donde
corría un pequeño y manso arroyo, a quien
hacían sombra agradable y fresca otras peñas
y algunos árboles que por allí estaban. El
calor, y el día que allí llegaron, era de los del
mes de agosto, que por aquellas partes suele
ser el ardor muy grande; la hora, las tres de
la tarde: todo lo cual hacía al sitio más
agradable, y que convidase a que en él
esperasen la vuelta de Sancho, como lo
hicieron. Estando, pues, los dos allí,
sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos
una voz que, sin acompañarla son de algún
otro instrumento, dulce y regaladamente
sonaba, de que no poco se admiraron, por
parecerles que aquél no era lugar donde
pudiese haber quien tan bien cantase.
Porque, aunque suele decirse que por las
selvas y campos se hallan pastores de voces
estremadas, más son encarecimientos de
poetas que verdades; y más, cuando
advirtieron que lo que oían cantar eran
versos, no de rústicos ganaderos, sino de
discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad
haber sido los versos que oyeron éstos:
¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
Y ¿quién aumenta mis duelos?
Los celos.
Y ¿quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
Y ¿quién mi gloria repugna?
Fortuna.
Y ¿quién consiente en mi duelo?
El cielo
De ese modo, yo recelo
morir deste mal estraño,
pues se aumentan en mi daño,
amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la
destreza del que cantaba causó admiración y
contento en los dos oyentes, los cuales se
estuvieron quedos, esperando si otra alguna
cosa oían; pero, viendo que duraba algún
tanto el silencio, determinaron de salir a
buscar el músico que con tan buena voz
cantaba. Y, queriéndolo poner en efeto, hizo
la mesma voz que no se moviesen, la cual
llegó de nuevo a sus oídos, cantando este
soneto:
Soneto
Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas, en el cielo,
subiste alegre a las impíreas salas,
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro,
y los dos, con atención, volvieron a esperar si
más se cantaba; pero, viendo que la música
se había vuelto en sollozos y en lastimeros
ayes, acordaron de saber quién era el triste,
tan estremado en la voz como doloroso en los
gemidos; y no anduvieron mucho, cuando, al
volver de una punta de una peña, vieron a un
hombre del mismo talle y figura que Sancho
Panza les había pintado cuando les contó el
cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando
los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo, con
la cabeza inclinada sobre el pecho a guisa de
hombre pensativo, sin alzar los ojos a
mirarlos más de la vez primera, cuando de
improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado
(como el que ya tenía noticia de su desgracia,
pues por las señas le había conocido), se
llegó a él, y con breves aunque muy discretas
razones le rogó y persuadió que aquella tan
miserable vida dejase, porque allí no la
perdiese, que era la desdicha mayor de las
desdichas. Estaba Cardenio entonces en su
entero juicio, libre de aquel furioso accidente
que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y
así, viendo a los dos en traje tan no usado de
los que por aquellas soledades andaban, no
dejó de admirarse algún tanto, y más cuando
oyó que le habían hablado en su negocio
como en cosa sabida
—porque las razones
que el cura le dijo así lo dieron a entender
—;
y así, respondió desta manera:
—Bien veo yo, señores, quienquiera que
seáis, que el cielo, que tiene cuidado de
socorrer a los buenos, y aun a los malos
muchas veces, sin yo merecerlo, me envía,
en estos tan remotos y apartados lugares del
trato común de las gentes, algunas personas
que, poniéndome delante de los ojos con
vivas y varias razones cuán sin ella ando en
hacer la vida que hago, han procurado
sacarme désta a mejor parte; pero, como no
saben que sé yo que en saliendo deste daño
he de caer en otro mayor, quizá me deben de
tener por hombre de flacos discursos, y aun,
lo que peor sería, por de ningún juicio. Y no
sería maravilla que así fuese, porque a mí se
me trasluce que la fuerza de la imaginación
de mis desgracias es tan intensa y puede
tanto en mi perdición que, sin que yo pueda
ser parte a estobarlo, vengo a quedar como
piedra, falto de todo buen sentido y
conocimiento; y vengo a caer en la cuenta
desta verdad, cuando algunos me dicen y
muestran señales de las cosas que he hecho
en tanto que aquel terrible accidente me
señorea, y no sé más que dolerme en vano y
maldecir sin provecho mi ventura, y dar por
disculpa de mis locuras el decir la causa
dellas a cuantos oírla quieren; porque, viendo
los cuerdos cuál es la causa, no se
maravillarán de los efetos, y si no me dieren
remedio, a lo menos no me darán culpa,
convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura
en lástima de mis desgracias. Y si es que
vosotros, señores, venís con la mesma
intención que otros han venido, antes que
paséis adelante en vuestras discretas
persuasiones, os ruego que escuchéis el
cuento, que no le tiene, de mis desventuras;
porque quizá, después de entendido,
ahorraréis del trabajo que tomaréis en
consolar un mal que de todo consuelo es
incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que
saber de su mesma boca la causa de su daño,
le rogaron se la contase, ofreciéndole de no
hacer otra cosa de la que él quisiese, en su
remedio o consuelo; y con esto, el triste
caballero comenzó su lastimera historia, casi
por las mesmas palabras y pasos que la había
contado a don Quijote y al cabrero pocos días
atrás, cuando, por ocasión del maestro
Elisabat y puntualidad de don Quijote en
guardar el decoro a la caballería, se quedó el
cuento imperfeto, como la historia lo deja
contado. Pero ahora quiso la buena suerte
que se detuvo el accidente de la locura y le
dio lugar de contarlo hasta el fin; y así,
llegando al paso del billete que había hallado
don Fernando entre el libro de Amadís de
Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la
memoria, y que decía desta manera:
«Luscinda a Cardenio
Cada día descubro en vos valores que me
obligan y fuerzan a que en más os estime; y
así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin
ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien
hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad,
cumplirá la que será justo que vos tengáis, si
es que me estimáis como decís y como yo
creo.
—»Por este billete me moví a pedir a
Luscinda por esposa, como ya os he contado,
y éste fue por quien quedó Luscinda en la
opinión de don Fernando por una de las más
discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y
este billete fue el que le puso en deseo de
destruirme, antes que el mío se efetuase.
Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba
el padre de Luscinda, que era en que mi
padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba
decir, temeroso que no vendría en ello, no
porque no tuviese bien conocida la calidad,
bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y
que tenía partes bastantes para enoblecer
cualquier otro linaje de España, sino porque
yo entendía dél que deseaba que no me
casase tan presto, hasta ver lo que el duque
Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije
que no me aventuraba a decírselo a mi
padre, así por aquel inconveniente como por
otros muchos que me acobardaban, sin saber
cuáles eran, sino que me parecía que lo que
yo desease jamás había de tener efeto.
»A todo esto me respondió don Fernando
que él se encargaba de hablar a mi padre y
hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh
Mario ambicioso, oh Catilina cruel, oh Sila
facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellido
traidor, oh Julián vengativo, oh Judas
codicioso! Traidor, cruel, vengativo y
embustero, ¿qué deservicios te había hecho
este triste, que con tanta llaneza te descubrió
los secretos y contentos de su corazón? ¿Qué
ofensa te hice? ¿Qué palabras te dije, o qué
consejos te di, que no fuesen todos
encaminados a acrecentar tu honra y tu
provecho? Mas, ¿de qué me
quejo?,¡desventurado de mí!, pues es cosa
cierta que cuando traen las desgracias la
corriente de las estrellas, como vienen de alto
a bajo, despeñándose con furor y con
violencia, no hay fuerza en la tierra que las
detenga, ni industria humana que prevenirlas
pueda. ¿Quién pudiera imaginar que don
Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado
de mis servicios, poderoso para alcanzar lo
que el deseo amoroso le pidiese dondequiera
que le ocupase, se había de enconar, como
suele decirse, en tomarme a mí una sola
oveja, que aún no poseía? Pero quédense
estas consideraciones aparte, como inútiles y
sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi
desdichada historia.
»Digo, pues, que, pareciéndole a don
Fernando que mi presencia le era
inconveniente para poner en ejecución su
falso y mal pensamiento, determinó de
enviarme a su hermano mayor, con ocasión
de pedirle unos dineros para pagar seis
caballos, que de industria, y sólo para este
efeto de que me ausentase (para poder mejor
salir con su dañado intento), el mesmo día
que se ofreció hablar a mi padre los compró,
y quiso que yo viniese por el dinero. ¿Pude yo
prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura,
caer en imaginarla? No, por cierto; antes, con
grandísimo gusto, me ofrecí a partir luego,
contento de la buena compra hecha. Aquella
noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con
don Fernando quedaba concertado, y que
tuviese firme esperanza de que tendrían efeto
nuestros buenos y justos deseos. Ella me
dijo, tan segura como yo de la traición de don
Fernando, que procurase volver presto,
porque creía que no tardaría más la
conclusión de nuestras voluntades que
tardase mi padre de hablar al suyo. No sé
qué se fue, que, en acabando de decirme
esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un
nudo se le atravesó en la garganta, que no le
dejaba hablar palabra de otras muchas que
me pareció que procuraba decirme.
»Quedé admirado deste nuevo accidente,
hasta allí jamás en ella visto, porque siempre
nos hablábamos, las veces que la buena
fortuna y mi diligencia lo concedía, con todo
regocijo y contento, sin mezclar en nuestras
pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas
o temores. Todo era engrandecer yo mi
ventura, por habérmela dado el cielo por
señora: exageraba su belleza, admirábame
de su valor y entendimiento. Volvíame ella el
recambio, alabando en mí lo que, como
enamorada, le parecía digno de alabanza.
Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y
acaecimientos de nuestros vecinos y
conocidos, y a lo que más se entendía mi
desenvoltura era a tomarle, casi por fuerza,
una de sus bellas y blancas manos, y llegarla
a mi boca, según daba lugar la estrecheza de
una baja reja que nos dividía. Pero la noche
que precedió al triste día de mi partida, ella
lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó
lleno de confusión y sobresalto, espantado de
haber visto tan nuevas y tan tristes muestras
de dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por
no destruir mis esperanzas, todo lo atribuí a
la fuerza del amor que me tenía y al dolor
que suele causar la ausencia en los que bien
se quieren.
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena
el alma de imaginaciones y sospechas, sin
saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros
indicios que me mostraban el triste suceso y
desventura que me estaba guardada. Llegué
al lugar donde era enviado. Di las cartas al
hermano de don Fernando. Fui bien recebido,
pero no bien despachado, porque me mandó
aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en
parte donde el duque, su padre, no me viese,
porque su hermano le escribía que le enviase
cierto dinero sin su sabiduría. Y todo fue
invención del falso don Fernando, pues no le
faltaban a su hermano dineros para
despacharme luego. Orden y mandato fue
éste que me puso en condición de no
obedecerle, por parecerme imposible
sustentar tantos días la vida en el ausencia
de Luscinda, y más, habiéndola dejado con la
tristeza que os he contado; pero, con todo
esto, obedecí, como buen criado, aunque veía
que había de ser a costa de mi salud. » Pero,
a los cuatro días que allí llegué, llegó un
hombre en mi busca con una carta, que me
dio, que en el sobrescrito conocí ser de
Luscinda, porque la letra dél era suya. Abríla,
temeroso y con sobresalto, creyendo que
cosa grande debía de ser la que la había
movido a escribirme estando ausente, pues
presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al
hombre, antes de leerla, quién se la había
dado y el tiempo que había tardado en el
camino. Díjome que acaso, pasando por una
calle de la ciudad a la hora de medio día, una
señora muy hermosa le llamó desde una
ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que
con mucha priesa le dijo: ''Hermano: si sois
cristiano, como parecéis, por amor de Dios os
ruego que encaminéis luego luego esta carta
al lugar y a la persona que dice el
sobrescrito, que todo es bien conocido, y en
ello haréis un gran servicio a nuestro Señor;
y, para que no os falte comodidad de poderlo
hacer, tomad lo que va en este pañuelo''. ''Y,
diciendo esto, me arrojó por la ventana un
pañuelo, donde venían atados cien reales y
esta sortija de oro que aquí traigo, con esa
carta que os he dado. Y luego, sin aguardar
respuesta mía, se quitó de la ventana;
aunque primero vio cómo yo tomé la carta y
el pañuelo, y, por señas, le dije que haría lo
que me mandaba. Y así, viéndome tan bien
pagado del trabajo que podía tomar en
traérosla y conociendo por el sobrescrito que
érades vos a quien se enviaba, porque yo,
señor, os conozco muy bien, y obligado
asimesmo de las lágrimas de aquella hermosa
señora, determiné de no fiarme de otra
persona, sino venir yo mesmo a dárosla; y en
diez y seis horas que ha que se me dio, he
hecho el camino, que sabéis que es de diez y
ocho leguas''.
»En tanto que el agradecido y nuevo correo
esto me decía, estaba yo colgado de sus
palabras, temblándome las piernas de
manera que apenas podía sostenerme. En
efeto, abrí la carta y vi que contenía estas
razones:
La palabra que don Fernando os dio de
hablar a vuestro padre para que hablase al
mío, la ha cumplido más en su gusto que en
vuestro provecho. Sabed, señor, que él me
ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de
la ventaja que él piensa que don Fernando os
hace, ha venido en lo que quiere, con tantas
veras que de aquí a dos días se ha de hacer
el desposorio, tan secreto y tan a solas, que
sólo han de ser testigos los cielos y alguna
gente de casa. Cual yo quedo, imaginaldo; si
os cumple venir, veldo; y si os quiero bien o
no, el suceso deste negocio os lo dará a
entender. A Dios plega que ésta llegue a
vuestras manos antes que la mía se vea en
condición de juntarse con la de quien tan mal
sabe guardar la fe que promete.» Éstas, en
suma, fueron las razones que la carta
contenía y las que me hicieron poner luego
en camino, sin esperar otra respuesta ni
otros dineros; que bien claro conocí entonces
que no la compra de los caballos, sino la de
su gusto, había movido a don Fernando a
enviarme a su hermano. El enojo que contra
don Fernando concebí, junto con el temor de
perder la prenda que con tantos años de
servicios y deseos tenía granjeada, me
pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro
día me puse en mi lugar, al punto y hora que
convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré
secreto, y dejé una mula en que venía en
casa del buen hombre que me había llevado
la carta; y quiso la suerte que entonces la
tuviese tan buena que hallé a Luscinda
puesta a la reja, testigo de nuestros amores.
Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo;
mas no como debía ella conocerme y yo
conocerla. Pero, ¿quién hay en el mundo que
se pueda alabar que ha penetrado y sabido el
confuso pensamiento y condición mudable de
una mujer? Ninguno, por cierto.
»Digo, pues, que, así como Luscinda me
vio, me dijo: ''Cardenio, de boda estoy
vestida; ya me están aguardando en la sala
don Fernando el traidor y mi padre el
codicioso, con otros testigos, que antes lo
serán de mi muerte que de mi desposorio. No
te turbes, amigo, sino procura hallarte
presente a este sacrificio, el cual si no
pudiere ser estorbado de mis razones, una
daga llevo escondida que podrá estorbar más
determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y
principio a que conozcas la voluntad que te
he tenido y tengo''. Yo le respondí turbado y
apriesa, temeroso no me faltase lugar para
responderla: ''Hagan, señora, tus obras
verdaderas tus palabras; que si tú llevas
daga para acreditarte, aquí llevo yo espada
para defenderte con ella o para matarme si la
suerte nos fuere contraria''. No creo que pudo
oír todas estas razones, porque sentí que la
llamaban apriesa, porque el desposado
aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi
tristeza, púsoseme el sol de mi alegría:
quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el
entendimiento. No acertaba a entrar en su
casa, ni podía moverme a parte alguna; pero,
considerando cuánto importaba mi presencia
para lo que suceder pudiese en aquel caso,
me animé lo más que pude y entré en su
casa. Y, como ya sabía muy bien todas sus
entradas y salidas, y más con el alboroto que
de secreto en ella andaba, nadie me echó de
ver. Así que, sin ser visto, tuve lugar de
ponerme en el hueco que hacía una ventana
de la mesma sala, que con las puntas y
remates de dos tapices se cubría, por entre
las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo
cuanto en la sala se hacía.
»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos
que me dio el corazón mientras allí estuve,
los pensamientos que me ocurrieron, las
consideraciones que hice?, que fueron tantas
y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien
que se digan. Basta que sepáis que el
desposado entró en la sala sin otro adorno
que los mesmos vestidos ordinarios que solía.
Traía por padrino a un primo hermano de
Luscinda, y en toda la sala no había persona
de fuera, sino los criados de casa. De allí a un
poco, salió de una recámara Luscinda,
acompañada de su madre y de dos doncellas
suyas, tan bien aderezada y compuesta como
su calidad y hermosura merecían, y como
quien era la perfeción de la gala y bizarría
cortesana. No me dio lugar mi suspensión y
arrobamiento para que mirase y notase en
particular lo que traía vestido; sólo pude
advertir a las colores, que eran encarnado y
blanco, y en las vislumbres que las piedras y
joyas del tocado y de todo el vestido hacían,
a todo lo cual se aventajaba la belleza
singular de sus hermosos y rubios cabellos;
tales que, en competencia de las preciosas
piedras y de las luces de cuatro hachas que
en la sala estaban, la suya con más
resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria,
enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué
sirve representarme ahora la incomparable
belleza de aquella adorada enemiga mía? ¿No
será mejor, cruel memoria, que me acuerdes
y representes lo que entonces hizo, para que,
movido de tan manifiesto agravio, procure,
ya que no la venganza, a lo menos perder la
vida?» No os canséis, señores, de oír estas
digresiones que hago; que no es mi pena de
aquellas que puedan ni deban contarse
sucintamente y de paso, pues cada
circunstancia suya me parece a mí que es
digna de un largo discurso. A esto le
respondió el cura que no sólo no se cansaban
en oírle, sino que les daba mucho gusto las
menudencias que contaba, por ser tales, que
merecían no pasarse en silencio, y la mesma
atención que lo principal del cuento.
—«Digo, pues
—prosiguió Cardenio
—, que,
estando todos en la sala, entró el cura de la
perroquia, y, tomando a los dos por la mano
para hacer lo que en tal acto se requiere, al
decir: ''¿Queréis, señora Luscinda, al señor
don Fernando, que está presente, por vuestro
legítimo esposo, como lo manda la Santa
Madre Iglesia?'', yo saqué toda la cabeza y
cuello de entre los tapices, y con atentísimos
oídos y alma turbada me puse a escuchar lo
que Luscinda respondía, esperando de su
respuesta la sentencia de mi muerte o la
confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se
atreviera a salir entonces, diciendo a voces!:
''¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces,
considera lo que me debes, mira que eres
mía y que no puedes ser de otro! Advierte
que el decir tú sí y el acabárseme la vida ha
de ser todo a un punto. ¡Ah traidor don
Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi
vida! ¿Qué quieres? ¿Qué pretendes?
Considera que no puedes cristianamente
llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda
es mi esposa y yo soy su marido''. ¡Ah, loco
de mí, ahora que estoy ausente y lejos del
peligro, digo que había de hacer lo que no
hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda,
maldigo al robador, de quien pudiera
vengarme si tuviera corazón para ello como
le tengo para quejarme! En fin, pues fui
entonces cobarde y necio, no es mucho que
muera ahora corrido, arrepentido y loco.
»Estaba esperando el cura la respuesta de
Luscinda, que se detuvo un buen espacio en
darla, y, cuando yo pensé que sacaba la daga
para acreditarse, o desataba la lengua para
decir alguna verdad o desengaño que en mi
provecho redundase, oigo que dijo con voz
desmayada y flaca: ''Sí quiero''; y lo mesmo
dijo don Fernando; y, dándole el anillo,
quedaron en disoluble nudo ligados. Llegó el
desposado a abrazar a su esposa, y ella,
poniéndose la mano sobre el corazón, cayó
desmayada en los brazos de su madre. Resta
ahora decir cuál quedé yo viendo, en el sí que
había oído, burladas mis esperanzas, falsas
las palabras y promesas de Luscinda:
imposibilitado de cobrar en algún tiempo el
bien que en aquel instante había perdido.
Quedé falto de consejo, desamparado, a mi
parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de
la tierra que me sustentaba, negándome el
aire aliento para mis suspiros y el agua
humor para mis ojos; sólo el fuego se
acrecentó de manera que todo ardía de rabia
y de celos.
»Alborotáronse todos con el desmayo de
Luscinda, y, desabrochándole su madre el
pecho para que le diese el aire, se descubrió
en él un papel cerrado, que don Fernando
tomó luego y se le puso a leer a la luz de una
de las hachas; y, en acabando de leerle, se
sentó en una silla y se puso la mano en la
mejilla, con muestras de hombre muy
pensativo, sin acudir a los remedios que a su
esposa se hacían para que del desmayo
volviese. Yo, viendo alborotada toda la gente
de casa, me aventuré a salir, ora fuese visto
o no, con determinación que si me viesen, de
hacer un desatino tal, que todo el mundo
viniera a entender la justa indignación de mi
pecho en el castigo del falso don Fernando, y
aun en el mudable de la desmayada traidora.
Pero mi suerte, que para mayores males, si
es posible que los haya, me debe tener
guardado, ordenó que en aquel punto me
sobrase el entendimiento que después acá
me ha faltado; y así, sin querer tomar
venganza de mis mayores enemigos (que,
por estar tan sin pensamiento mío, fuera fácil
tomarla), quise tomarla de mi mano y
ejecutar en mí la pena que ellos merecían; y
aun quizá con más rigor del que con ellos se
usara si entonces les diera muerte, pues la
que se recibe repentina presto acaba la pena;
mas la que se dilata con tormentos siempre
mata, sin acabar la vida.
»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la
de aquél donde había dejado la mula; hice
que me la ensillase, sin despedirme dél subí
en ella, y salí de la ciudad, sin osar, como
otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando
me vi en el campo solo, y que la escuridad de
la noche me encubría y su silencio convidaba
a quejarme, sin respeto o miedo de ser
escuchado ni conocido, solté la voz y desaté
la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y
de don Fernando, como si con ellas
satisficiera el agravio que me habían hecho.
Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y
desagradecida; pero, sobre todos, de
codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la
había cerrado los ojos de la voluntad, para
quitármela a mí y entregarla a aquél con
quien más liberal y franca la fortuna se había
mostrado; y, en mitad de la fuga destas
maldiciones y vituperios, la desculpaba,
diciendo que no era mucho que una doncella
recogida en casa de sus padres, hecha y
acostumbrada siempre a obedecerlos,
hubiese querido condecender con su gusto,
pues le daban por esposo a un caballero tan
principal, tan rico y tan gentil hombre que, a
no querer recebirle, se podía pensar, o que
no tenía juicio, o que en otra parte tenía la
voluntad: cosa que redundaba tan en
perjuicio de su buena opinión y fama. Luego
volvía diciendo que, puesto que ella dijera
que yo era su esposo, vieran ellos que no
había hecho en escogerme tan mala elección,
que no la disculparan, pues antes de
ofrecérseles don Fernando no pudieran ellos
mesmos acertar a desear, si con razón
midiesen su deseo, otro mejor que yo para
esposo de su hija; y que bien pudiera ella,
antes de ponerse en el trance forzoso y
último de dar la mano, decir que ya yo le
había dado la mía; que yo viniera y
concediera con todo cuanto ella acertara a
fingir en este caso.
»En fin, me resolví en que poco amor, poco
juicio, mucha ambición y deseos de
grandezas hicieron que se olvidase de las
palabras con que me había engañado,
entretenido y sustentado en mis firmes
esperanzas y honestos deseos. Con estas
voces y con esta inquietud caminé lo que
quedaba de aquella noche, y di al amanecer
en una entrada destas sierras, por las cuales
caminé otros tres días, sin senda ni camino
alguno, hasta que vine a parar a unos
prados, que no sé a qué mano destas
montañas caen, y allí pregunté a unos
ganaderos que hacia dónde era lo más áspero
destas sierras.
Dijéronme que hacia esta parte. Luego me
encaminé a ella, con intención de acabar aquí
la vida, y, en entrando por estas asperezas,
del cansancio y de la hambre se cayó mi mula
muerta, o, lo que yo más creo, por desechar
de sí tan inútil carga como en mí llevaba. Yo
quedé a pie, rendido de la naturaleza,
traspasado de hambre, sin tener, ni pensar
buscar, quien me socorriese.
»De aquella manera estuve no sé qué
tiempo, tendido en el suelo, al cabo del cual
me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a
unos cabreros, que, sin duda, debieron ser
los que mi necesidad remediaron, porque
ellos me dijeron de la manera que me habían
hallado, y cómo estaba diciendo tantos
disparates y desatinos, que daba indicios
claros de haber perdido el juicio; y yo he
sentido en mí, después acá, que no todas
veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y
flaco que hago mil locuras, rasgándome los
vestidos, dando voces por estas soledades,
maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano
el nombre amado de mi enemiga, sin tener
otro discurso ni intento entonces que
procurar acabar la vida voceando; y cuando
en mí vuelvo, me hallo tan cansado y molido,
que apenas puedo moverme. Mi más común
habitación es en el hueco de un alcornoque,
capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los
vaqueros y cabreros que andan por estas
montañas, movidos de caridad, me
sustentan, poniéndome el manjar por los
caminos y por las peñas por donde entienden
que acaso podré pasar y hallarlo; y así,
aunque entonces me falte el juicio, la
necesidad natural me da a conocer el
mantenimiento, y despierta en mí el deseo de
apetecerlo y la voluntad de tomarlo. Otras
veces me dicen ellos, cuando me encuentran
con juicio, que yo salgo a los caminos y que
se lo quito por fuerza, aunque me lo den de
grado, a los pastores que vienen con ello del
lugar a las majadas.
»Desta manera paso mi miserable y
estrema vida, hasta que el cielo sea servido
de conducirle a su último fin, o de ponerle en
mi memoria, para que no me acuerde de la
hermosura y de la traición de Luscinda y del
agravio de don Fernando; que si esto él hace
sin quitarme la vida, yo volveré a mejor
discurso mis pensamientos; donde no, no hay
sino rogarle que absolutamente tenga
misericordia de mi alma, que yo no siento en
mí valor ni fuerzas para sacar el cuerpo desta
estrecheza en que por mi gusto he querido
ponerle».
Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de
mi desgracia: decidme si es tal, que pueda
celebrarse con menos sentimientos que los
que en mí habéis visto; y no os canséis en
persuadirme ni aconsejarme lo que la razón
os dijere que puede ser bueno para mi
remedio, porque ha de aprovechar conmigo lo
que aprovecha la medicina recetada de
famoso médico al enfermo que recebir no la
quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y,
pues ella gustó de ser ajena, siendo, o
debiendo ser, mía, guste yo de ser de la
desventura, pudiendo haber sido de la buena
dicha. Ella quiso, con su mudanza, hacer
estable mi perdición; yo querré, con procurar
perderme, hacer contenta su voluntad, y será
ejemplo a los por venir de que a mí solo faltó
lo que a todos los desdichados sobra, a los
cuales suele ser consuelo la imposibilidad de
tenerle, y en mí es causa de mayores
sentimientos y males, porque aun pienso que
no se han de acabar con la muerte.
Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan
desdichada como amorosa historia. Y, al
tiempo que el cura se prevenía para decirle
algunas razones de consuelo, le suspendió
una voz que llegó a sus oídos, que en
lastimados acentos oyeron que decía lo que
se dirá en la cuarta parte desta narración,
que en este punto dio fin a la tercera el sabio
y atentado historiador Cide Hamete
Benengeli.
Cuarta parte del ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha
Capítulo XXVIII. Que trata
de la nueva y agradable
aventura que al cura y
barbero sucedió en la
mesma sierra
Felicísimos y venturosos fueron los tiempos
donde se echó al mundo el audacísimo
caballero don Quijote de la Mancha, pues por
haber tenido tan honrosa determinación
como fue el querer resucitar y volver al
mundo la ya perdida y casi muerta orden de
la andante caballería, gozamos ahora, en esta
nuestra edad, necesitada de alegres
entretenimientos, no sólo de la dulzura de su
verdadera historia, sino de los cuentos y
episodios della, que, en parte, no son menos
agradables y artificiosos y verdaderos que la
misma historia; la cual, prosiguiendo su
rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que,
así como el cura comenzó a prevenirse para
consolar a Cardenio, lo impidió una voz que
llegó a sus oídos, que, con tristes acentos,
decía desta manera:
—¡Ay Dios! ¿Si será posible que he ya
hallado lugar que pueda servir de escondida
sepultura a la carga pesada deste cuerpo,
que tan contra mi voluntad sostengo? Sí será,
si la soledad que prometen estas sierras no
me miente. ¡Ay, desdichada, y cuán más
agradable compañía harán estos riscos y
malezas a mi intención, pues me darán lugar
para que con quejas comunique mi desgracia
al cielo, que no la de ningún hombre humano,
pues no hay ninguno en la tierra de quien se
pueda esperar consejo en las dudas, alivio en
las quejas, ni remedio en los males!
Todas estas razones oyeron y percibieron el
cura y los que con él estaban, y por
parecerles, como ello era, que allí junto las
decían, se levantaron a buscar el dueño, y no
hubieron andado veinte pasos, cuando detrás
de un peñasco vieron, sentado al pie de un
fresno, a un mozo vestido como labrador, al
cual, por tener inclinado el rostro, a causa de
que se lavaba los pies en el arroyo que por
allí corría, no se le pudieron ver por entonces.
Y ellos llegaron con tanto silencio que dél no
fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa
atento que a lavarse los pies, que eran tales,
que no parecían sino dos pedazos de blanco
cristal que entre las otras piedras del arroyo
se habían nacido. Suspendióles la blancura y
belleza de los pies, pareciéndoles que no
estaban hechos a pisar terrones, ni a andar
tras el arado y los bueyes, como mostraba el
hábito de su dueño; y así, viendo que no
habían sido sentidos, el cura, que iba delante,
hizo señas a los otros dos que se agazapasen
o escondiesen detrás de unos pedazos de
peña que allí había, y así lo hicieron todos,
mirando con atención lo que el mozo hacía; el
cual traía puesto un capotillo pardo de dos
haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla
blanca. Traía, ansimesmo, unos calzones y
polainas de paño pardo, y en la cabeza una
montera parda. Tenía las polainas levantadas
hasta la mitad de la pierna, que, sin duda
alguna, de blanco alabastro parecía. Acabóse
de lavar los hermosos pies, y luego, con un
paño de tocar, que sacó debajo de la
montera, se los limpió; y, al querer
quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los
que mirándole estaban de ver una hermosura
incomparable; tal, que Cardenio dijo al cura,
con voz baja:
—Ésta, ya que no es Luscinda, no es
persona humana, sino divina.
El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo
la cabeza a una y a otra parte, se
comenzaron a descoger y desparcir unos
cabellos, que pudieran los del sol tenerles
envidia. Con esto conocieron que el que
parecía labrador era mujer, y delicada, y aun
la más hermosa que hasta entonces los ojos
de los dos habían visto, y aun los de
Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a
Luscinda; que después afirmó que sola la
belleza de Luscinda podía contender con
aquélla. Los luengos y rubios cabellos no sólo
le cubrieron las espaldas, mas toda en torno
la escondieron debajo de ellos; que si no eran
los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se
parecía: tales y tantos eran. En esto, les
sirvió de peine unas manos, que si los pies en
el agua habían parecido pedazos de cristal,
las manos en los cabellos semejaban pedazos
de apretada nieve; todo lo cual, en más
admiración y en más deseo de saber quién
era ponía a los tres que la miraban.
Por esto determinaron de mostrarse, y, al
movimiento que hicieron de ponerse en pie,
la hermosa moza alzó la cabeza, y,
apartándose los cabellos de delante de los
ojos con entrambas manos, miró los que el
ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando
se levantó en pie, y, sin aguardar a calzarse
ni a recoger los cabellos, asió con mucha
presteza un bulto, como de ropa, que junto a
sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena de
turbación y sobresalto; mas no hubo dado
seis pasos cuando, no pudiendo sufrir los
delicados pies la aspereza de las piedras, dio
consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres,
salieron a ella, y el cura fue el primero que le
dijo:
—Deteneos, señora, quienquiera que seáis,
que los que aquí veis sólo tienen intención de
serviros. No hay para qué os pongáis en tan
impertinente huida, porque ni vuestros pies lo
podrán sufrir ni nosotros consentir. A todo
esto, ella no respondía palabra, atónita y
confusa. Llegaron, pues, a ella, y, asiéndola
por la mano el cura, prosiguió diciendo:
—Lo que vuestro traje, señora, nos niega,
vuestros cabellos nos descubren: señales
claras que no deben de ser de poco momento
las causas que han disfrazado vuestra belleza
en hábito tan indigno, y traídola a tanta
soledad como es ésta, en la cual ha sido
ventura el hallaros, si no para dar remedio a
vuestros males, a lo menos para darles
consejo, pues ningún mal puede fatigar
tanto, ni llegar tan al estremo de serlo,
mientras no acaba la vida, que rehúya de no
escuchar siquiera el consejo que con buena
intención se le da al que lo padece. Así que,
señora mía, o señor mío, o lo que vos
quisierdes ser, perded el sobresalto que
nuestra vista os ha causado y contadnos
vuestra buena o mala suerte; que en
nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis
quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
En tanto que el cura decía estas razones,
estaba la disfrazada moza como embelesada,
mirándolos a todos, sin mover labio ni decir
palabra alguna: bien así como rústico aldeano
que de improviso se le muestran cosas raras
y dél jamás vistas. Mas, volviendo el cura a
decirle otras razones al mesmo efeto
encaminadas, dando ella un profundo suspiro,
rompió el silencio y dijo:
—Pues que la soledad destas sierras no ha
sido parte para encubrirme, ni la soltura de
mis descompuestos cabellos no ha permitido
que sea mentirosa mi lengua, en balde sería
fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me
creyese, sería más por cortesía que por otra
razón alguna. Presupuesto esto, digo,
señores, que os agradezco el ofrecimiento
que me habéis hecho, el cual me ha puesto
en obligación de satisfaceros en todo lo que
me habéis pedido, puesto que temo que la
relación que os hiciere de mis desdichas os
ha de causar, al par de la compasión, la
pesadumbre, porque no habéis de hallar
remedio para remediarlas ni consuelo para
entretenerlas. Pero, con todo esto, porque no
ande vacilando mi honra en vuestras
intenciones, habiéndome ya conocido por
mujer y viéndome moza, sola y en este traje,
cosas todas juntas, y cada una por sí, que
pueden echar por tierra cualquier honesto
crédito, os habré de decir lo que quisiera
callar si pudiera.
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa
mujer parecía, con tan suelta lengua, con voz
tan suave, que no menos les admiró su
discreción que su hermosura. Y, tornándole a
hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos
para que lo prometido cumpliese, ella, sin
hacerse más de rogar, calzándose con toda
honestidad y recogiendo sus cabellos, se
acomodó en el asiento de una piedra, y,
puestos los tres alrededor della, haciéndose
fuerza por detener algunas lágrimas que a los
ojos se le venían, con voz reposada y clara,
comenzó la historia de su vida desta manera:
—«En esta Andalucía hay un lugar de quien
toma título un duque, que le hace uno de los
que llaman grandes en España. Éste tiene
dos hijos: el mayor, heredero de su estado,
y, al parecer, de sus buenas costumbres; y el
menor, no sé yo de qué sea heredero, sino de
las traiciones de Vellido y de los embustes de
Galalón. Deste señor son vasallos mis padres,
humildes en linaje, pero tan ricos que si los
bienes de su naturaleza igualaran a los de su
fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni
yo temiera verme en la desdicha en que me
veo; porque quizá nace mi poca ventura de la
que no tuvieron ellos en no haber nacido
ilustres. Bien es verdad que no son tan bajos
que puedan afrentarse de su estado, ni tan
altos que a mí me quiten la imaginación que
tengo de que de su humildad viene mi
desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente
llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante,
y, como suele decirse, cristianos viejos
ranciosos; pero tan ricos que su riqueza y
magnífico trato les va poco a poco
adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de
caballeros. Puesto que de la mayor riqueza y
nobleza que ellos se preciaban era de
tenerme a mí por hija; y, así por no tener
otra ni otro que los heredase como por ser
padres, y aficionados, yo era una de las más
regaladas hijas que padres jamás regalaron.
Era el espejo en que se miraban, el báculo de
su vejez, y el sujeto a quien encaminaban,
midiéndolos con el cielo, todos sus deseos;
de los cuales, por ser ellos tan buenos, los
míos no salían un punto. Y del mismo modo
que yo era señora de sus ánimos, ansí lo era
de su hacienda: por mí se recebían y
despedían los criados; la razón y cuenta de lo
que se sembraba y cogía pasaba por mi
mano; los molinos de aceite, los lagares de
vino, el número del ganado mayor y menor,
el de las colmenas. Finalmente, de todo
aquello que un tan rico labrador como mi
padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta,
y era la mayordoma y señora, con tanta
solicitud mía y con tanto gusto suyo, que
buenamente no acertaré a encarecerlo. Los
ratos que del día me quedaban, después de
haber dado lo que convenía a los mayorales,
a capataces y a otros jornaleros, los
entretenía en ejercicios que son a las
doncellas tan lícitos como necesarios, como
son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y
la rueca muchas veces; y si alguna, por
recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me
acogía al entretenimiento de leer algún libro
devoto, o a tocar una arpa, porque la
experiencia me mostraba que la música
compone los ánimos descompuestos y alivia
los trabajos que nacen del espíritu.
»Ésta, pues, era la vida que yo tenía en
casa de mis padres, la cual, si tan
particularmente he contado, no ha sido por
ostentación ni por dar a entender que soy
rica, sino porque se advierta cuán sin culpa
me he venido de aquel buen estado que he
dicho al infelice en que ahora me hallo. Es,
pues, el caso que, pasando mi vida en tantas
ocupaciones y en un encerramiento tal que al
de un monesterio pudiera compararse, sin ser
vista, a mi parecer, de otra persona alguna
que de los criados de casa, porque los días
que iba a misa era tan de mañana, y tan
acompañada de mi madre y de otras criadas,
y yo tan cubierta y recatada que apenas vían
mis ojos más tierra de aquella donde ponía
los pies; y, con todo esto, los del amor, o los
de la ociosidad, por mejor decir, a quien los
de lince no pueden igualarse, me vieron,
puestos en la solicitud de don Fernando, que
éste es el nombre del hijo menor del duque
que os he contado».
No hubo bien nombrado a don Fernando la
que el cuento contaba, cuando a Cardenio se
le mudó la color del rostro, y comenzó a
trasudar, con tan grande alteración que el
cura y el barbero, que miraron en ello,
temieron que le venía aquel accidente de
locura que habían oído decir que de cuando
en cuando le venía. Mas Cardenio no hizo
otra cosa que trasudar y estarse quedo,
mirando de hito en hito a la labradora,
imaginando quién ella era; la cual, sin
advertir en los movimientos de Cardenio,
prosiguió su historia, diciendo:
—«Y no me hubieron bien visto cuando,
según él dijo después, quedó tan preso de
mis amores cuanto lo dieron bien a entender
sus demostraciones. Mas, por acabar presto
con el cuento, que no le tiene, de mis
desdichas, quiero pasar en silencio las
diligencias que don Fernando hizo para
declararme su voluntad. Sobornó toda la
gente de mi casa, dio y ofreció dádivas y
mercedes a mis parientes. Los días eran
todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las
noches no dejaban dormir a nadie las
músicas. Los billetes que, sin saber cómo, a
mis manos venían, eran infinitos, llenos de
enamoradas razones y ofrecimientos, con
menos letras que promesas y juramentos.
Todo lo cual no sólo no me ablandaba, pero
me endurecía de manera como si fuera mi
mortal enemigo, y que todas las obras que
para reducirme a su voluntad hacía, las
hiciera para el efeto contrario; no porque a
mí me pareciese mal la gentileza de don
Fernando, ni que tuviese a demasía sus
solicitudes; porque me daba un no sé qué de
contento verme tan querida y estimada de un
tan principal caballero, y no me pesaba ver
en sus papeles mis alabanzas: que en esto,
por feas que seamos las mujeres, me parece
a mí que siempre nos da gusto el oír que nos
llaman hermosas.
»Pero a todo esto se opone mi honestidad y
los consejos continuos que mis padres me
daban, que ya muy al descubierto sabían la
voluntad de don Fernando, porque ya a él no
se le daba nada de que todo el mundo la
supiese. Decíanme mis padres que en sola mi
virtud y bondad dejaban y depositaban su
honra y fama, y que considerase la
desigualdad que había entre mí y don
Fernando, y que por aquí echaría de ver que
sus pensamientos, aunque él dijese otra
cosa, mas se encaminaban a su gusto que a
mi provecho; y que si yo quisiese poner en
alguna manera algún inconveniente para que
él se dejase de su injusta pretensión, que
ellos me casarían luego con quien yo más
gustase: así de los más principales de
nuestro lugar como de todos los
circunvecinos, pues todo se podía esperar de
su mucha hacienda y de mi buena fama. Con
estos ciertos prometimientos, y con la verdad
que ellos me decían, fortificaba yo mi
entereza, y jamás quise responder a don
Fernando palabra que le pudiese mostrar,
aunque de muy lejos, esperanza de alcanzar
su deseo.
»Todos estos recatos míos, que él debía de
tener por desdenes, debieron de ser causa de
avivar más su lascivo apetito, que este
nombre quiero dar a la voluntad que me
mostraba; la cual, si ella fuera como debía,
no la supiérades vosotros ahora, porque
hubiera faltado la ocasión de decírosla.
Finalmente, don Fernando supo que mis
padres andaban por darme estado, por
quitalle a él la esperanza de poseerme, o, a lo
menos, porque yo tuviese más guardas para
guardarme; y esta nueva o sospecha fue
causa para que hiciese lo que ahora oiréis. Y
fue que una noche, estando yo en mi
aposento con sola la compañía de una
doncella que me servía, teniendo bien
cerradas las puertas, por temor que, por
descuido, mi honestidad no se viese en
peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio
destos recatos y prevenciones, y en la
soledad deste silencio y encierro, me le hallé
delante, cuya vista me turbó de manera que
me quitó la de mis ojos y me enmudeció la
lengua; y así, no fui poderosa de dar voces,
ni aun él creo que me las dejara dar, porque
luego se llegó a mí, y, tomándome entre sus
brazos (porque yo, como digo, no tuve
fuerzas para defenderme, según estaba
turbada), comenzó a decirme tales razones,
que no sé cómo es posible que tenga tanta
habilidad la mentira que las sepa componer
de modo que parezcan tan verdaderas. Hacía
el traidor que sus lágrimas acreditasen sus
palabras y los suspiros su intención. Yo,
pobrecilla, sola entre los míos, mal ejercitada
en casos semejantes, comencé, no sé en qué
modo, a tener por verdaderas tantas
falsedades, pero no de suerte que me
moviesen a compasión menos que buena sus
lágrimas y suspiros.
»Y así, pasándoseme aquel sobresalto
primero, torné algún tanto a cobrar mis
perdidos espíritus, y con más ánimo del que
pensé que pudiera tener, le dije: ''Si como
estoy, señor, en tus brazos, estuviera entre
los de un león fiero y el librarme dellos se me
asegurara con que hiciera, o dijera, cosa que
fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera
posible hacella o decilla como es posible dejar
de haber sido lo que fue. Así que, si tú tienes
ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo
atada mi alma con mis buenos deseos, que
son tan diferentes de los tuyos como lo verás
si con hacerme fuerza quisieres pasar
adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu
esclava; ni tiene ni debe tener imperio la
nobleza de tu sangre para deshonrar y tener
en poco la humildad de la mía; y en tanto me
estimo yo, villana y labradora, como tú, señor
y caballero. Conmigo no han de ser de ningún
efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus
riquezas, ni tus palabras han de poder
engañarme, ni tus suspiros y lágrimas
enternecerme.
Si alguna de todas estas cosas que he dicho
viera yo en el que mis padres me dieran por
esposo, a su voluntad se ajustara la mía, y
mi voluntad de la suya no saliera; de modo
que, como quedara con honra, aunque
quedara sin gusto, de grado te entregara lo
que tú, señor, ahora con tanta fuerza
procuras. Todo esto he dicho porque no es
pensar que de mí alcance cosa alguna el que
no fuere mi ligítimo esposo''. ''Si no reparas
más que en eso, bellísima Dorotea
—(que
éste es el nombre desta desdichada), dijo el
desleal caballero
—, ves: aquí te doy la mano
de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad
los cielos, a quien ninguna cosa se asconde, y
esta imagen de Nuestra Señora que aquí
tienes''.»
Cuando Cardenio le oyó decir que se
llamaba Dorotea, tornó de nuevo a sus
sobresaltos y acabó de confirmar por
verdadera su primera opinión; pero no quiso
interromper el cuento, por ver en qué venía a
parar lo que él ya casi sabía; sólo dijo:
—¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra
he oído yo decir del mesmo, que quizá corre
parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que
tiempo vendrá en que te diga cosas que te
espanten en el mesmo grado que te lastimen.
Reparó Dorotea en las razones de Cardenio
y en su estraño y desastrado traje, y rogóle
que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la
dijese luego; porque si algo le había dejado
bueno la fortuna, era el ánimo que tenía para
sufrir cualquier desastre que le sobreviniese,
segura de que, a su parecer, ninguno podía
llegar que el que tenía acrecentase un punto.
—No le perdiera yo, señora
—respondió
Cardenio
—, en decirte lo que pienso, si fuera
verdad lo que imagino; y hasta ahora no se
pierde coyuntura, ni a ti te importa nada el
saberlo.
—Sea lo que fuere
—respondió Dorotea
—,
«lo que en mi cuento pasa fue que, tomando
don Fernando una imagen que en aquel
aposento estaba, la puso por testigo de
nuestro desposorio. Con palabras eficacísimas
y juramentos estraordinarios, me dio la
palabra de ser mi marido, puesto que, antes
que acabase de decirlas, le dije que mirase
bien lo que hacía y que considerase el enojo
que su padre había de recebir de verle
casado con una villana vasalla suya; que no
le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no
era bastante para hallar en ella disculpa de su
yerro, y que si algún bien me quería hacer,
por el amor que me tenía, fuese dejar correr
mi suerte a lo igual de lo que mi calidad
podía, porque nunca los tan desiguales
casamientos se gozan ni duran mucho en
aquel gusto con que se comienzan.
»Todas estas razones que aquí he dicho le
dije, y otras muchas de que no me acuerdo,
pero no fueron parte para que él dejase de
seguir su intento, bien ansí como el que no
piensa pagar, que, al concertar de la barata,
no repara en inconvenientes. Yo, a esta
sazón, hice un breve discurso conmigo, y me
dije a mí mesma: ''Sí, que no seré yo la
primera que por vía de matrimonio haya
subido de humilde a grande estado, ni será
don Fernando el primero a quien hermosura,
o ciega afición, que es lo más cierto, haya
hecho tomar compañía desigual a su
grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso
nuevo, bien es acudir a esta honra que la
suerte me ofrece, puesto que en éste no dure
más la voluntad que me muestra de cuanto
dure el cumplimiento de su deseo; que, en
fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero
con desdenes despedille, en término le veo
que, no usando el que debe, usará el de la
fuerza y vendré a quedar deshonrada y sin
disculpa de la culpa que me podía dar el que
no supiere cuán sin ella he venido a este
punto. Porque, ¿qué razones serán bastantes
para persuadir a mis padres, y a otros, que
este caballero entró en mi aposento sin
consentimiento mío?''
»Todas estas demandas y respuestas
revolví yo en un instante en la imaginación;
y, sobre todo, me comenzaron a hacer fuerza
y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo,
mi perdición: los juramentos de don
Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas
que derramaba, y, finalmente, su dispusición
y gentileza, que, acompañada con tantas
muestras de verdadero amor, pudieran rendir
a otro tan libre y recatado corazón como el
mío.
Llamé a mi criada, para que en la tierra
acompañase a los testigos del cielo; tornó
don Fernando a reiterar y confirmar sus
juramentos; añadió a los primeros nuevos
santos por testigos; echóse mil futuras
maldiciones, si no cumpliese lo que me
prometía; volvió a humedecer sus ojos y a
acrecentar sus suspiros; apretóme más entre
sus brazos, de los cuales jamás me había
dejado; y con esto, y con volverse a salir del
aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él
acabó de ser traidor y fementido.
»El día que sucedió a la noche de mi
desgracia se venía aun no tan apriesa como
yo pienso que don Fernando deseaba,
porque, después de cumplido aquello que el
apetito pide, el mayor gusto que puede venir
es apartarse de donde le alcanzaron. Digo
esto porque don Fernando dio priesa por
partirse de mí, y, por industria de mi
doncella, que era la misma que allí le había
traído, antes que amaneciese se vio en la
calle. Y, al despedirse de mí, aunque no con
tanto ahínco y vehemencia como cuando
vino, me dijo que estuviese segura de su fe y
de ser firmes y verdaderos sus juramentos;
y, para más confirmación de su palabra, sacó
un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En
efecto, él se fue y yo quedé ni sé si triste o
alegre; esto sé bien decir: que quedé confusa
y pensativa, y casi fuera de mí con el nuevo
acaecimiento, y no tuve ánimo, o no se me
acordó, de reñir a mi doncella por la traición
cometida de encerrar a don Fernando en mi
mismo aposento, porque aún no me
determinaba si era bien o mal el que me
había sucedido. Díjele, al partir, a don
Fernando que por el mesmo camino de
aquélla podía verme otras noches, pues ya
era suya, hasta que, cuando él quisiese,
aquel hecho se publicase. Pero no vino otra
alguna, si no fue la siguiente, ni yo pude
verle en la calle ni en la iglesia en más de un
mes; que en vano me cansé en solicitallo,
puesto que supe que estaba en la villa y que
los más días iba a caza, ejercicio de que él
era muy aficionado.
»Estos días y estas horas bien sé yo que
para mí fueron aciagos y menguadas, y bien
sé que comencé a dudar en ellos, y aun a
descreer de la fe de don Fernando; y sé
también que mi doncella oyó entonces las
palabras que en reprehensión de su
atrevimiento antes no había oído; y sé que
me fue forzoso tener cuenta con mis lágrimas
y con la compostura de mi rostro, por no dar
ocasión a que mis padres me preguntasen
que de qué andaba descontenta y me
obligasen a buscar mentiras que decilles.
Pero todo esto se acabó en un punto,
llegándose uno donde se atropellaron
respectos y se acabaron los honrados
discursos, y adonde se perdió la paciencia y
salieron a plaza mis secretos pensamientos. Y
esto fue porque, de allí a pocos días, se dijo
en el lugar como en una ciudad allí cerca se
había casado don Fernando con una doncella
hermosísima en todo estremo, y de muy
principales padres, aunque no tan rica que,
por la dote, pudiera aspirar a tan noble
casamiento. Díjose que se llamaba Luscinda,
con otras cosas que en sus desposorios
sucedieron dignas de admiración.»
Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no
hizo otra cosa que encoger los hombros,
morderse los labios, enarcar las cejas y dejar
de allí a poco caer por sus ojos dos fuentes
de lágrimas. Mas no por esto dejó Dorotea de
seguir su cuento, diciendo:
—«Llegó esta triste nueva a mis oídos, y,
en lugar de helárseme el corazón en oílla, fue
tanta la cólera y rabia que se encendió en él,
que faltó poco para no salirme por las calles
dando voces, publicando la alevosía y traición
que se me había hecho. Mas templóse esta
furia por entonces con pensar de poner
aquella mesma noche por obra lo que puse:
que fue ponerme en este hábito, que me dio
uno de los que llaman zagales en casa de los
labradores, que era criado de mi padre, al
cual descubrí toda mi desventura, y le rogué
me acompañase hasta la ciudad donde
entendí que mi enemigo estaba. Él, después
que hubo reprehendido mi atrevimiento y
afeado mi determinación, viéndome resuelta
en mi parecer, se ofreció a tenerme
compañía, como él dijo, hasta el cabo del
mundo. Luego, al momento, encerré en una
almohada de lienzo un vestido de mujer, y
algunas joyas y dineros, por lo que podía
suceder. Y en el silencio de aquella noche, sin
dar cuenta a mi traidora doncella, salí de mi
casa, acompañada de mi criado y de muchas
imaginaciones, y me puse en camino de la
ciudad a pie, llevada en vuelo del deseo de
llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por
hecho, a lo menos a decir a don Fernando me
dijese con qué alma lo había hecho.
»Llegué en dos días y medio donde quería,
y, en entrando por la ciudad, pregunté por la
casa de los padres de Luscinda, y al primero
a quien hice la pregunta me respondió más
de lo que yo quisiera oír. Díjome la casa y
todo lo que había sucedido en el desposorio
de su hija, cosa tan pública en la ciudad, que
se hace en corrillos para contarla por toda
ella. Díjome que la noche que don Fernando
se desposó con Luscinda, después de haber
ella dado el sí de ser su esposa, le había
tomado un recio desmayo, y que, llegando su
esposo a desabrocharle el pecho para que le
diese el aire, le halló un papel escrito de la
misma letra de Luscinda, en que decía y
declaraba que ella no podía ser esposa de
don Fernando, porque lo era de Cardenio,
que, a lo que el hombre me dijo, era un
caballero muy principal de la mesma ciudad;
y que si había dado el sí a don Fernando, fue
por no salir de la obediencia de sus padres.
En resolución, tales razones dijo que contenía
el papel, que daba a entender que ella había
tenido intención de matarse en acabándose
de desposar, y daba allí las razones por que
se había quitado la vida. Todo lo cual dicen
que confirmó una daga que le hallaron no sé
en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual
visto por don Fernando, pareciéndole que
Luscinda le había burlado y escarnecido y
tenido en poco, arremetió a ella, antes que
de su desmayo volviese, y con la misma daga
que le hallaron la quiso dar de puñaladas; y
lo hiciera si sus padres y los que se hallaron
presentes no se lo estorbaran. Dijeron más:
que luego se ausentó don Fernando, y que
Luscinda no había vuelto de su parasismo
hasta otro día, que contó a sus padres cómo
ella era verdadera esposa de aquel Cardenio
que he dicho. Supe más: que el Cardenio,
según decían, se halló presente en los
desposorios, y que, en viéndola desposada, lo
cual él jamás pensó, se salió de la ciudad
desesperado, dejándole primero escrita una
carta, donde daba a entender el agravio que
Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba
adonde gentes no le viesen.
»Esto todo era público y notorio en toda la
ciudad, y todos hablaban dello; y más
hablaron cuando supieron que Luscinda había
faltado de casa de sus padres y de la ciudad,
pues no la hallaron en toda ella, de que
perdían el juicio sus padres y no sabían qué
medio se tomar para hallarla. Esto que supe
puso en bando mis esperanzas, y tuve por
mejor no haber hallado a don Fernando, que
no hallarle casado, pareciéndome que aún no
estaba del todo cerrada la puerta a mi
remedio, dándome yo a entender que podría
ser que el cielo hubiese puesto aquel
impedimento en el segundo matrimonio, por
atraerle a conocer lo que al primero debía, y
a caer en la cuenta de que era cristiano y que
estaba más obligado a su alma que a los
respetos humanos. Todas estas cosas
revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin
tener consuelo, fingiendo unas esperanzas
largas y desmayadas, para entretener la vida,
que ya aborrezco.
»Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué
hacerme, pues a don Fernando no hallaba,
llegó a mis oídos un público pregón, donde se
prometía grande hallazgo a quien me hallase,
dando las señas de la edad y del mesmo traje
que traía; y oí decir que se decía que me
había sacado de casa de mis padres el mozo
que conmigo vino, cosa que me llegó al alma,
por ver cuán de caída andaba mi crédito,
pues no bastaba perderle con mi venida, sino
añadir el con quién, siendo subjeto tan bajo y
tan indigno de mis buenos pensamientos. Al
punto que oí el pregón, me salí de la ciudad
con mi criado, que ya comenzaba a dar
muestras de titubear en la fe que de fidelidad
me tenía prometida, y aquella noche nos
entramos por lo espeso desta montaña, con
el miedo de no ser hallados. Pero, como suele
decirse que un mal llama a otro, y que el fin
de una desgracia suele ser principio de otra
mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen
criado, hasta entonces fiel y seguro, así como
me vio en esta soledad, incitado de su
mesma bellaquería antes que de mi
hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión
que, a su parecer, estos yermos le ofrecían;
y, con poca vergüenza y menos temor de
Dios ni respeto mío, me requirió de amores;
y, viendo que yo con feas y justas palabras
respondía a las desvergüenzas de sus
propósitos, dejó aparte los ruegos, de quien
primero pensó aprovecharse, y comenzó a
usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que
pocas o ningunas veces deja de mirar y
favorecer a las justas intenciones, favoreció
las mías, de manera que con mis pocas
fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un
derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto
o si vivo; y luego, con más ligereza que mi
sobresalto y cansancio pedían, me entré por
estas montañas, sin llevar otro pensamiento
ni otro disignio que esconderme en ellas y
huir de mi padre y de aquellos que de su
parte me andaban buscando.
»Con este deseo, ha no sé cuántos meses
que entré en ellas, donde hallé un ganadero
que me llevó por su criado a un lugar que
está en las entrañas desta sierra, al cual he
servido de zagal todo este tiempo,
procurando estar siempre en el campo por
encubrir estos cabellos que ahora, tan si
pensarlo, me han descubierto. Pero toda mi
industria y toda mi solicitud fue y ha sido de
ningún provecho, pues mi amo vino en
conocimiento de que yo no era varón, y nació
en él el mesmo mal pensamiento que en mi
criado; y, como no siempre la fortuna con los
trabajos da los remedios, no hallé
derrumbadero ni barranco de donde despeñar
y despenar al amo, como le hallé para el
criado; y así, tuve por menor inconveniente
dejalle y asconderme de nuevo entre estas
asperezas que probar con él mis fuerzas o
mis disculpas. Digo, pues, que me torné a
emboscar, y a buscar donde sin impedimento
alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar
al cielo se duela de mi desventura y me dé
industria y favor para salir della, o para dejar
la vida entre estas soledades, sin que quede
memoria desta triste, que tan sin culpa suya
habrá dado materia para que de ella se hable
y murmure en la suya y en las ajenas
tierras.»
Capítulo XXIX. Que trata
de la discreción de la
hermosa Dorotea, con otras
cosas de mucho gusto y
pasatiempo
—Esta es, señores, la verdadera historia de
mi tragedia: mirad y juzgad ahora si los
suspiros que escuchastes, las palabras que
oístes y las lágrimas que de mis ojos salían,
tenían ocasión bastante para mostrarse en
mayor abundancia; y, considerada la calidad
de mi desgracia, veréis que será en vano el
consuelo, pues es imposible el remedio della.
Sólo os ruego (lo que con facilidad podréis y
debéis hacer) que me aconsejéis dónde podré
pasar la vida sin que me acabe el temor y
sobresalto que tengo de ser hallada de los
que me buscan; que, aunque sé que el
mucho amor que mis padres me tienen me
asegura que seré dellos bien recebida, es
tanta la vergüenza que me ocupa sólo el
pensar que, no como ellos pensaban, tengo
de parecer a su presencia, que tengo por
mejor desterrarme para siempre de ser vista
que no verles el rostro, con pensamiento que
ellos miran el mío ajeno de la honestidad que
de mí se debían de tener prometida. Calló en
diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un
color que mostró bien claro el sentimiento y
vergüenza del alma. En las suyas sintieron
los que escuchado la habían tanta lástima
como admiración de su desgracia; y, aunque
luego quisiera el cura consolarla y
aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio,
diciendo:
—En fin, señora, que tú eres la hermosa
Dorotea, la hija única del rico Clenardo.
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el
nombre de su padre, y de ver cuán de poco
era el que le nombraba, porque ya se ha
dicho de la mala manera que Cardenio estaba
vestido; y así, le dijo:
—Y ¿quién sois vos, hermano, que así
sabéis el nombre de mi padre? Porque yo,
hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo
el discurso del cuento de mi desdicha no le he
nombrado.
—Soy
—respondió Cardenio
— aquel sin
ventura que, según vos, señora, habéis
dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el
desdichado Cardenio, a quien el mal término
de aquel que a vos os ha puesto en el que
estáis me ha traído a que me veáis cual me
veis: roto, desnudo, falto de todo humano
consuelo y, lo que es peor de todo, falto de
juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo
se le antoja dármele por algún breve espacio.
Yo, Teodora, soy el que me hallé presente a
las sinrazones de don Fernando, y el que
aguardó oír el sí que de ser su esposa
pronunció Luscinda. Yo soy el que no tuvo
ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni
lo que resultaba del papel que le fue hallado
en el pecho, porque no tuvo el alma
sufrimiento para ver tantas desventuras
juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y
una carta que dejé a un huésped mío, a quien
rogué que en manos de Luscinda la pusiese,
y víneme a estas soledades, con intención de
acabar en ellas la vida, que desde aquel
punto aborrecí como mortal enemiga mía.
Mas no ha querido la suerte quitármela,
contentándose con quitarme el juicio, quizá
por guardarme para la buena ventura que he
tenido en hallaros; pues, siendo verdad,
como creo que lo es, lo que aquí habéis
contado, aún podría ser que a entrambos nos
tuviese el cielo guardado mejor suceso en
nuestros desastres que nosotros pensamos.
Porque, presupuesto que Luscinda no puede
casarse con don Fernando, por ser mía, ni
don Fernando con ella, por ser vuestro, y
haberlo ella tan manifiestamente declarado,
bien podemos esperar que el cielo nos
restituya lo que es nuestro, pues está todavía
en ser, y no se ha enajenado ni deshecho. Y,
pues este consuelo tenemos, nacido no de
muy remota esperanza, ni fundado en
desvariadas imaginaciones, suplícoos, señora,
que toméis otra resolución en vuestros
honrados pensamientos, pues yo la pienso
tomar en los míos, acomodándoos a esperar
mejor fortuna; que yo os juro, por la fe de
caballero y de cristiano, de no desampararos
hasta veros en poder de don Fernando, y
que, cuando con razones no le pudiere atraer
a que conozca lo que os debe, de usar
entonces la libertad que me concede el ser
caballero, y poder con justo título desafialle,
en razón de la sinrazón que os hace, sin
acordarme de mis agravios, cuya venganza
dejaré al cielo por acudir en la tierra a los
vuestros.
Con lo que Cardenio dijo se acabó de
admirar Dorotea, y, por no saber qué gracias
volver a tan grandes ofrecimientos, quiso
tomarle los pies para besárselos; mas no lo
consintió Cardenio, y el licenciado respondió
por entrambos, y aprobó el buen discurso de
Cardenio, y, sobre todo, les rogó, aconsejó y
persuadió que se fuesen con él a su aldea,
donde se podrían reparar de las cosas que les
faltaban, y que allí se daría orden cómo
buscar a don Fernando, o cómo llevar a
Dorotea a sus padres, o hacer lo que más les
pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se
lo agradecieron, y acetaron la merced que se
les ofrecía. El barbero, que a todo había
estado suspenso y callado, hizo también su
buena plática y se ofreció con no menos
voluntad que el cura a todo aquello que fuese
bueno para servirles.
Contó asimesmo con brevedad la causa que
allí los había traído, con la estrañeza de la
locura de don Quijote, y cómo aguardaban a
su escudero, que había ido a buscalle.
Vínosele a la memoria a Cardenio, como por
sueños, la pendencia que con don Quijote
había tenido y contóla a los demás, mas no
supo decir por qué causa fue su quistión.
En esto, oyeron voces, y conocieron que el
que las daba era Sancho Panza, que, por no
haberlos hallado en el lugar donde los dejó,
los llamaba a voces. Saliéronle al encuentro,
y, preguntándole por don Quijote, les dijo
cómo le había hallado desnudo en camisa,
flaco, amarillo y muerto de hambre, y
suspirando por su señora Dulcinea; y que,
puesto que le había dicho que ella le
mandaba que saliese de aquel lugar y se
fuese al del Toboso, donde le quedaba
esperando, había respondido que estaba
determinado de no parecer ante su fermosura
fasta que hobiese fecho fazañas que le
ficiesen digno de su gracia. Y que si aquello
pasaba adelante, corría peligro de no venir a
ser emperador, como estaba obligado, ni aun
arzobispo, que era lo menos que podía ser.
Por eso, que mirasen lo que se había de
hacer para sacarle de allí.
El licenciado le respondió que no tuviese
pena, que ellos le sacarían de allí, mal que le
pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea
lo que tenían pensado para remedio de don
Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A
lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella
menesterosa mejor que el barbero, y más,
que tenía allí vestidos con que hacerlo al
natural, y que la dejasen el cargo de saber
representar todo aquello que fuese menester
para llevar adelante su intento, porque ella
había leído muchos libros de caballerías y
sabía bien el estilo que tenían las doncellas
cuitadas cuando pedían sus dones a los
andantes caballeros.
—Pues no es menester más
—dijo el cura
—
sino que luego se ponga por obra; que, sin
duda, la buena suerte se muestra en favor
nuestro, pues, tan sin pensarlo, a vosotros,
señores, se os ha comenzado a abrir puerta
para vuestro remedio y a nosotros se nos ha
facilitado la que habíamos menester. Sacó
luego Dorotea de su almohada una saya
entera de cierta telilla rica y una mantellina
de otra vistosa tela verde, y de una cajita un
collar y otras joyas, con que en un instante
se adornó de manera que una rica y gran
señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que
había sacado de su casa para lo que se
ofreciese, y que hasta entonces no se le
había ofrecido ocasión de habello menester. A
todos contentó en estremo su mucha gracia,
donaire y hermosura, y confirmaron a don
Fernando por de poco conocimiento, pues
tanta belleza desechaba.
Pero el que más se admiró fue Sancho
Panza, por parecerle
—como era así verdad
—
que en todos los días de su vida había visto
tan hermosa criatura; y así, preguntó al cura
con grande ahínco le dijese quién era aquella
tan fermosa señora, y qué era lo que buscaba
por aquellos andurriales.
—Esta hermosa señora
—respondió el
cura
—, Sancho hermano, es, como quien no
dice nada, es la heredera por línea recta de
varón del gran reino de Micomicón, la cual
viene en busca de vuestro amo a pedirle un
don, el cual es que le desfaga un tuerto o
agravio que un mal gigante le tiene fecho; y,
a la fama que de buen caballero vuestro amo
tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha
venido a buscarle esta princesa.
—Dichosa buscada y dichoso hallazgo
—dijo
a esta sazón Sancho Panza
—, y más si mi
amo es tan venturoso que desfaga ese
agravio y enderece ese tuerto, matando a ese
hideputa dese gigante que vuestra merced
dice; que sí matará si él le encuentra, si ya
no fuese fantasma, que contra las fantasmas
no tiene mi señor poder alguno. Pero una
cosa quiero suplicar a vuestra merced, entre
otras, señor licenciado, y es que, porque a mi
amo no le tome gana de ser arzobispo, que
es lo que yo temo, que vuestra merced le
aconseje que se case luego con esta princesa,
y así quedará imposibilitado de recebir
órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a
su imperio y yo al fin de mis deseos; que yo
he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta
que no me está bien que mi amo sea
arzobispo, porque yo soy inútil para la
Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a
traer dispensaciones para poder tener renta
por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y
hijos, sería nunca acabar. Así que, señor,
todo el toque está en que mi amo se case
luego con esta señora, que hasta ahora no sé
su gracia, y así, no la llamo por su nombre.
—Llámase
—respondió el cura
— la princesa
Micomicona, porque, llamándose su reino
Micomicón, claro está que ella se ha de
llamar así.
—No hay duda en eso
—respondió Sancho
—
, que yo he visto a muchos tomar el apellido
y alcurnia del lugar donde nacieron,
llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda y
Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe
de usar allá en Guinea: tomar las reinas los
nombres de sus reinos.
—Así debe de ser
—dijo el cura
—; y en lo
del casarse vuestro amo, yo haré en ello
todos mis poderíos.
Con lo que quedó tan contento Sancho
cuanto el cura admirado de su simplicidad, y
de ver cuán encajados tenía en la fantasía los
mesmos disparates que su amo, pues sin
alguna duda se daba a entender que había de
venir a ser emperador. Ya, en esto, se había
puesto Dorotea sobre la mula del cura y el
barbero se había acomodado al rostro la
barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho
que los guiase adonde don Quijote estaba; al
cual advirtieron que no dijese que conocía al
licenciado ni al barbero, porque en no
conocerlos consistía todo el toque de venir a
ser emperador su amo; puesto que ni el cura
ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no
se le acordase a don Quijote la pendencia que
con Cardenio había tenido, y el cura porque
no era menester por entonces su presencia. Y
así, los dejaron ir delante, y ellos los fueron
siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de
avisar el cura lo que había de hacer Dorotea;
a lo que ella dijo que descuidasen, que todo
se haría, sin faltar punto, como lo pedían y
pintaban los libros de caballerías. Tres
cuartos de legua habrían andado, cuando
descubrieron a don Quijote entre unas
intricadas peñas, ya vestido, aunque no
armado; y, así como Dorotea le vio y fue
informada de Sancho que aquél era don
Quijote, dio del azote a su palafrén,
siguiéndole el bien barbado barbero. Y, en
llegando junto a él, el escudero se arrojó de
la mula y fue a tomar en los brazos a
Dorotea, la cual, apeándose con grande
desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante
las de don Quijote; y, aunque él pugnaba por
levantarla, ella, sin levantarse, le fabló en
esta guisa:
—De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y
esforzado caballero!, fasta que la vuestra
bondad y cortesía me otorgue un don, el cual
redundará en honra y prez de vuestra
persona, y en pro de la más desconsolada y
agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es
que el valor de vuestro fuerte brazo
corresponde a la voz de vuestra inmortal
fama, obligado estáis a favorecer a la sin
ventura que de tan lueñes tierras viene, al
olor de vuestro famoso nombre, buscándoos
para remedio de sus desdichas.
—No os responderé palabra, fermosa
señora
—respondió don Quijote
—, ni oiré más
cosa de vuestra facienda, fasta que os
levantéis de tierra.
—No me levantaré, señor
—respondió la
afligida doncella
—, si primero, por la vuestra
cortesía, no me es otorgado el don que pido.
—Yo vos le otorgo y concedo
—respondió
don Quijote
—, como no se haya de cumplir
en daño o mengua de mi rey, de mi patria y
de aquella que de mi corazón y libertad tiene
la llave.
—No será en daño ni en mengua de los que
decís, mi buen señor
—replicó la dolorosa
doncella.
Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza
al oído de su señor y muy pasito le dijo:
—Bien puede vuestra merced, señor,
concederle el don que pide, que no es cosa
de nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta
que lo pide es la alta princesa Micomicona,
reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
—Sea quien fuere
—respondió don Quijote
—
, que yo haré lo que soy obligado y lo que me
dicta mi conciencia, conforme a lo que
profesado tengo.
Y, volviéndose a la doncella, dijo:
—La vuestra gran fermosura se levante,
que yo le otorgo el don que pedirme quisiere.
—Pues el que pido es
—dijo la doncella
—
que la vuestra magnánima persona se venga
luego conmigo donde yo le llevare, y me
prometa que no se ha de entremeter en otra
aventura ni demanda alguna hasta darme
venganza de un traidor que, contra todo
derecho divino y humano, me tiene usurpado
mi reino.
—Digo que así lo otorgo
—respondió don
Quijote
—, y así podéis, señora, desde hoy
más, desechar la malenconía que os fatiga y
hacer que cobre nuevos bríos y fuerzas
vuestra desmayada esperanza; que, con el
ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os veréis
presto restituida en vuestro reino y sentada
en la silla de vuestro antiguo y grande
estado, a pesar y a despecho de los follones
que contradecirlo quisieren. Y manos a labor,
que en la tardanza dicen que suele estar el
peligro.
La menesterosa doncella pugnó, con mucha
porfía, por besarle las manos, mas don
Quijote, que en todo era comedido y cortés
caballero, jamás lo consintió; antes, la hizo
levantar y la abrazó con mucha cortesía y
comedimiento, y mandó a Sancho que
requiriese las cinchas a Rocinante y le armase
luego al punto. Sancho descolgó las armas,
que, como trofeo, de un árbol estaban
pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un
punto armó a su señor; el cual, viéndose
armado, dijo:
—Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a
favorecer esta gran señora.
Estábase el barbero aún de rodillas,
teniendo gran cuenta de disimular la risa y de
que no se le cayese la barba, con cuya caída
quizá quedaran todos sin conseguir su buena
intención; y, viendo que ya el don estaba
concedido y con la diligencia que don Quijote
se alistaba para ir a cumplirle, se levantó y
tomó de la otra mano a su señora, y entre los
dos la subieron en la mula. Luego subió don
Quijote sobre Rocinante, y el barbero se
acomodó en su cabalgadura, quedándose
Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó la
pérdida del rucio, con la falta que entonces le
hacía; mas todo lo llevaba con gusto, por
parecerle que ya su señor estaba puesto en
camino, y muy a pique, de ser emperador;
porque sin duda alguna pensaba que se había
de casar con aquella princesa, y ser, por lo
menos, rey de Micomicón. Sólo le daba
pesadumbre el pensar que aquel reino era en
tierra de negros, y que la gente que por sus
vasallos le diesen habían de ser todos
negros; a lo cual hizo luego en su
imaginación un buen remedio, y díjose a sí
mismo:
—¿Qué se me da a mí que mis vasallos
sean negros? ¿Habrá más que cargar con
ellos y traerlos a España, donde los podré
vender, y adonde me los pagarán de contado,
de cuyo dinero podré comprar algún título o
algún oficio con que vivir descansado todos
los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no
tengáis ingenio ni habilidad para disponer de
las cosas y para vender treinta o diez mil
vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que
los he de volar, chico con grande, o como
pudiere, y que, por negros que sean, los he
de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que
me mamo el dedo!
Con esto, andaba tan solícito y tan contento
que se le olvidaba la pesadumbre de caminar
a pie.
Todo esto miraban de entre unas breñas
Cardenio y el cura, y no sabían qué hacerse
para juntarse con ellos; pero el cura, que era
gran tracista, imaginó luego lo que harían
para conseguir lo que deseaban; y fue que
con unas tijeras que traía en un estuche quitó
con mucha presteza la barba a Cardenio, y
vistióle un capotillo pardo que él traía y diole
un herreruelo negro, y él se quedó en calzas
y en jubón; y quedó tan otro de lo que antes
parecía Cardenio, que él mesmo no se
conociera, aunque a un espejo se mirara.
Hecho esto, puesto ya que los otros habían
pasado adelante en tanto que ellos se
disfrazaron, con facilidad salieron al camino
real antes que ellos, porque las malezas y
malos pasos de aquellos lugares no concedían
que anduviesen tanto los de a caballo como
los de a pie. En efeto, ellos se pusieron en el
llano, a la salida de la sierra, y, así como
salió della don Quijote y sus camaradas, el
cura se le puso a mirar muy de espacio,
dando señales de que le iba reconociendo; y,
al cabo de haberle una buena pieza estado
mirando, se fue a él abiertos los brazos y
diciendo a voces:
—Para bien sea hallado el espejo de la
caballería, el mi buen compatriote don
Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la
gentileza, el amparo y remedio de los
menesterosos, la quintaesencia de los
caballeros andantes.
Y, diciendo esto, tenía abrazado por la
rodilla de la pierna izquierda a don Quijote; el
cual, espantado de lo que veía y oía decir y
hacer aquel hombre, se le puso a mirar con
atención, y, al fin, le conoció y quedó como
espantado de verle, y hizo grande fuerza por
apearse; mas el cura no lo consintió, por lo
cual don Quijote decía:
—Déjeme vuestra merced, señor licenciado,
que no es razón que yo esté a caballo, y una
tan reverenda persona como vuestra merced
esté a pie.
—Eso no consentiré yo en ningún modo
—
dijo el cura
—: estése la vuestra grandeza a
caballo, pues estando a caballo acaba las
mayores fazañas y aventuras que en nuestra
edad se han visto; que a mí, aunque indigno
sacerdote, bastaráme subir en las ancas de
una destas mulas destos señores que con
vuestra merced caminan, si no lo han por
enojo. Y aun haré cuenta que voy caballero
sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o
alfana en que cabalgaba aquel famoso moro
Muzaraque, que aún hasta ahora yace
encantado en la gran cuesta Zulema, que
dista poco de la gran Compluto.
—Aún no caía yo en tanto, mi señor
licenciado
—respondió don Quijote
—; y yo sé
que mi señora la princesa será servida, por
mi amor, de mandar a su escudero dé a
vuestra merced la silla de su mula, que él
podrá acomodarse en las ancas, si es que ella
las sufre.
—Sí sufre, a lo que yo creo
—respondió la
princesa
—; y también sé que no será
menester mandárselo al señor mi escudero,
que él es tan cortés y tan cortesano que no
consentirá que una persona eclesiástica vaya
a pie, pudiendo ir a caballo.
—Así es
—respondió el barbero.
Y, apeándose en un punto, convidó al cura
con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho
de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas
el barbero, la mula, que, en efeto, era de
alquiler, que para decir que era mala esto
basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio
dos coces en el aire, que, a darlas en el
pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él
diera al diablo la venida por don Quijote. Con
todo eso, le sobresaltaron de manera que
cayó en el suelo, con tan poco cuidado de las
barbas, que se le cayeron en el suelo; y,
como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio
sino acudir a cubrirse el rostro con ambas
manos y a quejarse que le habían derribado
las muelas. Don Quijote, como vio todo aquel
mazo de barbas, sin quijadas y sin sangre,
lejos del rostro del escudero caído, dijo:
—¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las
barbas le ha derribado y arrancado del rostro,
como si las quitaran aposta!
El cura, que vio el peligro que corría su
invención de ser descubierta, acudió luego a
las barbas y fuese con ellas adonde yacía
maese Nicolás, dando aún voces todavía, y
de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho,
se las puso, murmurando sobre él unas
palabras, que dijo que era cierto ensalmo
apropiado para pegar barbas, como lo verían;
y, cuando se las tuvo puestas, se apartó, y
quedó el escudero tan bien barbado y tan
sano como de antes, de que se admiró don
Quijote sobremanera, y rogó al cura que
cuando tuviese lugar le enseñase aquel
ensalmo; que él entendía que su virtud a más
que pegar barbas se debía de estender, pues
estaba claro que de donde las barbas se
quitasen había de quedar la carne llagada y
maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a más
que barbas aprovechaba.
—Así es
—dijo el cura, y prometió de
enseñársele en la primera ocasión.
Concertáronse que por entonces subiese el
cura, y a trechos se fuesen los tres mudando,
hasta que llegasen a la venta, que estaría
hasta dos leguas de allí. Puestos los tres a
caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y
el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero
y Sancho Panza, don Quijote dijo a la
doncella:
—Vuestra grandeza, señora mía, guíe por
donde más gusto le diere.
Y, antes que ella respondiese, dijo el
licenciado:
—¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra
señoría? ¿Es, por ventura, hacia el de
Micomicón?; que sí debe de ser, o yo sé poco
de reinos.
Ella, que estaba bien en todo, entendió que
había de responder que sí; y así, dijo:
—Sí, señor, hacia ese reino es mi camino.
—Si así es
—dijo el cura
—, por la mitad de
mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará
vuestra merced la derrota de Cartagena,
donde se podrá embarcar con la buena
ventura; y si hay viento próspero, mar
tranquilo y sin borrasca, en poco menos de
nueve años se podrá estar a vista de la gran
laguna Meona, digo, Meótides, que está poco
más de cien jornadas más acá del reino de
vuestra grandeza.
—Vuestra merced está engañado, señor mío
—dijo ella
—, porque no ha dos años que yo
partí dél, y en verdad que nunca tuve buen
tiempo, y, con todo eso, he llegado a ver lo
que tanto deseaba, que es al señor don
Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron
a mis oídos así como puse los pies en España,
y ellas me movieron a buscarle, para
encomendarme en su cortesía y fiar mi
justicia del valor de su invencible brazo.
—No más: cesen mis alabanzas
—dijo a
esta sazón don Quijote
—, porque soy
enemigo de todo género de adulación; y,
aunque ésta no lo sea, todavía ofenden mis
castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo
sé decir, señora mía, que ora tenga valor o
no, el que tuviere o no tuviere se ha de
emplear en vuestro servicio hasta perder la
vida; y así, dejando esto para su tiempo,
ruego al señor licenciado me diga qué es la
causa que le ha traído por estas partes, tan
solo, y tan sin criados, y tan a la ligera, que
me pone espanto.
—A eso yo responderé con brevedad
—
respondió el cura
—, porque sabrá vuestra
merced, señor don Quijote, que yo y maese
Nicolás, nuestro amigo y nuestro barbero,
íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un
pariente mío que ha muchos años que pasó a
Indias me había enviado, y no tan pocos que
no pasan de sesenta mil pesos ensayados,
que es otro que tal; y, pasando ayer por
estos lugares, nos salieron al encuentro
cuatro salteadores y nos quitaron hasta las
barbas; y de modo nos las quitaron, que le
convino al barbero ponérselas postizas; y aun
a este mancebo que aquí va
—señalando a
Cardenio
— le pusieron como de nuevo. Y es
lo bueno que es pública fama por todos estos
contornos que los que nos saltearon son de
unos galeotes que dicen que libertó, casi en
este mesmo sitio, un hombre tan valiente
que, a pesar del comisario y de las guardas,
los soltó a todos; y, sin duda alguna, él debía
de estar fuera de juicio, o debe de ser tan
grande bellaco como ellos, o algún hombre
sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al
lobo entre las ovejas, a la raposa entre las
gallinas, a la mosca entre la miel; quiso
defraudar la justicia, ir contra su rey y señor
natural, pues fue contra sus justos
mandamientos. Quiso, digo, quitar a las
galeras sus pies, poner en alboroto a la Santa
Hermandad, que había muchos años que
reposaba; quiso, finalmente, hacer un hecho
por donde se pierda su alma y no se gane su
cuerpo.
Habíales contado Sancho al cura y al
barbero la aventura de los galeotes, que
acabó su amo con tanta gloria suya, y por
esto cargaba la mano el cura refiriéndola, por
ver lo que hacía o decía don Quijote; al cual
se le mudaba la color a cada palabra, y no
osaba decir que él había sido el libertador de
aquella buena gente.
—Éstos, pues
—dijo el cura
—, fueron los
que nos robaron; que Dios, por su
misericordia, se lo perdone al que no los dejó
llevar al debido suplicio.
Capítulo XXX.
Que trata del gracioso artificio y orden que
se tuvo en sacar a nuestro enamorado
caballero de la asperísima penitencia en que
se había puesto.
No hubo bien acabado el cura, cuando
Sancho dijo:
—Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo
esa fazaña fue mi amo, y no porque yo no le
dije antes y le avisé que mirase lo que hacía,
y que era pecado darles libertad, porque
todos iban allí por grandísimos bellacos.
—¡Majadero!
—dijo a esta sazón don
Quijote
—, a los caballeros andantes no les
toca ni atañe averiguar si los afligidos,
encadenados y opresos que encuentran por
los caminos van de aquella manera, o están
en aquella angustia, por sus culpas o por sus
gracias; sólo le toca ayudarles como a
menesterosos, poniendo los ojos en sus
penas y no en sus bellaquerías. Yo topé un
rosario y sarta de gente mohína y
desdichada, y hice con ellos lo que mi religión
me pide, y lo demás allá se avenga; y a quien
mal le ha parecido, salvo la santa dignidad
del señor licenciado y su honrada persona,
digo que sabe poco de achaque de caballería,
y que miente como un hideputa y mal nacido;
y esto le haré conocer con mi espada, donde
más largamente se contiene.
Y esto dijo afirmándose en los estribos y
calándose el morrión; porque la bacía de
barbero, que a su cuenta era el yelmo de
Mambrino, llevaba colgado del arzón
delantero, hasta adobarla del mal tratamiento
que la hicieron los galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran
donaire, como quien ya sabía el menguado
humor de don Quijote y que todos hacían
burla dél, sino Sancho Panza, no quiso ser
para menos, y, viéndole tan enojado, le dijo:
—Señor caballero, miémbresele a la vuestra
merced el don que me tiene prometido, y
que, conforme a él, no puede entremeterse
en otra aventura, por urgente que sea;
sosiegue vuestra merced el pecho, que si el
señor licenciado supiera que por ese invicto
brazo habían sido librados los galeotes, él se
diera tres puntos en la boca, y aun se
mordiera tres veces la lengua, antes que
haber dicho palabra que en despecho de
vuestra merced redundara.
—Eso juro yo bien
—dijo el cura
—, y aun
me hubiera quitado un bigote.
—Yo callaré, señora mía
—dijo don
Quijote
—, y reprimiré la justa cólera que ya
en mi pecho se había levantado, y iré quieto
y pacífico hasta tanto que os cumpla el don
prometido; pero, en pago deste buen deseo,
os suplico me digáis, si no se os hace de mal,
cuál es la vuestra cuita y cuántas, quiénes y
cuáles son las personas de quien os tengo de
dar debida, satisfecha y entera venganza.
—Eso haré yo de gana
—respondió
Dorotea
—, si es que no os enfadan oír
lástimas y desgracias.
—No enfadará, señora mía
—respondió don
Quijote.
A lo que respondió Dorotea:
—Pues así es, esténme vuestras mercedes
atentos.
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y
el barbero se le pusieron al lado, deseosos de
ver cómo fingía su historia la discreta
Dorotea; y lo mismo hizo Sancho, que tan
engañado iba con ella como su amo. Y ella,
después de haberse puesto bien en la silla y
prevenídose con toser y hacer otros
ademanes, con mucho donaire, comenzó a
decir desta manera:
—«Primeramente, quiero que vuestras
mercedes sepan, señores míos, que a mí me
llaman...»
Y detúvose aquí un poco, porque se le
olvidó el nombre que el cura le había puesto;
pero él acudió al remedio, porque entendió en
lo que reparaba, y dijo:
—No es maravilla, señora mía, que la
vuestra grandeza se turbe y empache
contando sus desventuras, que ellas suelen
ser tales, que muchas veces quitan la
memoria a los que maltratan, de tal manera
que aun de sus mesmos nombres no se les
acuerda, como han hecho con vuestra gran
señoría, que se ha olvidado que se llama la
princesa Micomicona, legítima heredera del
gran reino Micomicón; y con este
apuntamiento puede la vuestra grandeza
reducir ahora fácilmente a su lastimada
memoria todo aquello que contar quisiere.
—Así es la verdad
—respondió la doncella
—,
y desde aquí adelante creo que no será
menester apuntarme nada, que yo saldré a
buen puerto con mi verdadera historia. «La
cual es que el rey mi padre, que se llama
Tinacrio el Sabidor, fue muy docto en esto
que llaman el arte mágica, y alcanzó por su
ciencia que mi madre, que se llamaba la reina
Jaramilla, había de morir primero que él, y
que de allí a poco tiempo él también había de
pasar desta vida y yo había de quedar
huérfana de padre y madre. Pero decía él que
no le fatigaba tanto esto cuanto le ponía en
confusión saber, por cosa muy cierta, que un
descomunal gigante, señor de una grande
ínsula, que casi alinda con nuestro reino,
llamado Pandafilando de la Fosca Vista
(porque es cosa averiguada que, aunque
tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre
mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo
hace él de maligno y por poner miedo y
espanto a los que mira); digo que supo que
este gigante, en sabiendo mi orfandad, había
de pasar con gran poderío sobre mi reino y
me lo había de quitar todo, sin dejarme una
pequeña aldea donde me recogiese;
pero que podía escusar toda esta ruina y
desgracia si yo me quisiese casar con él;
mas, a lo que él entendía, jamás pensaba que
me vendría a mí en voluntad de hacer tan
desigual casamiento; y dijo en esto la pura
verdad, porque jamás me ha pasado por el
pensamiento casarme con aquel gigante,
pero ni con otro alguno, por grande y
desaforado que fuese. Dijo también mi padre
que, después que él fuese muerto y viese yo
que Pandafilando comenzaba a pasar sobre
mi reino, que no aguardase a ponerme en
defensa, porque sería destruirme, sino que
libremente le dejase desembarazado el reino,
si quería escusar la muerte y total destruición
de mis buenos y leales vasallos, porque no
había de ser posible defenderme de la
endiablada fuerza del gigante; sino que
luego, con algunos de los míos, me pusiese
en camino de las Españas, donde hallaría el
remedio de mis males hallando a un caballero
andante, cuya fama en este tiempo se
estendería por todo este reino, el cual se
había de llamar, si mal no me acuerdo, don
Azote o don Gigote.»
—Don Quijote diría, señora
—dijo a esta
sazón Sancho Panza
—, o, por otro nombre, el
Caballero de la Triste Figura.
—Así es la verdad
—dijo Dorotea
—. «Dijo
más: que había de ser alto de cuerpo, seco
de rostro, y que en el lado derecho, debajo
del hombro izquierdo, o por allí junto, había
de tener un lunar pardo con ciertos cabellos a
manera de cerdas.»
En oyendo esto don Quijote, dijo a su
escudero:
—Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a
desnudar, que quiero ver si soy el caballero
que aquel sabio rey dejó profetizado.
—Pues, ¿para qué quiere vuestra merced
desnudarse?
—dijo Dorotea.
—Para ver si tengo ese lunar que vuestro
padre dijo
—respondió don Quijote.
—No hay para qué desnudarse
—dijo
Sancho
—, que yo sé que tiene vuestra
merced un lunar desas señas en la mitad del
espinazo, que es señal de ser hombre fuerte.
—Eso basta
—dijo Dorotea
—, porque con
los amigos no se ha de mirar en pocas cosas,
y que esté en el hombro o que esté en el
espinazo, importa poco; basta que haya
lunar, y esté donde estuviere, pues todo es
una mesma carne; y, sin duda, acertó mi
buen padre en todo, y yo he acertado en
encomendarme al señor don Quijote, que él
es por quien mi padre dijo, pues las señales
del rostro vienen con las de la buena fama
que este caballero tiene no sólo en España,
pero en toda la Mancha, pues apenas me
hube desembarcado en Osuna, cuando oí
decir tantas hazañas suyas, que luego me dio
el alma que era el mesmo que venía a
buscar.
—Pues, ¿cómo se desembarcó vuestra
merced en Osuna, señora mía –preguntó don
Quijote
—, si no es puerto de mar?
Mas, antes que Dorotea respondiese, tomó
el cura la mano y dijo:
—Debe de querer decir la señora princesa
que, después que desembarcó en Málaga, la
primera parte donde oyó nuevas de vuestra
merced fue en Osuna.
—Eso quise decir
—dijo Dorotea.
—Y esto lleva camino
—dijo el cura
—, y
prosiga vuestra majestad adelante.
—No hay que proseguir
—respondió
Dorotea
—, sino que, finalmente, mi suerte ha
sido tan buena en hallar al señor don Quijote,
que ya me cuento y tengo por reina y señora
de todo mi reino, pues él, por su cortesía y
magnificencia, me ha prometido el don de
irse conmigo dondequiera que yo le llevare,
que no será a otra parte que a ponerle
delante de Pandafilando de la Fosca Vista,
para que le mate y me restituya lo que tan
contra razón me tiene usurpado: que todo
esto ha de suceder a pedir de boca, pues así
lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi
buen padre; el cual también dejó dicho y
escrito en letras caldeas, o griegas, que yo no
las sé leer, que si este caballero de la
profecía, después de haber degollado al
gigante, quisiese casarse conmigo, que yo me
otorgase luego sin réplica alguna por su
legítima esposa, y le diese la posesión de mi
reino, junto con la de mi persona.
—¿Qué te parece, Sancho amigo?
—dijo a
este punto don Quijote
—. ¿No oyes lo que
pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si tenemos ya
reino que mandar y reina con quien casar.
—¡Eso juro yo
—dijo Sancho
— para el puto
que no se casare en abriendo el gaznatico al
señor Pandahilado! Pues, ¡monta que es mala
la reina! ¡Así se me vuelvan las pulgas de la
cama!
Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el
aire, con muestras de grandísimo contento, y
luego fue a tomar las riendas de la mula de
Dorotea, y, haciéndola detener, se hincó de
rodillas ante ella, suplicándole le diese las
manos para besárselas, en señal que la
recibía por su reina y señora.
¿Quién no había de reír de los circustantes,
viendo la locura del amo y la simplicidad del
criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le
prometió de hacerle gran señor en su reino,
cuando el cielo le hiciese tanto bien que se lo
dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho
con tales palabras que renovó la risa en
todos.
—Ésta, señores
—prosiguió Dorotea
—, es
mi historia: sólo resta por deciros que de
cuanta gente de acompañamiento saqué de
mi reino no me ha quedado sino sólo este
buen barbado escudero, porque todos se
anegaron en una gran borrasca que tuvimos
a vista del puerto, y él y yo salimos en dos
tablas a tierra, como por milagro; y así, es
todo milagro y misterio el discurso de mi
vida, como lo habréis notado. Y si en alguna
cosa he andado demasiada, o no tan acertada
como debiera, echad la culpa a lo que el
señor licenciado dijo al principio de mi
cuento: que los trabajos continuos y
extraordinarios quitan la memoria al que los
padece.
—Ésa no me quitarán a mí, ¡oh alta y
valerosa señora!
—dijo don Quijote
—,
cuantos yo pasare en serviros, por grandes y
no vistos que sean; y así, de nuevo confirmo
el don que os he prometido, y juro de ir con
vos al cabo del mundo, hasta verme con el
fiero enemigo vuestro, a quien pienso, con el
ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza
soberbia con los filos desta... no quiero decir
buena espada, merced a Ginés de
Pasamonte, que me llevó la mía.
Esto dijo entre dientes, y prosiguió
diciendo:
—Y después de habérsela tajado y puéstoos
en pacífica posesión de vuestro estado,
quedará a vuestra voluntad hacer de vuestra
persona lo que más en talante os viniere;
porque, mientras que yo tuviere ocupada la
memoria y cautiva la voluntad, perdido el
entendimiento, a aquella..., y no digo más,
no es posible que yo arrostre, ni por pienso,
el casarme, aunque fuese con el ave fénix.
Parecióle tan mal a Sancho lo que
últimamente su amo dijo acerca de no querer
casarse, que, con grande enojo, alzando la
voz, dijo:
—Voto a mí, y juro a mí, que no tiene
vuestra merced, señor don Quijote, cabal
juicio. Pues, ¿cómo es posible que pone
vuestra merced en duda el casarse con tan
alta princesa como aquésta? ¿Piensa que le
ha de ofrecer la fortuna, tras cada cantillo,
semejante ventura como la que ahora se le
ofrece? ¿Es, por dicha, más hermosa mi
señora Dulcinea? No, por cierto, ni aun con la
mitad, y aun estoy por decir que no llega a su
zapato de la que está delante. Así, noramala
alcanzaré yo el condado que espero, si
vuestra merced se anda a pedir cotufas en el
golfo. Cásese, cásese luego, encomiéndole yo
a Satanás, y tome ese reino que se le viene a
las manos de vobis, vobis, y, en siendo rey,
hágame marqués o adelantado, y luego,
siquiera se lo lleve el diablo todo.
Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir
contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir,
y, alzando el lanzón, sin hablalle palabra a
Sancho y sin decirle esta boca es mía, le dio
tales dos palos que dio con él en tierra; y si
no fuera porque Dorotea le dio voces que no
le diera más, sin duda le quitara allí la vida.
—¿Pensáis
—le dijo a cabo de rato
—, villano
ruin, que ha de haber lugar siempre para
ponerme la mano en la horcajadura, y que
todo ha de ser errar vos y perdonaros yo?
Pues no lo penséis, bellaco descomulgado,
que sin duda lo estás, pues has puesto
lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis
vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese
por el valor que ella infunde en mi brazo, que
no le tendría yo para matar una pulga? Decid,
socarrón de lengua viperina, ¿y quién pensáis
que ha ganado este reino y cortado la cabeza
a este gigante, y héchoos a vos marqués, que
todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada
en cosa juzgada, si no es el valor de
Dulcinea, tomando a mi brazo por
instrumento de sus hazañas? Ella pelea en
mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella,
y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y
cómo sois desagradecido: que os veis
levantado del polvo de la tierra a ser señor de
título, y correspondéis a tan buena obra con
decir mal de quien os la hizo!
No estaba tan maltrecho Sancho que no
oyese todo cuanto su amo le decía, y,
levantándose con un poco de presteza, se fue
a poner detrás del palafrén de Dorotea, y
desde allí dijo a su amo:
—Dígame, señor: si vuestra merced tiene
determinado de no casarse con esta gran
princesa, claro está que no será el reino
suyo; y, no siéndolo, ¿qué mercedes me
puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo;
cásese vuestra merced una por una con esta
reina, ahora que la tenemos aquí como
llovida del cielo, y después puede volverse
con mi señora Dulcinea; que reyes debe de
haber habido en el mundo que hayan sido
amancebados. En lo de la hermosura no me
entremeto; que, en verdad, si va a decirla,
que entrambas me parecen bien, puesto que
yo nunca he visto a la señora Dulcinea.
—¿Cómo que no la has visto, traidor
blasfemo?
—dijo don Quijote
—. Pues, ¿no
acabas de traerme ahora un recado de su
parte?
—Digo que no la he visto tan despacio
—
dijo Sancho
— que pueda haber notado
particularmente su hermosura y sus buenas
partes punto por punto; pero así, a bulto, me
parece bien.
—Ahora te disculpo
—dijo don Quijote
—, y
perdóname el enojo que te he dado, que los
primeros movimientos no son en manos de
los hombres.
—Ya yo lo veo
—respondió Sancho
—; y así,
en mí la gana de hablar siempre es primero
movimiento, y no puedo dejar de decir, por
una vez siquiera, lo que me viene a la lengua.
—Con todo eso
—dijo don Quijote
—, mira,
Sancho, lo que hablas, porque tantas veces
va el cantarillo a la fuente..., y no te digo
más.
—Ahora bien
—respondió Sancho
—, Dios
está en el cielo, que ve las trampas, y será
juez de quién hace más mal: yo en no hablar
bien, o vuestra merced en obrallo.
—No haya más
—dijo Dorotea
—: corred,
Sancho, y besad la mano a vuestro señor, y
pedilde perdón, y de aquí adelante andad
más atentado en vuestras alabanzas y
vituperios, y no digáis mal de aquesa señora
Tobosa, a quien yo no conozco si no es para
servilla, y tened confianza en Dios, que no os
ha de faltar un estado donde viváis como un
príncipe.
Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su
señor, y él se la dio con reposado continente;
y, después que se la hubo besado, le echó la
bendición, y dijo a Sancho que se
adelantasen un poco, que tenía que
preguntalle y que departir con él cosas de
mucha importancia. Hízolo así Sancho y
apartáronse los dos algo adelante, y díjole
don Quijote:
—Después que veniste, no he tenido lugar
ni espacio para preguntarte muchas cosas de
particularidad acerca de la embajada que
llevaste y de la respuesta que trujiste; y
ahora, pues la fortuna nos ha concedido
tiempo y lugar, no me niegues tú la ventura
que puedes darme con tan buenas nuevas.
—Pregunte vuestra merced lo que quisiere
—respondió Sancho
—, que a todo daré tan
buena salida como tuve la entrada. Pero
suplico a vuestra merced, señor mío, que no
sea de aquí adelante tan vengativo.
—¿Por qué lo dices, Sancho?
—dijo don
Quijote.
—Dígolo
—respondió
— porque estos palos
de agora más fueron por la pendencia que
entre los dos trabó el diablo la otra noche,
que por lo que dije contra mi señora
Dulcinea, a quien amo y reverencio como a
una reliquia, aunque en ella no lo haya, sólo
por ser cosa de vuestra merced.
—No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu
vida
—dijo don Quijote
—, que me dan
pesadumbre; ya te perdoné entonces, y bien
sabes tú que suele decirse: a pecado nuevo,
penitencia nueva.
En tanto que los dos iban en estas pláticas,
dijo el cura a Dorotea que había andado muy
discreta, así en el cuento como en la
brevedad dél, y en la similitud que tuvo con
los de los libros de caballerías. Ella dijo que
muchos ratos se había entretenido en leellos,
pero que no sabía ella dónde eran las
provincias ni puertos de mar, y que así había
dicho a tiento que se había desembarcado en
Osuna.
—Yo lo entendí así
—dijo el cura
—, y por
eso acudí luego a decir lo que dije, con que
se acomodó todo. Pero, ¿no es cosa estraña
ver con cuánta facilidad cree este
desventurado hidalgo todas estas invenciones
y mentiras, sólo porque llevan el estilo y
modo de las necedades de sus libros?
—Sí es
—dijo Cardenio
—, y tan rara y
nunca vista, que yo no sé si queriendo
inventarla y fabricarla mentirosamente,
hubiera tan agudo ingenio que pudiera dar en
ella.
—Pues otra cosa hay en ello
—dijo el cura
—
: que fuera de las simplicidades que este
buen hidalgo dice tocantes a su locura, si le
tratan de otras cosas, discurre con bonísimas
razones y muestra tener un entendimiento
claro y apacible en todo. De manera que,
como no le toquen en sus caballerías, no
habrá nadie que le juzgue sino por de muy
buen entendimiento.
En tanto que ellos iban en esta
conversación, prosiguió don Quijote con la
suya y dijo a Sancho:
—Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar
en esto de nuestras pendencias, y dime
ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor
alguno: ¿Dónde, cómo y cuándo hallaste a
Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué
te respondió?
¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta?
¿Quién te la trasladó? Y todo aquello que
vieres que en este caso es digno de saberse,
de preguntarse y satisfacerse, sin que añadas
o mientas por darme gusto, ni menos te
acortes por no quitármele.
—Señor
—respondió Sancho
—, si va a decir
la verdad, la carta no me la trasladó nadie,
porque yo no llevé carta alguna.
—Así es como tú dices
—dijo don Quijote
—,
porque el librillo de memoria donde yo la
escribí le hallé en mi poder a cabo de dos
días de tu partida, lo cual me causó
grandísima pena, por no saber lo que habías
tú de hacer cuando te vieses sin carta, y creí
siempre que te volvieras desde el lugar donde
la echaras menos.
—Así fuera
—respondió Sancho
—, si no la
hubiera yo tomado en la memoria cuando
vuestra merced me la leyó, de manera que se
la dije a un sacristán, que me la trasladó del
entendimiento, tan punto por punto, que dijo
que en todos los días de su vida, aunque
había leído muchas cartas de descomunión,
no había visto ni leído tan linda carta como
aquélla.
—Y ¿tiénesla todavía en la memoria,
Sancho?
—dijo don Quijote.
—No, señor
—respondió Sancho
—, porque
después que la di, como vi que no había de
ser de más provecho, di en olvidalla. Y si algo
se me acuerda, es aquello del sobajada, digo,
del soberana señora, y lo último: Vuestro
hasta la muerte, el Caballero de la Triste
Figura. Y, en medio destas dos cosas, le puse
más de trecientas almas, y vidas, y ojos
míos.
Capítulo XXXI. De los
sabrosos razonamientos que
pasaron entre don Quijote y
Sancho Panza, su escudero,
con otros sucesos
—Todo eso no me descontenta; prosigue
adelante
—dijo don Quijote
—.
Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la
hermosura? A buen seguro que la hallaste
ensartando perlas, o bordando alguna
empresa con oro de cañutillo para este su
cautivo caballero.
—No la hallé
—respondió Sancho
— sino
ahechando dos hanegas de trigo en un corral
de su casa.
—Pues haz cuenta
—dijo don Quijote
— que
los granos de aquel trigo eran granos de
perlas, tocados de sus manos. Y si miraste,
amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel?
—No era sino rubión
—respondió Sancho.
—Pues yo te aseguro
—dijo don Quijote
—
que, ahechado por sus manos, hizo pan
candeal, sin duda alguna. Pero pasa
adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla?
¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna
ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
—Cuando yo se la iba a dar
—respondió
Sancho
—, ella estaba en la fuga del meneo
de una buena parte de trigo que tenía en la
criba, y díjome: ''Poned, amigo, esa carta
sobre aquel costal, que no la puedo leer
hasta que acabe de acribar todo lo que aquí
está''.
—¡Discreta señora!
—dijo don Quijote
—.
Eso debió de ser por leerla despacio y
recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en
tanto que estaba en su menester, ¿qué
coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de
mí? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba,
cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero
una mínima.
—Ella no me preguntó nada
—dijo Sancho
—
, mas yo le dije de la manera que vuestra
merced, por su servicio, quedaba haciendo
penitencia, desnudo de la cintura arriba,
metido entre estas sierras como si fuera
salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan
a manteles ni sin peinarse la barba, llorando
y maldiciendo su fortuna.
—En decir que maldecía mi fortuna dijiste
mal
—dijo don Quijote
—, porque antes la
bendigo y bendeciré todos los días de mi
vida, por haberme hecho digno de merecer
amar tan alta señora como Dulcinea del
Toboso.
—Tan alta es
—respondió Sancho
—, que a
buena fe que me lleva a mí más de un coto.
—Pues, ¿cómo, Sancho?
—dijo don
Quijote
—. ¿Haste medido tú con ella?
—Medíme en esta manera
—respondió
Sancho
—: que, llegándole a ayudar a poner
un costal de trigo sobre un jumento, llegamos
tan juntos que eché de ver que me llevaba
más de un gran palmo.
—Pues ¡es verdad
—replicó don Quijote
—
que no acompaña esa grandeza y la adorna
con mil millones y gracias del alma! Pero no
me negarás, Sancho, una cosa: cuando
llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor
sabeo, una fragancia aromática, y un no sé
qué de bueno, que yo no acierto a dalle
nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si
estuvieras en la tienda de algún curioso
guantero?
—Lo que sé decir
—dijo Sancho
— es que
sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de
ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba
sudada y algo correosa.
—No sería eso
—respondió don Quijote
—,
sino que tú debías de estar romadizado, o te
debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien
a lo que huele aquella rosa entre espinas,
aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
—Todo puede ser
—respondió Sancho
—,
que muchas veces sale de mí aquel olor que
entonces me pareció que salía de su merced
de la señora Dulcinea; pero no hay de qué
maravillarse, que un diablo parece a otro.
—Y bien
—prosiguió don Quijote
—, he aquí
que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al
molino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
—La carta
—dijo Sancho
— no la leyó,
porque dijo que no sabía leer ni escribir;
antes, la rasgó y la hizo menudas piezas,
diciendo que no la quería dar a leer a nadie,
porque no se supiesen en el lugar sus
secretos, y que bastaba lo que yo le había
dicho de palabra acerca del amor que vuestra
merced le tenía y de la penitencia
extraordinaria que por su causa quedaba
haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a
vuestra merced que le besaba las manos, y
que allí quedaba con más deseo de verle que
de escribirle; y que, así, le suplicaba y
mandaba que, vista la presente, saliese de
aquellos matorrales y se dejase de hacer
disparates, y se pusiese luego luego en
camino del Toboso, si otra cosa de más
importancia no le sucediese, porque tenía
gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse
mucho cuando le dije como se llamaba
vuestra merced el Caballero de la Triste
Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno
de marras; díjome que sí, y que era un
hombre muy de bien. También le pregunté
por los galeotes, mas díjome que no había
visto hasta entonces alguno.
—Todo va bien hasta agora
—dijo don
Quijote
—. Pero dime: ¿qué joya fue la que te
dio, al despedirte, por las nuevas que de mí
le llevaste? Porque es usada y antigua
costumbre entre los caballeros y damas
andantes dar a los escuderos, doncellas o
enanos que les llevan nuevas, de sus damas
a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica
joya en albricias, en agradecimiento de su
recado.
—Bien puede eso ser así, y yo la tengo por
buena usanza; pero eso debió de ser en los
tiempos pasados, que ahora sólo se debe de
acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso,
que esto fue lo que me dio mi señora
Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando
della me despedí; y aun, por más señas, era
el queso ovejuno.
—Es liberal en estremo
—dijo don Quijote
—,
y si no te dio joya de oro, sin duda debió de
ser porque no la tendría allí a la mano para
dártela; pero buenas son mangas después de
Pascua: yo la veré, y se satisfará todo.
¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De
que me parece que fuiste y veniste por los
aires, pues poco más de tres días has tardado
en ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo
de aquí allá más de treinta leguas; por lo cual
me doy a entender que aquel sabio
nigromante que tiene cuenta con mis cosas y
es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le
ha de haber, so pena que yo no sería buen
caballero andante); digo que este tal te debió
de ayudar a caminar, sin que tú lo sintieses;
que hay sabio déstos que coge a un caballero
andante durmiendo en su cama, y, sin saber
cómo o en qué manera, amanece otro día
más de mil leguas de donde anocheció. Y si
no fuese por esto, no se podrían socorrer en
sus peligros los caballeros andantes unos a
otros, como se socorren a cada paso. Que
acaece estar uno peleando en las sierras de
Armenia con algún endriago, o con algún
fiero vestiglo, o con otro caballero, donde
lleva lo peor de la batalla y está ya a punto
de muerte, y cuando no os me cato, asoma
por acullá, encima de una nube, o sobre un
carro de fuego, otro caballero amigo suyo,
que poco antes se hallaba en Ingalaterra, que
le favorece y libra de la muerte, y a la noche
se halla en su posada, cenando muy a su
sabor; y suele haber de la una a la otra parte
dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por
industria y sabiduría destos sabios
encantadores que tienen cuidado destos
valerosos caballeros. Así que, amigo Sancho,
no se me hace dificultoso creer que en tan
breve tiempo hayas ido y venido desde este
lugar al del Toboso, pues, como tengo dicho,
algún sabio amigo te debió de llevar en
volandillas, sin que tú lo sintieses.
—Así sería
—dijo Sancho
—; porque a buena
fe que andaba Rocinante como si fuera asno
de gitano con azogue en los oídos.
—Y ¡cómo si llevaba azogue!
—dijo don
Quijote
—, y aun una legión de demonios, que
es gente que camina y hace caminar, sin
cansarse, todo aquello que se les antoja.
Pero, dejando esto aparte, ¿qué te parece a ti
que debo yo de hacer ahora cerca de lo que
mi señora me manda que la vaya a ver?;
que, aunque yo veo que estoy obligado a
cumplir su mandamiento, véome también
imposibilitado del don que he prometido a la
princesa que con nosotros viene, y fuérzame
la ley de caballería a cumplir mi palabra antes
que mi gusto. Por una parte, me acosa y
fatiga el deseo de ver a mi señora; por otra,
me incita y llama la prometida fe y la gloria
que he de alcanzar en esta empresa. Pero lo
que pienso hacer será caminar apriesa y
llegar presto donde está este gigante, y, en
llegando, le cortaré la cabeza, y pondré a la
princesa pacíficamente en su estado, y al
punto daré la vuelta a ver a la luz que mis
sentidos alumbra, a la cual daré tales
disculpas que ella venga a tener por buena
mi tardanza, pues verá que todo redunda en
aumento de su gloria y fama, pues cuanta yo
he alcanzado, alcanzo y alcanzare por las
armas en esta vida, toda me viene del favor
que ella me da y de ser yo suyo.
—¡Ay
—dijo Sancho
—, y cómo está vuestra
merced lastimado de esos cascos!
Pues dígame, señor: ¿piensa vuestra
merced caminar este camino en balde, y
dejar pasar y perder un tan rico y tan
principal casamiento como éste, donde le dan
en dote un reino, que a buena verdad que he
oído decir que tiene más de veinte mil leguas
de contorno, y que es abundantísimo de
todas las cosas que son necesarias para el
sustento de la vida humana, y que es mayor
que Portugal y que Castilla juntos? Calle, por
amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que
ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme, y
cásese luego en el primer lugar que haya
cura; y si no, ahí está nuestro licenciado, que
lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo
edad para dar consejos, y que este que le
doy le viene de molde, y que más vale pájaro
en mano que buitre volando, porque quien
bien tiene y mal escoge, por bien que se
enoja no se venga.
—Mira, Sancho
—respondió don Quijote
—:
si el consejo que me das de que me case es
porque sea luego rey, en matando al gigante,
y tenga cómodo para hacerte mercedes y
darte lo prometido, hágote saber que sin
casarme podré cumplir tu deseo muy
fácilmente, porque yo sacaré de adahala,
antes de entrar en la batalla, que, saliendo
vencedor della, ya que no me case, me han
de dar una parte del reino, para que la pueda
dar a quien yo quisiere; y, en dándomela, ¿a
quién quieres tú que la dé sino a ti?
—Eso está claro
—respondió Sancho
—, pero
mire vuestra merced que la escoja hacia la
marina, porque, si no me contentare la
vivienda, pueda embarcar mis negros
vasallos y hacer dellos lo que ya he dicho. Y
vuestra merced no se cure de ir por agora a
ver a mi señora Dulcinea, sino váyase a
matar al gigante, y concluyamos este
negocio; que por Dios que se me asienta que
ha de ser de mucha honra y de mucho
provecho.
—Dígote, Sancho
—dijo don Quijote
—, que
estás en lo cierto, y que habré de tomar tu
consejo en cuanto el ir antes con la princesa
que a ver a Dulcinea. Y avísote que no digas
nada a nadie, ni a los que con nosotros
vienen, de lo que aquí hemos departido y
tratado; que, pues Dulcinea es tan recatada
que no quiere que se sepan sus
pensamientos, no será bien que yo, ni otro
por mí, los descubra.
—Pues si eso es así
—dijo Sancho
—, ¿cómo
hace vuestra merced que todos los que vence
por su brazo se vayan a presentar ante mi
señora Dulcinea, siendo esto firma de su
nombre que la quiere bien y que es su
enamorado? Y, siendo forzoso que los que
fueren se han de ir a hincar de finojos ante
su presencia, y decir que van de parte de
vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo
se pueden encubrir los pensamientos de
entrambos?
—¡Oh, qué necio y qué simple que eres!
—
dijo don Quijote
—. ¿Tú no ves, Sancho, que
eso todo redunda en su mayor
ensalzamiento? Porque has de saber que en
este nuestro estilo de caballería es gran
honra tener una dama muchos caballeros
andantes que la sirvan, sin que se estiendan
más sus pensamientos que a servilla, por sólo
ser ella quien es, sin esperar otro premio de
sus muchos y buenos deseos, sino que ella se
contente de acetarlos por sus caballeros.
—Con esa manera de amor
—dijo Sancho
—
he oído yo predicar que se ha de amar a
Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos
mueva esperanza de gloria o temor de pena.
Aunque yo le querría amar y servir por lo que
pudiese.
—¡Válate el diablo por villano
—dijo don
Quijote
—, y qué de discreciones dices a las
veces! No parece sino que has estudiado.
—Pues a fe mía que no sé leer
—respondió
Sancho.
En esto, les dio voces maese Nicolás que
esperasen un poco, que querían detenerse a
beber en una fontecilla que allí estaba.
Detúvose don Quijote, con no poco gusto de
Sancho, que ya estaba cansado de mentir
tanto y temía no le cogiese su amo a
palabras; porque, puesto que él sabía que
Dulcinea era una labradora del Toboso, no la
había visto en toda su vida.
Habíase en este tiempo vestido Cardenio los
vestidos que Dorotea traía cuando la
hallaron, que, aunque no eran muy buenos,
hacían mucha ventaja a los que dejaba.
Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el
cura se acomodó en la venta satisficieron,
aunque poco, la mucha hambre que todos
traían.
Estando en esto, acertó a pasar por allí un
muchacho que iba de camino, el cual,
poniéndose a mirar con mucha atención a los
que en la fuente estaban, de allí a poco
arremetió a don Quijote, y, abrazándole por
las piernas, comenzó a llorar muy de
propósito, diciendo:
—¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra
merced? Pues míreme bien, que yo soy aquel
mozo Andrés que quitó vuestra merced de la
encina donde estaba atado. Reconocióle don
Quijote, y, asiéndole por la mano, se volvió a
los que allí estaban y dijo:
—Porque vean vuestras mercedes cuán de
importancia es haber caballeros andantes en
el mundo, que desfagan los tuertos y
agravios que en él se hacen por los insolentes
y malos hombres que en él viven, sepan
vuestras mercedes que los días pasados,
pasando yo por un bosque, oí unos gritos y
unas voces muy lastimosas, como de persona
afligida y menesterosa; acudí luego, llevado
de mi obligación, hacia la parte donde me
pareció que las lamentables voces sonaban, y
hallé atado a una encina a este muchacho
que ahora está delante (de lo que me huelgo
en el alma, porque será testigo que no me
dejará mentir en nada); digo que estaba
atado a la encina, desnudo del medio cuerpo
arriba, y estábale abriendo a azotes con las
riendas de una yegua un villano, que después
supe que era amo suyo; y, así como yo le vi,
le pregunté la causa de tan atroz
vapulamiento; respondió el zafio que le
azotaba porque era su criado, y que ciertos
descuidos que tenía nacían más de ladrón
que de simple; a lo cual este niño dijo:
''Señor, no me azota sino porque le pido mi
salario''. El amo replicó no sé qué arengas y
disculpas, las cuales, aunque de mí fueron
oídas, no fueron admitidas. En resolución, yo
le hice desatar, y tomé juramento al villano
de que le llevaría consigo y le pagaría un real
sobre otro, y aun sahumados. ¿No es verdad
todo esto, hijo Andrés? ¿No notaste con
cuánto imperio se lo mandé, y con cuánta
humildad prometió de hacer todo cuanto yo
le impuse, y notifiqué y quise? Responde; no
te turbes ni dudes en nada: di lo que pasó a
estos señores, porque se vea y considere ser
del provecho que digo haber caballeros
andantes por los caminos.
—Todo lo que vuestra merced ha dicho es
mucha verdad
—respondió el muchacho
—,
pero el fin del negocio sucedió muy al revés
de lo que vuestra merced se imagina.
—¿Cómo al revés?
—replicó don Quijote
—;
luego, ¿no te pagó el villano?
—No sólo no me pagó
—respondió el
muchacho
—, pero, así como vuestra merced
traspuso del bosque y quedamos solos, me
volvió a atar a la mesma encina, y me dio de
nuevo tantos azotes que quedé hecho un San
Bartolomé desollado; y, a cada azote que me
daba, me decía un donaire y chufeta acerca
de hacer burla de vuestra merced, que, a no
sentir yo tanto dolor, me riera de lo que
decía. En efeto: él me paró tal, que hasta
ahora he estado curándome en un hospital
del mal que el mal villano entonces me hizo.
De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa,
porque si se fuera su camino adelante y no
viniera donde no le llamaban, ni se
entremetiera en negocios ajenos, mi amo se
contentara con darme una o dos docenas de
azotes, y luego me soltara y pagara cuanto
me debía. Mas, como vuestra merced le
deshonró tan sin propósito y le dijo tantas
villanías, encendiósele la cólera, y, como no
la pudo vengar en vuestra merced, cuando se
vio solo descargó sobre mí el nublado, de
modo que me parece que no seré más
hombre en toda mi vida.
—El daño estuvo
—dijo don Quijote
— en
irme yo de allí; que no me había de ir hasta
dejarte pagado, porque bien debía yo de
saber, por luengas experiencias, que no hay
villano que guarde palabra que tiene, si él
vee que no le está bien guardalla. Pero ya te
acuerdas, Andrés, que yo juré que si no te
pagaba, que había de ir a buscarle, y que le
había de hallar, aunque se escondiese en el
vientre de la ballena.
—Así es la verdad
—dijo Andrés
—, pero no
aprovechó nada.
—Ahora verás si aprovecha
—dijo don
Quijote.
Y, diciendo esto, se levantó muy apriesa y
mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante,
que estaba paciendo en tanto que ellos
comían. Preguntóle Dorotea qué era lo que
hacer quería. Él le respondió que quería ir a
buscar al villano y castigalle de tan mal
término, y hacer pagado a Andrés hasta el
último maravedí, a despecho y pesar de
cuantos villanos hubiese en el mundo. A lo
que ella respondió que advirtiese que no
podía, conforme al don prometido,
entremeterse en ninguna empresa hasta
acabar la suya; y que, pues esto sabía él
mejor que otro alguno, que sosegase el
pecho hasta la vuelta de su reino.
—Así es verdad
—respondió don Quijote
—,
y es forzoso que Andrés tenga paciencia
hasta la vuelta, como vos, señora, decís; que
yo le torno a jurar y a prometer de nuevo de
no parar hasta hacerle vengado y pagado.
—No me creo desos juramentos
—dijo
Andrés
—; más quisiera tener agora con qué
llegar a Sevilla que todas las venganzas del
mundo: déme, si tiene ahí, algo que coma y
lleve, y quédese con Dios su merced y todos
los caballeros andantes; que tan bien
andantes sean ellos para consigo como lo han
sido para conmigo.
Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de
pan y otro de queso, y, dándoselo al mozo, le
dijo:
—Tomá, hermano Andrés, que a todos nos
alcanza parte de vuestra desgracia.
—Pues, ¿qué parte os alcanza a vos?
—
preguntó Andrés.
—Esta parte de queso y pan que os doy
—
respondió Sancho
—, que Dios sabe si me ha
de hacer falta o no; porque os hago saber,
amigo, que los escuderos de los caballeros
andantes estamos sujetos a mucha hambre y
a mala ventura, y aun a otras cosas que se
sienten mejor que se dicen.
Andrés asió de su pan y queso, y, viendo
que nadie le daba otra cosa, abajó su cabeza
y tomó el camino en las manos, como suele
decirse. Bien es verdad que, al partirse, dijo a
don Quijote:
—Por amor de Dios, señor caballero
andante, que si otra vez me encontrare,
aunque vea que me hacen pedazos, no me
socorra ni ayude, sino déjeme con mi
desgracia; que no será tanta, que no sea
mayor la que me vendrá de su ayuda de
vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a
todos cuantos caballeros andantes han nacido
en el mundo.
Íbase a levantar don Quijote para castigalle,
mas él se puso a correr de modo que ninguno
se atrevió a seguille. Quedó corridísimo don
Quijote del cuento de Andrés, y fue menester
que los demás tuviesen mucha cuenta con no
reírse, por no acaballe de correr del todo.
Capítulo XXXII. Que trata
de lo que sucedió en la
venta a toda la cuadrilla de
don Quijote
Acabóse la buena comida, ensillaron luego,
y, sin que les sucediese cosa digna de contar,
llegaron otro día a la venta, espanto y
asombro de Sancho Panza; y, aunque él
quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La
ventera, ventero, su hija y Maritornes, que
vieron venir a don Quijote y a Sancho, les
salieron a recebir con muestras de mucha
alegría, y él las recibió con grave continente y
aplauso, y díjoles que le aderezasen otro
mejor lecho que la vez pasada; a lo cual le
respondió la huéspeda que como la pagase
mejor que la otra vez, que ella se la daría de
príncipes. Don Quijote dijo que sí haría, y así,
le aderezaron uno razonable en el mismo
caramanchón de marras, y él se acostó luego,
porque venía muy quebrantado y falto de
juicio.
No se hubo bien encerrado, cuando la
huéspeda arremetió al barbero, y, asiéndole
de la barba, dijo:
—Para mi santiguada, que no se ha aún de
aprovechar más de mi rabo para su barba, y
que me ha de volver mi cola; que anda lo de
mi marido por esos suelos, que es
vergüenza; digo, el peine, que solía yo colgar
de mi buena cola.
No se la quería dar el barbero, aunque ella
más tiraba, hasta que el licenciado le dijo que
se la diese, que ya no era menester más usar
de aquella industria, sino que se descubriese
y mostrase en su misma forma, y dijese a
don Quijote que cuando le despojaron los
ladrones galeotes se habían venido a aquella
venta huyendo; y que si preguntase por el
escudero de la princesa, le dirían que ella le
había enviado adelante a dar aviso a los de
su reino como ella iba y llevaba consigo el
libertador de todos. Con esto, dio de buena
gana la cola a la ventera el barbero, y
asimismo le volvieron todos los adherentes
que había prestado para la libertad de don
Quijote. Espantáronse todos los de la venta
de la hermosura de Dorotea, y aun del buen
talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les
aderezasen de comer de lo que en la venta
hubiese, y el huésped, con esperanza de
mejor paga, con diligencia les aderezó una
razonable comida; y a todo esto dormía don
Quijote, y fueron de parecer de no
despertalle, porque más provecho le haría por
entonces el dormir que el comer.
Trataron sobre comida, estando delante el
ventero, su mujer, su hija, Maritornes, todos
los pasajeros, de la estraña locura de don
Quijote y del modo que le habían hallado. La
huéspeda les contó lo que con él y con el
arriero les había acontecido, y, mirando si
acaso estaba allí Sancho, como no le viese,
contó todo lo de su manteamiento, de que no
poco gusto recibieron. Y, como el cura dijese
que los libros de caballerías que don Quijote
había leído le habían vuelto el juicio, dijo el
ventero:
—No sé yo cómo puede ser eso; que en
verdad que, a lo que yo entiendo, no hay
mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí
dos o tres dellos, con otros papeles, que
verdaderamente me han dado la vida, no sólo
a mí, sino a otros muchos. Porque, cuando es
tiempo de la siega, se recogen aquí, las
fiestas, muchos segadores, y siempre hay
algunos que saben leer, el cual coge uno
destos libros en las manos, y rodeámonos dél
más de treinta, y estámosle escuchando con
tanto gusto que nos quita mil canas; a lo
menos, de mí sé decir que cuando oyo decir
aquellos furibundos y terribles golpes que los
caballeros pegan, que me toma gana de
hacer otro tanto, y que querría estar
oyéndolos noches y días.
—Y yo ni más ni menos
—dijo la ventera
—,
porque nunca tengo buen rato en mi casa
sino aquel que vos estáis escuchando leer:
que estáis tan embobado, que no os acordáis
de reñir por entonces.
—Así es la verdad
—dijo Maritornes
—, y a
buena fe que yo también gusto mucho de oír
aquellas cosas, que son muy lindas; y más,
cuando cuentan que se está la otra señora
debajo de unos naranjos abrazada con su
caballero, y que les está una dueña
haciéndoles la guarda, muerta de envidia y
con mucho sobresalto. Digo que todo esto es
cosa de mieles.
—Y a vos ¿qué os parece, señora doncella?
—dijo el cura, hablando con la hija del
ventero.
—No sé, señor, en mi ánima
—respondió
ella
—; también yo lo escucho, y en verdad
que, aunque no lo entiendo, que recibo gusto
en oíllo; pero no gusto yo de los golpes de
que mi padre gusta, sino de las
lamentaciones que los caballeros hacen
cuando están ausentes de sus señoras: que
en verdad que algunas veces me hacen llorar
de compasión que les tengo.
—Luego, ¿bien las remediárades vos,
señora doncella
—dijo Dorotea
—, si por vos
lloraran?
—No sé lo que me hiciera
—respondió la
moza
—; sólo sé que hay algunas señoras de
aquéllas tan crueles, que las llaman sus
caballeros tigres y leones y otras mil
inmundicias. Y, ¡Jesús!, yo no sé qué gente
es aquélla tan desalmada y tan sin
conciencia, que por no mirar a un hombre
honrado, le dejan que se muera, o que se
vuelva loco. Yo no sé para qué es tanto
melindre: si lo hacen de honradas, cásense
con ellos, que ellos no desean otra cosa.
—Calla, niña
—dijo la ventera
—, que parece
que sabes mucho destas cosas, y no está
bien a las doncellas saber ni hablar tanto.
—Como me lo pregunta este señor
—
respondió ella
—, no pude dejar de
respondelle.
—Ahora bien
—dijo el cura
—, traedme,
señor huésped, aquesos libros, que los quiero
ver.
—Que me place
—respondió él.
Y, entrando en su aposento, sacó dél una
maletilla vieja, cerrada con una de muy
buena letra, escritos de mano. El primer libro
que abrió vio que era Don Cirongilio de
Tracia; y el otro, de Felixmarte de Hircania; y
el otro, la Historia del Gran Capitán Gonzalo
Hernández de Córdoba, con la vida de Diego
García de Paredes. Así como el cura leyó los
dos títulos primeros, volvió el rostro al
barbero y dijo:
—Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi
amigo y su sobrina.
—No hacen
—respondió el barbero
—, que
también sé yo llevallos al corral o a la
chimenea; que en verdad que hay muy buen
fuego en ella.
—Luego, ¿quiere vuestra merced quemar
más libros?
—dijo el ventero.
—No más
—dijo el cura
— que estos dos: el
de Don Cirongilio y el de Felixmarte.
—Pues, ¿por ventura
—dijo el ventero
— mis
libros son herejes o flemáticos, que los quiere
quemar?
—Cismáticos queréis decir, amigo
—dijo el
barbero
—, que no flemáticos.
—Así es
—replicó el ventero
—; mas si
alguno quiere quemar, sea ese del Gran
Capitán y dese Diego García, que antes
dejaré quemar un hijo que dejar quemar
ninguno desotros.
—Hermano mío
—dijo el cura
—, estos dos
libros son mentirosos y están llenos de
disparates y devaneos; y este del Gran
Capitán es historia verdadera, y tiene los
hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba, el
cual, por sus muchas y grandes hazañas,
mereció ser llamado de todo el mundo Gran
Capitán, renombre famoso y claro, y dél sólo
merecido. Y este Diego García de Paredes fue
un principal caballero, natural de la ciudad de
Trujillo, en Estremadura, valentísimo soldado,
y de tantas fuerzas naturales que detenía con
un dedo una rueda de molino en la mitad de
su furia; y, puesto con un montante en la
entrada de una puente, detuvo a todo un
innumerable ejército, que no pasase por ella;
y hizo otras tales cosas que, como si él las
cuenta y las escribe él asimismo, con la
modestia de caballero y de coronista propio,
las escribiera otro, libre y desapasionado,
pusieran en su olvido las de los Hétores,
Aquiles y Roldanes.
—¡Tomaos con mi padre!
—dijo el dicho
ventero
—. ¡Mirad de qué se espanta:
de detener una rueda de molino! Por Dios,
ahora había vuestra merced de leer lo que
hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés
solo partió cinco gigantes por la cintura,
como si fueran hechos de habas, como los
frailecicos que hacen los niños. Y otra vez
arremetió con un grandísimo y poderosísimo
ejército, donde llevó más de un millón y
seiscientos mil soldados, todos armados
desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató
a todos, como si fueran manadas de ovejas.
Pues, ¿qué me dirán del bueno de don
Cirongilio de Tracia, que fue tan valiente y
animoso como se verá en el libro, donde
cuenta que, navegando por un río, le salió de
la mitad del agua una serpiente de fuego, y
él, así como la vio, se arrojó sobre ella, y se
puso a horcajadas encima de sus escamosas
espaldas, y le apretó con ambas manos la
garganta, con tanta fuerza que, viendo la
serpiente que la iba ahogando, no tuvo otro
remedio sino dejarse ir a lo hondo del río,
llevándose tras sí al caballero, que nunca la
quiso soltar? Y, cuando llegaron allá bajo, se
halló en unos palacios y en unos jardines tan
lindos que era maravilla; y luego la sierpe se
volvió en un viejo anciano, que le dijo tantas
de cosas que no hay más que oír. Calle,
señor, que si oyese esto, se volvería loco de
placer. ¡Dos higas para el Gran Capitán y
para ese Diego García que dice!
Oyendo esto Dorotea, dijo callando a
Cardenio:
—Poco le falta a nuestro huésped para
hacer la segunda parte de don Quijote.
—Así me parece a mí
—respondió
Cardenio
—, porque, según da indicio, él tiene
por cierto que todo lo que estos libros
cuentan pasó ni más ni menos que lo
escriben, y no le harán creer otra cosa frailes
descalzos.
—Mirad, hermano
—tornó a decir el cura
—,
que no hubo en el mundo Felixmarte de
Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros
caballeros semejantes que los libros de
caballerías cuentan, porque todo es
compostura y ficción de ingenios ociosos, que
los compusieron para el efeto que vos decís
de entretener el tiempo, como lo entretienen
leyéndolos vuestros segadores; porque
realmente os juro que nunca tales caballeros
fueron en el mundo, ni tales hazañas ni
disparates acontecieron en él.
—¡A otro perro con ese hueso!
—respondió
el ventero
—. ¡Como si yo no supiese cuántas
son cinco y adónde me aprieta el zapato! No
piense vuestra merced darme papilla, porque
por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es
que quiera darme vuestra merced a entender
que todo aquello que estos buenos libros
dicen sea disparates y mentiras, estando
impreso con licencia de los señores del
Consejo Real, como si ellos fueran gente que
habían de dejar imprimir tanta mentira junta,
y tantas batallas y tantos encantamentos que
quitan el juicio!
—Ya os he dicho, amigo
—replicó el cura
—,
que esto se hace para entretener nuestros
ociosos pensamientos; y, así como se
consiente en las repúblicas bien concertadas
que haya juegos de ajedrez, de pelota y de
trucos, para entretener a algunos que ni
tienen, ni deben, ni pueden trabajar, así se
consiente imprimir y que haya tales libros,
creyendo, como es verdad, que no ha de
haber alguno tan ignorante que tenga por
historia verdadera ninguna destos libros. Y si
me fuera lícito agora, y el auditorio lo
requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que
han de tener los libros de caballerías para ser
buenos, que quizá fueran de provecho y aun
de gusto para algunos; pero yo espero que
vendrá tiempo en que lo pueda comunicar
con quien pueda remediallo, y en este
entretanto creed, señor ventero, lo que os he
dicho, y tomad vuestros libros, y allá os
avenid con sus verdades o mentiras, y buen
provecho os hagan, y quiera Dios que no
cojeéis del pie que cojea vuestro huésped
don Quijote.
—Eso no
—respondió el ventero
—, que no
seré yo tan loco que me haga caballero
andante: que bien veo que ahora no se usa lo
que se usaba en aquel tiempo, cuando se
dice que andaban por el mundo estos
famosos caballeros.
A la mitad desta plática se halló Sancho
presente, y quedó muy confuso y pensativo
de lo que había oído decir que ahora no se
usaban caballeros andantes, y que todos los
libros de caballerías eran necedades y
mentiras, y propuso en su corazón de esperar
en lo que paraba aquel viaje de su amo, y
que si no salía con la felicidad que él
pensaba, determinaba de dejalle y volverse
con su mujer y sus hijos a su acostumbrado
trabajo.
Llevábase la maleta y los libros el ventero,
mas el cura le dijo:
—Esperad, que quiero ver qué papeles son
esos que de tan buena letra están escritos.
Sacólos el huésped, y, dándoselos a leer,
vio hasta obra de ocho pliegos escritos de
mano, y al principio tenían un título grande
que decía: Novela del curioso impertinente.
Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones y
dijo:
—Cierto que no me parece mal el título
desta novela, y que me viene voluntad de
leella toda.
A lo que respondió el ventero:
—Pues bien puede leella su reverencia,
porque le hago saber que algunos huéspedes
que aquí la han leído les ha contentado
mucho, y me la han pedido con muchas
veras; mas yo no se la he querido dar,
pensando volvérsela a quien aquí dejó esta
maleta olvidada con estos libros y esos
papeles; que bien puede ser que vuelva su
dueño por aquí algún tiempo, y, aunque sé
que me han de hacer falta los libros, a fe que
se los he de volver: que, aunque ventero,
todavía soy cristiano.
—Vos tenéis mucha razón, amigo
—dijo el
cura
—, mas, con todo eso, si la novela me
contenta, me la habéis de dejar trasladar.
—De muy buena gana
—respondió el
ventero.
Mientras los dos esto decían, había tomado
Cardenio la novela y comenzado a leer en
ella; y, pareciéndole lo mismo que al cura, le
rogó que la leyese de modo que todos la
oyesen.
—Sí leyera
—dijo el cura
—, si no fuera
mejor gastar este tiempo en dormir que en
leer.
—Harto reposo será para mí
—dijo
Dorotea
— entretener el tiempo oyendo algún
cuento, pues aún no tengo el espíritu tan
sosegado que me conceda dormir cuando
fuera razón.
—Pues desa manera
—dijo el cura
—, quiero
leerla, por curiosidad siquiera; quizá tendrá
alguna de gusto.
Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y
Sancho también; lo cual visto del cura, y
entendiendo que a todos daría gusto y él le
recibiría, dijo:
—Pues así es, esténme todos atentos, que
la novela comienza desta manera:
Capítulo XXXIII. Donde se
cuenta la novela del Curioso
impertinente
«En Florencia, ciudad rica y famosa de
Italia, en la provincia que llaman Toscana,
vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos
y principales, y tan amigos que, por
excelencia y antonomasia, de todos los que
los conocían los dos amigos eran llamados.
Eran solteros, mozos de una misma edad y
de unas mismas costumbres; todo lo cual era
bastante causa a que los dos con recíproca
amistad se correspondiesen. Bien es verdad
que el Anselmo era algo más inclinado a los
pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual
llevaban tras sí los de la caza; pero, cuando
se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a sus
gustos por seguir los de Lotario, y Lotario
dejaba los suyos por acudir a los de Anselmo;
y, desta manera, andaban tan a una sus
voluntades, que no había concertado reloj
que así lo anduviese.
»Andaba Anselmo perdido de amores de
una doncella principal y hermosa de la misma
ciudad, hija de tan buenos padres y tan
buena ella por sí, que se determinó, con el
parecer de su amigo Lotario, sin el cual
ninguna cosa hacía, de pedilla por esposa a
sus padres, y así lo puso en ejecución; y el
que llevó la embajada fue Lotario, y el que
concluyó el negocio tan a gusto de su amigo,
que en breve tiempo se vio puesto en la
posesión que deseaba, y Camila tan contenta
de haber alcanzado a Anselmo por esposo,
que no cesaba de dar gracias al cielo, y a
Lotario, por cuyo medio tanto bien le había
venido.
»Los primeros días, como todos los de boda
suelen ser alegres, continuó Lotario, como
solía, la casa de su amigo Anselmo,
procurando honralle, festejalle y regocijalle
con todo aquello que a él le fue posible; pero,
acabadas las bodas y sosegada ya la
frecuencia de las visitas y parabienes,
comenzó Lotario a descuidarse con cuidado
de las idas en casa de Anselmo, por parecerle
a él
—como es razón que parezca a todos los
que fueren discretos
— que no se han de
visitar ni continuar las casas de los amigos
casados de la misma manera que cuando
eran solteros; porque, aunque la buena y
verdadera amistad no puede ni debe de ser
sospechosa en nada, con todo esto, es tan
delicada la honra del casado, que parece que
se puede ofender aun de los mesmos
hermanos, cuanto más de los amigos.
»Notó Anselmo la remisión de Lotario, y
formó dél quejas grandes, diciéndole que si él
supiera que el casarse había de ser parte
para no comunicalle como solía, que jamás lo
hubiera hecho, y que si, por la buena
correspondencia que los dos tenían mientras
él fue soltero, habían alcanzado tan dulce
nombre como el de ser llamados los dos
amigos, que no permitiese, por querer hacer
del circunspecto, sin otra ocasión alguna, que
tan famoso y tan agradable nombre se
perdiese; y que así, le suplicaba, si era lícito
que tal término de hablar se usase entre
ellos, que volviese a ser señor de su casa, y a
entrar y salir en ella como de antes,
asegurándole que su esposa Camila no tenía
otro gusto ni otra voluntad que la que él
quería que tuviese, y que, por haber sabido
ella con cuántas veras los dos se amaban,
estaba confusa de ver en él tanta esquiveza.
»A todas estas y otras muchas razones que
Anselmo dijo a Lotario para persuadille
volviese como solía a su casa, respondió
Lotario con tanta prudencia, discreción y
aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la
buena intención de su amigo, y quedaron de
concierto que dos días en la semana y las
fiestas fuese Lotario a comer con él; y,
aunque esto quedó así concertado entre los
dos, propuso Lotario de no hacer más de
aquello que viese que más convenía a la
honra de su amigo, cuyo crédito estimaba en
más que el suyo proprio. Decía él, y decía
bien, que el casado a quien el cielo había
concedido mujer hermosa, tanto cuidado
había de tener qué amigos llevaba a su casa
como en mirar con qué amigas su mujer
conversaba, porque lo que no se hace ni
concierta en las plazas, ni en los templos, ni
en las fiestas públicas, ni estaciones
—cosas
que no todas veces las han de negar los
maridos a sus mujeres
—, se concierta y
facilita en casa de la amiga o la parienta de
quien más satisfación se tiene.
»También decía Lotario que tenían
necesidad los casados de tener cada uno
algún amigo que le advirtiese de los
descuidos que en su proceder hiciese, porque
suele acontecer que con el mucho amor que
el marido a la mujer tiene, o no le advierte o
no le dice, por no enojalla, que haga o deje
de hacer algunas cosas, que el hacellas o no,
le sería de honra o de vituperio; de lo cual,
siendo del amigo advertido, fácilmente
pondría remedio en todo. Pero, ¿dónde se
hallará amigo tan discreto y tan leal y
verdadero como aquí Lotario le pide? No lo sé
yo, por cierto; sólo Lotario era éste, que con
toda solicitud y advertimiento miraba por la
honra de su amigo y procuraba dezmar, frisar
y acortar los días del concierto del ir a su
casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso
y a los ojos vagabundos y maliciosos la
entrada de un mozo rico, gentilhombre y bien
nacido, y de las buenas partes que él
pensaba que tenía, en la casa de una mujer
tan hermosa como Camila; que, puesto que
su bondad y valor podía poner freno a toda
maldiciente lengua, todavía no quería poner
en duda su crédito ni el de su amigo, y por
esto los más de los días del concierto los
ocupaba y entretenía en otras cosas, que él
daba a entender ser inexcusables. Así que, en
quejas del uno y disculpas del otro se
pasaban muchos ratos y partes del día.
»Sucedió, pues, que uno que los dos se
andaban paseando por un prado fuera de la
ciudad, Anselmo dijo a Lotario las semejantes
razones:
»
—Pensabas, amigo Lotario, que a las
mercedes que Dios me ha hecho en hacerme
hijo de tales padres como fueron los míos y al
darme, no con mano escasa, los bienes, así
los que llaman de naturaleza como los de
fortuna, no puedo yo corresponder con
agradecimiento que llegue al bien recebido, y
sobre al que me hizo en darme a ti por amigo
y a Camila por mujer propria: dos prendas
que las estimo, si no en el grado que debo,
en el que puedo.
Pues con todas estas partes, que suelen ser
el todo con que los hombres suelen y pueden
vivir contentos, vivo yo el más despechado y
el más desabrido hombre de todo el universo
mundo; porque no sé qué días a esta parte
me fatiga y aprieta un deseo tan estraño, y
tan fuera del uso común de otros, que yo me
maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño
a solas, y procuro callarlo y encubrirlo de mis
proprios pensamientos; y así me ha sido
posible salir con este secreto como si de
industria procurara decillo a todo el mundo.
Y, pues que, en efeto, él ha de salir a
plaza,quiero que sea en la del archivo de tu
secreto, confiado que, con él y con la
diligencia que pondrás, como mi amigo
verdadero, en remediarme, yo me veré
presto libre de la angustia que me causa, y
llegará mi alegría por tu solicitud al grado que
ha llegado mi descontento por mi locura.
»Suspenso tenían a Lotario las razones de
Anselmo, y no sabía en qué había de parar
tan larga prevención o preámbulo; y, aunque
iba revolviendo en su imaginación qué deseo
podría ser aquel que a su amigo tanto
fatigaba, dio siempre muy lejos del blanco de
la verdad; y, por salir presto de la agonía que
le causaba aquella suspensión, le dijo que
hacía notorio agravio a su mucha amistad en
andar buscando rodeos para decirle sus más
encubiertos pensamientos, pues tenía cierto
que se podía prometer dél, o ya consejos
para entretenellos, o ya remedio para
cumplillos.
»
—Así es la verdad
—respondió Anselmo
—,
y con esa confianza te hago saber, amigo
Lotario, que el deseo que me fatiga es pensar
si Camila, mi esposa, es tan buena y tan
perfeta como yo pienso; y no puedo
enterarme en esta verdad, si no es
probándola de manera que la prueba
manifieste los quilates de su bondad, como el
fuego muestra los del oro. Porque yo tengo
para mí, ¡oh amigo!, que no es una mujer
más buena de cuanto es o no es solicitada, y
que aquella sola es fuerte que no se dobla a
las promesas, a las dádivas, a las lágrimas y
a las continuas importunidades de los
solícitos amantes.
Porque, ¿qué hay que agradecer
—decía
él
— que una mujer sea buena, si nadie le
dice que sea mala? ¿Qué mucho que esté
recogida y temerosa la que no le dan ocasión
para que se suelte, y la que sabe que tiene
marido que, en cogiéndola en la primera
desenvoltura, la ha de quitar la vida? Ansí
que, la que es buena por temor, o por falta
de lugar, yo no la quiero tener en aquella
estima en que tendré a la solicitada y
perseguida que salió con la corona del
vencimiento. De modo que, por estas razones
y por otras muchas que te pudiera decir para
acreditar y fortalecer la opinión que tengo,
deseo que Camila, mi esposa, pase por estas
dificultades y se acrisole y quilate en el fuego
de verse requerida y solicitada, y de quien
tenga valor para poner en ella sus deseos; y
si ella sale, como creo que saldrá, con la
palma desta batalla, tendré yo por sin igual
mi ventura; podré yo decir que está colmo el
vacío de mis deseos; diré que me cupo en
suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio dice
que ¿quién la hallará? Y, cuando esto suceda
al revés de lo que pienso, con el gusto de ver
que acerté en mi opinión, llevaré sin pena la
que de razón podrá causarme mi tan costosa
experiencia.
Y, prosupuesto que ninguna cosa de
cuantas me dijeres en contra de mi deseo ha
de ser de algún provecho para dejar de
ponerle por la obra, quiero, ¡oh amigo
Lotario!, que te dispongas a ser el
instrumento que labre aquesta obra de mi
gusto; que yo te daré lugar para que lo
hagas, sin faltarte todo aquello que yo viere
ser necesario para solicitar a una mujer
honesta, honrada, recogida y desinteresada.
Y muéveme, entre otras cosas, a fiar de ti
esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es
vencida Camila, no ha de llegar el
vencimiento a todo trance y rigor, sino a sólo
a tener por hecho lo que se ha de hacer, por
buen respeto; y así, no quedaré yo ofendido
más de con el deseo, y mi injuria quedará
escondida en la virtud de tu silencio, que bien
sé que en lo que me tocare ha de ser eterno
como el de la muerte. Así que, si quieres que
yo tenga vida que pueda decir que lo es,
desde luego has de entrar en esta amorosa
batalla, no tibia ni perezosamente, sino con el
ahínco y diligencia que mi deseo pide, y con
la confianza que nuestra amistad me
asegura.
ȃstas fueron las razones que Anselmo dijo
a Lotario, a todas las cuales estuvo tan
atento, que si no fueron las que quedan
escritas que le dijo, no desplegó sus labios
hasta que hubo acabado; y, viendo que no
decía más, después que le estuvo mirando un
buen espacio, como si mirara otra cosa que
jamás hubiera visto, que le causara
admiración y espanto, le dijo:
»
—No me puedo persuadir, ¡oh amigo
Anselmo!, a que no sean burlas las cosas que
me has dicho; que, a pensar que de veras las
decías, no consintiera que tan adelante
pasaras, porque con no escucharte previniera
tu larga arenga.
Sin duda imagino, o que no me conoces, o
que yo no te conozco. Pero no; que bien sé
que eres Anselmo, y tú sabes que yo soy
Lotario; el daño está en que yo pienso que no
eres el Anselmo que solías, y tú debes de
haber pensado que tampoco yo soy el Lotario
que debía ser, porque las cosas que me has
dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni
las que me pides se han de pedir a aquel
Lotario que tú conoces; porque los buenos
amigos han de probar a sus amigos y valerse
dellos, como dijo un poeta, usque ad aras;
que quiso decir que no se habían de valer de
su amistad en cosas que fuesen contra Dios.
Pues, si esto sintió un gentil de la amistad,
¿cuánto mejor es que lo sienta el cristiano,
que sabe que por ninguna humana ha de
perder la amistad divina? Y cuando el amigo
tirase tanto la barra que pusiese aparte los
respetos del cielo por acudir a los de su
amigo, no ha de ser por cosas ligeras y de
poco momento, sino por aquellas en que vaya
la honra y la vida de su amigo. Pues dime tú
ahora, Anselmo: ¿cuál destas dos cosas
tienes en peligro para que yo me aventure a
complacerte y a hacer una cosa tan
detestable como me pides? Ninguna, por
cierto; antes, me pides, según yo entiendo,
que procure y solicite quitarte la honra y la
vida, y quitármela a mí juntamente. Porque si
yo he de procurar quitarte la honra, claro
está que te quito la vida, pues el hombre sin
honra peor es que un muerto; y,
siendo yo el instrumento, como tú quieres
que lo sea, de tanto mal tuyo, ¿no vengo a
quedar deshonrado, y, por el mesmo
consiguiente, sin vida? Escucha, amigo
Anselmo, y ten paciencia de no responderme
hasta que acabe de decirte lo que se me
ofreciere acerca de lo que te ha pedido tu
deseo; que tiempo quedará para que tú me
repliques y yo te escuche.
»
—Que me place
—dijo Anselmo
—: di lo
que quisieres.
»Y Lotario prosiguió diciendo:
»
—Paréceme, ¡oh Anselmo!, que tienes tú
ahora el ingenio como el que siempre tienen
los moros, a los cuales no se les puede dar a
entender el error de su secta con las
acotaciones de la Santa Escritura, ni con
razones que consistan en especulación del
entendimiento, ni que vayan fundadas en
artículos de fe, sino que les han de traer
ejemplos palpables, fáciles, intelegibles,
demonstrativos, indubitables, con
demostraciones matemáticas que no se
pueden negar, como cuando dicen: "Si de dos
partes iguales quitamos partes iguales, las
que quedan también son iguales"; y, cuando
esto no entiendan de palabra, como, en
efeto, no lo entienden, háseles de mostrar
con las manos y ponérselo delante de los
ojos, y, aun con todo esto, no basta nadie
con ellos a persuadirles las verdades de mi
sacra religión. Y este mesmo término y modo
me convendrá usar contigo, porque el deseo
que en ti ha nacido va tan descaminado y tan
fuera de todo aquello que tenga sombra de
razonable, que me parece que ha de ser
tiempo gastado el que ocupare en darte a
entender tu simplicidad, que por ahora no le
quiero dar otro nombre, y aun estoy por
dejarte en tu desatino, en pena de tu mal
deseo; mas no me deja usar deste rigor la
amistad que te tengo, la cual no consiente
que te deje puesto en tan manifiesto peligro
de perderte.
Y, porque claro lo veas, dime, Anselmo: ¿tú
no me has dicho que tengo de solicitar a una
retirada, persuadir a una honesta, ofrecer a
una desinteresada, servir a una prudente? Sí
que me lo has dicho. Pues si tú sabes que
tienes mujer retirada, honesta, desinteresada
y prudente, ¿qué buscas? Y si piensas que de
todos mis asaltos ha de salir vencedora,
como saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos
piensas darle después que los que ahora
tiene, o qué será más después de lo que es
ahora? O es que tú no la tienes por la que
dices, o tú no sabes lo que pides. Si no la
tienes por lo que dices, ¿para qué quieres
probarla, sino, como a mala, hacer della lo
que más te viniere en gusto? Mas si es tan
buena como crees, impertinente cosa será
hacer experiencia de la mesma verdad, pues,
después de hecha, se ha de quedar con la
estimación que primero tenía. Así que, es
razón concluyente que el intentar las cosas
de las cuales antes nos puede suceder daño
que provecho es de juicios sin discurso y
temerarios, y más cuando quieren intentar
aquellas a que no son forzados ni compelidos,
y que de muy lejos traen descubierto que el
intentarlas es manifiesta locura. Las cosas
dificultosas se intentan por Dios, o por el
mundo, o por entrambos a dos: las que se
acometen por Dios son las que acometieron
los santos, acometiendo a vivir vida de
ángeles en cuerpos humanos; las que se
acometen por respeto del mundo son las de
aquellos que pasan tanta infinidad de agua,
tanta diversidad de climas, tanta estrañeza
de gentes, por adquirir estos que llaman
bienes de fortuna. Y las que se intentan por
Dios y por el mundo juntamente son aquellas
de los valerosos soldados, que apenas veen
en el contrario muro abierto tanto espacio
cuanto es el que pudo hacer una redonda
bala de artillería, cuando, puesto aparte todo
temor, sin hacer discurso ni advertir al
manifiesto peligro que les amenaza, llevados
en vuelo de las alas del deseo de volver por
su fe, por su nación y por su rey, se arrojan
intrépidamente por la mitad de mil
contrapuestas muertes que los esperan. Estas
cosas son las que suelen intentarse, y es
honra, gloria y provecho intentarlas, aunque
tan llenas de inconvenientes y peligros. Pero
la que tú dices que quieres intentar y poner
por obra, ni te ha de alcanzar gloria de Dios,
bienes de la fortuna, ni fama con los
hombres; porque, puesto que salgas con ella
como deseas, no has de quedar ni más ufano,
ni más rico, ni más honrado que estás ahora;
y si no sales, te has de ver en la mayor
miseria que imaginarse pueda, porque no te
ha de aprovechar pensar entonces que no
sabe nadie la desgracia que te ha sucedido,
porque bastará para afligirte y deshacerte
que la sepas tú mesmo. Y, para confirmación
desta verdad, te quiero decir una estancia
que hizo el famoso poeta Luis Tansilo, en el
fin de su primera parte de Las lágrimas de
San Pedro, que dice así:
Crece el dolor y crece la vergüenza
en Pedro, cuando el día se ha mostrado;
y, aunque allí no ve a nadie, se avergüenza
de sí mesmo, por ver que había pecado:
que a un magnánimo pecho a haber
vergüenza
no sólo ha de moverle el ser mirado;
que de sí se avergüenza cuando yerra,
si bien otro no vee que cielo y tierra.
Así que, no escusarás con el secreto tu
dolor; antes, tendrás que llorar contino, si no
lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del
corazón, como las lloraba aquel simple doctor
que nuestro poeta nos cuenta que hizo la
prueba del vaso, que, con mejor discurso, se
escusó de hacerla el prudente Reinaldos; que,
puesto que aquello sea ficción poética, tiene
en sí encerrados secretos morales dignos de
ser advertidos y entendidos e imitados.
Cuanto más que, con lo que ahora pienso
decirte, acabarás de venir en conocimiento
del grande error que quieres cometer. Dime,
Anselmo, si el cielo, o la suerte buena, te
hubiera hecho señor y legítimo posesor de un
finísimo diamante, de cuya bondad y quilates
estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le
viesen, y que todos a una voz y de común
parecer dijesen que llegaba en quilates,
bondad y fineza a cuanto se podía estender la
naturaleza de tal piedra, y tú mesmo lo
creyeses así, sin saber otra cosa en contrario,
¿sería justo que te viniese en deseo de tomar
aquel diamante, y ponerle entre un ayunque
y un martillo, y allí, a pura fuerza de golpes y
brazos, probar si es tan duro y tan fino como
dicen? Y más, si lo pusieses por obra; que,
puesto caso que la piedra hiciese resistencia
a tan necia prueba, no por eso se le añadiría
más valor ni más fama; y si se rompiese,
cosa que podría ser, ¿no se perdería todo? Sí,
por cierto, dejando a su dueño en estimación
de que todos le tengan por simple. Pues haz
cuenta, Anselmo amigo, que Camila es
fínisimo diamante, así en tu estimación como
en la ajena, y que no es razón ponerla en
contingencia de que se quiebre, pues, aunque
se quede con su entereza, no puede subir a
más valor del que ahora tiene; y si faltase y
no resistiese, considera desde ahora cuál
quedarías sin ella, y con cuánta razón te
podrías quejar de ti mesmo, por haber sido
causa de su perdición y la tuya. Mira que no
hay joya en el mundo que tanto valga como
la mujer casta y honrada, y que todo el honor
de las mujeres consiste en la opinión buena
que dellas se tiene; y, pues la de tu esposa
es tal que llega al estremo de bondad que
sabes, ¿para qué quieres poner esta verdad
en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal
imperfecto, y que no se le han de poner
embarazos donde tropiece y caiga, sino
quitárselos y despejalle el camino de
cualquier inconveniente, para que sin
pesadumbre corra ligera a alcanzar la
perfeción que le falta, que consiste en el ser
virtuosa. Cuentan los naturales que el
arminio es un animalejo que tiene una piel
blanquísima, y que cuando quieren cazarle,
los cazadores usan deste artificio: que,
sabiendo las partes por donde suele pasar y
acudir, las atajan con lodo, y después,
ojeándole, le encaminan hacia aquel lugar, y
así como el arminio llega al lodo, se está
quedo y se deja prender y cautivar, a trueco
de no pasar por el cieno y perder y ensuciar
su blancura, que la estima en más que la
libertad y la vida. La honesta y casta mujer
es arminio, y es más que nieve blanca y
limpia la virtud de la honestidad; y el que
quisiere que no la pierda, antes la guarde y
conserve, ha de usar de otro estilo diferente
que con el arminio se tiene, porque no le han
de poner delante el cieno de los regalos y
servicios de los importunos amantes, porque
quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud y
fuerza natural que pueda por sí mesma
atropellar y pasar por aquellos embarazos, y
es necesario quitárselos y ponerle delante la
limpieza de la virtud y la belleza que encierra
en sí la buena fama. Es asimesmo la buena
mujer como espejo de cristal luciente y claro;
pero está sujeto a empañarse y escurecerse
con cualquiera aliento que le toque. Hase de
usar con la honesta mujer el estilo que con
las reliquias: adorarlas y no tocarlas. Hase de
guardar y estimar la mujer buena como se
guarda y estima un hermoso jardín que está
lleno de flores y rosas, cuyo dueño no
consiente que nadie le pasee ni manosee;
basta que desde lejos, y por entre las verjas
de hierro, gocen de su fragrancia y
hermosura. Finalmente, quiero decirte unos
versos que se me han venido a la memoria,
que los oí en una comedia moderna, que me
parece que hacen al propósito de lo que
vamos tratando. Aconsejaba un prudente
viejo a otro, padre de una doncella, que la
recogiese, guardase y encerrase, y entre
otras razones, le dijo éstas:
Es de vidrio la mujer;
pero no se ha de probar
si se puede o no quebrar,
porque todo podría ser.
Y es más fácil el quebrarse,
y no es cordura ponerse
a peligro de romperse
lo que no puede soldarse.
Y en esta opinión estén
todos, y en razón la fundo:
que si hay Dánaes en el mundo,
hay pluvias de oro también.
Cuanto hasta aquí te he dicho, ¡oh
Anselmo!, ha sido por lo que a ti te toca; y
ahora es bien que se oiga algo de lo que a mí
me conviene; y si fuere largo, perdóname,
que todo lo requiere el laberinto donde te has
entrado y de donde quieres que yo te saque.
Tú me tienes por amigo y quieres quitarme la
honra, cosa que es contra toda amistad; y
aun no sólo pretendes esto, sino que
procuras que yo te la quite a ti. Que me la
quieres quitar a mí está claro, pues, cuando
Camila vea que yo la solicito, como me pides,
cierto está que me ha de tener por hombre
sin honra y mal mirado, pues intento y hago
una cosa tan fuera de aquello que el ser
quien soy y tu amistad me obliga. De que
quieres que te la quite a ti no hay duda,
porque, viendo Camila que yo la solicito, ha
de pensar que yo he visto en ella alguna
liviandad que me dio atrevimiento a
descubrirle mi mal deseo; y, teniéndose por
deshonrada, te toca a ti, como a cosa suya,
su mesma deshonra. Y de aquí nace lo que
comúnmente se platica: que el marido de la
mujer adúltera, puesto que él no lo sepa ni
haya dado ocasión para que su mujer no sea
la que debe, ni haya sido en su mano, ni en
su descuido y poco recato estorbar su
desgracia, con todo, le llaman y le nombran
con nombre de vituperio y bajo; y en cierta
manera le miran, los que la maldad de su
mujer saben, con ojos de menosprecio, en
cambio de mirarle con los de lástima, viendo
que no por su culpa, sino por el gusto de su
mala compañera, está en aquella desventura.
Pero quiérote decir la causa por que con justa
razón es deshonrado el marido de la mujer
mala, aunque él no sepa que lo es, ni tenga
culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión,
para que ella lo sea. Y no te canses de oírme,
que todo ha de redundar en tu provecho.
Cuando Dios crió a nuestro primero padre en
el Paraíso terrenal, dice la Divina Escritura
que infundió Dios sueño en Adán, y que,
estando durmiendo, le sacó una costilla del
lado siniestro, de la cual formó a nuestra
madre Eva; y, así como Adán despertó y la
miró, dijo: ''Ésta es carne de mi carne y
hueso de mis huesos''. Y Dios dijo: ''Por ésta
dejará el hombre a su padre y madre, y serán
dos en una carne misma''. Y entonces fue
instituido el divino sacramento del
matrimonio, con tales lazos que sola la
muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza
y virtud este milagroso sacramento, que hace
que dos diferentes personas sean una mesma
carne; y aún hace más en los buenos
casados, que, aunque tienen dos almas, no
tienen más de una voluntad. Y de aquí viene
que, como la carne de la esposa sea una
mesma con la del esposo, las manchas que
en ella caen, o los defectos que se procura,
redundan en la carne del marido, aunque él
no haya dado, como queda dicho, ocasión
para aquel daño. Porque, así como el dolor
del pie o de cualquier miembro del cuerpo
humano le siente todo el cuerpo, por ser todo
de una carne mesma, y la cabeza siente el
daño del tobillo, sin que ella se le haya
causado, así el marido es participante de la
deshonra de la mujer, por ser una mesma
cosa con ella. Y como las honras y deshonras
del mundo sean todas y nazcan de carne y
sangre, y las de la mujer mala sean deste
género, es forzoso que al marido le quepa
parte dellas, y sea tenido por deshonrado sin
que él lo sepa. Mira, pues, ¡oh Anselmo!, al
peligro que te pones en querer turbar el
sosiego en que tu buena esposa vive. Mira
por cuán vana e impertinente curiosidad
quieres revolver los humores que ahora están
sosegados en el pecho de tu casta esposa.
Advierte que lo que aventuras a ganar es
poco, y que lo que perderás será tanto que lo
dejaré en su punto, porque me faltan
palabras para encarecerlo. Pero si todo
cuanto he dicho no basta a moverte de tu
mal propósito, bien puedes buscar otro
instrumento de tu deshonra y desventura,
que yo no pienso serlo, aunque por ello
pierda tu amistad, que es la mayor pérdida
que imaginar puedo.
»Calló, en diciendo esto, el virtuoso y
prudente Lotario, y Anselmo quedó tan
confuso y pensativo que por un buen espacio
no le pudo responder palabra; pero, en fin, le
dijo:
»
—Con la atención que has visto he
escuchado, Lotario amigo, cuanto has querido
decirme, y en tus razones, ejemplos y
comparaciones he visto la mucha discreción
que tienes y el estremo de la verdadera
amistad que alcanzas; y ansimesmo veo y
confieso que si no sigo tu parecer y me voy
tras el mío, voy huyendo del bien y corriendo
tras el mal. Prosupuesto esto, has de
considerar que yo padezco ahora la
enfermedad que suelen tener algunas
mujeres, que se les antoja comer tierra,
yeso, carbón y otras cosas peores, aun
asquerosas para mirarse, cuanto más para
comerse; así que, es menester usar de algún
artificio para que yo sane, y esto se podía
hacer con facilidad, sólo con que comiences,
aunque tibia y fingidamente, a solicitar a
Camila, la cual no ha de ser tan tierna que a
los primeros encuentros dé con su honestidad
por tierra; y con solo este principio quedaré
contento y tú habrás cumplido con lo que
debes a nuestra amistad, no solamente
dándome la vida, sino persuadiéndome de no
verme sin honra. Y estás obligado a hacer
esto por una razón sola; y es que, estando
yo, como estoy, determinado de poner en
plática esta prueba, no has tú de consentir
que yo dé cuenta de mi desatino a otra
persona, con que pondría en aventura el
honor que tú procuras que no pierda; y,
cuando el tuyo no esté en el punto que debe
en la intención de Camila en tanto que la
solicitares, importa poco o nada, pues con
brevedad, viendo en ella la entereza que
esperamos, le podrás decir la pura verdad de
nuestro artificio, con que volverá tu crédito al
ser primero. Y, pues tan poco aventuras y
tanto contento me puedes dar aventurándote,
no lo dejes de hacer, aunque más
inconvenientes se te pongan delante, pues,
como ya he dicho, con sólo que comiences
daré por concluida la causa.
»Viendo Lotario la resoluta voluntad de
Anselmo, y no sabiendo qué más ejemplos
traerle ni qué más razones mostrarle para
que no la siguiese, y viendo que le
amenazaba que daría a otro cuenta de su mal
deseo, por evitar mayor mal, determinó de
contentarle y hacer lo que le pedía, con
propósito e intención de guiar aquel negocio
de modo que, sin alterar los pensamientos de
Camila, quedase Anselmo satisfecho; y así, le
respondió que no comunicase su pensamiento
con otro alguno, que él tomaba a su cargo
aquella empresa, la cual comenzaría cuando
a él le diese más gusto.
Abrazóle Anselmo tierna y amorosamente, y
agradecióle su ofrecimiento, como si alguna
grande merced le hubiera hecho; y quedaron
de acuerdo entre los dos que desde otro día
siguiente se comenzase la obra; que él le
daría lugar y tiempo como a sus solas
pudiese hablar a Camila, y asimesmo le daría
dineros y joyas que darla y que ofrecerla.
Aconsejóle que le diese músicas, que
escribiese versos en su alabanza, y que,
cuando él no quisiese tomar trabajo de
hacerlos, él mesmo los haría. A todo se
ofreció Lotario, bien con diferente intención
que Anselmo pensaba.
»Y con este acuerdo se volvieron a casa de
Anselmo, donde hallaron a Camila con ansia y
cuidado, esperando a su esposo, porque
aquel día tardaba en venir más de lo
acostumbrado.
»Fuese Lotario a su casa, y Anselmo quedó
en la suya, tan contento como Lotario fue
pensativo, no sabiendo qué traza dar para
salir bien de aquel impertinente negocio. Pero
aquella noche pensó el modo que tendría
para engañar a Anselmo, sin ofender a
Camila; y otro día vino a comer con su
amigo, y fue bien recebido de Camila, la cual
le recebía y regalaba con mucha voluntad,
por entender la buena que su esposo le tenía.
»Acabaron de comer, levantaron los
manteles y Anselmo dijo a Lotario que se
quedase allí con Camila, en tanto que él iba a
un negocio forzoso, que dentro de hora y
media volvería. Rogóle Camila que no se
fuese y Lotario se ofreció a hacerle compañía,
más nada aprovechó con Anselmo; antes,
importunó a Lotario que se quedase y le
aguardase, porque tenía que tratar con él una
cosa de mucha importancia. Dijo también a
Camila que no dejase solo a Lotario en tanto
que él volviese. En efeto, él supo tan bien
fingir la necesidad, o necedad, de su
ausencia, que nadie pudiera entender que era
fingida. Fuese Anselmo, y quedaron solos a la
mesa Camila y Lotario, porque la demás
gente de casa toda se había ido a comer.
Viose Lotario puesto en la estacada que su
amigo deseaba y con el enemigo delante, que
pudiera vencer con sola su hermosura a un
escuadrón de caballeros armados: mirad si
era razón que le temiera Lotario.
»Pero lo que hizo fue poner el codo sobre el
brazo de la silla y la mano abierta en la
mejilla, y, pidiendo perdón a Camila del mal
comedimiento, dijo que quería reposar un
poco en tanto que Anselmo volvía. Camila le
respondió que mejor reposaría en el estrado
que en la silla, y así, le rogó se entrase a
dormir en él. No quiso Lotario, y allí se quedó
dormido hasta que volvió Anselmo, el cual,
como halló a Camila en su aposento y a
Lotario durmiendo, creyó que, como se había
tardado tanto, ya habrían tenido los dos lugar
para hablar, y aun para dormir, y no vio la
hora en que Lotario despertase, para volverse
con él fuera y preguntarle de su ventura.
»Todo le sucedió como él quiso: Lotario
despertó, y luego salieron los dos de casa, y
así, le preguntó lo que deseaba, y le
respondió Lotario que no le había parecido
ser bien que la primera vez se descubriese
del todo; y así, no había hecho otra cosa que
alabar a Camila de hermosa, diciéndole que
en toda la ciudad no se trataba de otra cosa
que de su hermosura y discreción, y que éste
le había parecido buen principio para entrar
ganando la voluntad, y disponiéndola a que
otra vez le escuchase con gusto, usando en
esto del artificio que el demonio usa cuando
quiere engañar a alguno que está puesto en
atalaya de mirar por sí: que se transforma en
ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y,
poniéndole delante apariencias buenas, al
cabo descubre quién es y sale con su
intención, si a los principios no es descubierto
su engaño. Todo esto le contentó mucho a
Anselmo, y dijo que cada día daría el mesmo
lugar, aunque no saliese de casa, porque en
ella se ocuparía en cosas que Camila no
pudiese venir en conocimiento de su artificio.
»Sucedió, pues, que se pasaron muchos
días que, sin decir Lotario palabra a Camila,
respondía a Anselmo que la hablaba y jamás
podía sacar della una pequeña muestra de
venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun
dar una señal de sombra de esperanza;
antes, decía que le amenazaba que si de
aquel mal pensamiento no se quitaba, que lo
había de decir a su esposo.
»
—Bien está
—dijo Anselmo
—. Hasta aquí
ha resistido Camila a las palabras; es
menester ver cómo resiste a las obras: yo os
daré mañana dos mil escudos de oro para
que se los ofrezcáis, y aun se los deis, y otros
tantos para que compréis joyas con que
cebarla; que las mujeres suelen ser
aficionadas, y más si son hermosas, por más
castas que sean, a esto de traerse bien y
andar galanas; y si ella resiste a esta
tentación, yo quedaré satisfecho y no os daré
más pesadumbre.
»Lotario respondió que ya que había
comenzado, que él llevaría hasta el fin
aquella empresa, puesto que entendía salir
della cansado y vencido. Otro día recibió los
cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil
confusiones, porque no sabía qué decirse
para mentir de nuevo; pero, en efeto,
determinó de decirle que Camila estaba tan
entera a las dádivas y promesas como a las
palabras, y que no había para qué cansarse
más, porque todo el tiempo se gastaba en
balde.
»Pero la suerte, que las cosas guiaba de
otra manera, ordenó que, habiendo dejado
Anselmo solos a Lotario y a Camila, como
otras veces solía, él se encerró en un
aposento y por los agujeros de la cerradura
estuvo mirando y escuchando lo que los dos
trataban, y vio que en más de media hora
Lotario no habló palabra a Camila, ni se la
hablara si allí estuviera un siglo, y cayó en la
cuenta de que cuanto su amigo le había dicho
de las respuestas de Camila todo era ficción y
mentira. Y, para ver si esto era ansí, salió del
aposento, y, llamando a Lotario aparte, le
preguntó qué nuevas había y de qué temple
estaba Camila. Lotario le respondió que no
pensaba más darle puntada en aquel negocio,
porque respondía tan áspera y
desabridamente, que no tendría ánimo para
volver a decirle cosa alguna.
»
—¡Ah!
—dijo Anselmo
—, Lotario, Lotario, y
cuán mal correspondes a lo que me debes y a
lo mucho que de ti confío! Ahora te he estado
mirando por el lugar que concede la entrada
desta llave, y he visto que no has dicho
palabra a Camila, por donde me doy a
entender que aun las primeras le tienes por
decir; y si esto es así, como sin duda lo es,
¿para qué me engañas, o por qué quieres
quitarme con tu industria los medios que yo
podría hallar para conseguir mi deseo?
»No dijo más Anselmo, pero bastó lo que
había dicho para dejar corrido y confuso a
Lotario; el cual, casi como tomando por punto
de honra el haber sido hallado en mentira,
juró a Anselmo que desde aquel momento
tomaba tan a su cargo el contentalle y no
mentille, cual lo vería si con curiosidad lo
espiaba; cuanto más, que no sería menester
usar de ninguna diligencia, porque la que él
pensaba poner en satisfacelle le quitaría de
toda sospecha. Creyóle Anselmo, y para dalle
comodidad más segura y menos
sobresaltada, determinó de hacer ausencia de
su casa por ocho días, yéndose a la de un
amigo suyo, que estaba en una aldea, no
lejos de la ciudad, con el cual amigo concertó
que le enviase a llamar con muchas veras,
para tener ocasión con Camila de su partida.
»¡Desdichado y mal advertido de ti,
Anselmo! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué es lo
que trazas? ¿Qué es lo que ordenas? Mira que
haces contra ti mismo, trazando tu deshonra
y ordenando tu perdición. Buena es tu esposa
Camila, quieta y sosegadamente la posees,
nadie sobresalta tu gusto, sus pensamientos
no salen de las paredes de su casa, tú eres
su cielo en la tierra, el blanco de sus deseos,
el cumplimiento de sus gustos y la medida
por donde mide su voluntad, ajustándola en
todo con la tuya y con la del cielo. Pues si la
mina de su honor, hermosura, honestidad y
recogimiento te da sin ningún trabajo toda la
riqueza que tiene y tú puedes desear, ¿para
qué quieres ahondar la tierra y buscar nuevas
vetas de nuevo y nunca visto tesoro,
poniéndote a peligro que toda venga abajo,
pues, en fin, se sustenta sobre los débiles
arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el
que busca lo imposible es justo que lo posible
se le niegue, como lo dijo mejor un poeta,
diciendo:
Busco en la muerte la vida,
salud en la enfermedad,
en la prisión libertad,
en lo cerrado salida
y en el traidor lealtad.
Pero mi suerte, de quien
jamás espero algún bien,
con el cielo ha estatuido
que, pues lo imposible pido,
lo posible aun no me den.
»Fuese otro día Anselmo a la aldea, dejando
dicho a Camila que el tiempo que él estuviese
ausente vendría Lotario a mirar por su casa y
a comer con ella; que tuviese cuidado de
tratalle como a su mesma persona. Afligióse
Camila, como mujer discreta y honrada, de la
orden que su marido le dejaba, y díjole que
advirtiese que no estaba bien que nadie, él
ausente, ocupase la silla de su mesa, y que si
lo hacía por no tener confianza que ella sabría
gobernar su casa, que probase por aquella
vez, y vería por experiencia como para
mayores cuidados era bastante. Anselmo le
replicó que aquél era su gusto, y que no tenía
más que hacer que bajar la cabeza y
obedecelle. Camila dijo que ansí lo haría,
aunque contra su voluntad.
»Partióse Anselmo, y otro día vino a su casa
Lotario, donde fue rescebido de Camila con
amoroso y honesto acogimiento; la cual
jamás se puso en parte donde Lotario la viese
a solas, porque siempre andaba rodeada de
sus criados y criadas, especialmente de una
doncella suya, llamada Leonela, a quien ella
mucho quería, por haberse criado desde
niñas las dos juntas en casa de los padres de
Camila, y cuando se casó con Anselmo la
trujo consigo.
»En los tres días primeros nunca Lotario le
dijo nada, aunque pudiera, cuando se
levantaban los manteles y la gente se iba a
comer con mucha priesa, porque así se lo
tenía mandado Camila. Y aun tenía orden
Leonela que comiese primero que Camila, y
que de su lado jamás se quitase; mas ella,
que en otras cosas de su gusto tenía puesto
el pensamiento y había menester aquellas
horas y aquel lugar para ocuparle en sus
contentos, no cumplía todas veces el
mandamiento de su señora; antes, los dejaba
solos, como si aquello le hubieran mandado.
Mas la honesta presencia de Camila, la
gravedad de su rostro, la compostura de su
persona era tanta, que ponía freno a la
lengua de Lotario.
»Pero el provecho que las muchas virtudes
de Camila hicieron, poniendo silencio en la
lengua de Lotario, redundó más en daño de
los dos, porque si la lengua callaba, el
pensamiento discurría y tenía lugar de
contemplar, parte por parte, todos los
estremos de bondad y de hermosura que
Camila tenía, bastantes a enamorar una
estatua de mármol, no que un corazón de
carne.
»Mirábala Lotario en el lugar y espacio que
había de hablarla, y consideraba cuán digna
era de ser amada; y esta consideración
comenzó poco a poco a dar asaltos a los
respectos que a Anselmo tenía, y mil veces
quiso ausentarse de la ciudad y irse donde
jamás Anselmo le viese a él, ni él viese a
Camila; mas ya le hacía impedimento y
detenía el gusto que hallaba en mirarla.
Hacíase fuerza y peleaba consigo mismo por
desechar y no sentir el contento que le
llevaba a mirar a Camila. Culpábase a solas
de su desatino, llamábase mal amigo y aun
mal cristiano; hacía discursos y
comparaciones entre él y Anselmo, y todos
paraban en decir que más había sido la locura
y confianza de Anselmo que su poca fidelidad,
y que si así tuviera disculpa para con Dios
como para con los hombres de lo que
pensaba hacer, que no temiera pena por su
culpa.
»En efecto, la hermosura y la bondad de
Camila, juntamente con la ocasión que el
ignorante marido le había puesto en las
manos, dieron con la lealtad de Lotario en
tierra. Y, sin mirar a otra cosa que aquella a
que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días
de la ausencia de Anselmo, en los cuales
estuvo en continua batalla por resistir a sus
deseos, comenzó a requebrar a Camila, con
tanta turbación y con tan amorosas razones
que Camila quedó suspensa, y no hizo otra
cosa que levantarse de donde estaba y
entrarse a su aposento, sin respondelle
palabra alguna. Mas no por esta sequedad se
desmayó en Lotario la esperanza, que
siempre nace juntamente con el amor; antes,
tuvo en más a Camila. La cual, habiendo visto
en Lotario lo que jamás pensara, no sabía
qué hacerse. Y, pareciéndole no ser cosa
segura ni bien hecha darle ocasión ni lugar a
que otra vez la hablase, determinó de enviar
aquella mesma noche, como lo hizo, a un
criado suyo con un billete a Anselmo, donde
le escribió estas razones:
Capítulo XXXIV. Donde se
prosigue la novela del
Curioso impertinente
»Así como suele decirse que parece mal el
ejército sin su general y el castillo sin su
castellano, digo yo que parece muy peor la
mujer casada y moza sin su marido, cuando
justísimas ocasiones no lo impiden. Yo me
hallo tan mal sin vos, y tan imposibilitada de
no poder sufrir esta ausencia, que si presto
no venís, me habré de ir a entretener en casa
de mis padres, aunque deje sin guarda la
vuestra; porque la que me dejastes, si es que
quedó con tal título, creo que mira más por
su gusto que por lo que a vos os toca; y,
pues sois discreto, no tengo más que deciros,
ni aun es bien que más os diga.
»Esta carta recibió Anselmo, y entendió por
ella que Lotario había ya comenzado la
empresa, y que Camila debía de haber
respondido como él deseaba; y, alegre
sobremanera de tales nuevas, respondió a
Camila, de palabra, que no hiciese
mudamiento de su casa en modo ninguno,
porque él volvería con mucha brevedad.
Admirada quedó Camila de la respuesta de
Anselmo, que la puso en más confusión que
primero, porque ni se atrevía a estar en su
casa, ni menos irse a la de sus padres;
porque en la quedada corría peligro su
honestidad, y en la ida iba contra el
mandamiento de su esposo.
»En fin, se resolvió en lo que le estuvo
peor, que fue en el quedarse, con
determinación de no huir la presencia de
Lotario, por no dar que decir a sus criados; y
ya le pesaba de haber escrito lo que escribió
a su esposo, temerosa de que no pensase
que Lotario había visto en ella alguna
desenvoltura que le hubiese movido a no
guardalle el decoro que debía.
Pero, fiada en su bondad, se fió en Dios y
en su buen pensamiento, con que pensaba
resistir callando a todo aquello que Lotario
decirle quisiese, sin dar más cuenta a su
marido, por no ponerle en alguna pendencia y
trabajo. Y aun andaba buscando manera
como disculpar a Lotario con Anselmo,
cuando le preguntase la ocasión que le había
movido a escribirle aquel papel. Con estos
pensamientos, más honrados que acertados
ni provechosos, estuvo otro día escuchando a
Lotario, el cual cargó la mano de manera que
comenzó a titubear la firmeza de Camila, y su
honestidad tuvo harto que hacer en acudir a
los ojos, para que no diesen muestra de
alguna amorosa compasión que las lágrimas
y las razones de Lotario en su pecho habían
despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo
le encendía.
»Finalmente, a él le pareció que era
menester, en el espacio y lugar que daba la
ausencia de Anselmo, apretar el cerco a
aquella fortaleza. Y así, acometió a su
presunción con las alabanzas de su
hermosura, porque no hay cosa que más
presto rinda y allane las encastilladas torres
de la vanidad de las hermosas que la mesma
vanidad, puesta en las lenguas de la
adulación. En efecto, él, con toda diligencia,
minó la roca de su entereza, con tales
pertrechos que, aunque Camila fuera toda de
bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofreció,
aduló, porfió, y fingió Lotario con tantos
sentimientos, con muestras de tantas veras,
que dio al través con el recato de Camila y
vino a triunfar de lo que menos se pensaba y
más deseaba.
»Rindióse Camila, Camila se rindió; pero,
¿qué mucho, si la amistad de Lotario no
quedó en pie? Ejemplo claro que nos muestra
que sólo se vence la pasión amorosa con
huilla, y que nadie se ha de poner a brazos
con tan poderoso enemigo, porque es
menester fuerzas divinas para vencer las
suyas humanas. Sólo supo Leonela la
flaqueza de su señora, porque no se la
pudieron encubrir los dos malos amigos y
nuevos amantes. No quiso Lotario decir a
Camila la pretensión de Anselmo, ni que él le
había dado lugar para llegar a aquel punto,
porque no tuviese en menos su amor y
pensase que así, acaso y sin pensar, y no de
propósito, la había solicitado.
»Volvió de allí a pocos días Anselmo a su
casa, y no echó de ver lo que faltaba en ella,
que era lo que en menos tenía y más
estimaba. Fuese luego a ver a Lotario, y
hallóle en su casa; abrazáronse los dos, y el
uno preguntó por las nuevas de su vida o de
su muerte.
»
—Las nuevas que te podré dar, ¡oh amigo
Anselmo!
—dijo Lotario
—, son de que tienes
una mujer que dignamente puede ser
ejemplo y corona de todas las mujeres
buenas. Las palabras que le he dicho se las
ha llevado el aire, los ofrecimientos se han
tenido en poco, las dádivas no se han
admitido, de algunas lágrimas fingidas mías
se ha hecho burla notable. En resolución, así
como Camila es cifra de toda belleza, es
archivo donde asiste la honestidad y vive el
comedimiento y el recato, y todas las
virtudes que pueden hacer loable y bien
afortunada a una honrada mujer. Vuelve a
tomar tus dineros, amigo, que aquí los tengo,
sin haber tenido necesidad de tocar a ellos;
que la entereza de Camila no se rinde a cosas
tan bajas como son dádivas ni promesas.
Conténtate, Anselmo, y no quieras hacer más
pruebas de las hechas; y, pues a pie enjuto
has pasado el mar de las dificultades y
sospechas que de las mujeres suelen y
pueden tenerse, no quieras entrar de nuevo
en el profundo piélago de nuevos
inconvenientes, ni quieras hacer experiencia
con otro piloto de la bondad y fortaleza del
navío que el cielo te dio en suerte para que
en él pasases la mar deste mundo, sino haz
cuenta que estás ya en seguro puerto, y
aférrate con las áncoras de la buena
consideración, y déjate estar hasta que te
vengan a pedir la deuda que no hay hidalguía
humana que de pagarla se escuse.
»Contentísimo quedó Anselmo de las
razones de Lotario, y así se las creyó como si
fueran dichas por algún oráculo. Pero, con
todo eso, le rogó que no dejase la empresa,
aunque no fuese más de por curiosidad y
entretenimiento, aunque no se aprovechase
de allí adelante de tan ahincadas diligencias
como hasta entonces; y que sólo quería que
le escribiese algunos versos en su alabanza,
debajo del nombre de Clori, porque él le daría
a entender a Camila que andaba enamorado
de una dama, a quien le había puesto aquel
nombre por poder celebrarla con el decoro
que a su honestidad se le debía; y que,
cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de
escribir los versos, que él los haría.
»
—No será menester eso
—dijo Lotario
—,
pues no me son tan enemigas las musas que
algunos ratos del año no me visiten. Dile tú a
Camila lo que has dicho del fingimiento de
mis amores, que los versos yo los haré; si no
tan buenos como el subjeto merece, serán,
por lo menos, los mejores que yo pudiere.
»Quedaron deste acuerdo el impertinente y
el traidor amigo; y, vuelto Anselmo a su casa,
preguntó a Camila lo que ella ya se
maravillaba que no se lo hubiese preguntado:
que fue que le dijese la ocasión por que le
había escrito el papel que le envió. Camila le
respondió que le había parecido que Lotario
la miraba un poco más desenvueltamente
que cuando él estaba en casa; pero que ya
estaba desengañada y creía que había sido
imaginación suya, porque ya Lotario huía de
vella y de estar con ella a solas. Díjole
Anselmo que bien podía estar segura de
aquella sospecha, porque él sabía que Lotario
andaba enamorado de una doncella principal
de la ciudad, a quien él celebraba debajo del
nombre de Clori, y que, aunque no lo
estuviera, no había que temer de la verdad
de Lotario y de la mucha amistad de
entrambos. Y, a no estar avisada Camila de
Lotario de que eran fingidos aquellos amores
de Clori, y que él se lo había dicho a Anselmo
por poder ocuparse algunos ratos en las
mismas alabanzas de Camila, ella, sin duda,
cayera en la desesperada red de los celos;
mas, por estar ya advertida, pasó aquel
sobresalto sin pesadumbre.
»Otro día, estando los tres sobre mesa,
rogó Anselmo a Lotario dijese alguna cosa de
las que había compuesto a su amada Clori;
que, pues Camila no la conocía, seguramente
podía decir lo que quisiese.
»
—Aunque la conociera
—respondió
Lotario
—, no encubriera yo nada, porque
cuando algún amante loa a su dama de
hermosa y la nota de cruel, ningún oprobrio
hace a su buen crédito. Pero, sea lo que
fuere, lo que sé decir, que ayer hice un
soneto a la ingratitud desta Clori, que dice
ansí:
Soneto
En el silencio de la noche, cuando
ocupa el dulce sueño a los mortales,
la pobre cuenta de mis ricos males
estoy al cielo y a mi Clori dando.
Y, al tiempo cuando el sol se va mostrando
por las rosadas puertas orientales,
con suspiros y acentos desiguales,
voy la antigua querella renovando.
Y cuando el sol, de su estrellado asiento,
derechos rayos a la tierra envía,
el llanto crece y doblo los gemidos.
Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,
y siempre hallo, en mi mortal porfía,
al cielo, sordo; a Clori, sin oídos.
»Bien le pareció el soneto a Camila, pero
mejor a Anselmo, pues le alabó, y dijo que
era demasiadamente cruel la dama que a tan
claras verdades no correspondía. A lo que
dijo Camila:
»
—Luego, ¿todo aquello que los poetas
enamorados dicen es verdad?
»
—En cuanto poetas, no la dicen
—
respondió Lotario
—; mas, en cuanto
enamorados, siempre quedan tan cortos
como verdaderos.
»
—No hay duda deso
—replicó Anselmo,
todo por apoyar y acreditar los pensamientos
de Lotario con Camila, tan descuidada del
artificio de Anselmo como ya enamorada de
Lotario.
»Y así, con el gusto que de sus cosas tenía,
y más, teniendo por entendido que sus
deseos y escritos a ella se encaminaban, y
que ella era la verdadera Clori, le rogó que si
otro soneto o otros versos sabía, los dijese:
»
—Sí sé
—respondió Lotario
—, pero no creo
que es tan bueno como el primero, o, por
mejor decir, menos malo. Y podréislo bien
juzgar, pues es éste:
Soneto
Yo sé que muero; y si no soy creído,
es más cierto el morir, como es más cierto
verme a tus pies, ¡oh bella ingrata!,
muerto,
antes que de adorarte arrepentido.
Podré yo verme en la región de olvido,
de vida y gloria y de favor desierto,
y allí verse podrá en mi pecho abierto
cómo tu hermoso rostro está esculpido.
Que esta reliquia guardo para el duro
trance que me amenaza mi porfía,
que en tu mismo rigor se fortalece.
¡Ay de aquel que navega, el cielo escuro,
por mar no usado y peligrosa vía,
adonde norte o puerto no se ofrece!
»También alabó este segundo soneto
Anselmo, como había hecho el primero, y
desta manera iba añadiendo eslabón a
eslabón a la cadena con que se enlazaba y
trababa su deshonra, pues cuando más
Lotario le deshonraba, entonces le decía que
estaba más honrado; y, con esto, todos los
escalones que Camila bajaba hacia el centro
de su menosprecio, los subía, en la opinión
de su marido, hacia la cumbre de la virtud y
de su buena fama.
»Sucedió en esto que, hallándose una vez,
entre otras, sola Camila con su doncella, le
dijo:
»
—Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en
cuán poco he sabido estimarme, pues
siquiera no hice que con el tiempo comprara
Lotario la entera posesión que le di tan presto
de mi voluntad. Temo que ha de estimar mi
presteza o ligereza, sin que eche de ver la
fuerza que él me hizo para no poder
resistirle.
»
—No te dé pena eso, señora mía
—
respondió Leonela
—, que no está la monta, ni
es causa para menguar la estimación, darse
lo que se da presto, si, en efecto, lo que se
da es bueno, y ello por sí digno de estimarse.
Y aun suele decirse que el que luego da, da
dos veces.
»
—También se suele decir
—dijo Camila
—
que lo que cuesta poco se estima en menos.
»
—No corre por ti esa razón
—respondió
Leonela
—, porque el amor, según he oído
decir, unas veces vuela y otras anda, con
éste corre y con aquél va despacio, a unos
entibia y a otros abrasa, a unos hiere y a
otros mata, en un mesmo punto comienza la
carrera de sus deseos y en aquel mesmo
punto la acaba y concluye, por la mañana
suele poner el cerco a una fortaleza y a la
noche la tiene rendida, porque no hay fuerza
que le resista. Y, siendo así, ¿de qué te
espantas, o de qué temes, si lo mismo debe
de haber acontecido a Lotario, habiendo
tomado el amor por instrumento de rendirnos
la ausencia de mi señor? Y era forzoso que en
ella se concluyese lo que el amor tenía
determinado, sin dar tiempo al tiempo para
que Anselmo le tuviese de volver, y con su
presencia quedase imperfecta la obra. Porque
el amor no tiene otro mejor ministro para
ejecutar lo que desea que es la ocasión: de la
ocasión se sirve en todos sus hechos,
principalmente en los principios.
Todo esto sé yo muy bien, más de
experiencia que de oídas, y algún día te lo
diré, señora, que yo también soy de carne y
de sangre moza. Cuanto más, señora Camila,
que no te entregaste ni diste tan luego, que
primero no hubieses visto en los ojos, en los
suspiros, en las razones y en las promesas y
dádivas de Lotario toda su alma, viendo en
ella y en sus virtudes cuán digno era Lotario
de ser amado. Pues si esto es ansí, no te
asalten la imaginación esos escrupulosos y
melindrosos pensamientos, sino asegúrate
que Lotario te estima como tú le estimas a él,
y vive con contento y satisfación de que, ya
que caíste en el lazo amoroso, es el que te
aprieta de valor y de estima. Y que no sólo
tiene las cuatro eses que dicen que han de
tener los buenos enamorados, sino todo un
ABC entero: si no, escúchame y verás como
te le digo de coro. Él es, según yo veo y a mí
me parece, agradecido, bueno, caballero,
dadivoso, enamorado, firme, gallardo,
honrado, ilustre, leal, mozo, noble, onesto,
principal, quantioso, rico, y las eses que
dicen; y luego, tácito, verdadero. La X no le
cuadra, porque es letra áspera; la Y ya está
dicha; la Z, zelador de tu honra.
»Rióse Camila del ABC de su doncella, y
túvola por más plática en las cosas de amor
que ella decía; y así lo confesó ella,
descubriendo a Camila como trataba amores
con un mancebo bien nacido, de la mesma
ciudad; de lo cual se turbó Camila, temiendo
que era aquél camino por donde su honra
podía correr riesgo. Apuróla si pasaban sus
pláticas a más que serlo. Ella, con poca
vergüenza y mucha desenvoltura, le
respondió que sí pasaban; porque es cosa ya
cierta que los descuidos de las señoras quitan
la vergüenza a las criadas, las cuales, cuando
ven a las amas echar traspiés, no se les da
nada a ellas de cojear, ni de que lo sepan.
»No pudo hacer otra cosa Camila sino rogar
a Leonela no dijese nada de su hecho al que
decía ser su amante, y que tratase sus cosas
con secreto, porque no viniesen a noticia de
Anselmo ni de Lotario. Leonela respondió que
así lo haría, mas cumpliólo de manera que
hizo cierto el temor de Camila de que por ella
había de perder su crédito. Porque la
deshonesta y atrevida Leonela, después que
vio que el proceder de su ama no era el que
solía, atrevióse a entrar y poner dentro de
casa a su amante, confiada que, aunque su
señora le viese, no había de osar descubrille;
que este daño acarrean, entre otros, los
pecados de las señoras: que se hacen
esclavas de sus mesmas criadas y se obligan
a encubrirles sus deshonestidades y vilezas,
como aconteció con Camila; que, aunque vio
una y muchas veces que su Leonela estaba
con su galán en un aposento de su casa, no
sólo no la osaba reñir, mas dábale lugar a
que lo encerrase, y quitábale todos los
estorbos, para que no fuese visto de su
marido.
»Pero no los pudo quitar que Lotario no le
viese una vez salir, al romper del alba; el
cual, sin conocer quién era, pensó primero
que debía de ser alguna fantasma; mas,
cuando le vio caminar, embozarse y
encubrirse con cuidado y recato, cayó de su
simple pensamiento y dio en otro, que fuera
la perdición de todos si Camila no lo
remediara. Pensó Lotario que aquel hombre
que había visto salir tan a deshora de casa de
Anselmo no había entrado en ella por
Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en el
mundo; sólo creyó que Camila, de la misma
manera que había sido fácil y ligera con él, lo
era para otro; que estas añadiduras trae
consigo la maldad de la mujer mala: que
pierde el crédito de su honra con el mesmo a
quien se entregó rogada y persuadida, y cree
que con mayor facilidad se entrega a otros, y
da infalible crédito a cualquiera sospecha que
desto le venga. Y no parece sino que le faltó
a Lotario en este punto todo su buen
entendimiento, y se le fueron de la memoria
todos sus advertidos discursos,
pues, sin hacer alguno que bueno fuese, ni
aun razonable, sin más ni más, antes que
Anselmo se levantase, impaciente y ciego de
la celosa rabia que las entrañas le roía,
muriendo por vengarse de Camila, que en
ninguna cosa le había ofendido, se fue a
Anselmo y le dijo:
»
—Sábete, Anselmo, que ha muchos días
que he andado peleando conmigo mesmo,
haciéndome fuerza a no decirte lo que ya no
es posible ni justo que más te encubra.
Sábete que la fortaleza de Camila está ya
rendida y sujeta a todo aquello que yo
quisiere hacer della; y si he tardado en
descubrirte esta verdad, ha sido por ver si
era algún liviano antojo suyo, o si lo hacía
por probarme y ver si eran con propósito
firme tratados los amores que, con tu
licencia, con ella he comenzado. Creí,
ansimismo, que ella, si fuera la que debía y la
que entrambos pensábamos, ya te hubiera
dado cuenta de mi solicitud, pero, habiendo
visto que se tarda, conozco que son
verdaderas las promesas que me ha dado de
que, cuando otra vez hagas ausencia de tu
casa, me hablará en la recámara, donde está
el repuesto de tus alhajas –y era la verdad,
que allí le solía hablar Camila
—; y no quiero
que precipitosamente corras a hacer alguna
venganza, pues no está aún cometido el
pecado sino con pensamiento, y podría ser
que, desde éste hasta el tiempo de ponerle
por obra, se mudase el de Camila y naciese
en su lugar el arrepentimiento. Y así, ya que,
en todo o en parte, has seguido siempre mis
consejos, sigue y guarda uno que ahora te
diré, para que sin engaño y con medroso
advertimento te satisfagas de aquello que
más vieres que te convenga. Finge que te
ausentas por dos o tres días, como otras
veces sueles, y haz de manera que te quedes
escondido en tu recámara, pues los tapices
que allí hay y otras cosas con que te puedas
encubrir te ofrecen mucha comodidad, y
entonces verás por tus mismos ojos, y yo por
los míos, lo que Camila quiere; y si fuere la
maldad que se puede temer antes que
esperar, con silencio, sagacidad y discreción
podrás ser el verdugo de tu agravio.
»Absorto, suspenso y admirado quedó
Anselmo con las razones de Lotario, porque le
cogieron en tiempo donde menos las
esperaba oír, porque ya tenía a Camila por
vencedora de los fingidos asaltos de Lotario y
comenzaba a gozar la gloria del vencimiento.
Callando estuvo por un buen espacio,
mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo
dijo:
»
—Tú lo has hecho, Lotario, como yo
esperaba de tu amistad; en todo he de seguir
tu consejo: haz lo que quisieres y guarda
aquel secreto que ves que conviene en caso
tan no pensado.
»Prometióselo Lotario, y, en apartándose
dél, se arrepintió totalmente de cuanto le
había dicho, viendo cuán neciamente había
andado, pues pudiera él vengarse de Camila,
y no por camino tan cruel y tan deshonrado.
Maldecía su entendimiento, afeaba su ligera
determinación, y no sabía qué medio tomarse
para deshacer lo hecho, o para dalle alguna
razonable salida. Al fin, acordó de dar cuenta
de todo a Camila; y, como no faltaba lugar
para poderlo hacer, aquel mismo día la halló
sola, y ella, así como vio que le podía hablar,
le dijo.
»
—Sabed, amigo Lotario, que tengo una
pena en el corazón que me le aprieta de
suerte que parece que quiere reventar en el
pecho, y ha de ser maravilla si no lo hace,
pues ha llegado la desvergüenza de Leonela a
tanto, que cada noche encierra a un galán
suyo en esta casa y se está con él hasta el
día, tan a costa de mi crédito cuanto le
quedará campo abierto de juzgarlo al que le
viere salir a horas tan inusitadas de mi casa.
Y lo que me fatiga es que no la puedo
castigar ni reñir: que el ser ella secretario de
nuestros tratos me ha puesto un freno en la
boca para callar los suyos, y temo que de
aquí ha de nacer algún mal suceso.
»Al principio que Camila esto decía creyó
Lotario que era artificio para desmentille que
el hombre que había visto salir era de
Leonela, y no suyo; pero, viéndola llorar y
afligirse, y pedirle remedio, vino a creer la
verdad, y, en creyéndola, acabó de estar
confuso y arrepentido del todo.
Pero, con todo esto, respondió a Camila que
no tuviese pena, que él ordenaría remedio
para atajar la insolencia de Leonela. Díjole
asimismo lo que, instigado de la furiosa rabia
de los celos, había dicho a Anselmo, y cómo
estaba concertado de esconderse en la
recámara, para ver desde allí a la clara la
poca lealtad que ella le guardaba. Pidióle
perdón desta locura, y consejo para poder
remedialla y salir bien de tan revuelto
laberinto como su mal discurso le había
puesto.
»Espantada quedó Camila de oír lo que
Lotario le decía, y con mucho enojo y muchas
y discretas razones le riñó y afeó su mal
pensamiento y la simple y mala
determinación que había tenido. Pero, como
naturalmente tiene la mujer ingenio presto
para el bien y para el mal más que el varón,
puesto que le va faltando cuando de
propósito se pone a hacer discursos, luego al
instante halló Camila el modo de remediar
tan al parecer inremediable negocio, y dijo a
Lotario que procurase que otro día se
escondiese Anselmo donde decía, porque ella
pensaba sacar de su escondimiento
comodidad para que desde allí en adelante
los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y,
sin declararle del todo su pensamiento, le
advirtió que tuviese cuidado que, en estando
Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela
le llamase, y que a cuanto ella le dijese le
respondiese como respondiera aunque no
supiera que Anselmo le escuchaba. Porfió
Lotario que le acabase de declarar su
intención, porque con más seguridad y aviso
guardase todo lo que viese ser necesario.
»
—Digo
—dijo Camila
— que no hay más
que guardar, si no fuere responderme como
yo os preguntare (no queriendo Camila darle
antes cuenta de lo que pensaba hacer,
temerosa que no quisiese seguir el parecer
que a ella tan bueno le parecía, y siguiese o
buscase otros que no podrían ser tan
buenos).
»Con esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro
día, con la escusa de ir aquella aldea de su
amigo, se partió y volvió a esconderse: que lo
pudo hacer con comodidad, porque de
industria se la dieron Camila y Leonela.
»Escondido, pues, Anselmo, con aquel
sobresalto que se puede imaginar que tendría
el que esperaba ver por sus ojos hacer
notomía de las entrañas de su honra, íbase a
pique de perder el sumo bien que él pensaba
que tenía en su querida Camila. Seguras ya y
ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba
escondido, entraron en la recámara; y apenas
hubo puesto los pies en ella Camilia, cuando,
dando un grande suspiro, dijo:
»
—¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor
que, antes que llegase a poner en ejecución
lo que no quiero que sepas, porque no
procures estorbarlo, que tomases la daga de
Anselmo, que te he pedido, y pasases con
ella este infame pecho mío? Pero no hagas
tal, que no será razón que yo lleve la pena de
la ajena culpa. Primero quiero saber qué es lo
que vieron en mí los atrevidos y deshonestos
ojos de Lotario que fuese causa de darle
atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo
como es el que me ha descubierto, en
desprecio de su amigo y en deshonra mía.
Ponte, Leonela, a esa ventana y llámale, que,
sin duda alguna, él debe de estar en la calle,
esperando poner en efeto su mala intención.
Pero primero se pondrá la cruel cuanto
honrada mía.
»
—¡Ay, señora mía!
—respondió la sagaz y
advertida Leonela
—, y ¿qué es lo que quieres
hacer con esta daga? ¿Quieres por ventura
quitarte la vida o quitársela a Lotario? Que
cualquiera destas cosas que quieras ha de
redundar en pérdida de tu crédito y fama.
Mejor es que disimules tu agravio, y no des
lugar a que este mal hombre entre ahora en
esta casa y nos halle solas. Mira, señora, que
somos flacas mujeres, y él es hombre y
determinado; y, como viene con aquel mal
propósito, ciego y apasionado, quizá antes
que tú pongas en ejecución el tuyo, hará él lo
que te estaría más mal que quitarte la vida.
¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanto mal
ha querido dar a este desuellacaras en su
casa! Y ya, señora, que le mates, como yo
pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de
hacer dél después de muerto?
»
—¿Qué, amiga?
—respondió Camila
—:
dejarémosle para que Anselmo le entierre,
pues será justo que tenga por descanso el
trabajo que tomare en poner debajo de la
tierra su misma infamia. Llámale, acaba, que
todo el tiempo que tardo en tomar la debida
venganza de mi agravio parece que ofendo a
la lealtad que a mi esposo debo.
»Todo esto escuchaba Anselmo, y, a cada
palabra que Camila decía, se le mudaban los
pensamientos; mas, cuando entendió que
estaba resuelta en matar a Lotario, quiso salir
y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese;
pero detúvole el deseo de ver en qué paraba
tanta gallardía y honesta resolución, con
propósito de salir a tiempo que la estorbase.
»Tomóle en esto a Camila un fuerte
desmayo, y, arrojándose encima de una
cama que allí estaba, comenzó Leonela a
llorar muy amargamente y a decir:
»
—¡Ay, desdichada de mí si fuese tan sin
ventura que se me muriese aquí entre mis
brazos la flor de la honestidad del mundo, la
corona de las buenas mujeres, el ejemplo de
la castidad...!
»Con otras cosas a éstas semejantes, que
ninguno la escuchara que no la tuviera por la
más lastimada y leal doncella del mundo, y a
su señora por otra nueva y perseguida
Penélope. Poco tardó en volver de su
desmayo Camila; y, al volver en sí, dijo:
»
—¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al
más leal amigo de amigo que vio el sol o
cubrió la noche? Acaba, corre, aguija,
camina, no se esfogue con la tardanza el
fuego de la cólera que tengo, y se pase en
amenazas y maldiciones la justa venganza
que espero.
»
—Ya voy a llamarle, señora mía
—dijo
Leonela
—, mas hasme de dar primero esa
daga, porque no hagas cosa, en tanto que
falto, que dejes con ella que llorar toda la
vida a todos los que bien te quieren.
»
—Ve segura, Leonela amiga, que no haré
—respondió Camila
—; porque, ya que sea
atrevida y simple a tu parecer en volver por
mi honra, no lo he de ser tanto como aquella
Lucrecia de quien dicen que se mató sin
haber cometido error alguno, y sin haber
muerto primero a quien tuvo la causa de su
desgracia. Yo moriré, si muero, pero ha de
ser vengada y satisfecha del que me ha dado
ocasión de venir a este lugar a llorar sus
atrevimientos, nacidos tan sin culpa mía.
»Mucho se hizo de rogar Leonela antes que
saliese a llamar a Lotario, pero, en fin, salió;
y, entre tanto que volvía, quedó Camilia
diciendo, como que hablaba consigo misma:
»
—¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado
haber despedido a Lotario, como otras
muchas veces lo he hecho, que no ponerle en
condición, como ya le he puesto, que me
tenga por deshonesta y mala, siquiera este
tiempo que he de tardar en desengañarle?
Mejor fuera, sin duda; pero no quedara yo
vengada, ni la honra de mi marido satisfecha,
si tan a manos lavadas y tan a paso llano se
volviera a salir de donde sus malos
pensamientos le entraron.
Pague el traidor con la vida lo que intentó
con tan lascivo deseo: sepa el mundo, si
acaso llegare a saberlo, de que Camila no
sólo guardó la lealtad a su esposo, sino que le
dio venganza del que se atrevió a ofendelle.
Mas, con todo, creo que fuera mejor dar
cuenta desto a Anselmo, pero ya se la apunté
a dar en la carta que le escribí al aldea, y
creo que el no acudir él al remedio del daño
que allí le señalé, debió de ser que, de puro
bueno y confiado, no quiso ni pudo creer que
en el pecho de su tan firme amigo pudiese
caber género de pensamiento que contra su
honra fuese; ni aun yo lo creí después, por
muchos días, ni lo creyera jamás, si su
insolencia no llegara a tanto, que las
manifiestas dádivas y las largas promesas y
las continuas lágrimas no me lo manifestaran.
Mas, ¿para qué hago yo ahora estos
discursos? ¿Tiene, por ventura, una
resulución gallarda necesidad de consejo
alguno? No, por cierto. ¡Afuera, pues,
traidores; aquí, venganzas! ¡Entre el falso,
venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo
que sucediere! Limpia entré en poder del que
el cielo me dio por mío, limpia he de salir dél;
y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta
sangre, y en la impura del más falso amigo
que vio la amistad en el mundo.
»Y, diciendo esto, se paseaba por la sala
con la daga desenvainada, dando tan
desconcertados y desaforados pasos, y
haciendo tales ademanes, que no parecía sino
que le faltaba el juicio, y que no era mujer
delicada, sino un rufián desesperado.
»Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás
de unos tapices donde se había escondido, y
de todo se admiraba, y ya le parecía que lo
que había visto y oído era bastante
satisfación para mayores sospechas; y ya
quisiera que la prueba de venir Lotario
faltara, temeroso de algún mal repentino
suceso. Y, estando ya para manifestarse y
salir, para abrazar y desengañar a su esposa,
se detuvo porque vio que Leonela volvía con
Lotario de la mano; y, así como Camila le vio,
haciendo con la daga en el suelo una gran
raya delante della, le dijo:
»
—Lotario, advierte lo que te digo: si a
dicha te atrevieres a pasar desta raya que
ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere
que lo intentas, en ese mismo me pasaré el
pecho con esta daga que en las manos tengo.
Y, antes que a esto me respondas palabra,
quiero que otras algunas me escuches; que
después responderás lo que más te agradare.
Lo primero, quiero, Lotario, que me digas si
conoces a Anselmo, mi marido, y en qué
opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber
también si me conoces a mí.
Respóndeme a esto, y no te turbes, ni
pienses mucho lo que has de responder, pues
no son dificultades las que te pregunto.
»No era tan ignorante Lotario que, desde el
primer punto que Camila le dijo que hiciese
esconder a Anselmo, no hubiese dado en la
cuenta de lo que ella pensaba hacer; y así,
correspondió con su intención tan
discretamente, y tan a tiempo, que hicieran
los dos pasar aquella mentira por más que
cierta verdad; y así, respondió a Camila desta
manera:
»
—No pensé yo, hermosa Camila, que me
llamabas para preguntarme cosas tan fuera
de la intención con que yo aquí vengo. Si lo
haces por dilatarme la prometida merced,
desde más lejos pudieras entretenerla,
porque tanto más fatiga el bien deseado
cuanto la esperanza está más cerca de
poseello; pero, porque no digas que no
respondo a tus preguntas, digo que conozco a
tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos
desde nuestros más tiernos años; y no quiero
decir lo que tú tan bien sabes de nuestra
amistad, por no me hacer testigo del agravio
que el amor hace que le haga, poderosa
disculpa de mayores yerros. A ti te conozco y
tengo en la misma posesión que él te tiene;
que, a no ser así, por menos prendas que las
tuyas no había yo de ir contra lo que debo a
ser quien soy y contra las santas leyes de la
verdadera amistad, ahora por tan poderoso
enemigo como el amor por mí rompidas y
violadas.
»
—Si eso confiesas
—respondió Camila
—,
enemigo mortal de todo aquello que
justamente merece ser amado, ¿con qué
rostro osas parecer ante quien sabes que es
el espejo donde se mira aquel en quien tú te
debieras mirar, para que vieras con cuán
poca ocasión le agravias? Pero ya cayo, ¡ay,
desdichada de mí!, en la cuenta de quién te
ha hecho tener tan poca con lo que a ti
mismo debes, que debe de haber sido alguna
desenvoltura mía, que no quiero llamarla
deshonestidad, pues no habrá procedido de
deliberada determinación, sino de algún
descuido de los que las mujeres que piensan
que no tienen de quién recatarse suelen
hacer inadvertidamente. Si no, dime:
¿cuándo, ¡oh traidor!, respondí a tus ruegos
con alguna palabra o señal que pudiese
despertar en ti alguna sombra de esperanza
de cumplir tus infames deseos? ¿Cuándo tus
amorosas palabras no fueron deshechas y
reprehendidas de las mías con rigor y con
aspereza? ¿Cuándo tus muchas promesas y
mayores dádivas fueron de mí creídas, ni
admitidas? Pero, por parecerme que alguno
no puede perseverar en el intento amoroso
luengo tiempo, si no es sustentado de alguna
esperanza, quiero atribuirme a mí la culpa de
tu impertinencia, pues, sin duda, algún
descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu
cuidado; y así, quiero castigarme y darme la
pena que tu culpa merece. Y, porque vieses
que, siendo conmigo tan inhumana, no era
posible dejar de serlo contigo, quise traerte a
ser testigo del sacrificio que pienso hacer a la
ofendida honra de mi tan honrado marido,
agraviado de ti con el mayor cuidado que te
ha sido posible, y de mí también con el poco
recato que he tenido del huir la ocasión, si
alguna te di, para favorecer y canonizar tus
malas intenciones. Torno a decir que la
sospecha que tengo que algún descuido mío
engendró en ti tan desvariados pensamientos
es la que más me fatiga, y la que yo más
deseo castigar con mis propias manos,
porque, castigándome otro verdugo, quizá
sería más pública mi culpa; pero, antes que
esto haga, quiero matar muriendo, y llevar
conmigo quien me acabe de satisfacer el
deseo de la venganza que espero y tengo,
viendo allá, dondequiera que fuere, la pena
que da la justicia desinteresada y que no se
dobla al que en términos tan desesperados
me ha puesto.
»Y, diciendo estas razones, con una
increíble fuerza y ligereza arremetió a Lotario
con la daga desenvainada, con tales muestras
de querer enclavársela en el pecho, que casi
él estuvo en duda si aquellas demostraciones
eran falsas o verdaderas, porque le fue
forzoso valerse de su industria y de su fuerza
para estorbar que Camila no le diese. La cual
tan vivamente fingía aquel estraño embuste y
fealdad que, por dalle color de verdad, la
quiso matizar con su misma sangre; porque,
viendo que no podía haber a Lotario, o
fingiendo que no podía, dijo:
»
—Pues la suerte no quiere satisfacer del
todo mi tan justo deseo, a lo menos, no será
tan poderosa que, en parte, me quite que no
le satisfaga. Y, haciendo fuerza para soltar la
mano de la daga, que Lotario la tenía asida,
la sacó, y, guiando su punta por parte que
pudiese herir no profundamente, se la entró y
escondió por más arriba de la islilla del lado
izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó
caer en el suelo, como desmayada.
»Estaban Leonela y Lotario suspensos y
atónitos de tal suceso, y todavía dudaban de
la verdad de aquel hecho, viendo a Camila
tendida en tierra y bañada en su sangre.
Acudió Lotario con mucha presteza,
despavorido y sin aliento, a sacar la daga, y,
en ver la pequeña herida, salió del temor que
hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró
de la sagacidad, prudencia y mucha
discreción de la hermosa Camila; y, por
acudir con lo que a él le tocaba, comenzó a
hacer una larga y triste lamentación sobre el
cuerpo de Camila, como si estuviera difunta,
echándose muchas maldiciones, no sólo a él,
sino al que había sido causa de habelle
puesto en aquel término. Y, como sabía que
le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas
que el que le oyera le tuviera mucha más
lástima que a Camila, aunque por muerta la
juzgara.
»Leonela la tomó en brazos y la puso en el
lecho, suplicando a Lotario fuese a buscar
quien secretamente a Camila curase; pedíale
asimismo consejo y parecer de lo que dirían a
Anselmo de aquella herida de su señora, si
acaso viniese antes que estuviese sana. Él
respondió que dijesen lo que quisiesen, que
él no estaba para dar consejo que de
provecho fuese; sólo le dijo que procurase
tomarle la sangre, porque él se iba adonde
gentes no le viesen. Y, con muestras de
mucho dolor y sentimiento, se salió de casa;
y, cuando se vio solo y en parte donde nadie
le veía, no cesaba de hacerse cruces,
maravillándose de la industria de Camila y de
los ademanes tan proprios de Leonela.
Consideraba cuán enterado había de quedar
Anselmo de que tenía por mujer a una
segunda Porcia, y deseaba verse con él para
celebrar los dos la mentira y la verdad más
disimulada que jamás pudiera imaginarse.
Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre
a su señora, que no era más de aquello que
bastó para acreditar su embuste; y, lavando
con un poco de vino la herida, se la ató lo
mejor que supo, diciendo tales razones, en
tanto que la curaba, que, aunque no hubieran
precedido otras, bastaran a hacer creer a
Anselmo que tenía en Camila un simulacro de
la honestidad.
»Juntáronse a las palabras de Leonela otras
de Camila, llamándose cobarde y de poco
ánimo, pues le había faltado al tiempo que
fuera más necesario tenerle, para quitarse la
vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo
a su doncella si daría, o no, todo aquel
suceso a su querido esposo; la cual le dijo
que no se lo dijese, porque le pondría en
obligación de vengarse de Lotario, lo cual no
podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la
buena mujer estaba obligada a no dar
ocasión a su marido a que riñese, sino a
quitalle todas aquellas que le fuese posible.
»Respondió Camila que le parecía muy bien
su parecer y que ella le seguiría; pero que en
todo caso convenía buscar qué decir a
Anselmo de la causa de aquella herida, que él
no podría dejar de ver; a lo que Leonela
respondía que ella, ni aun burlando, no sabía
mentir.
»
—Pues yo, hermana
—replicó Camila
—,
¿qué tengo de saber, que no me atreveré a
forjar ni sustentar una mentira, si me fuese
en ello la vida? Y si es que no hemos de
saber dar salida a esto, mejor será decirle la
verdad desnuda, que no que nos alcance en
mentirosa cuenta.
»
—No tengas pena, señora: de aquí a
mañana
—respondió Leonela
— yo pensaré
qué le digamos, y quizá que, por ser la herida
donde es, la podrás encubrir sin que él la
vea, y el cielo será servido de favorecer a
nuestros tan justos y tan honrados
pensamientos. Sosiégate, señora mía, y
procura sosegar tu alteración, porque mi
señor no te halle sobresaltada, y lo demás
déjalo a mi cargo, y al de Dios, que siempre
acude a los buenos deseos.
»Atentísimo había estado Anselmo a
escuchar y a ver representar la tragedia de la
muerte de su honra; la cual con tan estraños
y eficaces afectos la representaron los
personajes della, que pareció que se habían
transformado en la misma verdad de lo que
fingían. Deseaba mucho la noche, y el tener
lugar para salir de su casa, y ir a verse con
su buen amigo Lotario, congratulándose con
él de la margarita preciosa que había hallado
en el desengaño de la bondad de su esposa.
Tuvieron cuidado las dos de darle lugar y
comodidad a que saliese, y él, sin perdella,
salió y luego fue a buscar a Lotario, el cual
hallado, no se puede buenamente contar los
abrazos que le dio, las cosas que de su
contento le dijo, las alabanzas que dio a
Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin
poder dar muestras de alguna alegría, porque
se le representaba a la memoria cuán
engañado estaba su amigo y cuán
injustamente él le agraviaba. Y, aunque
Anselmo veía que Lotario no se alegraba,
creía ser la causa por haber dejado a Camila
herida y haber él sido la causa; y así, entre
otras razones, le dijo que no tuviese pena del
suceso de Camila, porque, sin duda, la herida
era ligera, pues quedaban de concierto de
encubrírsela a él; y que, según esto, no había
de qué temer, sino que de allí adelante se
gozase y alegrase con él, pues por su
industria y medio él se veía levantado a la
más alta felicidad que acertara desearse, y
quería que no fuesen otros sus
entretenimientos que en hacer versos en
alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en
la memoria de los siglos venideros. Lotario
alabó su buena determinación y dijo que él,
por su parte, ayudaría a levantar tan ilustre
edificio.
»Con esto quedó Anselmo el hombre más
sabrosamente engañado que pudo haber en
el mundo: él mismo llevó por la mano a su
casa, creyendo que llevaba el instrumento de
su gloria, toda la perdición de su fama.
Recebíale Camila con rostro, al parecer,
torcido, aunque con alma risueña. Duró este
engaño algunos días, hasta que, al cabo de
pocos meses, volvió Fortuna su rueda y salió
a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí
cubierta, y a Anselmo le costó la vida su
impertinente curiosidad.»
Capítulo XXXV. Donde se
da fin a la novela del
Curioso impertinente
Poco más quedaba por leer de la novela,
cuando del caramanchón donde reposaba don
Quijote salió Sancho Panza todo alborotado,
diciendo a voces:
—Acudid, señores, presto y socorred a mi
señor, que anda envuelto en la más reñida y
trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive
Dios, que ha dado una cuchillada al gigante
enemigo de la señora princesa Micomicona,
que le ha tajado la cabeza, cercen a cercen,
como si fuera un nabo!
—¿Qué dices, hermano?
—dijo el cura,
dejando de leer lo que de la novela
quedaba
—. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo
diablos puede ser eso que decís, estando el
gigante dos mil leguas de aquí?
En esto, oyeron un gran ruido en el
aposento, y que don Quijote decía a voces:
—¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí
te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra!
Y parecía que daba grandes cuchilladas por
las paredes. Y dijo Sancho:
—No tienen que pararse a escuchar, sino
entren a despartir la pelea, o a ayudar a mi
amo; aunque ya no será menester, porque,
sin duda alguna, el gigante está ya muerto, y
dando cuenta a Dios de su pasada y mala
vida, que yo vi correr la sangre por el suelo,
y la cabeza cortada y caída a un lado, que es
tamaña como un gran cuero de vino.
—Que me maten —dijo a esta sazón el
ventero— si don Quijote, o don diablo, no ha
dado alguna cuchillada en alguno de los
cueros de vino tinto que a su cabecera
estaban llenos, y el vino derramado debe de
ser lo que le parece sangre a este buen
hombre.
Y, con esto, entró en el aposento, y todos
tras él, y hallaron a don Quijote en el más
estraño traje del mundo: estaba en camisa,
la cual no era tan cumplida que por delante le
acabase de cubrir los muslos, y por detrás
tenía seis dedos menos; las piernas eran muy
largas y flacas, llenas de vello y no nada
limpias; tenía en la cabeza un bonetillo
colorado, grasiento, que era del ventero; en
el brazo izquierdo tenía revuelta la manta de
la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él
se sabía bien el porqué; y en la derecha,
desenvainada la espada, con la cual daba
cuchilladas a todas partes, diciendo palabras
como si verdaderamente estuviera peleando
con algún gigante. Y es lo bueno que no tenía
los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y
soñando que estaba en batalla con el
gigante; que fue tan intensa la imaginación
de la aventura que iba a fenecer, que le hizo
soñar que ya había llegado al reino de
Micomicón, y que ya estaba en la pelea con
su enemigo. Y había dado tantas cuchilladas
en los cueros, creyendo que las daba en el
gigante, que todo el aposento estaba lleno de
vino; lo cual visto por el ventero, tomó tanto
enojo que arremetió con don Quijote, y a
puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes
que si Cardenio y el cura no se le quitaran, él
acabara la guerra del gigante; y, con todo
aquello, no despertaba el pobre caballero,
hasta que el barbero trujo un gran caldero de
agua fría del pozo y se le echó por todo el
cuerpo de golpe, con lo cual despertó don
Quijote; mas no con tanto acuerdo que
echase de ver de la manera que estaba.
Dorotea, que vio cuán corta y sotilmente
estaba vestido, no quiso entrar a ver la
batalla de su ayudador y de su contrario.
Andaba Sancho buscando la cabeza del
gigante por todo el suelo, y, como no la
hallaba, dijo:
—Ya yo sé que todo lo desta casa es
encantamento; que la otra vez, en este
mesmo lugar donde ahora me hallo, me
dieron muchos mojicones y porrazos, sin
saber quién me los daba, y nunca pude ver a
nadie; y ahora no parece por aquí esta
cabeza que vi cortar por mis mismísimos
ojos, y la sangre corría del cuerpo como de
una fuente.
—¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo
de Dios y de sus santos?
—dijo el ventero
—.
¿No vees, ladrón, que la sangre y la fuente
no es otra cosa que estos cueros que aquí
están horadados y el vino tinto que nada en
este aposento, que nadando vea yo el alma
en los infiernos de quien los horadó?
—No sé nada
—respondió Sancho
—; sólo sé
que vendré a ser tan desdichado que, por no
hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi
condado como la sal en el agua.
Y estaba peor Sancho despierto que su amo
durmiendo: tal le tenían las promesas que su
amo le había hecho. El ventero se
desesperaba de ver la flema del escudero y el
maleficio del señor, y juraba que no había de
ser como la vez pasada, que se le fueron sin
pagar; y que ahora no le habían de valer los
previlegios de su caballería para dejar de
pagar lo uno y lo otro, aun hasta lo que
pudiesen costar las botanas que se habían de
echar a los rotos cueros.
Tenía el cura de las manos a don Quijote, el
cual, creyendo que ya había acabado la
aventura, y que se hallaba delante de la
princesa Micomicona, se hincó de rodillas
delante del cura, diciendo:
—Bien puede la vuestra grandeza, alta y
famosa señora, vivir, de hoy más, segura que
le pueda hacer mal esta mal nacida criatura;
y yo también, de hoy más, soy quito de la
palabra que os di, pues, con el ayuda del alto
Dios y con el favor de aquella por quien yo
vivo y respiro, tan bien la he cumplido.
—¿No lo dije yo?
—dijo oyendo esto
Sancho
—. Sí que no estaba yo borracho:
¡mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al
gigante! ¡Ciertos son los toros: mi condado
está de molde!
¿Quién no había de reír con los disparates
de los dos, amo y mozo? Todos reían sino el
ventero, que se daba a Satanás. Pero, en fin,
tanto hicieron el barbero, Cardenio y el cura
que, con no poco trabajo, dieron con don
Quijote en la cama, el cual se quedó dormido,
con muestras de grandísimo cansancio.
Dejáronle dormir, y saliéronse al portal de la
venta a consolar a Sancho Panza de no haber
hallado la cabeza del gigante; aunque más
tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que
estaba desesperado por la repentina muerte
de sus cueros. Y la ventera decía en voz y en
grito:
—En mal punto y en hora menguada entró
en mi casa este caballero andante, que nunca
mis ojos le hubieran visto, que tan caro me
cuesta. La vez pasada se fue con el costo de
una noche, de cena, cama, paja y cebada,
para él y para su escudero, y un rocín y un
jumento, diciendo que era caballero
aventurero (que mala ventura le dé Dios a él
y a cuantos aventureros hay en el mundo) y
que por esto no estaba obligado a pagar
nada, que así estaba escrito en los aranceles
de la caballería andantesca. Y ahora, por su
respeto, vino estotro señor y me llevó mi
cola, y hámela vuelto con más de dos
cuartillos de daño, toda pelada, que no puede
servir para lo que la quiere mi marido. Y, por
fin y remate de todo, romperme mis cueros y
derramarme mi vino; que derramada le vea
yo su sangre. ¡Pues no se piense; que, por
los huesos de mi padre y por el siglo de mi
madre, si no me lo han de pagar un cuarto
sobre otro, o no me llamaría yo como me
llamo ni sería hija de quien soy!
Estas y otras razones tales decía la ventera
con grande enojo, y ayudábala su buena
criada Maritornes. La hija callaba, y de
cuando en cuando se sonreía. El cura lo
sosegó todo, prometiendo de satisfacerles su
pérdida lo mejor que pudiese, así de los
cueros como del vino, y principalmente del
menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta
hacían. Dorotea consoló a Sancho Panza
diciéndole que cada y cuando que pareciese
haber sido verdad que su amo hubiese
descabezado al gigante, le prometía, en
viéndose pacífica en su reino, de darle el
mejor condado que en él hubiese.
Consolóse con esto Sancho, y aseguró a la
princesa que tuviese por cierto que él había
visto la cabeza del gigante, y que, por más
señas, tenía una barba que le llegaba a la
cintura; y que si no parecía, era porque todo
cuanto en aquella casa pasaba era por vía de
encantamento, como él lo había probado otra
vez que había posado en ella. Dorotea dijo
que así lo creía, y que no tuviese pena, que
todo se haría bien y sucedería a pedir de
boca.
Sosegados todos, el cura quiso acabar de
leer la novela, porque vio que faltaba poco.
Cardenio, Dorotea y todos los demás le
rogaron la acabase. Él, que a todos quiso dar
gusto, y por el que él tenía de leerla,
prosiguió el cuento, que así decía:
«Sucedió, pues, que, por la satisfación que
Anselmo tenía de la bondad de Camila, vivía
una vida contenta y descuidada, y Camila, de
industria, hacía mal rostro a Lotario, porque
Anselmo entendiese al revés de la voluntad
que le tenía; y, para más confirmación de su
hecho, pidió licencia Lotario para no venir a
su casa, pues claramente se mostraba la
pesadumbre que con su vista Camila recebía;
mas el engañado Anselmo le dijo que en
ninguna manera tal hiciese. Y, desta manera,
por mil maneras era Anselmo el fabricador de
su deshonra, creyendo que lo era de su
gusto.
»En esto, el que tenía Leonela de verse
cualificada, no de con sus amores, llegó a
tanto que, sin mirar a otra cosa, se iba tras él
a suelta rienda, fiada en que su señora la
encubría, y aun la advertía del modo que con
poco recelo pudiese ponerle en ejecución. En
fin, una noche sintió Anselmo pasos en el
aposento de Leonela, y, queriendo entrar a
ver quién los daba, sintió que le detenían la
puerta, cosa que le puso más voluntad de
abrirla; y tanta fuerza hizo, que la abrió, y
entró dentro a tiempo que vio que un hombre
saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo
con presteza a alcanzarle o conocerle, no
pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque
Leonela se abrazó con él, diciéndole:
»
—Sosiégate, señor mío, y no te alborotes,
ni sigas al que de aquí saltó; es cosa mía, y
tanto, que es mi esposo.
»No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de
enojo, sacó la daga y quiso herir a Leonela,
diciéndole que le dijese la verdad, si no, que
la mataría.
Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía,
le dijo:
»
—No me mates, señor, que yo te diré
cosas de más importancia de las que puedes
imaginar.
»
—Dilas luego
—dijo Anselmo
—; si no,
muerta eres.
»
—Por ahora será imposible
—dijo
Leonela
—, según estoy de turbada; déjame
hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo
que te ha de admirar; y está seguro que el
que saltó por esta ventana es un mancebo
desta ciudad, que me ha dado la mano de ser
mi esposo.
»Sosegóse con esto Anselmo y quiso
aguardar el término que se le pedía, porque
no pensaba oír cosa que contra Camila fuese,
por estar de su bondad tan satisfecho y
seguro; y así, se salió del aposento y dejó
encerrada en él a Leonela, diciéndole que de
allí no saldría hasta que le dijese lo que tenía
que decirle.
»Fue luego a ver a Camila y a decirle, como
le dijo, todo aquello que con su doncella le
había pasado, y la palabra que le había dado
de decirle grandes cosas y de importancia. Si
se turbó Camila o no, no hay para qué
decirlo, porque fue tanto el temor que cobró,
creyendo verdaderamente –y era de creer
—
que Leonela había de decir a Anselmo todo lo
que sabía de su poca fe, que no tuvo ánimo
para esperar si su sospecha salía falsa o no. Y
aquella mesma noche, cuando le pareció que
Anselmo dormía, juntó las mejores joyas que
tenía y algunos dineros, y, sin ser de nadie
sentida, salió de casa y se fue a la de Lotario,
a quien contó lo que pasaba, y le pidió que la
pusiese en cobro, o que se ausentasen los
dos donde de Anselmo pudiesen estar
seguros. La confusión en que Camila puso a
Lotario fue tal, que no le sabía responder
palabra, ni menos sabía resolverse en lo
queharía.
»En fin, acordó de llevar a Camila a un
monesterio, en quien era priora una su
hermana. Consintió Camila en ello, y, con la
presteza que el caso pedía, la llevó Lotario y
la dejó en el monesterio, y él, ansimesmo, se
ausentó luego de la ciudad, sin dar parte a
nadie de su ausencia.
»Cuando amaneció, sin echar de ver
Anselmo que Camila faltaba de su lado, con
el deseo que tenía de saber lo que Leonela
quería decirle, se levantó y fue adonde la
había dejado encerrada. Abrió y entró en el
aposento, pero no halló en él a Leonela: sólo
halló puestas unas sábanas añudadas a la
ventana, indicio y señal que por allí se había
descolgado e ido. Volvió luego muy triste a
decírselo a Camila, y, no hallándola en la
cama ni en toda la casa, quedó
asombrado.Preguntó a los criados de casa por
ella, pero nadie le supo dar razón de lo que
pedía.
»Acertó acaso, andando a buscar a Camila,
que vio sus cofres abiertos y que dellos
faltaban las más de sus joyas, y con esto
acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y
en que no era Leonela la causa de su
desventura. Y, ansí como estaba, sin
acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a
dar cuentade su desdicha a su amigo Lotario.
Mas, cuando no le halló, y sus criados le
dijeron que aquella noche había faltado de
casa y había llevado consigo todos los dineros
que tenía, pensó perder el juicio. Y, para
acabar de concluir con todo, volviéndose a su
casa, no halló en ella ninguno de cuantos
criados ni criadas tenía, sino la casa desierta
y sola.
»No sabía qué pensar, qué decir, ni qué
hacer, y poco a poco se le iba volviendo el
juicio. Contemplábase y mirábase en un
instante sin mujer, sin amigo y sin criados;
desamparado, a su parecer, del cielo que le
cubría, y sobre todo sin honra, porque en la
falta de Camila vio su perdición.
»Resolvióse, en fin, a cabo de una gran
pieza, de irse a la aldea de su amigo, donde
había estado cuando dio lugar a que se
maquinase toda aquella desventura. Cerró las
puertas de su casa, subió a caballo, y con
desmayado aliento se puso en camino; y,
apenas hubo andado la mitad, cuando,
acosado de sus pensamientos, le fue forzoso
apearse y arrendar su caballo a un árbol, a
cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos y
dolorosos suspiros, y allí se estuvo hasta casi
que anochecía; y aquella hora vio que venía
un hombre a caballo de la ciudad, y, después
de haberle saludado, le preguntó qué nuevas
había en Florencia. El ciudadano respondió:
»
—Las más estrañas que muchos días ha se
han oído en ella; porque se dice públicamente
que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo
el rico, que vivía a San Juan, se llevó esta
noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual
tampoco parece. Todo esto ha dicho una
criada de Camila, que anoche la halló el
gobernador descolgándose con una sábana
por las ventanas de la casa de Anselmo. En
efeto, no sé puntualmente cómo pasó el
negocio; sólo sé que toda la ciudad está
admirada deste suceso, porque no se podía
esperar tal hecho de la mucha y familiar
amistad de los dos, que dicen que era tanta,
que los llamaban los dos amigos.
»
—¿Sábese, por ventura
—dijo Anselmo
—,
el camino que llevan Lotario y Camila?
»
—Ni por pienso
—dijo el ciudadano
—,
puesto que el gobernador ha usado de mucha
diligencia en buscarlos
»
—A Dios vais, señor
—dijo Anselmo.
»
—Con Él quedéis
—respondió el ciudadano,
y fuese.
»Con tan desdichadas nuevas, casi casi
llegó a términos Anselmo, no sólo de perder
el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse
como pudo y llegó a casa de su amigo, que
aún no sabía su desgracia; mas, como le vio
llegar amarillo, consumido y seco, entendió
que de algún grave mal venía fatigado.
Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que
le diesen aderezo de escribir.
Hízose así, y dejáronle acostado y solo,
porque él así lo quiso, y aun que le cerrasen
la puerta. Viéndose, pues, solo, comenzó a
cargar tanto la imaginación de su desventura,
que claramente conoció que se le iba
acabando la vida; y así, ordenó de dejar
noticia de la causa de su estraña muerte; y,
comenzando a escribir, antes que acabase de
poner todo lo que quería, le faltó el aliento y
dejó la vida en las manos del dolor que le
causó su curiosidad impertinente.
»Viendo el señor de casa que era ya tarde y
que Anselmo no llamaba, acordó de entrar a
saber si pasaba adelante su indisposición, y
hallóle tendido boca abajo, la mitad del
cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el
bufete, sobre el cual estaba con el papel
escrito y abierto, y él tenía aún la pluma en la
mano. Llegóse el huésped a él, habiéndole
llamado primero; y, trabándole por la mano,
viendo que no le respondía y hallándole frío,
vio que estaba muerto. Admiróse y congojóse
en gran manera, y llamó a la gente de casa
para que viesen la desgracia a Anselmo
sucedida; y, finalmente, leyó el papel, que
conoció que de su mesma mano estaba
escrito, el cual contenía estas razones:
Un necio e impertinente deseo me quitó la
vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a
los oídos de Camila, sepa que yo la perdono,
porque no estaba ella obligada a hacer
milagros, ni yo tenía necesidad de querer que
ella los hiciese; y, pues yo fui el fabricador de
mi deshonra, no hay para qué...
»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se
echó de ver que en aquel punto, sin poder
acabar la razón, se le acabó la vida. Otro día
dio aviso su amigo a los parientes de
Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían
su desgracia, y el monesterio donde Camila
estaba, casi en el término de acompañar a su
esposo en aquel forzoso viaje, no por las
nuevas del muerto esposo, mas por las que
supo del ausente amigo. Dícese que, aunque
se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni,
menos, hacer profesión de monja, hasta que,
no de allí a muchos días, le vinieron nuevas
que Lotario había muerto en una batalla que
en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al
Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba
en el reino de Nápoles, donde había ido a
parar el tarde arrepentido amigo; lo cual
sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en
breves días la vida a las rigurosas manos de
tristezas y melancolías. Éste fue el fin que
tuvieron todos, nacido de un tan desatinado
principio.»
—Bien
—dijo el cura
— me parece esta
novela, pero no me puedo persuadir que esto
sea verdad; y si es fingido, fingió mal el
autor, porque no se puede imaginar que haya
marido tan necio que quiera hacer tan
costosa experiencia como Anselmo. Si este
caso se pusiera entre un galán y una dama,
pudiérase llevar, pero entre marido y mujer,
algo tiene del imposible; y, en lo que toca al
modo de contarle, no me descontenta.
Capítulo XXXVI. Que
trata de la brava y
descomunal batalla que don
Quijote tuvo con unos
cueros de vino tinto, con
otros raros sucesos que en
la venta le sucedieron
Estando en esto, el ventero, que estaba a la
puerta de la venta, dijo:
—Esta que viene es una hermosa tropa de
huéspedes: si ellos paran aquí, gaudeamus
tenemos.
—¿Qué gente es?
—dijo Cardenio.
—Cuatro hombres
—respondió el ventero
—
vienen a caballo, a la jineta, con lanzas y
adargas, y todos con antifaces negros; y
junto con ellos viene una mujer vestida de
blanco, en un sillón, ansimesmo cubierto el
rostro, y otros dos mozos de a pie.
—¿Vienen muy cerca?
—preguntó el cura.
—Tan cerca
—respondió el ventero
—, que
ya llegan.
Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y
Cardenio se entró en el aposento de don
Quijote; y casi no habían tenido lugar para
esto, cuando entraron en la venta todos los
que el ventero había dicho; y, apeándose los
cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y
disposición eran, fueron a apear a la mujer
que en el sillón venía; y, tomándola uno
dellos en sus brazos, la sentó en una silla que
estaba a la entrada del aposento donde
Cardenio se había escondido. En todo este
tiempo, ni ella ni ellos se habían quitado los
antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo
que, al sentarse la mujer en la silla, dio un
profundo suspiro y dejó caer los brazos, como
persona enferma y desmayada. Los mozos de
a pie llevaron los caballos a la caballeriza.
Viendo esto el cura, deseoso de saber qué
gente era aquella que con tal traje y tal
silencio estaba, se fue donde estaban los
mozos, y a uno dellos le preguntó lo que ya
deseaba; el cual le respondió:
—Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué
gente sea ésta; sólo sé que muestra ser muy
principal, especialmente aquel que llegó a
tomar en sus brazos a aquella señora que
habéis visto; y esto dígolo porque todos los
demás le tienen respeto, y no se hace otra
cosa más de la que él ordena y manda.
—Y la señora, ¿quién es?
—preguntó el
cura.
—Tampoco sabré decir eso
—respondió el
mozo
—, porque en todo el camino no la he
visto el rostro; suspirar sí la he oído muchas
veces, y dar unos gemidos que parece que
con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no
es de maravillar que no sepamos más de lo
que habemos dicho, porque mi compañero y
yo no ha más de dos días que los
acompañamos; porque, habiéndolos
encontrado en el camino, nos rogaron y
persuadieron que viniésemos con ellos hasta
el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy
bien.
—¿Y habéis oído nombrar a alguno dellos?
—preguntó el cura.
—No, por cierto
—respondió el mozo
—,
porque todos caminan con tanto silencio que
es maravilla, porque no se oye entre ellos
otra cosa que los suspiros y sollozos de la
pobre señora, que nos mueven a lástima; y
sin duda tenemos creído que ella va forzada
dondequiera que va, y, según se puede
colegir por su hábito, ella es monja, o va a
serlo, que es lo más cierto, y quizá porque no
le debe de nacer de voluntad el monjío, va
triste, como parece.
—Todo podría ser
—dijo el cura.
Y, dejándolos, se volvió adonde estaba
Dorotea, la cual, como había oído suspirar a
la embozada, movida de natural compasión,
se llegó a ella y le dijo:
—¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es
alguno de quien las mujeres suelen tener uso
y experiencia de curarle, que de mi parte os
ofrezco una buena voluntad de serviros.
A todo esto callaba la lastimada señora; y,
aunque Dorotea tornó con mayores
ofrecimientos, todavía se estaba en su
silencio, hasta que llegó el caballero
embozado que dijo el mozo que los demás
obedecían, y dijo a Dorotea:
—No os canséis, señora, en ofrecer nada a
esa mujer, porque tiene por costumbre de no
agradecer cosa que por ella se hace, ni
procuréis que os responda, si no queréis oír
alguna mentira de su boca.
—Jamás la dije
—dijo a esta sazón la que
hasta allí había estado callando
—; antes, por
ser tan verdadera y tan sin trazas
mentirosas, me veo ahora en tanta
desventura; y desto vos mesmo quiero que
seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace
a vos ser falso y mentiroso.
Oyó estas razones Cardenio bien clara y
distintamente, como quien estaba tan junto
de quien las decía que sola la puerta del
aposento de don Quijote estaba en medio; y,
así como las oyó, dando una gran voz dijo:
—¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo?
¿Qué voz es esta que ha llegado a mis oídos?
Volvió la cabeza a estos gritos aquella
señora, toda sobresaltada, y, no viendo quién
las daba, se levantó en pie y fuese a entrar
en el aposento; lo cual visto por el caballero,
la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella,
con la turbación y desasosiego, se le cayó el
tafetán con que traía cubierto el rostro, y
descubrió una hermosura incomparable y un
rostro milagroso, aunque descolorido y
asombrado, porque con los ojos andaba
rodeando todos los lugares donde alcanzaba
con la vista, con tanto ahínco, que parecía
persona fuera de juicio; cuyas señales, sin
saber por qué las hacía, pusieron gran
lástima en Dorotea y en cuantos la miraban.
Teníala el caballero fuertemente asida por las
espaldas, y, por estar tan ocupado en
tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo,
que se le caía, como, en efeto, se le cayó del
todo; y, alzando los ojos Dorotea, que
abrazada con la señora estaba, vio que el que
abrazada ansimesmo la tenía era su esposo
don Fernando; y, apenas le hubo conocido,
cuando, arrojando de lo íntimo de sus
entrañas un luengo y tristísimo ''¡ay!'', se
dejó caer de espaldas desmayada; y, a no
hallarse allí junto el barbero, que la recogió
en los brazos, ella diera consigo en el suelo.
Acudió luego el cura a quitarle el embozo,
para echarle agua en el rostro, y así como la
descubrió la conoció don Fernando, que era el
que estaba abrazado con la otra, y quedó
como muerto en verla; pero no porque
dejase, con todo esto, de tener a Luscinda,
que era la que procuraba soltarse de sus
brazos; la cual había conocido en el suspiro a
Cardenio, y él la había conocido a ella. Oyó
asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea
cuando se cayó desmayada, y, creyendo que
era su Luscinda, salió del aposento
despavorido, y lo primero que vio fue a don
Fernando, que tenía abrazada a Luscinda.
También don Fernando conoció luego a
Cardenio; y todos tres, Luscinda, Cardenio y
Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi
sin saber lo que les había acontecido.
Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea
a don Fernando, don Fernando a Cardenio,
Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio.
Mas quien primero rompió el silencio fue
Luscinda, hablando a don Fernando desta
manera:
—Dejadme, señor don Fernando, por lo que
debéis a ser quien sois, ya que por otro
respeto no lo hagáis; dejadme llegar al muro
de quien yo soy yedra, al arrimo de quien no
me han podido apartar vuestras
importunaciones, vuestras amenazas,
vuestras promesas ni vuestras dádivas.
Notad cómo el cielo, por desusados y a
nosotros encubiertos caminos, me ha puesto
a mi verdadero esposo delante. Y bien sabéis
por mil costosas experiencias que sola la
muerte fuera bastante para borrarle de mi
memoria. Sean, pues, parte tan claros
desengaños para que volváis, ya que no
podáis hacer otra cosa, el amor en rabia, la
voluntad en despecho, y acabadme con él la
vida; que, como yo la rinda delante de mi
buen esposo, la daré por bien empleada:
quizá con mi muerte quedará satisfecho de la
fe que le mantuve hasta el último trance de
la vida.
Había en este entretanto vuelto Dorotea en
sí, y había estado escuchando todas las
razones que Luscinda dijo, por las cuales vino
en conocimiento de quién ella era; que,
viendo que don Fernando aún no la dejaba de
los brazos, ni respondía a sus razones,
esforzándose lo más que pudo, se levantó y
se fue a hincar de rodillas a sus pies; y,
derramando mucha cantidad de hermosas y
lastimeras lágrimas, así le comenzó a decir:
—Si ya no es, señor mío, que los rayos
deste sol que en tus brazos eclipsado tienes
te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás
echado de ver que la que a tus pies está
arrodillada es la sin ventura, hasta que tú
quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy
aquella labradora humilde a quien tú, por tu
bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la
alteza de poder llamarse tuya. Soy la que,
encerrada en los límites de la honestidad,
vivió vida contenta hasta que, a las voces de
tus importunidades, y, al parecer, justos y
amorosos sentimientos, abrió las puertas de
su recato y te entregó las llaves de su
libertad: dádiva de ti tan mal agradecida,
cual lo muestra bien claro haber sido forzoso
hallarme en el lugar donde me hallas, y verte
yo a ti de la manera que te veo. Pero, con
todo esto, no querría que cayese en tu
imaginación pensar que he venido aquí con
pasos de mi deshonra, habiéndome traído
sólo los del dolor y sentimiento de verme de
ti olvidada.
Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo
de manera que, aunque ahora quieras que no
lo sea, no será posible que tú dejes de ser
mío. Mira, señor mío, que puede ser
recompensa a la hermosura y nobleza por
quien me dejas la incomparable voluntad que
te tengo. Tú no puedes ser de la hermosa
Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser
tuya, porque es de Cardenio; y más fácil te
será, si en ello miras, reducir tu voluntad a
querer a quien te adora, que no encaminar la
que te aborrece a que bien te quiera. Tú
solicitaste mi descuido, tú rogaste a mi
entereza, tú no ignoraste mi calidad, tú sabes
bien de la manera que me entregué a toda tu
voluntad: no te queda lugar ni acogida de
llamarte a engaño. Y si esto es así, como lo
es, y tú eres tan cristiano como caballero,
¿por qué por tantos rodeos dilatas de
hacerme venturosa en los fines, como me
heciste en los principios? Y si no me quieres
por la que soy, que soy tu verdadera y
legítima esposa, quiéreme, a lo menos, y
admíteme por tu esclava; que, como yo esté
en tu poder, me tendré por dichosa y bien
afortunada. No permitas, con dejarme y
desampararme, que se hagan y junten
corrillos en mi deshonra; no des tan mala
vejez a mis padres, pues no lo merecen los
leales servicios que, como buenos vasallos, a
los tuyos siempre han hecho. Y si te parece
que has de aniquilar tu sangre por mezclarla
con la mía, considera que pocas o ninguna
nobleza hay en el mundo que no haya corrido
por este camino, y que la que se toma de las
mujeres no es la que hace al caso en las
ilustres decendencias; cuanto más, que la
verdadera nobleza consiste en la virtud, y si
ésta a ti te falta, negándome lo que tan
justamente me debes, yo quedaré con más
ventajas de noble que las que tú tienes. En
fin, señor, lo que últimamente te digo es que,
quieras o no quieras, yo soy tu esposa:
testigos son tus palabras, que no han ni
deben ser mentirosas, si ya es que te precias
de aquello por que me desprecias; testigo
será la firma que hiciste, y testigo el cielo, a
quien tú llamaste por testigo de lo que me
prometías. Y, cuando todo esto falte, tu
misma conciencia no ha de faltar de dar
voces callando en mitad de tus alegrías,
volviendo por esta verdad que te he dicho y
turbando tus mejores gustos y contentos.
Estas y otras razones dijo la lastimada
Dorotea, con tanto sentimiento y lágrimas,
que los mismos que acompañaban a don
Fernando, y cuantos presentes estaban, la
acompañaron en ellas. Escuchóla don
Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella
dio fin a las suyas y principio a tantos
sollozos y suspiros, que bien había de ser
corazón de bronce el que con muestras de
tanto dolor no se enterneciera. Mirándola
estaba Luscinda, no menos lastimada de su
sentimiento que admirada de su mucha
discreción y hermosura; y, aunque quisiera
llegarse a ella y decirle algunas palabras de
consuelo, no la dejaban los brazos de don
Fernando, que apretada la tenían. El cual,
lleno de confusión y espanto, al cabo de un
buen espacio que atentamente estuvo
mirando a Dorotea, abrió los brazos y,
dejando libre a Luscinda, dijo:
—Venciste, hermosa Dorotea, venciste;
porque no es posible tener ánimo para negar
tantas verdades juntas.
Con el desmayo que Luscinda había tenido,
así como la dejó don Fernando, iba a caer en
el suelo; mas, hallándose Cardenio allí junto,
que a las espaldas de don Fernando se había
puesto porque no le conociese, prosupuesto
todo temor y aventurando a todo riesgo,
acudió a sostener a Luscinda, y, cogiéndola
entre sus brazos, le dijo:
—Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya
tengas algún descanso, leal, firme y hermosa
señora mía, en ninguna parte creo yo que le
tendrás más seguro que en estos brazos que
ahora te reciben, y otro tiempo te recibieron,
cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte
mía.
A estas razones, puso Luscinda en Cardenio
los ojos, y, habiendo comenzado a conocerle,
primero por la voz, y asegurándose que él era
con la vista, casi fuera de sentido y sin tener
cuenta a ningún honesto respeto, le echó los
brazos al cuello, y, juntando su rostro con el
de Cardenio, le dijo:
—Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño
desta vuestra captiva, aunque más lo impida
la contraria suerte, y, aunque más amenazas
le hagan a esta vida que en la vuestra se
sustenta.
Estraño espectáculo fue éste para don
Fernando y para todos los circunstantes,
admirándose de tan no visto suceso.
Parecióle a Dorotea que don Fernando había
perdido la color del rostro y que hacía
ademán de querer vengarse de Cardenio,
porque le vio encaminar la mano a ponella en
la espada; y, así como lo pensó, con no vista
presteza se abrazó con él por las rodillas,
besándoselas y teniéndole apretado, que no
le dejaba mover, y, sin cesar un punto de sus
lágrimas, le decía:
—¿Qué es lo que piensas hacer, único
refugio mío, en este tan impensado trance?
Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que
quieres que lo sea está en los brazos de su
marido. Mira si te estará bien o te será
posible deshacer lo que el cielo ha hecho, o si
te convendrá querer levantar a igualar a ti
mismo a la que, pospuesto todo
inconveniente, confirmada en su verdad y
firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos,
bañados de licor amoroso el rostro y pecho
de su verdadero esposo. Por quien Dios es te
ruego, y por quien tú eres te suplico, que
este tan notorio desengaño no sólo no
acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal
manera, que con quietud y sosiego permitas
que estos dos amantes le tengan, sin
impedimiento tuyo, todo el tiempo que el
cielo quisiere concedérsele; y en esto
mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble
pecho, y verá el mundo que tiene contigo
más fuerza la razón que el apetito.
En tanto que esto decía Dorotea, aunque
Cardenio tenía abrazada a Luscinda, no
quitaba los ojos de don Fernando, con
determinación de que, si le viese hacer algún
movimiento en su perjuicio, procurar
defenderse y ofender como mejor pudiese a
todos aquellos que en su daño se mostrasen,
aunque le costase la vida. Pero a esta sazón
acudieron los amigos de don Fernando, y el
cura y el barbero, que a todo habían estado
presentes, sin que faltase el bueno de Sancho
Panza, y todos rodeaban a don Fernando,
suplicándole tuviese por bien de mirar las
lágrimas de Dorotea; y que, siendo verdad,
como sin duda ellos creían que lo era, lo que
en sus razones había dicho, que no
permitiese quedase defraudada de sus tan
justas esperanzas. Que considerase que, no
acaso, como parecía, sino con particular
providencia del cielo, se habían todos juntado
en lugar donde menos ninguno pensaba; y
que advirtiese
—dijo el cura
— que sola la
muerte podía apartar a Luscinda de Cardenio;
y, aunque los dividiesen filos de alguna
espada, ellos tendrían por felicísima su
muerte; y que en los lazos inremediables era
suma cordura, forzándose y venciéndose a sí
mismo, mostrar un generoso pecho,
permitiendo que por sola su voluntad los dos
gozasen el bien que el cielo ya les había
concedido; que pusiese los ojos ansimesmo
en la beldad de Dorotea, y vería que pocas o
ninguna se le podían igualar, cuanto más
hacerle ventaja, y que juntase a su
hermosura su humildad y el estremo del
amor que le tenía; y, sobre todo, advirtiese
que si se preciaba de caballero y de cristiano,
que no podía hacer otra cosa que cumplille la
palabra dada, y que, cumpliéndosela,
cumpliría con Dios y satisfaría a las gentes
discretas, las cuales saben y conocen que es
prerrogativa de la hermosura, aunque esté en
sujeto humilde, como se acompañe con la
honestidad, poder levantarse e igualarse a
cualquiera alteza, sin nota de menoscabo del
que la levanta e iguala a sí mismo; y, cuando
se cumplen las fuertes leyes del gusto, como
en ello no intervenga pecado, no debe de ser
culpado el que las sigue.
En efeto, a estas razones añadieron todos
otras, tales y tantas, que el valeroso pecho
de don Fernando (en fin, como alimentado
con ilustre sangre) se ablandó y se dejó
vencer de la verdad, que él no pudiera negar
aunque quisiera; y la señal que dio de
haberse rendido y entregado al buen parecer
que se le había propuesto fue abajarse y
abrazar a Dorotea, diciéndole:
—Levantaos, señora mía, que no es justo
que esté arrodillada a mis pies la que yo
tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado
muestras de lo que digo, quizá ha sido por
orden del cielo, para que, viendo yo en vos la
fe con que me amáis, os sepa estimar en lo
que merecéis. Lo que os ruego es que no me
reprehendáis mi mal término y mi mucho
descuido, pues la misma ocasión y fuerza que
me movió para acetaros por mía, esa misma
me impelió para procurar no ser vuestro. Y
que esto sea verdad, volved y mirad los ojos
de la ya contenta Luscinda, y en ellos
hallaréis disculpa de todos mis yerros; y,
pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo
he hallado en vos lo que me cumple, viva ella
segura y contenta luengos y felices años con
su Cardenio, que yo rogaré al cielo que me
los deje vivir con mi Dorotea.
Y, diciendo esto, la tornó a abrazar y a
juntar su rostro con el suyo, con tan tierno
sentimiento, que le fue necesario tener gran
cuenta con que las lágrimas no acabasen de
dar indubitables señas de su amor y
arrepentimiento. No lo hicieron así las de
Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos
los que allí presentes estaban, porque
comenzaron a derramar tantas, los unos de
contento proprio y los otros del ajeno, que no
parecía sino que algún grave y mal caso a
todos había sucedido. Hasta Sancho Panza
lloraba, aunque después dijo que no lloraba
él sino por ver que Dorotea no era, como él
pensaba, la reina Micomicona, de quien él
tantas mercedes esperaba. Duró algún
espacio, junto con el llanto, la admiración en
todos, y luego Cardenio y Luscinda se fueron
a poner de rodillas ante don Fernando,
dándole gracias de la merced que les había
hecho con tan corteses razones, que don
Fernando no sabía qué responderles; y así,
los levantó y abrazó con muestras de mucho
amor y de mucha cortesía.
Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo
había venido a aquel lugar tan lejos del suyo.
Ella, con breves y discretas razones, contó
todo lo que antes había contado a Cardenio,
de lo cual gustó tanto don Fernando y los que
con él venían, que quisieran que durara el
cuento más tiempo: tanta era la gracia con
que Dorotea contaba sus desventuras. Y, así
como hubo acabado, dijo don Fernando lo
que en la ciudad le había acontecido después
que halló el papel en el seno de Luscinda,
donde declaraba ser esposa de Cardenio y no
poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y
lo hiciera si de sus padres no fuera impedido;
y que así, se salió de su casa, despechado y
corrido, con determinación de vengarse con
más comodidad; y que otro día supo como
Luscinda había faltado de casa de sus padres,
sin que nadie supiese decir dónde se había
ido, y que, en resolución, al cabo de algunos
meses vino a saber como estaba en un
monesterio, con voluntad de quedarse en él
toda la vida, si no la pudiese pasar con
Cardenio; y que, así como lo supo,
escogiendo para su compañía aquellos tres
caballeros, vino al lugar donde estaba, a la
cual no había querido hablar, temeroso que,
en sabiendo que él estaba allí, había de haber
más guarda en el monesterio; y así,
aguardando un día a que la portería estuviese
abierta, dejó a los dos a la guarda de la
puerta, y él, con otro, habían entrado en el
monesterio buscando a Luscinda, la cual
hallaron en el claustro hablando con una
monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a
otra cosa, se habían venido con ella a un
lugar donde se acomodaron de aquello que
hubieron menester para traella. Todo lo cual
habían podido hacer bien a su salvo, por
estar el monesterio en el campo, buen trecho
fuera del pueblo. Dijo que, así como Luscinda
se vio en su poder, perdió todos los sentidos;
y que, después de vuelta en sí, no había
hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin
hablar palabra alguna; y que así,
acompañados de silencio y de lágrimas,
habían llegado a aquella venta, que para él
era haber llegado al cielo, donde se rematan
y tienen fin todas las desventuras de la tierra.
Capítulo XXXVII. Que
prosigue la historia de la
famosa infanta Micomicona,
con otras graciosas
aventuras
Todo esto escuchaba Sancho, no con poco
dolor de su ánima, viendo que se le
desparecían e iban en humo las esperanzas
de su ditado, y que la linda princesa
Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y
el gigante en don Fernando, y su amo se
estaba durmiendo a sueño suelto, bien
descuidado de todo lo sucedido. No se podía
asegurar Dorotea si era soñado el bien que
poseía. Cardenio estaba en el mismo
pensamiento, y el de Luscinda corría por la
misma cuenta. Don Fernando daba gracias al
cielo por la merced recebida y haberle sacado
de aquel intricado laberinto, donde se hallaba
tan a pique de perder el crédito y el alma; y,
finalmente, cuantos en la venta estaban,
estaban contentos y gozosos del buen suceso
que habían tenido tan trabados y
desesperados negocios.
Todo lo ponía en su punto el cura, como
discreto, y a cada uno daba el parabién del
bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se
contentaba era la ventera, por la promesa
que Cardenio y el cura le habían hecho de
pagalle todos los daños e intereses que por
cuenta de don Quijote le hubiesen venido.
Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el
afligido, el desventurado y el triste; y así, con
malencónico semblante, entró a su amo, el
cual acababa de despertar, a quien dijo:
—Bien puede vuestra merced, señor Triste
Figura, dormir todo lo que quisiere, sin
cuidado de matar a ningún gigante, ni de
volver a la princesa su reino: que ya todo
está hecho y concluido.
—Eso creo yo bien
—respondió don
Quijote
—, porque he tenido con el gigante la
más descomunal y desaforada batalla que
pienso tener en todos los días de mi vida; y
de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el
suelo, y fue tanta la sangre que le salió, que
los arroyos corrían por la tierra como si
fueran de agua.
—Como si fueran de vino tinto, pudiera
vuestra merced decir mejor
—respondió
Sancho
—, porque quiero que sepa vuestra
merced, si es que no lo sabe, que el gigante
muerto es un cuero horadado, y la sangre,
seis arrobas de vino tinto que encerraba en
su vientre; y la cabeza cortada es la puta que
me parió, y llévelo todo Satanás.
—Y ¿qué es lo que dices, loco?
—replicó don
Quijote
—. ¿Estás en tu seso?
—Levántese vuestra merced
—dijo
Sancho
—, y verá el buen recado que ha
hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá a
la reina convertida en una dama particular,
llamada Dorotea, con otros sucesos que, si
cae en ellos, le han de admirar.
—No me maravillaría de nada deso
—replicó
don Quijote
—, porque, si bien te acuerdas, la
otra vez que aquí estuvimos te dije yo que
todo cuanto aquí sucedía eran cosas de
encantamento, y no sería mucho que ahora
fuese lo mesmo.
—Todo lo creyera yo
—respondió Sancho
—,
si también mi manteamiento fuera cosa dese
jaez, mas no lo fue, sino real y
verdaderamente; y vi yo que el ventero que
aquí está hoy día tenía del un cabo de la
manta, y me empujaba hacia el cielo con
mucho donaire y brío, y con tanta risa como
fuerza; y donde interviene conocerse las
personas, tengo para mí, aunque simple y
pecador, que no hay encantamento alguno,
sino mucho molimiento y mucha mala
ventura.
—Ahora bien, Dios lo remediará
—dijo don
Quijote
—. Dame de vestir y déjame salir allá
fuera, que quiero ver los sucesos y
transformaciones que dices.
Diole de vestir Sancho, y, en el entretanto
que se vestía, contó el cura a don Fernando y
a los demás las locuras de don Quijote, y del
artificio que habían usado para sacarle de la
Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por
desdenes de su señora. Contóles asimismo
casi todas las aventuras que Sancho había
contado, de que no poco se admiraron y
rieron, por parecerles lo que a todos parecía:
ser el más estraño género de locura que
podía caber en pensamiento desparatado.
Dijo más el cura: que, pues ya el buen
suceso de la señora Dorotea impidía pasar
con su disignio adelante, que era menester
inventar y hallar otro para poderle llevar a su
tierra. Ofrecióse Cardenio de proseguir lo
comenzado, y que Luscinda haría y
representaría la persona de Dorotea.
—No
—dijo don Fernando
—, no ha de ser
así: que yo quiero que Dorotea prosiga su
invención; que, como no sea muy lejos de
aquí el lugar deste buen caballero, yo holgaré
de que se procure su remedio.
—No está más de dos jornadas de aquí.
—Pues, aunque estuviera más, gustara yo
de caminallas, a trueco de hacer tan buena
obra.
Salió, en esto, don Quijote, armado de
todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque
abollado, de Mambrino en la cabeza,
embrazado de su rodela y arrimado a su
tronco o lanzón. Suspendió a don Fernando y
a los demás la estraña presencia de don
Quijote, viendo su rostro de media legua de
andadura, seco y amarillo, la desigualdad de
sus armas y su mesurado continente, y
estuvieron callando hasta ver lo que él decía,
el cual, con mucha gravedad y reposo,
puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
—Estoy informado, hermosa señora, deste
mi escudero que la vuestra grandeza se ha
aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho,
porque de reina y gran señora que solíades
ser os habéis vuelto en una particular
doncella. Si esto ha sido por orden del rey
nigromante de vuestro padre, temeroso que
yo no os diese la necesaria y debida ayuda,
digo que no supo ni sabe de la misa la media,
y que fue poco versado en las historias
caballerescas, porque si él las hubiera leído y
pasado tan atentamente y con tanto espacio
como yo las pasé y leí, hallara a cada paso
cómo otros caballeros de menor fama que la
mía habían acabado cosas más dificultosas,
no siéndolo mucho matar a un gigantillo, por
arrogante que sea; porque no ha muchas
horas que yo me vi con él, y... quiero callar,
porque no me digan que miento; pero el
tiempo, descubridor de todas las cosas, lo
dirá cuando menos lo pensemos.
—Vístesos vos con dos cueros, que no con
un gigante
—dijo a esta sazón el ventero.
Al cual mandó don Fernando que callase y
no interrumpiese la plática de don Quijote en
ninguna manera; y don Quijote prosiguió
diciendo:
—Digo, en fin, alta y desheredada señora,
que si por la causa que he dicho vuestro
padre ha hecho este metamorfóseos en
vuestra persona, que no le deis crédito
alguno, porque no hay ningún peligro en la
tierra por quien no se abra camino mi
espada, con la cual, poniendo la cabeza de
vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la
corona de la vuestra en la cabeza en breves
días.
No dijo más don Quijote, y esperó a que la
princesa le respondiese, la cual, como ya
sabía la determinación de don Fernando de
que se prosiguiese adelante en el engaño
hasta llevar a su tierra a don Quijote, con
mucho donaire y gravedad, le respondió:
—Quienquiera que os dijo, valeroso
caballero de la Triste Figura, que yo me había
mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo
cierto, porque la misma que ayer fui me soy
hoy. Verdad es que alguna mudanza han
hecho en mí ciertos acaecimientos de buena
ventura, que me la han dado la mejor que yo
pudiera desearme, pero no por eso he dejado
de ser la que antes y de tener los mesmos
pensamientos de valerme del valor de
vuestro valeroso e invenerable brazo que
siempre he tenido. Así que, señor mío,
vuestra bondad vuelva la honra al padre que
me engendró, y téngale por hombre
advertido y prudente, pues con su ciencia
halló camino tan fácil y tan verdadero para
remediar mi desgracia; que yo creo que si
por vos, señor, no fuera, jamás acertara a
tener la ventura que tengo; y en esto digo
tanta verdad como son buenos testigos della
los más destos señores que están presentes.
Lo que resta es que mañana nos pongamos
en camino, porque ya hoy se podrá hacer
poca jornada, y en lo demás del buen suceso
que espero, lo dejaré a Dios y al valor de
vuestro pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo
don Quijote, se volvió a Sancho, y, con
muestras de mucho enojo, le dijo:
—Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el
mayor bellacuelo que hay en España.
Dime, ladrón vagamundo, ¿no me acabaste
de decir ahora que esta princesa se había
vuelto en una doncella que se llamaba
Dorotea, y que la cabeza que entiendo que
corté a un gigante era la puta que te parió,
con otros disparates que me pusieron en la
mayor confusión que jamás he estado en
todos los días de mi vida? ¡Voto...
—y miró al
cielo y apretó los dientes
— que estoy por
hacer un estrago en ti, que ponga sal en la
mollera a todos cuantos mentirosos
escuderos hubiere de caballeros andantes, de
aquí adelante, en el mundo!
—Vuestra merced se sosiegue, señor mío
—
respondió Sancho
—, que bien podría ser que
yo me hubiese engañado en lo que toca a la
mutación de la señora princesa Micomicona;
pero, en lo que toca a la cabeza del gigante,
o, a lo menos, a la horadación de los cueros y
a lo de ser vino tinto la sangre, no me
engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí
están heridos, a la cabecera del lecho de
vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho
un lago el aposento; y si no, al freír de los
huevos lo verá; quiero decir que lo verá
cuando aquí su merced del señor ventero le
pida el menoscabo de todo. De lo demás, de
que la señora reina se esté como se estaba,
me regocijo en el alma, porque me va mi
parte, como a cada hijo de vecino.
—Ahora yo te digo, Sancho
—dijo don
Quijote
—, que eres un mentecato; y
perdóname, y basta.
—Basta
—dijo don Fernando
—, y no se
hable más en esto; y, pues la señora princesa
dice que se camine mañana, porque ya hoy
es tarde, hágase así, y esta noche la
podremos pasar en buena conversación hasta
el venidero día, donde todos acompañaremos
al señor don Quijote, porque queremos ser
testigos de las valerosas e inauditas hazañas
que ha de hacer en el discurso desta grande
empresa que a su cargo lleva.
—Yo soy el que tengo de serviros y
acompañaros
—respondió don Quijote
—, y
agradezco mucho la merced que se me hace
y la buena opinión que de mí se tiene, la cual
procuraré que salga verdadera, o me costará
la vida, y aun más, si más costarme puede.
Muchas palabras de comedimiento y
muchos ofrecimientos pasaron entre don
Quijote y don Fernando; pero a todo puso
silencio un pasajero que en aquella sazón
entró en la venta, el cual en su traje
mostraba ser cristiano recién venido de tierra
de moros, porque venía vestido con una
casaca de paño azul, corta de faldas, con
medias mangas y sin cuello; los calzones
eran asimismo de lienzo azul, con bonete de
la misma color; traía unos borceguíes
datilados y un alfanje morisco, puesto en un
tahelí que le atravesaba el pecho. Entró luego
tras él, encima de un jumento, una mujer a
la morisca vestida, cubierto el rostro con una
toca en la cabeza; traía un bonetillo de
brocado, y vestida una almalafa, que desde
los hombros a los pies la cubría. Era el
hombre de robusto y agraciado talle, de edad
de poco más de cuarenta años, algo moreno
de rostro, largo de bigotes y la barba muy
bien puesta. En resolución, él mostraba en su
apostura que si estuviera bien vestido, le
juzgaran por persona de calidad y bien
nacida.
Pidió, en entrando, un aposento, y, como le
dijeron que en la venta no le había, mostró
recebir pesadumbre; y, llegándose a la que
en el traje parecía mora, la apeó en sus
brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija
y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas
nunca visto traje, rodearon a la mora, y
Dorotea, que siempre fue agraciada,
comedida y discreta, pareciéndole que así ella
como el que la traía se congojaban por la
falta del aposento, le dijo:
—No os dé mucha pena, señora mía, la
incomodidad de regalo que aquí falta, pues es
proprio de ventas no hallarse en ellas; pero,
con todo esto, si gustáredes de pasar con
nosotras
—señalando a Luscinda
—, quizá en
el discurso de este camino habréis hallado
otros no tan buenos acogimientos.
No respondió nada a esto la embozada, ni
hizo otra cosa que levantarse de donde
sentado se había, y, puestas entrambas
manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la
cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo
agradecía. Por su silencio imaginaron que, sin
duda alguna, debía de ser mora, y que no
sabía hablar cristiano. Llegó, en esto, el
cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta
entonces había estado, y, viendo que todas
tenían cercada a la que con él venía, y que
ella a cuanto le decían callaba, dijo:
—Señoras mías, esta doncella apenas
entiende mi lengua, ni sabe hablar otra
ninguna sino conforme a su tierra, y por esto
no debe de haber respondido, ni responde, a
lo que se le ha preguntado.
—No se le pregunta otra cosa ninguna
—
respondió Luscinda
— sino ofrecelle por esta
noche nuestra compañía y parte del lugar
donde nos acomodáremos, donde se le hará
el regalo que la comodidad ofreciere, con la
voluntad que obliga a servir a todos los
estranjeros que dello tuvieren necesidad,
especialmente siendo mujer a quien se sirve.
—Por ella y por mí
—respondió el captivo
—
os beso, señora mía, las manos, y estimo
mucho y en lo que es razón la merced
ofrecida; que en tal ocasión, y de tales
personas como vuestro parecer muestra, bien
se echa de ver que ha de ser muy grande.
—Decidme, señor
—dijo Dorotea
—: ¿esta
señora es cristiana o mora? Porque el traje y
el silencio nos hace pensar que es lo que no
querríamos que fuese.
—Mora es en el traje y en el cuerpo, pero
en el alma es muy grande cristiana, porque
tiene grandísimos deseos de serlo.
—Luego, ¿no es baptizada?
—replicó
Luscinda.
—No ha habido lugar para ello
—respondió
el captivo
— después que salió de Argel, su
patria y tierra, y hasta agora no se ha visto
en peligro de muerte tan cercana que
obligase a baptizalla sin que supiese primero
todas las ceremonias que nuestra Madre la
Santa Iglesia manda; pero Dios será servido
que presto se bautice con la decencia que la
calidad de su persona merece, que es más de
lo que muestra su hábito y el mío.
Con estas razones puso gana en todos los
que escuchándole estaban de saber quién
fuese la mora y el captivo, pero nadie se lo
quiso preguntar por entonces, por ver que
aquella sazón era más para procurarles
descanso que para preguntarles sus vidas.
Dorotea la tomó por la mano y la llevó a
sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el
embozo. Ella miró al cautivo, como si le
preguntara le dijese lo que decían y lo que
ella haría.
Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían
se quitase el embozo, y que lo hiciese; y así,
se lo quitó, y descubrió un rostro tan
hermoso que Dorotea la tuvo por más
hermosa que a Luscinda, y Luscinda por más
hermosa que a Dorotea, y todos los
circustantes conocieron que si alguno se
podría igualar al de las dos, era el de la mora,
y aun hubo algunos que le aventajaron en
alguna cosa. Y, como la hermosura tenga
prerrogativa y gracia de reconciliar los
ánimos y atraer las voluntades, luego se
rindieron todos al deseo de servir y acariciar
a la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al captivo cómo se
llamaba la mora, el cual respondió que lela
Zoraida; y, así como esto oyó, ella entendió
lo que le habían preguntado al cristiano, y
dijo con mucha priesa, llena de congoja y
donaire:
—¡No, no Zoraida: María, María!
—dando a
entender que se llamaba María y no Zoraida.
Estas palabras, el grande afecto con que la
mora las dijo, hicieron derramar más de una
lágrima a algunos de los que la escucharon,
especialmente a las mujeres, que de su
naturaleza son tiernas y compasivas.
Abrazóla Luscinda con mucho amor,
diciéndole:
—Sí, sí: María, María.
A lo cual respondió la mora:
—¡Sí, sí: María; Zoraida macange!
—que
quiere decir no.
Ya en esto llegaba la noche, y, por orden de
los que venían con don Fernando, había el
ventero puesto diligencia y cuidado en
aderezarles de cenar lo mejor que a él le fue
posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse
todos a una larga mesa, como de tinelo,
porque no la había redonda ni cuadrada en la
venta, y dieron la cabecera y principal
asiento, puesto que él lo rehusaba, a don
Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado
la señora Micomicona, pues él era su
aguardador. Luego se sentaron Luscinda y
Zoraida, y frontero dellas don Fernando y
Cardenio, y luego el cautivo y los demás
caballeros, y, al lado de las señoras, el cura y
el barbero. Y así, cenaron con mucho
contento, y acrecentóseles más viendo que,
dejando de comer don Quijote, movido de
otro semejante espíritu que el que le movió a
hablar tanto como habló cuando cenó con los
cabreros, comenzó a decir:
—Verdaderamente, si bien se considera,
señores míos, grandes e inauditas cosas ven
los que profesan la orden de la andante
caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes habrá
en el mundo que ahora por la puerta deste
castillo entrara, y de la suerte que estamos
nos viere, que juzgue y crea que nosotros
somos quien somos? ¿Quién podrá decir que
esta señora que está a mi lado es la gran
reina que todos sabemos, y que yo soy aquel
Caballero de la Triste Figura que anda por ahí
en boca de la fama? Ahora no hay que dudar,
sino que esta arte y ejercicio excede a todas
aquellas y aquellos que los hombres
inventaron, y tanto más se ha de tener en
estima cuanto a más peligros está sujeto.
Quítenseme delante los que dijeren que las
letras hacen ventaja a las armas, que les
diré, y sean quien se fueren, que no saben lo
que dicen. Porque la razón que los tales
suelen decir, y a lo que ellos más se atienen,
es que los trabajos del espíritu exceden a los
del cuerpo, y que las armas sólo con el
cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio
oficio de ganapanes, para el cual no es
menester más de buenas fuerzas; o como si
en esto que llamamos armas los que las
profesamos no se encerrasen los actos de la
fortaleza, los cuales piden para ejecutallos
mucho entendimiento; o como si no trabajase
el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un
ejército, o la defensa de una ciudad sitiada,
así con el espíritu como con el cuerpo. Si no,
véase si se alcanza con las fuerzas corporales
a saber y conjeturar el intento del enemigo,
los disignios, las estratagemas, las
dificultades, el prevenir los daños que se
temen; que todas estas cosas son acciones
del entendimiento, en quien no tiene parte
alguna el cuerpo. Siendo pues ansí, que las
armas requieren espíritu, como las letras,
veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del
letrado o el del guerrero, trabaja más. Y esto
se vendrá a conocer por el fin y paradero a
que cada uno se encamina, porque aquella
intención se ha de estimar en más que tiene
por objeto más noble fin. Es el fin y paradero
de las letras..., y no hablo ahora de las
divinas, que tienen por blanco llevar y
encaminar las almas al cielo, que a un fin tan
sin fin como éste ninguno otro se le puede
igualar; hablo de las letras humanas, que es
su fin poner en su punto la justicia
distributiva y dar a cada uno lo que es suyo,
entender y hacer que las buenas leyes se
guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y
digno de grande alabanza, pero no de tanta
como merece aquel a que las armas
atienden, las cuales tienen por objeto y fin la
paz, que es el mayor bien que los hombres
pueden desear en esta vida. Y así, las
primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y
tuvieron los hombres fueron las que dieron
los ángeles la noche que fue nuestro día,
cuando cantaron en los aires:
''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra,
a los hombres de buena voluntad''; y a la
salutación que el mejor maestro de la tierra y
del cielo enseñó a sus allegados y favoridos,
fue decirles que cuando entrasen en alguna
casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras
muchas veces les dijo: ''Mi paz os doy, mi
paz os dejo: paz sea con vosotros'', bien
como joya y prenda dada y dejada de tal
mano; joya que sin ella, en la tierra ni en el
cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el
verdadero fin de la guerra, que lo mesmo es
decir armas que guerra. Prosupuesta, pues,
esta verdad, que el fin de la guerra es la paz,
y que en esto hace ventaja al fin de las
letras, vengamos ahora a los trabajos del
cuerpo del letrado y a los del profesor de las
armas, y véase cuáles son mayores.
De tal manera, y por tan buenos términos,
iba prosiguiendo en su plática don Quijote
que obligó a que, por entonces, ninguno de
los que escuchándole estaban le tuviese por
loco; antes, como todos los más eran
caballeros, a quien son anejas las armas, le
escuchaban de muy buena gana; y él
prosiguió diciendo:
—Digo, pues, que los trabajos del
estudiante son éstos: principalmente pobreza
(no porque todos sean pobres, sino por poner
este caso en todo el estremo que pueda ser);
y, en haber dicho que padece pobreza, me
parece que no había que decir más de su
mala ventura, porque quien es pobre no tiene
cosa buena. Esta pobreza la padece por sus
partes, ya en hambre, ya en frío, ya en
desnudez, ya en todo junto; pero, con todo
eso, no es tanta que no coma, aunque sea un
poco más tarde de lo que se usa, aunque sea
de las sobras de los ricos; que es la mayor
miseria del estudiante éste que entre ellos
llaman andar a la sopa; y no les falta algún
ajeno brasero o chimenea, que, si no
callenta, a lo menos entibie su frío, y, en fin,
la noche duermen debajo de cubierta. No
quiero llegar a otras menudencias, conviene a
saber, de la falta de camisas y no sobra de
zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni
aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la
buena suerte les depara algún banquete. Por
este camino que he pintado, áspero y
dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí,
levantándose acullá, tornando a caer acá,
llegan al grado que desean; el cual
alcanzado, a muchos hemos visto que,
habiendo pasado por estas Sirtes y por estas
Scilas y Caribdis, como llevados en vuelo de
la favorable fortuna, digo que los hemos visto
mandar y gobernar el mundo desde una silla,
trocada su hambre en hartura, su frío en
refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir
en una estera en reposar en holandas y
damascos: premio justamente merecido de
su virtud. Pero, contrapuestos y comparados
sus trabajos con los del mílite guerrero, se
quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
Capítulo XXXVIII. Que
trata del curioso discurso
que hizo don Quijote de las
armas y las letras
Prosiguiendo don Quijote, dijo:
—Pues comenzamos en el estudiante por la
pobreza y sus partes, veamos si es más rico
el soldado. Y veremos que no hay ninguno
más pobre en la misma pobreza, porque está
atenido a la miseria de su paga, que viene o
tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus
manos, con notable peligro de su vida y de su
conciencia. Y a veces suele ser su desnudez
tanta, que un coleto acuchillado le sirve de
gala y de camisa, y en la mitad del invierno
se suele reparar de las inclemencias del cielo,
estando en la campaña rasa, con sólo el
aliento de su boca, que, como sale de lugar
vacío, tengo por averiguado que debe de salir
frío, contra toda naturaleza. Pues esperad
que espere que llegue la noche, para
restaurarse de todas estas incomodidades, en
la cama que le aguarda, la cual, si no es por
su culpa, jamás pecará de estrecha; que bien
puede medir en la tierra los pies que quisiere,
y revolverse en ella a su sabor, sin temor que
se le encojan las sábanas.
Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora
de recebir el grado de su ejercicio; lléguese
un día de batalla, que allí le pondrán la borla
en la cabeza, hecha de hilas, para curarle
algún balazo, que quizá le habrá pasado las
sienes, o le dejará estropeado de brazo o
pierna. Y, cuando esto no suceda, sino que el
cielo piadoso le guarde y conserve sano y
vivo, podrá ser que se quede en la mesma
pobreza que antes estaba, y que sea
menester que suceda uno y otro rencuentro,
una y otra batalla, y que de todas salga
vencedor, para medrar en algo; pero estos
milagros vense raras veces. Pero, decidme,
señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán
menos son los premiados por la guerra que
los que han perecido en ella? Sin duda,
habéis de responder que no tienen
comparación, ni se pueden reducir a cuenta
los muertos, y que se podrán contar los
premiados vivos con tres letras de guarismo.
Todo esto es al revés en los letrados; porque,
de faldas, que no quiero decir de mangas,
todos tienen en qué entretenerse.
Así que, aunque es mayor el trabajo del
soldado, es mucho menor el premio. Pero a
esto se puede responder que es más fácil
premiar a dos mil letrados que a treinta mil
soldados, porque a aquéllos se premian con
darles oficios, que por fuerza se han de dar a
los de su profesión, y a éstos no se pueden
premiar sino con la mesma hacienda del
señor a quien sirven; y esta imposibilidad
fortifica más la razón que tengo. Pero
dejemos esto aparte, que es laberinto de muy
dificultosa salida, sino volvamos a la
preeminencia de las armas contra las letras,
materia que hasta ahora está por averiguar,
según son las razones que cada una de su
parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen
las letras que sin ellas no se podrían
sustentar las armas, porque la guerra
también tiene sus leyes y está sujeta a ellas,
y que las leyes caen debajo de lo que son
letras y letrados. A esto responden las armas
que las leyes no se podrán sustentar sin
ellas, porque con las armas se defienden las
repúblicas, se conservan los reinos, se
guardan las ciudades, se aseguran los
caminos, se despejan los mares de cosarios;
y, finalmente, si por ellas no fuese, las
repúblicas, los reinos, las monarquías, las
ciudades, los caminos de mar y tierra
estarían sujetos al rigor y a la confusión que
trae consigo la guerra el tiempo que dura y
tiene licencia de usar de sus previlegios y de
sus fuerzas. Y es razón averiguada que
aquello que más cuesta se estima y debe de
estimar en más.
Alcanzar alguno a ser eminente en letras le
cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez,
váguidos de cabeza, indigestiones de
estómago, y otras cosas a éstas adherentes,
que, en parte, ya las tengo referidas; mas
llegar uno por sus términos a ser buen
soldado le cuesta todo lo que a el estudiante,
en tanto mayor grado que no tiene
comparación, porque a cada paso está a
pique de perder la vida. Y ¿qué temor de
necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al
estudiante, que llegue al que tiene un
soldado, que, hallándose cercado en alguna
fuerza, y estando de posta, o guarda, en
algún revellín o caballero, siente que los
enemigos están minando hacia la parte donde
él está, y no puede apartarse de allí por
ningún caso, ni huir el peligro que de tan
cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer
es dar noticia a su capitán de lo que pasa,
para que lo remedie con alguna contramina, y
él estarse quedo, temiendo y esperando
cuándo improvisamente ha de subir a las
nubes sin alas y bajar al profundo sin su
voluntad. Y si éste parece pequeño peligro,
veamos si le iguala o hace ventajas el de
embestirse dos galeras por las proas en
mitad del mar espacioso, las cuales
enclavijadas y trabadas, no le queda al
soldado más espacio del que concede dos
pies de tabla del espolón; y, con todo esto,
viendo que tiene delante de sí tantos
ministros de la muerte que le amenazan
cuantos cañones de artillería se asestan de la
parte contraria, que no distan de su cuerpo
una lanza, y viendo que al primer descuido de
los pies iría a visitar los profundos senos de
Neptuno; y, con todo esto, con intrépido
corazón, llevado de la honra que le incita, se
pone a ser blanco de tanta arcabucería, y
procura pasar por tan estrecho paso al bajel
contrario. Y lo que más es de admirar: que
apenas uno ha caído donde no se podrá
levantar hasta la fin del mundo, cuando otro
ocupa su mesmo lugar; y si éste también cae
en el mar, que como a enemigo le aguarda,
otro y otro le sucede, sin dar tiempo al
tiempo de sus muertes: valentía y
atrevimiento el mayor que se puede hallar en
todos los trances de la guerra. Bien hayan
aquellos benditos siglos que carecieron de la
espantable furia de aquestos endemoniados
instrumentos de la artillería, a cuyo inventor
tengo para mí que en el infierno se le está
dando el premio de su diabólica invención,
con la cual dio causa que un infame y
cobarde brazo quite la vida a un valeroso
caballero, y que, sin saber cómo o por dónde,
en la mitad del coraje y brío que enciende y
anima a los valientes pechos, llega una
desmandada bala, disparada de quien quizá
huyó y se espantó del resplandor que hizo el
fuego al disparar de la maldita máquina, y
corta y acaba en un instante los
pensamientos y vida de quien la merecía
gozar luengos siglos. Y así, considerando
esto, estoy por decir que en el alma me pesa
de haber tomado este ejercicio de caballero
andante en edad tan detestable como es esta
en que ahora vivimos; porque, aunque a mí
ningún peligro me pone miedo, todavía me
pone recelo pensar si la pólvora y el estaño
me han de quitar la ocasión de hacerme
famoso y conocido por el valor de mi brazo y
filos de mi espada, por todo lo descubierto de
la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere
servido, que tanto seré más estimado, si
salgo con lo que pretendo, cuanto a mayores
peligros me he puesto que se pusieron los
caballeros andantes de los pasados siglos.
Todo este largo preámbulo dijo don Quijote,
en tanto que los demás cenaban, olvidándose
de llevar bocado a la boca, puesto que
algunas veces le había dicho Sancho Panza
que cenase, que después habría lugar para
decir todo lo que quisiese. En los que
escuchado le habían sobrevino nueva lástima
de ver que hombre que, al parecer, tenía
buen entendimiento y buen discurso en todas
las cosas que trataba, le hubiese perdido tan
rematadamente, en tratándole de su negra y
pizmienta caballería. El cura le dijo que tenía
mucha razón en todo cuanto había dicho en
favor de las armas, y que él, aunque letrado
y graduado, estaba de su mesmo parecer.
Acabaron de cenar, levantaron los
manteles, y, en tanto que la ventera, su hija
y Maritornes aderezaban el camaranchón de
don Quijote de la Mancha, donde habían
determinado que aquella noche las mujeres
solas en él se recogiesen, don Fernando rogó
al cautivo les contase el discurso de su vida,
porque no podría ser sino que fuese
peregrino y gustoso, según las muestras que
había comenzado a dar, viniendo en
compañía de Zoraida. A lo cual respondió el
cautivo que de muy buena gana haría lo que
se le mandaba, y que sólo temía que el
cuento no había de ser tal, que les diese el
gusto que él deseaba; pero que, con todo
eso, por no faltar en obedecelle, le contaría.
El cura y todos los demás se lo agradecieron,
y de nuevo se lo rogaron; y él, viéndose
rogar de tantos, dijo que no eran menester
ruegos adonde el mandar tenía tanta fuerza.
—Y así, estén vuestras mercedes atentos, y
oirán un discurso verdadero, a quien podría
ser que no llegasen los mentirosos que con
curioso y pensado artificio suelen
componerse.
Con esto que dijo, hizo que todos se
acomodasen y le prestasen un grande
silencio; y él, viendo que ya callaban y
esperaban lo que decir quisiese, con voz
agradable y reposada, comenzó a decir desta
manera:
Capítulo XXXIX. Donde el
cautivo cuenta su vida y
sucesos
—«En un lugar de las Montañas de León
tuvo principio mi linaje, con quien fue más
agradecida y liberal la naturaleza que la
fortuna, aunque, en la estrecheza de aquellos
pueblos, todavía alcanzaba mi padre fama de
rico, y verdaderamente lo fuera si así se diera
maña a conservar su hacienda como se la
daba en gastalla. Y la condición que tenía de
ser liberal y gastador le procedió de haber
sido soldado los años de su joventud, que es
escuela la soldadesca donde el mezquino se
hace franco, y el franco, pródigo; y si algunos
soldados se hallan miserables, son como
monstruos, que se ven raras veces. Pasaba
mi padre los términos de la liberalidad, y
rayaba en los de ser pródigo: cosa que no le
es de ningún provecho al hombre casado, y
que tiene hijos que le han de suceder en el
nombre y en el ser. Los que mi padre tenía
eran tres, todos varones y todos de edad de
poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre
que, según él decía, no podía irse a la mano
contra su condición, quiso privarse del
instrumento y causa que le hacía gastador y
dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin
la cual el mismo Alejandro pareciera
estrecho.
»Y así, llamándonos un día a todos tres a
solas en un aposento, nos dijo unas razones
semejantes a las que ahora diré: ''Hijos, para
deciros que os quiero bien, basta saber y
decir que sois mis hijos; y, para entender que
os quiero mal, basta saber que no me voy a
la mano en lo que toca a conservar vuestra
hacienda. Pues, para que entendáis desde
aquí adelante que os quiero como padre, y
que no os quiero destruir como padrastro,
quiero hacer una cosa con vosotros que ha
muchos días que la tengo pensada y con
madura consideración dispuesta. Vosotros
estáis ya en edad de tomar estado, o, a lo
menos, de elegir ejercicio, tal que, cuando
mayores, os honre y aproveche. Y lo que he
pensado es hacer de mi hacienda cuatro
partes: las tres os daré a vosotros, a cada
uno lo que le tocare, sin exceder en cosa
alguna, y con la otra me quedaré yo para
vivir y sustentarme los días que el cielo fuere
servido de darme de vida. Pero querría que,
después que cada uno tuviese en su poder la
parte que le toca de su hacienda, siguiese
uno de los caminos que le diré. Hay un refrán
en nuestra España, a mi parecer muy
verdadero, como todos lo son, por ser
sentencias breves sacadas de la luenga y
discreta experiencia; y el que yo digo dice:
"Iglesia, o mar, o casa real", como si más
claramente dijera: "Quien quisiere valer y ser
rico, siga o la Iglesia, o navegue, ejercitando
el arte de la mercancía, o entre a servir a los
reyes en sus casas"; porque dicen: "Más vale
migaja de rey que merced de señor". Digo
esto porque querría, y es mi voluntad, que
uno de vosotros siguiese las letras, el otro la
mercancía, y el otro sirviese al rey en la
guerra, pues es dificultoso entrar a servirle
en su casa; que, ya que la guerra no dé
muchas riquezas, suele dar mucho valor y
mucha fama. Dentro de ocho días, os daré
toda vuestra parte en dineros, sin
defraudaros en un ardite, como lo veréis por
la obra. Decidme ahora si queréis seguir mi
parecer y consejo en lo que os he propuesto''.
Y, mandándome a mí, por ser el mayor, que
respondiese,
después de haberle dicho que no se
deshiciese de la hacienda, sino que gastase
todo lo que fuese su voluntad, que nosotros
éramos mozos para saber ganarla, vine a
concluir en que cumpliría su gusto, y que el
mío era seguir el ejercicio de las armas,
sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo
hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y
escogió el irse a las Indias, llevando
empleada la hacienda que le cupiese. El
menor, y, a lo que yo creo, el más discreto,
dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a
acabar sus comenzados estudios a
Salamanca. Así como acabamos de
concordarnos y escoger nuestros ejercicios,
mi padre nos abrazó a todos, y, con la
brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos
había prometido; y, dando a cada uno su
parte, que, a lo que se me acuerda, fueron
cada tres mil ducados, en dineros (porque un
nuestro tío compró toda la hacienda y la pagó
de contado, porque no saliese del tronco de
la casa), en un mesmo día nos despedimos
todos tres de nuestro buen padre; y, en aquel
mesmo, pareciéndome a mí ser inhumanidad
que mi padre quedase viejo y con tan poca
hacienda, hice con él que de mis tres mil
tomase los dos mil ducados, porque a mí me
bastaba el resto para acomodarme de lo que
había menester un soldado. Mis dos
hermanos, movidos de mi ejemplo, cada uno
le dio mil ducados: de modo que a mi padre
le quedaron cuatro mil en dineros, y más tres
mil, que, a lo que parece, valía la hacienda
que le cupo, que no quiso vender, sino
quedarse con ella en raíces. Digo, en fin, que
nos despedimos dél y de aquel nuestro tío
que he dicho, no sin mucho sentimiento y
lágrimas de todos, encargándonos que les
hiciésemos saber, todas las veces que
hubiese comodidad para ello, de nuestros
sucesos, prósperos o adversos.
Prometímosselo, y, abrazándonos y
echándonos su bendición, el uno tomó el
viaje de Salamanca, el otro de Sevilla y yo el
de Alicante, adonde tuve nuevas que había
una nave ginovesa que cargaba allí lana para
Génova.
»Éste hará veinte y dos años que salí de
casa de mi padre, y en todos ellos, puesto
que he escrito algunas cartas, no he sabido
dél ni de mis hermanos nueva alguna. Y lo
que en este discurso de tiempo he pasado lo
diré brevemente. Embarquéme en Alicante,
llegué con próspero viaje a Génova, fui desde
allí a Milán, donde me acomodé de armas y
de algunas galas de soldado, de donde quise
ir a asentar mi plaza al Piamonte; y, estando
ya de camino para Alejandría de la Palla, tuve
nuevas que el gran duque de Alba pasaba a
Flandes. Mudé propósito, fuime con él, servíle
en las jornadas que hizo, halléme en la
muerte de los condes de Eguemón y de
Hornos, alcancé a ser alférez de un famoso
capitán de Guadalajara, llamado Diego de
Urbina; y, a cabo de algún tiempo que llegué
a Flandes, se tuvo nuevas de la liga que la
Santidad del Papa Pío Quinto, de felice
recordación, había hecho con Venecia y con
España, contra el enemigo común, que es el
Turco; el cual, en aquel mesmo tiempo, había
ganado con su armada la famosa isla de
Chipre, que estaba debajo del dominio del
veneciano: y pérdida lamentable y
desdichada. Súpose cierto que venía por
general desta liga el serenísimo don Juan de
Austria, hermano natural de nuestro buen rey
don Felipe. Divulgóse el grandísimo aparato
de guerra que se hacía. Todo lo cual me
incitó y conmovió el ánimo y el deseo de
verme en la jornada que se esperaba; y,
aunque tenía barruntos, y casi promesas
ciertas, de que en la primera ocasión que se
ofreciese sería promovido a capitán, lo quise
dejar todo y venirme, como me vine, a Italia.
Y quiso mi buena suerte que el señor don
Juan de Austria acababa de llegar a Génova,
que pasaba a Nápoles a juntarse con la
armada de Venecia, como después lo hizo en
Mecina.
»Digo, en fin, que yo me hallé en aquella
felicísima jornada, ya hecho capitán de
infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi
buena suerte, más que mis merecimientos. Y
aquel día, que fue para la cristiandad tan
dichoso, porque en él se desengañó el mundo
y todas las naciones del error en que
estaban, creyendo que los turcos eran
invencibles por la mar: en aquel día, digo,
donde quedó el orgullo y soberbia otomana
quebrantada, entre tantos venturosos como
allí hubo (porque más ventura tuvieron los
cristianos que allí murieron que los que vivos
y vencedores quedaron), yo solo fui el
desdichado, pues, en cambio de que pudiera
esperar, si fuera en los romanos siglos,
alguna naval corona, me vi aquella noche que
siguió a tan famoso día con cadenas a los
pies y esposas a las manos.
»Y fue desta suerte: que, habiendo el
Uchalí, rey de Argel, atrevido y venturoso
cosario, embestido y rendido la capitana de
Malta, que solos tres caballeros quedaron
vivos en ella, y éstos malheridos, acudió la
capitana de Juan Andrea a socorrella, en la
cual yo iba con mi compañía; y, haciendo lo
que debía en ocasión semejante, salté en la
galera contraria, la cual, desviándose de la
que la había embestido, estorbó que mis
soldados me siguiesen, y así, me hallé solo
entre mis enemigos, a quien no pude resistir,
por ser tantos; en fin, me rindieron lleno de
heridas. Y, como ya habréis, señores, oído
decir que el Uchalí se salvó con toda su
escuadra, vine yo a quedar cautivo en su
poder, y solo fui el triste entre tantos alegres
y el cautivo entre tantos libres; porque fueron
quince mil cristianos los que aquel día
alcanzaron la deseada libertad, que todos
venían al remo en la turquesca armada.
»Lleváronme a Costantinopla, donde el
Gran Turco Selim hizo general de la mar a mi
amo, porque había hecho su deber en la
batalla, habiendo llevado por muestra de su
valor el estandarte de la religión de Malta.
Halléme el segundo año, que fue el de
setenta y dos, en Navarino, bogando en la
capitana de los tres fanales. Vi y noté la
ocasión que allí se perdió de no coger en el
puerto toda el armada turquesca, porque
todos los leventes y jenízaros que en ella
venían tuvieron por cierto que les habían de
embestir dentro del mesmo puerto, y tenían a
punto su ropa y pasamaques, que son sus
zapatos, para huirse luego por tierra, sin
esperar ser combatidos: tanto era el miedo
que habían cobrado a nuestra armada. Pero
el cielo lo ordenó de otra manera, no por
culpa ni descuido del general que a los
nuestros regía, sino por los pecados de la
cristiandad, y porque quiere y permite Dios
que tengamos siempre verdugos que nos
castiguen.
»En efeto, el Uchalí se recogió a Modón,
que es una isla que está junto a Navarino, y,
echando la gente en tierra, fortificó la boca
del puerto, y estúvose quedo hasta que el
señor don Juan se volvió. En este viaje se
tomó la galera que se llamaba La Presa, de
quien era capitán un hijo de aquel famoso
cosario Barbarroja. Tomóla la capitana de
Nápoles, llamada La Loba, regida por aquel
rayo de la guerra, por el padre de los
soldados, por aquel venturoso y jamás
vencido capitán don Álvaro de Bazán,
marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de
decir lo que sucedió en la presa de La Presa.
Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba
tan mal a sus cautivos, que, así como los que
venían al remo vieron que la galera Loba les
iba entrando y que los alcanzaba, soltaron
todos a un tiempo los remos, y asieron de su
capitán, que estaba sobre el estanterol
gritando que bogasen apriesa, y pasándole de
banco en banco, de popa a proa, le dieron
bocados, que a poco más que pasó del árbol
ya había pasado su ánima al infierno: tal era,
como he dicho, la crueldad con que los
trataba y el odio que ellos le tenían.
»Volvimos a Constantinopla, y el año
siguiente, que fue el de setenta y tres, se
supo en ella cómo el señor don Juan había
ganado a Túnez, y quitado aquel reino a los
turcos y puesto en posesión dél a Muley
Hamet, cortando las esperanzas que de
volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el
moro más cruel y más valiente que tuvo el
mundo. Sintió mucho esta pérdida el Gran
Turco, y, usando de la sagacidad que todos
los de su casa tienen, hizo paz con
venecianos, que mucho más que él la
deseaban; y el año siguiente de setenta y
cuatro acometió a la Goleta y al fuerte que
junto a Túnez había dejado medio levantado
el señor don Juan. En todos estos trances
andaba yo al remo, sin esperanza de libertad
alguna; a lo menos, no esperaba tenerla por
rescate, porque tenía determinado de no
escribir las nuevas de mi desgracia a mi
padre.
»Perdióse, en fin, la Goleta; perdióse el
fuerte, sobre las cuales plazas hubo de
soldados turcos, pagados, setenta y cinco
mil, y de moros, y alárabes de toda la Africa,
más de cuatrocientos mil, acompañado este
tan gran número de gente con tantas
municiones y pertrechos de guerra, y con
tantos gastadores, que con las manos y a
puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y
el fuerte. Perdióse primero la Goleta, tenida
hasta entonces por inexpugnable; y no se
perdió por culpa de sus defensores, los cuales
hicieron en su defensa todo aquello que
debían y podían, sino porque la experiencia
mostró la facilidad con que se podían levantar
trincheas en aquella desierta arena, porque a
dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la
hallaron a dos varas; y así, con muchos sacos
de arena levantaron las trincheas tan altas
que sobrepujaban las murallas de la fuerza;
y, tirándoles a caballero, ninguno podía
parar, ni asistir a la defensa. Fue común
opinión que no se habían de encerrar los
nuestros en la Goleta, sino esperar en
campaña al desembarcadero; y los que esto
dicen hablan de lejos y con poca experiencia
de casos semejantes, porque si en la Goleta y
en el fuerte apenas había siete mil soldados,
¿cómo podía tan poco número, aunque más
esforzados fuesen, salir a la campaña y
quedar en las fuerzas, contra tanto como era
el de los enemigos?; y ¿cómo es posible dejar
de perderse fuerza que no es socorrida, y
más cuando la cercan enemigos muchos y
porfiados, y en su mesma tierra? Pero a
muchos les pareció, y así me pareció a mí,
que fue particular gracia y merced que el
cielo hizo a España en permitir que se asolase
aquella oficina y capa de maldades, y aquella
gomia o esponja y polilla de la infinidad de
dineros que allí sin provecho se gastaban, sin
servir de otra cosa que de conservar la
memoria de haberla ganado la felicísima del
invictísimo Carlos Quinto; como si fuera
menester para hacerla eterna, como lo es y
será, que aquellas piedras la sustentaran.
»Perdióse también el fuerte; pero fuéronle
ganando los turcos palmo a palmo, porque
los soldados que lo defendían pelearon tan
valerosa y fuertemente, que pasaron de
veinte y cinco mil enemigos los que mataron
en veinte y dos asaltos generales que les
dieron. Ninguno cautivaron sano de trecientos
que quedaron vivos, señal cierta y clara de su
esfuerzo y valor, y de lo bien que se habían
defendido y guardado sus plazas. Rindióse a
partido un pequeño fuerte o torre que estaba
en mitad del estaño, a cargo de don Juan
Zanoguera, caballero valenciano y famoso
soldado. Cautivaron a don Pedro
Puertocarrero, general de la Goleta, el cual
hizo cuanto fue posible por defender su
fuerza; y sintió tanto el haberla perdido que
de pesar murió en el camino de
Constantinopla, donde le llevaban cautivo.
Cautivaron ansimesmo al general del fuerte,
que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero
milanés, grande ingeniero y valentísimo
soldado. Murieron en estas dos fuerzas
muchas personas de cuenta, de las cuales fue
una Pagán de Oria, caballero del hábito de
San Juan, de condición generoso, como lo
mostró la summa liberalidad que usó con su
hermano, el famoso Juan de Andrea de Oria;
y lo que más hizo lastimosa su muerte fue
haber muerto a manos de unos alárabes de
quien se fió, viendo ya perdido el fuerte, que
se ofrecieron de llevarle en hábito de moro a
Tabarca, que es un portezuelo o casa que en
aquellas riberas tienen los ginoveses que se
ejercitan en la pesquería del coral; los cuales
alárabes le cortaron la cabeza y se la trujeron
al general de la armada turquesca, el cual
cumplió con ellos nuestro refrán castellano:
"Que aunque la traición aplace, el traidor se
aborrece"; y así, se dice que mandó el
general ahorcar a los que le trujeron el
presente, porque no se le habían traído vivo.
»Entre los cristianos que en el fuerte se
perdieron, fue uno llamado don Pedro de
Aguilar, natural no sé de qué lugar del
Andalucía, el cual había sido alférez en el
fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro
entendimiento: especialmente tenía particular
gracia en lo que llaman poesía. Dígolo porque
su suerte le trujo a mi galera y a mi banco, y
a ser esclavo de mi mesmo patrón; y, antes
que nos partiésemos de aquel puerto, hizo
este caballero dos sonetos, a manera de
epitafios, el uno a la Goleta y el otro al
fuerte. Y en verdad que los tengo de decir,
porque los sé de memoria y creo que antes
causarán gusto que pesadumbre.»
En el punto que el cautivo nombró a don
Pedro de Aguilar, don Fernando miró a sus
camaradas, y todos tres se sonrieron; y,
cuando llegó a decir de los sonetos, dijo el
uno:
—Antes que vuestra merced pase adelante,
le suplico me diga qué se hizo ese don Pedro
de Aguilar que ha dicho.
—Lo que sé es
—respondió el cautivo
— que,
al cabo de dos años que estuvo en
Constantinopla, se huyó en traje de arnaúte
con un griego espía, y no sé si vino en
libertad, puesto que creo que sí, porque de
allí a un año vi yo al griego en
Constantinopla, y no le pude preguntar el
suceso de aquel viaje.
—Pues lo fue
—respondió el caballero
—,
porque ese don Pedro es mi hermano, y está
ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado
y con tres hijos.
—Gracias sean dadas a Dios
—dijo el
cautivo
— por tantas mercedes como le hizo;
porque no hay en la tierra, conforme mi
parecer, contento que se iguale a alcanzar la
libertad perdida.
—Y más
—replicó el caballero
—, que yo sé
los sonetos que mi hermano hizo.
—Dígalos, pues, vuestra merced
—dijo el
cautivo
—, que los sabrá decir mejor que yo.
—Que me place
—respondió el caballero
—;
y el de la Goleta decía así:
Capítulo XL. Donde se
prosigue la historia del
cautivo
Soneto
Almas dichosas que del mortal velo
libres y esentas, por el bien que obrastes,
desde la baja tierra os levantastes
a lo más alto y lo mejor del cielo,
y, ardiendo en ira y en honroso celo,
de los cuerpos la fuerza ejercitastes,
que en propia y sangre ajena colorastes
el mar vecino y arenoso suelo;
primero que el valor faltó la vida
en los cansados brazos, que, muriendo,
con ser vencidos, llevan la vitoria.
Y esta vuestra mortal, triste caída
entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
fama que el mundo os da, y el cielo gloria.
—Desa mesma manera le sé yo
—dijo el
cautivo.
—Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo
—dijo el caballero
—, dice así:
Soneto
De entre esta tierra estéril, derribada,
destos terrones por el suelo echados,
las almas santas de tres mil soldados
subieron vivas a mejor morada,
siendo primero, en vano, ejercitada
la fuerza de sus brazos esforzados,
hasta que, al fin, de pocos y cansados,
dieron la vida al filo de la espada.
Y éste es el suelo que continuo ha sido
de mil memorias lamentables lleno
en los pasados siglos y presentes.
Mas no más justas de su duro seno
habrán al claro cielo almas subido,
ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.
No parecieron mal los sonetos, y el cautivo
se alegró con las nuevas que de su camarada
le dieron; y, prosiguiendo su cuento, dijo:
—«Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los
turcos dieron orden en desmantelar la Goleta,
porque el fuerte quedó tal, que no hubo qué
poner por tierra, y para hacerlo con más
brevedad y menos trabajo, la minaron por
tres partes; pero con ninguna se pudo volar
lo que parecía menos fuerte, que eran las
murallas viejas; y todo aquello que había
quedado en pie de la fortificación nueva que
había hecho el Fratín, con mucha facilidad
vino a tierra. En resolución, la armada volvió
a Constantinopla, triunfante y vencedora: y
de allí a pocos meses murió mi amo el Uchalí,
al cual llamaban Uchalí Fartax, que quiere
decir, en lengua turquesca, el renegado
tiñoso, porque lo era; y es costumbre entre
los turcos ponerse nombres de alguna falta
que tengan, o de alguna virtud que en ellos
haya. Y esto es porque no hay entre ellos
sino cuatro apellidos de linajes, que
decienden de la casa Otomana, y los demás,
como tengo dicho, toman nombre y apellido
ya de las tachas del cuerpo y ya de las
virtudes del ánimo. Y este Tiñoso bogó el
remo, siendo esclavo del Gran Señor, catorce
años, y a más de los treinta y cuatro de sus
edad renegó, de despecho de que un turco,
estando al remo, le dio un bofetón, y por
poderse vengar dejó su fe; y fue tanto su
valor que, sin subir por los torpes medios y
caminos que los más privados del Gran Turco
suben, vino a ser rey de Argel, y después, a
ser general de la mar, que es el tercero cargo
que hay en aquel señorío. Era calabrés de
nación, y moralmente fue un hombre de bien,
y trataba con mucha humanidad a sus
cautivos, que llegó a tener tres mil, los
cuales, después de su muerte, se repartieron,
como él lo dejó en su testamento, entre el
Gran Señor (que también es hijo heredero de
cuantos mueren, y entra a la parte con los
más hijos que deja el difunto) y entre sus
renegados; y yo cupe a un renegado
veneciano que, siendo grumete de una nave,
le cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fue
uno de los más regalados garzones suyos, y
él vino a ser el más cruel renegado que
jamás se ha visto. Llamábase Azán Agá, y
llegó a ser muy rico, y a ser rey de Argel; con
el cual yo vine de Constantinopla, algo
contento, por estar tan cerca de España, no
porque pensase escribir a nadie el desdichado
suceso mío, sino por ver si me era más
favorable la suerte en Argel que en
Constantinopla, donde ya había probado mil
maneras de huirme, y ninguna tuvo sazón ni
ventura; y pensaba en Argel buscar otros
medios de alcanzar lo que tanto deseaba,
porque jamás me desamparó la esperanza de
tener libertad; y cuando en lo que fabricaba,
pensaba y ponía por obra no correspondía el
suceso a la intención, luego, sin
abandonarme, fingía y buscaba otra
esperanza que me sustentase, aunque fuese
débil y flaca.
»Con esto entretenía la vida, encerrado en
una prisión o casa que los turcos llaman
baño, donde encierran los cautivos cristianos,
así los que son del rey como de algunos
particulares; y los que llaman del almacén,
que es como decir cautivos del concejo, que
sirven a la ciudad en las obras públicas que
hace y en otros oficios, y estos tales cautivos
tienen muy dificultosa su libertad, que, como
son del común y no tienen amo particular, no
hay con quien tratar su rescate, aunque le
tengan. En estos baños, como tengo dicho,
suelen llevar a sus cautivos algunos
particulares del pueblo, principalmente
cuando son de rescate, porque allí los tienen
holgados y seguros hasta que venga su
rescate. También los cautivos del rey que son
de rescate no salen al trabajo con la demás
chusma, si no es cuando se tarda su rescate;
que entonces, por hacerles que escriban por
él con más ahínco, les hacen trabajar y ir por
leña con los demás, que es un no pequeño
trabajo.
»Yo, pues, era uno de los de rescate; que,
como se supo que era capitán, puesto que
dije mi poca posibilidad y falta de hacienda,
no aprovechó nada para que no me pusiesen
en el número de los caballeros y gente de
rescate. Pusiéronme una cadena, más por
señal de rescate que por guardarme con ella;
y así, pasaba la vida en aquel baño, con otros
muchos caballeros y gente principal,
señalados y tenidos por de rescate. Y, aunque
la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a
veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos
fatigaba tanto como oír y ver, a cada paso,
las jamás vistas ni oídas crueldades que mi
amo usaba con los cristianos. Cada día
ahorcaba el suyo, empalaba a éste,
desorejaba aquél; y esto, por tan poca
ocasión, y tan sin ella, que los turcos
conocían que lo hacía no más de por hacerlo,
y por ser natural condición suya ser homicida
de todo el género humano. Sólo libró bien
con él un soldado español, llamado tal de
Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que
quedarán en la memoria de aquellas gentes
por muchos años, y todas por alcanzar
libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó
dar, ni le dijo mala palabra; y, por la menor
cosa de muchas que hizo, temíamos todos
que había de ser empalado, y así lo temió él
más de una vez; y si no fuera porque el
tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo
que este soldado hizo, que fuera parte para
entreteneros y admiraros harto mejor que
con el cuento de mi historia.
»Digo, pues, que encima del patio de
nuestra prisión caían las ventanas de la casa
de un moro rico y principal, las cuales, como
de ordinario son las de los moros, más eran
agujeros que ventanas, y aun éstas se
cubrían con celosías muy espesas y
apretadas. Acaeció, pues, que un día,
estando en un terrado de nuestra prisión con
otros tres compañeros, haciendo pruebas de
saltar con las cadenas, por entretener el
tiempo, estando solos, porque todos los
demás cristianos habían salido a trabajar,
alcé acaso los ojos y vi que por aquellas
cerradas ventanillas que he dicho parecía una
caña, y al remate della puesto un lienzo
atado, y la caña se estaba blandeando y
moviéndose, casi como si hiciera señas que
llegásemos a tomarla. Miramos en ello, y uno
de los que conmigo estaban fue a ponerse
debajo de la caña, por ver si la soltaban, o lo
que hacían; pero, así como llegó, alzaron la
caña y la movieron a los dos lados, como si
dijeran no con la cabeza. Volvióse el
cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los
mesmos movimientos que primero. Fue otro
de mis compañeros, y sucedióle lo mesmo
que al primero. Finalmente, fue el tercero y
avínole lo que al primero y al segundo.
Viendo yo esto, no quise dejar de probar la
suerte, y, así como llegué a ponerme debajo
de la caña, la dejaron caer, y dio a mis pies
dentro del baño. Acudí luego a desatar el
lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro dél
venían diez cianíis, que son unas monedas de
oro bajo que usan los moros, que cada una
vale diez reales de los nuestros. Si me holgué
con el hallazgo, no hay para qué decirlo, pues
fue tanto el contento como la admiración de
pensar de donde podía venirnos aquel bien,
especialmente a mí, pues las muestras de no
haber querido soltar la caña sino a mí claro
decían que a mí se hacía la merced. Tomé mi
buen dinero, quebré la caña, volvíme al
terradillo, miré la ventana, y vi que por ella
salía una muy blanca mano, que la abrían y
cerraban muy apriesa. Con esto entendimos,
o imaginamos, que alguna mujer que en
aquella casa vivía nos debía de haber hecho
aquel beneficio; y, en señal de que lo
agradecíamos, hecimos zalemas a uso de
moros, inclinando la cabeza, doblando el
cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho.
De allí a poco sacaron por la mesma ventana
una pequeña cruz hecha de cañas, y luego la
volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó en
que alguna cristiana debía de estar cautiva en
aquella casa, y era la que el bien nos hacía;
pero la blancura de la mano, y las ajorcas
que en ella vimos, nos deshizo este
pensamiento, puesto que imaginamos que
debía de ser cristiana renegada, a quien de
ordinario suelen tomar por legítimas mujeres
sus mesmos amos, y aun lo tienen a ventura,
porque las estiman en más que las de su
nación.
»En todos nuestros discursos dimos muy
lejos de la verdad del caso; y así, todo
nuestro entretenimiento desde allí adelante
era mirar y tener por norte a la ventana
donde nos había aparecido la estrella de la
caña; pero bien se pasaron quince días en
que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra
señal alguna. Y, aunque en este tiempo
procuramos con toda solicitud saber quién en
aquella casa vivía, y si había en ella alguna
cristiana renegada, jamás hubo quien nos
dijese otra cosa, sino que allí vivía un moro
principal y rico, llamado Agi Morato, alcaide
que había sido de La Pata, que es oficio entre
ellos de mucha calidad. Mas, cuando más
descuidados estábamos de que por allí habían
de llover más cianíis, vimos a deshora
parecer la caña, y otro lienzo en ella, con otro
nudo más crecido; y esto fue a tiempo que
estaba el baño, como la vez pasada, solo y
sin gente. Hecimos la acostumbrada prueba,
yendo cada uno primero que yo, de los
mismos tres que estábamos, pero a ninguno
se rindió la caña sino a mí, porque, en
llegando yo, la dejaron caer. Desaté el nudo,
y hallé cuarenta escudos de oro españoles y
un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo
escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz,
tomé los escudos, volvíme al terrado,
hecimos todos nuestras zalemas, tornó a
parecer la mano, hice señas que leería el
papel, cerraron la ventana. Quedamos todos
confusos y alegres con lo sucedido; y, como
ninguno de nosotros no entendía el arábigo,
era grande el deseo que teníamos de
entender lo que el papel contenía, y mayor la
dificultad de buscar quien lo leyese.
»En fin, yo me determiné de fiarme de un
renegado, natural de Murcia, que se había
dado por grande amigo mío, y puesto
prendas entre los dos, que le obligaban a
guardar el secreto que le encargase; porque
suelen algunos renegados, cuando tienen
intención de volverse a tierra de cristianos,
traer consigo algunas firmas de cautivos
principales, en que dan fe, en la forma que
pueden, como el tal renegado es hombre de
bien, y que siempre ha hecho bien a
cristianos, y que lleva deseo de huirse en la
primera ocasión que se le ofrezca. Algunos
hay que procuran estas fees con buena
intención, otros se sirven dellas acaso y de
industria: que, viniendo a robar a tierra de
cristianos, si a dicha se pierden o los
cautivan, sacan sus firmas y dicen que por
aquellos papeles se verá el propósito con que
venían, el cual era de quedarse en tierra de
cristianos, y que por eso venían en corso con
los demás turcos. Con esto se escapan de
aquel primer ímpetu, y se reconcilian con la
Iglesia, sin que se les haga daño; y, cuando
veen la suya, se vuelven a Berbería a ser lo
que antes eran. Otros hay que usan destos
papeles, y los procuran, con buen intento, y
se quedan en tierra de cristianos.
»Pues uno de los renegados que he dicho
era este mi amigo, el cual tenía firmas de
todas nuestras camaradas, donde le
acreditábamos cuanto era posible; y si los
moros le hallaran estos papeles, le quemaran
vivo. Supe que sabía muy bien arábigo, y no
solamente hablarlo, sino escribirlo; pero,
antes que del todo me declarase con él, le
dije que me leyese aquel papel, que acaso
me había hallado en un agujero de mi
rancho. Abrióle, y estuvo un buen espacio
mirándole y construyéndole, murmurando
entre los dientes. Preguntéle si lo entendía;
díjome que muy bien, y, que si quería que
me lo declarase palabra por palabra, que le
diese tinta y pluma, porque mejor lo hiciese.
Dímosle luego lo que pedía, y él poco a poco
lo fue traduciendo; y, en acabando, dijo:
''Todo lo que va aquí en romance, sin faltar
letra, es lo que contiene este papel morisco;
y hase de advertir que adonde dice Lela
Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen
María''.
»Leímos el papel, y decía así:
Cuando yo era niña, tenía mi padre una
esclava, la cual en mi lengua me mostró la
zalá cristianesca, y me dijo muchas cosas de
Lela Marién. La cristiana murió, y yo sé que
no fue al fuego, sino con Alá, porque después
la vi dos veces, y me dijo que me fuese a
tierra de cristianos a ver a Lela Marién, que
me quería mucho. No sé yo cómo vaya:
muchos cristianos he visto por esta ventana,
y ninguno me ha parecido caballero sino tú.
Yo soy muy hermosa y muchacha, y tengo
muchos dineros que llevar conmigo: mira tú
si puedes hacer cómo nos vamos, y serás allá
mi marido, si quisieres, y si no quisieres, no
se me dará nada, que Lela Marién me dará
con quien me case. Yo escribí esto; mira a
quién lo das a leer: no te fíes de ningún
moro, porque son todos marfuces. Desto
tengo mucha pena: que quisiera que no te
descubrieras a nadie, porque si mi padre lo
sabe, me echará luego en un pozo, y me
cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo:
ata allí la respuesta; y si no tienes quien te
escriba arábigo, dímelo por señas, que Lela
Marién hará que te entienda. Ella y Alá te
guarden, y esa cruz que yo beso muchas
veces; que así me lo mandó la cautiva.
»Mirad, señores, si era razón que las
razones deste papel nos admirasen y
alegrasen. Y así, lo uno y lo otro fue de
manera que el renegado entendió que no
acaso se había hallado aquel papel, sino que
realmente a alguno de nosotros se había
escrito; y así, nos rogó que si era verdad lo
que sospechaba, que nos fiásemos dél y se lo
dijésemos, que él aventuraría su vida por
nuestra libertad. Y, diciendo esto, sacó del
pecho un crucifijo de metal, y con muchas
lágrimas juró por el Dios que aquella imagen
representaba, en quien él, aunque pecador y
malo, bien y fielmente creía, de guardarnos
lealtad y secreto en todo cuanto quisiésemos
descubrirle, porque le parecía, y casi
adevinaba que, por medio de aquella que
aquel papel había escrito, había él y todos
nosotros de tener libertad, y verse él en lo
que tanto deseaba, que era reducirse al
gremio de la Santa Iglesia, su madre, de
quien como miembro podrido estaba dividido
y apartado por su ignorancia y pecado.
»Con tantas lágrimas y con muestras de
tanto arrepentimiento dijo esto el renegado,
que todos de un mesmo parecer
consentimos, y venimos en declararle la
verdad del caso; y así, le dimos cuenta de
todo, sin encubrirle nada. Mostrámosle la
ventanilla por donde parecía la caña, y él
marcó desde allí la casa, y quedó de tener
especial y gran cuidado de informarse quién
en ella vivía. Acordamos, ansimesmo, que
sería bien responder al billete de la mora; y,
como teníamos quien lo supiese hacer, luego
al momento el renegado escribió las razones
que yo le fui notando, que puntualmente
fueron las que diré, porque de todos los
puntos sustanciales que en este suceso me
acontecieron, ninguno se me ha ido de la
memoria, ni aun se me irá en tanto que
tuviere vida.
»En efeto, lo que a la mora se le respondió
fue esto:
El verdadero Alá te guarde, señora mía, y
aquella bendita Marién, que es la verdadera
madre de Dios y es la que te ha puesto en
corazón que te vayas a tierra de cristianos,
porque te quiere bien. Ruégale tú que se
sirva de darte a entender cómo podrás poner
por obra lo que te manda, que ella es tan
buena que sí hará. De mi parte y de la de
todos estos cristianos que están conmigo, te
ofrezco de hacer por ti todo lo que
pudiéremos, hasta morir. No dejes de
escribirme y avisarme lo que pensares hacer,
que yo te responderé siempre; que el grande
Alá nos ha dado un cristiano cautivo que sabe
hablar y escribir tu lengua tan bien como lo
verás por este papel. Así que, sin tener
miedo, nos puedes avisar de todo lo que
quisieres. A lo que dices que si fueres a tierra
de cristianos, que has de ser mi mujer, yo te
lo prometo como buen cristiano; y sabe que
los cristianos cumplen lo que prometen mejor
que los moros. Alá y Marién, su madre, sean
en tu guarda, señora mía.
»Escrito y cerrado este papel, aguardé dos
días a que estuviese el baño solo, como solía,
y luego salí al paso acostumbrado del
terradillo, por ver si la caña parecía, que no
tardó mucho en asomar. Así como la vi,
aunque no podía ver quién la ponía, mostré el
papel, como dando a entender que pusiesen
el hilo, pero ya venía puesto en la caña, al
cual até el papel, y de allí a poco tornó a
parecer nuestra estrella, con la blanca
bandera de paz del atadillo. Dejáronla caer, y
alcé yo, y hallé en el paño, en toda suerte de
moneda de plata y de oro, más de cincuenta
escudos, los cuales cincuenta veces más
doblaron nuestro contento y confirmaron la
esperanza de tener libertad.
»Aquella misma noche volvió nuestro
renegado, y nos dijo que había sabido que en
aquella casa vivía el mesmo moro que a
nosotros nos habían dicho que se llamaba Agi
Morato, riquísimo por todo estremo, el cual
tenía una sola hija, heredera de toda su
hacienda, y que era común opinión en toda la
ciudad ser la más hermosa mujer de la
Berbería; y que muchos de los virreyes que
allí venían la habían pedido por mujer, y que
ella nunca se había querido casar; y que
también supo que tuvo una cristiana cautiva,
que ya se había muerto; todo lo cual
concertaba con lo que venía en el papel.
Entramos luego en consejo con el renegado,
en qué orden se tendría para sacar a la mora
y venirnos todos a tierra de cristianos, y, en
fin, se acordó por entonces que esperásemos
el aviso segundo de Zoraida, que así se
llamaba la que ahora quiere llamarse María;
porque bien vimos que ella, y no otra alguna
era la que había de dar medio a todas
aquellas dificultades. Después que quedamos
en esto, dijo el renegado que no tuviésemos
pena, que él perdería la vida o nos pondría en
libertad.
»Cuatro días estuvo el baño con gente, que
fue ocasión que cuatro días tardase en
parecer la caña; al cabo de los cuales, en la
acostumbrada soledad del baño, pareció con
el lienzo tan preñado, que un felicísimo parto
prometía. Inclinóse a mí la caña y el lienzo,
hallé en él otro papel y cien escudos de oro,
sin otra moneda alguna. Estaba allí el
renegado, dímosle a leer el papel dentro de
nuestro rancho, el cual dijo que así decía:
Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos
vamos a España, ni Lela Marién me lo ha
dicho, aunque yo se lo he preguntado. Lo que
se podrá hacer es que yo os daré por esta
ventana muchísimos dineros de oro:
rescataos vos con ellos y vuestros amigos, y
vaya uno en tierra de cristianos, y compre
allá una barca y vuelva por los demás; y a mí
me hallarán en el jardín de mi padre, que
está a la puerta de Babazón, junto a la
marina, donde tengo de estar todo este
verano con mi padre y con mis criados. De
allí, de noche, me podréis sacar sin miedo y
llevarme a la barca; y mira que has de ser mi
marido, porque si no, yo pediré a Marién que
te castigue. Si no te fías de nadie que vaya
por la barca, rescátate tú y ve, que yo sé que
volverás mejor que otro, pues eres caballero
y cristiano. Procura saber el jardín, y cuando
te pasees por ahí sabré que está solo el baño,
y te daré mucho dinero. Alá te guarde, señor
mío.
»Esto decía y contenía el segundo papel. Lo
cual visto por todos, cada uno se ofreció a
querer ser el rescatado, y prometió de ir y
volver con toda puntualidad, y también yo me
ofrecí a lo mismo; a todo lo cual se opuso el
renegado, diciendo que en ninguna manera
consentiría que ninguno saliese de libertad
hasta que fuesen todos juntos, porque la
experiencia le había mostrado cuán mal
cumplían los libres las palabras que daban en
el cautiverio; porque muchas veces habían
usado de aquel remedio algunos principales
cautivos, rescatando a uno que fuese a
Valencia, o Mallorca, con dineros para poder
armar una barca y volver por los que le
habían rescatado, y nunca habían vuelto;
porque la libertad alcanzada y el temor de no
volver a perderla les borraba de la memoria
todas las obligaciones del mundo. Y, en
confirmación de la verdad que nos decía, nos
contó brevemente un caso que casi en
aquella mesma sazón había acaecido a unos
caballeros cristianos, el más estraño que
jamás sucedió en aquellas partes, donde a
cada paso suceden cosas de grande espanto
y de admiración.
»En efecto, él vino a decir que lo que se
podía y debía hacer era que el dinero que se
había de dar para rescatar al cristiano, que se
le diese a él para comprar allí en Argel una
barca, con achaque de hacerse mercader y
tratante en Tetuán y en aquella costa; y que,
siendo él señor de la barca, fácilmente se
daría traza para sacarlos del baño y
embarcarlos a todos. Cuanto más, que si la
mora, como ella decía, daba dineros para
rescatarlos a todos, que, estando libres, era
facilísima cosa aun embarcarse en la mitad
del día; y que la dificultad que se ofrecía
mayor era que los moros no consienten que
renegado alguno compre ni tenga barca, si no
es bajel grande para ir en corso, porque se
temen que el que compra barca,
principalmente si es español, no la quiere
sino para irse a tierra de cristianos; pero que
él facilitaría este inconveniente con hacer que
un moro tagarino fuese a la parte con él en la
compañía de la barca y en la ganancia de las
mercancías, y con esta sombra él vendría a
ser señor de la barca, con que daba por
acabado todo lo demás.
»Y, puesto que a mí y a mis camaradas nos
había parecido mejor lo de enviar por la
barca a Mallorca, como la mora decía, no
osamos contradecirle, temerosos que, si no
hacíamos lo que él decía, nos había de
descubrir y poner a peligro de perder las
vidas, si descubriese el trato de Zoraida, por
cuya vida diéramos todos las nuestras. Y así,
determinamos de ponernos en las manos de
Dios y en las del renegado, y en aquel mismo
punto se le respondió a Zoraida, diciéndole
que haríamos todo cuanto nos aconsejaba,
porque lo había advertido tan bien como si
Lela Marién se lo hubiera dicho, y que en ella
sola estaba dilatar aquel negocio, o ponello
luego por obra. Ofrecímele de nuevo de ser
su esposo, y, con esto, otro día que acaeció a
estar solo el baño, en diversas veces, con la
caña y el paño, nos dio dos mil escudos de
oro, y un papel donde decía que el primer
jumá, que es el viernes, se iba al jardín de su
padre, y que antes que se fuese nos daría
más dinero, y que si aquello no bastase, que
se lo avisásemos, que nos daría cuanto le
pidiésemos: que su padre tenía tantos, que
no lo echaría menos, cuanto más, que ella
tenía la llaves de todo.
»Dimos luego quinientos escudos al
renegado para comprar la barca; con
ochocientos me rescaté yo, dando el dinero a
un mercader valenciano que a la sazón se
hallaba en Argel, el cual me rescató del rey,
tomándome sobre su palabra, dándola de que
con el primer bajel que viniese de Valencia
pagaría mi rescate; porque si luego diera el
dinero, fuera dar sospechas al rey que había
muchos días que mi rescate estaba en Argel,
y que el mercader, por sus granjerías, lo
había callado. Finalmente, mi amo era tan
caviloso que en ninguna manera me atreví a
que luego se desembolsase el dinero. El
jueves antes del viernes que la hermosa
Zoraida se había de ir al jardín, nos dio otros
mil escudos y nos avisó de su partida,
rogándome que, si me rescatase, supiese
luego el jardín de su padre, y que en todo
caso buscase ocasión de ir allá y verla.
Respondíle en breves palabras que así lo
haría, y que tuviese cuidado de
encomendarnos a Lela Marién, con todas
aquellas oraciones que la cautiva le había
enseñado.
»Hecho esto, dieron orden en que los tres
compañeros nuestros se rescatasen, por
facilitar la salida del baño, y porque,
viéndome a mí rescatado, y a ellos no, pues
había dinero, no se alborotasen y les
persuadiese el diablo que hiciesen alguna
cosa en perjuicio de Zoraida; que, puesto que
el ser ellos quien eran me podía asegurar
deste temor, con todo eso, no quise poner el
negocio en aventura, y así, los hice rescatar
por la misma orden que yo me rescaté,
entregando todo el dinero al mercader, para
que, con certeza y seguridad, pudiese hacer
la fianza; al cual nunca descubrimos nuestro
trato y secreto, por el peligro que había.
Capítulo XLI. Donde
todavía prosigue el cautivo
su suceso
»No se pasaron quince días, cuando ya
nuestro renegado tenía comprada una muy
buena barca, capaz de más de treinta
personas: y, para asegurar su hecho y dalle
color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un
lugar que se llamaba Sargel, que está treinta
leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el
cual hay mucha contratación de higos pasos.
Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía
del tagarino que había dicho. Tagarinos
llaman en Berbería a los moros de Aragón, y
a los de Granada, mudéjares; y en el reino de
Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales
son la gente de quien aquel rey más se sirve
en la guerra.
»Digo, pues, que cada vez que pasaba con
su barca daba fondo en una caleta que estaba
no dos tiros de ballesta del jardín donde
Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito,
se ponía el renegado con los morillos que
bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a
como por ensayarse de burlas a lo que
pensaba hacer de veras; y así, se iba al
jardín de Zoraida y le pedía fruta, y su padre
se la daba sin conocelle; y, aunque él quisiera
hablar a Zoraida, como él después me dijo, y
decille que él era el que por orden mía le
había de llevar a tierra de cristianos, que
estuviese contenta y segura, nunca le fue
posible, porque las moras no se dejan ver de
ningún moro ni turco, si no es que su marido
o su padre se lo manden. De cristianos
cautivos se dejan tratar y comunicar, aun
más de aquello que sería razonable; y a mí
me hubiera pesado que él la hubiera hablado,
que quizá la alborotara, viendo que su
negocio andaba en boca de renegados. Pero
Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio
lugar al buen deseo que nuestro renegado
tenía; el cual, viendo cuán seguramente iba y
venía a Sargel, y que daba fondo cuando y
como y adonde quería, y que el tagarino, su
compañero, no tenía más voluntad de lo que
la suya ordenaba, y que yo estaba ya
rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos
cristianos que bogasen el remo, me dijo que
mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera
de los rescatados, y que los tuviese hablados
para el primer viernes, donde tenía
determinado que fuese nuestra partida.
Viendo esto, hablé a doce españoles, todos
valientes hombres del remo, y de aquellos
que más libremente podían salir de la ciudad;
y no fue poco hallar tantos en aquella
coyuntura, porque estaban veinte bajeles en
corso, y se habían llevado toda la gente de
remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que
su amo se quedó aquel verano sin ir en
corso, a acabar una galeota que tenía en
astillero. A los cuales no les dije otra cosa,
sino que el primer viernes en la tarde se
saliesen uno a uno, disimuladamente, y se
fuesen la vuelta del jardín de Agi Morato, y
que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A
cada uno di este aviso de por sí, con orden
que, aunque allí viesen a otros cristianos, no
les dijesen sino que yo les había mandado
esperar en aquel lugar.
»Hecha esta diligencia, me faltaba hacer
otra, que era la que más me convenía: y era
la de avisar a Zoraida en el punto que
estaban los negocios, para que estuviese
apercebida y sobre aviso, que no se
sobresaltase si de improviso la asaltásemos
antes del tiempo que ella podía imaginar que
la barca de cristianos podía volver. Y así,
determiné de ir al jardín y ver si podría
hablarla; y, con ocasión de coger algunas
yerbas, un día, antes de mi partida, fui allá, y
la primera persona con quién encontré fue
con su padre, el cual me dijo, en lengua que
en toda la Berbería, y aun en Costantinopla,
se halla entre cautivos y moros, que ni es
morisca, ni castellana, ni de otra nación
alguna, sino una mezcla de todas las lenguas
con la cual todos nos entendemos; digo,
pues, que en esta manera de lenguaje me
preguntó que qué buscaba en aquel su jardín,
y de quién era. Respondíle que era esclavo de
Arnaúte Mamí (y esto, porque sabía yo por
muy cierto que era un grandísimo amigo
suyo), y que buscaba de todas yerbas,
para hacer ensalada. Preguntóme, por el
consiguiente, si era hombre de rescate o no,
y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando
en todas estas preguntas y respuestas, salió
de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual
ya había mucho que me había visto; y, como
las moras en ninguna manera hacen melindre
de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se
esquivan, como ya he dicho, no se le dio
nada de venir adonde su padre conmigo
estaba; antes, luego cuando su padre vio que
venía, y de espacio, la llamó y mandó que
llegase.
»Demasiada cosa sería decir yo agora la
mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y
rico adorno con que mi querida Zoraida se
mostró a mis ojos: sólo diré que más perlas
pendían de su hermosísimo cuello, orejas y
cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En
las gargantas de los sus pies, que
descubiertas, a su usanza, traía, traía dos
carcajes (que así se llamaban las manillas o
ajorcas de los pies en morisco) de purísimo
oro, con tantos diamantes engastados, que
ella me dijo después que su padre los
estimaba en diez mil doblas, y las que traía
en las muñecas de las manos valían otro
tanto. Las perlas eran en gran cantidad y
muy buenas, porque la mayor gala y bizarría
de las moras es adornarse de ricas perlas y
aljófar, y así, hay más perlas y aljófar entre
moros que entre todas las demás naciones; y
el padre de Zoraida tenía fama de tener
muchas y de las mejores que en Argel había,
y de tener asimismo más de docientos mil
escudos españoles, de todo lo cual era señora
esta que ahora lo es mía. Si con todo este
adorno podía venir entonces hermosa, o no,
por las reliquias que le han quedado en
tantos trabajos se podrá conjeturar cuál
debía de ser en las prosperidades. Porque ya
se sabe que la hermosura de algunas mujeres
tiene días y sazones, y requiere accidentes
para diminuirse o acrecentarse; y es natural
cosa que las pasiones del ánimo la levanten o
abajen, puesto que las más veces la
destruyen.
»Digo, en fin, que entonces llegó en todo
estremo aderezada y en todo estremo
hermosa, o, a lo menos, a mí me pareció
serlo la más que hasta entonces había visto;
y con esto, viendo las obligaciones en que me
había puesto, me parecía que tenía delante
de mí una deidad del cielo, venida a la tierra
para mi gusto y para mi remedio. Así como
ella llegó, le dijo su padre en su lengua como
yo era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y
que venía a buscar ensalada. Ella tomó la
mano, y en aquella mezcla de lenguas que
tengo dicho me preguntó si era caballero y
qué era la causa que no me rescataba. Yo le
respondí que ya estaba rescatado, y que en
el precio podía echar de ver en lo que mi amo
me estimaba, pues había dado por mí mil y
quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió:
''En verdad que si tú fueras de mi padre, que
yo hiciera que no te diera él por otros dos
tantos, porque vosotros, cristianos, siempre
mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres
por engañar a los moros''. ''Bien podría ser
eso, señora
—le respondí
—, mas en verdad
que yo la he tratado con mi amo, y la trato y
la trataré con cuantas personas hay en el
mundo''. ''Y ¿cuándo te vas?'', dijo Zoraida.
''Mañana, creo yo
—dije
—, porque está aquí
un bajel de Francia que se hace mañana a la
vela, y pienso irme en él''. ''¿No es mejor
—
replicó Zoraida
—, esperar a que vengan
bajeles de España, y irte con ellos, que no
con los de Francia, que no son vuestros
amigos?'' ''No
—respondí yo
—, aunque si
como hay nuevas que viene ya un bajel de
España, es verdad, todavía yo le aguardaré,
puesto que es más cierto el partirme
mañana; porque el deseo que tengo de
verme en mi tierra, y con las personas que
bien quiero, es tanto que no me dejará
esperar otra comodidad, si se tarda, por
mejor que sea''.
''Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra
—dijo Zoraida
—, y por eso deseas ir a verte
con tu mujer''. ''No soy
—respondí yo
—
casado, mas tengo dada la palabra de
casarme en llegando allá''. ''Y ¿es hermosa la
dama a quien se la diste?'', dijo Zoraida. ''Tan
hermosa es
—respondí yo
— que para
encarecella y decirte la verdad, te parece a ti
mucho''. Desto se riyó muy de veras su
padre, y dijo: ''Gualá, cristiano, que debe de
ser muy hermosa si se parece a mi hija, que
es la más hermosa de todo este reino. Si no,
mírala bien, y verás cómo te digo verdad''.
Servíanos de intérprete a las más de estas
palabras y razones el padre de Zoraida, como
más ladino; que, aunque ella hablaba la
bastarda lengua que, como he dicho, allí se
usa, más declaraba su intención por señas
que por palabras.
»Estando en estas y otras muchas razones,
llegó un moro corriendo, y dijo, a grandes
voces, que por las bardas o paredes del
jardín habían saltado cuatro turcos, y
andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba
madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo
hizo Zoraida, porque es común y casi natural
el miedo que los moros a los turcos tienen,
especialmente a los soldados, los cuales son
tan insolentes y tienen tanto imperio sobre
los moros que a ellos están sujetos, que los
tratan peor que si fuesen esclavos suyos.
Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida:
''Hija, retírate a la casa y enciérrate, en tanto
que yo voy a hablar a estos canes; y tú,
cristiano, busca tus yerbas, y vete en buen
hora, y llévete Alá con bien a tu tierra''. Yo
me incliné, y él se fue a buscar los turcos,
dejándome solo con Zoraida, que comenzó a
dar muestras de irse donde su padre la había
mandado. Pero, apenas él se encubrió con los
árboles del jardín, cuando ella, volviéndose a
mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo:
''Ámexi, cristiano, ámexi''; que quiere decir:
"¿Vaste, cristiano, vaste?" Yo la respondí:
''Señora, sí, pero no en ninguna manera sin
ti: el primero jumá me aguarda, y no te
sobresaltes cuando nos veas; que sin duda
alguna iremos a tierra de cristianos''.
»Yo le dije esto de manera que ella me
entendió muy bien a todas las razones que
entrambos pasamos; y, echándome un brazo
al cuello, con desmayados pasos comenzó a
caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que
pudiera ser muy mala si el cielo no lo
ordenara de otra manera, que, yendo los dos
de la manera y postura que os he contado,
con un brazo al cuello, su padre, que ya
volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la
suerte y manera que íbamos, y nosotros
vimos que él nos había visto; pero Zoraida,
advertida y discreta, no quiso quitar el brazo
de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso
su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco
las rodillas, dando claras señales y muestras
que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a
entender que la sostenía contra mi voluntad.
Su padre llegó corriendo adonde estábamos,
y, viendo a su hija de aquella manera, le
preguntó que qué tenía; pero, como ella no le
respondiese, dijo su padre: ''Sin duda alguna
que con el sobresalto de la entrada de estos
canes se ha desmayado''. Y, quitándola del
mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando un
suspiro y aún no enjutos los ojos de lágrimas,
volvió a decir: ''Ámexi, cristiano, ámexi'':
"Vete, cristiano, vete". A lo que su padre
respondió:
''No importa, hija, que el cristiano se vaya,
que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya
son idos. No te sobresalte cosa alguna, pues
ninguna hay que pueda darte pesadumbre,
pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi
ruego, se volvieron por donde entraron''.
''Ellos, señor, la sobresaltaron, como has
dicho
—dije yo a su padre
—; mas, pues ella
dice que yo me vaya, no la quiero dar
pesadumbre: quédate en paz, y, con tu
licencia, volveré, si fuere menester, por
yerbas a este jardín; que, según dice mi amo,
en ninguno las hay mejores para ensalada
que en él''. ''Todas las que quisieres podrás
volver
—respondió Agi Morato
—, que mi hija
no dice esto porque tú ni ninguno de los
cristianos la enojaban, sino que, por decir
que los turcos se fuesen, dijo que tú te
fueses, o porque ya era hora que buscases
tus yerbas''.
»Con esto, me despedí al punto de
entrambos; y ella, arrancándosele el alma, al
parecer, se fue con su padre; y yo, con
achaque de buscar las yerbas, rodeé muy
bien y a mi placer todo el jardín: miré bien
las entradas y salidas, y la fortaleza de la
casa, y la comodidad que se podía ofrecer
para facilitar todo nuestro negocio. Hecho
esto, me vine y di cuenta de cuanto había
pasado al renegado y a mis compañeros; y ya
no veía la hora de verme gozar sin sobresalto
del bien que en la hermosa y bella Zoraida la
suerte me ofrecía.
»En fin, el tiempo se pasó, y se llegó el día
y plazo de nosotros tan deseado; y, siguiendo
todos el orden y parecer que, con discreta
consideración y largo discurso, muchas veces
habíamos dado, tuvimos el buen suceso que
deseábamos; porque el viernes que se siguió
al día que yo con Zoraida hablé en el jardín,
nuestro renegado, al anochecer, dio fondo
con la barca casi frontero de donde la
hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos
que habían de bogar el remo estaban
prevenidos y escondidos por diversas partes
de todos aquellos alrededores. Todos estaban
suspensos y alborozados, aguardándome,
deseosos ya de embestir con el bajel que a
los ojos tenían; porque ellos no sabían el
concierto del renegado, sino que pensaban
que a fuerza de brazos habían de haber y
ganar la libertad, quitando la vida a los moros
que dentro de la barca estaban.
»Sucedió, pues, que, así como yo me
mostré y mis compañeros, todos los demás
escondidos que nos vieron se vinieron
llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que
la ciudad estaba ya cerrada, y por toda
aquella campaña ninguna persona parecía.
Como estuvimos juntos, dudamos si sería
mejor ir primero por Zoraida, o rendir
primero a los moros bagarinos que bogaban
el remo en la barca. Y, estando en esta duda,
llegó a nosotros nuestro renegado
diciéndonos que en qué nos deteníamos, que
ya era hora, y que todos sus moros estaban
descuidados, y los más dellos durmiendo.
Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo
que lo que más importaba era rendir primero
el bajel, que se podía hacer con grandísima
facilidad y sin peligro alguno, y que luego
podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien a
todos lo que decía, y así, sin detenernos más,
haciendo él la guía, llegamos al bajel, y,
saltando él dentro primero, metió mano a un
alfanje, y dijo en morisco: ''Ninguno de
vosotros se mueva de aquí, si no quiere que
le cueste la vida''. Ya, a este tiempo, habían
entrado dentro casi todos los cristianos. Los
moros, que eran de poco ánimo, viendo
hablar de aquella manera a su arráez,
quedáronse espantados, y sin ninguno de
todos ellos echar mano a las armas, que
pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin
hablar alguna palabra, maniatar de los
cristianos, los cuales con mucha presteza lo
hicieron, amenazando a los moros que si
alzaban por alguna vía o manera la voz, que
luego al punto los pasarían todos a cuchillo.
»Hecho ya esto, quedándose en guardia
dellos la mitad de los nuestros, los que
quedábamos, haciéndonos asimismo el
renegado la guía, fuimos al jardín de Agi
Morato, y quiso la buena suerte que, llegando
a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad
como si cerrada no estuviera; y así, con gran
quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser
sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida
aguardándonos a una ventana, y, así como
sintió gente, preguntó con voz baja si éramos
nizarani, como si dijera o preguntara si
éramos cristianos. Yo le respondí que sí, y
que bajase. Cuando ella me conoció, no se
detuvo un punto, porque, sin responderme
palabra, bajó en un instante, abrió la puerta y
mostróse a todos tan hermosa y ricamente
vestida que no lo acierto a encarecer. Luego
que yo la vi, le tomé una mano y la comencé
a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis
dos camaradas; y los demás, que el caso no
sabían, hicieron lo que vieron que nosotros
hacíamos, que no parecía sino que le
dábamos las gracias y la reconocíamos por
señora de nuestra libertad. El renegado le
dijo en lengua morisca si estaba su padre en
el jardín. Ella respondió que sí y que dormía.
''Pues será menester despertalle
—replicó el
renegado
—, y llevárnosle con nosotros, y
todo aquello que tiene de valor este hermoso
jardín.'' ''No
—dijo ella
—, a mi padre no se ha
de tocar en ningún modo, y en esta casa no
hay otra cosa que lo que yo llevo, que es
tanto, que bien veéis''. Y, diciendo esto, se
volvió a entrar, diciendo que muy presto
volvería; que nos estuviésemos quedos, sin
hacer ningún ruido. Preguntéle al renegado lo
que con ella había pasado, el cual me lo
contó, a quien yo dije que en ninguna cosa se
había de hacer más de lo que Zoraida
quisiese; la cual ya que volvía cargada con un
cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que
apenas lo podía sustentar, quiso la mala
suerte que su padre despertase en el ínterin y
sintiese el ruido que andaba en el jardín; y,
asomándose a la ventana, luego conoció que
todos los que en él estaban eran cristianos;
y, dando muchas, grandes y desaforadas
voces, comenzó a decir en arábigo:
''¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones,
ladrones!''; por los cuales gritos nos vimos
todos puestos en grandísima y temerosa
confusión. Pero el renegado, viendo el peligro
en que estábamos, y lo mucho que le
importaba salir con aquella empresa antes de
ser sentido, con grandísima presteza, subió
donde Agi Morato estaba, y juntamente con
él fueron algunos de nosotros; que yo no osé
desamparar a la Zoraida, que como
desmayada se había dejado caer en mis
brazos. En resolución, los que subieron se
dieron tan buena maña que en un momento
bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las
manos y puesto un pañizuelo en la boca, que
no le dejaba hablar palabra, amenazándole
que el hablarla le había de costar la vida.
Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por
no verle, y su padre quedó espantado,
ignorando cuán de su voluntad se había
puesto en nuestras manos. Mas, entonces
siendo más necesarios los pies, con diligencia
y presteza nos pusimos en la barca; que ya
los que en ella habían quedado nos
esperaban, temerosos de algún mal suceso
nuestro.
»Apenas serían dos horas pasadas de la
noche, cuando ya estábamos todos en la
barca, en la cual se le quitó al padre de
Zoraida la atadura de las manos y el paño de
la boca; pero tornóle a decir el renegado que
no hablase palabra, que le quitarían la vida.
Él, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar
ternísimamente, y más cuando vio que yo
estrechamente la tenía abrazada, y que ella
sin defender, quejarse ni esquivarse, se
estaba queda; pero, con todo esto, callaba,
porque no pusiesen en efeto las muchas
amenazas que el renegado le hacía.
Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que
queríamos dar los remos al agua, y viendo
allí a su padre y a los demás moros que
atados estaban, le dijo al renegado que me
dijese le hiciese merced de soltar a aquellos
moros y de dar libertad a su padre, porque
antes se arrojaría en la mar que ver delante
de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a
un padre que tanto la había querido. El
renegado me lo dijo; y yo respondí que era
muy contento; pero él respondió que no
convenía, a causa que, si allí los dejaban
apellidarían luego la tierra y alborotarían la
ciudad, y serían causa que saliesen a
buscallos con algunas fragatas ligeras, y les
tomasen la tierra y la mar, de manera que no
pudiésemos escaparnos; que lo que se podría
hacer era darles libertad en llegando a la
primera tierra de cristianos. En este parecer
venimos todos, y Zoraida, a quien se le dio
cuenta, con las causas que nos movían a no
hacer luego lo que quería, también se
satisfizo; y luego, con regocijado silencio y
alegre diligencia, cada uno de nuestros
valientes remeros tomó su remo, y
comenzamos, encomendándonos a Dios de
todo corazón, a navegar la vuelta de las islas
de Mallorca, que es la tierra de cristianos más
cerca.
»Pero, a causa de soplar un poco el viento
tramontana y estar la mar algo picada, no fue
posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos
forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de
Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por
no ser descubiertos del lugar de Sargel, que
en aquella costa cae sesenta millas de Argel.
Y, asimismo, temíamos encontrar por aquel
paraje alguna galeota de las que de ordinario
vienen con mercancía de Tetuán, aunque
cada uno por sí, y todos juntos, presumíamos
de que, si se encontraba galeota de
mercancía, como no fuese de las que andan
en corso, que no sólo no nos perderíamos,
mas que tomaríamos bajel donde con más
seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje.
Iba Zoraida, en tanto que se navegaba,
puesta la cabeza entre mis manos, por no ver
a su padre, y sentía yo que iba llamando a
Lela Marién que nos ayudase.
»Bien habríamos navegado treinta millas,
cuando nos amaneció, como tres tiros de
arcabuz desviados de tierra, toda la cual
vimos desierta y sin nadie que nos
descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a
fuerza de brazos entrando un poco en la mar,
que ya estaba algo más sosegada; y,
habiendo entrado casi dos leguas, diose
orden que se bogase a cuarteles en tanto que
comíamos algo, que iba bien proveída la
barca, puesto que los que bogaban dijeron
que no era aquél tiempo de tomar reposo
alguno, que les diesen de comer los que no
bogaban, que ellos no querían soltar los
remos de las manos en manera alguna.
Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un
viento largo, que nos obligó a hacer luego
vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán,
por no ser posible poder hacer otro viaje.
Todo se hizo con muchísima presteza; y así, a
la vela, navegamos por más de ocho millas
por hora, sin llevar otro temor alguno sino el
de encontrar con bajel que de corso fuese.
»Dimos de comer a los moros bagarinos, y
el renegado les consoló diciéndoles como no
iban cautivos, que en la primera ocasión les
darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre
de Zoraida, el cual respondió:
''Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y
creer de vuestra liberalidad y buen término,
¡oh cristianos!, mas el darme libertad, no me
tengáis por tan simple que lo imagine; que
nunca os pusistes vosotros al peligro de
quitármela para volverla tan liberalmente,
especialmente sabiendo quién soy yo, y el
interese que se os puede seguir de dármela;
el cual interese, si le queréis poner nombre,
desde aquí os ofrezco todo aquello que
quisiéredes por mí y por esa desdichada hija
mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y
la mejor parte de mi alma''. En diciendo esto,
comenzó a llorar tan amargamente que a
todos nos movió a compasión, y forzó a
Zoraida que le mirase; la cual, viéndole
llorar, así se enterneció que se levantó de mis
pies y fue a abrazar a su padre, y, juntando
su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan
tierno llanto que muchos de los que allí
íbamos le acompañamos en él. Pero, cuando
su padre la vio adornada de fiesta y con
tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua:
''¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer,
antes que nos sucediese esta terrible
desgracia en que nos vemos, te vi con tus
ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin
que hayas tenido tiempo de vestirte y sin
haberte dado alguna nueva alegre de
solenizalle con adornarte y pulirte, te veo
compuesta con los mejores vestidos que yo
supe y pude darte cuando nos fue la ventura
más favorable? Respóndeme a esto, que me
tiene más suspenso y admirado que la misma
desgracia en que me hallo''.
»Todo lo que el moro decía a su hija nos lo
declaraba el renegado, y ella no le respondía
palabra. Pero, cuando él vio a un lado de la
barca el cofrecillo donde ella solía tener sus
joyas, el cual sabía él bien que le había
dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó
más confuso, y preguntóle que cómo aquel
cofre había venido a nuestras manos, y qué
era lo que venía dentro. A lo cual el
renegado, sin aguardar que Zoraida le
respondiese, le respondió: ''No te canses,
señor, en preguntar a Zoraida, tu hija, tantas
cosas, porque con una que yo te responda te
satisfaré a todas; y así, quiero que sepas que
ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de
nuestras cadenas y la libertad de nuestro
cautiverio; ella va aquí de su voluntad, tan
contenta, a lo que yo imagino, de verse en
este estado, como el que sale de las tinieblas
a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a
la gloria''. ''¿Es verdad lo que éste dice,
hija?'', dijo el moro. ''Así es'', respondió
Zoraida. ''¿Que, en efeto
—replicó el viejo
—,
tú eres cristiana, y la que ha puesto a su
padre en poder de sus enemigos?'' A lo cual
respondió Zoraida: ''La que es cristiana yo
soy, pero no la que te ha puesto en este
punto, porque nunca mi deseo se estendió a
dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí
bien''. ''Y ¿qué bien es el que te has hecho,
hija?'' ''Eso
—respondió ella
— pregúntaselo tú
a Lela Marién, que ella te lo sabrá decir mejor
que no yo''.
»Apenas hubo oído esto el moro, cuando,
con una increíble presteza, se arrojó de
cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se
ahogara, si el vestido largo y embarazoso que
traía no le entretuviera un poco sobre el
agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y
así, acudimos luego todos, y, asiéndole de la
almalafa, le sacamos medio ahogado y sin
sentido, de que recibió tanta pena Zoraida
que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él
un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca
abajo, volvió mucha agua, tornó en sí al cabo
de dos horas, en las cuales, habiéndose
trocado el viento, nos convino volver hacia
tierra, y hacer fuerza de remos, por no
embestir en ella; mas quiso nuestra buena
suerte que llegamos a una cala que se hace
al lado de un pequeño promontorio o cabo
que de los moros es llamado el de La Cava
Rumía, que en nuestra lengua quiere decir La
mala mujer cristiana; y es tradición entre los
moros que en aquel lugar está enterrada la
Cava, por quien se perdió España, porque
cava en su lengua quiere decir mujer mala, y
rumía, cristiana; y aun tienen por mal agüero
llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les
fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella;
puesto que para nosotros no fue abrigo de
mala mujer, sino puerto seguro de nuestro
remedio, según andaba alterada la mar.
»Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no
dejamos jamás los remos de la mano;
comimos de lo que el renegado había
proveído, y rogamos a Dios y a Nuestra
Señora, de todo nuestro corazón, que nos
ayudase y favoreciese para que felicemente
diésemos fin a tan dichoso principio. Diose
orden, a suplicación de Zoraida, como
echásemos en tierra a su padre y a todos los
demás moros que allí atados venían, porque
no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus
blandas entrañas, ver delante de sus ojos
atado a su padre y aquellos de su tierra
presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo
de la partida, pues no corría peligro el
dejallos en aquel lugar, que era despoblado.
No fueron tan vanas nuestras oraciones que
no fuesen oídas del cielo; que, en nuestro
favor, luego volvió el viento, tranquilo el mar,
convidándonos a que tornásemos alegres a
proseguir nuestro comenzado viaje.
»Viendo esto, desatamos a los moros, y uno
a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se
quedaron admirados; pero, llegando a
desembarcar al padre de Zoraida, que ya
estaba en todo su acuerdo, dijo: ''¿Por qué
pensáis, cristianos, que esta mala hembra
huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que
es por piedad que de mí tiene? No, por cierto,
sino que lo hace por el estorbo que le dará mi
presencia cuando quiera poner en ejecución
sus malos deseos; ni penséis que la ha
movido a mudar religión entender ella que la
vuestra a la nuestra se aventaja, sino el
saber que en vuestra tierra se usa la
deshonestidad más libremente que en la
nuestra''. Y, volviéndose a Zoraida,
teniéndole yo y otro cristiano de entrambos
brazos asido, porque algún desatino no
hiciese, le dijo: ''¡Oh infame moza y mal
aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y
desatinada, en poder destos perros, naturales
enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en
que yo te engendré, y malditos sean los
regalos y deleites en que te he criado!'' Pero,
viendo yo que llevaba término de no acabar
tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y
desde allí, a voces, prosiguió en sus
maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma
rogase a Alá que nos destruyese, confundiese
y acabase; y cuando, por habernos hecho a la
vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus
obras, que eran arrancarse las barbas,
mesarse los cabellos y arrastrarse por el
suelo; mas una vez esforzó la voz de tal
manera que podimos entender que decía:
''¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que
todo te lo perdono; entrega a esos hombres
ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a
consolar a este triste padre tuyo, que en esta
desierta arena dejará la vida, si tú le dejas!''
Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo
sentía y lloraba, y no supo decirle ni
respondelle palabra, sino: ''Plega a Alá, padre
mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de
que yo sea cristiana, ella te consuele en tu
tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer
otra cosa de la que he hecho, y que estos
cristianos no deben nada a mi voluntad,
pues, aunque quisiera no venir con ellos y
quedarme en mi casa, me fuera imposible,
según la priesa que me daba mi alma a poner
por obra ésta que a mí me parece tan buena
como tú, padre amado, la juzgas por mala''.
Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni
nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo
a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el
cual nos le facilitaba el proprio viento, de tal
manera que bien tuvimos por cierto de
vernos otro día al amanecer en las riberas de
España.
»Mas, como pocas veces, o nunca, viene el
bien puro y sencillo, sin ser acompañado o
seguido de algún mal que le turbe o
sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las
maldiciones que el moro a su hija había
echado, que siempre se han de temer de
cualquier padre que sean; quiso, digo, que
estando ya engolfados y siendo ya casi
pasadas tres horas de la noche, yendo con la
vela tendida de alto baja, frenillados los
remos, porque el próspero viento nos quitaba
del trabajo de haberlos menester, con la luz
de la luna, que claramente resplandecía,
vimos cerca de nosotros un bajel redondo,
que, con todas las velas tendidas, llevando un
poco a orza el timón, delante de nosotros
atravesaba; y esto tan cerca, que nos fue
forzoso amainar por no embestirle, y ellos,
asimesmo, hicieron fuerza de timón para
darnos lugar que pasásemos.
»Habíanse puesto a bordo del bajel a
preguntarnos quién éramos, y adónde
navegábamos, y de dónde veníamos; pero,
por preguntarnos esto en lengua francesa,
dijo nuestro renegado: ''Ninguno responda;
porque éstos, sin duda, son cosarios
franceses, que hacen a toda ropa''. Por este
advertimiento, ninguno respondió palabra; y,
habiendo pasado un poco delante, que ya el
bajel quedaba sotavento, de improviso
soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que
parecía, ambas venían con cadenas, porque
con una cortaron nuestro árbol por medio, y
dieron con él y con la vela en la mar; y al
momento, disparando otra pieza, vino a dar
la bala en mitad de nuestra barca, de modo
que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno;
pero, como nosotros nos vimos ir a fondo,
comenzamos todos a grandes voces a pedir
socorro y a rogar a los del bajel que nos
acogiesen, porque nos anegábamos.
Amainaron entonces, y, echando el esquife o
barca a la mar, entraron en él hasta doce
franceses bien armados, con sus arcabuces y
cuerdas encendidas, y así llegaron junto al
nuestro; y, viendo cuán pocos éramos y
cómo el bajel se hundía, nos recogieron,
diciendo que, por haber usado de la
descortesía de no respondelles, nos había
sucedido aquello.
Nuestro renegado tomó el cofre de las
riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar,
sin que ninguno echase de ver en lo que
hacía. En resolución, todos pasamos con los
franceses, los cuales, después de haberse
informado de todo aquello que de nosotros
saber quisieron, como si fueran nuestros
capitales enemigos, nos despojaron de todo
cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron
hasta los carcajes que traía en los pies. Pero
no me daba a mí tanta pesadumbre la que a
Zoraida daban, como me la daba el temor
que tenía de que habían de pasar del quitar
de las riquísimas y preciosísimas joyas al
quitar de la joya que más valía y ella más
estimaba. Pero los deseos de aquella gente
no se estienden a más que al dinero, y desto
jamás se vee harta su codicia; lo cual
entonces llegó a tanto, que aun hasta los
vestidos de cautivos nos quitaran si de algún
provecho les fueran. Y hubo parecer entre
ellos de que a todos nos arrojasen a la mar
envueltos en una vela, porque tenían
intención de tratar en algunos puertos de
España con nombre de que eran bretones, y
si nos llevaban vivos, serían castigados,
siendo descubierto su hurto. Mas el capitán,
que era el que había despojado a mi querida
Zoraida, dijo que él se contentaba con la
presa que tenía, y que no quería tocar en
ningún puerto de España, sino pasar el
estrecho de Gibraltar de noche, o como
pudiese, y irse a la Rochela, de donde había
salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos
el esquife de su navío, y todo lo necesario
para la corta navegación que nos quedaba,
como lo hicieron otra día, ya a vista de tierra
de España, con la cual vista, todas nuestras
pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de
todo punto, como si no hubieran pasado por
nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la
libertad perdida.
»Cerca de mediodía podría ser cuando nos
echaron en la barca, dándonos dos barriles
de agua y algún bizcocho; y el capitán,
movido no sé de qué misericordia, al
embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio
hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió
que le quitasen sus soldados estos mesmos
vestidos que ahora tiene puestos. Entramos
en el bajel; dímosles las gracias por el bien
que nos hacían, mostrándonos más
agradecidos que quejosos; ellos se hicieron a
lo largo, siguiendo la derrota del estrecho;
nosotros, sin mirar a otro norte que a la
tierra que se nos mostraba delante, nos
dimos tanta priesa a bogar que al poner del
sol estábamos tan cerca que bien
pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes
que fuera muy noche; pero, por no parecer
en aquella noche la luna y el cielo mostrarse
escuro, y por ignorar el paraje en que
estábamos, no nos pareció cosa segura
embestir en tierra, como a muchos de
nosotros les parecía, diciendo que diésemos
en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos
de poblado, porque así aseguraríamos el
temor que de razón se debía tener que por
allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán,
los cuales anochecen en Berbería y amanecen
en las costas de España, y hacen de ordinario
presa, y se vuelven a dormir a sus casas.
Pero, de los contrarios pareceres, el que se
tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y
que si el sosiego del mar lo concediese,
desembarcásemos donde pudiésemos.
»Hízose así, y poco antes de la media noche
sería cuando llegamos al pie de una
disformísima y alta montaña, no tan junto al
mar que no concediese un poco de espacio
para poder desembarcar cómodamente.
Embestimos en la arena, salimos a tierra,
besamos el suelo, y, con lágrimas de muy
alegrísimo contento, dimos todos gracias a
Dios, Señor Nuestro, por el bien tan
incomparable que nos había hecho. Sacamos
de la barca los bastimentos que tenía,
tirámosla en tierra, y subímonos un
grandísimo trecho en la montaña, porque aún
allí estábamos, y aún no podíamos asegurar
el pecho, ni acabábamos de creer que era
tierra de cristianos la que ya nos sostenía.
Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo
que quisiéramos. Acabamos de subir toda la
montaña, por ver si desde allí algún poblado
se descubría, o algunas cabañas de pastores;
pero, aunque más tendimos la vista, ni
poblado, ni persona, ni senda, ni camino
descubrimos. Con todo esto, determinamos
de entrarnos la tierra adentro, pues no podría
ser menos sino que presto descubriésemos
quien nos diese noticia della. Pero lo que a mí
más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida
por aquellas asperezas, que, puesto que
alguna vez la puse sobre mis hombros, más
le cansaba a ella mi cansancio que la
reposaba su reposo; y así, nunca más quiso
que yo aquel trabajo tomase; y, con mucha
paciencia y muestras de alegría, llevándola yo
siempre de la mano, poco menos de un
cuarto de legua debíamos de haber andado,
cuando llegó a nuestros oídos el son de una
pequeña esquila, señal clara que por allí
cerca había ganado; y, mirando todos con
atención si alguno se parecía, vimos al pie de
un alcornoque un pastor mozo, que con
grande reposo y descuido estaba labrando un
palo con un cuchillo. Dimos voces, y él,
alzando la cabeza, se puso ligeramente en
pie, y, a lo que después supimos, los
primeros que a la vista se le ofrecieron fueron
el renegado y Zoraida, y, como él los vio en
hábito de moros, pensó que todos los de la
Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con
estraña ligereza por el bosque adelante,
comenzó a dar los mayores gritos del mundo
diciendo: ''¡Moros, moros hay en la tierra!
¡Moros, moros! ¡Arma, arma!''
»Con estas voces quedamos todos
confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero,
considerando que las voces del pastor habían
de alborotar la tierra, y que la caballería de la
costa había de venir luego a ver lo que era,
acordamos que el renegado se desnudase las
ropas del turco y se vistiese un gilecuelco o
casaca de cautivo que uno de nosotros le dio
luego, aunque se quedó en camisa; y así,
encomendándonos a Dios, fuimos por el
mismo camino que vimos que el pastor
llevaba, esperando siempre cuándo había de
dar sobre nosotros la caballería de la costa. Y
no nos engañó nuestro pensamiento, porque,
aún no habrían pasado dos horas cuando,
habiendo ya salido de aquellas malezas a un
llano, descubrimos hasta cincuenta
caballeros, que con gran ligereza, corriendo a
media rienda, a nosotros se venían, y así
como los vimos, nos estuvimos quedos
aguardándolos; pero, como ellos llegaron y
vieron, en lugar de los moros que buscaban,
tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y
uno dellos nos preguntó si éramos nosotros
acaso la ocasión por que un pastor había
apellidado al arma. ''Sí'', dije yo; y, queriendo
comenzar a decirle mi suceso, y de dónde
veníamos y quién éramos, uno de los
cristianos que con nosotros venían conoció al
jinete que nos había hecho la pregunta, y
dijo, sin dejarme a mí decir más palabra:
''¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a
tan buena parte nos ha conducido!, porque, si
yo no me engaño, la tierra que pisamos es la
de Vélez Málaga, si ya los años de mi
cautiverio no me han quitado de la memoria
el acordarme que vos, señor, que nos
preguntáis quién somos, sois Pedro de
Bustamante, tío mío''. Apenas hubo dicho
esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se
arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo,
diciéndole: ''Sobrino de mi alma y de mi vida,
ya te conozco, y ya te he llorado por muerto
yo, y mi hermana, tu madre, y todos los
tuyos, que aún viven; y Dios ha sido servido
de darles vida para que gocen el placer de
verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y
por las señales y muestras de tus vestidos, y
la de todos los desta compañía, comprehendo
que habéis tenido milagrosa libertad''. ''Así es
—respondió el mozo
—, y tiempo nos quedará
para contároslo todo''.
»Luego que los jinetes entendieron que
éramos cristianos cautivos, se apearon de sus
caballos, y cada uno nos convidaba con el
suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez
Málaga, que legua y media de allí estaba.
Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la
ciudad, diciéndoles dónde la habíamos
dejado; otros nos subieron a las ancas, y
Zoraida fue en las del caballo del tío del
cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo,
que ya de alguno que se había adelantado
sabían la nueva de nuestra venida. No se
admiraban de ver cautivos libres, ni moros
cautivos, porque toda la gente de aquella
costa está hecha a ver a los unos y a los
otros; pero admirábanse de la hermosura de
Zoraida, la cual en aquel instante y sazón
estaba en su punto, ansí con el cansancio del
camino como con la alegría de verse ya en
tierra de cristianos, sin sobresalto de
perderse; y esto le había sacado al rostro
tales colores que, si no es que la afición
entonces me engañaba, osaré decir que más
hermosa criatura no había en el mundo; a lo
menos, que yo la hubiese visto.
»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias
a Dios por la merced recebida; y, así como en
ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros
que se parecían a los de Lela Marién.
Dijímosle que eran imágines suyas, y como
mejor se pudo le dio el renegado a entender
lo que significaban, para que ella las adorase
como si verdaderamente fueran cada una
dellas la misma Lela Marién que la había
hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y
un natural fácil y claro, entendió luego cuanto
acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí
nos llevaron y repartieron a todos en
diferentes casas del pueblo; pero al
renegado, Zoraida y a mí nos llevó el
cristiano que vino con nosotros, y en casa de
sus padres, que medianamente eran
acomodados de los bienes de fortuna, y nos
regalaron con tanto amor como a su mismo
hijo.
»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de
los cuales el renegado, hecha su información
de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de
Granada, a reducirse por medio de la Santa
Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia;
los demás cristianos libertados se fueron cada
uno donde mejor le pareció; solos quedamos
Zoraida y yo, con solos los escudos que la
cortesía del francés le dio a Zoraida, de los
cuales compré este animal en que ella viene;
y, sirviéndola yo hasta agora de padre y
escudero, y no de esposo, vamos con
intención de ver si mi padre es vivo, o si
alguno de mis hermanos ha tenido más
próspera ventura que la mía, puesto que, por
haberme hecho el cielo compañero de
Zoraida, me parece que ninguna otra suerte
me pudiera venir, por buena que fuera, que
más la estimara. La paciencia con que
Zoraida lleva las incomodidades que la
pobreza trae consigo, y el deseo que muestra
tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que
me admira y me mueve a servirla todo el
tiempo de mi vida, puesto que el gusto que
tengo de verme suyo y de que ella sea mía
me lo turba y deshace no saber si hallaré en
mi tierra algún rincón donde recogella, y si
habrán hecho el tiempo y la muerte tal
mudanza en la hacienda y vida de mi padre y
hermanos que apenas halle quien me
conozca, si ellos faltan.» No tengo más,
señores, que deciros de mi historia; la cual, si
es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros
buenos entendimientos; que de mí sé decir
que quisiera habérosla contado más
brevemente, puesto que el temor de
enfadaros más de cuatro circustancias me ha
quitado de la lengua.
Capítulo XLII. Que trata
de lo que más sucedió en la
venta y de otras muchas
cosas dignas de saberse
Calló, en diciendo esto, el cautivo, a quien
don Fernando dijo:
—Por cierto, señor capitán, el modo con que
habéis contado este estraño suceso ha sido
tal, que iguala a la novedad y estrañeza del
mesmo caso. Todo es peregrino y raro, y
lleno de accidentes que maravillan y
suspenden a quien los oye; y es de tal
manera el gusto que hemos recebido en
escuchalle, que, aunque nos hallara el día de
mañana entretenidos en el mesmo cuento,
holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y, en diciendo esto, don Fernando y todos
los demás se le ofrecieron, con todo lo a ellos
posible para servirle, con palabras y razones
tan amorosas y tan verdaderas que el capitán
se tuvo por bien satisfecho de sus
voluntades. Especialmente, le ofreció don
Fernando que si quería volverse con él, que él
haría que el marqués, su hermano, fuese
padrino del bautismo de Zoraida, y que él,
por su parte, le acomodaría de manera que
pudiese entrar en su tierra con el autoridad y
cómodo que a su persona se debía. Todo lo
agradeció cortesísimamente el cautivo, pero
no quiso acetar ninguno de sus liberales
ofrecimientos.
En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar
della, llegó a la venta un coche, con algunos
hombres de a caballo. Pidieron posada; a
quien la ventera respondió que no había en
toda la venta un palmo desocupado.
—Pues, aunque eso sea
—dijo uno de los de
a caballo que habían entrado
—, no ha de
faltar para el señor oidor que aquí viene.
A este nombre se turbó la güéspeda, y dijo:
—Señor, lo que en ello hay es que no tengo
camas: si es que su merced del señor oidor la
trae, que sí debe de traer, entre en buen
hora, que yo y mi marido nos saldremos de
nuestro aposento por acomodar a su merced.
—Sea en buen hora
—dijo el escudero.
Pero, a este tiempo, ya había salido del
coche un hombre, que en el traje mostró
luego el oficio y cargo que tenía, porque la
ropa luenga, con las mangas arrocadas, que
vestía, mostraron ser oidor, como su criado
había dicho. Traía de la mano a una doncella,
al parecer de hasta diez y seis años, vestida
de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan
gallarda que a todos puso en admiración su
vista; de suerte que, a no haber visto a
Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la
venta estaban, creyeran que otra tal
hermosura como la desta doncella
difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don
Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y,
así como le vio, dijo:
—Seguramente puede vuestra merced
entrar y espaciarse en este castillo, que,
aunque es estrecho y mal acomodado, no hay
estrecheza ni incomodidad en el mundo que
no dé lugar a las armas y a las letras, y más
si las armas y letras traen por guía y adalid a
la fermosura, como la traen las letras de
vuestra merced en esta fermosa doncella, a
quien deben no sólo abrirse y manifestarse
los castillos, sino apartarse los riscos, y
devidirse y abajarse las montañas, para dalle
acogida. Entre vuestra merced, digo, en este
paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que
acompañen el cielo que vuestra merced trae
consigo; aquí hallará las armas en su punto y
la hermosura en su estremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento
de don Quijote, a quien se puso a mirar muy
de propósito, y no menos le admiraba su talle
que sus palabras; y, sin hallar ningunas con
que respondelle, se tornó a admirar de nuevo
cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea
y a Zoraida, que, a las nuevas de los nuevos
güéspedes y a las que la ventera les había
dado de la hermosura de la doncella, habían
venido a verla y a recebirla. Pero don
Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más
llanos y más cortesanos ofrecimientos. En
efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo
que veía como de lo que escuchaba, y las
hermosas de la venta dieron la bienllegada a
la hermosa doncella.
En resolución, bien echó de ver el oidor que
era gente principal toda la que allí estaba;
pero el talle, visaje y la apostura de don
Quijote le desatinaba; y, habiendo pasado
entre todos corteses ofrecimientos y tanteado
la comodidad de la venta, se ordenó lo que
antes estaba ordenado: que todas las
mujeres se entrasen en el camaranchón ya
referido, y que los hombres se quedasen
fuera, como en su guarda. Y así, fue contento
el oidor que su hija, que era la doncella, se
fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo
de muy buena gana. Y con parte de la
estrecha cama del ventero, y con la mitad de
la que el oidor traía, se acomodaron aquella
noche mejor de lo que pensaban.
El cautivo, que, desde el punto que vio al
oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de
que aquél era su hermano, preguntó a uno de
los criados que con él venían que cómo se
llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado
le respondió que se llamaba el licenciado Juan
Pérez de Viedma, y que había oído decir que
era de un lugar de las montañas de León.
Con esta relación y con lo que él había visto
se acabó de confirmar de que aquél era su
hermano, que había seguido las letras por
consejo de su padre; y, alborotado y
contento, llamando aparte a don Fernando, a
Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba,
certificándoles que aquel oidor era su
hermano. Habíale dicho también el criado
como iba proveído por oidor a las Indias, en
la Audiencia de Méjico. Supo también como
aquella doncella era su hija, de cuyo parto
había muerto su madre, y que él había
quedado muy rico con el dote que con la hija
se le quedó en casa. Pidióles consejo qué
modo tendría para descubrirse, o para
conocer primero si, después de descubierto,
su hermano, por verle pobre, se afrentaba o
le recebía con buenas entrañas.
—Déjeseme a mí el hacer esa experiencia
—
dijo el cura
—; cuanto más, que no hay
pensar sino que vos, señor capitán, seréis
muy bien recebido; porque el valor y
prudencia que en su buen parecer descubre
vuestro hermano no da indicios de ser
arrogante ni desconocido, ni que no ha de
saber poner los casos de la fortuna en su
punto.
—Con todo eso
—dijo el capitán
— yo
querría, no de improviso, sino por rodeos,
dármele a conocer.
—Ya os digo
—respondió el cura
— que yo lo
trazaré de modo que todos quedemos
satisfechos.
Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y
todos se sentaron a la mesa, eceto el cautivo
y las señoras, que cenaron de por sí en su
aposento. En la mitad de la cena dijo el cura:
—Del mesmo nombre de vuestra merced,
señor oidor, tuve yo una camarada en
Costantinopla, donde estuve cautivo algunos
años; la cual camarada era uno de los
valientes soldados y capitanes que había en
toda la infantería española, pero tanto cuanto
tenía de esforzado y valeroso lo tenía de
desdichado.
—Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor
mío?
—preguntó el oidor.
—Llamábase
—respondió el cura
— Ruy
Pérez de Viedma, y era natural de un lugar
de las montañas de León, el cual me contó un
caso que a su padre con sus hermanos le
había sucedido, que, a no contármelo un
hombre tan verdadero como él, lo tuviera por
conseja de aquellas que las viejas cuentan el
invierno al fuego. Porque me dijo que su
padre había dividido su hacienda entre tres
hijos que tenía, y les había dado ciertos
consejos, mejores que los de Catón. Y sé yo
decir que el que él escogió de venir a la
guerra le había sucedido tan bien que en
pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro
brazo que el de su mucha virtud, subió a ser
capitán de infantería, y a verse en camino y
predicamento de ser presto maestre de
campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues
donde la pudiera esperar y tener buena, allí
la perdió, con perder la libertad en la
felicísima jornada donde tantos la cobraron,
que fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdí
en la Goleta, y después, por diferentes
sucesos, nos hallamos camaradas en
Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde
sé que le sucedió uno de los más estraños
casos que en el mundo han sucedido.
De aquí fue prosiguiendo el cura, y, con
brevedad sucinta, contó lo que con Zoraida a
su hermano había sucedido; a todo lo cual
estaba tan atento el oidor, que ninguna vez
había sido tan oidor como entonces. Sólo
llegó el cura al punto de cuando los franceses
despojaron a los cristianos que en la barca
venían, y la pobreza y necesidad en que su
camarada y la hermosa mora habían
quedado; de los cuales no había sabido en
qué habían parado, ni si habían llegado a
España, o llevádolos los franceses a Francia.
Todo lo que el cura decía estaba
escuchando, algo de allí desviado, el capitán,
y notaba todos los movimientos que su
hermano hacía; el cual, viendo que ya el cura
había llegado al fin de su cuento, dando un
grande suspiro y llenándosele los ojos de
agua, dijo:
—¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que
me habéis contado, y cómo me tocan tan en
parte que me es forzoso dar muestras dello
con estas lágrimas que, contra toda mi
discreción y recato, me salen por los ojos!
Ese capitán tan valeroso que decís es mi
mayor hermano, el cual, como más fuerte y
de más altos pensamientos que yo ni otro
hermano menor mío, escogió el honroso y
digno ejercicio de la guerra, que fue uno de
los tres caminos que nuestro padre nos
propuso, según os dijo vuestra camarada en
la conseja que, a vuestro parecer, le oístes.
Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y
mi diligencia me han puesto en el grado que
me veis. Mi menor hermano está en el Pirú,
tan rico que con lo que ha enviado a mi padre
y a mí ha satisfecho bien la parte que él se
llevó, y aun dado a las manos de mi padre
con que poder hartar su liberalidad natural; y
yo, ansimesmo, he podido con más decencia
y autoridad tratarme en mis estudios y llegar
al puesto en que me veo. Vive aún mi padre,
muriendo con el deseo de saber de su hijo
mayor, y pide a Dios con continuas oraciones
no cierre la muerte sus ojos hasta que él vea
con vida a los de su hijo; del cual me
maravillo, siendo tan discreto, cómo en
tantos trabajos y afliciones, o prósperos
sucesos, se haya descuidado de dar noticia
de sí a su padre; que si él lo supiera, o
alguno de nosotros, no tuviera necesidad de
aguardar al milagro de la caña para alcanzar
su rescate. Pero de lo que yo agora me temo
es de pensar si aquellos franceses le habrán
dado libertad, o le habrán muerto por
encubrir su hurto. Esto todo será que yo
prosiga mi viaje, no con aquel contento con
que le comencé, sino con toda melancolía y
tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quién
supiera agora dónde estabas; que yo te fuera
a buscar y a librar de tus trabajos, aunque
fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién llevara
nuevas a nuestro viejo padre de que tenías
vida, aunque estuvieras en las mazmorras
más escondidas de Berbería; que de allí te
sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las
mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal, quién
pudiera pagar el bien que a un hermano
hiciste!; ¡quién pudiera hallarse al renacer de
tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a
todos nos dieran!
Estas y otras semejantes palabras decía el
oidor, lleno de tanta compasión con las
nuevas que de su hermano le habían dado,
que todos los que le oían le acompañaban en
dar muestras del sentimiento que tenían de
su lástima.
Viendo, pues, el cura que tan bien había
salido con su intención y con lo que deseaba
el capitán, no quiso tenerlos a todos más
tiempo tristes, y así, se levantó de la mesa,
y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó
por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda,
Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando
el capitán a ver lo que el cura quería hacer,
que fue que, tomándole a él asimesmo de la
otra mano, con entrambos a dos se fue
donde el oidor y los demás caballeros
estaban, y dijo:
—Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y
cólmese vuestro deseo de todo el bien que
acertare a desearse, pues tenéis delante a
vuestro buen hermano y a vuestra buena
cuñada. Éste que aquí veis es el capitán
Viedma, y ésta, la hermosa mora que tanto
bien le hizo. Los franceses que os dije los
pusieron en la estrecheza que veis, para que
vos mostréis la liberalidad de vuestro buen
pecho.
Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y
él le puso ambas manos en los pechos por
mirarle algo más apartado; mas, cuando le
acabó de conocer, le abrazó tan
estrechamente, derramando tan tiernas
lágrimas de contento,que los más de los que
presentes estaban le hubieron de acompañar
en ellas. Las palabras que entrambos
hermanos se dijeron, los sentimientos que
mostraron, apenas creo que pueden
pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en
breves razones, se dieron cuenta de sus
sucesos; allí mostraron puesta en su punto la
buena amistad de dos hermanos; allí abrazó
el oidor a Zoraida; allí la ofreció su hacienda;
allí hizo que la abrazase su hija; allí la
cristiana hermosa y la mora hermosísima
renovaron las lágrimas de todos.
Allí don Quijote estaba atento, sin hablar
palabra, considerando estos tan estraños
sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de
la andante caballería. Allí concertaron que el
capitán y Zoraida se volviesen con su
hermano a Sevilla y avisasen a su padre de
su hallazgo y libertad, para que, como
pudiese, viniese a hallarse en las bodas y
bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor
posible dejar el camino que llevaba, a causa
de tener nuevas que de allí a un mes partía la
flota de Sevilla a la Nueva España, y fuérale
de grande incomodidad perder el viaje.
En resolución, todos quedaron contentos y
alegres del buen suceso del cautivo; y, como
ya la noche iba casi en las dos partes de su
jornada, acordaron de recogerse y reposar lo
que de ella les quedaba. Don Quijote se
ofreció a hacer la guardia del castillo, porque
de algún gigante o otro mal andante follón no
fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro
de hermosura que en aquel castillo se
encerraba. Agradeciéronselo los que le
conocían, y dieron al oidor cuenta del humor
estraño de don Quijote, de que no poco gusto
recibió.
Sólo Sancho Panza se desesperaba con la
tardanza del recogimiento, y sólo él se
acomodó mejor que todos, echándose sobre
los aparejos de su jumento, que le costaron
tan caros como adelante se dirá.
Recogidas, pues, las damas en su estancia,
y los demás acomodádose como menos mal
pudieron, don Quijote se salió fuera de la
venta a hacer la centinela del castillo, como
lo había prometido.
Sucedió, pues, que faltando poco por venir
el alba, llegó a los oídos de las damas una
voz tan entonada y tan buena, que les obligó
a que todas le prestasen atento oído,
especialmente Dorotea, que despierta estaba,
a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma,
que ansí se llamaba la hija del oidor. Nadie
podía imaginar quién era la persona que tan
bien cantaba, y era una voz sola, sin que la
acompañase instrumento alguno. Unas veces
les parecía que cantaban en el patio; otras,
que en la caballeriza; y, estando en esta
confusión muy atentas, llegó a la puerta del
aposento Cardenio y dijo:
—Quien no duerme, escuche; que oirán una
voz de un mozo de mulas, que de tal manera
canta que encanta.
—Ya lo oímos, señor
—respondió Dorotea.
Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea,
poniendo toda la atención posible, entendió
que lo que se cantaba era esto:
Capítulo XLIII. Donde se
cuenta la agradable historia
del mozo de mulas, con
otros estraños
acaecimientos en la venta
sucedidos]
—Marinero soy de amor,
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.
Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adónde me guía,
y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.
Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.
¡Oh clara y luciente estrella,
en cuya lumbre me apuro!;
al punto que te me encubras,
será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba a este punto, le
pareció a Dorotea que no sería bien que
dejase Clara de oír una tan buena voz; y así,
moviéndola a una y a otra parte, la despertó
diciéndole:
—Perdóname, niña, que te despierto, pues
lo hago porque gustes de oír la mejor voz que
quizá habrás oído en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la
primera vez no entendió lo que Dorotea le
decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo
volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara.
Pero, apenas hubo oído dos versos que el que
cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un
temblor tan estraño como si de algún grave
accidente de cuartana estuviera enferma, y,
abrazándose estrechamente con Teodora, le
dijo:
—¡Ay señora de mi alma y de mi vida!,
¿para qué me despertastes?; que el mayor
bien que la fortuna me podía hacer por ahora
era tenerme cerrados los ojos y los oídos,
para no ver ni oír a ese desdichado músico.
—¿Qué es lo que dices, niña?; mira que
dicen que el que canta es un mozo de mulas.
—No es sino señor de lugares
—respondió
Clara
—, y el que le tiene en mi alma con
tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no
le será quitado eternamente.
Admirada quedó Dorotea de las sentidas
razones de la muchacha, pareciéndole que se
aventajaban en mucho a la discreción que sus
pocos años prometían; y así, le dijo:
—Habláis de modo, señora Clara, que no
puedo entenderos: declaraos más y decidme
qué es lo que decís de alma y de lugares, y
deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene.
Pero no me digáis nada por ahora, que no
quiero perder, por acudir a vuestro
sobresalto, el gusto que recibo de oír al que
canta; que me parece que con nuevos versos
y nuevo tono torna a su canto.
—Sea en buen hora
—respondió Clara.
Y, por no oílle, se tapó con las manos
entrambos oídos, de lo que también se
admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo
que se cantaba, vio que proseguían en esta
manera:
—Dulce esperanza mía,
que, rompiendo imposibles y malezas,
sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas:
no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna,
ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna,
entregan, desvalidos,
al ocio blando todos los sentidos.
Que amor sus glorias venda
caras, es gran razón, y es trato justo,
pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto;
y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas;
y ansí, aunque con las mías
sigo de amor las más dificultosas,
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos
sollozos Clara. Todo lo cual encendía el deseo
de Dorotea, que deseaba saber la causa de
tan suave canto y de tan triste lloro. Y así, le
volvió a preguntar qué era lo que le quería
decir denantes. Entonces Clara, temerosa de
que Luscinda no la oyese, abrazando
estrechamente a Dorotea, puso su boca tan
junto del oído de Dorotea, que seguramente
podía hablar sin ser de otro sentida, y así le
dijo:
—Este que canta, señora mía, es un hijo de
un caballero natural del reino de Aragón,
señor de dos lugares, el cual vivía frontero de
la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi
padre tenía las ventanas de su casa con
lienzos en el invierno y celosías en el verano,
yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este
caballero, que andaba al estudio, me vio, ni
sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente,
él se enamoró de mí, y me lo dio a entender
desde las ventanas de su casa con tantas
señas y con tantas lágrimas, que yo le hube
de creer, y aun querer, sin saber lo que me
quería. Entre las señas que me hacía, era una
de juntarse la una mano con la otra,
dándome a entender que se casaría conmigo;
y, aunque yo me holgaría mucho de que ansí
fuera, como sola y sin madre, no sabía con
quién comunicallo, y así, lo dejé estar sin
dalle otro favor si no era, cuando estaba mi
padre fuera de casa y el suyo también, alzar
un poco el lienzo o la celosía y dejarme ver
toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba
señales de volverse loco. Llegóse en esto el
tiempo de la partida de mi padre, la cual él
supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo.
Cayó malo, a lo que yo entiendo, de
pesadumbre; y así, el día que nos partimos
nunca pude verle para despedirme dél,
siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dos días
que caminábamos, al entrar de una posada,
en un lugar una jornada de aquí, le vi a la
puerta del mesón, puesto en hábito de mozo
de mulas, tan al natural que si yo no le
trujera tan retratado en mi alma fuera
imposible conocelle. Conocíle, admiréme y
alegréme; él me miró a hurto de mi padre, de
quien él siempre se esconde cuando atraviesa
por delante de mí en los caminos y en las
posadas do llegamos; y, como yo sé quién
es, y considero que por amor de mí viene a
pie y con tanto trabajo, muérome de
pesadumbre, y adonde él pone los pies pongo
yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni
cómo ha podido escaparse de su padre, que
le quiere estraordinariamente, porque no
tiene otro heredero, y porque él lo merece,
como lo verá vuestra merced cuando le vea.
Y más le sé decir: que todo aquello que canta
lo saca de su cabeza; que he oído decir que
es muy gran estudiante y poeta. Y hay más:
que cada vez que le veo o le oigo cantar,
tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de
que mi padre le conozca y venga en
conocimiento de nuestros deseos. En mi vida
le he hablado palabra, y, con todo eso, le
quiero de manera que no he de poder vivir
sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os
puedo decir deste músico, cuya voz tanto os
ha contentado; que en sola ella echaréis bien
de ver que no es mozo de mulas, como decís,
sino señor de almas y lugares, como yo os he
dicho.
—No digáis más, señora doña Clara
—dijo a
esta sazón Dorotea, y esto, besándola mil
veces
—; no digáis más, digo, y esperad que
venga el nuevo día, que yo espero en Dios de
encaminar de manera vuestros negocios, que
tengan el felice fin que tan honestos
principios merecen.
—¡Ay señora!
—dijo doña Clara
—, ¿qué fin
se puede esperar, si su padre es tan principal
y tan rico que le parecerá que aun yo no
puedo ser criada de su hijo, cuanto más
esposa? Pues casarme yo a hurto de mi
padre, no lo haré por cuanto hay en el
mundo. No querría sino que este mozo se
volviese y me dejase; quizá con no velle y
con la gran distancia del camino que llevamos
se me aliviaría la pena que ahora llevo,
aunque sé decir que este remedio que me
imagino me ha de aprovechar bien poco. No
sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se
ha entrado este amor que le tengo, siendo yo
tan muchacha y él tan muchacho, que en
verdad que creo que somos de una edad
mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y
seis años; que para el día de San Miguel que
vendrá dice mi padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo
cuán como niña hablaba doña Clara, a quien
dijo:
—Reposemos, señora, lo poco que creo
queda de la noche, y amanecerá Dios y
medraremos, o mal me andarán las manos.
Sosegáronse con esto, y en toda la venta se
guardaba un grande silencio; solamente no
dormían la hija de la ventera y Maritornes, su
criada, las cuales, como ya sabían el humor
de que pecaba don Quijote, y que estaba
fuera de la venta armado y a caballo
haciendo la guarda, determinaron las dos de
hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar
un poco el tiempo oyéndole sus disparates.
Es, pues, el caso que en toda la venta no
había ventana que saliese al campo, sino un
agujero de un pajar, por donde echaban la
paja por defuera. A este agujero se pusieron
las dos semidoncellas, y vieron que don
Quijote estaba a caballo, recostado sobre su
lanzón, dando de cuando en cuando tan
dolientes y profundos suspiros que parecía,
que con cada uno se le arrancaba el alma. Y
asimesmo oyeron que decía con voz blanda,
regalada y amorosa:
—¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso,
estremo de toda hermosura, fin y remate de
la discreción, archivo del mejor donaire,
depósito de la honestidad, y, ultimadamente,
idea de todo lo provechoso, honesto y
deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué fará
agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura
las mientes en tu cautivo caballero, que a
tantos peligros, por sólo servirte, de su
voluntad ha querido ponerse? Dame tú
nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras!
Quizá con envidia de la suya la estás ahora
mirando; que, o paseándose por alguna
galería de sus suntuosos palacios, o ya
puesta de pechos sobre algún balcón, está
considerando cómo, salva su honestidad y
grandeza, ha de amansar la tormenta que por
ella este mi cuitado corazón padece, qué
gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a
mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi
muerte y qué premio a mis servicios. Y tú,
sol, que ya debes de estar apriesa ensillando
tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi
señora, así como la veas, suplícote que de mi
parte la saludes; pero guárdate que al verla y
saludarla no le des paz en el rostro, que
tendré más celos de ti que tú los tuviste de
aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar
y correr por los llanos de Tesalia, o por las
riberas de Peneo, que no me acuerdo bien
por dónde corriste entonces celoso y
enamorado.
A este punto llegaba entonces don Quijote
en su tan lastimero razonamiento, cuando la
hija de la ventera le comenzó a cecear y a
decirle:
—Señor mío, lléguese acá la vuestra
merced si es servido.
A cuyas señas y voz volvió don Quijote la
cabeza, y vio, a la luz de la luna, que
entonces estaba en toda su claridad, cómo le
llamaban del agujero que a él le pareció
ventana, y aun con rejas doradas, como
conviene que las tengan tan ricos castillos
como él se imaginaba que era aquella venta;
y luego en el instante se le representó en su
loca imaginación que otra vez, como la
pasada, la doncella fermosa, hija de la señora
de aquel castillo, vencida de su amor,
tornaba a solicitarle; y con este pensamiento,
por no mostrarse descortés y desagradecido,
volvió las riendas a Rocinante y se llegó al
agujero, y, así como vio a las dos mozas,
dijo:
—Lástima os tengo, fermosa señora, de que
hayades puesto vuestras amorosas mientes
en parte donde no es posible corresponderos
conforme merece vuestro gran valor y
gentileza; de lo que no debéis dar culpa a
este miserable andante caballero, a quien
tiene amor imposibilitado de poder entregar
su voluntad a otra que aquella que, en el
punto que sus ojos la vieron, la hizo señora
absoluta de su alma. Perdonadme, buena
señora, y recogeos en vuestro aposento, y no
queráis, con significarme más vuestros
deseos, que yo me muestre más
desagradecido; y si del amor que me tenéis
halláis en mí otra cosa con que satisfaceros,
que el mismo amor no sea, pedídmela; que
yo os juro, por aquella ausente enemiga
dulce mía, de dárosla en continente, si bien
me pidiésedes una guedeja de los cabellos de
Medusa, que eran todos culebras, o ya los
mesmos rayos del sol encerrados en una
redoma.
—No ha menester nada deso mi señora,
señor caballero
—dijo a este punto
Maritornes.
—Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña,
vuestra señora?
—respondió don Quijote.
—Sola una de vuestras hermosas manos
—
dijo Maritornes
—, por poder deshogar con
ella el gran deseo que a este agujero la ha
traído, tan a peligro de su honor que si su
señor padre la hubiera sentido, la menor
tajada della fuera la oreja.
—¡Ya quisiera yo ver eso!
—respondió don
Quijote
—; pero él se guardará bien deso, si
ya no quiere hacer el más desastrado fin que
padre hizo en el mundo, por haber puesto las
manos en los delicados miembros de su
enamorada hija.
Parecióle a Maritornes que sin duda don
Quijote daría la mano que le habían pedido,
y, proponiendo en su pensamiento lo que
había de hacer, se bajó del agujero y se fue a
la caballeriza, donde tomó el cabestro del
jumento de Sancho Panza, y con mucha
presteza se volvió a su agujero, a tiempo que
don Quijote se había puesto de pies sobre la
silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana
enrejada, donde se imaginaba estar la ferida
doncella; y, al darle la mano, dijo:
—Tomad, señora, esa mano, o, por mejor
decir, ese verdugo de los malhechores del
mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha
tocado otra de mujer alguna, ni aun la de
aquella que tiene entera posesión de todo mi
cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino
para que miréis la contestura de sus nervios,
la trabazón de sus músculos, la anchura y
espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis
qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal
mano tiene.
—Ahora lo veremos
—dijo Maritornes.
Y, haciendo una lazada corrediza al
cabestro, se la echó a la muñeca, y,
bajándose del agujero, ató lo que quedaba al
cerrojo de la puerta del pajar muy
fuertemente. Don Quijote, que sintió la
aspereza del cordel en su muñeca, dijo:
—Más parece que vuestra merced me ralla
que no que me regala la mano; no la tratéis
tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal
que mi voluntad os hace, ni es bien que en
tan poca parte venguéis el todo de vuestro
enojo. Mirad que quien quiere bien no se
venga tan mal.
Pero todas estas razones de don Quijote ya
no las escuchaba nadie, porque, así como
Maritornes le ató, ella y la otra se fueron,
muertas de risa, y le dejaron asido de
manera que fue imposible soltarse.
Estaba, pues, como se ha dicho, de pies
sobre Rocinante, metido todo el brazo por el
agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de
la puerta, con grandísimo temor y cuidado,
que si Rocinante se desviaba a un cabo o a
otro, había de quedar colgado del brazo; y
así, no osaba hacer movimiento alguno,
puesto que de la paciencia y quietud de
Rocinante bien se podía esperar que estaría
sin moverse un siglo entero.
En resolución, viéndose don Quijote atado,
y que ya las damas se habían ido, se dio a
imaginar que todo aquello se hacía por vía de
encantamento, como la vez pasada, cuando
en aquel mesmo castillo le molió aquel moro
encantado del arriero; y maldecía entre sí su
poca discreción y discurso, pues, habiendo
salido tan mal la vez primera de aquel
castillo, se había aventurado a entrar en él la
segunda, siendo advertimiento de caballeros
andantes que, cuando han probado una
aventura y no salido bien con ella, es señal
que no está para ellos guardada, sino para
otros; y así, no tienen necesidad de probarla
segunda vez. Con todo esto, tiraba de su
brazo, por ver si podía soltarse; mas él
estaba tan bien asido, que todas sus pruebas
fueron en vano. Bien es verdad que tiraba
con tiento, porque Rocinante no se moviese;
y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en
la silla, no podía sino estar en pie, o
arrancarse la mano.
Allí fue el desear de la espada de Amadís,
contra quien no tenía fuerza de
encantamento alguno; allí fue el maldecir de
su fortuna; allí fue el exagerar la falta que
haría en el mundo su presencia el tiempo que
allí estuviese encantado, que sin duda alguna
se había creído que lo estaba; allí el
acordarse de nuevo de su querida Dulcinea
del Toboso; allí fue el llamar a su buen
escudero Sancho Panza, que, sepultado en
sueño y tendido sobre el albarda de su
jumento, no se acordaba en aquel instante de
la madre que lo había parido; allí llamó a los
sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen;
allí invocó a su buena amiga Urganda, que le
socorriese, y, finalmente, allí le tomó la
mañana, tan desesperado y confuso que
bramaba como un toro; porque no esperaba
él que con el día se remediara su cuita,
porque la tenía por eterna, teniéndose por
encantado. Y hacíale creer esto ver que
Rocinante poco ni mucho se movía, y creía
que de aquella suerte, sin comer ni beber ni
dormir, habían de estar él y su caballo, hasta
que aquel mal influjo de las estrellas se
pasase, o hasta que otro más sabio
encantador le desencantase.
Pero engañóse mucho en su creencia,
porque, apenas comenzó a amanecer, cuando
llegaron a la venta cuatro hombres de a
caballo, muy bien puestos y aderezados, con
sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a
la puerta de la venta, que aún estaba
cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto
por don Quijote desde donde aún no dejaba
de hacer la centinela, con voz arrogante y
alta dijo:
—Caballeros, o escuderos, o quienquiera
que seáis: no tenéis para qué llamar a las
puertas deste castillo; que asaz de claro está
que a tales horas, o los que están dentro
duermen, o no tienen por costumbre de
abrirse las fortalezas hasta que el sol esté
tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y
esperad que aclare el día, y entonces
veremos si será justo o no que os abran.
—¿Qué diablos de fortaleza o castillo es
éste
—dijo uno
—, para obligarnos a guardar
esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad
que nos abran, que somos caminantes que no
queremos más de dar cebada a nuestras
cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos
de priesa.
—¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle
de ventero?
—respondió don Quijote.
—No sé de qué tenéis talle
—respondió el
otro
—, pero sé que decís disparates en llamar
castillo a esta venta.
—Castillo es
—replicó don Quijote
—, y aun
de los mejores de toda esta provincia; y
gente tiene dentro que ha tenido cetro en la
mano y corona en la cabeza.
—Mejor fuera al revés
—dijo el caminante
—
: el cetro en la cabeza y la corona en la
mano. Y será, si a mano viene, que debe de
estar dentro alguna compañía de
representantes, de los cuales es tener a
menudo esas coronas y cetros que decís,
porque en una venta tan pequeña, y adonde
se guarda tanto silencio como ésta, no creo
yo que se alojan personas dignas de corona y
cetro.
—Sabéis poco del mundo
—replicó don
Quijote
—, pues ignoráis los casos que suelen
acontecer en la caballería andante.
Cansábanse los compañeros que con el
preguntante venían del coloquio que con don
Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con
grande furia; y fue de modo que el ventero
despertó, y aun todos cuantos en la venta
estaban; y así, se levantó a preguntar quién
llamaba. Sucedió en este tiempo que una de
las cabalgaduras en que venían los cuatro
que llamaban se llegó a oler a Rocinante,
que, melancólico y triste, con las orejas
caídas, sostenía sin moverse a su estirado
señor; y como, en fin, era de carne, aunque
parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y
tornar a oler a quien le llegaba a hacer
caricias; y así, no se hubo movido tanto
cuanto, cuando se desviaron los juntos pies
de don Quijote, y, resbalando de la silla,
dieran con él en el suelo, a no quedar colgado
del brazo: cosa que le causó tanto dolor que
creyó o que la muñeca le cortaban, o que el
brazo se le arrancaba; porque él quedó tan
cerca del suelo que con los estremos de las
puntas de los pies besaba la tierra, que era
en su perjuicio, porque, como sentía lo poco
que le faltaba para poner las plantas en la
tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía
por alcanzar al suelo: bien así como los que
están en el tormento de la garrucha, puestos
a toca, no toca, que ellos mesmos son causa
de acrecentar su dolor, con el ahínco que
ponen en estirarse, engañados de la
esperanza que se les representa, que con
poco más que se estiren llegarán al suelo.
Capítulo XLIV. Donde se
prosiguen los inauditos
sucesos de la venta
En efeto, fueron tantas las voces que don
Quijote dio, que, abriendo de presto las
puertas de la venta, salió el ventero,
despavorido, a ver quién tales gritos daba, y
los que estaban fuera hicieron lo mesmo.
Maritornes, que ya había despertado a las
mismas voces, imaginando lo que podía ser,
se fue al pajar y desató, sin que nadie lo
viese, el cabestro que a don Quijote sostenía,
y él dio luego en el suelo, a vista del ventero
y de los caminantes, que, llegándose a él, le
preguntaron qué tenía, que tales voces daba.
Él, sin responder palabra, se quitó el cordel
de la muñeca, y, levantándose en pie, subió
sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró
su lanzón, y, tomando buena parte del
campo, volvió a medio galope, diciendo:
—Cualquiera que dijere que yo he sido con
justo título encantado, como mi señora la
princesa Micomicona me dé licencia para ello,
yo le desmiento, le rieto y desafío a singular
batalla.
Admirados se quedaron los nuevos
caminantes de las palabras de don Quijote,
pero el ventero les quitó de aquella
admiración, diciéndoles que era don Quijote,
y que no había que hacer caso dél, porque
estaba fuera de juicio.
Preguntáronle al ventero si acaso había
llegado a aquella venta un muchacho de
hasta edad de quince años, que venía vestido
como mozo de mulas, de tales y tales señas,
dando las mesmas que traía el amante de
doña Clara. El ventero respondió que había
tanta gente en la venta, que no había echado
de ver en el que preguntaban. Pero, habiendo
visto uno dellos el coche donde había venido
el oidor, dijo:
—Aquí debe de estar sin duda, porque éste
es el coche que él dicen que sigue; quédese
uno de nosotros a la puerta y entren los
demás a buscarle; y aun sería bien que uno
de nosotros rodease toda la venta, porque no
se fuese por las bardas de los corrales.
—Así se hará
—respondió uno dellos.
Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó
a la puerta y el otro se fue a rodear la venta;
todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar
para qué se hacían aquellas diligencias,
puesto que bien creyó que buscaban aquel
mozo cuyas señas le habían dado.
Ya a esta sazón aclaraba el día; y, así por
esto como por el ruido que don Quijote había
hecho, estaban todos despiertos y se
levantaban, especialmente doña Clara y
Dorotea, que la una con sobresalto de tener
tan cerca a su amante, y la otra con el deseo
de verle, habían podido dormir bien mal
aquella noche. Don Quijote, que vio que
ninguno de los cuatro caminantes hacía caso
dél, ni le respondían a su demanda, moría y
rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en
las ordenanzas de su caballería que
lícitamente podía el caballero andante tomar
y emprender otra empresa, habiendo dado su
palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta
acabar la que había prometido, él embistiera
con todos, y les hiciera responder mal de su
grado. Pero, por parecerle no convenirle ni
estarle bien comenzar nueva empresa hasta
poner a Micomicona en su reino, hubo de
callar y estarse quedo, esperando a ver en
qué paraban las diligencias de aquellos
caminantes; uno de los cuales halló al
mancebo que buscaba, durmiendo al lado de
un mozo de mulas, bien descuidado de que
nadie ni le buscase, ni menos de que le
hallase. El hombre le trabó del brazo y le
dijo:
—Por cierto, señor don Luis, que responde
bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y
que dice bien la cama en que os hallo al
regalo con que vuestra madre os crió.
Limpióse el mozo los soñolientos ojos y
miró de espacio al que le tenía asido, y luego
conoció que era criado de su padre, de que
recibió tal sobresalto, que no acertó o no
pudo hablarle palabra por un buen espacio. Y
el criado prosiguió diciendo:
—Aquí no hay que hacer otra cosa, señor
don Luis, sino prestar paciencia y dar la
vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta
que su padre y mi señor la dé al otro mundo,
porque no se puede esperar otra cosa de la
pena con que queda por vuestra ausencia.
—Pues, ¿cómo supo mi padre
—dijo don
Luis
— que yo venía este camino y en este
traje?
—Un estudiante
—respondió el criado
— a
quien distes cuenta de vuestros
pensamientos fue el que lo descubrió, movido
a lástima de las que vio que hacía vuestro
padre al punto que os echó de menos; y así,
despachó a cuatro de sus criados en vuestra
busca, y todos estamos aquí a vuestro
servicio, más contentos de lo que imaginar se
puede, por el buen despacho con que
tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto
os quieren.
—Eso será como yo quisiere, o como el cielo
lo ordenare
—respondió don Luis.
—¿Qué habéis de querer, o qué ha de
ordenar el cielo, fuera de consentir en
volveros?; porque no ha de ser posible otra
cosa.
Todas estas razones que entre los dos
pasaban oyó el mozo de mulas junto a quien
don Luis estaba; y, levantándose de allí, fue a
decir lo que pasaba a don Fernando y a
Cardenio, y a los demás, que ya vestido se
habían; a los cuales dijo cómo aquel hombre
llamaba de don a aquel muchacho, y las
razones que pasaban, y cómo le quería volver
a casa de su padre, y el mozo no quería. Y
con esto, y con lo que dél sabían de la buena
voz que el cielo le había dado, vinieron todos
en gran deseo de saber más particularmente
quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza
le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia la
parte donde aún estaba hablando y porfiando
con su criado.
Salía en esto Dorotea de su aposento, y
tras ella doña Clara, toda turbada; y,
llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó
en breves razones la historia del músico y de
doña Clara, a quien él también dijo lo que
pasaba de la venida a buscarle los criados de
su padre, y no se lo dijo tan callando que lo
dejase de oír Clara; de lo que quedó tan
fuera de sí que, si Dorotea no llegara a
tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio
dijo a Dorotea que se volviesen al aposento,
que él procuraría poner remedio en todo, y
ellas lo hicieron.
Ya estaban todos los cuatro que venían a
buscar a don Luis dentro de la venta y
rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin
detenerse un punto, volviese a consolar a su
padre. Él respondió que en ninguna manera
lo podía hacer hasta dar fin a un negocio en
que le iba la vida, la honra y el alma.
Apretáronle entonces los criados, diciéndole
que en ningún modo volverían sin él, y que le
llevarían, quisiese o no quisiese.
—Eso no haréis vosotros
—replicó don
Luis
—, si no es llevándome muerto; aunque,
de cualquiera manera que me llevéis, será
llevarme sin vida.
Ya a esta sazón habían acudido a la porfía
todos los más que en la venta estaban,
especialmente Cardenio, don Fernando, sus
camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don
Quijote, que ya le pareció que no había
necesidad de guardar más el castillo.
Cardenio, como ya sabía la historia del mozo,
preguntó a los que llevarle querían que qué
les movía a querer llevar contra su voluntad
aquel muchacho.
—Muévenos
—respondió uno de los cuatro
—
dar la vida a su padre, que por la ausencia
deste caballero queda a peligro de perderla.
A esto dijo don Luis:
—No hay para qué se dé cuenta aquí de mis
cosas: yo soy libre, y volveré si me diere
gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de
hacer fuerza.
—Harásela a vuestra merced la razón
—
respondió el hombre
—; y, cuando ella no
bastare con vuestra merced, bastará con
nosotros para hacer a lo que venimos y lo
que somos obligados.
—Sepamos qué es esto de raíz
—dijo a este
tiempo el oidor.
Pero el hombre, que lo conoció, como
vecino de su casa, respondió:
—¿No conoce vuestra merced, señor oidor,
a este caballero, que es el hijo de su vecino,
el cual se ha ausentado de casa de su padre
en el hábito tan indecente a su calidad como
vuestra merced puede ver?
Miróle entonces el oidor más atentamente y
conocióle; y, abrazándole, dijo:
—¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o
qué causas tan poderosas, que os hayan
movido a venir desta manera, y en este traje,
que dice tan mal con la calidad vuestra?
Al mozo se le vinieron las lágrimas a los
ojos, y no pudo responder palabra. El oidor
dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo
se haría bien; y, tomando por la mano a don
Luis, le apartó a una parte y le preguntó qué
venida había sido aquélla.
Y, en tanto que le hacía esta y otras
preguntas, oyeron grandes voces a la puerta
de la venta, y era la causa dellas que dos
huéspedes que aquella noche habían alojado
en ella, viendo a toda la gente ocupada en
saber lo que los cuatro buscaban, habían
intentado a irse sin pagar lo que debían; mas
el ventero, que atendía más a su negocio que
a los ajenos, les asió al salir de la puerta y
pidió su paga, y les afeó su mala intención
con tales palabras, que les movió a que le
respondiesen con los puños; y así, le
comenzaron a dar tal mano, que el pobre
ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir
socorro. La ventera y su hija no vieron a otro
más desocupado para poder socorrerle que a
don Quijote, a quien la hija de la ventera
dijo:
—Socorra vuestra merced, señor caballero,
por la virtud que Dios le dio, a mi pobre
padre, que dos malos hombres le están
moliendo como a cibera.
A lo cual respondió don Quijote, muy de
espacio y con mucha flema:
—Fermosa doncella, no ha lugar por ahora
vuestra petición, porque estoy impedido de
entremeterme en otra aventura en tanto que
no diere cima a una en que mi palabra me ha
puesto. Mas lo que yo podré hacer por
serviros es lo que ahora diré: corred y decid a
vuestro padre que se entretenga en esa
batalla lo mejor que pudiere, y que no se
deje vencer en ningún modo, en tanto que yo
pido licencia a la princesa Micomicona para
poder socorrerle en su cuita; que si ella me la
da, tened por cierto que yo le sacaré della.
—¡Pecadora de mí!
—dijo a esto Maritornes,
que estaba delante
—: primero que vuestra
merced alcance esa licencia que dice, estará
ya mi señor en el otro mundo.
—Dadme vos, señora, que yo alcance la
licencia que digo
—respondió don Quijote
—;
que, como yo la tenga, poco hará al caso que
él esté en el otro mundo; que de allí le sacaré
a pesar del mismo mundo que lo contradiga;
o, por lo menos, os daré tal venganza de los
que allá le hubieren enviado, que quedéis
más que medianamente satisfechas.
Y sin decir más se fue a poner de hinojos
ante Dorotea, pidiéndole con palabras
caballerescas y andantescas que la su
grandeza fuese servida de darle licencia de
acorrer y socorrer al castellano de aquel
castillo, que estaba puesto en una grave
mengua. La princesa se la dio de buen
talante, y él luego, embrazando su adarga y
poniendo mano a su espada, acudió a la
puerta de la venta, adonde aún todavía traían
los dos huéspedes a mal traer al ventero;
pero, así como llegó, embazó y se estuvo
quedo, aunque Maritornes y la ventera le
decían que en qué se detenía, que socorriese
a su señor y marido.
—Deténgome
—dijo don Quijote
— porque
no me es lícito poner mano a la espada
contra gente escuderil; pero llamadme aquí a
mi escudero Sancho, que a él toca y atañe
esta defensa y venganza.
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en
ella andaban las puñadas y mojicones muy en
su punto, todo en daño del ventero y en rabia
de Maritornes, la ventera y su hija, que se
desesperaban de ver la cobardía de don
Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido,
señor y padre.
Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le
socorra, o si no, sufra y calle el que se atreve
a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y
volvámonos atrás cincuenta pasos, a ver qué
fue lo que don Luis respondió al oidor, que le
dejamos aparte, preguntándole la causa de
su venida a pie y de tan vil traje vestido. A lo
cual el mozo, asiéndole fuertemente de las
manos, como en señal de que algún gran
dolor le apretaba el corazón, y derramando
lágrimas en grande abundancia, le dijo:
—Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino
que desde el punto que quiso el cielo y
facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi
señora doña Clara, hija vuestra y señora mía,
desde aquel instante la hice dueño de mi
voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y
padre mío, no lo impide, en este mesmo día
ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de
mi padre, y por ella me puse en este traje,
para seguirla dondequiera que fuese, como la
saeta al blanco, o como el marinero al norte.
Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha
podido entender de algunas veces que desde
lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor,
sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres,
y como yo soy su único heredero: si os
parece que éstas son partes para que os
aventuréis a hacerme en todo venturoso,
recebidme luego por vuestro hijo; que si mi
padre, llevado de otros disignios suyos, no
gustare deste bien que yo supe buscarme,
más fuerza tiene el tiempo para deshacer y
mudar las cosas que las humanas voluntades.
Calló, en diciendo esto, el enamorado
mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso,
confuso y admirado, así de haber oído el
modo y la discreción con que don Luis le
había descubierto su pensamiento, como de
verse en punto que no sabía el que poder
tomar en tan repentino y no esperado
negocio; y así, no respondió otra cosa sino
que se sosegase por entonces, y entretuviese
a sus criados, que por aquel día no le
volviesen, porque se tuviese tiempo para
considerar lo que mejor a todos estuviese.
Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun
se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera
enternecer un corazón de mármol, no sólo el
del oidor, que, como discreto, ya había
conocido cuán bien le estaba a su hija aquel
matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo
quisiera efetuar con voluntad del padre de
don Luis, del cual sabía que pretendía hacer
de título a su hijo.
Ya a esta sazón estaban en paz los
huéspedes con el ventero, pues, por
persuasión y buenas razones de don Quijote,
más que por amenazas, le habían pagado
todo lo que él quiso, y los criados de don Luis
aguardaban el fin de la plática del oidor y la
resolución de su amo, cuando el demonio,
que no duerme, ordenó que en aquel mesmo
punto entró en la venta el barbero a quien
don Quijote quitó el yelmo de Mambrino y
Sancho Panza los aparejos del asno, que
trocó con los del suyo; el cual barbero,
llevando su jumento a la caballeriza, vio a
Sancho Panza que estaba aderezando no sé
qué de la albarda, y así como la vio la
conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho,
diciendo:
—¡Ah don ladrón, que aquí os tengo!
¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis
aparejos que me robastes!
Sancho, que se vio acometer tan de
improviso y oyó los vituperios que le decían,
con la una mano asió de la albarda, y con la
otra dio un mojicón al barbero que le bañó
los dientes en sangre; pero no por esto dejó
el barbero la presa que tenía hecha en el
albarda; antes, alzó la voz de tal manera que
todos los de la venta acudieron al ruido y
pendencia, y decía:
—¡Aquí del rey y de la justicia, que, sobre
cobrar mi hacienda, me quiere matar este
ladrón salteador de caminos!
—Mentís
—respondió Sancho
—, que yo no
soy salteador de caminos; que en buena
guerra ganó mi señor don Quijote estos
despojos.
Ya estaba don Quijote delante, con mucho
contento de ver cuán bien se defendía y
ofendía su escudero, y túvole desde allí
adelante por hombre de pro, y propuso en su
corazón de armalle caballero en la primera
ocasión que se le ofreciese, por parecerle que
sería en él bien empleada la orden de la
caballería. Entre otras cosas que el barbero
decía en el discurso de la pendencia, vino a
decir:
—Señores, así esta albarda es mía como la
muerte que debo a Dios, y así la conozco
como si la hubiera parido; y ahí está mi asno
en el establo, que no me dejará mentir; si no,
pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo
quedaré por infame. Y hay más: que el
mismo día que ella se me quitó, me quitaron
también una bacía de azófar nueva, que no
se había estrenado, que era señora de un
escudo.
Aquí no se pudo contener don Quijote sin
responder: y, poniéndose entre los dos y
apartándoles, depositando la albarda en el
suelo, que la tuviese de manifiesto hasta que
la verdad se aclarase, dijo:
—¡Porque vean vuestras mercedes clara y
manifiestamente el error en que está este
buen escudero, pues llama bacía a lo que fue,
es y será yelmo deMambrino, el cual se lo
quité yo en buena guerra, y me hice señor
dél con ligítima y lícita posesión! En lo del
albarda no me entremeto, que lo que en ello
sabré decir es que mi escudero Sancho me
pidió licencia para quitar los jaeces del
caballo deste vencido cobarde, y con ellos
adornar el suyo; yo se la di, y él los tomó, y,
de haberse convertido de jaez en albarda, no
sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que
como esas transformaciones se ven en los
sucesos de la caballería; para confirmación de
lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el
yelmo que este buen hombre dice ser bacía.
—¡Pardiez, señor
—dijo Sancho
—, si no
tenemos otra prueba de nuestra intención
que la que vuestra merced dice, tan bacía es
el yelmo de Malino como el jaez deste buen
hombre albarda!
—Haz lo que te mando
—replicó don
Quijote
—, que no todas las cosas deste
castillo han de ser guiadas por
encantamento.
Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo;
y, así como don Quijote la vio, la tomó en las
manos y dijo:
—Miren vuestras mercedes con qué cara
podía decir este escudero que ésta es bacía, y
no el yelmo que yo he dicho; y juro por la
orden de caballería que profeso que este
yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber
añadido en él ni quitado cosa alguna.
—En eso no hay duda
—dijo a esta sazón
Sancho
—, porque desde que mi señor le ganó
hasta agora no ha hecho con él más de una
batalla, cuando libró a los sin ventura
encadenados; y si no fuera por este
baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien,
porque hubo asaz de pedradas en aquel
trance.
Capítulo XLV. Donde se
acaba de averiguar la duda
del yelmo de Mambrino y de
la albarda, y otras aventuras
sucedidas, con toda verdad
—¿Qué les parece a vuestras mercedes,
señores
—dijo el barbero
—, de lo que afirman
estos gentiles hombres, pues aún porfían que
ésta no es bacía, sino yelmo?
—Y quien lo contrario dijere
—dijo don
Quijote
—, le haré yo conocer que miente, si
fuere caballero, y si escudero, que remiente
mil veces.
Nuestro barbero, que a todo estaba
presente, como tenía tan bien conocido el
humor de don Quijote, quiso esforzar su
desatino y llevar adelante la burla para que
todos riesen, y dijo, hablando con el otro
barbero:
—Señor barbero, o quien sois, sabed que yo
también soy de vuestro oficio, y tengo más
ha de veinte años carta de examen, y
conozco muy bien de todos los instrumentos
de la barbería, sin que le falte uno; y ni más
ni menos fui un tiempo en mi mocedad
soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es
morrión, y celada de encaje, y otras cosas
tocantes a la milicia, digo, a los géneros de
armas de los soldados; y digo, salvo mejor
parecer, remitiéndome siempre al mejor
entendimiento, que esta pieza que está aquí
delante y que este buen señor tiene en las
manos, no sólo no es bacía de barbero, pero
está tan lejos de serlo como está lejos lo
blanco de lo negro y la verdad de la mentira;
también digo que éste, aunque es yelmo, no
es yelmo entero.
—No, por cierto
—dijo don Quijote
—,
porque le falta la mitad, que es la babera.
—Así es
—dijo el cura, que ya había
entendido la intención de su amigo el
barbero.
Y lo mismo confirmó Cardenio, don
Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si
no estuviera tan pensativo con el negocio de
don Luis, ayudara, por su parte, a la burla;
pero las veras de lo que pensaba le tenían
tan suspenso, que poco o nada atendía a
aquellos donaires.
—¡Válame Dios!
—dijo a esta sazón el
barbero burlado
—; ¿que es posible que tanta
gente honrada diga que ésta no es bacía, sino
yelmo? Cosa parece ésta que puede poner en
admiración a toda una Universidad, por
discreta que sea. Basta: si es que esta bacía
es yelmo, también debe de ser esta albarda
jaez de caballo, como este señor ha dicho.
—A mí albarda me parece
—dijo don
Quijote
—, pero ya he dicho que en eso no me
entremeto.
—De que sea albarda o jaez
—dijo el cura
—
no está en más de decirlo el señor don
Quijote; que en estas cosas de la caballería
todos estos señores y yo le damos la ventaja.
—Por Dios, señores míos
—dijo don
Quijote
—, que son tantas y tan estrañas las
cosas que en este castillo, en dos veces que
en él he alojado, me han sucedido, que no
me atreva a decir afirmativamente ninguna
cosa de lo que acerca de lo que en él se
contiene se preguntare, porque imagino que
cuanto en él se trata va por vía de
encantamento. La primera vez me fatigó
mucho un moro encantado que en él hay, y a
Sancho no le fue muy bien con otros sus
secuaces; y anoche estuve colgado deste
brazo casi dos horas, sin saber cómo ni cómo
no vine a caer en aquella desgracia. Así que,
ponerme yo agora en cosa de tanta confusión
a dar mi parecer, será caer en juicio
temerario. En lo que toca a lo que dicen que
ésta es bacía, y no yelmo, ya yo tengo
respondido; pero, en lo de declarar si ésa es
albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia
difinitiva: sólo lo dejo al buen parecer de
vuestras mercedes. Quizá por no ser armados
caballeros, como yo lo soy, no tendrán que
ver con vuestras mercedes los
encantamentos deste lugar, y tendrán los
entendimientos libres, y podrán juzgar de las
cosas deste castillo como ellas son real y
verdaderamente, y no como a mí me
parecían.
—No hay duda
—respondió a esto don
Fernando
—, sino que el señor don Quijote ha
dicho muy bien hoy que a nosotros toca la
difinición deste caso; y, porque vaya con más
fundamento, yo tomaré en secreto los votos
destos señores, y de lo que resultare daré
entera y clara noticia.
Para aquellos que la tenían del humor de
don Quijote, era todo esto materia de
grandísima risa; pero, para los que le
ignoraban, les parecía el mayor disparate del
mundo, especialmente a los cuatro criados de
don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a
otros tres pasajeros que acaso habían llegado
a la venta, que tenían parecer de ser
cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el
que más se desesperaba era el barbero, cuya
bacía, allí delante de sus ojos, se le había
vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda
pensaba sin duda alguna que se le había de
volver en jaez rico de caballo; y los unos y
los otros se reían de ver cómo andaba don
Fernando tomando los votos de unos en
otros, hablándolos al oído para que en
secreto declarasen si era albarda o jaez
aquella joya sobre quien tanto se había
peleado. Y, después que hubo tomado los
votos de aquellos que a don Quijote conocían,
dijo en alta voz:
—El caso es, buen hombre, que ya yo estoy
cansado de tomar tantos pareceres, porque
veo que a ninguno pregunto lo que deseo
saber que no me diga que es disparate el
decir que ésta sea albarda de jumento, sino
jaez de caballo, y aun de caballo castizo; y
así, habréis de tener paciencia, porque, a
vuestro pesar y al de vuestro asno, éste es
jaez y no albarda, y vos habéis alegado y
probado muy mal de vuestra parte.
—No la tenga yo en el cielo
—dijo el
sobrebarbero
— si todos vuestras mercedes
no se engañan, y que así parezca mi ánima
ante Dios como ella me parece a mí albarda,
y no jaez; pero allá van leyes..., etcétera; y
no digo más; y en verdad que no estoy
borracho: que no me he desayunado, si de
pecar no.
No menos causaban risa las necedades que
decía el barbero que los disparates de don
Quijote, el cual a esta sazón dijo:
—Aquí no hay más que hacer, sino que cada
uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la
dio, San Pedro se la bendiga.
Uno de los cuatro dijo:
—Si ya no es que esto sea burla pesada, no
me puedo persuadir que hombres de tan
buen entendimiento como son, o parecen,
todos los que aquí están, se atrevan a decir y
afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla
albarda; mas, como veo que lo afirman y lo
dicen, me doy a entender que no carece de
misterio el porfiar una cosa tan contraria de
lo que nos muestra la misma verdad y la
misma experiencia; porque, ¡voto a tal!
—y
arrojóle redondo
—, que no me den a mí a
entender cuantos hoy viven en el mundo al
revés de que ésta no sea bacía de barbero y
ésta albarda de asno.
—Bien podría ser de borrica
—dijo el cura.
—Tanto monta
—dijo el criado
—, que el
caso no consiste en eso, sino en si es o no es
albarda, como vuestras mercedes dicen.
Oyendo esto uno de los cuadrilleros que
habían entrado, que había oído la pendencia
y quistión, lleno de cólera y de enfado, dijo:
—Tan albarda es como mi padre; y el que
otra cosa ha dicho o dijere debe de estar
hecho uva.
—Mentís como bellaco villano
—respondió
don Quijote.
Y, alzando el lanzón, que nunca le dejaba
de las manos, le iba a descargar tal golpe
sobre la cabeza, que, a no desviarse el
cuadrillero, se le dejara allí tendido. El lanzón
se hizo pedazos en el suelo, y los demás
cuadrilleros, que vieron tratar mal a su
compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la
Santa Hermandad.
El ventero, que era de la cuadrilla, entró al
punto por su varilla y por su espada, y se
puso al lado de sus compañeros; los criados
de don Luis rodearon a don Luis, porque con
el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo
la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y
lo mismo hizo Sancho; don Quijote puso
mano a su espada y arremetió a los
cuadrilleros. Don Luis daba voces a sus
criados que le dejasen a él y acorriesen a don
Quijote, y a Cardenio, y a don Fernando, que
todos favorecían a don Quijote. El cura daba
voces, la ventera gritaba, su hija se afligía,
Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa,
Luscinda suspensa y doña Clara desmayada.
El barbero aporreaba a Sancho, Sancho molía
al barbero; don Luis, a quien un criado suyo
se atrevió a asirle del brazo porque no se
fuese, le dio una puñada que le bañó los
dientes en sangre; el oidor le defendía, don
Fernando tenía debajo de sus pies a un
cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos
muy a su sabor. El ventero tornó a reforzar la
voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad: de
modo que toda la venta era llantos, voces,
gritos, confusiones, temores, sobresaltos,
desgracias, cuchilladas, mojicones, palos,
coces y efusión de sangre. Y, en la mitad
deste caos, máquina y laberinto de cosas, se
le representó en la memoria de don Quijote
que se veía metido de hoz y de coz en la
discordia del campo de Agramante; y así dijo,
con voz que atronaba la venta:
—¡Ténganse todos; todos envainen; todos
se sosieguen; óiganme todos, si todos
quieren quedar con vida!
A cuya gran voz, todos se pararon, y él
prosiguió diciendo:
—¿No os dije yo, señores, que este castillo
era encantado, y que alguna región de
demonios debe de habitar en él? En
confirmación de lo cual, quiero que veáis por
vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y
trasladado entre nosotros la discordia del
campo de Agramante. Mirad cómo allí se
pelea por la espada, aquí por el caballo,
acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos
peleamos, y todos no nos entendemos.
Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y
vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de
rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y
pónganos en paz; porque por Dios
Todopoderoso que es gran bellaquería que
tanta gente principal como aquí estamos se
mate por causas tan livianas.
Los cuadrilleros, que no entendían el frasis
de don Quijote, y se veían malparados de don
Fernando, Cardenio y sus camaradas, no
querían sosegarse; el barbero sí, porque en la
pendencia tenía deshechas las barbas y el
albarda; Sancho, a la más mínima voz de su
amo, obedeció como buen criado; los cuatro
criados de don Luis también se estuvieron
quedos, viendo cuán poco les iba en no
estarlo. Sólo el ventero porfiaba que se
habían de castigar las insolencias de aquel
loco, que a cada paso le alborotaba la venta.
Finalmente, el rumor se apaciguó por
entonces, la albarda se quedó por jaez hasta
el día del juicio, y la bacía por yelmo y la
venta por castillo en la imaginación de don
Quijote.
Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos
amigos todos a persuasión del oidor y del
cura, volvieron los criados de don Luis a
porfiarle que al momento se viniese con ellos;
y, en tanto que él con ellos se avenía, el oidor
comunicó con don Fernando, Cardenio y el
cura qué debía hacer en aquel caso,
contándoseles con las razones que don Luis le
había dicho. En fin, fue acordado que don
Fernando dijese a los criados de don Luis
quién él era y cómo era su gusto que don
Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su
hermano el marqués sería estimado como el
valor de don Luis merecía; porque desta
manera se sabía de la intención de don Luis
que no volvería por aquella vez a los ojos de
su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida,
pues, de los cuatro la calidad de don
Fernando y la intención de don Luis,
determinaron entre ellos que los tres se
volviesen a contar lo que pasaba a su padre,
y el otro se quedase a servir a don Luis, y a
no dejalle hasta que ellos volviesen por él, o
viese lo que su padre les ordenaba.
Desta manera se apaciguó aquella máquina
de pendencias, por la autoridad de
Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero,
viéndose el enemigo de la concordia y el
émulo de la paz menospreciado y burlado, y
el poco fruto que había granjeado de haberlos
puesto a todos en tan confuso laberinto,
acordó de probar otra vez la mano,
resucitando nuevas pendencias y
desasosiegos.
Es, pues, el caso que los cuadrilleros se
sosegaron, por haber entreoído la calidad de
los que con ellos se habían combatido, y se
retiraron de la pendencia, por parecerles que,
de cualquiera manera que sucediese, habían
de llevar lo peor de la batalla; pero uno
dellos, que fue el que fue molido y pateado
por don Fernando, le vino a la memoria que,
entre algunos mandamientos que traía para
prender a algunos delincuentes, traía uno
contra don Quijote, a quien la Santa
Hermandad había mandado prender, por la
libertad que dio a los galeotes, y como
Sancho, con mucha razón, había temido.
Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si
las señas que de don Quijote traía venían
bien, y, sacando del seno un pergamino, topó
con el que buscaba; y, poniéndosele a leer de
espacio, porque no era buen lector, a cada
palabra que leía ponía los ojos en don
Quijote, y iba cotejando las señas del
mandamiento con el rostro de don Quijote, y
halló que, sin duda alguna, era el que el
mandamiento rezaba. Y, apenas se hubo
certificado, cuando, recogiendo su
pergamino, en la izquierda tomó el
mandamiento, y con la derecha asió a don
Quijote del cuello fuertemente, que no le
dejaba alentar, y a grandes voces decía:
—¡Favor a la Santa Hermandad! Y, para que
se vea que lo pido de veras, léase este
mandamiento, donde se contiene que se
prenda a este salteador de caminos.
Tomó el mandamiento el cura, y vio como
era verdad cuanto el cuadrillero decía, y
cómo convenía con las señas con don
Quijote; el cual, viéndose tratar mal de aquel
villano malandrín, puesta la cólera en su
punto y crujiéndole los huesos de su cuerpo,
como mejor pudo él, asió al cuadrillero con
entrambas manos de la garganta, que, a no
ser socorrido de sus compañeros, allí dejara
la vida antes que don Quijote la presa. El
ventero, que por fuerza había de favorecer a
los de su oficio, acudió luego a dalle favor. La
ventera, que vio de nuevo a su marido en
pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor
le llevaron luego Maritornes y su hija,
pidiendo favor al cielo y a los que allí
estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba:
—¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi
amo dice de los encantos deste castillo, pues
no es posible vivir una hora con quietud en
él!
Don Fernando despartió al cuadrillero y a
don Quijote, y, con gusto de entrambos, les
desenclavijó las manos, que el uno en el
collar del sayo del uno, y el otro en la
garganta del otro, bien asidas tenían; pero no
por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su
preso, y que les ayudasen a dársele atado y
entregado a toda su voluntad, porque así
convenía al servicio del rey y de la Santa
Hermandad, de cuya parte de nuevo les
pedían socorro y favor para hacer aquella
prisión de aquel robador y salteador de
sendas y de carreras. Reíase de oír decir
estas razones don Quijote; y, con mucho
sosiego, dijo:
—Venid acá, gente soez y malnacida:
¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a
los encadenados, soltar los presos, acorrer a
los miserables, alzar los caídos, remediar los
menesterosos? ¡Ah gente infame, digna por
vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo
no os comunique el valor que se encierra en
la caballería andante, ni os dé a entender el
pecado e ignorancia en que estáis en no
reverenciar la sombra, cuanto más la
asistencia, de cualquier caballero andante!
Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no
cuadrilleros, salteadores de caminos con
licencia de la Santa Hermandad; decidme:
¿quién fue el ignorante que firmó
mandamiento de prisión contra un tal
caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró
que son esentos de todo judicial fuero los
caballeros andantes, y que su ley es su
espada; sus fueros, sus bríos; sus
premáticas, su voluntad? ¿Quién fue el
mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que
no hay secutoria de hidalgo con tantas
preeminencias, ni esenciones, como la que
adquiere un caballero andante el día que se
arma caballero y se entrega al duro ejercicio
de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó
pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda
forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le
llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué
castellano le acogió en su castillo que le
hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le
asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le
aficionó y se le entregó rendida, a todo su
talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué
caballero andante ha habido, hay ni habrá en
el mundo, que no tenga bríos para dar él solo
cuatrocientos palos a cuatrocientos
cuadrilleros que se le pongan delante?
Capítulo XLVI. De la
notable aventura de los
cuadrilleros, y la gran
ferocidad de nuestro buen
caballero don Quijote
En tanto que don Quijote esto decía, estaba
persuadiendo el cura a los cuadrilleros como
don Quijote era falto de juicio, como lo veían
por sus obras y por sus palabras, y que no
tenían para qué llevar aquel negocio
adelante, pues, aunque le prendiesen y
llevasen, luego le habían de dejar por loco; a
lo que respondió el del mandamiento que a él
no tocaba juzgar de la locura de don Quijote,
sino hacer lo que por su mayor le era
mandado, y que una vez preso, siquiera le
soltasen trecientas.
—Con todo eso
—dijo el cura
—, por esta
vez no le habéis de llevar, ni aun él dejará
llevarse, a lo que yo entiendo.
En efeto, tanto les supo el cura decir, y
tantas locuras supo don Quijote hacer, que
más locos fueran que no él los cuadrilleros si
no conocieran la falta de don Quijote; y así,
tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de
ser medianeros de hacer las paces entre el
barbero y Sancho Panza, que todavía asistían
con gran rancor a su pendencia. Finalmente,
ellos, como miembros de justicia, mediaron la
causa y fueron árbitros della, de tal modo
que ambas partes quedaron, si no del todo
contentas, a lo menos en algo satisfechas,
porque se trocaron las albardas, y no las
cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo
del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y
sin que don Quijote lo entendiese, le dio por
la bacía ocho reales, y el barbero le hizo una
cédula del recibo y de no llamarse a engaño
por entonces, ni por siempre jamás amén.
Sosegadas, pues, estas dos pendencias,
que eran las más principales y de más tomo,
restaba que los criados de don Luis se
contentasen de volver los tres, y que el uno
quedase para acompañarle donde don
Fernando le quería llevar; y, como ya la
buena suerte y mejor fortuna había
comenzado a romper lanzas y a facilitar
dificultades en favor de los amantes de la
venta y de los valientes della, quiso llevarlo al
cabo y dar a todo felice suceso, porque los
criados se contentaron de cuanto don Luis
quería; de que recibió tanto contento doña
Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara
al rostro que no conociera el regocijo de su
alma.
Zoraida, aunque no entendía bien todos los
sucesos que había visto, se entristecía y
alegraba a bulto, conforme veía y notaba los
semblantes a cada uno, especialmente de su
español, en quien tenía siempre puestos los
ojos y traía colgada el alma. El ventero, a
quien no se le pasó por alto la dádiva y
recompensa que el cura había hecho al
barbero, pidió el escote de don Quijote, con
el menoscabo de sus cueros y falta de vino,
jurando que no saldría de la venta Rocinante,
ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase
primero hasta el último ardite. Todo lo
apaciguó el cura, y lo pagó don Fernando,
puesto que el oidor, de muy buena voluntad,
había también ofrecido la paga; y de tal
manera quedaron todos en paz y sosiego,
que ya no parecía la venta la discordia del
campo de Agramante, como don Quijote
había dicho, sino la misma paz y quietud del
tiempo de Otaviano; de todo lo cual fue
común opinión que se debían dar las gracias
a la buena intención y mucha elocuencia del
señor cura y a la incomparable liberalidad de
don Fernando.
Viéndose, pues, don Quijote libre y
desembarazado de tantas pendencias, así de
su escudero como suyas, le pareció que sería
bien seguir su comenzado viaje y dar fin a
aquella grande aventura para que había sido
llamado y escogido; y así, con resoluta
determinación se fue a poner de hinojos ante
Dorotea, la cual no le consintió que hablase
palabra hasta que se levantase; y él, por
obedecella, se puso en pie y le dijo:
—Es común proverbio, fermosa señora, que
la diligencia es madre de la buena ventura, y
en muchas y graves cosas ha mostrado la
experiencia que la solicitud del negociante
trae a buen fin el pleito dudoso; pero en
ningunas cosas se muestra más esta verdad
que en las de la guerra, adonde la celeridad y
presteza previene los discursos del enemigo,
y alcanza la vitoria antes que el contrario se
ponga en defensa. Todo esto digo, alta y
preciosa señora, porque me parece que la
estada nuestra en este castillo ya es sin
provecho, y podría sernos de tanto daño que
lo echásemos de ver algún día; porque,
¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes
habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante
de que yo voy a destruille?; y, dándole lugar
el tiempo, se fortificase en algún
inexpugnable castillo o fortaleza contra quien
valiesen poco mis diligencias y la fuerza de
mi incansable brazo. Así que, señora mía,
prevengamos, como tengo dicho, con nuestra
diligencia sus designios, y partámonos luego
a la buena ventura; que no está más de
tenerla vuestra grandeza como desea, de
cuanto yo tarde de verme con vuestro
contrario.
Calló y no dijo más don Quijote, y esperó
con mucho sosiego la respuesta de la
fermosa infanta; la cual, con ademán señoril
y acomodado al estilo de don Quijote, le
respondió desta manera:
—Yo os agradezco, señor caballero, el
deseo que mostráis tener de favorecerme en
mi gran cuita, bien así como caballero, a
quien es anejo y concerniente favorecer los
huérfanos y menesterosos; y quiera el cielo
que el vuestro y mi deseo se cumplan, para
que veáis que hay agradecidas mujeres en el
mundo. Y en lo de mi partida, sea luego; que
yo no tengo más voluntad que la vuestra:
disponed vos de mí a toda vuestra guisa y
talante; que la que una vez os entregó la
defensa de su persona y puso en vuestras
manos la restauración de sus señoríos no ha
de querer ir contra lo que la vuestra
prudencia ordenare.
—A la mano de Dios
—dijo don Quijote
—;
pues así es que una señora se me humilla, no
quiero yo perder la ocasión de levantalla y
ponella en su heredado trono. La partida sea
luego, porque me va poniendo espuelas al
deseo y al camino lo que suele decirse que en
la tardanza está el peligro. Y, pues no ha
criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno
que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho,
a Rocinante, y apareja tu jumento y el
palafrén de la reina, y despidámonos del
castellano y destos señores, y vamos de aquí
luego al punto.
Sancho, que a todo estaba presente, dijo,
meneando la cabeza a una parte y a otra:
—¡Ay señor, señor, y cómo hay más mal en
el aldegüela que se suena, con perdón sea
dicho de las tocadas honradas!
—¿Qué mal puede haber en ninguna aldea,
ni en todas las ciudades del mundo, que
pueda sonarse en menoscabo mío, villano?
—Si vuestra merced se enoja
—respondió
Sancho
—, yo callaré, y dejaré de decir lo que
soy obligado como buen escudero, y como
debe un buen criado decir a su señor.
—Di lo que quisieres
—replicó don Quijote
—
, como tus palabras no se encaminen a
ponerme miedo; que si tú le tienes, haces
como quien eres, y si yo no le tengo, hago
como quien soy.
—No es eso, ¡pecador fui yo a Dios!
—
respondió Sancho
—, sino que yo tengo por
cierto y por averiguado que esta señora que
se dice ser reina del gran reino Micomicón no
lo es más que mi madre; porque, a ser lo que
ella dice, no se anduviera hocicando con
alguno de los que están en la rueda, a vuelta
de cabeza y a cada traspuesta.
Paróse colorada con las razones de Sancho
Dorotea, porque era verdad que su esposo
don Fernando, alguna vez, a hurto de otros
ojos, había cogido con los labios parte del
premio que merecían sus deseos (lo cual
había visto Sancho, y pareciéndole que
aquella desenvoltura más era de dama
cortesana que de reina de tan gran reino), y
no pudo ni quiso responder palabra a Sancho,
sino dejóle proseguir en su plática, y él fue
diciendo:
—Esto digo, señor, porque, si al cabo de
haber andado caminos y carreras, y pasado
malas noches y peores días, ha de venir a
coger el fruto de nuestros trabajos el que se
está holgando en esta venta, no hay para qué
darme priesa a que ensille a Rocinante,
albarde el jumento y aderece al palafrén,
pues será mejor que nos estemos quedos, y
cada puta hile, y comamos.
¡Oh, válame Dios, y cuán grande que fue el
enojo que recibió don Quijote, oyendo las
descompuestas palabras de su escudero!
Digo que fue tanto, que, con voz atropellada
y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por
los ojos, dijo:
—¡Oh bellaco villano, mal mirado,
descompuesto, ignorante, infacundo,
deslenguado, atrevido, murmurador y
maldiciente! ¿Tales palabras has osado decir
en mi presencia y en la destas ínclitas
señoras, y tales deshonestidades y
atrevimientos osaste poner en tu confusa
imaginación? ¡Vete de mi presencia,
monstruo de naturaleza, depositario de
mentiras, almario de embustes, silo de
bellaquerías, inventor de maldades,
publicador de sandeces, enemigo del decoro
que se debe a las reales personas! ¡Vete; no
parezcas delante de mí, so pena de mi ira!
Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó
los carrillos, miró a todas partes, y dio con el
pie derecho una gran patada en el suelo,
señales todas de la ira que encerraba en sus
entrañas. A cuyas palabras y furibundos
ademanes quedó Sancho tan encogido y
medroso, que se holgara que en aquel
instante se abriera debajo de sus pies la
tierra y le tragara. Y no supo qué hacerse,
sino volver las espaldas y quitarse de la
enojada presencia de su señor. Pero la
discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya
el humor de don Quijote, dijo, para templarle
la ira:
—No os despechéis, señor Caballero de la
Triste Figura, de las sandeces que vuestro
buen escudero ha dicho, porque quizá no las
debe de decir sin ocasión, ni de su buen
entendimiento y cristiana conciencia se puede
sospechar que levante testimonio a nadie; y
así, se ha de creer, sin poner duda en ello,
que, como en este castillo, según vos, señor
caballero, decís, todas las cosas van y
suceden por modo de encantamento, podría
ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta
diabólica vía lo que él dice que vio, tan en
ofensa de mi honestidad.
—Por el omnipotente Dios juro
—dijo a esta
sazón don Quijote
—, que la vuestra grandeza
ha dado en el punto, y que alguna mala
visión se le puso delante a este pecador de
Sancho, que le hizo ver lo que fuera
imposible verse de otro modo que por el de
encantos no fuera; que sé yo bien de la
bondad e inocencia deste desdichado, que no
sabe levantar testimonios a nadie.
—Ansí es y ansí será
—dijo don Fernando
—;
por lo cual debe vuestra merced, señor don
Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su
gracia, sicut erat in principio, antes que las
tales visiones le sacasen de juicio. Don
Quijote respondió que él le perdonaba, y el
cura fue por Sancho, el cual vino muy
humilde, y, hincándose de rodillas, pidió la
mano a su amo; y él se la dio, y, después de
habérsela dejado besar, le echó la bendición,
diciendo:
—Agora acabarás de conocer, Sancho hijo,
ser verdad lo que yo otras muchas veces te
he dicho de que todas las cosas deste castillo
son hechas por vía de encantamento.
—Así lo creo yo
—dijo Sancho
—, excepto
aquello de la manta, que realmente sucedió
por vía ordinaria.
—No lo creas
—respondió don Quijote
—;
que si así fuera, yo te vengara entonces, y
aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni
vi en quién tomar venganza de tu agravio.
Desearon saber todos qué era aquello de la
manta, y el ventero lo contó, punto por
punto: la volatería de Sancho Panza, de que
no poco se rieron todos; y de que no menos
se corriera Sancho, si de nuevo no le
asegurara su amo que era encantamento;
puesto que jamás llegó la sandez de Sancho
a tanto, que creyese no ser verdad pura y
averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo
de haber sido manteado por personas de
carne y hueso, y no por fantasmas soñadas ni
imaginadas, como su señor lo creía y lo
afirmaba.
Dos días eran ya pasados los que había que
toda aquella ilustre compañía estaba en la
venta; y, pareciéndoles que ya era tiempo de
partirse, dieron orden para que, sin ponerse
al trabajo de volver Dorotea y don Fernando
con don Quijote a su aldea, con la invención
de la libertad de la reina Micomicona,
pudiesen el cura y el barbero llevársele, como
deseaban, y procurar la cura de su locura en
su tierra. Y lo que ordenaron fue que se
concertaron con un carretero de bueyes que
acaso acertó a pasar por allí, para que lo
llevase en esta forma: hicieron una como
jaula de palos enrejados, capaz que pudiese
en ella caber holgadamente don Quijote; y
luego don Fernando y sus camaradas, con los
criados de don Luis y los cuadrilleros,
juntamente con el ventero, todos por orden y
parecer del cura, se cubrieron los rostros y se
disfrazaron, quién de una manera y quién de
otra, de modo que a don Quijote le pareciese
ser otra gente de la que en aquel castillo
había visto.
Hecho esto, con grandísimo silencio se
entraron adonde él estaba durmiendo y
descansando de las pasadas refriegas.
Llegáronse a él, que libre y seguro de tal
acontecimiento dormía, y, asiéndole
fuertemente, le ataron muy bien las manos y
los pies, de modo que, cuando él despertó
con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer
otra cosa más que admirarse y suspenderse
de ver delante de sí tan estraños visajes; y
luego dio en la cuenta de lo que su continua y
desvariada imaginación le representaba, y se
creyó que todas aquellas figuras eran
fantasmas de aquel encantado castillo, y que,
sin duda alguna, ya estaba encantado, pues
no se podía menear ni defender: todo a punto
como había pensado que sucedería el cura,
trazador desta máquina. Sólo Sancho, de
todos los presentes, estaba en su mesmo
juicio y en su mesma figura; el cual, aunque
le faltaba bien poco para tener la mesma
enfermedad de su amo, no dejó de conocer
quién eran todas aquellas contrahechas
figuras; mas no osó descoser su boca, hasta
ver en qué paraba aquel asalto y prisión de
su amo, el cual tampoco hablaba palabra,
atendiendo a ver el paradero de su desgracia;
que fue que, trayendo allí la jaula, le
encerraron dentro, y le clavaron los maderos
tan fuertemente que no se pudieran romper a
dos tirones.
Tomáronle luego en hombros, y, al salir del
aposento, se oyó una voz temerosa, todo
cuanto la supo formar el barbero, no el del
albarda, sino el otro, que decía:
—¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te
dé afincamiento la prisión en que vas, porque
así conviene para acabar más presto la
aventura en que tu gran esfuerzo te puso; la
cual se acabará cuando el furibundo león
manchado con la blanca paloma tobosina
yoguieren en uno, ya después de humilladas
las altas cervices al blando yugo
matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio
saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros,
que imitarán las rumpantes garras del
valeroso padre. Y esto será antes que el
seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas
la visita de las lucientes imágines con su
rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble
y obediente escudero que tuvo espada en
cinta, barbas en rostro y olfato en las
narices!, no te desmaye ni descontente ver
llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la
flor de la caballería andante; que presto, si al
plasmador del mundo le place, te verás tan
alto y tan sublimado que no te conozcas, y no
saldrán defraudadas las promesas que te ha
fecho tu buen señor. Y asegúrote, de parte de
la sabia Mentironiana, que tu salario te sea
pagado, como lo verás por la obra; y sigue
las pisadas del valeroso y encantado
caballero, que conviene que vayas donde
paréis entrambos. Y, porque no me es lícito
decir otra cosa, a Dios quedad, que yo me
vuelvo adonde yo me sé.
Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de
punto, y diminuyóla después, con tan tierno
acento, que aun los sabidores de la burla
estuvieron por creer que era verdad lo que
oían.
Quedó don Quijote consolado con la
escuchada profecía, porque luego coligió de
todo en todo la significación de ella; y vio que
le prometían el verse ayuntados en santo y
debido matrimonio con su querida Dulcinea
del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los
cachorros, que eran sus hijos, para gloria
perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien
y firmemente, alzó la voz, y, dando un gran
suspiro, dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto
bien me has pronosticado!, ruégote que pidas
de mi parte al sabio encantador que mis
cosas tiene a cargo, que no me deje perecer
en esta prisión donde agora me llevan, hasta
ver cumplidas tan alegres e incomparables
promesas como son las que aquí se me han
hecho; que, como esto sea, tendré por gloria
las penas de mi cárcel, y por alivio estas
cadenas que me ciñen, y no por duro campo
de batalla este lecho en que me acuestan,
sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y, en
lo que toca a la consolación de Sancho Panza,
mi escudero, yo confío de su bondad y buen
proceder que no me dejará en buena ni en
mala suerte; porque, cuando no suceda, por
la suya o por mi corta ventura, el poderle yo
dar la ínsula, o otra cosa equivalente que le
tengo prometida, por lo menos su salario no
podrá perderse; que en mi testamento, que
ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha
de dar, no conforme a sus muchos y buenos
servicios, sino a la posibilidad mía.
Sancho Panza se le inclinó con mucho
comedimiento, y le besó entrambas las
manos, porque la una no pudiera, por estar
atadas entrambas.
Luego tomaron la jaula en hombros
aquellas visiones, y la acomodaron en el
carro de los bueyes.
Capítulo XLVII. Del
estraño modo con que fue
encantado don Quijote de la
Mancha, con otros famosos
sucesos
Cuando don Quijote se vio de aquella
manera enjaulado y encima del carro, dijo:
—Muchas y muy graves historias he yo leído
de caballeros andantes, pero jamás he leído,
ni visto, ni oído, que a los caballeros
encantados los lleven desta manera y con el
espacio que prometen estos perezosos y
tardíos animales; porque siempre los suelen
llevar por los aires, con estraña ligereza,
encerrados en alguna parda y escura nube, o
en algún carro de fuego, o ya sobre algún
hipogrifo o otra bestia semejante; pero que
me lleven a mí agora sobre un carro de
bueyes, ¡vive Dios que me pone en
confusión! Pero quizá la caballería y los
encantos destos nuestros tiempos deben de
seguir otro camino que siguieron los
antiguos. Y también podría ser que, como yo
soy nuevo caballero en el mundo, y el
primero que ha resucitado el ya olvidado
ejercicio de la caballería aventurera, también
nuevamente se hayan inventado otros
géneros de encantamentos y otros modos de
llevar a los encantados. ¿Qué te parece
desto, Sancho hijo?
—No sé yo lo que me parece
—respondió
Sancho
—, por no ser tan leído como vuestra
merced en las escrituras andantes; pero, con
todo eso, osaría afirmar y jurar que estas
visiones que por aquí andan, que no son del
todo católicas.
—¿Católicas? ¡Mi padre!
—respondió don
Quijote
—. ¿Cómo han de ser católicas si son
todos demonios que han tomado cuerpos
fantásticos para venir a hacer esto y a
ponerme en este estado? Y si quieres ver
esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás como
no tienen cuerpo sino de aire, y como no
consiste más de en la apariencia.
—Par Dios, señor
—replicó Sancho
—, ya yo
los he tocado; y este diablo que aquí anda
tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra
propiedad muy diferente de la que yo he oído
decir que tienen los demonios; porque, según
se dice, todos huelen a piedra azufre y a
otros malos olores; pero éste huele a ámbar
de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando, que,
como tan señor, debía de oler a lo que
Sancho decía.
—No te maravilles deso, Sancho amigo
—
respondió don Quijote
—, porque te hago
saber que los diablos saben mucho, y, puesto
que traigan olores consigo, ellos no huelen
nada, porque son espíritus, y si huelen, no
pueden oler cosas buenas, sino malas y
hidiondas. Y la razón es que como ellos,
dondequiera que están, traen el infierno
consigo, y no pueden recebir género de alivio
alguno en sus tormentos, y el buen olor sea
cosa que deleita y contenta, no es posible
que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te
parece que ese demonio que dices huele a
ámbar, o tú te engañas, o él quiere
engañarte con hacer que no le tengas por
demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y
criado; y, temiendo don Fernando y Cardenio
que Sancho no viniese a caer del todo en la
cuenta de su invención, a quien andaba ya
muy en los alcances, determinaron de
abreviar con la partida; y, llamando aparte al
ventero, le ordenaron que ensillase a
Rocinante y enalbardase el jumento de
Sancho; el cual lo hizo con mucha presteza.
Ya en esto, el cura se había concertado con
los cuadrilleros que le acompañasen hasta su
lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó
Cardenio del arzón de la silla de Rocinante,
del un cabo la adarga y del otro la bacía, y
por señas mandó a Sancho que subiese en su
asno y tomase de las riendas a Rocinante, y
puso a los dos lados del carro a los dos
cuadrilleros con sus escopetas. Pero, antes
que se moviese el carro, salió la ventera, su
hija y Maritornes a despedirse de don
Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su
desgracia; a quien don Quijote dijo:
—No lloréis, mis buenas señoras, que todas
estas desdichas son anexas a los que
profesan lo que yo profeso; y si estas
calamidades no me acontecieran, no me
tuviera yo por famoso caballero andante;
porque a los caballeros de poco nombre y
fama nunca les suceden semejantes casos,
porque no hay en el mundo quien se acuerde
dellos. A los valerosos sí, que tienen
envidiosos de su virtud y valentía a muchos
príncipes y a muchos otros caballeros, que
procuran por malas vías destruir a los
buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan
poderosa que, por sí sola, a pesar de toda la
nigromancia que supo su primer inventor,
Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y
dará de sí luz en el mundo, como la da el sol
en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si
algún desaguisado, por descuido mío, os he
fecho, que, de voluntad y a sabiendas, jamás
le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas
prisiones, donde algún mal intencionado
encantador me ha puesto; que si de ellas me
veo libre, no se me caerá de la memoria las
mercedes que en este castillo me habedes
fecho, para gratificallas, servillas y
recompensallas como ellas merecen.
En tanto que las damas del castillo esto
pasaban con don Quijote, el cura y el barbero
se despidieron de don Fernando y sus
camaradas, y del capitán y de su hermano y
todas aquellas contentas señoras,
especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos
se abrazaron y quedaron de darse noticia de
sus sucesos, diciendo don Fernando al cura
dónde había de escribirle para avisarle en lo
que paraba don Quijote, asegurándole que no
habría cosa que más gusto le diese que
saberlo; y que él, asimesmo, le avisaría de
todo aquello que él viese que podría darle
gusto, así de su casamiento como del
bautismo de Zoraida, y suceso de don Luis, y
vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreció
de hacer cuanto se le mandaba, con toda
puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y
otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.
El ventero se llegó al cura y le dio unos
papeles, diciéndole que los había hallado en
un aforro de la maleta donde se halló la
Novela del curioso impertinente, y que, pues
su dueño no había vuelto más por allí, que se
los llevase todos; que, pues él no sabía leer,
no los quería. El cura se lo agradeció, y,
abriéndolos luego, vio que al principio de lo
escrito decía: Novela de Rinconete y
Cortadillo, por donde entendió ser alguna
novela y coligió que, pues la del Curioso
impertinente había sido buena, que también
lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas
de un mesmo autor; y así, la guardó, con
prosupuesto de leerla cuando tuviese
comodidad.
Subió a caballo, y también su amigo el
barbero, con sus antifaces, porque no fuesen
luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse
a caminar tras el carro. Y la orden que
llevaban era ésta: iba primero el carro,
guiándole su dueño; a los dos lados iban los
cuadrilleros, como se ha dicho, con sus
escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre
su asno, llevando de rienda a Rocinante.
Detrás de todo esto iban el cura y el barbero
sobre sus poderosas mulas, cubiertos los
rostros, como se ha dicho, con grave y
reposado continente, no caminando más de lo
que permitía el paso tardo de los bueyes. Don
Quijote iba sentado en la jaula, las manos
atadas, tendidos los pies, y arrimado a las
verjas, con tanto silencio y tanta paciencia
como si no fuera hombre de carne, sino
estatua de piedra.
Y así, con aquel espacio y silencio
caminaron hasta dos leguas, que llegaron a
un valle, donde le pareció al boyero ser lugar
acomodado para reposar y dar pasto a los
bueyes; y, comunicándolo con el cura, fue de
parecer el barbero que caminasen un poco
más, porque él sabía, detrás de un recuesto
que cerca de allí se mostraba, había un valle
de más yerba y mucho mejor que aquel
donde parar querían. Tomóse el parecer del
barbero, y así, tornaron a proseguir su
camino.
En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a
sus espaldas venían hasta seis o siete
hombres de a caballo, bien puestos y
aderezados, de los cuales fueron presto
alcanzados, porque caminaban no con la
flema y reposo de los bueyes, sino como
quien iba sobre mulas de canónigos y con
deseo de llegar presto a sestear a la venta,
que menos de una legua de allí se parecía.
Llegaron los diligentes a los perezosos y
saludáronse cortésmente; y uno de los que
venían, que, en resolución, era canónigo de
Toledo y señor de los demás que le
acompañaban, viendo la concertada
procesión del carro, cuadrilleros, Sancho,
Rocinante, cura y barbero, y más a don
Quijote, enjaulado y aprisionado, no pudo
dejar de preguntar qué significaba llevar
aquel hombre de aquella manera; aunque ya
se había dado a entender, viendo las
insignias de los cuadrilleros, que debía de ser
algún facinoroso salteador, o otro delincuente
cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad.
Uno de los cuadrilleros, a quien fue hecha la
pregunta, respondió ansí:
—Señor, lo que significa ir este caballero
desta manera, dígalo él, porque nosotros no
lo sabemos.
Oyó don Quijote la plática, y dijo:
—¿Por dicha vuestras mercedes, señores
caballeros, son versados y perictos en esto de
la caballería andante? Porque si lo son,
comunicaré con ellos mis desgracias, y si no,
no hay para qué me canse en decillas.
Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura
y el barbero, viendo que los caminantes
estaban en pláticas con don Quijote de la
Mancha, para responder de modo que no
fuese descubierto su artificio.
El canónigo, a lo que don Quijote dijo,
respondió:
—En verdad, hermano, que sé más de libros
de caballerías que de las Súmulas de
Villalpando. Ansí que, si no está más que en
esto, seguramente podéis comunicar conmigo
lo que quisiéredes.
—A la mano de Dios
—replicó don Quijote
—.
Pues así es, quiero, señor caballero, que
sepades que yo voy encantado en esta jaula,
por envidia y fraude de malos encantadores;
que la virtud más es perseguida de los malos
que amada de los buenos. Caballero andante
soy, y no de aquellos de cuyos nombres
jamás la Fama se acordó para eternizarlos en
su memoria, sino de aquellos que, a
despecho y pesar de la mesma envidia, y de
cuantos magos crió Persia, bracmanes la
India, ginosofistas la Etiopía, ha de poner su
nombre en el templo de la inmortalidad para
que sirva de ejemplo y dechado en los
venideros siglos, donde los caballeros
andantes vean los pasos que han de seguir,
si quisieren llegar a la cumbre y alteza
honrosa de las armas.
—Dice verdad el señor don Quijote de la
Mancha
—dijo a esta sazón el cura
—; que él
va encantado en esta carreta, no por sus
culpas y pecados, sino por la mala intención
de aquellos a quien la virtud enfada y la
valentía enoja. Éste es, señor, el Caballero de
la Triste Figura, si ya le oístes nombrar en
algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y
grandes hechos serán escritas en bronces
duros y en eternos mármoles, por más que se
canse la envidia en escurecerlos y la malicia
en ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al
libre en semejante estilo, estuvo por hacerse
la cruz, de admirado, y no podía saber lo que
le había acontencido; y en la mesma
admiración cayeron todos los que con él
venían. En esto, Sancho Panza, que se había
acercado a oír la plática, para adobarlo todo,
dijo:
—Ahora, señores, quiéranme bien o
quiéranme mal por lo que dijere, el caso de
ello es que así va encantado mi señor don
Quijote como mi madre; él tiene su entero
juicio, él come y bebe y hace sus necesidades
como los demás hombres, y como las hacía
ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto
ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender
que va encantado? Pues yo he oído decir a
muchas personas que los encantados ni
comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si
no le van a la mano, hablará más que treinta
procuradores.
Y, volviéndose a mirar al cura, prosiguió
diciendo:
—¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba
vuestra merced que no le conozco, y pensará
que yo no calo y adivino adónde se
encaminan estos nuevos encantamentos?
Pues sepa que le conozco, por más que se
encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por
más que disimule sus embustes. En fin,
donde reina la envidia no puede vivir la
virtud, ni adonde hay escaseza la liberalidad.
!Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia
no fuera, ésta fuera ya la hora que mi señor
estuviera casado con la infanta Micomicona, y
yo fuera conde, por lo menos, pues no se
podía esperar otra cosa, así de la bondad de
mi señor el de la Triste Figura como de la
grandeza de mis servicios. Pero ya veo que
es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda
de la Fortuna anda más lista que una rueda
de molino, y que los que ayer estaban en
pinganitos hoy están por el suelo. De mis
hijos y de mi mujer me pesa, pues cuando
podían y debían esperar ver entrar a su padre
por sus puertas hecho gobernador o visorrey
de alguna ínsula o reino, le verán entrar
hecho mozo de caballos. Todo esto que he
dicho, señor cura, no es más de por
encarecer a su paternidad haga conciencia
del mal tratamiento que a mi señor se le
hace, y mire bien no le pida Dios en la otra
vida esta prisión de mi amo, y se le haga
cargo de todos aquellos socorros y bienes que
mi señor don Quijote deja de hacer en este
tiempo que está preso.
—¡Adóbame esos candiles!
—dijo a este
punto el barbero
—. ¿También vos, Sancho,
sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el
Señor, que voy viendo que le habéis de tener
compañía en la jaula, y que habéis de quedar
tan encantado como él, por lo que os toca de
su humor y de su caballería! En mal punto os
empreñastes de sus promesas, y en mal hora
se os entró en los cascos la ínsula que tanto
deseáis.
—Yo no estoy preñado de nadie
—respondió
Sancho
—, ni soy hombre que me dejaría
empreñar, del rey que fuese; y, aunque
pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada a
nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras
cosas peores; y cada uno es hijo de sus
obras; y, debajo de ser hombre, puedo venir
a ser papa, cuanto más gobernador de una
ínsula, y más pudiendo ganar tantas mi señor
que le falte a quien dallas. Vuestra merced
mire cómo habla, señor barbero; que no es
todo hacer barbas, y algo va de Pedro a
Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y
a mí no se me ha de echar dado falso. Y en
esto del encanto de mi amo, Dios sabe la
verdad; y quédese aquí, porque es peor
meneallo.
No quiso responder el barbero a Sancho,
porque no descubriese con sus simplicidades
lo que él y el cura tanto procuraban encubrir;
y, por este mesmo temor, había el cura dicho
al canónigo que caminasen un poco delante:
que él le diría el misterio del enjaulado, con
otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el
canónigo, y adelantóse con sus criados y con
él: estuvo atento a todo aquello que decirle
quiso de la condición, vida, locura y
costumbres de don Quijote, contándole
brevemente el principio y causa de su
desvarío, y todo el progreso de sus sucesos,
hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el
disignio que llevaban de llevarle a su tierra,
para ver si por algún medio hallaban remedio
a su locura. Admiráronse de nuevo los criados
y el canónigo de oír la peregrina historia de
don Quijote, y, en acabándola de oír, dijo:
—Verdaderamente, señor cura, yo hallo por
mi cuenta que son perjudiciales en la
república estos que llaman libros de
caballerías; y, aunque he leído, llevado de un
ocioso y falso gusto, casi el principio de todos
los más que hay impresos, jamás me he
podido acomodar a leer ninguno del principio
al cabo, porque me parece que, cuál más,
cuál menos, todos ellos son una mesma cosa,
y no tiene más éste que aquél, ni estotro que
el otro. Y, según a mí me parece, este género
de escritura y composición cae debajo de
aquel de las fábulas que llaman milesias, que
son cuentos disparatados, que atienden
solamente a deleitar, y no a enseñar: al
contrario de lo que hacen las fábulas
apólogas, que deleitan y enseñan
juntamente. Y, puesto que el principal intento
de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo
cómo puedan conseguirle, yendo llenos de
tantos y tan desaforados disparates; que el
deleite que en el alma se concibe ha de ser
de la hermosura y concordancia que vee o
contempla en las cosas que la vista o la
imaginación le ponen delante; y toda cosa
que tiene en sí fealdad y descompostura no
nos puede causar contento alguno. Pues,
¿qué hermosura puede haber, o qué
proporción de partes con el todo y del todo
con las partes, en un libro o fábula donde un
mozo de diez y seis años da una cuchillada a
un gigante como una torre, y le divide en dos
mitades, como si fuera de alfeñique; y que,
cuando nos quieren pintar una batalla,
después de haber dicho que hay de la parte
de los enemigos un millón de competientes,
como sea contra ellos el señor del libro,
forzosamente, mal que nos pese, habemos de
entender que el tal caballero alcanzó la
vitoria por solo el valor de su fuerte brazo?
Pues, ¿qué diremos de la facilidad con que
una reina o emperatriz heredera se conduce
en los brazos de un andante y no conocido
caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo
bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo
que una gran torre llena de caballeros va por
la mar adelante, como nave con próspero
viento, y hoy anochece en Lombardía, y
mañana amanezca en tierras del Preste Juan
de las Indias, o en otras que ni las descubrió
Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y, si a esto se
me respondiese que los que tales libros
componen los escriben como cosas de
mentira, y que así, no están obligados a
mirar en delicadezas ni verdades,
responderles hía yo que tanto la mentira es
mejor cuanto más parece verdadera, y tanto
más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y
posible. Hanse de casar las fábulas
mentirosas con el entendimiento de los que
las leyeren, escribiéndose de suerte que,
facilitando los imposibles, allanando las
grandezas, suspendiendo los ánimos,
admiren, suspendan, alborocen y
entretengan, de modo que anden a un mismo
paso la admiración y la alegría juntas; y
todas estas cosas no podrá hacer el que
huyere de la verisimilitud y de la imitación,
en quien consiste la perfeción de lo que se
escribe. No he visto ningún libro de
caballerías que haga un cuerpo de fábula
entero con todos sus miembros, de manera
que el medio corresponda al principio, y el fin
al principio y al medio; sino que los
componen con tantos miembros, que más
parece que llevan intención a formar una
quimera o un monstruo que a hacer una
figura proporcionada. Fuera desto, son en el
estilo duros; en las hazañas, increíbles; en
los amores, lascivos; en las cortesías, mal
mirados; largos en las batallas, necios en las
razones, disparatados en los viajes, y,
finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y
por esto dignos de ser desterrados de la
república cristiana, como a gente inútil.
El cura le estuvo escuchando con grande
atención, y parecióle hombre de buen
entendimiento, y que tenía razón en cuanto
decía; y así, le dijo que, por ser él de su
mesma opinión y tener ojeriza a los libros de
caballerías, había quemado todos los de don
Quijote, que eran muchos. Y contóle el
escrutinio que dellos había hecho, y los que
había condenado al fuego y dejado con vida,
de que no poco se rió el canónigo, y dijo que,
con todo cuanto mal había dicho de tales
libros, hallaba en ellos una cosa buena: que
era el sujeto que ofrecían para que un buen
entendimiento pudiese mostrarse en ellos,
porque daban largo y espacioso campo por
donde sin empacho alguno pudiese correr la
pluma, descubriendo naufragios, tormentas,
rencuentros y batallas; pintando un capitán
valeroso con todas las partes que para ser tal
se requieren, mostrándose prudente
previniendo las astucias de sus enemigos, y
elocuente orador persuadiendo o disuadiendo
a sus soldados, maduro en el consejo, presto
en lo determinado, tan valiente en el esperar
como en el acometer; pintando ora un
lamentable y trágico suceso, ahora un alegre
y no pensado acontecimiento; allí una
hermosísima dama, honesta, discreta y
recatada; aquí un caballero cristiano, valiente
y comedido; acullá un desaforado bárbaro
fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y
bien mirado; representando bondad y lealtad
de vasallos, grandezas y mercedes de
señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya
cosmógrafo excelente, ya músico, ya
inteligente en las materias de estado, y tal
vez le vendrá ocasión de mostrarse
nigromante, si quisiere. Puede mostrar las
astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la
valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor,
las traiciones de Sinón, la amistad de
Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor
de César, la clemencia y verdad de Trajano,
la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón;
y, finalmente, todas aquellas acciones que
pueden hacer perfecto a un varón ilustre,
ahora poniéndolas en uno solo, ahora
dividiéndolas en muchos.
—Y, siendo esto hecho con apacibilidad de
estilo y con ingeniosa invención, que tire lo
más que fuere posible a la verdad, sin duda
compondrá una tela de varios y hermosos
lazos tejida, que, después de acabada, tal
perfeción y hermosura muestre, que consiga
el fin mejor que se pretende en los escritos,
que es enseñar y deleitar juntamente, como
ya tengo dicho. Porque la escritura desatada
destos libros da lugar a que el autor pueda
mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con
todas aquellas partes que encierran en sí las
dulcísimas y agradables ciencias de la poesía
y de la oratoria; que la épica también puede
escrebirse en prosa como en verso.
Capítulo XLVIII. Donde
prosigue el canónigo la
materia de los libros de
caballerías, con otras cosas
dignas de su ingenio
—Así es como vuestra merced dice, señor
canónigo
—dijo el cura
—, y por esta causa
son más dignos de reprehensión los que
hasta aquí han compuesto semejantes libros
sin tener advertencia a ningún buen discurso,
ni al arte y reglas por donde pudieran guiarse
y hacerse famosos en prosa, como lo son en
verso los dos príncipes de la poesía griega y
latina.
—Yo, a lo menos
—replicó el canónigo
—, he
tenido cierta tentación de hacer un libro de
caballerías, guardando en él todos los puntos
que he significado; y si he de confesar la
verdad, tengo escritas más de cien hojas. Y
para hacer la experiencia de si correspondían
a mi estimación, las he comunicado con
hombres apasionados desta leyenda, dotos y
discretos, y con otros ignorantes, que sólo
atienden al gusto de oír disparates, y de
todos he hallado una agradable aprobación;
pero, con todo esto, no he proseguido
adelante, así por parecerme que hago cosa
ajena de mi profesión, como por ver que es
más el número de los simples que de los
prudentes; y que, puesto que es mejor ser
loado de los pocos sabios que burlado de los
muchos necios, no quiero sujetarme al
confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien
por la mayor parte toca leer semejantes
libros. Pero lo que más me le quitó de las
manos, y aun del pensamiento, de acabarle,
fue un argumento que hice conmigo mesmo,
sacado de las comedias que ahora se
representa, diciendo: ''Si estas que ahora se
usan, así las imaginadas como las de historia,
todas o las más son conocidos disparates y
cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con
todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las
tiene y las aprueba por buenas, estando tan
lejos de serlo, y los autores que las
componen y los actores que las representan
dicen que así han de ser, porque así las
quiere el vulgo, y no de otra manera; y que
las que llevan traza y siguen la fábula como
el arte pide, no sirven sino para cuatro
discretos que las entienden, y todos los
demás se quedan ayunos de entender su
artificio, y que a ellos les está mejor ganar de
comer con los muchos, que no opinión con los
pocos, deste modo vendrá a ser un libro, al
cabo de haberme quemado las cejas por
guardar los preceptos referidos, y vendré a
ser el sastre del cantillo''. Y, aunque algunas
veces he procurado persuadir a los actores
que se engañan en tener la opinión que
tienen, y que más gente atraerán y más fama
cobrarán representando comedias que hagan
el arte que no con las disparatadas, y están
tan asidos y encorporados en su parecer, que
no hay razón ni evidencia que dél los saque.
Acuérdome que un día dije a uno destos
pertinaces: ''Decidme, ¿no os acordáis que ha
pocos años que se representaron en España
tres tragedias que compuso un famoso poeta
destos reinos, las cuales fueron tales, que
admiraron, alegraron y suspendieron a todos
cuantos las oyeron, así simples como
prudentes, así del vulgo como de los
escogidos, y dieron más dineros a los
representantes ellas tres solas que treinta de
las mejores que después acá se han hecho?''
''Sin duda
—respondió el autor que digo
—,
que debe de decir vuestra merced por La
Isabela, La Filis y La Alejandra''. ''Por ésas
digo
—le repliqué yo
—; y mirad si guardaban
bien los preceptos del arte, y si por
guardarlos dejaron de parecer lo que eran y
de agradar a todo el mundo. Así que no está
la falta en el vulgo, que pide disparates, sino
en aquellos que no saben representar otra
cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud
vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le
halló en la del Mercader amante, ni menos en
La enemiga favorable, ni en otras algunas
que de algunos entendidos poetas han sido
compuestas, para fama y renombre suyo, y
para ganancia de los que las han
representado''. Y otras cosas añadí a éstas,
con que, a mi parecer, le dejé algo confuso,
pero no satisfecho ni convencido para sacarle
de su errado pensamiento.
—En materia ha tocado vuestra merced,
señor canónigo
—dijo a esta sazón el cura
—,
que ha despertado en mí un antiguo rancor
que tengo con las comedias que agora se
usan, tal, que iguala al que tengo con los
libros de caballerías; porque, habiendo de ser
la comedia, según le parece a Tulio, espejo
de la vida humana, ejemplo de las
costumbres y imagen de la verdad, las que
ahora se representan son espejos de
disparates, ejemplos de necedades e
imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor
disparate puede ser en el sujeto que
tratamos que salir un niño en mantillas en la
primera cena del primer acto, y en la
segunda salir ya hecho hombre barbado? Y
¿qué mayor que pintarnos un viejo valiente y
un mozo cobarde, un lacayo rectórico, un
paje consejero, un rey ganapán y una
princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la
observancia que guardan en los tiempos en
que pueden o podían suceder las acciones
que representan, sino que he visto comedia
que la primera jornada comenzó en Europa,
la segunda en Asia, la tercera se acabó en
Africa, y ansí fuera de cuatro jornadas, la
cuarta acababa en América, y así se hubiera
hecho en todas las cuatro partes del mundo?
Y si es que la imitación es lo principal que ha
de tener la comedia, ¿cómo es posible que
satisfaga a ningún mediano entendimiento
que, fingiendo una acción que pasa en tiempo
del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que
en ella hace la persona principal le atribuyan
que fue el emperador Heraclio, que entró con
la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa
Santa, como Godofre de Bullón, habiendo
infinitos años de lo uno a lo otro; y
fundándose la comedia sobre cosa fingida,
atribuirle verdades de historia, y mezclarle
pedazos de otras sucedidas a diferentes
personas y tiempos, y esto, no con trazas
verisímiles, sino con patentes errores de todo
punto inexcusables? Y es lo malo que hay
ignorantes que digan que esto es lo perfecto,
y que lo demás es buscar gullurías. Pues,
¿qué si venimos a las comedias divinas?:
¡qué de milagros falsos fingen en ellas, qué
de cosas apócrifas y mal entendidas,
atribuyendo a un santo los milagros de otro!
Y aun en las humanas se atreven a hacer
milagros, sin más respeto ni consideración
que parecerles que allí estará bien el tal
milagro y apariencia, como ellos llaman, para
que gente ignorante se admire y venga a la
comedia; que todo esto es en perjuicio de la
verdad y en menoscabo de las historias, y
aun en oprobrio de los ingenios españoles;
porque los estranjeros, que con mucha
puntualidad guardan las leyes de la comedia,
nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo
los absurdos y disparates de las que
hacemos. Y no sería bastante disculpa desto
decir que el principal intento que las
repúblicas bien ordenadas tienen,
permitiendo que se hagan públicas comedias,
es para entretener la comunidad con alguna
honesta recreación, y divertirla a veces de los
malos humores que suele engendrar la
ociosidad; y que, pues éste se consigue con
cualquier comedia, buena o mala, no hay
para qué poner leyes, ni estrechar a los que
las componen y representan a que las hagan
como debían hacerse, pues, como he dicho,
con cualquiera se consigue lo que con ellas se
pretende. A lo cual respondería yo que este
fin se conseguiría mucho mejor, sin
comparación alguna, con las comedias
buenas que con las no tales; porque, de
haber oído la comedia artificiosa y bien
ordenada, saldría el oyente alegre con las
burlas, enseñado con las veras, admirado de
los sucesos, discreto con las razones,
advertido con los embustes, sagaz con los
ejemplos, airado contra el vicio y enamorado
de la virtud; que todos estos afectos ha de
despertar la buena comedia en el ánimo del
que la escuchare, por rústico y torpe que sea;
y de toda imposibilidad es imposible dejar de
alegrar y entretener, satisfacer y contentar,
la comedia que todas estas partes tuviere
mucho más que aquella que careciere dellas,
como por la mayor parte carecen estas que
de ordinario agora se representan. Y no
tienen la culpa desto los poetas que las
componen, porque algunos hay dellos que
conocen muy bien en lo que yerran, y saben
estremadamente lo que deben hacer; pero,
como las comedias se han hecho mercadería
vendible, dicen, y dicen verdad, que los
representantes no se las comprarían si no
fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura
acomodarse con lo que el representante que
le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea
verdad véase por muchas e infinitas
comedias que ha compuesto un felicísimo
ingenio destos reinos, con tanta gala, con
tanto donaire, con tan elegante verso, con
tan buenas razones, con tan graves
sentencias y, finalmente, tan llenas de
elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el
mundo de su fama. Y, por querer acomodarse
al gusto de los representantes, no han
llegado todas, como han llegado algunas, al
punto de la perfección que requieren. Otros
las componen tan sin mirar lo que hacen, que
después de representadas tienen necesidad
los recitantes de huirse y ausentarse,
temerosos de ser castigados, como lo han
sido muchas veces, por haber representado
cosas en perjuicio de algunos reyes y en
deshonra de algunos linajes. Y todos estos
inconvinientes cesarían, y aun otros muchos
más que no digo, con que hubiese en la Corte
una persona inteligente y discreta que
examinase todas las comedias antes que se
representasen (no sólo aquellas que se
hiciesen en la Corte, sino todas las que se
quisiesen representar en España), sin la cual
aprobación, sello y firma, ninguna justicia en
su lugar dejase representar comedia alguna;
y, desta manera, los comediantes tendrían
cuidado de enviar las comedias a la Corte, y
con seguridad podrían representallas, y
aquellos que las componen mirarían con más
cuidado y estudio lo que hacían, temorosos
de haber de pasar sus obras por el riguroso
examen de quien lo entiende; y desta manera
se harían buenas comedias y se conseguiría
felicísimamente lo que en ellas se pretende:
así el entretenimiento del pueblo, como la
opinión de los ingenios de España, el interés
y seguridad de los recitantes y el ahorro del
cuidado de castigallos. Y si diese cargo a
otro, o a este mismo, que examinase los
libros de caballerías que de nuevo se
compusiesen, sin duda podrían salir algunos
con la perfección que vuestra merced ha
dicho, enriqueciendo nuestra lengua del
agradable y precioso tesoro de la elocuencia,
dando ocasión que los libros viejos se
escureciesen a la luz de los nuevos que
saliesen, para honesto pasatiempo, no
solamente de los ociosos, sino de los más
ocupados; pues no es posible que esté
continuo el arco armado, ni la condición y
flaqueza humana se pueda sustentar sin
alguna lícita recreación.
A este punto de su coloquio llegaban el
canónigo y el cura, cuando, adelantándose el
barbero, llegó a ellos, y dijo al cura:
—Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo
dije que era bueno para que, sesteando
nosotros, tuviesen los bueyes fresco y
abundoso pasto.
—Así me lo parece a mí
—respondió el cura.
Y, diciéndole al canónigo lo que pensaba
hacer, él también quiso quedarse con ellos,
convidado del sitio de un hermoso valle que a
la vista se les ofrecía. Y, así por gozar dél
como de la conversación del cura, de quien
ya iba aficionado, y por saber más por
menudo las hazañas de don Quijote, mandó a
algunos de sus criados que se fuesen a la
venta, que no lejos de allí estaba, y trujesen
della lo que hubiese de comer, para todos,
porque él determinaba de sestear en aquel
lugar aquella tarde; a lo cual uno de sus
criados respondió que el acémila del
repuesto, que ya debía de estar en la venta,
traía recado bastante para no obligar a no
tomar de la venta más que cebada.
—Pues así es
—dijo el canónigo
—, llévense
allá todas las cabalgaduras, y haced volver la
acémila.
En tanto que esto pasaba, viendo Sancho
que podía hablar a su amo sin la continua
asistencia del cura y el barbero, que tenía por
sospechosos, se llegó a la jaula donde iba su
amo, y le dijo:
—Señor, para descargo de mi conciencia, le
quiero decir lo que pasa cerca de su
encantamento; y es que aquestos dos que
vienen aquí cubiertos los rostros son el cura
de nuestro lugar y el barbero; y imagino han
dado esta traza de llevalle desta manera, de
pura envidia que tienen como vuestra merced
se les adelanta en hacer famosos hechos.
Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que
no va encantado, sino embaído y tonto. Para
prueba de lo cual le quiero preguntar una
cosa; y si me responde como creo que me ha
de responder, tocará con la mano este
engaño y verá como no va encantado, sino
trastornado el juicio.
—Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho
—
respondió don Quijote
—, que yo te satisfaré y
responderé a toda tu voluntad. Y en lo que
dices que aquellos que allí van y vienen con
nosotros son el cura y el barbero, nuestros
compatriotos y conocidos, bien podrá ser que
parezca que son ellos mesmos; pero que lo
sean realmente y en efeto, eso no lo creas en
ninguna manera. Lo que has de creer y
entender es que si ellos se les parecen, como
dices, debe de ser que los que me han
encantado habrán tomado esa apariencia y
semejanza; porque es fácil a los
encantadores tomar la figura que se les
antoja, y habrán tomado las destos nuestros
amigos, para darte a ti ocasión de que
pienses lo que piensas, y ponerte en un
laberinto de imaginaciones, que no aciertes a
salir dél, aunque tuvieses la soga de Teseo. Y
también lo habrán hecho para que yo vacile
en mi entendimiento, y no sepa atinar de
dónde me viene este daño; porque si, por
una parte, tú me dices que me acompañan el
barbero y el cura de nuestro pueblo, y, por
otra, yo me veo enjaulado, y sé de mí que
fuerzas humanas, como no fueran
sobrenaturales, no fueran bastantes para
enjaularme, ¿qué quieres que diga o piense
sino que la manera de mi encantamento
excede a cuantas yo he leído en todas las
historias que tratan de caballeros andantes
que han sido encantados? Ansí que, bien
puedes darte paz y sosiego en esto de creer
que son los que dices, porque así son ellos
como yo soy turco. Y, en lo que toca a querer
preguntarme algo, di, que yo te responderé,
aunque me preguntes de aquí a mañana.
—¡Válame Nuestra Señora!
—respondió
Sancho, dando una gran voz
—. Y ¿es posible
que sea vuestra merced tan duro de celebro,
y tan falto de meollo, que no eche de ver que
es pura verdad la que le digo, y que en esta
su prisión y desgracia tiene más parte la
malicia que el encanto? Pero, pues así es, yo
le quiero probar evidentemente como no va
encantado. Si no, dígame, así Dios le saque
desta tormenta, y así se vea en los brazos de
mi señora Dulcinea cuando menos se
piense...
—Acaba de conjurarme
—dijo don Quijote
—
, y pregunta lo que quisieres; que ya te he
dicho que te responderé con toda
puntualidad.
—Eso pido
—replicó Sancho
—; y lo que
quiero saber es que me diga, sin añadir ni
quitar cosa ninguna, sino con toda verdad,
como se espera que la han de decir y la dicen
todos aquellos que profesan las armas, como
vuestra merced las profesa, debajo de título
de caballeros andantes...
—Digo que no mentiré en cosa alguna
—
respondió don Quijote
—. Acaba ya de
preguntar, que en verdad que me cansas con
tantas salvas, plegarias y prevenciones,
Sancho.
—Digo que yo estoy seguro de la bondad y
verdad de mi amo; y así, porque hace al caso
a nuestro cuento, pregunto, hablando con
acatamiento, si acaso después que vuestra
merced va enjaulado y, a su parecer,
encantado en esta jaula, le ha venido gana y
voluntad de hacer aguas mayores o menores,
como suele decirse.
—No entiendo eso de hacer aguas, Sancho;
aclárate más, si quieres que te responda
derechamente.
—¿Es posible que no entiende vuestra
merced de hacer aguas menores o mayores?
Pues en la escuela destetan a los muchachos
con ello. Pues sepa que quiero decir si le ha
venido gana de hacer lo que no se escusa.
—¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas
veces; y aun agora la tengo. ¡Sácame deste
peligro, que no anda todo limpio!
Capítulo XLIX. Donde se
trata del discreto coloquio
que Sancho Panza tuvo con
su señor don Quijote
—¡Ah
—dijo Sancho
—; cogido le tengo! Esto
es lo que yo deseaba saber, como al alma y
como a la vida. Venga acá, señor: ¿podría
negar lo que comúnmente suele decirse por
ahí cuando una persona está de mala
voluntad: "No sé qué tiene fulano, que ni
come, ni bebe, ni duerme, ni responde a
propósito a lo que le preguntan, que no
parece sino que está encantado"? De donde
se viene a sacar que los que no comen, ni
beben, ni duermen, ni hacen las obras
naturales que yo digo, estos tales están
encantados; pero no aquellos que tienen la
gana que vuestra merced tiene y que bebe
cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y
responde a todo aquello que le preguntan.
—Verdad dices, Sancho
—respondió don
Quijote
—, pero ya te he dicho que hay
muchas maneras de encantamentos, y podría
ser que con el tiempo se hubiesen mudado de
unos en otros, y que agora se use que los
encantados hagan todo lo que yo hago,
aunque antes no lo hacían. De manera que
contra el uso de los tiempos no hay que
argüir ni de qué hacer consecuencias. Yo sé y
tengo para mí que voy encantado, y esto me
basta para la seguridad de mi conciencia; que
la formaría muy grande si yo pensase que no
estaba encantado y me dejase estar en esta
jaula, perezoso y cobarde, defraudando el
socorro que podría dar a muchos
menesterosos y necesitados que de mi ayuda
y amparo deben tener a la hora de ahora
precisa y estrema necesidad.
—Pues, con todo eso
—replicó Sancho
—,
digo que, para mayor abundancia y
satisfación, sería bien que vuestra merced
probase a salir desta cárcel, que yo me obligo
con todo mi poder a facilitarlo, y aun a
sacarle della, y probase de nuevo a subir
sobre su buen Rocinante, que también parece
que va encantado, según va de malencólico y
triste; y, hecho esto, probásemos otra vez la
suerte de buscar más aventuras; y si no nos
sucediese bien, tiempo nos queda para
volvernos a la jaula, en la cual prometo, a ley
de buen y leal escudero, de encerrarme
juntamente con vuestra merced, si acaso
fuere vuestra merced tan desdichado, o yo
tan simple, que no acierte a salir con lo que
digo.
—Yo soy contento de hacer lo que dices,
Sancho hermano
—replicó don Quijote
—; y
cuando tú veas coyuntura de poner en obra
mi libertad, yo te obedeceré en todo y por
todo; pero tú, Sancho, verás como te
engañas en el conocimiento de mi desgracia.
En estas pláticas se entretuvieron el
caballero andante y el mal andante escudero,
hasta que llegaron donde, ya apeados, los
aguardaban el cura, el canónigo y el barbero.
Desunció luego los bueyes de la carreta el
boyero, y dejólos andar a sus anchuras por
aquel verde y apacible sitio, cuya frescura
convidaba a quererla gozar, no a las personas
tan encantadas como don Quijote, sino a los
tan advertidos y discretos como su escudero;
el cual rogó al cura que permitiese que su
señor saliese por un rato de la jaula, porque
si no le dejaban salir, no iría tan limpia
aquella prisión como requiría la decencia de
un tal caballero como su amo. Entendióle el
cura, y dijo que de muy buena gana haría lo
que le pedía si no temiera que, en viéndose
su señor en libertad, había de hacer de las
suyas, y irse donde jamás gentes le viesen.
—Yo le fío de la fuga
—respondió Sancho.
—Y yo y todo
—dijo el canónigo
—; y más si
él me da la palabra, como caballero, de no
apartarse de nosotros hasta que sea nuestra
voluntad.
—Sí doy
—respondió don Quijote, que todo
lo estaba escuchando
—; cuanto más, que el
que está encantado, como yo, no tiene
libertad para hacer de su persona lo que
quisiere, porque el que le encantó le puede
hacer que no se mueva de un lugar en tres
siglos; y si hubiere huido, le hará volver en
volandas.
—Y que, pues esto era así, bien
podían soltalle, y más, siendo tan en
provecho de todos; y del no soltalle les
protestaba que no podía dejar de fatigalles el
olfato, si de allí no se desviaban.
Tomóle la mano el canónigo, aunque las
tenía atadas, y, debajo de su buena fe y
palabra, le desenjaularon, de que él se alegró
infinito y en grande manera de verse fuera de
la jaula. Y lo primero que hizo fue estirarse
todo el cuerpo, y luego se fue donde estaba
Rocinante, y, dándole dos palmadas en las
ancas, dijo:
—Aún espero en Dios y en su bendita
Madre, flor y espejo de los caballos, que
presto nos hemos de ver los dos cual
deseamos; tú, con tu señor a cuestas; y yo,
encima de ti, ejercitando el oficio para que
Dios me echó al mundo.
Y, diciendo esto, don Quijote se apartó con
Sancho en remota parte, de donde vino más
aliviado y con más deseos de poner en obra
lo que su escudero ordenase.
Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver
la estrañeza de su grande locura, y de que,
en cuanto hablaba y respondía, mostraba
tener bonísimo entendimiento: solamente
venía a perder los estribos, como otras veces
se ha dicho, en tratándole de caballería. Y
así, movido de compasión, después de
haberse sentado todos en la verde yerba,
para esperar el repuesto del canónigo, le
dijo:
—¿Es posible, señor hidalgo, que haya
podido tanto con vuestra merced la amarga y
ociosa letura de los libros de caballerías, que
le hayan vuelto el juicio de modo que venga a
creer que va encantado, con otras cosas
deste jaez, tan lejos de ser verdaderas como
lo está la mesma mentira de la verdad? Y
¿cómo es posible que haya entendimiento
humano que se dé a entender que ha habido
en el mundo aquella infinidad de Amadises, y
aquella turbamulta de tanto famoso
caballero, tanto emperador de Trapisonda,
tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén,
tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos
endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas
aventuras, tanto género de encantamentos,
tantas batallas, tantos desaforados
encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas
princesas enamoradas, tantos escuderos
condes, tantos enanos graciosos, tanto
billete, tanto requiebro, tantas mujeres
valientes; y, finalmente, tantos y tan
disparatados casos como los libros de
caballerías contienen? De mí sé decir que,
cuando los leo, en tanto que no pongo la
imaginación en pensar que son todos mentira
y liviandad, me dan algún contento; pero,
cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy
con el mejor dellos en la pared, y aun diera
con él en el fuego si cerca o presente le
tuviera, bien como a merecedores de tal
pena, por ser falsos y embusteros, y fuera del
trato que pide la común naturaleza, y como a
inventores de nuevas sectas y de nuevo
modo de vida, y como a quien da ocasión que
el vulgo ignorante venga a creer y a tener por
verdaderas tantas necedades como
contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento,
que se atreven a turbar los ingenios de los
discretos y bien nacidos hidalgos, como se
echa bien de ver por lo que con vuestra
merced han hecho, pues le han traído a
términos que sea forzoso encerrarle en una
jaula, y traerle sobre un carro de bueyes,
como quien trae o lleva algún león o algún
tigre, de lugar en lugar, para ganar con él
dejando que le vean. ¡Ea, señor don Quijote,
duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio
de la discreción, y sepa usar de la mucha que
el cielo fue servido de darle, empleando el
felicísimo talento de su ingenio en otra letura
que redunde en aprovechamiento de su
conciencia y en aumento de su honra! Y si
todavía, llevado de su natural inclinación,
quisiere leer libros de hazañas y de
caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los
Jueces; que allí hallará verdades grandiosas y
hechos tan verdaderos como valientes. Un
Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un
Anibal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un
conde Fernán González, Castilla; un Cid,
Valencia; un Gonzalo Fernández, Andalucía;
un Diego García de Paredes, Estremadura; un
Garci Pérez de Vargas, Jerez; un Garcilaso,
Toledo; un don Manuel de León, Sevilla, cuya
leción de sus valerosos hechos puede
entretener, enseñar, deleitar y admirar a los
más altos ingenios que los leyeren. Ésta sí
será letura digna del buen entendimiento de
vuestra merced, señor don Quijote mío, de la
cual saldrá erudito en la historia, enamorado
de la virtud, enseñado en la bondad,
mejorado en las costumbres, valiente sin
temeridad, osado sin cobardía, y todo esto,
para honra de Dios, provecho suyo y fama de
la Mancha; do, según he sabido, trae vuestra
merced su principio y origen.
Atentísimamente estuvo don Quijote
escuchando las razones del canónigo; y,
cuando vio que ya había puesto fin a ellas,
después de haberle estado un buen espacio
mirando, le dijo:
—Paréceme, señor hidalgo, que la plática de
vuestra merced se ha encaminado a querer
darme a entender que no ha habido
caballeros andantes en el mundo, y que todos
los libros de caballerías son falsos,
mentirosos, dañadores e inútiles para la
república; y que yo he hecho mal en leerlos,
y peor en creerlos, y más mal en imitarlos,
habiéndome puesto a seguir la durísima
profesión de la caballería andante, que ellos
enseñan, negándome que no ha habido en el
mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni
todos los otros caballeros de que las
escrituras están llenas.
—Todo es al pie de la letra como vuestra
merced lo va relatando
—dijo a está sazón el
canónigo.
A lo cual respondió don Quijote:
—Añadió también vuestra merced, diciendo
que me habían hecho mucho daño tales
libros, pues me habían vuelto el juicio y
puéstome en una jaula, y que me sería mejor
hacer la enmienda y mudar de letura,
leyendo otros más verdaderos y que mejor
deleitan y enseñan.
—Así es
—dijo el canónigo.
—Pues yo
—replicó don Quijote
— hallo por
mi cuenta que el sin juicio y el encantado es
vuestra merced, pues se ha puesto a decir
tantas blasfemias contra una cosa tan
recebida en el mundo, y tenida por tan
verdadera, que el que la negase, como
vuestra merced la niega, merecía la mesma
pena que vuestra merced dice que da a los
libros cuando los lee y le enfadan. Porque
querer dar a entender a nadie que Amadís no
fue en el mundo, ni todos los otros caballeros
aventureros de que están colmadas las
historias, será querer persuadir que el sol no
alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra
sustenta; porque, ¿qué ingenio puede haber
en el mundo que pueda persuadir a otro que
no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy
de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente
de Mantible, que sucedió en el tiempo de
Carlomagno; que voto a tal que es tanta
verdad como es ahora de día? Y si es
mentira, también lo debe de ser que no hubo
Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni
los Doce Pares de Francia, ni el rey Artús de
Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido
en cuervo y le esperan en su reino por
momentos.
Y también se atreverán a decir
que es mentirosa la historia de Guarino
Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial,
y que son apócrifos los amores de don Tristán
y la reina Iseo, como los de Ginebra y
Lanzarote, habiendo personas que casi se
acuerdan de haber visto a la dueña
Quintañona, que fue la mejor escanciadora de
vino que tuvo la Gran Bretaña. Y es esto tan
ansí, que me acuerdo yo que me decía una
mi agüela de partes de mi padre, cuando veía
alguna dueña con tocas reverendas: ''Aquélla,
nieto, se parece a la dueña Quintañona''; de
donde arguyo yo que la debió de conocer ella
o, por lo menos, debió de alcanzar a ver
algún retrato suyo. Pues, ¿quién podrá negar
no ser verdadera la historia de Pierres y la
linda Magalona, pues aun hasta hoy día se
vee en la armería de los reyes la clavija con
que volvía al caballo de madera, sobre quien
iba el valiente Pierres por los aires, que es un
poco mayor que un timón de carreta? Y junto
a la clavija está la silla de Babieca, y en
Roncesvalles está el cuerno de Roldán,
tamaño como una grande viga: de donde se
infiere que hubo Doce Pares, que hubo
Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros
semejantes, déstos que dicen las gentes que
a sus aventuras van.
Si no, díganme también que no es verdad
que fue caballero andante el valiente lusitano
Juan de Merlo, que fue a Borgoña y se
combatió en la ciudad de Ras con el famoso
señor de Charní, llamado mosén Pierres, y
después, en la ciudad de Basilea, con mosén
Enrique de Remestán, saliendo de entrambas
empresas vencedor y lleno de honrosa fama;
y las aventuras y desafíos que también
acabaron en Borgoña los valientes españoles
Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya
alcurnia yo deciendo por línea recta de
varón), venciendo a los hijos del conde de
San Polo. Niéguenme, asimesmo, que no fue
a buscar las aventuras a Alemania don
Fernando de Guevara, donde se combatió con
micer Jorge, caballero de la casa del duque
de Austria; digan que fueron burla las justas
de Suero de Quiñones, del Paso; las
empresas de mosén Luis de Falces contra don
Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con
otras muchas hazañas hechas por caballeros
cristianos, déstos y de los reinos estranjeros,
tan auténticas y verdaderas, que torno a
decir que el que las negase carecería de toda
razón y buen discurso.
Admirado quedó el canónigo de oír la
mezcla que don Quijote hacía de verdades y
mentiras, y de ver la noticia que tenía de
todas aquellas cosas tocantes y concernientes
a los hechos de su andante caballería; y así,
le respondió:
—No puedo yo negar, señor don Quijote,
que no sea verdad algo de lo que vuestra
merced ha dicho, especialmente en lo que
toca a los caballeros andantes españoles; y,
asimesmo, quiero conceder que hubo Doce
Pares de Francia, pero no quiero creer que
hicieron todas aquellas cosas que el arzobispo
Turpín dellos escribe; porque la verdad dello
es que fueron caballeros escogidos por los
reyes de Francia, a quien llamaron pares por
ser todos iguales en valor, en calidad y en
valentía; a lo menos, si no lo eran, era razón
que lo fuesen y era como una religión de las
que ahora se usan de Santiago o de
Calatrava, que se presupone que los que la
profesan han de ser, o deben ser, caballeros
valerosos, valientes y bien nacidos; y, como
ahora dicen caballero de San Juan, o de
Alcántara, decían en aquel tiempo caballero
de los Doce Pares, porque no fueron doce
iguales los que para esta religión militar se
escogieron. En lo de que hubo Cid no hay
duda, ni menos Bernardo del Carpio, pero de
que hicieron las hazañas que dicen, creo que
la hay muy grande. En lo otro de la clavija
que vuestra merced dice del conde Pierres, y
que está junto a la silla de Babieca en la
armería de los reyes, confieso mi pecado;
que soy tan ignorante, o tan corto de vista,
que, aunque he visto la silla, no he echado de
ver la clavija, y más siendo tan grande como
vuestra merced ha dicho.
—Pues allí está, sin duda alguna
—replicó
don Quijote
—; y, por más señas, dicen que
está metida en una funda de vaqueta, porque
no se tome de moho.
—Todo puede ser
—respondió el canónigo
—
; pero, por las órdenes que recebí, que no me
acuerdo haberla visto. Mas, puesto que
conceda que está allí, no por eso me obligo a
creer las historias de tantos Amadises, ni las
de tanta turbamulta de caballeros como por
ahí nos cuentan; ni es razón que un hombre
como vuestra merced, tan honrado y de tan
buenas partes, y dotado de tan buen
entendimiento, se dé a entender que son
verdaderas tantas y tan estrañas locuras
como las que están escritas en los
disparatados libros de caballerías.
Capítulo L. De las
discretas altercaciones que
don Quijote y el canónigo
tuvieron, con otros sucesos
—¡Bueno está eso!
—respondió don
Quijote
—. Los libros que están impresos con
licencia de los reyes y con aprobación de
aquellos a quien se remitieron, y que con
gusto general son leídos y celebrados de los
grandes y de los chicos, de los pobres y de
los ricos, de los letrados e ignorantes, de los
plebeyos y caballeros, finalmente, de todo
género de personas, de cualquier estado y
condición que sean, ¿habían de ser mentira?;
y más llevando tanta apariencia de verdad,
pues nos cuentan el padre, la madre, la
patria, los parientes, la edad, el lugar y las
hazañas, punto por punto y día por día, que
el tal caballero hizo, o caballeros hicieron.
Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia (y
créame que le aconsejo en esto lo que debe
de hacer como discreto), sino léalos, y verá el
gusto que recibe de su leyenda. Si no,
dígame: ¿hay mayor contento que ver, como
si dijésemos: aquí ahora se muestra delante
de nosotros un gran lago de pez hirviendo a
borbollones, y que andan nadando y
cruzando por él muchas serpientes, culebras
y lagartos, y otros muchos géneros de
animales feroces y espantables, y que del
medio del lago sale una voz tristísima que
dice: ''Tú, caballero, quienquiera que seas,
que el temeroso lago estás mirando, si
quieres alcanzar el bien que debajo destas
negras aguas se encubre, muestra el valor de
tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su
negro y encendido licor; porque si así no lo
haces, no serás digno de ver las altas
maravillas que en sí encierran y contienen los
siete castillos de las siete fadas que debajo
desta negregura yacen?'' ¿Y que, apenas el
caballero no ha acabado de oír la voz
temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas
consigo, sin ponerse a considerar el peligro a
que se pone, y aun sin despojarse de la
pesadumbre de sus fuertes armas,
encomendándose a Dios y a su señora, se
arroja en mitad del bullente lago, y, cuando
no se cata ni sabe dónde ha de parar, se
halla entre unos floridos campos, con quien
los Elíseos no tienen que ver en ninguna
cosa? Allí le parece que el cielo es más
transparente, y que el sol luce con claridad
más nueva; ofrécesele a los ojos una apacible
floresta de tan verdes y frondosos árboles
compuesta, que alegra a la vista su verdura,
y entretiene los oídos el dulce y no aprendido
canto de los pequeños, infinitos y pintados
pajarillos que por los intricados ramos van
cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas
frescas aguas, que líquidos cristales parecen,
corren sobre menudas arenas y blancas
pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas
semejan; acullá vee una artificiosa fuente de
jaspe variado y de liso mármol compuesta;
acá vee otra a lo brutesco adornada, adonde
las menudas conchas de las almejas, con las
torcidas casas blancas y amarillas del caracol,
puestas con orden desordenada, mezclados
entre ellas pedazos de cristal luciente y de
contrahechas esmeraldas, hacen una variada
labor, de manera que el arte, imitando a la
naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de
improviso se le descubre un fuerte castillo o
vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo
oro, las almenas de diamantes, las puertas de
jacintos; finalmente, él es de tan admirable
compostura que, con ser la materia de que
está formado no menos que de diamantes, de
carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de
esmeraldas, es de más estimación su
hechura. Y ¿hay más que ver, después de
haber visto esto, que ver salir por la puerta
del castillo un buen número de doncellas,
cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me
pusiese ahora a decirlos como las historias
nos los cuentan, sería nunca acabar; y tomar
luego la que parecía principal de todas por la
mano al atrevido caballero que se arrojó en el
ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra,
dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle
desnudar como su madre le parió, y bañarle
con templadas aguas, y luego untarle todo
con olorosos ungüentos, y vestirle una
camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y
perfumada, y acudir otra doncella y echarle
un mantón sobre los hombros, que, por lo
menos menos, dicen que suele valer una
ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues,
cuando nos cuentan que, tras todo esto, le
llevan a otra sala, donde halla puestas las
mesas, con tanto concierto, que queda
suspenso y admirado?; ¿qué, el verle echar
agua a manos, toda de ámbar y de olorosas
flores distilada?; ¿qué, el hacerle sentar
sobre una silla de marfil?; ¿qué, verle servir
todas las doncellas, guardando un
maravilloso silencio?; ¿qué, el traerle tanta
diferencia de manjares, tan sabrosamente
guisados, que no sabe el apetito a cuál deba
de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música
que en tanto que come suena, sin saberse
quién la canta ni adónde suena? ¿Y, después
de la comida acabada y las mesas alzadas,
quedarse el caballero recostado sobre la silla,
y quizá mondándose los dientes, como es
costumbre, entrar a deshora por la puerta de
la sala otra mucho más hermosa doncella que
ninguna de las primeras, y sentarse al lado
del caballero, y comenzar a darle cuenta de
qué castillo es aquél, y de cómo ella está
encantada en él, con otras cosas que
suspenden al caballero y admiran a los
leyentes que van leyendo su historia? No
quiero alargarme más en esto, pues dello se
puede colegir que cualquiera parte que se
lea, de cualquiera historia de caballero
andante, ha de causar gusto y maravilla a
cualquiera que la leyere. Y vuestra merced
créame, y, como otra vez le he dicho, lea
estos libros, y verá cómo le destierran la
melancolía que tuviere, y le mejoran la
condición, si acaso la tiene mala. De mí sé
decir que, después que soy caballero
andante, soy valiente, comedido, liberal, bien
criado, generoso, cortés, atrevido, blando,
paciente, sufridor de trabajos, de prisiones,
de encantos; y, aunque ha tan poco que me
vi encerrado en una jaula, como loco, pienso,
por el valor de mi brazo, favoreciéndome el
cielo y no me siendo contraria la fortuna, en
pocos días verme rey de algún reino, adonde
pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad
que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor, el
pobre está inhabilitado de poder mostrar la
virtud de liberalidad con ninguno, aunque en
sumo grado la posea; y el agradecimiento
que sólo consiste en el deseo es cosa muerta,
como es muerta la fe sin obras. Por esto
querría que la fortuna me ofreciese presto
alguna ocasión donde me hiciese emperador,
por mostrar mi pecho haciendo bien a mis
amigos, especialmente a este pobre de
Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor
hombre del mundo, y querría darle un
condado que le tengo muchos días ha
prometido, sino que temo que no ha de tener
habilidad para gobernar su estado.
Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su
amo, a quien dijo:
—Trabaje vuestra merced, señor don
Quijote, en darme ese condado, tan
prometido de vuestra merced como de mí
esperado, que yo le prometo que no me falte
a mí habilidad para gobernarle; y, cuando me
faltare, yo he oído decir que hay hombres en
el mundo que toman en arrendamiento los
estados de los señores, y les dan un tanto
cada año, y ellos se tienen cuidado del
gobierno, y el señor se está a pierna tendida,
gozando de la renta que le dan, sin curarse
de otra cosa;
y así haré yo, y no repararé en tanto más
cuanto, sino que luego me desistiré de todo,
y me gozaré mi renta como un duque, y allá
se lo hayan.
—Eso, hermano Sancho
—dijo el canónigo
—
, entiéndese en cuanto al gozar la renta;
empero, al administrar justicia, ha de atender
el señor del estado, y aquí entra la habilidad
y buen juicio, y principalmente la buena
intención de acertar; que si ésta falta en los
principios, siempre irán errados los medios y
los fines; y así suele Dios ayudar al buen
deseo del simple como desfavorecer al malo
del discreto.
—No sé esas filosofías
—respondió Sancho
Panza
—; mas sólo sé que tan presto tuviese
yo el condado como sabría regirle; que tanta
alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo
como el que más, y tan rey sería yo de mi
estado como cada uno del suyo; y, siéndolo,
haría lo que quisiese; y, haciendo lo que
quisiese, haría mi gusto; y, haciendo mi
gusto, estaría contento; y, en estando uno
contento, no tiene más que desear; y, no
teniendo más que desear, acabóse; y el
estado venga, y a Dios y veámonos, como
dijo un ciego a otro.
—No son malas filosofías ésas, como tú
dices, Sancho; pero, con todo eso, hay
mucho que decir sobre esta materia de
condados.
A lo cual replicó don Quijote:
—Yo no sé que haya más que decir; sólo
me guío por el ejemplo que me da el grande
Amadís de Gaula, que hizo a su escudero
conde de la Ínsula Firme; y así, puedo yo, sin
escrúpulo de conciencia, hacer conde a
Sancho Panza, que es uno de los mejores
escuderos que caballero andante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los
concertados disparates que don Quijote había
dicho, del modo con que había pintado la
aventura del Caballero del Lago, de la
impresión que en él habían hecho las
pensadas mentiras de los libros que había
leído; y, finalmente, le admiraba la necedad
de Sancho, que con tanto ahínco deseaba
alcanzar el condado que su amo le había
prometido.
Ya en esto, volvían los criados del canónigo,
que a la venta habían ido por la acémila del
repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra
y de la verde yerba del prado, a la sombra de
unos árboles se sentaron, y comieron allí,
porque el boyero no perdiese la comodidad
de aquel sitio, como queda dicho. Y, estando
comiendo, a deshora oyeron un recio
estruendo y un son de esquila, que por entre
unas zarzas y espesas matas que allí junto
estaban sonaba, y al mesmo instante vieron
salir de entre aquellas malezas una hermosa
cabra, toda la piel manchada de negro,
blanco y pardo. Tras ella venía un cabrero
dándole voces, y diciéndole palabras a su
uso, para que se detuviese, o al rebaño
volviese. La fugitiva cabra, temerosa y
despavorida, se vino a la gente, como a
favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el
cabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si
fuera capaz de discurso y entendimiento, le
dijo:
—¡Ah cerrera, cerrera, Manchada,
Manchada, y cómo andáis vos estos días de
pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No
me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué
puede ser sino que sois hembra, y no podéis
estar sosegada; que mal haya vuestra
condición, y la de todas aquellas a quien
imitáis! Volved, volved, amiga; que si no tan
contenta, a lo menos, estaréis más segura en
vuestro aprisco, o con vuestras compañeras;
que si vos que las habéis de guardar y
encaminar andáis tan sin guía y tan
descaminada, ¿en qué podrán parar ellas?
Contento dieron las palabras del cabrero a
los que las oyeron, especialmente al
canónigo, que le dijo:
—Por vida vuestra, hermano, que os
soseguéis un poco y no os acuciéis en volver
tan presto esa cabra a su rebaño; que, pues
ella es hembra, como vos decís, ha de seguir
su natural distinto, por más que vos os
pongáis a estorbarlo. Tomad este bocado y
bebed una vez, con que templaréis la cólera,
y en tanto, descansará la cabra.
Y el decir esto y el darle con la punta del
cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo
fue uno. Tomólo y agradeciólo el cabrero;
bebió y sosegóse, y luego dijo:
—No querría que por haber yo hablado con
esta alimaña tan en seso, me tuviesen
vuestras mercedes por hombre simple; que
en verdad que no carecen de misterio las
palabras que le dije. Rústico soy, pero no
tanto que no entienda cómo se ha de tratar
con los hombres y con las bestias.
—Eso creo yo muy bien
—dijo el cura
—, que
ya yo sé de esperiencia que los montes crían
letrados y las cabañas de los pastores
encierran filósofos.
—A lo menos, señor
—replicó el cabrero
—,
acogen hombres escarmentados; y para que
creáis esta verdad y la toquéis con la mano,
aunque parezca que sin ser rogado me
convido, si no os enfadáis dello y queréis,
señores, un breve espacio prestarme oído
atento, os contaré una verdad que acredite lo
que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y
la mía.
A esto respondió don Quijote:
—Por ver que tiene este caso un no sé qué
de sombra de aventura de caballería, yo, por
mi parte, os oiré, hermano, de muy buena
gana, y así lo harán todos estos señores, por
lo mucho que tienen de discretos y de ser
amigos de curiosas novedades que
suspendan, alegren y entretengan los
sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de
hacer vuestro cuento. Comenzad, pues,
amigo, que todos escucharemos.
—Saco la mía
—dijo Sancho
—; que yo a
aquel arroyo me voy con esta empanada,
donde pienso hartarme por tres días; porque
he oído decir a mi señor don Quijote que el
escudero de caballero andante ha de comer,
cuando se le ofreciere, hasta no poder más, a
causa que se les suele ofrecer entrar acaso
por una selva tan intricada que no aciertan a
salir della en seis días; y si el hombre no va
harto, o bien proveídas las alforjas, allí se
podrá quedar, como muchas veces se queda,
hecho carne momia.
—Tú estás en lo cierto, Sancho
—dijo don
Quijote
—: vete adonde quisieres, y come lo
que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y
sólo me falta dar al alma su refacción, como
se la daré escuchando el cuento deste buen
hombre.
—Así las daremos todos a las nuestras
—
dijo el canónigo.
Y luego, rogó al cabrero que diese principio
a lo que prometido había. El cabrero dio dos
palmadas sobre el lomo a la cabra, que por
los cuernos tenía, diciéndole:
—Recuéstate junto a mí, Manchada, que
tiempo nos queda para volver a nuestro
apero.
Parece que lo entendió la cabra, porque, en
sentándose su dueño, se tendió ella junto a él
con mucho sosiego, y, mirándole al rostro,
daba a entender que estaba atenta a lo que
el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su
historia desta manera:
Capítulo LI. Que trata de
lo que contó el cabrero a
todos los que llevaban a don
Quijote
—«Tres leguas deste valle está una aldea
que, aunque pequeña, es de las más ricas
que hay en todos estos contornos; en la cual
había un labrador muy honrado, y tanto, que,
aunque es anexo al ser rico el ser honrado,
más lo era él por la virtud que tenía que por
la riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacía
más dichoso, según él decía, era tener una
hija de tan estremada hermosura, rara
discreción, donaire y virtud, que el que la
conocía y la miraba se admiraba de ver las
estremadas partes con que el cielo y la
naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña
fue hermosa, y siempre fue creciendo en
belleza, y en la edad de diez y seis años fue
hermosísima. La fama de su belleza se
comenzó a estender por todas las
circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las
circunvecinas no más, si se estendió a las
apartadas ciudades, y aun se entró por las
salas de los reyes, y por los oídos de todo
género de gente; que, como a cosa rara, o
como a imagen de milagros, de todas partes
a verla venían? Guardábala su padre, y
guardábase ella; que no hay candados,
guardas ni cerraduras que mejor guarden a
una doncella que las del recato proprio.
»La riqueza del padre y la belleza de la hija
movieron a muchos, así del pueblo como
forasteros, a que por mujer se la pidiesen;
mas él, como a quien tocaba disponer de tan
rica joya, andaba confuso, sin saber
determinarse a quién la entregaría de los
infinitos que le importunaban. Y, entre los
muchos que tan buen deseo tenían, fui yo
uno, a quien dieron muchas y grandes
esperanzas de buen suceso conocer que el
padre conocía quien yo era, el ser natural del
mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad
floreciente, en la hacienda muy rico y en el
ingenio no menos acabado. Con todas estas
mismas partes la pidió también otro del
mismo pueblo, que fue causa de suspender y
poner en balanza la voluntad del padre, a
quien parecía que con cualquiera de nosotros
estaba su hija bien empleada; y, por salir
desta confusión, determinó decírselo a
Leandra, que así se llama la rica que en
miseria me tiene puesto, advirtiendo que,
pues los dos éramos iguales, era bien dejar a
la voluntad de su querida hija el escoger a su
gusto: cosa digna de imitar de todos los
padres que a sus hijos quieren poner en
estado: no digo yo que los dejen escoger en
cosas ruines y malas, sino que se las
propongan buenas, y de las buenas, que
escojan a su gusto. No sé yo el que tuvo
Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo a
entrambos con la poca edad de su hija y con
palabras generales, que ni le obligaban, ni
nos desobligaba tampoco. Llámase mi
competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque
vais con noticia de los nombres de las
personas que en esta tragedia se contienen,
cuyo fin aún está pendiente; pero bien se
deja entender que será desastrado.
»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un
Vicente de la Rosa, hijo de un pobre labrador
del mismo lugar; el cual Vicente venía de las
Italias, y de otras diversas partes, de ser
soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo
muchacho de hasta doce años, un capitán
que con su compañía por allí acertó a pasar,
y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido
a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno
de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de
acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra;
pero todas sutiles, pintadas, de poco peso y
menos tomo. La gente labradora, que de
suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es
la misma malicia, lo notó, y contó punto por
punto sus galas y preseas, y halló que los
vestidos eran tres, de diferentes colores, con
sus ligas y medias; pero él hacía tantos
guisados e invenciones dellas, que si no se
los contaran, hubiera quien jurara que había
hecho muestra de más de diez pares de
vestidos y de más de veinte plumajes. Y no
parezca impertinencia y demasía esto que de
los vestidos voy contando, porque ellos hacen
una buena parte en esta historia.
»Sentábase en un poyo que debajo de un
gran álamo está en nuestra plaza, y allí nos
tenía a todos la boca abierta, pendientes de
las hazañas que nos iba contando. No había
tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni
batalla donde no se hubiese hallado; había
muerto más moros que tiene Marruecos y
Túnez, y entrado en más singulares desafíos,
según él decía, que Gante y Luna, Diego
García de Paredes y otros mil que nombraba;
y de todos había salido con vitoria, sin que le
hubiesen derramado una sola gota de sangre.
Por otra parte, mostraba señales de heridas
que, aunque no se divisaban, nos hacía
entender que eran arcabuzazos dados en
diferentes rencuentros y faciones.
Finalmente, con una no vista arrogancia,
llamaba de vos a sus iguales y a los mismos
que le conocían, y decía que su padre era su
brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de
ser soldado, al mismo rey no debía nada.
Añadiósele a estas arrogancias ser un poco
músico y tocar una guitarra a lo rasgado, de
manera que decían algunos que la hacía
hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que
también la tenía de poeta, y así, de cada
niñería que pasaba en el pueblo, componía un
romance de legua y media de escritura.
»Este soldado, pues, que aquí he pintado,
este Vicente de la Rosa, este bravo, este
galán, este músico, este poeta fue visto y
mirado muchas veces de Leandra, desde una
ventana de su casa que tenía la vista a la
plaza. Enamoróla el oropel de sus vistosos
trajes, encantáronla sus romances, que de
cada uno que componía daba veinte
traslados, llegaron a sus oídos las hazañas
que él de sí mismo había referido, y,
finalmente, que así el diablo lo debía de tener
ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes
que en él naciese presunción de solicitalla. Y,
como en los casos de amor no hay ninguno
que con más facilidad se cumpla que aquel
que tiene de su parte el deseo de la dama,
con facilidad se concertaron Leandra y
Vicente; y, primero que alguno de sus
muchos pretendientes cayesen en la cuenta
de su deseo, ya ella le tenía cumplido,
habiendo dejado la casa de su querido y
amado padre, que madre no la tiene, y
ausentádose de la aldea con el soldado, que
salió con más triunfo desta empresa que de
todas las muchas que él se aplicaba.
»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a
todos los que dél noticia tuvieron; yo quedé
suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste,
sus parientes afrentados, solícita la justicia,
los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos,
escudriñáronse los bosques y cuanto había,
y, al cabo de tres días, hallaron a la
antojadiza Leandra en una cueva de un
monte, desnuda en camisa, sin muchos
dineros y preciosísimas joyas que de su casa
había sacado. Volviéronla a la presencia del
lastimado padre; preguntáronle su desgracia;
confesó sin apremio que Vicente de la Roca la
había engañado, y debajo de su palabra de
ser su esposo la persuadió que dejase la casa
de su padre; que él la llevaría a la más rica y
más viciosa ciudad que había en todo el
universo mundo, que era Nápoles; y que ella,
mal advertida y peor engañada, le había
creído; y, robando a su padre, se le entregó
la misma noche que había faltado; y que él la
llevó a un áspero monte, y la encerró en
aquella cueva donde la habían hallado. Contó
también como el soldado, sin quitalle su
honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en
aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo
puso en admiración a todos.
»Duro se nos hizo de creer la continencia
del mozo, pero ella lo afirmó con tantas
veras, que fueron parte para que el
desconsolado padre se consolase, no
haciendo cuenta de las riquezas que le
llevaban, pues le habían dejado a su hija con
la joya que, si una vez se pierde, no deja
esperanza de que jamás se cobre. El mismo
día que pareció Leandra la despareció su
padre de nuestros ojos, y la llevó a encerrar
en un monesterio de una villa que está aquí
cerca, esperando que el tiempo gaste alguna
parte de la mala opinión en que su hija se
puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de
disculpa de su culpa, a lo menos con aquellos
que no les iba algún interés en que ella fuese
mala o buena; pero los que conocían su
discreción y mucho entendimiento no
atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su
desenvoltura y a la natural inclinación de las
mujeres, que, por la mayor parte, suele ser
desatinada y mal compuesta.
»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de
Anselmo ciegos, a lo menos sin tener cosa
que mirar que contento le diese; los míos en
tinieblas, sin luz que a ninguna cosa de gusto
les encaminase; con la ausencia de Leandra,
crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra
paciencia, maldecíamos las galas del soldado
y abominábamos del poco recato del padre de
Leandra. Finalmente, Anselmo y yo nos
concertamos de dejar el aldea y venirnos a
este valle, donde él, apacentando una gran
cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un
numeroso rebaño de cabras, también mías,
pasamos la vida entre los árboles, dando
vado a nuestras pasiones, o cantando juntos
alabanzas o vituperios de la hermosa
Leandra, o suspirando solos y a solas
comunicando con el cielo nuestras querellas.
»A imitación nuestra, otros muchos de los
pretendientes de Leandra se han venido a
estos ásperos montes, usando el mismo
ejercicio nuestro; y son tantos, que parece
que este sitio se ha convertido en la pastoral
Arcadia, según está colmo de pastores y de
apriscos, y no hay parte en él donde no se
oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste
la maldice y la llama antojadiza, varia y
deshonesta; aquél la condena por fácil y
ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la
justicia y vitupera; uno celebra su
hermosura, otro reniega de su condición, y,
en fin, todos la deshonran, y todos la adoran,
y de todos se estiende a tanto la locura, que
hay quien se queje de desdén sin haberla
jamás hablado, y aun quien se lamente y
sienta la rabiosa enfermedad de los celos,
que ella jamás dio a nadie; porque, como ya
tengo dicho, antes se supo su pecado que su
deseo. No hay hueco de peña, ni margen de
arroyo, ni sombra de árbol que no esté
ocupada de algún pastor que sus desventuras
a los aires cuente; el eco repite el nombre de
Leandra dondequiera que pueda formarse:
Leandra resuenan los montes, Leandra
murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a
todos suspensos y encantados, esperando sin
esperanza y temiendo sin saber de qué
tememos. Entre estos disparatados, el que
muestra que menos y más juicio tiene es mi
competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas
otras cosas de que quejarse, sólo se queja de
ausencia; y al son de un rabel, que
admirablemente toca, con versos donde
muestra su buen entendimiento, cantando se
queja. Yo sigo otro camino más fácil, y a mi
parecer el más acertado, que es decir mal de
la ligereza de las mujeres, de su inconstancia,
de su doble trato, de sus promesas muertas,
de su fe rompida, y, finalmente, del poco
discurso que tienen en saber colocar sus fue
la ocasión, señores, de las palabras y razones
que dije a esta cabra cuando aquí llegué; que
por ser hembra la tengo en poco, aunque es
la mejor de todo mi apero. Ésta es la historia
que prometí contaros; si he sido en el
contarla prolijo, no seré en serviros corto:
cerca de aquí tengo mi majada, y en ella
tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso,
con otras varias y sazonadas frutas, no
menos a la vista que al gusto agradables.
Capítulo LII. De la
pendencia que don Quijote
tuvo con el cabrero, con la
rara aventura de los
deceplinantes, a quien dio
felice fin a costa de su sudor
General gusto causó el cuento del cabrero a
todos los que escuchado le habían;
especialmente le recibió el canónigo, que con
estraña curiosidad notó la manera con que le
había contado, tan lejos de parecer rústico
cabrero cuan cerca de mostrarse discreto
cortesano; y así, dijo que había dicho muy
bien el cura en decir que los montes criaban
letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio; pero
el que más se mostró liberal en esto fue don
Quijote, que le dijo:
—Por cierto, hermano cabrero, que si yo me
hallara posibilitado de poder comenzar alguna
aventura, que luego luego me pusiera en
camino porque vos la tuviérades buena; que
yo sacara del monesterio, donde, sin duda
alguna, debe de estar contra su voluntad, a
Leandra, a pesar de la abadesa y de cuantos
quisieran estorbarlo, y os la pusiera en
vuestras manos, para que hiciérades della a
toda vuestra voluntad y talante, guardando,
pero, las leyes de la caballería, que mandan
que a ninguna doncella se le sea fecho
desaguisado alguno; aunque yo espero en
Dios Nuestro Señor que no ha de poder tanto
la fuerza de un encantador malicioso, que no
pueda más la de otro encantador mejor
intencionado, y para entonces os prometo mi
favor y ayuda, como me obliga mi profesión,
que no es otra si no es favorecer a los
desvalidos y menesterosos.
Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote
de tan mal pelaje y catadura, admiróse y
preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
—Señor, ¿quién es este hombre, que tal
talle tiene y de tal manera habla?
—¿Quién ha de ser
—respondió el barbero
—
sino el famoso don Quijote de la Mancha,
desfacedor de agravios, enderezador de
tuertos, el amparo de las doncellas, el
asombro de los gigantes y el vencedor de las
batallas?
—Eso me semeja
—respondió el cabrero
— a
lo que se lee en los libros de caballeros
andantes, que hacían todo eso que de este
hombre vuestra merced dice; puesto que
para mí tengo, o que vuestra merced se
burla, o que este gentil hombre debe de tener
vacíos los aposentos de la cabeza.
—Sois un grandísimo bellaco
—dijo a esta
sazón don Quijote
—; y vos sois el vacío y el
menguado, que yo estoy más lleno que jamás
lo estuvo la muy hideputa puta que os parió.
Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan
que junto a sí tenía, y dio con él al cabrero en
todo el rostro, con tanta furia, que le
remachó las narices; mas el cabrero, que no
sabía de burlas, viendo con cuántas veras le
maltrataban, sin tener respeto a la alhombra,
ni a los manteles, ni a todos aquellos que
comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y,
asiéndole del cuello con entrambas manos,
no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no
llegara en aquel punto, y le asiera por las
espaldas y diera con él encima de la mesa,
quebrando platos, rompiendo tazas y
derramando y esparciendo cuanto en ella
estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió
a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno de
sangre el rostro, molido a coces de Sancho,
andaba buscando a gatas algún cuchillo de la
mesa para hacer alguna sanguinolenta
venganza, pero estorbábanselo el canónigo y
el cura; mas el barbero hizo de suerte que el
cabrero cogió debajo de sí a don Quijote,
sobre el cual llovió tanto número de
mojicones, que del rostro del pobre caballero
llovía tanta sangre como del suyo.
Reventaban de risa el canónigo y el cura,
saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los
unos y los otros, como hacen a los perros
cuando en pendencia están trabados; sólo
Sancho Panza se desesperaba, porque no se
podía desasir de un criado del canónigo, que
le estorbaba que a su amo no ayudase.
En resolución, estando todos en regocijo y
fiesta, sino los dos aporreantes que se
carpían, oyeron el son de una trompeta, tan
triste que les hizo volver los rostros hacia
donde les pareció que sonaba; pero el que
más se alborotó de oírle fue don Quijote, el
cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto
contra su voluntad y más que medianamente
molido, le dijo:
—Hermano demonio, que no es posible que
dejes de serlo, pues has tenido valor y
fuerzas para sujetar las mías, ruégote que
hagamos treguas, no más de por una hora;
porque el doloroso son de aquella trompeta
que a nuestros oídos llega me parece que a
alguna nueva aventura me llama.
El cabrero, que ya estaba cansado de moler
y ser molido, le dejó luego, y don Quijote se
puso en pie, volviendo asimismo el rostro
adonde el son se oía, y vio a deshora que por
un recuesto bajaban muchos hombres
vestidos de blanco, a modo de diciplinantes.
Era el caso que aquel año habían las nubes
negado su rocío a la tierra, y por todos los
lugares de aquella comarca se hacían
procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a
Dios abriese las manos de su misericordia y
les lloviese; y para este efecto la gente de
una aldea que allí junto estaba venía en
procesión a una devota ermita que en un
recuesto de aquel valle había.
Don Quijote, que vio los estraños trajes de
los diciplinantes, sin pasarle por la memoria
las muchas veces que los había de haber
visto, se imaginó que era cosa de aventura, y
que a él solo tocaba, como a caballero
andante, el acometerla; y confirmóle más
esta imaginación pensar que una imagen que
traían cubierta de luto fuese alguna principal
señora que llevaban por fuerza aquellos
follones y descomedidos malandrines; y,
como esto le cayó en las mientes, con gran
ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo
andaba, quitándole del arzón el freno y el
adarga, y en un punto le enfrenó, y, pidiendo
a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y
embrazó su adarga, y dijo en alta voz a todos
los que presentes estaban:
—Agora, valerosa compañía, veredes
cuánto importa que haya en el mundo
caballeros que profesen la orden de la
andante caballería; agora digo que veredes,
en la libertad de aquella buena señora que
allí va cautiva, si se han de estimar los
caballeros andantes.
Y, en diciendo esto, apretó los muslos a
Rocinante, porque espuelas no las tenía, y, a
todo galope, porque carrera tirada no se lee
en toda esta verdadera historia que jamás la
diese Rocinante, se fue a encontrar con los
diciplinantes, bien que fueran el cura y el
canónigo y barbero a detenelle; mas no les
fue posible, ni menos le detuvieron las voces
que Sancho le daba, diciendo:
—¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué
demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir
contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya
yo, que aquélla es procesión de diciplinantes,
y que aquella señora que llevan sobre la
peana es la imagen benditísima de la Virgen
sin mancilla; mire, señor, lo que hace, que
por esta vez se puede decir que no es lo que
sabe.
Fatigóse en vano Sancho, porque su amo
iba tan puesto en llegar a los ensabanados y
en librar a la señora enlutada, que no oyó
palabra; y, aunque la oyera, no volviera, si el
rey se lo mandara. Llegó, pues, a la
procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba
deseo de quietarse un poco, y, con turbada y
ronca voz, dijo:
—Vosotros, que, quizá por no ser buenos,
os encubrís los rostros, atended y escuchad lo
que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los
que la imagen llevaban; y uno de los cuatro
clérigos que cantaban las ledanías, viendo la
estraña catadura de don Quijote, la flaqueza
de Rocinante y otras circunstancias de risa
que notó y descubrió en don Quijote, le
respondió diciendo:
—Señor hermano, si nos quiere decir algo,
dígalo presto, porque se van estos hermanos
abriendo las carnes, y no podemos, ni es
razón que nos detengamos a oír cosa alguna,
si ya no es tan breve que en dos palabras se
diga.
—En una lo diré
—replicó don Quijote
—, y
es ésta: que luego al punto dejéis libre a esa
hermosa señora, cuyas lágrimas y triste
semblante dan claras muestras que la lleváis
contra su voluntad y que algún notorio
desaguisado le habedes fecho; y yo, que nací
en el mundo para desfacer semejantes
agravios, no consentiré que un solo paso
adelante pase sin darle la deseada libertad
que merece.
En estas razones, cayeron todos los que las
oyeron que don Quijote debía de ser algún
hombre loco, y tomáronse a reír muy de
gana; cuya risa fue poner pólvora a la cólera
de don Quijote, porque, sin decir más
palabra, sacando la espada, arremetió a las
andas. Uno de aquellos que las llevaban,
dejando la carga a sus compañeros, salió al
encuentro de don Quijote, enarbolando una
horquilla o bastón con que sustentaba las
andas en tanto que descansaba; y, recibiendo
en ella una gran cuchillada que le tiró don
Quijote, con que se la hizo dos partes, con el
último tercio, que le quedó en la mano, dio
tal golpe a don Quijote encima de un hombro,
por el mismo lado de la espada, que no pudo
cubrir el adarga contra villana fuerza, que el
pobre don Quijote vino al suelo muy mal
parado.
Sancho Panza, que jadeando le iba a los
alcances, viéndole caído, dio voces a su
moledor que no le diese otro palo, porque era
un pobre caballero encantado, que no había
hecho mal a nadie en todos los días de su
vida. Mas, lo que detuvo al villano no fueron
las voces de Sancho, sino el ver que don
Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo
que le había muerto, con priesa se alzó la
túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña
como un gamo.
Ya en esto llegaron todos los de la
compañía de don Quijote adonde él estaba; y
más los de la procesión, que los vieron venir
corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus
ballestas, temieron algún mal suceso, y
hiciéronse todos un remolino alrededor de la
imagen; y, alzados los capirotes, empuñando
las diciplinas, y los clérigos los ciriales,
esperaban el asalto con determinación de
defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus
acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor
que se pensaba, porque Sancho no hizo otra
cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su
señor, haciendo sobre él el más doloroso y
risueño llanto del mundo, creyendo que
estaba muerto.
El cura fue conocido de otro cura que en la
procesión venía, cuyo conocimiento puso en
sosiego el concebido temor de los dos
escuadrones. El primer cura dio al segundo,
en dos razones, cuenta de quién era don
Quijote, y así él como toda la turba de los
diciplinantes fueron a ver si estaba muerto el
pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza,
con lágrimas en los ojos, decía:
—¡Oh flor de la caballería, que con solo un
garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien
gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor
y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el
mundo, el cual, faltando tú en él, quedará
lleno de malhechores, sin temor de ser
castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal
sobre todos los Alejandros, pues por solos
ocho meses de servicio me tenías dada la
mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh
humilde con los soberbios y arrogante con los
humildes, acometedor de peligros, sufridor de
afrentas, enamorado sin causa, imitador de
los buenos, azote de los malos, enemigo de
los ruines, en fin, caballero andante, que es
todo lo que decir se puede!
Con las voces y gemidos de Sancho revivió
don Quijote, y la primer palabra que dijo fue:
—El que de vos vive ausente, dulcísima
Dulcinea, a mayores miserias que éstas está
sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme
sobre el carro encantado, que ya no estoy
para oprimir la silla de Rocinante, porque
tengo todo este hombro hecho pedazos.
—Eso haré yo de muy buena gana, señor
mío
—respondió Sancho
—, y volvamos a mi
aldea en compañía destos señores, que su
bien desean, y allí daremos orden de hacer
otra salida que nos sea de más provecho y
fama.
—Bien dices, Sancho
—respondió don
Quijote
—, y será gran prudencia dejar pasar
el mal influjo de las estrellas que agora corre.
El canónigo y el cura y barbero le dijeron
que haría muy bien en hacer lo que decía; y
así, habiendo recebido grande gusto de las
simplicidades de Sancho Panza, pusieron a
don Quijote en el carro, como antes venía. La
procesión volvió a ordenarse y a proseguir su
camino; el cabrero se despidió de todos; los
cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el
cura les pagó lo que se les debía. El canónigo
pidió al cura le avisase el suceso de don
Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía
en ella, y con esto tomó licencia para seguir
su viaje. En fin, todos se dividieron y
apartaron, quedando solos el cura y barbero,
don Quijote y Panza, y el bueno de
Rocinante, que a todo lo que había visto
estaba con tanta paciencia como su amo.
El boyero unció sus bueyes y acomodó a
don Quijote sobre un haz de heno, y con su
acostumbrada flema siguió el camino que el
cura quiso, y a cabo de seis días llegaron a la
aldea de don Quijote, adonde entraron en la
mitad del día, que acertó a ser domingo, y la
gente estaba toda en la plaza, por mitad de la
cual atravesó el carro de don Quijote.
Acudieron todos a ver lo que en el carro
venía, y, cuando conocieron a su
compatrioto, quedaron maravillados, y un
muchacho acudió corriendo a dar las nuevas
a su ama y a su sobrina de que su tío y su
señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre
un montón de heno y sobre un carro de
bueyes. Cosa de lástima fue oír los gritos que
las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas
que se dieron, las maldiciones que de nuevo
echaron a los malditos libros de caballerías;
todo lo cual se renovó cuando vieron entrar a
don Quijote por sus puertas.
A las nuevas desta venida de don Quijote,
acudió la mujer de Sancho Panza, que ya
había sabido que había ido con él sirviéndole
de escudero, y, así como vio a Sancho, lo
primero que le preguntó fue que si venía
bueno el asno. Sancho respondió que venía
mejor que su amo.
—Gracias sean dadas a Dios
—replicó ella
—,
que tanto bien me ha hecho; pero contadme
agora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de
vuestras escuderías?, ¿qué saboyana me
traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?
—No traigo nada deso
—dijo Sancho
—,
mujer mía, aunque traigo otras cosas de más
momento y consideración.
—Deso recibo yo mucho gusto
—respondió
la mujer
—; mostradme esas cosas de más
consideración y más momento, amigo mío,
que las quiero ver, para que se me alegre
este corazón, que tan triste y descontento ha
estado en todos los siglos de vuestra
ausencia.
—En casa os las mostraré, mujer
—dijo
Panza
—, y por agora estad contenta, que,
siendo Dios servido de que otra vez salgamos
en viaje a buscar aventuras, vos me veréis
presto conde o gobernador de una ínsula, y
no de las de por ahí, sino la mejor que pueda
hallarse.
—Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien
lo habemos menester. Mas, decidme: ¿qué es
eso de ínsulas, que no lo entiendo?
—No es la miel para la boca del asno
—
respondió Sancho
—; a su tiempo lo verás,
mujer, y aun te admirarás de oírte llamar
Señoría de todos tus vasallos.
—¿Qué es lo que decís, Sancho, de
señorías, ínsulas y vasallos? –respondió
Juana Panza, que así se llamaba la mujer de
Sancho, aunque no eran parientes, sino
porque se usa en la Mancha tomar las
mujeres el apellido de sus maridos.
—No te acucies, Juana, por saber todo esto
tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose
la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que
no hay cosa más gustosa en el mundo que
ser un hombre honrado escudero de un
caballero andante buscador de aventuras.
Bien es verdad que las más que se hallan no
salen tan a gusto como el hombre querría,
porque de ciento que se encuentran, las
noventa y nueve suelen salir aviesas y
torcidas. Sélo yo de expiriencia, porque de
algunas he salido manteado, y de otras
molido; pero, con todo eso, es linda cosa
esperar los sucesos atravesando montes,
escudriñando selvas, pisando peñas,
visitando castillos, alojando en ventas a toda
discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo,
el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho
Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que
el ama y sobrina de don Quijote le recibieron,
y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo
lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no
acababa de entender en qué parte estaba. El
cura encargó a la sobrina tuviese gran cuenta
con regalar a su tío, y que estuviesen alerta
de que otra vez no se les escapase, contando
lo que había sido menester para traelle a su
casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos
al cielo; allí se renovaron las maldiciones de
los libros de caballerías, allí pidieron al cielo
que confundiese en el centro del abismo a los
autores de tantas mentiras y disparates.
Finalmente, ellas quedaron confusas y
temerosas de que se habían de ver sin su
amo y tío en el mesmo punto que tuviese
alguna mejoría; y sí fue como ellas se lo
imaginaron.
Pero el autor desta historia, puesto que con
curiosidad y diligencia ha buscado los hechos
que don Quijote hizo en su tercera salida, no
ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos
por escrituras auténticas; sólo la fama ha
guardado, en las memorias de la Mancha,
que don Quijote, la tercera vez que salió de
su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en
unas famosas justas que en aquella ciudad
hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su
valor y buen entendimiento. Ni de su fin y
acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la
alcanzara ni supiera si la buena suerte no le
deparara un antiguo médico que tenía en su
poder una caja de plomo, que, según él dijo,
se había hallado en los cimientos derribados
de una antigua ermita que se renovaba; en la
cual caja se habían hallado unos pergaminos
escritos con letras góticas, pero en versos
castellanos, que contenían muchas de sus
hazañas y daban noticia de la hermosura de
Dulcinea del Toboso, de la figura de
Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y
de la sepultura del mesmo don Quijote, con
diferentes epitafios y elogios de su vida y
costumbres.
Y los que se pudieron leer y sacar en limpio
fueron los que aquí pone el fidedigno autor
desta nueva y jamás vista historia. El cual
autor no pide a los que la leyeren, en premio
del inmenso trabajo que le costó inquerir y
buscar todos los archivos manchegos, por
sacarla a luz, sino que le den el mesmo
crédito que suelen dar los discretos a los
libros de caballerías, que tan validos andan
en el mundo; que con esto se tendrá por bien
pagado y satisfecho, y se animará a sacar y
buscar otras, si no tan verdaderas, a lo
menos de tanta invención y pasatiempo.
Las palabras primeras que estaban escritas
en el pergamino que se halló en la caja de
plomo eran éstas:
LOS ACADÉMICOS DE LA
ARGAMASILLA,
LUGAR DE LA MANCHA,
EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA,
HOC SCRIPSERUNT:
EL MONICONGO, ACADÉMICO DE LA
ARGAMASILLA,
A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
El calvatrueno que adornó a la Mancha
de más despojos que Jasón decreta;
el jüicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha,
el brazo que su fuerza tanto ensancha,
que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en la broncínea plancha,
el que a cola dejó los Amadises,
y en muy poquito a Galaores tuvo,
estribando en su amor y bizarría,
el que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo,
yace debajo desta losa fría.
DEL PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA
ARGAMASILLA,
In laudem Dulcineae del Toboso
Soneto
Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra, y el famoso
campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjüez, a pie y cansado.
Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
que esta manchega dama, y este invito
andante caballero, en tiernos años,
ella dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños.
DEL CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO
ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte,
frenético, el Manchego su estandarte
tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas y el acero fino
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia
triunfó mil veces y su fama ensancha,
hoy a Quijote le corona el aula
do Belona preside, y dél se precia,
más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha,
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
excede a Brilladoro y a Bayardo.
DEL BURLADOR, ACADÉMICO
ARGAMASILLESCO,
A SANCHO PANZA
Soneto
DEL CACHIDIABLO, ACADÉMICO DE LA
ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
Aquí yace el caballero,
bien molido y mal andante,
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.
DEL TIQUITOC, ACADÉMICO DE LA
ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL
TOBOSO
Epitafio
Reposa aquí Dulcinea;
y, aunque de carnes rolliza,
la volvió en polvo y ceniza
la muerte espantable y fea.
Fue de castiza ralea,
y tuvo asomos de dama;
del gran Quijote fue llama,
y fue gloria de su aldea.
Éstos fueron los versos que se pudieron
leer; los demás, por estar carcomida la letra,
se entregaron a un académico para que por
conjeturas los declarase. Tiénese noticia que
lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y
mucho trabajo, y que tiene intención de
sacallos a luz, con esperanza de la tercera
salida de don Quijote.
Forsi altro canterà con miglior plectio.
Finis
Segunda parte del
ingenioso caballero don
Quijote de la Mancha
TASA
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de
Cámara del Rey nuestro señor, de los que
residen en su Consejo, doy fe que,
habiéndose visto por los señores dél un libro
que compuso Miguel de Cervantes Saavedra,
intitulado Don Quijote de la Mancha, Segunda
parte, que con licencia de Su Majestad fue
impreso, le tasaron a cuatro maravedís cada
pliego en papel, el cual tiene setenta y tres
pliegos, que al dicho respeto suma y monta
docientos y noventa y dos maravedís, y
mandaron que esta tasa se ponga al principio
de cada volumen del dicho libro, para que se
sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y
llevar, sin que se exceda en ello en manera
alguna, como consta y parece por el auto y
decreto original sobre ello dado, y que queda
en mi poder, a que me refiero; y de
mandamiento de los dichos señores del
Consejo y de pedimiento de la parte del dicho
Miguel de Cervantes, di esta fee en Madrid, a
veinte y uno días del mes de otubre del mil y
seiscientos y quince años.
Hernando de Vallejo.
FEE DE ERRATAS
Vi este libro intitulado Segunda parte de
don Quijote de la Mancha, compuesto por
Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él
cosa digna de notar que no corresponda a su
original. Dada en Madrid, a veinte y uno de
otubre, mil y seiscientos y quince.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del
Consejo, he hecho ver el libro contenido en
este memorial: no contiene cosa contra la fe
ni buenas costumbres, antes es libro de
mucho entretenimiento lícito, mezclado de
mucha filosofía moral; puédesele dar licencia
para imprimirle. En Madrid, a cinco de
noviembre de mil seiscientos y quince.
Doctor Gutierre de Cetina.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del
Consejo, he visto la Segunda parte de don
Quijote de la Mancha, por Miguel de
Cervantes Saavedra: no contiene cosa contra
nuestra santa fe católica, ni buenas
costumbres, antes, muchas de honesta
recreación y apacible divertimiento, que los
antiguos juzgaron convenientes a sus
repúblicas, pues aun en la severa de los
lacedemonios levantaron estatua a la risa, y
los de Tesalia la dedicaron fiestas, como lo
dice Pausanias, referido de Bosio, libro II De
signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ánimos
marchitos y espíritus melancólicos, de que se
acordó Tulio en el primero De legibus, y el
poeta diciendo:
Interpone tuis interdum gaudia curis,
lo cual hace el autor mezclando las veras a
las burlas, lo dulce a lo provechoso y lo moral
a lo faceto, disimulando en el cebo del
donaire el anzuelo de la reprehensión, y
cumpliendo con el acertado asunto en que
pretende la expulsión de los libros de
caballerías, pues con su buena diligencia
mañosamente alimpiando de su contagiosa
dolencia a estos reinos, es obra muy digna de
su grande ingenio, honra y lustre de nuestra
nación, admiración y invidia de las estrañas.
Éste es mi parecer, salvo etc. En Madrid, a 17
de marzo de 1615.
El maestro Josef de Valdivielso.
APROBACIÓN
Por comisión del señor doctor Gutierre de
Cetina, vicario general desta villa de Madrid,
corte de Su Majestad, he visto este libro de la
Segunda parte del ingenioso caballero don
Quijote de la Mancha, por Miguel de
Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa
indigna de un cristiano celo, ni que disuene
de la decencia debida a buen ejemplo, ni
virtudes morales; antes, mucha erudición y
aprovechamiento, así en la continencia de su
bien seguido asunto para extirpar los vanos y
mentirosos libros de caballerías, cuyo
contagio había cundido más de lo que fuera
justo, como en la lisura del lenguaje
castellano, no adulterado con enfadosa y
estudiada afectación, vicio con razón
aborrecido de hombres cuerdos; y en la
correción de vicios que generalmente toca,
ocasionado de sus agudos discursos, guarda
con tanta cordura las leyes de reprehensión
cristiana, que aquel que fuere tocado de la
enfermedad que pretende curar, en lo dulce y
sabroso de sus medicinas gustosamente
habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin
empacho ni asco alguno, lo provechoso de la
detestación de su vicio, con que se hallará,
que es lo más difícil de conseguirse, gustoso
y reprehendido. Ha habido muchos que, por
no haber sabido templar ni mezclar a
propósito lo útil con lo dulce, han dado con
todo su molesto trabajo en tierra, pues no
pudiendo imitar a Diógenes en lo filósofo y
docto, atrevida, por no decir licenciosa y
desalumbradamente, le pretenden imitar en
lo cínico, entregándose a maldicientes,
inventando casos que no pasaron, para hacer
capaz al vicio que tocan de su áspera
reprehensión, y por ventura descubren
caminos para seguirle, hasta entonces
ignorados, con que vienen a quedar, si no
reprehensores, a lo menos maestros dél.
Hácense odiosos a los bien entendidos, con el
pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron,
para admitir sus escritos y los vicios que
arrojada e imprudentemente quisieren
corregir en muy peor estado que antes, que
no todas las postemas a un mismo tiempo
están dispuestas para admitir las recetas o
cauterios; antes, algunos mucho mejor
reciben las blandas y suaves medicinas, con
cuya aplicación, el atentado y docto médico
consigue el fin de resolverlas, término que
muchas veces es mejor que no el que se
alcanza con el rigor del hierro. Bien diferente
han sentido de los escritos de Miguel de
Cervantes, así nuestra nación como las
estrañas, pues como a milagro desean ver el
autor de libros que con general aplauso, así
por su decoro y decencia como por la
suavidad y blandura de sus discursos, han
recebido España, Francia, Italia, Alemania y
Flandes. Certifico con verdad que en veinte y
cinco de febrero deste año de seiscientos y
quince, habiendo ido el ilustrísimo señor don
Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal
arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la
visita que a Su Ilustrísima hizo el embajador
de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a
los casamientos de sus príncipes y los de
España, muchos caballeros franceses, de los
que vinieron acompañando al embajador, tan
corteses como entendidos y amigos de
buenas letras, se llegaron a mí y a otros
capellanes del cardenal mi señor, deseosos
de saber qué libros de ingenio andaban más
validos; y, tocando acaso en éste que yo
estaba censurando, apenas oyeron el nombre
de Miguel de Cervantes, cuando se
comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la
estimación en que, así en Francia como en los
reinos sus confinantes, se tenían sus obras:
la Galatea, que alguno dellos tiene casi de
memoria la primera parte désta, y las
Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos,
que me ofrecí llevarles que viesen el autor
dellas, que estimaron con mil demostraciones
de vivos deseos. Preguntáronme muy por
menor su edad, su profesión, calidad y
cantidad. Halléme obligado a decir que era
viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno
respondió estas formales palabras: ''Pues, ¿a
tal hombre no le tiene España muy rico y
sustentado del erario público?'' Acudió otro
de aquellos caballeros con este pensamiento
y con mucha agudeza, y dijo: ''Si necesidad
le ha de obligar a escribir, plega a Dios que
nunca tenga abundancia, para que con sus
obras, siendo él pobre, haga rico a todo el
mundo''. Bien creo que está, para censura,
un poco larga; alguno dirá que toca los
límites de lisonjero elogio; mas la verdad de
lo que cortamente digo deshace en el crítico
la sospecha y en mí el cuidado; además que
el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene
con qué cebar el pico del adulador, que,
aunque afectuosa y falsamente dice de
burlas, pretende ser remunerado de veras.
En Madrid, a veinte y siete de febrero de mil
y seiscientos y quince.
El licenciado Márquez Torres.
PRIVILEGIO
Por cuanto por parte de vos, Miguel de
Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación
que habíades compuesto la Segunda parte de
don Quijote de la Mancha, de la cual hacíades
presentación, y, por ser libro de historia
agradable y honesta, y haberos costado
mucho trabajo y estudio, nos suplicastes os
mandásemos dar licencia para le poder
imprimir y privilegio por veinte años, o como
la nuestra merced fuese; lo cual visto por los
del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho
libro se hizo la diligencia que la premática por
nos sobre ello fecha dispone, fue acordado
que debíamos mandar dar esta nuestra
cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por
bien. Por la cual vos damos licencia y facultad
para que, por tiempo y espacio de diez años,
cumplidos primeros siguientes, que corran y
se cuenten desde el día de la fecha de esta
nuestra cédula en adelante, vos, o la persona
que para ello vuestro poder hobiere, y no
otra alguna, podáis imprimir y vender el
dicho libro que desuso se hace mención; y
por la presente damos licencia y facultad a
cualquier impresor de nuestros reinos que
nombráredes para que durante el dicho
tiempo le pueda imprimir por el original que
en el nuestro Consejo se vio, que va
rubricado y firmado al fin de Hernando de
Vallejo, nuestro escribano de Cámara, y uno
de los que en él residen, con que antes y
primero que se venda lo traigáis ante ellos,
juntamente con el dicho original, para que se
vea si la dicha impresión está conforme a él,
o traigáis fe en pública forma cómo, por
corretor por nos nombrado, se vio y corrigió
la dicha impresión por el dicho original, y más
al dicho impresor que ansí imprimiere el
dicho libro no imprima el principio y primer
pliego dél, ni entregue más de un solo libro
con el original al autor y persona a cuya costa
lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto
de la dicha correción y tasa, hasta que antes
y primero el dicho libro esté corregido y
tasado por los del nuestro Consejo, y estando
hecho, y no de otra manera, pueda imprimir
el dicho principio y primer pliego, en el cual
imediatamente ponga esta nuestra licencia y
la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis
vender ni vendáis vos ni otra persona alguna,
hasta que esté el dicho libro en la forma
susodicha, so pena de caer e incurrir en las
penas contenidas en la dicha premática y
leyes de nuestros reinos que sobre ello
disponen; y más, que durante el dicho tiempo
persona alguna sin vuestra licencia no le
pueda imprimir ni vender, so pena que el que
lo imprimiere y vendiere haya
perdido y pierda cualesquiera libros, moldes
y aparejos que dél tuviere, y más incurra en
pena de cincuenta mil maravedís por cada
vez que lo contrario hiciere, de la cual dicha
pena sea la tercia parte para nuestra
Cámara, y la otra tercia parte para el juez
que lo sentenciare, y la otra tercia parte par
el que lo denunciare; y más a los del nuestro
Consejo, presidentes, oidores de las nuestras
Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra
Casa y Corte y Chancillerías, y a otras
cualesquiera justicias de todas las ciudades,
villas y lugares de los nuestros reinos y
señoríos, y a cada uno en su juridición, ansí a
los que agora son como a los que serán de
aquí adelante, que vos guarden y cumplan
esta nuestra cédula y merced, que ansí vos
hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en
manera alguna, so pena de la nuestra merced
y de diez mil maravedís para la nuestra
Cámara. Dada en Madrid, a treinta días del
mes de marzo de mil y seiscientos y quince
años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Pedro de Contreras.
PRÓLOGO AL LECTOR
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de
estar esperando ahora, lector ilustre, o quier
plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él
venganzas, riñas y vituperios del autor del
segundo Don Quijote; digo de aquel que
dicen que se engendró en Tordesillas y nació
en Tarragona! Pues en verdad que no te he
dar este contento; que, puesto que los
agravios despiertan la cólera en los más
humildes pechos, en el mío ha de padecer
excepción esta regla. Quisieras tú que lo
diera del asno, del mentecato y del atrevido,
pero no me pasa por el pensamiento:
castíguele su pecado, con su pan se lo coma
y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar
de sentir es que me note de viejo y de
manco, como si hubiera sido en mi mano
haber detenido el tiempo, que no pasase por
mí, o si mi manquedad hubiera nacido en
alguna taberna, sino en la más alta ocasión
que vieron los siglos pasados, los presentes,
ni esperan ver los venideros. Si mis heridas
no resplandecen en los ojos de quien las
mira, son estimadas, a lo menos, en la
estimación de los que saben dónde se
cobraron; que el soldado más bien parece
muerto en la batalla que libre en la fuga; y es
esto en mí de manera, que si ahora me
propusieran y facilitaran un imposible,
quisiera antes haberme hallado en aquella
facción prodigiosa que sano ahora de mis
heridas sin haberme hallado en ella. Las que
el soldado muestra en el rostro y en los
pechos, estrellas son que guían a los demás
al cielo de la honra, y al de desear la justa
alabanza; y hase de advertir que no se
escribe con las canas, sino con el
entendimiento, el cual suele mejorarse con
los años.
He sentido también que me llame invidioso,
y que, como a ignorante, me describa qué
cosa sea la invidia; que, en realidad de
verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a
la santa, a la noble y bien intencionada; y,
siendo esto así, como lo es, no tengo yo de
perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene
por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y
si él lo dijo por quien parece que lo dijo,
engañóse de todo en todo: que del tal adoro
el ingenio, admiro las obras y la ocupación
continua y virtuosa. Pero, en efecto, le
agradezco a este señor autor el decir que mis
novelas son más satíricas que ejemplares,
pero que son buenas; y no lo pudieran ser si
no tuvieran de todo.
Paréceme que me dices que ando muy
limitado y que me contengo mucho en los
términos de mi modestia, sabiendo que no se
ha añadir aflición al afligido, y que la que
debe de tener este señor sin duda es grande,
pues no osa parecer a campo abierto y al
cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo
su patria, como si hubiera hecho alguna
traición de lesa majestad. Si, por ventura,
llegares a conocerle, dile de mi parte que no
me tengo por agraviado: que bien sé lo que
son tentaciones del demonio, y que una de
las mayores es ponerle a un hombre en el
entendimiento que puede componer y
imprimir un libro, con que gane tanta fama
como dineros, y tantos dineros cuanta fama;
y, para confirmación desto, quiero que en tu
buen donaire y gracia le cuentes este cuento:
«Había en Sevilla un loco que dio en el más
gracioso disparate y tema que dio loco en el
mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña
puntiagudo en el fin, y, en cogiendo algún
perro en la calle, o en cualquiera otra parte,
con el un pie le cogía el suyo, y el otro le
alzaba con la mano, y como mejor podía le
acomodaba el cañuto en la parte que,
soplándole, le ponía redondo como una
pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba
dos palmaditas en la barriga, y le soltaba,
diciendo a los circunstantes, que siempre
eran muchos: ''¿Pensarán vuestras mercedes
ahora que es poco trabajo hinchar un
perro?''»
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco
trabajo hacer un libro?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle,
lector amigo, éste, que también es de loco y
de perro:
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por
costumbre de traer encima de la cabeza un
pedazo de losa de mármol, o un canto no
muy liviano, y, en topando algún perro
descuidado, se le ponía junto, y a plomo
dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el
perro, y, dando ladridos y aullidos, no paraba
en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los
perros que descargó la carga, fue uno un
perro de un bonetero, a quien quería mucho
su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza,
alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo
su amo, asió de una vara de medir, y salió al
loco y no le dejó hueso sano; y cada palo que
le daba decía: ''Perro ladrón, ¿a mi podenco?
¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?''
Y, repitiéndole el nombre de podenco muchas
veces, envió al loco hecho una alheña.
Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un
mes no salió a la plaza; al cabo del cual
tiempo, volvió con su invención y con más
carga. Llegábase donde estaba el perro, y,
mirándole muy bien de hito en hito, y sin
querer ni atreverse a descargar la piedra,
decía: ''Este es podenco: ¡guarda!'' En efeto,
todos cuantos perros topaba, aunque fuesen
alanos, o gozques, decía que eran podencos;
y así, no soltó más el canto.»
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a
este historiador: que no se atreverá a soltar
más la presa de su ingenio en libros que, en
siendo malos, son más duros que las peñas.
Dile también que de la amenaza que me
hace, que me ha de quitar la ganancia con su
libro, no se me da un ardite, que,
acomodándome al entremés famoso de La
Perendenga, le respondo que me viva el
Veinte y cuatro, mi señor, y Cristo con todos.
Viva el gran conde de Lemos, cuya
cristiandad y liberalidad, bien conocida,
contra todos los golpes de mi corta fortuna
me tiene en pie, y vívame la suma caridad
del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de
Sandoval y Rojas, y siquiera no haya
emprentas en el mundo, y siquiera se
impriman contra mí más libros que tienen
letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos
príncipes, sin que los solicite adulación mía ni
otro género de aplauso, por sola su bondad,
han tomado a su cargo el hacerme merced y
favorecerme; en lo que me tengo por más
dichoso y más rico que si la fortuna por
camino ordinario me hubiera puesto en su
cumbre. La honra puédela tener el pobre,
pero no el vicioso; la pobreza puede anublar
a la nobleza, pero no escurecerla del todo;
pero, como la virtud dé alguna luz de sí,
aunque sea por los inconvenientes y
resquicios de la estrecheza, viene a ser
estimada de los altos y nobles espíritus, y,
por el
consiguiente, favorecida. Y no le digas más,
ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte
que consideres que esta segunda parte de
Don Quijote que te ofrezco es cortada del
mismo artífice y del mesmo paño que la
primera, y que en ella te doy a don Quijote
dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado,
porque ninguno se
atreva a levantarle nuevos testimonios,
pues bastan los pasados y basta también que
un hombre honrado haya dado noticia destas
discretas locuras, sin querer de nuevo
entrarse en ellas: que la abundancia de las
cosas, aunque sean buenas, hace que no se
estimen, y la carestía, aun de las malas, se
estima en algo. Olvídaseme de decirte que
esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y
la segunda parte de Galatea.
DEDICATORIA
AL CONDE DE LEMOS
Enviando a Vuestra Excelencia los días
pasados mis comedias, antes impresas que
representadas, si bien me acuerdo, dije que
don Quijote quedaba calzadas las espuelas
para ir a besar las manos a Vuestra
Excelencia; y ahora digo que se las ha
calzado y se ha puesto en camino, y si él allá
llega, me parece que habré hecho algún
servicio a Vuestra Excelencia, porque es
mucha la priesa que de infinitas partes me
dan a que le envíe para quitar el hámago y la
náusea que ha causado otro don Quijote,
que, con nombre de segunda parte, se ha
disfrazado y corrido por el orbe; y el que más
ha mostrado desearle ha sido el grande
emperador de la China, pues en lengua
chinesca habrá un mes que me escribió una
carta con un propio, pidiéndome, o, por
mejor decir, suplicándome se le enviase,
porque quería fundar un colegio donde se
leyese la lengua castellana, y quería que el
libro que se leyese fuese el de la historia de
don Quijote. Juntamente con esto, me decía
que fuese yo a ser el rector del tal colegio.
Preguntéle al portador si Su Majestad le
había dado para mí alguna ayuda de costa.
Respondióme que ni por pensamiento. ''Pues,
hermano
—le respondí yo
—, vos os podéis
volver a vuestra China a las diez, o a las
veinte, o a las que venís despachado, porque
yo no estoy con salud para ponerme en tan
largo viaje; además que, sobre estar
enfermo, estoy muy sin dineros, y emperador
por emperador, y monarca por monarca, en
Nápoles tengo al grande conde de Lemos,
que, sin tantos titulillos de colegios ni
rectorías, me sustenta, me ampara y hace
más merced que la que yo acierto a desear''.
Con esto le despedí, y con esto me