Polibio

HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA ROMANA

LIBRO PRIMERO

 

CAPÍTULO PRIMERO

 


Someten los romanos a todos los pueblos vecinos.- Messina y Regio son sorprendidas: La primera por los campanios, y la segunda por los romanos.- Castiga Roma la traición de sus compatriotas.- Derrota de los campanios por Hierón de Siracusa.
El año diecinueve, luego del combate naval del río Ægos, y el decimosexto antes de la batalla de Leutres (387 antes de J. C.), en el que los lacedemonios firmaron la paz de Antalcida con el rey, de los persas; Dionisio el Viejo, vencidos los griegos de Italia junto al río Eleporo, sitiaba a Regio; y los galos apoderados a viva fuerza ocupaban la misma Roma, a excepción del Capitolio; cuando los romanos, ajustada la paz con los galos con los pactos y condiciones que éstos quisieron, recobrada su patria contra toda esperanza, y tomando esta dicha por basa de su elevación, declararon después la guerra a sus vecinos. Hechos señores de todo el Lacio, ya por el valor, ya por la dicha en los encuentros, llevaron sucesivamente sus armas contra los tirrenios, los celtas y los samnitas, confinantes al oriente y septentrión con los latinos. Poco tiempo después los tarentinos, temerosos que los romanos no quisiesen satisfacer el insulto hecho a sus embajadores, llamaron a Pirro en su ayuda en el año antes que los galos invadiesen la Grecia (281 antes de J. C.), fuesen deshechos en Delfos, y pasasen al Asia. Entonces fue cuando los romanos, sojuzgados los tirrenios y samnitas, y vencedores ya en muchos encuentros de los celtas que habitaban la Italia, concibieron por primera vez el designio de invadir lo restante de este país, reputándole no como ajeno sino como propio y perteneciente en gran parte. Los combates con los samnitas y celtas los habían hecho verdaderos árbitros de las operaciones militares. Por lo cual, sosteniendo con vigor esta guerra, y arrojando al cabo a Pirro y sus tropas de la Italia, atacaron después y sometieron a los que habían seguido el partido de este Príncipe. Con esto sojuzgados contra lo regular y sujetados a su poder todos los pueblos de Italia, excepción de los celtas, emprendieron sitiar a los romanos, que a la sazón poseían a Regio.
Fue igual y casi en todo semejante la suerte que tuvieron estas dos ciudades, Messina y Regio, situadas ambas sobre el estrecho. Poco tiempo antes del en que vamos hablando, los campanios que estaban a sueldo de Agatocles, codiciosos de la hermosura y demás arreo de Messina, pensaron en faltar a la fe con esta ciudad, al instante que la ocasión se presentase. En efecto, introducidos con capa de amigos y apoderados de la ciudad, destierran a unos, degüellan otros, y no contentos retienen las mujeres e hijos de aquellos infelices, según que la suerte hacía caer cada uno entre sus manos; y por último reparten entre sí las restantes riquezas y heredades. Dueños de ciudad y de su ameno territorio por un camino tan pronto y de tan poca costa, no tardó su maldad en hallar imitadores.
Por el mismo tiempo en que Pirro disponía pasar Italia (280 años antes de J. C.) los de Regio, atemorizados por una parte con su venida, y temiendo por otra a los cartagineses, señores entonces del mar, imploraron la protección y auxilio de los romanos. Introducidos en la ciudad cuatro mil de éstos al mando de Decio Campano, la custodiaron fielmente por algún tiempo, y observaron sus pactos; pero al cabo, provocados del ejemplo de los mamertinos, y tomándolos por auxiliares, faltaron a la fe con los de Regio, llevados de la bella situación de la ciudad, y codiciosos de las fortunas de sus particulares. Consiguientemente, a imitación de los campanios, echan a unos, degüellan a otros, y se apoderan de la ciudad. Mucho sintieron los romanos esta perfidia; pero no pudieron por entonces manifestar su resentimiento, a causa de hallarse ocupados con las guerras de que arriba hicimos mención. Mas luego que se desembarazaron de éstas, pusieron sitio a Regio, como hemos dicho. La ciudad fue tomada (271 años antes de J. C.), y en el mismo acto de asaltarla pasan a cuchillo la mayor parte de estos traidores, que se defendían con intrepidez, previendo la suerte que les esperaba. Los restantes, que ascendían a más de trescientos, hechos prisioneros, los envían a Roma, donde conducidos por los pretores a la plaza, son azotados y degollados todos, según su costumbre; castigo que, los romanos creyeron necesario para restablecer, cuanto estaba de su parte, la buena fe entre sus aliados. La ciudad y su territorio fue restituida al punto a los de Regio.
Los mamertinos (así se llamaban los campanios después que se apoderaron de Messina) mientras subsistió la alianza de los romanos que habían invadido a Regio, no sólo vivían en pacífica posesión de su ciudad y contornos, sino que inquietando infinito las tierras comarcanas de los cartagineses y siracusanos, hicieron tributaria una gran parte de la Sicilia. Pero luego que sitiados los de Regio les faltó este socorro, al instante los siracusanos, por varios motivos que voy a exponer, los estrecharon dentro de sus muros.
Poco tiempo antes, originadas varias disensiones entre los ciudadanos de Siracusa y sus tropas, haciendo éstas alto en los contornos de Mergana, eligieron por sus jefes a Artemidoro y Hierón, que después reinó en Siracusa, príncipe a la verdad de tierna edad entonces, pero de bella disposición para el gobierno y expediente de los negocios. Éste, tomado el bastón, entró en la ciudad con el auxilio de ciertos amigos (275 años antes de J. C.), y dueño de los espíritus revoltosos, supo conducirse con tal dulzura y magnanimidad, que los siracusanos, aunque descontentos con la licencia que los soldados se habían tomado en elecciones, todos unánimes consintieron recibirlo pretor. Desde sus primeras deliberaciones descubrieron espíritus reflexivos que aspiraba a mayores cargos los que daba de sí la pretura. La consideración de que los siracusanos, apenas salían las tropas y sus jefes de la ciudad, ardían en intestinas sediciones y amaban la novedad, y el ver que Leptines excedía mucho a los demás ciudadanos en autoridad y crédito, y gozaba de gran reputación entre la plebe, determinaron a Hierón a contraer con él parentesco, a fin de dejar en la ciudad un apoyo para cuando tuviese que salir a campaña con las tropas. En efecto, casóse con la hija de éste, y echando de ver que sus antiguas tropas extranjeras estaban llenas de vicios y de revoltosos, determina sacar su ejército, pretextando llevarle contra los bárbaros que ocupaban a Messina. Acampado cerca de Centoripa, ordena su armada en batalla a lo largo del río Ciamosoro, y retiene consigo en lugar separado a la caballería e infantería siracusana, aparentando invadir a los contrarios por otra parte. Presenta al enemigo sólo los extranjeros, consiente que todos sean destrozados por los bárbaros, y durante esta carnicería vuelve sin peligro con sus ciudadanos a Siracusa. Concluido con maña el fin que se había propuesto, y desembarazado de todos los malsines y sediciosos de su armada, levantó por sí un suficiente número de tropas mercenarias, y ejerció en adelante el mando sin sobresalto (269 años antes de J. C.) Para contener a los bárbaros, fieros e insolentes con su victoria, arma y disciplina prontamente sus tropas siracusanas, sácalas, y encuentra al enemigo en las llanuras de Mila sobre las márgenes del Longano, donde hace una gran carnicería en sus contrarios; coge prisioneros a sus jefes reprime la audacia de los bárbaros, y vuelto a Siracusa, es proclamado rey por todos los aliados.

CAPÍTULO II
Los mamertinos solicitan el auxilio de los romanos.- Vence la razón de Estado los inconvenientes que había en concederle.- Su primera expedición fuera de Italia.- Derrota de los siracusanos y cartagineses.
Privados antes los mamertinos, como he dicho anteriormente (265 años antes de J. C.), de la ayuda de los de Regio, y turbadas ahora por completo sus miras particulares por las razones que acabo de exponer, unos se refugiaron en los cartagineses, y pusieron en sus manos sus personas y la ciudadela; otros enviaron legados a los romanos para hacerles entrega de la ciudad, y suplicarles socorriesen a unos hombres, que provenían de un mismo origen. Este punto dio que deliberar por mucho tiempo a los romanos. Parecíales estaba a la vista de todos la sinrazón del tal socorro. Reflexionaban que haber hecho poco antes un castigo tan ejemplar con sus propios ciudadanos, por haber violado la fe a los de Regio, y enviar ahora socorro a los mamertinos, reos de igual delito, no sólo con los messinios sino también con los de Regio, era cometer un error de difícil solución. No ignoraban la fuerza de esta inconsecuencia; pero viendo a los cartagineses, no sólo señores ya del África, sino también de muchas provincias de España, y dueños absolutos de todas las islas del mar de Cerdeña y Toscana, temían y con fundamento, que si a estas conquistas añadían ahora la Sicilia, no viniesen a ser unos vecinos demasiado poderosos y formidables, teniéndoles como bloqueados, y amenazando a la Italia por todas partes. Que de no socorrer a los mamertinos pondrían prontamente esta isla bajo su obediencia, no admitía duda alguna. Puesto que apoderados de Messina, que sus naturales le ofrecían, no tardarían en tomar también a Siracusa cuando ya casi todo lo restante de la Sicilia reconocía su dominio. Previendo esto los romanos, y juzgando que les era preciso no desamparar a Messina ni permitir a los cartagineses que hiciesen de esta isla como un puente para pasar a Italia, tardaban mucho tiempo en resolverse. El Senado tampoco se atrevía a decidir, por las razones que hemos apuntado. Juzgaba que tanto en la injusticia del socorro de los mamertinos, como en las ventajas que de él podrían provenir, militaban iguales razones. Pero el pueblo, agobiado por una parte con las guerras precedentes, y deseando de cualquier modo el restablecimiento de sus atrasos; por otra haciéndole ver los pretores, a más de lo dicho, que la guerra, tanto en común como en particular, traería grandes y conocidas ventajas a cada uno, determinó enviar el socorro. Expedido el plebiscito (264 años antes de J. C.), eligen por comandante a Appio Claudio uno de los cónsules, y le envían con orden de socorrer y pasar a Messina. Entonces los mamertinos, y con amenazas, ya con engaños, echaron al Gobernador cartaginés, por quien estaba ya la ciudadela y llamando a Apio, le entregaron la ciudad. Los cartagineses, creyendo que su Gobernador había entregado la ciudadela por falta de valor y de consejo, le dan muerte en la cruz; y situando su armada naval junto al Peloro, y su ejército de tierra hacia las Senas, insisten con esfuerzo en el cerco de Messina.
Al mismo tiempo Hierón, creyendo que se le presentaba buena ocasión para desalojar enteramente de la Sicilia a los bárbaros que ocupaban a Messina, hace alianza con los cartagineses mueve su campo de Siracusa y toma el camino de la susodicha ciudad. Acampado a la parte opuesta, junto al monte Chalcidico cierra también esta salida a los sitiados. Entretanto Appio, general de los romanos, atravesando de noche el estrecho con indecible valor, entra en Messina. Pero advirtiendo que los enemigos estrechaban con actividad la ciudad por todas partes, y reflexionando que el asedio le era de poco honor y mucho peligro, por estar los enemigos señoreados del mar y de la tierra, envía primero legados a uno y otro campo, con el fin de eximir a los mamertinos del peso de la guerra. Pero no siendo escuchadas sus proposiciones, la necesidad al fin le hizo tomar el partido de aventurar el trance de una batalla y atacar primero a los siracusanos. En efecto, saca sus tropas y las ordena en batalla, a tiempo que Hierón venía determinado a combatirle. El combate duró largo tiempo; pero al cabo Appio venció a los contrarios, los persiguió hasta sus trincheras, y despojados los muertos, retornó otra vez a la ciudad.
Hierón, pronosticando mal de lo general de sus negocios, llegada la noche, se retiró precipitadamente a Siracusa. Al día siguiente Appio, que advirtió su huida, lleno de confianza, creyó no debía de perder tiempo, sino atacar a los cartagineses. Dada la orden a las tropas de que estuviesen prevenidas, las saca al romper el día, y cayendo sobre los contrarios, mata a muchos y obliga a los demás a refugiarse rápidamente en las ciudades circunvecinas. Bien se aprovechó después de estas ventajas; hizo levantar el sitio de la ciudad; corrió y taló libremente las campiñas de los siracusanos y de sus aliados, sin atreverse ninguno a hacerle frente a campo raso; y por último, acercó sus tropas y emprendió el poner sitio a Siracusa.
Tal fue la primera expedición de los romanos con su ejército fuera de Italia, por estas razones y en estos tiempos. La cual considerando yo ser la época más conocida de toda la historia, tomé de ella principio, recorriendo a más de esto los tiempos anteriores, para no dejar género de duda sobre la demostración de las causas. Porque para dar una idea a los venideros por donde pudiesen justamente contemplar el alto grado del poder actual de los romanos, me pareció conveniente el que supiesen cómo y cuándo, perdida su propia patria, comenzaron a mejorar de fortuna; asimismo en qué tiempo y de qué manera, sojuzgada la Italia emprendieron extender sus conquistas por defuera. Y así no hay que admirar que teniendo que hablar en lo sucesivo de las repúblicas más célebres, recorramos primero los tiempos anteriores. En el supuesto de que esto lo haremos por tomar ciertas épocas de donde fácilmente se pueda conocer de qué principios, en qué tiempo y por qué medios haya llegado cada pueblo al estado en que al presente se halla, así como lo hemos ejecutado hasta aquí con los romanos.

CAPÍTULO III
Temario de los dos primeros libros, que sirven de preámbulo a esta historia.- Críticas de Polibio sobre los historiadores Filino y Fabio.
Ya es llegado el momento de que, abandonando estas digresiones, hablemos de nuestro asunto, y expliquemos breve y sumariamente lo que se ha de tratar en este preámbulo. La primera en orden será la guerra que se hicieron romanos y cartagineses en Sicilia. A ésta se seguirá la de África, con la que están unidas las acciones de Amílcar, Asdrúbal y los cartagineses en España. Durante este período pasaron por primera vez los romanos a la Iliria y estas partes de Europa, y en los anteriores acaecieron los combates de los romanos contra los celtas que habitaban la Italia. Por entonces fue en la Grecia la guerra llamada Cleoménica, con lo que daremos fin a todo este preámbulo y al segundo libro. El hacer una relación circunstanciada de estos hechos, ni a mí me parece preciso, ni conducente a mis lectores. Mi designio no ha sido formar historia de ellos; sólo sí me he propuesto recordar sumariamente en este apartado lo que pueda conducir a las acciones de que hemos de hablar. Por lo cual, apuntando por encima los acontecimientos de que antes hemos hecho mención, sólo procuraremos unir el fin de este preámbulo con el principio y objeto de nuestra historia. De este modo continuada la serie de la narración, me parece poco precisamente lo que otros historiadores han ya tratado, y con esta disposición preparo a los aficionados un camino expedito y pronto para la inteligencia de lo que adelante se dirá. Seremos un poco más minuciosos en la relación de la primera guerra entre romanos y cartagineses sobre la Sicilia. Pues a la verdad no es fácil hallar otra, ni de mayor duración, ni de aparatos más grandes, ni de expediciones más frecuentes, ni de combates más célebres, ni de vicisitudes más señaladas que las acaecidas a uno y otro pueblo en esta guerra. Por otro lado, estas dos repúblicas eran aun por aquellos tiempos sencillas en costumbres, medianas en riquezas e iguales en fuerzas; y así, quien quiera informarse a fondo de la particular
constitución y poder de estos dos Estados, antes podrá formar juicio por esta guerra que por las que después se sucedieron. Otro estímulo no menos poderoso que el antecedente para extenderme sobre esta guerra, ha sido ver que Filino y Fabio, tenidos por los más instruidos escritores en el asunto, no nos han referido la verdad con la fidelidad que convenía. Yo no presumo se hayan puesto a mentir de propósito, si considero la vida y doctrina que profesaron. Pero me parece les ha acaecido lo mismo que a los que aman. A Filino le parece por inclinación y demasiada benevolencia que los Cartagineses obraron siempre con prudencia, rectitud y valor, y que los romanos fueron de una conducta opuesta; a Fabio todo lo contrario. En lo demás de su vida es excusable semejante conducta. Pues es natural a un hombre de bien ser amante de sus amigos y de su patria, lo mismo que aborrecer con sus amigos a los que éstos aborrecen y amar a los que aman. Pero cuando uno se reviste del carácter de historiador, debe despojarse de todas estas pasiones, y a veces alabar y elogiar con el mayor encomio a los enemigos, si sus acciones lo requieren; otras reprender y vituperar sin comedimiento a los más amigos, cuando los defectos de su profesión lo están pidiendo. Así como a los animales, si se les saca los ojos, quedan totalmente inútiles, del mismo modo a la historia, si se le quita la verdad, sólo viene a quedar una narración sin valor. Por lo cual el historiador no debe detenerse ni en reprender a los amigos, ni en alabar a los enemigos. Ni temer el censurar a veces a unos mismos y ensalzarles otras, puesto que los que manejan negocios, ni es fácil que siempre acierten, ni verosímil que de continuo yerren. Y así, separándose de aquellos que han tratado las cosas adaptándose a las circunstancias, el historiador únicamente debe referir en su historia los dichos y hechos como acontecieron. Que es verdad lo que acabo de decir, se verá por los ejemplos que se siguen.
Filino, comenzando a un tiempo la narración de los hechos y el segundo libro dice que los cartagineses y siracusanos pusieron sitio a Messina; que pasando los romanos por mar a la ciudad, hicieron al instante una salida contra los siracusanos; que habiendo recibido un descalabro considerable, se tornaron a Messina, y que volviendo a salir una segunda vez contra los cartagineses, no sólo fueron rechazados, sino que perdieron gran número de sus tropas. Al paso que refiere esto, cuenta que Hierón, después de concluida la refriega, perdió la cabeza de tal modo, que no sólo, puesto prontamente fuego a sus trincheras y tiendas, huyó de noche a Siracusa, sino que abandonó todas las fortalezas situadas en la provincia de los messinos. Tal como los cartagineses, desamparando al punto sus atrincheramientos después del combate, se diseminaron por las ciudades próximas, sin atreverse a hacer frente a campo raso; motivo porque los jefes, advertido el miedo que se había adueñado de sus tropas, determinaron no aventurar la suerte al trance de una batalla. Pero que los romanos que los perseguían, no sólo arrasaron la provincia, sino que acercándose a la misma Siracusa, emprendieron el ponerla sitio. Todo esto, a mi ver, está tan lleno de inconsecuencias, que absolutamente no necesita de examen. A los que supone sitiadores de Messina y vencedores en los combates, a estos mismos no los representa que huyen, que abandonan la campaña, y al fin cercados y apoderados del miedo sus corazones; a los que, por el contrario, pinta vencidos y sitiados, nos los hace ver después perseguidores señores del país, y por último sitiadores de Siracusa. Concordar entre sí estas especies, es imposible. Pues ¿qué medio, sino decir precisamente o que los primeros supuestos son falsos, o los asertos que después se siguen? Estos son los verdaderos. Pues lo cierto es que los cartagineses y siracusanos abandonaron la campaña, y que los romanos en el acto pusieron sitio a Siracusa, y aun (como él mismo asegura) a Echetla, ciudad situada en los límites de los siracusanos y cartagineses. Resta por precisión que confesemos que son falsas sus primeras hipótesis, y que este escritor nos representó a los romanos vencidos, cuando fueron ellos los que desde el principio tuvieron la superioridad en los combates de Messina. Cualquiera notará este defecto en Filino por toda su obra, e igual juicio hará de Fabio, como se demostrará en su lugar. Pero yo, habiendo expuesto lo conveniente sobre esta digresión, procuraré, tornando a mi historia, guardar siempre consecuencia en lo que diga, y dar a los lectores en breves razones una justa idea de la guerra de que arriba hicimos mención.

CAPÍTULO IV
Alianza de Hierón con los romanos.- Sitio de Agrigento.- Salida de la plaza, rechazada por los romanos.
Una vez hubo llegado de Sicilia a Roma la nueva de los sucesos de Appio y de sus tropas (263 años antes de J. C.); y creados cónsules M. Octalicio y M. Valerio, se enviaron todas las legiones con sus jefes, unas y otros para pasar a Sicilia. Asciende el total de tropas entre los romanos, sin contar las de los aliados, a cuatro legiones que se escogen todos los años. Cada una de las legiones se compone de cuatro mil infantes y trescientos caballos. A la llegada de éstas, muchas ciudades de los cartagineses y siracusanos, dejando su partido, se agregaron a los romanos. La consideración del abatimiento y espanto de los sicilianos, junto con la multitud y fuerza de las legiones romanas, persuadieron a Hierón que se podía abrigar esperanzas más lisonjeras de los romanos que no de los cartagineses. Y así, estimulado de la razón a seguir este partido, despachó embajadores a los Cónsules para tratar de paz y alianza. Los romanos oyeron con gusto la propuesta, especialmente por los convoyes; pues señores entonces cartagineses del imperio del mar, temían no les cerrasen por todas partes el transporte de los víveres principalmente cuando en el pasaje de las primeras legiones se había experimentado una gran escasez de comestibles. Por lo cual, atento a que Tierón en esta parte les serviría de mucho provecho, aceptaron con gusto su amistad. Concertados los pactos de que el Rey restituiría a los romanos los cautivos sin rescate y a más pagaría cien talentos de plata, de allí en adelante vivieron éstos como amigos y aliados de los siracusanos; y el rey Hierón, desde aquel tiempo, acogido a la sombra del poder romano, y auxiliándole siempre según las circunstancias lo exigían, reinó tranquilamente en Sicilia, sin más ambición que la de ser coronado y aplaudido entre sus vasallos. En efecto, fue príncipe el más recomendable de todos, y el que por más tiempo gozó el fruto de su prudencia en los asuntos públicos y privados. Llevado a Roma este tratado y aprobadas y ratificadas por el pueblo con Hierón sus condiciones, determinaron los romanos no enviar en adelante todas las tropas a Sicilia, sino únicamente dos legiones; persuadidos de que con la alianza de este rey se habían descargado en parte del peso de la guerra, y que su modo de entender abundarían de esta manera sus tropas más fácilmente de todo lo necesario. Los cartagineses, noticiosos de que Hierón se había declarado su enemigo, y que los romanos se empeñaban con mayor esfuerzo sobre la Sicilia, concibieron necesitaban mayores acopios con que poder contrarrestar sus enemigos y conservar lo que poseían en esta isla. Por lo que, movilizando tropas a su sueldo en las regiones ultramarinas, muchas de ellas ligures y celtas, y muchas más aún españolas, todas las enviaron a Sicilia. Además de esto, viendo que Agrigento era por naturaleza la ciudad más acomodada y fuerte de su mando para los acopios, recogieron en ella las provisiones y tropas, resueltos a servirse de esta ciudad como plaza de armas para la guerra.
Los Cónsules romanos que habían concluido el tratado con Hierón tuvieron que volverse a Roma (262 años antes de J. C.), y L. Postumio y Q. Mamilio, nombrados en su lugar, vinieron a Sicilia con las legiones. Éstos, conocida la intención de los cartagineses, y el objeto de los preparativos que se hacían en Agrigento, determinaron insistir en la acción con mayor empeño. Por lo cual, abandonando otras expediciones, marchan con todo su ejército a atacar la misma Agrigento, y puestos sus reales a ocho estadios de ella, encierran a los cartagineses dentro de sus muros. Por estar entonces en sazón la recolección de mieses y dar a entender el sitio que duraría algún tiempo, se desmandaron los soldados a coger frutos con más confianza de la que convenía. Los cartagineses, que vieron a sus enemigos dispersos por la campiña, realizan una salida, dan sobre los forrajeadores, y desbaratándolos fácilmente, acometen unos a saquear los reales, y otros a degollar los cuerpos de guardia. Pero la exacta y particular disciplina que observan los romanos, así en esta como en otras muchas ocasiones, salvó sus negocios. Se castiga con la muerte entre ellos al que desampara el lugar o abandona absolutamente el cuerpo de guardia. Por eso entonces, aun en medio de ser superiores en número a los contrarios, sosteniendo el choque con valor, muchos de ellos mismos perecieron, pero muchos más aun de los enemigos quedaron sobre el campo. Finalmente, cercados los cartagineses cuando estaban ya para saquear el real, parte de ellos perecieron, parte hostigados y heridos fueron perseguidos hasta la ciudad.
Esto fue causa de que los cartagineses procediesen en adelante con mayor cautela en las salidas, y los romanos usasen de mayor circunspección en los forrajes. En efecto, cuando ya aquellos no se presentaban sino para ligeras escaramuzas, los Cónsules romanos dividieron el ejército en secciones, situaron el uno alrededor del templo de Esculapio que estaba al frente de la ciudad, y acamparon el otro en aquella parte que mira hacia Heraclea. El espacio que mediaba entre los dos campos, lo fortificaron por ambos lados. Por la parte de adentro tiraron una línea de contravalación, para defenderse contra las salidas de la plaza, y por la parte de afuera echaron otra de circunvalación, para estar a cubierto de las irrupciones de la campaña y evitar se metiese e introdujese lo que se acostumbra en las ciudades cercadas. Los espacios que mediaban entre los fosos y los ejércitos estaban guarnecidos con piquetes, y fortificados los lugares ventajosos de trecho en trecho. Los aliados todos les acopiaban pertrechos y demás municiones que traían a Erbeso, y ello llevando y acarreando continuamente víveres de esta ciudad poco distante del campo, se proveían muy abundantemente de todo lo necesario.
En este estado permanecieron las cosas casi cinco meses, sin poder alcanzar una parte de otra ventaja alguna decisiva, mas que las que sucedían en las escaramuzas. Pero al cabo, hostigados los cartagineses por el hambre debido a la mucha gente que encerraba la ciudad (no eran menos de cincuenta mil almas), Aníbal, que mandaba las tropas sitiadas, no sabiendo qué hacerse en tales circunstancias, despachaba sin cesar correos a Cartago, para informarles del estado actual o implorar su socorro. En Cartago se embarcaron las tropas y elefantes que se pudieron juntar y las enviaron a Sicilia a Hannón, otro de sus comandantes. Éste recogiendo los víveres y tropas en Heraclea, se apodera con astucia de la ciudad de Erbeso, y corta los víveres y demás provisiones necesarias a los ejércitos contrarios. De aquí provino que los romanos, a un tiempo sitiadores y sitiados, se hallaron en tal penuria y escasez de lo necesario, que muchas veces consultaron levantar el sitio; lo que hubieran ejecutado por último si Hierón con gran diligencia y cuidado no les hubiera provisto de aquello más preciso e indispensable.

CAPÍTULO V
Toma de Agrigento por los romanos.- Retirada de Aníbal.- Primer pensamiento de hacerse marinos los romanos.- Preparación para esta empresa.
Observando Hannón a los romanos debilitados por la peste y el hambre (262 años antes de J. C.), por ser insano el aire que respiraban; y al contrario, considerando que sus tropas se hallaban en estado de combatir, dispone cincuenta elefantes que tenía con lo restante del ejército, y lo saca con rapidez fuera de Heraclea, intimando a la caballería númida batiese la campaña, se acercase al foso de los contrarios, incitase su caballería, procurase atraerla al combate, y hecho esto, simulase retroceder hasta incorporársele. Puesta en práctica esta orden por los númidas, y aproximándose a uno de los campos, al punto la caballería romana se echó fuera y dio con arrojo sobre ellos. Éstos se replegaron según la orden hasta que se juntaron con los de Hannón, donde ejecutado un cuarto de conversión se dejan caer sobre los enemigos, los cercan exterminan muchos de ellos, y persiguen los restantes hasta el campo. Terminada esta acción, Hannón se acampó en un sitio que dominaba a los romanos, protegiéndose de una colina llamada Toro, distante como diez estadios de los contrarios. Dos meses duraron las cosas en este estado, sin producirse acción alguna decisiva más que los ligeros ataques diarios. Bien que Aníbal, con fanales y mensajeros que incesantemente enviaba a Hannón desde la ciudad, le daba a entender que la muchedumbre no podía sufrir el hambre, y bastantes por la escasez desertaban al campo contrario. Entonces el Comandante cartaginés resolvió aventurar la batalla. El romano no se inclinaba menos a esto, por las razones arriba citadas. Por lo cual, sacando ambos sus ejércitos al lugar que mediaba entre los dos campos, se llegó a las manos. Largo tiempo duró la batalla; pero al fin los romanos hicieron volver grupas a los mercenarios cartagineses que peleaban en la vanguardia, y cayendo éstos sobre los elefantes y las otras líneas que estaban detrás, fueron motivo de que todo el ejército cartaginés se llenase de confusión y espanto. La huida fue general, la mayoría quedaron sobre el campo, algunos se salvaron en Heraclea, y la casi totalidad de elefantes, con todo el bagaje, quedó en poder de los romanos. Llegada la noche, la lógica alegría de una acción tan memorable y el cansancio de la tropa hizo relajar la disciplina en los centinelas. Aníbal, que no hallaba remedio en sus negocios, consideró que esta negligencia le presentaba una oportuna ocasión para salvarse. Sale a media noche de la ciudad con sus tropas mercenarias, ciega los fosos con cestos llenos de paja, y saca su ejército indemne sin que lo perciban los contrarios. Los romanos, que advirtieron lo sucedido con la luz del día, atacan por el pronto, aunque ligeramente, la retaguardia de los de Aníbal; pero poco después se lanzan sobre las puertas de la ciudad, y no hallando obstáculo la saquean con furor, y se hacen dueños de multitud de esclavos y de un rico y variado botín.
Llevada la noticia al Senado romano de la toma de Agrigento, alegróse aquel infinito y concibió grandes esperanzas. Ya no se sosegaba con sus primeras ideas, ni le bastaba haber salvado a los mamertinos y haberse enriquecido con los despojos de esta guerra. Se prometía nada menos de que sería empresa fácil arrojar enteramente a los cartagineses de la isla y que ejecutando esto adquirirían un gran ascendiente sus negocios; a esto se reducían sus conversaciones y éste era el objeto de sus pensamientos. Y a la verdad, veían que por lo concerniente a las tropas de tierra iban las cosas a medida de sus deseos. Pues les parecía que L. Valerio y T. Octacilio, cónsules nombrados en lugar de los que habían sitiado a Agrigento (261 años antes de J. C.), administraban satisfactoriamente los negocios de Sicilia. Pero poseyendo los cartagineses el imperio del mar sin disputa, estaba en la balanza el éxito de la guerra. Pues aunque en dos tiempos próximos después de tomada Agrigento, muchas ciudades mediterráneas habían aumentado el partido de los romanos por temor a sus ejércitos de tierra, muchas más aún marítimas lo habían abandonado temiendo la escuadra cartaginesa. Por lo cual persuadiéndose más y más que la balanza de la guerra era dudosa a una y otra parte por lo arriba expuesto, y sobre todo, que la Italia era talada muchas veces por la escuadra enemiga, mientras que el África al cabo no experimentaba extorsión alguna, decidieron echarse al mar al igual de los cartagineses.
No fue éste el menor motivo que me impulsó a hacer una relación más circunstanciada de la guerra de Sicilia, para que así no se ignorase su principio, de qué modo, en qué tiempo y por qué causas se hicieron marinos por primera vez los romanos. La consideración de que la guerra se iba dilatando, les suscitó por primera vez el pensamiento de construir cien galeras de cinco órdenes de remos y veinte de a tres. Pero les servía de grande embarazo el ser sus constructores absolutamente imperitos en la fabricación de estos buques de cinco órdenes, por no haberlos usado nadie hasta entonces en la Italia. Por aquí se puede colegir con particularidad el magnánimo y audaz espíritu de los romanos. Sin tener los materiales, no digo proporcionados, pero ni aun los imprescindibles, sin haber jamás formado idea del mar, les viene entonces ésta por primera vez al pensamiento, y la emprenden con tanta intrepidez, que antes de adquirir experiencia del proyecto se proponen rápidamente dar una batalla naval a los cartagineses, que de tiempo inmemorial tenían el imperio incontestable del mar. Sirva de prueba para la verdad de lo que acabo de referir y su increíble audacia, que cuando intentaron la primera vez transportar sus ejércitos a Messina no sólo no tenían embarcaciones con cubierta, sino que ni aun en absoluto navíos de transporte, ni siquiera una falúa. Antes bien, tomando en arriendo buques de cincuenta remos y galeras de tres órdenes de los tarentinos, locres eleatos y napolitanos pasaron en ellas con arrojo sus soldados. Durante este transporte de tropas los cartagineses les atacaron cerca del estrecho, y uno de sus navíos con puente, deseoso de batirse se acercó tanto, que encallado sobre la costa, quedó en poder de los romanos, de cuyo modelo se sirvieron para construir a su parecido toda la armada. De manera que de no haber acaecido este accidente, sin duda su impericia les hubiera imposibilitado llevar a cabo la empresa. Mientras que unos, a cuyo cargo estaba la construcción, se ocupaban en la fabricación de los navíos, otros, completando el número de marineros, los enseñaban a remar en tierra de esta manera: sentábanlos sobre los remos en la ribera, haciéndoles llevar el mismo orden que sobre los bancos de los navíos. En medio de ellos estaba un comandante, que los acostumbraba a elevar a un tiempo el remo inclinando hacia sí las manos, y a bajarlo impeliéndolas hacia afuera, para comenzar y terminar los movimientos a la voluntad del que mandaba. Preparadas así las cosas y acabados los navíos, los echan al mar, y, poco expertos ciertamente en la marina, costean la Italia a las órdenes del Cónsul.

CAPÍTULO VI
Sorpresa de Lipari por Cornelio, malograda.- Imprudencia de Aníbal.- Instrumento de Duilio para atacar.- Batalla naval en Mila y victoria por los romanos.- Muerte de Amílcar, y toma de algunas ciudades.
Cn. Cornelio, que dirigía las fuerzas navales de los romanos (260 años antes de J. C.), notificada la orden pocos días antes a los capitanes de navío para que después de dispuesta la escuadra hiciesen vela hacia el estrecho, sale al mar con diecisiete navíos y toma la delantera hacia Messina, con el cuidado de tener pronto lo necesario para la armada. Durante su estancia en este puerto presentósele la ocasión de sorprender la ciudad de los liparos, y abrazando el partido sin la reflexión conveniente, marcha con los mencionados navíos y fondea en la ciudad. Aníbal, capitán de los cartagineses que a la sazón estaba en Palermo enterado de lo sucedido destaca allá con veinte navíos al senador Boodes, quien, navegando de noche, bloquea en el puerto a los del Cónsul. Llegado el día, los marineros echaron a huir a tierra, y Cneio, sorprendido y sin saber qué hacerse, se rindió por último a los contrarios. Los cartagineses con esto, adueñados de las naves y del comandante enemigo, marcharon de inmediato a donde estaba Aníbal. Pocos días después, en medio de haber sido tan ruidosa y estar aun tan reciente la desgracia de Cneio, le faltó poco al mismo Aníbal para no incurrir a las claras en el mismo error. Porque oyendo decir que estaba próxima la escuadra romana que costeaba la Italia, deseoso de informarse por sí mismo de su número y total ordenación, sale del puerto con cincuenta navíos, y doblando el promontorio de Italia, cae en manos de los enemigos que navegaban en orden y disposición de batalla, pierde la mayor parte de sus buques, y fue un verdadero milagro que él se salvase con los que le quedaban. Los romanos después, acercándose a las costas de Sicilia y enterados de la desgracia ocurrida a Cneio, dan aviso al instante a C. Duilio, que mandaba las tropas de tierra, y esperan
su llegada. Al mismo tiempo, oyendo que no estaba distante la escuadra enemiga, se aprestan para el combate. Sin duda al ver sus navíos de una construcción tosca y de lentos movimientos, les sugirió alguno el invento para la batalla, que después se llamó cuervo; cuyo sistema era de esta manera: se ponía sobre la proa del navío una viga redonda, cuatro varas de larga y tres palmos de diámetro de ancha; en el extremo superior tenía una polea, y alrededor estaba clavada una escalera de tablas atravesadas, cuatro pies de ancha y seis varas de larga. El agujero del entablado era oblongo y rodeaba la viga desde las dos primeras varas de la escalera. A lo largo de los dos costados tenía una baranda que llegaba hasta las rodillas, y en su extremo una especie de pilón de hierro que remataba en punta, de donde pendía una argolla; de suerte que toda ella se asemejaba a las máquinas con que se muele la harina. De esta argolla pendía una maroma, con la cual, levantando los cuervos por medio de la polea que estaba en la viga, los dejaban caer en los embestimientos de los navíos sobre la cubierta de la nave contraria, unas veces sobre la proa, otras haciendo un círculo sobre los costados, según los diferentes encuentros. Cuando los cuervos, clavados en las tablas de las cubiertas, cogían algún navío, si los costados se llegaban a unir uno con otro, le abordaban por todas partes; pero si lo aferraban por la proa, saltaban en él de dos en dos por la misma máquina. Los primeros de éstos se defendían con sus escudos de los golpes que venían directos, y los segundos, poniendo sus rodelas sobre la baranda, prevenían los costados de los oblicuos. De este modo dispuestos, no esperaban más que la ocasión de combatir.
Al punto que supo C. Duilio el descalabro del jefe de la escuadra, entregando el mando de las tropas de tierra a los tribunos, dirigióse a la armada, e informado de que los enemigos talaban los campos de Mila, salió del puerto con toda ella. Los cartagineses, a su vista, ponen a la vela con gozo y diligencia ciento treinta navíos, y despreciando la impericia de los romanos no se dignan poner en orden de batalla, antes bien, como que iban a un despojo seguro, navegan todos vuelta las proas a sus contrarios. Mandábalos Aníbal, el mismo que había sacado de noche sus tropas de Agrigento. Mandaba una galera de siete órdenes de remos, que había sido del rey Pirro. Al principio los cartagineses se sorprendieron de ver, al tiempo que se iban acercando los cuervos levantados sobre las proas de cada navío, extrañando la estructura de semejantes máquinas. Sin embargo, llenos de un sumo desprecio por sus contrarios, acometieron con valor a los que iban en la vanguardia. Pero al ver que todos los buques que se acercaban quedaban atenazados por las máquinas, que estas mismas servían de conducto para pasar las tropas y que se llegaba a las manos sobre los puentes, parte de los cartagineses fueron muertos, parte asombrados con lo sucedido se rindieron. Fue esta acción semejante a un combate de tierra. Perdieron los treinta navíos que primero entraron en combate, con sus tripulaciones. Entre ellos fue también tomado el que mandaba Aníbal; pero él escapó con arrojo en un bote como por milagro. El resto de la armada vigilaba con el fin de atacar al enemigo, pero advirtiéndoles la proximidad el estrago de su primera línea, se apartó y estudió los choques de las máquinas. No obstante fiados en la agilidad de sus buques, contaban poder acometer sin peligro al enemigo, rodeándole unos por los costados y otros por la popa. Mas viendo que por todas partes se les oponían y amenazaban estas máquinas y que inevitablemente habían de ser asidos los que se acercasen, atónitos con la novedad de lo ocurrido, toman al fin la huida, después de perder en la acción cincuenta naves. Los romanos, lograda una victoria tan inverosímil en el mar, concibieron doblado valor y espíritu para proseguir la guerra. Desembarcaron en la Sicilia, hicieron levantar el sitio de Egesta, que estaba en el último extremo, y partiendo de allí, tomaron a viva fuerza la ciudad de Macella. Después de la batalla naval, Amílcar, capitán de los cartagineses, que mandaba las tropas de tierra y a la sazón se encontraba en Palermo, informado de que se había originado cierta disensión en el campo enemigo entre los romanos y sus aliados sobre la primacía en los combates, y seguro de que éstos acampaban por sí solos entre Paropo y los Termas Himerenses, cae sobre ellos inesperadamente con todo el ejército cuando estaban levantando el campo, y mata cerca de cuatro mil. Realizada esta acción, marchó a Cartago con los navíos que le habían quedado salvos, y de allí a poco pasó a Cerdeña, tomando otros navíos mandados por algunos de los trierarcas de mayor fama. Poco tiempo después, sitiado por los romanos en cierto punto de Cerdeña (isla que desde que los romanos pusieron el pie en el mar se propusieron conquistarla), perdidas allí muchas de sus naves, le apresaron los cartagineses que se habían salvado, y al punto le crucificaron. En el año siguiente (259 antes de J. C.) no hicieron cosa memorable los ejércitos romanos que estaban en Sicilia. Pero llegados que fueron los sucesores cónsules A. Atilio y C. Sulpicio, marcharon contra Palermo, por estar allí las tropas cartaginesas en cuarteles de invierno. En efecto, acercándose los Cónsules a la ciudad, pusieron todo su ejército en batalla (258 años antes de J. C.); pero no presentándose los enemigos, marchan de allí contra Ippana, y al punto la toman por asalto. Tomaron también a Mitistrato, cuya natural fortaleza había hecho resistir el asedio mucho tiempo. La ciudad de los camarineos, que poco antes había abandonado su partido, fue igualmente ocupada, después de avanzadas las obras y derribados sus muros. Enna y otros muchos lugares de menor importancia de los cartagineses sufrieron la misma suerte. Terminada esta campaña, emprendieron sitiar la ciudad de los liparos.

CAPÍTULO VII
Recíproco descalabro de romanos y cartagineses.- Orden y disposición de sus armadas.- Batalla de Ecnomo.- Victoria obtenida por los romanos.
El año siguiente (257 antes de J. C.), C. Atilio, cónsul romano, habiendo arribado a Tindarida, y observando que la escuadra cartaginesa navegaba sin orden, previene a sus dotaciones que le sigan, y él parte con anticipación acompañado de diez navíos. Los cartagineses, que vieron a los enemigos, unos embarcar en sus buques, otros estar ya fuera del puerto, y entre aquellos y éstos mediar una gran distancia, se vuelven, les hacen frente, y cercándoles echan a pique todos los otros, menos el del Cónsul, que por poco no fue apresado con toda la gente; pero la buena marinería con que estaba tripulado y la agilidad de movimientos, le salvaron afortunadamente del peligro. Los restantes navíos romanos, que venían poco a poco, se reúnen, colocándose de frente, acometen a los enemigos, se apoderan de diez buques con sus tripulaciones, hunde a ocho, y el resto se retira a las islas de Lipari. Como de esta acción unos y otros juzgasen que habían salido con iguales pérdidas, todo su empeño fue aumentar las fuerzas navales y disputarse el dominio del mar. Durante este tiempo, los ejércitos de tierra no hicieron cosa alguna digna de mención, únicamente se ocuparon en expediciones leves y de corta duración. Pero las armadas navales, aprestadas como queda dicho, se hicieron a la vela en la primavera siguiente. Los romanos arribaron a Messina con trescientos treinta navíos largos y con puente, de donde salieron, y dejando la Sicilia a la derecha, doblado el cabo Pachino, pasaron frente a Ecnomo, por estar acampado en aquellas cercanías el ejército de tierra. Los cartagineses salieron al mar con trescientos cincuenta navíos con puente, tocaron primero en Lilibea, y de allí anclaron en Heraclea de Minos. La finalidad de los romanos era marchar al África situando allí el teatro de la guerra, para que de este modo los cartagineses no cuidasen defender la Sicilia sino su propia patria y personas. Los cartagineses pensaban al contrario: consideraban que el África era de fácil arribo; que una vez en ella los romanos, toda la gente de los campos se les rendiría sin resistencia: y así, lejos de consentirlo, procuraban aventurar el trance de una batalla naval. Dispuestos de este modo, unos a hacer una irrupción y otros a rechazarla, bien se dejaba conocer de la obstinación de uno y otro pueblo, que amenazaba un próximo combate. Los romanos hacían los preparativos para ambos casos, bien se hubiese de pelear por mar, bien se hubiese de hacer un desembarco por tierra. Por lo cual, escogido de sus ejércitos la flor de las tropas, dividieron toda la armada que habían de llevar en cuatro partes. Cada una de ellas tuvo dos denominaciones. La primera se llamó la primera legión y la primera escuadra, y así de las demás. La cuarta no tuvo nombre; se la llamó Triarios, como se la acostumbraba llamar en los ejércitos de tierra. El total de esta armada era de ciento cuarenta mil hombres; de suerte que cada navío llevaba trescientos remeros, y ciento veinte soldados de armas. Los cartagineses, por su parte, se preparaban con sumo estudio y cuidado para un combate naval. El total de su ejército, según el número de buques, ascendía a más de ciento cincuenta mil hombres. A la vista de esto, ¿quién, al considerar tan prodigiosa multitud de hombres y navíos, podrá, no digo mirar, pero ni aun oír sin asombro la importancia del peligro, y la grandeza y poder de las dos repúblicas? Los romanos, reflexionando que a ellos les convenía bogar en alta mar, y que los enemigos les superaban en la ligereza de sus buques, procuraron formar un orden de batalla resguardado por todas partes y difícil de desbaratar por los contrarios. Para esto, los dos navíos de seis órdenes, que mandaban los cónsules M. Atilio Régulo y L. Manlio (256 años antes de J. C.), fueron puestos paralelamente los primeros al frente. Detrás de cada uno de ellos dispusieron uno por uno los navíos en orden sucesivo. Al uno seguía la primera escuadra y al otro la segunda; pero siempre haciendo mayor el intervalo, a medida que cada buque de cada división se iba situando; de manera que sucediéndose los unos a los otros, todos miraban con las proas hacia fuera. Ordenadas
de este modo la primera y segunda escuadra en forma de ángulo, pusieron detrás la tercera de frente en línea recta, con cuya situación todo el orden de batalla figuraba un triángulo perfecto. A éstas seguían las embarcaciones de carga, arrastradas a remolque por los navíos de la tercera escuadra. A espaldas de ésta colocaron la cuarta, llamada de los Triarios, de tal forma prolongada sobre una línea recta, que superase uno y otro costado de los que tenía delante. Dispuestas de este modo todas las divisiones, el total de la formación representaba un triángulo cuya parte superior estaba hueca y la base sólida; pero el todo, fuerte, propio para la acción, y difícil de romper.
Durante este tiempo, los jefes cartagineses, arengando brevemente a sus tropas, y haciéndolas ver que ganada la batalla naval únicamente tendrían que defender la Sicilia, pero que si eran derrotados aventuraban su propia patria y familias, dan la orden de embarcar. Los soldados ejecutaron rápidamente el mandato, por pronosticar del éxito según lo que acababan de oír, y con gran ánimo y resolución se hicieron a la mar. Pero advirtiendo sus jefes la formación de lo contrarios, y adaptándose a ella, situaron las tres divisiones de su armada sobre una línea, prolongando el ala derecha hacia el mar en situación de rodear a los enemigos, vueltas contra ellos las proas de todo sus navíos. La cuarta división, de que se componía el ala izquierda de toda su formación, estaba ordenada en forma de tenaza, dirigida hacia la tierra. El ala derecha, compuesta de los navíos y quinquerremes más propios por su ligereza para desconcertar las alas de los contrarios, la mandaba Hannón, aquel que había sido derrotado en el sitio de Agrigento. La izquierda estaba a las órdenes de Amílcar, aquel que se batió en el mar junto a Tindarida, y el que en esta ocasión, haciendo que cargase el peso de la batalla en el centro de la formación, usó de esta estratagema durante el combate.
Apenas observaron los romanos que los cartagineses se desplegaban sobre una simple línea, atacaron el centro, y por aquí se dio principio a la acción. Amílcar, entonces, para romper la formación de los romanos, mandó al instante a su centro echase a huir. En efecto, retiróse éste con rapidez, y los romanos iban con valor en su persecución. La primera y segunda escuadra acosaba a los que huían; mientras que la tercera, que remolcaba las embarcaciones de carga, y la cuarta, donde estaban los triarios destinados a su defensa, quedaban desunidas. Cuando consideraron los cartagineses que la primera y segunda estaban a una gran distancia de las otras, entonces puesta una señal sobre el navío de Amílcar, rápidamente se vuelve toda la armada y ataca a los que la perseguían. Grande fue la refriega que originó de una y otra parte. Los cartagineses llevaban mucha ventaja en la veloz maniobra de sus buques y en la facilidad de acercarse y retirarse con ligereza; pero el valor de los romanos en los ataques, al aferrar los cuervos a los que una vez se acercaban, la presencia de los dos Cónsules que combatían a su frente, y a cuya vista se superaba el soldado, no les inspiraba menos confianza que a los cartagineses. Tal era la situación del combate por esta parte.
Durante este tiempo, Hannón, a cuyo mando estaba el ala derecha que desde el principio de la acción había permanecido separada, tomando altura dio sobre los navíos de los triarios y los puso en grande aprieto y apuro. Los cartagineses que se encontraban situados cerca de tierra se ordenan de frente en vez de la formación que antes tenían, y vueltas las proas, acometen a los que remolcaban los barcos de carga. Estos, abandonadas las cuerdas, vienen a las manos y se baten con sus contrarios. De suerte que el total de la acción estaba dividida en tres partes, y otros tantos eran los combates navales, mediando mucha distancia entre unos y otros; y como las divisiones de una y otra armada eran iguales, según la separación que habían hecho al principio, ocurría que lo era también el peligro; pues en cada una de ellas se realizaba justamente lo que de ordinario sucede, cuando es en un todo igual el poder de los combatientes. Pero al fin vencieron los primeros, porque obligados los de Amílcar echaron a huir, y Manlio unió a los suyos los navíos que había capturado. Régulo, luego que se percató del peligro en que se hallaban los triarios y las embarcaciones de carga, marcha prontamente en su socorro con los navíos de la segunda escuadra que le habían quedado indemnes. Con su venida y ataque que hace a los de Hannón, los triarios, que estaban ya para ceder malamente, se rehacen y vuelven a adquirir espíritu para la carga. Los cartagineses entonces hostigados, ya por los que les atacaban de frente, ya por los que les acometían por la espalda, y rodeados por el nuevo socorro cuando menos lo pensaban, cedieron y lanzáronse a huir a alta mar. Durante este tiempo, vuelto ya Manlio de su primer combate, advierte que el ala izquierda de los cartagineses tenía acorralada la tercera escuadra sobre la costa: llega también Régulo a la sazón, después de haber dejado a salvo el convoy y los triarios, y emprenden uno y otro el socorrer a los que peligraban. Estaban ya éstos prácticamente sitiados, y sin duda hubieran perecido. Pero el temor de los cartagineses a los cuervos se contentaba con tenerlos bloqueados y cercados contra la costa, y el miedo de ser aferrados no les dejaba acercar para atacarlos. Llegados que fueron los Cónsules, cercan rápidamente a los cartagineses, se apoderan de cincuenta navíos con sus equipajes, y sólo unos pocos se escapan virando hacia tierra. Ésta es la relación de la batalla, contada por partes. La ventaja de toda ella quedó por los romanos. De éstos fueron hundidos veinticuatro navíos; de los cartagineses, más de treinta; de los romanos, ningún navío con tripulación fue a poder de los contrarios; de los cartagineses, sesenta y cuatro.

CAPÍTULO VIII
Los romanos en África.- Toma de Aspis.- Atilio Régulo queda solo en África.- Batalla de Adis y victoria por los romanos.- Cartago rechaza las proposiciones de paz formuladas por Atilio.
Después de esta victoria, los romanos acumularon mayores provisiones, repararon los navíos que habían apresado, y cuidando de la marinería con el esmero competente a lo bien que se había portado, se hicieron a la vela, encaminando su rumbo al África. Su primera división abordó al promontorio de Hermea, el cual, enclavado frente del golfo de Cartago, se introduce en el mar mirando a la Sicilia. Aquí esperaron a los navíos que venían detrás, y congregada toda la armada, costean el África hasta arribar a la ciudad llamada Aspis. Efectuado aquí el desembarco, sacaron sus buques a tierra, y rodeados de un foso y trinchera, se preparan a sitiar la ciudad por no haberla querido entregar voluntariamente sus moradores.
Regresados a su patria los cartagineses que habían salido salvos del combate naval, y persuadidos de que la victoria ganada ensoberbecería a los contrarios y los dirigiría con presteza a la misma Cartago, habían defendido con tropas de tierra y fuerzas navales los puestos avanzados de la ciudad. Pero desengañados de que los romanos en efecto habían hecho su desembarco y tenían sitiada a Aspis, desistieron de vigilar el rumbo de su venida, levantaron tropas y fortificaron la ciudad y sus alrededores. Una vez apoderados de Aspis los romanos, dejan una competente guarnición para defensa de la ciudad y su país, y enviando legados a Roma que diesen parte de lo acaecido, se informasen de lo que se debía hacer y cómo se habían de conducir en adelante, marchan después rápidamente con todo su ejército, y comienzan a talar la campaña. No hallaron resistencia alguna, por lo cual arruinaron muchas quintas magníficamente construidas, robaron infinidad de ganado cuadrúpedo, y embarcaron en sus navíos más de veinte mil esclavos. Durante este tiempo regresan de Roma los legados con la resolución del Senado de que era preciso que uno de los cónsules permaneciese, quedándose con las fuerzas correspondientes, y el otro llevase a Roma la armada. Régulo fue el que se quedó con cuarenta navíos, quince mil infantes y quinientos caballos. L. Manlio, con los marineros e infinidad de cautivos, pasando sin riesgo por la Sicilia, llegó a Roma. Apenas advirtieron los cartagineses que los enemigos se disponían para una guerra más dilatada, eligieron primeramente entre sí dos comandantes, Asdrúbal, hijo de Annón, y Bostar, y enviaron después a decir a Amílcar, a Heraclea, que se restituyese cuanto antes. Éste, con quinientos caballos y cinco mil infantes, llega a Cartago, y nombrado tercer comandante delibera con Asdrúbal sobre el estado actual de los negocios. Convinieron en que se debía defender la provincia y no permitir que el enemigo la talase impunemente. Pocos días después (256 años antes de J. C.), Régulo sale a campaña, toma por asalto los castillos que no tenían muros y pone sitio a los que los tenían. Llegado que hubo a Adis, ciudad importante, sitúa sus reales alrededor de ella y emprende con ardor las obras y el cerco. Los cartagineses se dieron prisa a socorrer la ciudad, y en la firme inteligencia que libertarían las campiñas de la tala, sacaron su ejército, ocuparon una colina que dominaba a los contrarios, aunque molesta a sus propias tropas, y acamparon en ella. Tener puestas sus principales esperanzas en la caballería y los elefantes y abandonar el país llano encerrándose en lugares ásperos e inaccesibles, era mostrar a los enemigos lo que debían hacer para atacarles. En efecto, sucedió así. Desengañados por la experiencia, los capitanes romanos de que lo desventajoso del sitio inutilizaba lo más eficaz y temible del ejército contrario, sin esperar a que bajase al llano y se pusiese en batalla se aprovechan de la ocasión y ascienden la colina por una y otra parte al rayar el día. La caballería y los elefantes de los cartagineses fueron completamente inútiles. Los soldados extranjeros se batieron con generoso valor e intrepidez, y obligaron a ceder y huir la primera legión; pero atacados de nuevo, y acorralados por los que montaban la colina por la otra parte, tuvieron que volver la espalda. Después de esto, todo el campo se dispersa. Los elefantes y la caballería ganaron el llano lo más rápido que pudieron, y se pusieron a salvo. Los romanos persiguieron la infantería por algún tiempo, robaron el real enemigo, y después, batida toda la campaña, saquearon las ciudades impunemente. Hechos señores de Túnez, se acantonaron en ella, ya por la conveniencia que tenía para las incursiones que proyectaban, ya también por estar en una situación ventajosa para invadir a Cartago y sus alrededores.
Los cartagineses, derrotados poco antes en el mar y ahora sobre la tierra, no por el poco espíritu de sus tropas, sino por la imprudencia de los capitanes, se hallaban en una situación lamentable de todos modos. A esto se añadía que, invadida su provincia por los númidas, les causaban éstos mayores daños que los romanos. De lo que resultaba que, refugiados por el miedo los de la campaña en la ciudad, estaba ésta en una suma consternación y penuria, causada en parte por la gran muchedumbre, y en parte por la probabilidad de un asedio. Régulo, que veía frustradas las esperanzas de los cartagineses por mar y tierra, se juzgaba casi señor de Cartago. Pero el temor de que el Cónsul que había de llegar de Roma a sucederle no se llevase el honor de haber concluido la guerra, le impulsó a exhortar a los cartagineses a un ajuste. Fue éste escuchado con agrado, y se envió a los principales de la ciudad, quienes, conferenciando con el Cónsul, distaron tanto de conformarse con ninguna de las proposiciones que se les hacía, que ni aun pudieron oír con paciencia lo insoportable de las condiciones que les quería imponer. En efecto, Régulo, como absoluto vencedor, creía debían juzgar por gracia y especial favor todo cuanto les concediese. Los cartagineses, al contrario, considerando que, aun en el caso de ser sometidos, no les podía sobrevenir carga más pesada que la que entonces se les imponía, no sólo se tornaron exasperados con semejantes propuestas, sino también ofendidos de la dureza de Régulo. El Senado de Cartago, oída la propuesta del Cónsul, aunque perdidas casi las esperanzas de arreglo, conservó no obstante tal espíritu y grandeza de ánimo que prefirió antes sufrirlo todo, padecerlo todo e intentar cualquier fortuna, que tolerar ninguna cosa indecorosa e indigna a la gloria de sus pasadas acciones.

CAPÍTULO IX
Llega Jantippo a Cartago y se le entrega el mando de las tropas.- Ordenanza de cartagineses y romanos.- Batalla de Túnez y victoria cartaginesa.- Reflexiones sobre este acontecimiento.
Por este tiempo (255 años antes de J. C.), llegó a Cartago cierto conductor, de los que habían sido anteriormente enviados a la Grecia, conduciendo un gran reemplazo de tropas, entre las que venía un cierto Jantippo, lacedemonio, educado a la manera de su país y bastante conocedor del arte de la guerra. Éste, informado por una parte del descalabro ocurrido a los cartagineses, y del cómo y de qué manera había pasado por otra contemplando los preparativos que aun les restaban y el número de su caballería y elefantes, rápidamente echó la cuenta y declaró a sus amigos que los cartagineses no habían sido vencidos por los romanos sino por la ineptitud de sus comandantes. Divulgada prontamente por los circunstantes entre la plebe y los generales la conversación de Jantippo, deciden los magistrados llamar y hacer experiencia de este hombre. En efecto, viene, les hace ver las razones que le asistían, demuestra los defectos en que habían incurrido y asegura que si le dan crédito y se aprovechan de los lugares llanos, tanto en las marchas como en los campamentos y ordenanzas, podrían sin dificultad no sólo recobrar la seguridad para sus personas, sino triunfar de sus enemigos. Los jefes aplaudieron sus razones, convencidos le confiaron inmediatamente el mando de las tropas.
Cuando se divulgó entre el pueblo la voz de Jantippo circulaba ya un cierto rumor y fama que hacía abrigar de él a todos grandes esperanzas. Pero cuando sacó el ejército fuera de la ciudad, le puso en formación, y comenzó, dividido en trozos, a hacer evoluciones y a mandar según las reglas del arte, se reconoció en él tanta superioridad respecto de la impericia de los precedentes comandantes, que todos manifestaron a voces la impaciencia de batirse sin tardanza con los contrarios, en la firme seguridad de que no podía ocurrir cosa adversa bajo la conducta
de Jantippo. Con estas disposiciones, aunque los jefes reconocieron que la tropa habían recobrado su espíritu indecible, sin embargo las exhortaron según la ocasión lo aconsejaba, y pocos días después se puso en marcha el ejército. Se componía éste de doce mil infantes, cuatro mil caballos, y cerca de un centenar de elefantes.
Cuando los romanos advirtieron que los cartagineses realizaban las marchas y situaban sus campamentos en lugares llanos y descampados, aparte de que en esto les sorprendía la novedad, sin embargo, seguros del éxito, ansiaban venir a las manos. En efecto, se fueron aproximando y acamparon el primer día a diez estadios de los enemigos. En el siguiente celebraron consejo los jefes cartagineses sobre por qué y cómo se había de obrar en el caso presente. Pero las tropas, impacientes por el combate, se aglomeran en corrillos, claman por el nombre de Jantippo, y piden que se las saque cuanto antes. En vista de este ardor y deseo del soldado, junto con el asegurar Jantippo que no había que dejar pasar la ocasión, ordenaron los capitanes que estuviese pronta la armada, y dieron atribuciones al lacedemonio para que usase del mando conforme lo creyese conveniente. Revestido de este poder, sitúa sobre una línea los elefantes al frente de todo el ejército. A continuación de las bestias coloca la falange cartaginesa a una distancia proporcionada. Las tropas extranjeras, a unas las introduce en el ala derecha, y otras, las más ágiles, las coloca con la caballería al frente de una y otra ala.
Después que vieron los romanos formarse a sus contrarios, salieron al frente en buena formación. Pero asombrados por presentir el ímpetu de los elefantes, ponen al frente los velites, sitúan a la espalda muchos manípulos espesos, y dividen la caballería sobre las dos alas. Por el hecho mismo de ser toda su formación menos extensa que antes, pero más profunda, estaban perfectamente dispuestos para resistir el choque de las fieras; pero para rechazar el de la caballería, que era mucho más superior que la suya, lo erraron de medio a medio. Después que ambas armadas se situaron a medida de su deseo, y cada línea ocupó el lugar que la correspondía, permanecieron en formación, aguardando el tiempo de llegar a las manos.
Lo mismo fue ordenar Jantippo a los conductores de los elefantes que avanzasen y rompiesen las líneas enemigas, y a la caballería que los cercase y atacase por ambas alas, que acometer también los romanos con gran ruido de armas y algazara según la costumbre. La caballería romana, por ser la de los cartagineses más numerosa, desamparó al instante el puesto en una y otra ala. La infantería situada sobre el ala izquierda, en parte por evitar el ímpetu de las fieras, y en parte por desprecio de las tropas extranjeras, atacó la derecha de los cartagineses, y haciéndola volver la espalda, la rechazó y persiguió hasta el campo. Las primeras líneas que estaban frente a los elefantes, agobiadas, rechazadas y atropelladas por la violencia de estos animales murieron a montones con las armas en las manos. El resto de la formación, por la profundidad de sus filas continuó sin desunirse durante cierto tiempo; pero cuando las últimas líneas, rodeadas por todas partes de la caballería, se vieron obligadas a hacer frente para pelear, y las primeras que habían abierto brecha por medio de los elefantes, situadas estas fieras a la espalda, encontraron con la falange cartaginesa, intacta aún y coordinada que las pasaba a cuchillo; entonces, hostigados por todas partes los romanos, la mayor parte fue presionada por el enorme peso de estos animales, el resto sin salir de formación fue asaetado por la caballería, y sólo unos pocos pudieron huir. Pero como el terreno era llano, unos murieron arrollados por los elefantes y la caballería; otros, hasta quinientos que huían con Régulo, fueron más tarde hechos prisioneros y conducidos vivos con el mismo Cónsul. Los cartagineses perdieron en esta acción ochocientos soldados extranjeros, que estaban opuestos a la izquierda de los romanos. De éstos únicamente se salvaron dos mil, que persiguiendo al enemigo, como hemos dicho, se desplazaron fuera de la batalla. Todos los demás quedaron sobre el terreno, a excepción del cónsul Régulo y los que con él escaparon. Las cohortes romanas que se salvaron se refugiaron en Aspis milagrosamente. Y los cartagineses, satisfechos con el suceso, volvieron a la ciudad, después de haber despojado los muertos, llevando consigo al Cónsul y los demás prisioneros.
Reflexione alguien detenidamente sobre este paso, y hallará infinito conducente al arreglo de vida de los mortales. La desdicha que acaba de suceder a Régulo es una demostración de que aún en las prosperidades debemos desconfiar de la fortuna. El que poco antes no daba lugar a la compasión ni cuartel al vencido, se ve hoy obligado a suplicar a este mismo por su propia vida. Parece que lo que en otro tiempo dijo tan al caso Eurípides, que un buen consejo vale más que muchas manos, lo está ahora confirmando la misma experiencia. Un solo hombre, un solo consejo, aniquila ejércitos al parecer invencibles y disciplinados; al paso que restablece una república que visiblemente se iba a desmoronar de todo punto y recobra los ánimos abatidos de sus tropas. He hecho mención de estos avisos para corrección de los que lean estos comentarios. Pues siendo los dos caminos que tienen de rectificar sus defectos los humanos, el de sus propias infelicidades o el de las ajenas, aquel que nos conduce por nuestros propios infortunios es sin duda más eficaz, pero más seguro el que nos guía por los ajenos. Por lo cual, de ningún modo debemos escoger voluntariamente el primero, porque nos proporciona la corrección a costa de muchas penas y trabajos; pero el segundo lo debemos recorrer siempre buscando, porque sin riesgo alguno nos hace verlo mejor. A vista de esto, debemos estar convencidos que el mejor estudio para moderar las costumbres es el que se forma en la escuela de una fiel y exacta historia. Porque sola ella en todo tiempo y ocasión nos provee sin riesgo de saludables avisos para lo mejor. Pero esto baste de moralidades.

CAPÍTULO X
Regreso de Jantippo a su patria.- Victoria naval de los romanos.- Toma de Palermo.
Los cartagineses, habiéndoles resultado las cosas a medida de sus deseos, no perdonaron exceso alguno de regocijo, ya tributando a Dios repetidas gracias, ya realizando entre sí mutuos oficios de benevolencia. Pero Jantippo, que había hecho adquirir tal ascendiente y aspecto a los intereses de Cartago, se volvió a ausentar de allí a poco, después de bien pensado y reflexionado el asunto. Las acciones gloriosas y extraordinarias aportan, por regla general, ya negras envidias, ya violentas calumnias. Éstas en su patria los naturales las pueden soportar, por la multitud de parientes y amigos; pero a los extranjeros cualquiera de ellas es fácil aniquilar y exponer a un precipicio. De diverso modo se cuenta la marcha de Jantippo; pero yo procuraré manifestar mi opinión aprovechando ocasión más oportuna.
Los romanos, llegada la noticia de lo sucedido en el África cuando menos la esperaban, pensaron al momento equipar una escuadra y sacar del peligro la gente que había quedado a salvo del combate. Los cartagineses, por el contrario, con el anhelo de reducir estas tropas, habían acampado y puesto sitio a Aspis; pero no pudiendo conquistarla por el espíritu y valor de los que la defendían, tuvieron al fin que alzar el cerco. Con el aviso que recibieron de que los romanos equipaban una flota, en la que habían de venir otra vez al África, repararon parte de sus barcos y construyeron otros de nuevo. Con lo que tripulados rápidamente doscientos de ellos, se hicieron a la mar para vigilar la venida de los contrarios.
Al principio del estío (255 años antes de J. C.), los romanos, botadas al mar trescientas cincuenta naves entregan el mando de ellas a Marco Emilio y Servio Fulvio, haciéndose a la vela. Costeaba esta flota la Sicilia como quien mira al África, cuando al doblar el promontorio de Hermea se topó con la armada cartaginesa, y haciéndola volver prontamente la espalda al primer choque, apresó ciento catorce navíos con sus respectivas tripulaciones. Después toma a bordo en Aspis la gente joven que había quedado en el África, y pone proa a la Sicilia. Ya había recorrido sin peligro la mitad del camino y estaba para tocar en la provincia de los camarineos cuando la sobrevino tan terrible tempestad y tan gran contratiempo, que toda exageración resultaría corta respecto a la magnitud del fracaso. De trescientos sesenta y cuatro navíos, tan sólo ochenta se salvaron. Los demás, unos hundidos, otros estrellados por las olas contra las rocas y promontorios, mostraban la costa cubierta de cadáveres y fragmentos. No hay recuerdo en las historias de catástrofe naval mayor que ésta en una sola jornada. La causa de esta desgracia no tanto se ha de atribuir a la suerte, cuanto a los jefes. Porque asegurando repetidas veces los pilotos que no se debía navegar tan próximo a la costa exterior de la Sicilia, que está mirando a la costa de África, por ser muy profunda el mar en aquella parte y difícil de abordar; a más de esto, que las dos constelaciones infaustas a la navegación, Orión y el Perro, en cuyo centro navegaban, la una no era aún enteramente pasada, y la otra empezaba a descubrirse; sin embargo, sordos a sus representaciones los Cónsules, se adentran temerariamente en alta mar, con el deseo de que ciertas ciudades situadas sobre la costa se les rendirían atemorizadas con la noticia de la precedente victoria. Pero ellos no reconocieron su temeridad hasta que cayeron en grandes desgracias por unas débiles esperanzas.
Por lo general los romanos se valen de la violencia para todas las empresas. Creen que su fantasía debe tener efecto por una especie de necesidad, y que nada de lo que una vez se imaginaron es para ellos imposible. Muchas veces por este furor han realizado sus intentos, pero algunas les ha acarreado visibles desgracias, principalmente en el mar. En la tierra, como únicamente tienen que pelear contra los hombres y sus obras, y medir sus fuerzas contra iguales, por lo general han triunfado, y rara vez ha desmentido la realización a la idea. Pero cuando han querido enfrentarse al mar y violentar el cielo, han incurrido en tan grandes contratiempos; lo que ya han experimentado no una sino infinitas veces, y experimentarán aún, mientras no corrijan esta audacia y desenfreno que los persuade a que en todo tiempo el mar y la tierra debe ser para ellos transitable.
Conocedores los cartagineses del naufragio de la armada romana, se creyeron que la victoria precedente por tierra, y la catástrofe actual por mar, los ponía en estado de hacer frente a sus contrarios, y emprendieron con más ardor los preparativos marítimos y terrestres. Enviaron al instante a Asdrúbal a la Sicilia, y le entregaron, a más de las fuerzas que antes tenía, las que habían venido de Heraclea con ciento cuarenta elefantes. Después de despachado éste, equiparon doscientos navíos y prepararon todo lo necesario para la expedición. Asdrúbal, habiendo llegado felizmente a Lilibea, se ocupaba en amaestrar las fieras y adiestrar las tropas, resuelto a apropiarse la campaña.
Los romanos, informados del pormenor del naufragio por los que habían escapado, lamentaron infinito este accidente. Pero firmes en no confiar una vez más en la fortuna, determinaron volver a construir de nuevo doscientos veinte navíos. En efecto, terminada esta armada en tres meses, lo que parece inverosímil, los cónsules nombrados, Aulo Atilio y Cn. Cornelio, la preparan prontamente y se hacen a la vela (254 años ante de J. C.) Atraviesan el estrecho, toman en Messina los barcos que se habían salvado del naufragio, y fondeando con trescientos navíos en Palermo de Sicilia, ciudad la más importante de la dominación cartaginesa, deciden ponerla sitio. Avanzados los trabajos por dos partes, y hechos los demás preparativos, acercan las máquinas. Fácilmente se destruyó un torreón inmediato al mar, por cuyas ruinas entró el soldado a mano armada y se apoderó de la ciudad nueva a viva fuerza Con este suceso vino a estar en gran peligro la otra parte de la ciudad, llamada vieja, por cuyo motivo la entregaron inmediatamente sus habitantes. Apoderados de ella los romanos, vuelven a Roma, dejando una guarnición en la ciudad.

CAPÍTULO XI
Los romanos siguen luchando contra los elementos de la naturaleza.- Batalla de Palermo.- Construcción de una nueva armada por éstos.
El verano siguiente, los nuevos cónsules Cn. Servilio y C. Sempronio se hicieron a la mar con toda la armada (253 años antes de J. C.), pasaron la Sicilia y marcharon de allí al África. Bordearon esta región realizando muchos desembarcos, pero volvieron a la isla de los lotofagos, llamada Meninx, a poca distancia de la pequeña Sirtes, sin haber efectuado cosa memorable. Durante la estancia en esta isla, su impericia les hizo dar en un bajío. La baja marea dejó en seco sus navíos y los puso en un gran apuro; pero vuelta poco después la marea cuando menos la esperaban lanzaron al mar toda la carga, y apenas hubieron alijado, cuando marcharon a manera de quien va huyendo. Tan pronto llegaron a la Sicilia, doblaron el cabo de Lilibea y abordaron a Palermo. De allí su temeridad los llevó por mar a Roma, en cuyo viaje sufrieron otra vez tan horrible temporal que perdieron más de ciento cincuenta navíos. Con estas pérdidas tan importantes y repetidas, el pueblo romano, aunque en todo émulo del honor sobremanera, desistió de construir otra flota, y forzado de la actualidad de los negocios, concretó sus restantes esperanzas a los ejércitos de tierra, envió a la Sicilia a los cónsules L. Cecilio y Cn. Furio con las legiones (252 años antes de J. C.), y dotó únicamente sesenta navíos para transportar víveres a las tropas.
Con estos infortunios mejoraron de aspecto los intereses de Cartago. Poseían ya sin disputa el imperio del mar por cesión de los romanos, y en las tropas de tierra tenían muy fundadas esperanzas. Y con razón, pues la fama extendida de la batalla de África, el haber destrozado los elefantes sus líneas, y haber muerto infinidad de soldados, habían hecho formar a los romanos una idea tan espantosa de estas fieras, que en los dos años siguientes acampados en distintas ocasiones en los territorios de Lilibea y Selinuncia, a cinco o seis estadios de los enemigos, no se atrevieron jamás a presentarse al combate sin descender absolutamente a la llanura, por temor al ímpetu de estas bestias. Pues aunque sitiaron durante este tiempo a Terma y Lipari, esto fue situándose en lugares escabrosos e inaccesibles. El temor y desaliento que los romanos advirtieron en sus ejércitos de tierra, les hizo mudar de resolución y volver sus pensamientos a la marina. En efecto, crearon cónsules a C. Atilio y L. Manlio, construyeron cincuenta navíos e inscribieron y recogieron prontamente el personal correspondiente para la armada.
Asdrúbal, comandante de los cartagineses, testigo del espanto de los romanos en los campamentos anteriores, informado de que uno de los Cónsules había marchado a Italia con la mitad del ejército (252 años antes de J. C.), y que Cecilio quedaba en Palermo con la parte restante para defender los frutos de los aliados, cuya cosecha estaba ya en sazón; Asdrúbal, digo, parte de Lilibea con su ejército y sienta sus reales sobre los límites del territorio de Palermo. Cecilio, que advirtió su confianza, retuvo sus tropas dentro de la ciudad, con vistas a provocar su audacia. Fiero el cartaginés de que en su concepto Cecilio no osaba hacerle frente, avanza temerario con todo el ejército, y desciende por unos desfiladeros al país de Palermo. El procónsul, no obstante la tala de frutos que el cartaginés hacía hasta la ciudad, permanecía firme en su resolución hasta ver si le incitaba a pasar el río que corre por delante. Pero cuando ya tuvo de esta parte los elefantes y el ejército, destaca al instante sus tropas ligeras para que los provoquen y se vean obligados a poner todo su campo en batalla. Al fin, cumplido su deseo, sitúa algunas tropas ligeras delante del muro y del foso, con orden de, si los elefantes se acercaban, dar sobre ellos una carga cerrada de saetas; y en caso de verse precisados, retirarse al foso, y desde allí volver a la carga contra los que se acercasen. Ordena después a los artesanos llevar dardos de la plaza y estar dispuestos en el exterior al pie del muro. Él con sus cohortes se aposta en la puerta opuesta al ala izquierda de los enemigos, para enviar continuamente socorros a sus ballesteros. Empeñada algo más la acción, los conductores de los elefantes, émulos de la gloria de Asdrúbal y deseosos de que a ellos se les atribuyese
la victoria, avanzaron todos contra los primeros que peleaban, los pusieron fácilmente en huida y los persiguieron hasta el foso. Aproximáronse después los elefantes, pero heridos por los que disparaban desde el muro, y traspasados a golpe seguro con los continuos chuzos y lanzas de los que coronaban el foso, se enfurecen al fin acribillados de flechas y heridas, se vuelven y atacan a los suyos, atropellan y matan a los soldados, confunden y desordenan sus líneas. A la vista de esto, Cecilio saca rápidamente el ejército, da en flanco con sus tropas de refresco y coordinadas sobre el ala de los enemigos desorganizados, causa un grande daño en los contrarios, mata a muchos, y hace huir a los demás precipitadamente. Toma diez elefantes con sus indios, y se apodera de todos los demás que habían desmontado a sus conductores, rodeándolos la caballería después de la batalla. Acabada la acción, en general se confesaba que Roma era deudora a Cecilio de que sus tropas de tierra hubiesen recuperado el valor y hubiesen vindicado la campiña. Llevada a Roma la noticia de este triunfo, se alegraron infinito, no tanto porque privados de los elefantes quedaban muy inferiores los enemigos, cuanto porque habiendo apresado estas fieras habían recobrado el espíritu sus soldados. Con tal motivo se confirmaron también en su anterior resolución de enviar los Cónsules a la expedición con la armada y tropas navales, y procurar poner fin a la guerra del modo posible. Aprestado todo lo necesario para la partida, salen al mar los Cónsules con doscientos navíos hacia la Sicilia. Ya era éste el decimocuarto año de la guerra (251 antes de J. C.) Echan anclas en Lilibea, y con la incorporación de tropas de tierra que había en la isla, emprenden poner sitio a la ciudad con la esperanza de que, dueños de ella, pasarían fácilmente al África el teatro de la guerra. Cuanto a esta parte, casi pensaban del mismo modo que los romanos los comandantes cartagineses, y hacían las mismas reflexiones. Por cuya razón, desatendiendo lo demás, únicamente insistieron en socorrer esta plaza, y aventurar y sufrirlo todo por su conservación, por no quedarles ya recurso alguno, poseyendo los romanos lo demás de la Sicilia, a excepción de Drepana. Pero para que aquellos que no conocen la geografía no confundan lo que se va a decir, intentaré dar a mis lectores una breve noticia de la oportunidad y situación de este país.

CAPÍTULO XII
Situación de la Sicilia.- Sitio de Lilibea.- Traición de las tropas extranjeras.- Socorro que envía Cartago bajo la conducta de Aníbal.- Salida de los sitiados contra las máquinas de guerra.
Sicilia está situada respecto a Italia y sus límites de igual modo que el Peloponeso respecto al resto de la Grecia y sus extremos. En esto estriba la diferencia que entre las dos se halla: que aquella es isla, y ésta península. El istmo de ésta es transitable, y el de aquella vadeable. La figura de la Sicilia es un triángulo. Los vértices de cada ángulo son otros tantos promontorios. De los cuales, el que mira a Mediodía y se avanza al mar de Sicilia, se llama Pachino; el que yace al Septentrión y termina la parte occidental del estrecho, distante de Italia como doce estadios, Peloro, finalmente, el tercero se llama Lilibeo, mira al África está situado cómodamente para pasar a los promontorios de Cartago que mencionamos anteriormente, está distante de ellos como mil estadios, se inclina hacia el ocaso del invierno, y divide los mares de África y de Cerdeña. Sobre este último cabo se halla emplazada la ciudad del mismo nombre, y a la que entonces los romanos sitiaron. Está bien protegida por muros, circundada de un profundo foso y esteros que llena el mar, cuya travesía para entrar en el puerto necesita de mucha práctica y experiencia.
Los romanos, situados sus reales delante de esta ciudad por una y otra parte (251 años antes de J. C.) y guarnecidos los espacios que mediaban entre los dos campos de foso, trinchera y muro, empezaron el ataque por un torreón situado a la orilla del mar que mira al África. Se añadían sin cesar obras a obras; se adelantaban cada vez más los preparativos, con lo que finalmente, derribaron seis torreones contiguos al susodicho y emprendieron batir con el ariete todos lo restantes. Como el sitio se estrechaba con actividad y esfuerzo, los torreones, unos amenazaban ruina de día en día, otros se habían ya venido a tierra y las obras se iban internando más y más en la ciudad; la consternación y espanto era grande entre los sitiados, en medio de que ascendía la guarnición a diez mil mercenarios, sin contar los habitantes. Sin embargo, Imilcón, comandante de esta tropa, no omitía cosa de cuantas le podían conducir. Reparaba las brechas, hacía contraminas y molestaba no poco a los enemigos. Cada día inspeccionaba las obras por sí mismo y observaba cómo podría poner fuego a las máquinas, para lo cuales daba día y noche tantos y tan obstinados combates que a veces en estos encuentros quedaba más gente sobre el campo que la que acostumbra a morir en las batallas campales.
En el transcurso de este tiempo algunos oficiales de los de mayor graduación en las tropas extranjeras conspiraron entre sí de entregar la ciudad a los romanos. Satisfechos de la sumisión de sus tropas, pasan por la noche desde la plaza al campo enemigo y conferencian con el Cónsul acerca del asunto. Alexón, natural de la Acaya, que tiempo atrás había salvado a Agrigento de la traición tramada por las tropas extranjeras a sueldo de los siracusanos, descubrió también entonces el primero la conspiración y la denunció al comandante cartaginés. Éste reúne rápidamente los oficiales que habían quedado, les exhorta con súplicas, les promete magníficas gracias y recompensas para que se mantengan en la fe que le habían pactado y no coadyuven a la traición de los que habían salido. Acogidas con aceptación sus persuasiones, envía al instante emisarios a las tropas extranjeras: a los galos a Aníbal, hijo de Aníbal, que había muerto en Cerdeña, por la familiaridad que había contraído con ellos en aquella expedición; para los otros mercenarios elige a Alexón, por la aceptación y crédito que entre ellos tenían. Reúnen éstos la guarnición, la exhortan, la aseguran de las recompensas que a cada uno ofrecía el comandante, y la persuaden tan bien a desistir del empeño, que vueltos poco después a los muros los traidores, para congregar y declarar a sus compañeros lo que los romanos les ofrecían, lejos de asentir a su demanda, ni aun se dignan escucharles, y los despiden con piedras y saetas que les tiran desde el muro. Por lo relatado se ve que la falta de fe en las tropas extranjeras puso a pique de perecer a los cartagineses. Mas Alexón, a cuya fidelidad debieron anteriormente los agrigentinos, no sólo su ciudad y país, sino sus leyes e inmunidades, fue también la causa en esta ocasión de que a los cartagineses no se les frustrasen sus intentos.
Todo esto se ignoraba en Cartago; pero conjeturando las necesidades de un asedio, equiparon cincuenta navíos, al mando de Aníbal, hijo de Amílcar, trierarco y amigo íntimo de Adherbal, a quien, después de una exhortación conveniente a las presentes coyunturas, destacan en diligencia con orden de que, sin tardanza, use de su espíritu a medida de las circunstancias y socorra a los sitiados. En efecto, sale al mar Aníbal con diez mil hombres, fondea en las islas Egusas, situadas entre Lilibea y Cartago, y aguarda tiempo oportuno para su viaje. Se aprovecha después de un próspero y suave viento, despliega todas las velas, y arrebatado de su impulso, llega a la entrada del puerto con sus soldados armados sobre las cubiertas y dispuestos para la acción. El inesperado descubrimiento de la escuadra, y temor de que la violencia del viento no les arrastrase dentro del puerto con sus enemigos, hizo desistir a romanos de impedir el arribo del socorro y estarse a la capa admirando la audacia de los contrarios. La multitud del pueblo que coronaba los muros, ya quieta con el suceso, ya alegre en extremo con el auxilio inesperado, alentaba con aplausos y algazara a los que venían. Finalmente, Aníbal entra con temerario arrojo y confianza, fondea en el puerto y desembarca sus gentes sin peligro. Los de la ciudad, no tanto estaban gozosos por la venida del socorro, aunque muy capaz de aumentar sus fuerzas y esperanzas, cuanto por no haberse atrevido los romanos a impedir la entrada a los cartagineses.
Imilcón, gobernador de la ciudad, dándose cuenta del espíritu y buen animo de los ciudadanos con la llegada del socorro, y de los recién llegados con la falta de experiencia en los trabajos ocurridos, desee de aprovecharse de las disposiciones de unos y otros antes que se resfriasen, los convoca a junta para incendiar las máquinas de los sitiadores. Aquí, por medio de un largo discurso conveniente a las circunstancias del día, en que les promete en particular y en común a los que se destaquen magníficos dones y presentes de parte de la República, excita en ellos tal valor, que todos unánimes atestiguan y claman que sin más los saquen al enemigo. Entonces el comandante, aplaudido y aceptado su buen deseo, despidió la asamblea, advirtiéndoles que se recogiesen temprano y obedeciesen a sus jefes.
Poco después llamó a los comandantes, distribuyó entre ellos los más aptos sitios que cada uno debía ocupar, les dio la señal y tiempo de apostarse, y ordenó a los oficiales estar en los puestos con las tropas de su mando antes de la madrugada. Obedecidos sus mandatos, saca el ejército al amanecer y ataca las máquinas por diferentes partes. Los romanos, que habían previsto lo que había de suceder, no estaban ociosos ni desprevenidos, antes bien acudían prontamente donde era menester y hacían una vigorosa resistencia. No tardó la acción en hacerse general y ser obstinado el combate alrededor de las murallas. Los de la ciudad no bajaban de veinte mil y los de fuera eran aún en mayor número. La lucha era tanto más viva, cuanto el soldado peleaba confusamente sin guardar orden, según le dictaba el impulso. De tal modo que como eran tantos los ataques de hombre a hombre y línea a línea, parecía que cada uno se había desafiado a un combate particular, bien que la mayor vocería y confusión era alrededor de las máquinas. Éste era el objetivo que uno y otro bando se había propuesto al situarse en sus puestos: los unos hacer volver la espalda a los que defendían las obras, los otros, no abandonarlas; y era tal la emulación y ardor de aquellos en insistir desalojarlos, y la obstinación de éstos en no ceder al ataque, que finalmente morían unos y otros en los mismos puestos que habían ocupado desde el inicio. Mezclados unos con otros, hubo quienes con la mecha, estopas y fuego en la mano, embistieron con tal furor las máquinas por todas partes, que los romanos se vieron en el último peligro, sin poder contener el ímpetu de los enemigos. Por último, el Comandante cartaginés, a la vista de la mucha gente que moría, ordenó tocar a retirada, sin haber logrado apoderarse de las máquinas, cuyo fin se había propuesto. Y los romanos, que estuvieron a punto de perder todos sus preparativos, quedaron al cabo dueños de sus obras y las conservaron todas sin daño alguno.

CAPÍTULO XIII
Audacia de un rodiano, que al fin es apresado por los romanos.- Incendio de las máquinas guerreras.
Transcurrida esta acción, Aníbal, ocultándose de los enemigos, salió del puerto por la noche con sus navíos para Drepana, donde se encontraba Adherbal, jefe de los cartagineses. Es Drepana una plaza cuya ventajosa situación y conveniencia del puerto hacía muy interesante su conservación a los cartagineses, a una distancia de Lilibea como de ciento veinte estadios. En Cartago se ansiaba tener noticias de lo que pasaba en Lilibea, pero no era posible, por tener los sitiados cerrada la entrada del puerto y guardarla los sitiadores con exactitud. Sin embargo, cierto hombre distinguido llamado Aníbal, rodio de nación, se ofreció a marchar a Lilibea, y enterado por sí de lo ocurrido, regresar con la noticia de todo. Se aceptó con gusto su oferta, aunque se desconfiaba del cumplimiento, por estar fondeada la escuadra romana en la boca del puerto. É no obstante, equipada su embarcación, se hace a la vela, y arribando a una de las islas que están delante de Lilibea, al día siguiente se aprovecha con fortuna de un viento favorable, entra a las cuatro de la mañana, a la vista de todos los enemigos, que admiran su osadía, y se dispone a salir al día siguiente. El Cónsul, deseoso de tener más bien custodiada la entrada dispone con rapidez por la noche diez de sus más ágiles navíos, y él con todo el ejército se pone desde la costa en observación de los pasos del rodiano. Estos navíos, atracados cuanto era dable en los esteros de una y otra parte de la boca, se hallaban con los remos levantados, para atacar y apresar la nave que había de salir. Pero finalmente el rodio hace su salida a la vista de todos, y satisfecho de su audacia y agilidad, insulta de tal modo a los enemigos, que no sólo saca por medio de los navíos contrarios su buque y tripulación sin daño alguno, sino que virando de una parte a otra, se detiene algún tanto con los remos levantados, en ademán provocativo; y sin atreverse ninguna a presentarse por la celeridad de su curso, marcha después de haber insultado con sola su embarcación toda la escuadra. Esta maniobra, que repitió en adelante muchas veces, reportó una grande utilidad: a los de Cartago, por tener continuamente noticia de las urgencias de la plaza; a los sitiados, por haberles aumentado su espíritu, y a los romanos, por haberles amedrentado con su arrojo.
Mucho contribuyó a la osadía del rodiano el exacto conocimiento que tenía de la entrada del puerto por su experiencia en los bajíos. Para esto, después que tomaba altura y comenzaba a ser visto, giraba de tal modo su proa hacia la torre del mar como quien viene de Italia, que ésta servía de impedimento a las demás que miran al África, para no ser visto. Por este solo medio es fácil a los que navegan con viento favorable, lograr la boca del puerto. La audacia del rodio alentó a muchos expertos en aquellas rutas a seguir su ejemplo. El gran perjuicio que esto representaba para los romanos, les estimuló a cegar la boca; pero en su mayor parte fue inútil su empeño. Era mucha la profundidad del mar. Nada de cuanto se echaba permanecía por lo general, ni subsistía en el mismo sitio. Las olas y violencia de la corriente conmovían y esparcían, al tiempo de caer, lo que se arrojaba. Solamente en un lugar en que había un banco de arena, se consiguió levantar un cúmulo de fagina a mucha costa. Una galera de cuatro órdenes, de diferente construcción que las demás, varó pasando de noche por este sitio, y cayó en poder de los enemigos. Dueños de ella los romanos, la dotaron de una tripulación de marineros escogidos, y observaban a todos los que entraban en el puerto, y sobre todo al rodio. Éste por casualidad entró una noche, y a poco volvió a salir a la vista de todos. Pero advirtiendo que la galera adaptaba sus movimientos a los suyos, se asombró al reconocerla. Al principio intentó ganarle la delantera; mas, alcanzada por la destreza de los remeros, se vio al cabo precisada a hacer frente, y batirse con sus enemigos. Eran éstos superiores en número y elección de soldados, y así fue apresada. Dueños los romanos de este buque bien construido, lo equipan de todo lo necesario, y refrenan de este modo la audacia de los que navegaban a Lilibea.
Los sitiados reparaban con ardor las ruinas, pero no tenían esperanza de inutilizar y destruir las baterías de los contrarios, cuando se originó una tempestad de aire, cuyo ímpetu y fuerza contra los cimientos de las máquinas era tal, que hacía bambolear los cobertizos, y llevaba tras sí con violencia las torres que precedían para su defensa. Para entonces (251 años antes de J. C.), algunos griegos que estaban a sueldo advirtieron la oportunidad que se les presentaba de destruir las obras, de cuyo intento dieron parte al comandante. Éste da su aprobación, dispone al punto lo necesario para la empresa, y juntos los jóvenes prenden fuego por tres partes a las máquinas. Como la diuturna construcción de las obras hacía tan propensos a la combustión los materiales, y la violencia del aire soplaba y conmovía los fundamentos de las torres y máquinas, venía a ser eficaz y activo el pábulo del fuego; sobre todo cuando el atajarlo y socorrerlo era absolutamente difícil e impracticable a los romanos. Este accidente les puso en tal consternación, que ni comprender ni ver podían lo que pasaba. Las tinieblas en que se hallaban envueltos, las chispas que el viento les impelía y la densidad del humo, sofocaban y mataban a muchos, sin poder acudir a donde el fuego demandaba. Cuanta mayor era la incomodidad para los romanos por lo expuesto, tanta mayor era la ventaja para los que prendían el fuego. Todo lo que les podía cegar, todo lo que les podía ofender, impelía y llevaba el viento contra los sitiadores; a la vez de que todo lo que se tiraba, todo lo que se arrojaba en su ofensa o para ruina de las baterías, todo se aprovechaba, por ver los sitiados sin obstáculo lo que tenían delante. Aun la violencia del mismo viento coadyuvaba a hacer más eficaz y vehemente el daño. Finalmente, la pérdida fue tan general, que hasta los fundamentos de las torres y las cabezas de los arietes quedaron inutilizados por el fuego. Con tales contratiempos, los romanos convirtieron el sitio en bloqueo, se conformaron con rodear y cercar la ciudad con foso y trinchera, ceñir con un muro su propio campo y el resto dejarlo al tiempo. Los de Lilibea, por el contrario, reparando las ruinas de los muros, sufrían ya el asedio con más constancia.

CAPÍTULO XIV
Infructuosa sorpresa de Drepana.
Llegada y divulgada en Roma la nueva de que la mayor parte de la armada había perecido, o en la defensa de las máquinas, o en lo demás del asedio, sin dilación se alistó gente, se reunió hasta diez mil hombres, y se enviaron a Sicilia. Pasado que hubieron éstos el estrecho, y llegado a pie hasta los reales, el cónsul Pub. Claudio congrega los tribunos, y les comunica «Ahora es la ocasión de que toda la armada marche a Drepana. Adherbal, capitán de los cartagineses y gobernador de esta plaza (250 años antes de J. C.), está desapercibido de lo que le va a suceder. Ignora la llegada de este refuerzo, y vive persuadido a que es imposible a los romanos poner en el mar una escuadra, después de haber muerto tanta gente en el asedio.» Aprobado fácilmente el pensamiento, embarca prontamente los remeros que antes tenía con los que le acababan de llegar, y elige de todo el ejército los mejores soldados que voluntariamente se ofrecieron, por ser corta la navegación y parecerles cierto el despojo. Realizado esto, se hace a la vela a medianoche, sin que los enemigos se aperciban. Primeramente navegó con toda la escuadra unida, manteniendo la tierra a la derecha. Al amanecer se dejó ver la vanguardia delante de Drepana, cuya vista sorprendió por el pronto a Adherbal por lo increíble; pero vuelto en sí rápidamente, y asegurado de que era la armada enemiga, resolvió aventurarlo y sufrirlo todo antes que cercado padecer un sitio que tenía por seguro. Para lo cual junta al punto su marinería sobre la costa, convoca los mercenarios de la ciudad a voz de pregonero, y congregados, les presenta brevemente la esperanza de la victoria, si aventuran una batalla naval; y las incomodidades de un asedio, si son indolentes a la vista del peligro. Fácilmente se inclinaron todos al combate, y clamaron que sin tardanza se les llevase al enemigo. Él entonces aplaude, y aprovechándose de este deseo manda al instante que se embarquen y sigan sin perder de vista su navío por la popa. Comunicadas sobre la marcha estas órdenes, se hace a la mar el primero, y se sitúa bajo unas rocas al lado opuesto del puerto, por donde penetraban los enemigos. Claudio, sorprendido de ver que el cartaginés, lejos de ceder como esperaba, y atemorizarle su llegada, se disponía al combate, y que sus navíos, unos estaban ya dentro del puerto, otros a la boca misma, y los restantes iban a entrar, ordena que, hecho un cuarto de conversión, todos retrocedan. Dicha maniobra causó una gran confusión en las tripulaciones, no sólo por chocar los navíos que estaban dentro con los que iban a entrar, sino también por hacerse unos a otros pedazos los bancos con el mutuo empuje. Sin embargo, al tiempo que iban saliendo, los trierarcos los ordenaban, y hacían que junto a la costa volviesen rápidamente sus proas a los contrarios. El Cónsul primeramente navegaba detrás de toda la armada, pero después viró para tomar altura y ocupó el ala izquierda. Durante ese tiempo, Adherbal pasa de parte allá del ala izquierda de los romanos con cinco buques de guerra, gira su proa a ellos por el lado del mar y ordena por medio de sus edecanes que ejecuten lo mismo los que venían detrás, situándose siempre al tenor del inmediato. Colocados todos de frente, y dada la señal, avanza la armada al principio en orden hacia los romanos que, parados junto a tierra, esperaban los navíos que salían del puerto: situación de que les provino pelear con grandes desventajas.
Cuando estuvieron a tiro las escuadras y se puso la señal en los navíos comandantes, se inició el combate. Al principio fue igual el peligro, ya que una y otra habían tomado a bordo las mejores tropas de tierra. Pero iban superando cada vez más el partido de los cartagineses. Eran incalculables las ventajas que tuvieron durante toda la acción. Excedían mucho en la ligereza de los navíos, en la singular construcción de los buques y en la aptitud de los remeros. El sitio mismo contribuía infinito, ya que habían extendido su formación hacia el lado del mar. Si los enemigos cercaban algún buque, su agilidad les facilitaba retirarlo sin peligro por la espalda a lugar espacioso. Si alguno se lanzaba a perseguirlos, lo rodeaban, o atacaban por el flanco; y mientras que la pesadez del buque e impericia del remero imposibilitaba virar a los romanos, los cartagineses le daban continuos choques, con lo que hundían a muchos. Sucedía que un navío cartaginés estaba en peligro; rápidamente se marchaba por detrás de las popas de los demás y se le socorría sin riesgo.
Mas a los romanos les sucedía al contrario. Como peleaban junto a tierra, no tenían acción para retroceder cuando eran oprimidos. Siempre que un navío era atacado de frente, o dando en un banco se encallaba por la popa, o se estrellaba impelido contra la costa. Navegar por medio de los navíos enemigos, y atacar por la retaguardia a los que ya una vez han venido a las manos, ventaja utilísima en las acciones navales, les estaba prohibido por la pesadez de los buques y poca práctica de los remeros. Socorrer por la popa al necesitado no les era posible, por estar encerrados contra la tierra, y haber dejado poco espacio para prestar el debido auxilio. Con tales inconveniencias durante todo el combate, ¿qué de extrañar es que unos quedasen encallados en los bancos y otros se estrellasen? A la vista de esto, el Cónsul huyó por la izquierda, tomando la vuelta de la costa, y con él treinta navíos que tuvieron la dicha de estar cerca. Los demás, que alcanzaban el número de noventa y tres, cayeron con sus tripulantes en poder de los cartagineses, salvo algunos soldados que, saltando a tierra, huyeron.

CAPÍTULO XV
Derrota naval de los romanos en Lilibea.- Evitan éstos dos batallas.- Pérdida de sus escuadras.
Dicha batalla colmó de honores a Adherbal entre los cartagineses, ya que a él solo y a su singular capacidad y espíritu se debió el acierto: y a Claudio cubrió de infamia y de ignominia entre los romanos, puesto que había manejado el lance con temeridad e imprudencia, y por su causa amenazaban a Roma grandes infortunios. Por lo cual, condenado a graves multas, sufrió infinitos trabajos. En medios de estas vicisitudes, la emulación romana por el sumo imperio en nada desistía de su propósito, más bien tomaba con más empeño la continuación de la guerra. Más tarde cuando se acercó el tiempo de las elecciones, y se nombraron cónsules sucesores (249 años antes de J. C.), se envió sobre la marcha a L. Junio, uno de ellos, para proveer de trigo, víveres y demás provisiones al ejército que sitiaba a Lilibea, equipando para su conducción sesenta navíos. Cuando llegó el Cónsul a Messina, se le incorporaron los buques que el ejército y el resto de la Sicilia le había enviado, y se dirigió sin dilación a Siracusa con ciento veinte navíos de guerra y cerca de ochocientos de transporte. Aquí entregó a los magistrados la mitad de éstos y algunos de aquellos, con orden de enviar cuanto antes al ejército lo necesario. Él permaneció en Siracusa para aguardar las embarcaciones que no habían podido seguirle desde Messina, y recibir los granos con que contribuían los aliados del riñón de la Sicilia.
Al mismo tiempo Adherbal remitió a Cartago los prisioneros que había hecho en la batalla naval y los navíos apresados. Después entregó a Cartalón, otro de los comandantes, treinta navíos, a más de los setenta con que había venido, y le destacó con orden de que, cayendo de improviso sobre la escuadra enemiga, fondeada en Lilibea, se apoderase de los buques que pudiese y a los demás les prendiese fuego. Cartalón se encarga de la comisión, sale al amanecer, y con la quema de unos y presa de otros pone en gran confusión el campo de los Romanos. El alboroto que éstos provocaron al acudir al socorro de sus navíos puso en expectativa a Imilcón, gobernador de Lilibea, y cerciorándose después de lo ocurrido a la luz del día, destaca allá las tropas extranjeras de la ciudad. Grande fue la consternación de los romanos al ver el peligro que les amenazaba por todas partes.
El jefe de escuadra cartaginés, apresados algunos cuantos navíos y destrozados otros, sale poco después de Lilibea hacia Heraclea, y se pone a la expectativa para impedir que la escuadra enemiga abordase al campo. Informado por los exploradores de que se avistaba y acercaba un gran número de buques de toda clase, menospreciando a los romanos por la victoria anterior se dirige sin dilación a presentarles batalla. Lo mismo los barcos que se acostumbra a destacar a la descubierta, dieron parte a los magistrados enviados por delante desde Siracusa, de la proximidad del enemigo. La reflexión de que no se hallaban en estado de aventurar una batalla, les hizo guarecerse en una pequeña ciudad de su señorío, sin puerto, mas con unas ensenadas y cómodos promontorios, que avanzándose desde la tierra, cerraban un intervalo.
Aquí desembarcaron, y situadas las catapultas y pedreros que sacaron de la ciudad, esperaron la venida de los contrarios. Apenas llegaron los cartagineses, intentaron sitiarles, creídos de que, atemorizados los romanos, se retirarían al pueblo y se apoderarían sin riesgo de sus navíos. Pero fallaron sus esperanzas. Los romanos se defendieron con espíritu; por lo cual, apresados algunos bancos cargados de víveres, la demasiada incomodidad del sitio les obligó a retirarse a cierto río, donde, fondeados, observaban la ruta de los contrarios.
El Cónsul, después que hubo evacuado la comisión que le había detenido en Siracusa, doblado el cabo Pachino, navegaba hacia Lilibea, sin noticia alguna de lo ocurrido a los que iban delante. El jefe de escuadra cartaginés, informado por sus exploradores por segunda vez de que se avistaba el enemigo, se hace a la vela prontamente, con el designio de darle la batalla mientras se hallaba tan distante de los demás navíos. Junio, que había visto a larga distancia la flota cartaginesa y el número de sus buques, sin ánimo para batirse ni facultad para huir por la inmediación del enemigo, gira hacia unos lugares ásperos y nada seguros y fondea en ellos, prefiriendo correr cualquier riesgo antes que entregar su armada intacta al enemigo. A la vista de esto, Cartalón no quiso ni batirse ni arrimarse a semejante sitio; se apoderó sí de cierto cabo, ancló en él, y puesto a la expectativa entre las armadas, inspeccionaba los movimientos de una y otra.
S e aproximaba seguramente una tempestad, y el mar barruntaba una total revolución, cuando los pilotos cartagineses, hombres prácticos en aquellos mares y en su oficio, previendo lo futuro, se dieron cuenta del peligro y persuadieron a Cartalón que evitase la tempestad y doblase el cabo Pachino. Éste asiente con prudencia a su parecer; y los pilotos, a costa de infinitas fatigas, doblan por último el cabo, y ponen su armada a cubierto. Descargó, al fin, la tempestad y las dos escuadras romanas, carentes de todo abrigo, fueron tan cruelmente maltratadas, que no quedó siquiera un fragmento naval de que poder hacer uso, y una y otra fueron completamente destrozadas, contra lo que se esperaba.

CAPÍTULO XVI
Sorpresa de Erice por Junio.- Descripción de dicha ciudad.- Toma de Erictes por Amílcar.- Tentativas de un general contra otro.- El cartaginés se apodera de Ericina.
Ante tal accidente volvieron los cartagineses a rehacerse y concebir más sólidas esperanzas. Los romanos, debilitados en cierto modo por las pérdidas anteriores, renunciaron ahora completamente a la marina y sólo se atuvieron a la campaña. Los cartagineses, por el contrario, dueños del mar, no se hallaban del todo desesperanzados de hacer otro tanto con la tierra. Con estos infortunios todos se lamentaban del feliz estado de la república, tanto los de Roma como los que sitiaban a Lilibea; pero no por eso desistían del cerco que se habían propuesto; por el contrario, aquellos suministraban víveres por tierra, sin que para esto valiesen excusas, mientras que éstos insistían en el asedio con todas sus fuerzas. Regresado Junio al campo después de su naufragio (249 años antes de J. C.), y penetrado de dolor, maquinaba cómo emprendería algún hecho memorable con que reparar el golpe de su pasada desgracia. Efectivamente, a la más leve ocasión que se le presentó, se apoderó con dolo de Erice y se hizo dueño del templo de Venus y de la ciudad. Es Erice un monte inmediato al mar de Sicilia, en la costa que mira a Italia, entre Drepana y Palermo, pero más inaccesible por el lado que confina con Deprana. Es la más alta montaña sin comparación de todas las de Sicilia, a excepción del Etna. En su cumbre, que es llana, está situado el templo de Venus Ericina, el cual sin discusión alguna es el más famoso en riquezas y de más magnificencia de cuantos tiene la isla. Bajo esta cima se asienta la ciudad, a la que se sube de todas partes por un largo y escabroso camino. Junio, puesta guarnición en la cumbre y en el camino de Drepana, guardaba con vigilancia uno y otro puesto, persuadido a que ateniéndose sólo a la defensiva, al aguardo de otra ocasión, retendría seguramente bajo su poder la ciudad y toda la montaña.
Transcurría el año decimoctavo de la guerra (247 antes de J. C.), cuando los cartagineses, habiendo elegido por su general a Amílcar, por sobrenombre Barca, le entregaron el mando de la armada. Éste con las tropas navales partió a talar la Italia, asoló el país de los locres y de los brucios, marchó de allí con toda la armada hacia los confines de Palermo, y se adueñó de un lugar llamado Erictes, situado junto al mar, entre Erice y Palermo, y tenido sin disputa por el paraje más cómodo para situar un campo con seguridad, aunque dure mucho tiempo. Se trata de una montaña escarpada por todas partes, que se eleva de la región circunvecina a una altura suficiente. Su cumbre no tiene menos de cien estadios de circunferencia, en cuyo espacio se encuentra un terreno muy apto para pastos y semillas, defendido de los vientos del mar y libre absolutamente de todo animal dañino. Está rodeado de eminencias inaccesibles, tanto por el lado del mar como por el que se une con la tierra, entre las cuales el espacio intermedio necesita de pocos reparos para su defensa. En este llano se eleva un promontorio, que al mismo tiempo que representa un alcázar, sirve de cómoda atalaya para registrar lo que pasa en la región cercana. Tiene un profundo puerto, muy conveniente para los que viajan a Italia desde Drepana y Lilibea. Para subir sólo hay tres caminos, y éstos muy difíciles, de los cuales dos están por el lado de tierra y uno por el del mar. Aquí fue donde acampado con arrojo Amílcar, se presentó en medio de sus enemigos, sin contar con ciudad aliada ni otra alguna esperanza de socorro. Aquí donde sostuvo con los romanos grandes choques y encuentros no despreciables. Aquí de donde haciéndose primero al mar, taló la costa de Italia hasta el país de los cumanos; después, venidos los romanos por tierra a acampar a cinco estadios de su armada frente a Palermo, les dio tantos y tan diversos combates por tierra, por espacio de casi tres años, que no es fácil hacer de ellos una relación circunstanciada. Tal como acaece con los atletas generosos y robustos cuando pelean en disputa de la corona, que haciéndose sin cesar herida sobre herida, ni los mismos contrincantes ni los espectadores pueden llevar razón y cuenta de cada golpe o llaga, y sólo sí por lo que en general resulta del espíritu y obstinación de cada uno, se forma un juicio arreglado de su pericia, fuerzas y constancia; del mismo modo sucedía con los comandantes de que al presente tratamos. Referir con detalle las causas y modos con que cada día uno a otro se preparaban asechanzas, sorpresas, invasiones y ataques, sería inasequible para un historiador y se tacharía de interminable e infructuoso para los oyentes. Más fácil le será a cualquiera venir en conocimiento de estos dos jefes por la relación general que de ellos se haga y el éxito de sus contiendas. En resumen, nada se omitió: ni estratagemas que enseña la historia, ni artificios que sugiere la ocasión y necesidad urgente, ni obstinado y audaz arrojo cuando convenía. Pero jamás pudieron llegar a una acción decisiva, y esto por muchas razones. Las fuerzas de uno y otro eran semejantes; los campos inaccesibles por su fortaleza; el espacio que los separaba, corto en extremo; de que principalmente provenía que los encuentros particulares eran frecuentes cada día, pero general decisivo, ninguno. En estas refriegas perecían siempre los que venían a las manos; pero si una vez llegaban a retroceder, al instante se veían fuera de peligro, y dentro de sus fortificaciones volvían por segunda vez a la carga.
Mas la fortuna, recto juez de esta lucha, trasladó con arrojo a nuestros atletas del lugar sobredicho y anterior certamen, para empeñarlos en otro combate más obstinado y circo más estrecho. No obstante, la guarnición con que los romanos custodiaban la cumbre y el pie del monte Erice, como hemos dicho, Amílcar tomó la ciudad de los ericinos, situada entre estos dos campos. De aquí provino que los romanos se asentaban en la cima, cercados por el enemigo, sufriesen y se expusiesen a grandes riesgos; y los cartagineses, que no tenían oportunidad de recibir convoyes más que por el solo lado y camino del mar que conservaban, tuviesen que resistir increíblemente, cercados por todas partes por los contrarios. Pero después de haber empleado los dos jefes uno contra otro todo lo que el ardid y el valor da de sí en los asedios, de haber sufrido todo género de miserias y haber probado toda clase de ataques y combates, al fin quedaron indecisos, no como extenuados y agobiados de males, como dice Fabio, sino como hombres insensibles e invencibles a las desgracias. Antes que uno a otro se venciese, para lo que estuvieron por segunda vez peleando dos años continuos en el mismo sitio, sucedió el fin de la guerra por otro medio. En este estado quedaron las cosas que ocurrieron en Arice y las que ejecutaron los ejércitos de tierra. Estas dos repúblicas se parecían a aquellos valientes gallos en quienes es más el ánimo que las fuerzas. Los cuales, muchas veces imposibilitados de herirse con las alas, se baten sin embargo sostenidos del espíritu, hasta que vueltos a enzarzar voluntariamente, con facilidad se matan a picotazos, y ocurre el quedar uno postrado a los pies de su contrario.
Los trabajos y continuos combates habían ya debilitado y reducido al máximo a los romanos y cartagineses y las frecuentes contribuciones y gastos continuados habían agotado y reducido sus fuerzas.

CAPÍTULO XVII
Tercera armada mandada por Lutacio.- Batalla de Egusa. Al mismo tiempo los romanos mantenían su espíritu belicoso.
Pues aunque los infortunios, y la persuasión de que con solos los ejércitos de tierra terminarían la guerra, les habían obligado ya casi por cinco años a renunciar completamente a la marina; dándose cuenta ahora de que el efecto no había correspondido a sus intentos, principalmente por la audacia del comandante cartaginés, resolvieron por tercera vez depositar sus esperanzas en las fuerzas navales. Con esta determinación se prometían que, si los inicios eran felices, sería el único medio de poner a la guerra un fin dichoso. Esto fue lo que finalmente resolvieron. La primera vez abandonaron el mar cediendo a los reveses de la fortuna; la segunda derrotados por el naufragio de Drepana, y ahora la tercera tornaron a la empresa, en la que, vencido el enemigo y cortados los convoyes al ejército cartaginés que le venía por mar, concluyeron al fin la guerra. Su arrojo era el principal impulso de esta de terminación, pues el Erario no podía prestarles auxilio alguno para esta empresa. Mas el celo y generosidad de los principales ciudadanos al bien público halló mayores recursos que los que necesitaba el logro. Cada particular, según sus facultades, o dos o tres juntos, se encargaron de equipar una galera de cinco órdenes, provista de todo, con sólo la condición de reintegrarse del gasto si a la expedición acompañaba la fortuna. Así se juntaron doscientas galeras de cinco órdenes, para cuya construcción sirvió de modelo la embarcación del rodio. Al comenzar el estío (243 años antes de J. C.) salió esta escuadra a las órdenes de C. Lutacio, quien dejándose ver sobre las costas de Sicilia de improviso, se apoderó del puerto de Deprana y de los fondeaderos que había alrededor de Lilibea, debido a haberse retirado a Cartago toda la armada enemiga. Más tarde sentó sus baterías contra la ciudad misma, y preparó todo lo necesario para el asedio. Mientras hacía todos los esfuerzos por cercarla, preveía que no tardaría en presentarse
la flota cartaginesa; y sin descuidar su primer propósito, quo sólo un combate naval podría terminar la guerra, ensayaba diariamente y ejercitaba sin interrupción de tiempo inútil u ocioso su marinería en lo que la podía conducir a su designio, cuidando exactamente de lo demás correspondiente a su arreglo; con lo cual de rudos marineros formó en poco tiempo hábiles atletas para la lucha que le esperaba. Los cartagineses sorprendidos de que los romanos tuviesen una flota en el mar y deseasen recobrar su dominio, equiparon al punto navíos y los enviaron cargados de granos y demás municiones, con el propósito de que nada de lo necesario hiciese falta a los ejércitos acampados alrededor de Erice. Concedieron a Hannón el mando de esta flota, quien después de haberse hecho a la vela y pasado a la isla de Hiera, anhelaba arribar a Erice sin que lo apercibiesen los enemigos, descargar el socorro, alijar sus navíos, tomar a bordo los mejores soldados y partir con Barca a batirse con los contrarios. Conocida la venida de Hannón, Lutacio comprendió sus ideas, tomó los mejores soldados del ejército de tierra, y se dirigió a la isla de Egusa, situada al frente de Lilibea. Donde exhorta a sus tropas como lo pedía la ocasión, y advierte a los pilotos que al día siguiente se daría la batalla. Al amanecer del otro día advirtió que a los cartagineses les soplaba un próspero y favorable viento, y que el aire contrario y la mar entumecida y alborotada dificultaba la navegación a los suyos. Al principio dudó qué partido tomar en tales circunstancias, mas reflexionando que si probaba fortuna durante la tempestad únicamente tendría que habérselas con Hannón, con las tropas que conducía y con los navíos cargados; y que por el contrario, si esperaba la bonanza y permitía con descuido que los enemigos pasasen y se incorporasen con los ejércitos de tierra, tendría que pelear con navíos ligeros y alijados, con la flor de las tropas de tierra, y lo que es más que todo, con el intrépido Amílcar, que era lo que más había que temer, decidió aprovecharse de la ocasión presente. Observando, pues, que los enemigos navegaban a toda vela, sale del puerto rápidamente, supera la destreza del marinero con facilidad la resistencia de las olas, despliega al instante su armada sobre una línea, y espera vuelta la proa al enemigo.
Los cartagineses, tan pronto advirtieron que los romanos les habían cortado el rumbo, amainan las velas, se alientan mutuamente en los navíos, y vienen a las manos con los contrarios. Era muy diferente el aparato de las dos armadas respecto del que habían tenido en la batalla naval de Deprana; no es de extrañar que el éxito de la acción fuese también diverso. Los romanos habían aprendido el arte de construir navíos, habían desembarcado toda la carga, a excepción de la necesaria para el combate; su marinería, amaestrada de antemano, les prestaba una gran ventaja; tenían a bordo lo mejor de las tropas de tierra, gentes que no sabían volver la cara al peligro. De parte de los cartagineses todo era al contrario. La sobrecarga inhabilitaba a los navíos para el combate; la marinería era absolutamente inexperta y puesta a bordo como se había presentado; los soldados recién alistados, y la primera vez que experimentaban los trabajos y peligros de la guerra. Habían considerado con desprecio y abandono la marina, por suponerse que los romanos jamás pensarían recobrar el imperio de la mar. Por cuyo motivo, inferiores en muchos grados de la acción, fueron vencidos con facilidad al primer choque. Cincuenta de sus navíos fueron hundidos, setenta apresados con sus tripulaciones, y los demás no se hubieran salvado en la isla de Hiera desplegadas las velas y viento en popa si una feliz e inopinada mutación de aire no les hubiera ayudado en el momento crítico. Tras de esto, el Cónsul romano marchó al ejército que estaba en Lilibea, donde tuvo una ardua labor en el arreglo de los navíos y prisioneros que había tomado; no eran muchos menos de diez mil los que había cogido vivos en esta batalla.

CAPÍTULO XVIII
Tratado de paz entre Roma y Cartago.- Consideraciones sobre esta guerra.- Situación de las dos repúblicas después de la paz.
Conocida por los cartagineses la nueva de esta inesperada derrota, por lo que hace al valor y honrosa emulación, se hallaban aún dispuestos para continuar la guerra, pero ignoraban cómo conducirla. Socorrer las tropas que estaban en Sicilia no les era posible, estando en posesión del mar sus contrarios. Abandonarlas y en cierto modo entregarlas, era quedarse sin tropas ni jefes con que hacer la guerra. Por cuyo motivo, participándoselo seguidamente a Barca, pusieron en sus manos la seguridad del Estado. Éste se portó como sabio y prudente capitán. Mientras conservó alguna probable esperanza en sus tropas, nada omitió de cuanto se puede esperar de la intrepidez y arrojo. Intentó con la espada, cual ningún otro comandante, todos los medios de la victoria. Pero cuando mudaron de aspecto los negocios y se vio falto de recurso prudente pare salvar a los de su mando, cuerdo y experimentado cedió a la necesidad, y despachó embajadores para tratar de paz y alianza. Tanto se admira la prudencia de un general en conocer el tiempo de vencer como el de renunciar a la victoria. Lutacio oyó con gusto la proposición, ya que estaba bien enterado de cuán deteriorados y debilitados se hallaban ya los intereses de Roma con esta guerra. Al fin se terminó la contienda (242 años antes de J. C.) con el tratado siguiente:
Habrá amistad entre cartagineses y romanos, si lo aprueba el pueblo romano bajo estas condiciones. Evacuarán los cartagineses toda la Sicilia; no moverán guerra a Hierón; no tomarán las armas contra los siracusanos ni contra sus aliados; restituirán sin rescate a los romanos todos sus prisioneros; pagarán a los romanos en veinte años dos mil y doscientos talentos eubeos de plata.
Enviado a Roma este tratado, el pueblo, en vez de aprobar sus condiciones, despachó diez legados que inspeccionasen el asunto más de cerca. Cuando llegaron éstos, nada mudaron de lo principal; sólo sí ampliaron algún tanto las circunstancias. Limitaron el tiempo de la contribución; añadieron a la cantidad mil talentos; y ordenaron que los cartagineses evacuasen todas las islas que están entre la Italia y la Sicilia. Con dichos pactos y de este modo se concluyó la guerra que hubo entre romanos y cartagineses sobre la Sicilia, tras de haber durado sin interrupción veinticuatro años; guerra la más larga, más continuada y de mayor nombre de cuantas tenemos noticia; guerra en la que, sin contar otras expediciones y preparativos de los que anteriormente hemos hecho mención, se combatió una vez, unidas ambas escuadras, con más de quinientas galeras de cinco órdenes, y otra con pocas menos de setecientas. Los romanos perdieron setecientas, contando las que perecieron en los naufragios; y los Cartagineses quinientas. A la vista de esto, los admiradores de las batallas navales y flotas de Antígono, Ptolomeo y Demetrio, al leer este pasaje, no les será posible mirar sin sorpresa la magnitud de estos hechos. Si a más de esto quisiese alguno tener en cuenta el exceso de las galeras de cinco órdenes respecto de los trirremes con que pelearon los persas contra los griegos, y los atenienses y lacedemonios entre sí, se encontrará con que jamás sobre el mar se batieron tan numerosas armadas. Por esto se evidencia lo que propuse al principio: que los romanos, no por fortuna o mera casualidad, como creen algunos griegos, sino con muy probables fundamentos, después de disciplinados con tales y tan grandes expediciones, no sólo emprendieron con arrojo el imperio y mando del universo, sino que llevaron al cabo su designio.
Sin embargo, ¿dudará alguno cuál es la causa que, señores del universo y árbitros ahora de un poder infinitamente más dilatado que el que antes tenían, no puedan tripular tantos navíos, ni poner sobre el mar tan numerosas escuadras? Mas esta duda será aclarada cuando vengamos a explicar la constitución de su gobierno. Esta es una cuestión de la que ni nosotros debemos hablar de paso, ni el lector mirar con indiferencia. Es asunto que merece atención y que casi ha sido desconocido, por decirlo así, hasta nuestros días, de los historiadores que de él han tratado; unos porque le han ignorado, otros porque le han manejado de un modo oscuro y totalmente infructuoso. Pero en la antes mencionada guerra, cualquiera observará que eran semejantes los designios de una y otra república, iguales los conatos, igual la grandeza de alma, y sobre todo, igual la obstinada pasión de primacía. Es verdad que respecto de los soldados eran mucho más sobresalientes los romanos; pero también debemos apreciar como el más prudente y valeroso capitán de su tiempo a Amílcar, por sobrenombre Barca, padre natural de Aníbal, aquel que en la consecuencia hizo la guerra a los romanos. Tras de la paz, fue peculiar y parecida la suerte de ambas repúblicas. Porque a los romanos se les siguió una guerra civil con los faliscos, que terminaron rápidamente y con ventaja, apoderándose en pocos días de su ciudad; y a los cartagineses por el mismo tiempo otra no pequeña ni de corta consideración, que tuvieron que sostener contra las tropas extranjeras, los númidas y los africanos cómplices de esta rebelión: en la cual, después de haber sufrido muchos e inminentes riesgos, aventuraron al fin no sólo su provincia, sino también sus personas y el suelo de su propia patria. Esta guerra merece por muchas razones que nos detengamos en su exposición, la que ejecutaremos breve y sumariamente, según el plan que nos propusimos al principio. Cualquiera, principalmente por lo que entonces ocurrió, se enterará de la naturaleza y circunstancias de esta guerra, llamada por muchos implacable. Esta fatalidad manifestará qué medidas y precauciones deben tomar de antemano los Estados que se sirven de tropas extranjeras; como asimismo cuánta y cuán grande diferencia hay entre las costumbres de una confusa y bárbara tropa y los usos de gentes civilizadas y educadas en las leyes del país: por último y lo que es lo principal los hechos de entonces nos instruirán de las causas por que se suscitó la guerra anibálica entre romanos y cartagineses sobre cuyos motivos, por no estar todavía de acuerdo ni los historiadores ni los mismos beligerantes, prestaremos un gran servicio a los amantes de la instrucción en proponerles la sentencia más verdadera.

CAPÍTULO XIX
Trátase de los orígenes de la guerra de los extranjeros contra Cartago.- Error de esta república de concentrar estas tropas dentro de Sicca.- Elección de jefes que hacen los amotinados.
Después que se ratificaron los tratados de paz antes mencionados (242 años antes de J. C.), Amílcar pasó el ejército que tenía en Erice a Lilibea, y renunció el mando. Gescón, gobernador de la ciudad, se encargó de transportar estas tropas al África. Éste, previendo lo que había de ocurrir, embarcó prudentemente estas gentes por trozos y procuró que hubiese intervalos en su remisión a fin de dar tiempo a los cartagineses para satisfacerles lo que se les debía de sus sueldos conforme fuesen llegando; y despachados a sus casas, hacerles salir de Cartago antes de que llegasen las otras remesas. Este era el objeto de Gescón en enviarlos por partidas. Mas los cartagineses, exhaustos de dinero con los gastos anteriores, y convencidos de que si congregaban y aguardaban a todos en Cartago lograrían de ellos la remisión de alguna parte de los sueldos devengados, los mantuvieron allí con esta esperanza tal como iban llegando y los metieron dentro de la ciudad. Los frecuentes excesos día y noche, y sobre todo, el temor de los cartagineses a la multitud y a su natural incontinencia, obligó a rogar a sus jefes que mientras se les preparaban lo que se les debía y se esperaba a los que faltaban los llevasen todos a una ciudad llamad Sicca, entregando a cada uno una moneda de oro para sus urgencias. Los jefes aceptaron con gusto la salida y quisieron dejar en Cartago los equipajes, tal como habían ejecutado antes, en la inteligencia de que volverían pronto por sus sueldos. Pero los cartagineses temieron de que si estas tropas llegaban a venir con el tiempo, unos arrastrados del amor a sus hijos, y otros al de sus mujeres, parte rehusase salir absolutamente parte, aunque saliesen, los volviese a traer el afecto, de este modo se había incurrido en otros no menores desórdenes. El recelo de estos males les precisó, aunque con grande repugnancia, a hacer llevar con sigo los equipajes a los que de ningún modo querían. Reunidos en Sicca los mercenarios, y lograda la quietud y ocio que tanto tiempo hacía apetecían (el mayor inconveniente para tropas extranjeras, y el origen, por decirlo así, única causa de las sediciones), vivían licenciosamente. Al mismo tiempo algunos ociosos calculaban por mayor lo que se les debía de sus sueldos, hacían mayores cómputos que los verdaderos, y manifestaban que era preciso exigirlos de los cartagineses. A esto se añadía que recorriendo en su memoria las promesas hechas por los jefes, cuando les exhortaban en los peligros concebían magníficas esperanzas, y esperaban el logro de su reintegro. No bien se habían congregado todos en Sicca, cuando marchó allá Hannón, gobernador por entonces de los cartagineses en el África; y lejos de satisfacer sus esperanzas y promesas, les dijo lo contrario: que la república, por lo gravoso de los impuestos y total escasez en que se encontraba, suplicaba le perdonasen una parte de los sueldos que por pacto les estaban debiendo. A causa de este discurso se levantó al instante una disensión y alboroto, y se originaron frecuentes corrillos, primero de cada nación, y después generales. Al no ser de un solo país ni hablar una misma lengua, todo el campo estaba lleno de confusión, desorden y tumulto. Los cartagineses, teniendo como tenían siempre a sueldo tropas de diferentes países, para lo que es precaver con facilidad una conspiración y mantener al soldado subordinado a sus jefes, usaban de una buena política en formar sus ejércitos de diferentes naciones; pero para lo que es instruir, mitigar y corregir a los que una vez errados se han dejado llevar de la ira, el odio o la sedición, era diametralmente contrario su sistema. Tales ejércitos, si la ira o el odio los arrebató alguna vez, no sólo cometen excesos como el común de los hombres, sino que se tornan crueles a manera de fieras y conciben las mayores inhumanidades. Bien a su costa lo experimentaron entonces los cartagineses. Se encontraban entre ellos españoles, celtas algunos ligures y baleares, muchos griegos mestizos, la mayoría desertores y siervos, pero en número más crecido africanos. De forma que ni se podía juntar a todos en un lugar para exhortarlos, ni se encontraba medio de conseguirlo. Pues ¿qué remedio? Poseer el general las lenguas
de cada nación, era imposible. Arengarlos por medio de intérpretes que les repitiesen una misma cosa cuatro o cinco veces parecía aún más dificultoso. Únicamente quedaba suplicarles y reconvenirles por medio de sus oficiales, y este era el expediente de que Hannón se valía de continuo. Pero ocurría también que éstos, o no comprendían lo que se les había dicho, o referían a sus tropas lo contrario de lo que habían pactado con Hannón, unos por ignorancia, y otros por malicia de que provenía estar todos llenos de incertidumbre, desconfianza y falta de trato. Además de esto, recelaban que los cartagineses con estudio, en vez de elegir aquellos jefes que hubiesen sido testigos de sus servicios en Sicilia, y autores de las promesas que se les habían hecho, habían enviado un hombre que no había presenciado ninguna de sus acciones. En fin, llenos de desprecio por Hannón, poco satisfechos de sus jefes particulares, e irritados contra los cartagineses, marchan contra Cartago y se acampan a ciento veinte estadios de distancia, en un lugar llamado Túnez, en número de más de veinte mil.
En ese momento fue cuando los cartagineses reconocieron su imprudencia, mas cuando ya no tenía remedio. Clásico fue el error de haber acantonado en un lugar tanta multitud de tropas extranjeras, mayormente cuando, si se ofrecía un lance, no tenían recurso alguno en los naturales, pero mayor lo fue aún haberles remitido sus hijos, sus mujeres y equipajes. Si hubieran retenido a éstos en rehenes, hubieran consultado ellos con más seguridad sus intereses y hubieran encontrado estas tropas más dóciles al consejo; en vez de que, atemorizados con el vecino campo, sufrieron toda bajeza con deseos de aplacar su furor. Les enviaban víveres en abundancia, y ellos los compraban fijándoles precio. El senado les disputaba continuamente senadores para prometerles que haría su voluntad a medida de su gusto, como estuviese en su mano. Mas ellos excogitaban cada día un nuevo antojo, ya porque el temor y consternación en que veían a los cartagineses había aumentado su valor, ya porque, ensoberbecidos con las expediciones realizadas en la Sicilia contra los ejércitos romanos, se hallaban en la creencia de que ni los cartagineses ni otra nación del mundo se atrevería fácilmente a presentárseles en batalla. Por lo cual, en el supuesto de que los cartagineses
les concederían sus sueldos, pasaban más adelante y exigían el precio de los caballos muertos; y una vez éste recibido, manifestaban que se les debían abonar los víveres que desde tanto tiempo se les estaba debiendo, a prorrata de la excesiva estimación que habían tenido durante la guerra. En resumen, mezclados de locos y sediciosos continuamente buscaban nuevo pretexto con que imposibilitar más el convenio. Al fin los cartagineses prometieron cuanto estaba de su parte, y se avinieron en remitir la presente contestación al arbitrio de uno de los generales que habían estado en la Sicilia. No les era posible ver a Amílcar Barca, con quien habían militado en esta isla, porque no habiéndoles venido a ver como diputado, y habiendo hecho voluntaria dimisión del mando, se hallaban en la creencia de que él era la principal causa de su desprecio. Pero amaban entrañablemente a Gescón, que había también mandado en la Sicilia y había hecho un aprecio particular de ellos en diferentes ocasiones, y principalmente en su conducción. Por tanto, le nombraron árbitro de sus disputas.
Partió por mar Gescón con el dinero, y apenas hubo arribado a Túnez, cuando convoca primero a los jefes, reúne después la tropa por naciones, les reprende de lo pasado, les instruye de lo presente; pero sobre toda los exhorta para adelante, rogándoles procedan reconocidos con aquellos de quienes habían recibido sueldo por tanto tiempo. Finalmente empieza a satisfacer las pagas que se les debían, haciendo su entrega por naciones. Se hallaba entre ellos un campanio, por nombre Spendio, siervo fugitivo de los romanos, hombre de gran fuerza y de una audacia temeraria para la guerra. Éste, temeroso de que, venido su señor, no le echase mano y le diese muerte de cruz, según las leyes romanas, no había cosa a que con dichos y hechos no se propasase, con el propósito de interrumpir el convenio. Acompañaba a éste cierto Mathos, africano, hombre libre y que había militado, pero que por haber sido el motor principal de los alborotadores pasados, por miedo de que recayese sobre él la pena en que había hecho incurrir a los demás, había entrado en las miras de Spendio. Éste, llevando aparte a los africanos, les hace ver que después que las otras naciones se hubiesen retirado a sus patrias con sus pagas, los cartagineses descargarían sobre ellos la ira que abrigaban contra aquellas, y querrían con su castigo atemorizar a todos los africanos. Los soldados, conmovidos con semejantes palabras, bajo el leve pretexto de que Gescón satisfacía, sí, los sueldos, pero difería el precio de los víveres y los caballos, se dirigen de tropel a la asamblea. Oían y escuchaban con atención a Spendio y Mathos, que acusaban y difamaban a Gescón y a los cartagineses; pero si algún otro se acercaba a darles consejo, sin esperar a saber si venía con animo de asentir o contradecir a Spendio, inmediatamente le mataban a pedradas. Muchos murieron de este modo en estas conmociones, tanto oficiales como soldados. No entendían más palabra común que esta: tírale, como que de continuo lo estaban practicando, en especial cuando borrachos se reunían después de comer. Y de este modo, lo mismo era comenzar a decir uno tírale, se llevaba a cabo con tal prontitud por todas partes, que era imposible escapar el que una vez se acercaba. Finalmente, no atreviéndose nadie por lo dicho a dar su voto, eligieron por jefes a Mathos y Spendio.

CAPÍTULO XX
Declaración de la guerra.- Crítica situación a que se ven reducidos los cartagineses.- Sitios de Utica e Hippacrita.- Incapacidad de Hannón.
No pasaba desapercibido para Gescón cuanto ocurría en la conmoción y tumulto; mas prefería a todo la utilidad de su patria. Consideraba que una vez enfurecidos estos sediciosos, arriesgaba visiblemente Cartago todo sus intereses; por cuyo motivo se presentaba a ellos insistía en reducirlos; unas veces atraía a sí los más importantes, otras los convocaba y exhortaba por naciones. Al mismo tiempo los africanos vinieron insolentemente a pedir las raciones de pan que no habían recibido y creían se les estaban debiendo; pero Gescón en castigo de su altanería, ordenó las fuesen a pedir a Mathos su jefe. Esto les irritó de tal forma que sin más (240 años antes de J. C.) empezaron primero a arrebatar el dinero que estaba presente, y después a echar mano a Gescón y a los cartagineses de su comitiva Mathos y Spendio, en la creencia de que si cometían algún atentado contra ley y derecho se encendería de este modo cuanto antes la guerra, coadyuvaban a los desvaríos de la multitud. Saquearon el equipaje y dinero de los cartagineses, ataron ignominiosamente a Gescón y sus compañeros, los metieron en la cárcel y declararon finalmente la guerra públicamente a Cartago, violando el derecho de gentes por la conjuración más impía. Tal es la causa y origen de la guerra contra los extranjeros, llamada asimismo guerra de África. Mathos, evacuado que hubo estos negocios, envió al instante legados a las ciudades de África, proclamando libertad y rogando le socorriesen y tomasen parte en el asunto. En casi todos los pueblos halló buena disposición para rebelarse contra los cartagineses y para enviarle gustosamente víveres y socorros. Por lo que, dividido el ejército en dos partes, emprendió con la una sitiar a Utica, y con la otra a Hippacrita, por no haber querido entrar en la rebelión estas ciudades.
Los cartagineses, habituados siempre a pasar las necesidades privadas de la vida con lo que daba de sí su territorio, pero a recoger las provisiones públicas y aparatos de guerra de lo que les redituaba el África, y a formar sus ejércitos de tropas extranjeras, se hallaban entonces en grande consternación y desconfianza, al considerar que no sólo estaban privados inesperadamente de todos estos auxilios, sino que cada uno de ellos se había tornado en su perjuicio: tan inopinado era el lance que les pasaba. Aniquilados con la continuada guerra de Sicilia, esperaban que, ajustada la paz, gozarían de algún reposo y tranquilidad apetecible. Pero les sucedió al contrario. Se les originó otra guerra mayor y más formidable. Antes contendían con los romanos sobre la Sicilia, pero ahora tenían que sostener una guerra civil, donde iban a arreglar su propia salud y la de la patria. Añadíase a esto que, como habían salido mal en tantas ocasiones, su hallaban sin provisión de armas, sin fuerzas marítimas, sin pertrechos navales, sin acopios de víveres y sin la más leve esperanza de que les socorriesen desde el exterior sus amigos o aliados. Entonces comprendieron claramente cuánta diferencia haya de una guerra extraña y ultramarina a una doméstica sedición y civil alboroto. Pero ellos mismos habían sido los autores de estos y otros semejantes infortunios.
En la guerra anterior habían tratado con dureza a los pueblos de África, imaginándose que tenían justas razones para exigir de la gente de la campaña la mitad de todos sus frutos, y de los habitantes de las ciudades otro tanto más de tributos que antes pagaban, sin que hubiese remisión o condescendencia con ninguno, por pobre que fuese. De los intendentes admiraban y honraban, no a aquellos que se habían portado con humanidad y dulzura con los pueblos, sino a los que habían reunido más provisiones y pertrechos, aunque a costa del mayor rigor con el paisanaje. De esta clase era Hannón. Y por tal motivo, las gentes, no digo persuasión, una insinuación sola necesitaban para rebelarse. Las mujeres, que hasta entonces habían presenciado sin emoción llevar a la cárcel a sus maridos y parientes por el pago de los impuestos, conjuradas ahora en las ciudades, hacían alarde de no ocultar nada de sus efectos, desprendiéndose de sus adornos y llevándolos para pago de las tropas. De esta manera recogieron tanto dinero Mathos y Spendio, que no sólo satisficieron los sueldos devengados a los extranjeros y las promesas hechas para empeñarlos en la rebelión, sino que tuvieron con qué proseguir la guerra con abundancia. Tan verdad como esto es que el que quiere gobernar bien, debe no sólo mirar a lo presente, sino extender también sus miras a lo futuro.
Rodeados de tantos males, los cartagineses, habiendo concedido a Hannón el mando, por haberles sujetado antes aquella parte del África situada alrededor de Hecatontapila, reunieron extranjeros, armaron los ciudadanos que tenían edad competente, ejercitaron e instruyeron la caballería de la ciudad, y aprestaron el resto de buques de tres y cinco órdenes que había quedado, con un gran número de lanchas. Mientras tanto Mathos, habiendo acudido a sus banderas hasta setenta mil africanos, divididos en dos trozos, sitiaba sin riesgo a los uticenses y a los hippacritas, y tenía bien asegurado el campo de Túnez, con lo que cortaba a los cartagineses la comunicación con toda el África exterior. Se halla Cartago situada en un golfo que, adentrándose en el mar, forma la figura de una península, rodeada casi por todas partes, ya por el mar, ya por el lago. El istmo que la une con el África mide veinticinco estadios de anchura. La ciudad de Utica está ubicada no lejos de esta parte que mira al mar, y de la otra Túnez, junto al lago. Sobre estos dos lugares acampados los extranjeros, cortaban a los cartagineses la comunicación de la provincia, amenazaban a la ciudad, y con continuos rebatos que día y noche daban a sus muros, ponían en gran terror y espanto a los sitiados.
Mientras tanto Hannón realizaba los esfuerzos posibles para acumular municiones. Éste era todo su talento; pero colocado al frente de un ejército, parecía otro hombre. Se aprovechaba mal de las ocasiones, y se portaba con poca pericia y actividad en todos los asuntos. Cuando se dirigió a Utica a prestar socorro a los cercados, atemorizó a los enemigos con el número de elefantes, que no bajaban de ciento; y aunque al principio tuvo toda la ventaja de su parte, hizo un uso tan malo de ella, que puso en riesgo de perderse hasta los mismos cercados. Había traído de Cartago las catapultas, máquinas y demás pertrechos
para un asedio, había sentado su campo delante de Utica y emprendido atacar el real de los enemigos. Efectivamente, los elefantes se arrojaron al campo contrario, y los enemigos, no pudiendo soportar la fuerza e ímpetu, tuvieron todos que abandonar los reales. La mayoría de ellos murieron heridos por las fieras; la parte que se salvó hizo alto en una colina escarpada y sembrada de árboles, afianzando su seguridad en el mismo sitio. Entonces Hannón, habituado a pelear con númidas y africanos, los cuales, si una vez llegan a retroceder, huyen y se distancian dos o tres jornadas en la creencia de haber dado fin de los enemigos y haberlos vencido completamente, abandona absolutamente sus soldados y la defensa del campo, penetra en la ciudad y se entrega a las delicias del cuerpo. Los extranjeros que se habían refugiado en la colina, partícipes del valor de Barca y acostumbrados con los combates que habían sostenido en la Sicilia a retroceder y volver a atacar al enemigo repetidas veces en un mismo día; cerciorados entonces de que el General se había retirado a la ciudad, y los soldados con la ventaja andaban ociosos y desbandados fuera del campo, se reúnen, atacan las trincheras, matan a muchos, obligan a los demás a huir vergonzosamente bajo los muros y puertas de Utica, y se apoderan de todo el bagaje y provisión que tenían los cercados; los cuales sacados de la ciudad con otros pertrechos, cayeron por culpa de Hannón en poder de los contrarios. No fue ésta la única ocasión en que este General incurrió en tanto descuido. Pocos días más tarde, situados al frente los enemigos junto a un lugar llamado Gorza, ofreciéndole proporciones la inmediación del campo contrario para vencerlos dos veces en batalla ordenada y otras dos por sorpresa, ambas las dejó escapar por imprudencia y sin saber cómo.

CAPÍTULO XXI
Sucesión de Amílcar en el mando.- Tránsito del Macar.- Derrota de los rebeldes junto a este río.- Abandona Naravaso el partido de éstos.- Victoria de Amílcar.- Su clemencia con los prisioneros.
Viendo los cartagineses, lo mal que manejaba Hannón sus intereses, otorgaron (240 años antes de J.) por segunda vez el mando a Amílcar, por sobrenombre Barca, y le enviaron por jefe a la presente expedición haciéndole entrega de setenta elefantes, las tropas extranjeras que pudieron levantar, los desertores de los enemigos, junto con la caballería e infantería de ciudad, en total alcanzando diez mil hombres. El esperado ímpetu de su primera salida infundió tanto miedo a los enemigos, que abatió sus espíritus, les hizo levantar el sitio de Utica y puso de manifiesto que correspondía dignamente a sus anteriores acciones a la expectativa que de él el pueblo se había formado. La serie de lo que realizó en esta campaña es como sigue.
En la cordillera de montañas que une a Cartago con el África existen unas eminencias impracticables, donde los caminos que conducen a esta región son artificiales. Mathos había defendido con presidios todos los lugares oportunos de estas colinas. Además, el Macar casi siempre invadeable por la abundancia de sus aguas, cerraba igualmente por algunas partes a los de la ciudad la salida a la provincia. El único puente que se halla en este río lo custodiaba Mathos con diligencia, habiendo construido en su inmediación una ciudad. De que provenía que los cartagineses, no sólo no podían entrar tierra adentro con ejército, pero ni aun los particulares que querían pasar les era fácil sin ser vistos de los contrarios. Amílcar, dándose cuenta después de haber intentado todos los medios y recursos, le era aun imposible su tránsito, encontró este expediente. Había observado que cuando soplaban ciertos vientos, se cegaba con arena la boca del río al desaguar en el mar, y que el cieno formaba un paso en la misma embocadura. Dispuesto el ejército para la marcha, sin comunicar a nadie su designio, observaba que ocurriese lo que hemos dicho. Efectivamente, llegada la ocasión, parte por la noche, y sin que nadie lo perciba, pasa al amanecer sus tropas por este sitio. Todos admiraron su arrojo, los de la ciudad y los enemigos; pero él, mientras, avanzaba por el llano y dirigía su ruta hacia los que defendían el puente.
A la vista de esto, Spendio sale al encuentro al llano, y es sostenido a un mismo tiempo de cerca de diez mil hombres que salieron de la ciudad edificada junto al puente, y de más de quince mil que vinieron de Utica. Después que unos y otros estuvieron al frente, los rebeldes, suponiendo haber cogido en medio a los cartagineses, comunican con sigilo las órdenes, se exhortan a sí mismos y vienen a las manos. Mientras tanto Amílcar proseguía su camino, puestos en la vanguardia los elefantes, en el centro la caballería e infantería ligera, y en la retaguardia los pesadamente armados. Mas advirtiendo que los enemigos atacaban con precipitación, manda invertir el orden de toda la armada; a los que se hallaban en la primera línea ordena que por un cuarto de conversión retrocedan rápidamente, y a los que estaban antes en la última les hace desfilar por los costados y los sitúa al frente del enemigo. Los africanos y extranjeros, en el convencimiento de que los cartagineses huían de miedo, abandonan la formación, los atacan y vienen con vigor a las manos. Pero apenas la caballería, por una mutación, se aproximó a sostener a los que se hallaban formados y a cubrir el resto del ejército, cuando los africanos, que habían acometido temerariamente y a pelotones, asombrados con este extraordinario movimiento, huyeron. Cayeron después sobre los que tenían detrás, y desordenados, ocasionaron la perdición a sí y a sus compañeros. La mayoría fueron atropellados por la caballería y elefantes que iban en su alcance. Perecieron unos seis mil entre africanos y extranjeros, y se hicieron dos mil prisioneros. Los demás se salvaron, parte en la ciudad construida junto al puente, parte en el campo de Utica. Amílcar, lograda de este modo la victoria, marchó en persecución del enemigo. Tomó por asalto la ciudad inmediata al puente, desamparándola y huyendo a Túnez los que estaban dentro, después batió lo restante del país, sometió algunos pueblos y tomó los más por la fuerza. De este modo recobró algún tanto el espíritu y valor de los cartagineses, desterrando la desconfianza en que hasta entonces habían vivido.
Mathos entretanto insistía en el cerco de los hippacritas y aconsejaba a Autarito, comandante de los galos, y a Spendio cercase al enemigo; pero que evitasen los llanos por el número de su caballería y elefantes, costeasen las laderas y atacasen siempre que le viesen en algún embarazo. Con este propósito, envió a los númidas y africanos para que le enviasen socorro y no dejasen pasar la ocasión de recobrar su libertad. Spendio, por su parte, entresacados seis mil hombres de las diversas naciones que había en Túnez, costeaba las montañas haciendo frente a los cartagineses. Traía también consigo dos mil galos, al mando de Autarito, porque los demás que habían militado al principio bajo sus órdenes se habían pasado a los romanos durante el campo de Erice. Sucedió, pues, que los socorros de númidas y africanos vinieron a incorporarse con Spendio, al tiempo que Amílcar estaba acampado en cierta llanura, coronada por todas partes de eminencias. Situados de repente los africanos al frente, los númidas a la espalda y Spendio al costado, pusieron a los cartagineses en gran aprieto e inevitable peligro. Existía por este tiempo un tal Naravaso, númida de nación, uno de los más nobles entre los suyos y lleno de espíritu castrense. Éste había siempre profesado a los cartagineses cierta inclinación secreta, heredada de sus padres, pero entonces se manifestó más en él por el sobresaliente mérito del general Amílcar. Convencido de que se le presentaba bella ocasión de convenirse y reconciliarse con los cartagineses, llega al campo acompañado de cien númidas, se aproxima a la trinchera y se detiene con valor haciendo señas con la mano. Amílcar, sorprendido de su arrojo, le envía un caballero, a quien responde que quiere tener una conferencia con el General. En esta duda y desconfianza se hallaba aún el Comandante cartaginés, cuando Naravaso, entregando su caballo y armas a los que le acompañaban, entra desarmado dentro de los reales con gran confianza. A todos admiró y dejó absortos su osadía; sin embargo, le recibieron y condujeron al Comandante. Naravaso empezó su discurso diciendo que apreciaba en general a los cartagineses, pero que sobre todo deseaba ser amigo de Amílcar; que el motivo de su venida era a reconciliarse con él, para tener parte sin rebozo en todas sus operaciones y designios. Este discurso, la confianza con que el mozo había venido y la sencillez con que hablaba, causaron tal complacencia en Amílcar, que no sólo aceptó con gusto recibirlo por compañero de sus operaciones, sino que le prometió con juramento darle su hija en matrimonio si guardaba fidelidad a los cartagineses. Realizada esta alianza, llegó Naravaso con dos mil númidas que tenía bajo su mando. Con este socorro Amílcar colocó su ejército en batalla. Los de Spendio, incorporados con los africanos, bajan todos al llano y vienen a las manos. El combate fue rudo, pero venció Amílcar. Los elefantes tuvieron mucha parte en la acción; pero Naravaso se distinguió sobre todos. Autarito y Spendio huyeron. De los demás, diez mil quedaron sobre el campo y cuatro mil fueron hechos prisioneros. Conseguida la victoria, el cartaginés dio licencia a los prisioneros que quisieron para militar bajo sus banderas y los armó con los despojos de los enemigos, y a los que no, reuniéndolos, les dijo que les perdonaba los yerros hasta entonces cometidos, bajo cuyo supuesto dejaba al arbitrio de cada uno el retirarse donde más le conviniese; pero les amenazaba que si sorprendía a alguno llevando las armas contra los cartagineses, sería castigado sin remisión.

CAPÍTULO XXII
Pérdida de Cerdeña.- Crueldades cometidas por Mathos y Spendio contra el derecho de gentes.- Consideraciones sobre este punto.
Durante este mismo tiempo (239 años antes de J. C.) los extranjeros que se hallaban de guarnición en la isla de Cerdeña, a ejemplo de Mathos y Spendio se alzaron en rebelión contra los cartagineses que allí había; habiendo encerrado en la ciudadela a Bostar, jefe de las tropas auxiliares, le quitaron la vida junto con sus conciudadanos. Los cartagineses mandaron allá al capitán Hannón con nuevas tropas; pero éstas le abandonaron, se pasaron a los rebeldes, y apoderadas de su persona, al punto le crucificaron. Meditaron después toda clase de tormentos para terminar con los cartagineses que habían quedado en la isla. Y finalmente sojuzgadas las ciudades, gobernaron con imperio Cerdeña, hasta que sublevados contra los del país, fueron arrojados por éstos a la Italia. De este modo como los cartagineses perdieron la Cerdeña, isla considerable por su extensión, población y producciones. Repetir ahora lo que tantos y tan dilatadamente han dicho de ella, me parece excusado, cuando todos lo confiesan.
Mathos, Spendio y el galo Autarito, temerosos de la humanidad de Amílcar para con los prisioneros, recelosos de que los africanos y la mayoría de extranjeros, llevados de este atractivo, no corriesen a la inmunidad que se les ofrecía, deliberaron cómo idearía alguna nueva impiedad con que las tropas se enfureciesen hasta el extremo contra los cartagineses. Decidieron que los convocarían a todos, y hecho esto, entraría en la junta un mensajero con una carta, como enviado de la Cerdeña por los cabecillas de aquella rebelión. La carta indicaría que tuviesen especial cuidad con Gescón y todos sus compañeros, a quienes había faltado a la fe en Túnez, como más arriba apuntamos, porque había algunos en el ejército que mantenían tratos secretos con los cartagineses para libertarlo. Efectivamente, Spendio, bajo de esto falso pretexto, exhorta primero a los suyos a que no crean en la humanidad del Comandante cartaginés para con los prisioneros, pues por este medio no se había propuesto salvar la vida a los cautivos, sino apoderarse de los demás con el perdón de aquellos y castigar a todos si confiaba en sus palabras. Tras de esto les aconseja se abstenga de enviar a Gescón, si no quieren incurrir en el escarnio de los enemigos y ocasionar el mayor perjuicio a sus intereses permitiendo marchar a un hombre de su consecuencia y tan excelente capitán, que con toda seguridad vendrá a ser contra ellos su más terrible enemigo. Aun no había terminado de proferir estas palabras, cuando he aquí que se presenta otro mensajero, aparentando que venía de Túnez, con otra carta de igual contenido que la de Cerdeña.
Entonces tomó la palabra el galo Autarito, y manifestó: -El único medio de salvar los negocios es renunciar a todas las promesas de los cartagineses. Mientras se confíe en su humanidad no se podrá entablar con ellos alianza verdadera. Supuesto lo cual les suplicaba que creyesen a aquellos, oyesen a aquellos y les escuchasen a aquellos que les propusiesen las mayores ofensas y crueldades contra los cartagineses, y reputasen por traidores y enemigos a los que les inspirasen los sentimientos contrarios.- Dicho esto, les exhorta y aconseja quiten la vida con la mayor ignominia a Gescón, a todos los que habían sido cogidos con él y a los prisioneros que en adelante se hiciesen de los cartagineses. El voto de éste era el de mayor peso en las juntas, porque la tropa entendía sus discursos. El trato continuado con los soldados le había enseñado a hablar el fenicio, y la larga duración de la guerra había precisado a los más a usar de esta lengua cuando se saludaban. Por cuyo motivo todos le aplaudieron a una voz, y él se retiró colmado de elogios. Aproximáronse después muchos de cada nación y desearon, por los beneficios recibidos de Gescón, interceder por su suplicio. Al hablar muchos a un tiempo y cada uno en su propia lengua, no se entendía nada de cuanto proferían. Pero después que se supo con certeza que intercedían por su castigo, y alguno de los que estaban sentados dijo: «mátalos todos», inmediatamente mataron a pedradas a cuantos se acercaron. Mientras que los parientes sacaban fuera a estos infelices como si hubieran sido destrozados por las fieras, los soldados de Spendio
se apoderan de Gescón y sus compañeros, que eran hasta setecientos, los llevan fuera del atrincheramiento, los sitúan a corta distancia del campo y les cortan primero las manos, empezando por Gescón; este hombre, a quien poco antes habían preferido entre todos los cartagineses, habían reconocido por su bienhechor y puesto por árbitro de sus diferencias. Luego de realizada esta operación, amputan a estos infelices los extremos de todos los miembros, los mutilan, rompen las piernas, y, vivos aún, los arrojan en un hoyo.
Los cartagineses, conocido este infortunio y sin medio para satisfacer su resentimiento, se lamentaron, sintieron en el alma su desgracia y cursaron orden a Amílcar y a Hannón, otro de los comandantes, encargándoles socorriesen y vengasen a estos infelices. Despacharon también reyes de armas a aquellos impíos ara recobrar los cadáveres. Mas ellos, lejos de entregarles, advirtieron a los emisarios que ni reyes de armas ni diputados enviasen otra vez, so pena de que sufrirían igual castigo que Gescón. Efectivamente, publicaron un bando de común acuerdo para que al cartaginés que se apresase en adelante se le hiciese morir en el tormento, y al que fuese aliado, se le enviase de nuevo, cortadas las manos: ley que se observó en adelante con todo rigor. A la vista de esto, cualquiera diría sin reparo que el cuerpo humano y algunas llagas o tumores que en él se engendran se enconan y se tornan completamente incurables, con mucha más razón los ánimos. Existen heridas que, si se las aplica remedio, tal vez éste las irrita y apresura su progreso: si se las omite, su maligna naturaleza corroe las partes próximas, y no se detiene hasta que causa la ruina al cuerpo que las padece. De igual modo en los ánimos se engendran muchas veces tales malignos vapores y enconos, que conducen al hombre a excesos de impiedad y fiereza sobre todos los animales. Con tales hombres, si usas de conmiseración y dulzura, éste en su opinión es un dolo y artificio que los hace más desconfiados e irreconciliables con sus bienhechores. Si, por el contrario, te vales del castigo y te opones a su furor, no hay crímenes ni atentados de que no sean capaces, calificando de virtud semejante audacia, hasta que convertidos en fieras se desprenden de todo sentimiento de humanidad. Entiéndase que el desarreglo de costumbres y la mala educación en la infancia son el origen y causa principal de este desorden; bien que hay otras muchas que participan, tales son principalmente los malos tratamientos y la avaricia de los jefes. Buen ejemplo tenemos en lo que entonces aconteció en todo el cuerpo de tropas extranjeras, y sobre todo en los que las mandaban.

CAPÍTULO XXIII
Situación de los cartagineses.- Sitio de Cartago.- Socorros de Hierón y de los romanos.- Los rebeldes imploran la paz acuciados por el hambre.
Condolido Amílcar del desenfreno de los enemigos, manda a llamar a Hannón, persuadido de que juntos los dos ejércitos finalizarían más pronto los negocios. Los enemigos que cogían, a unos los mataban por derecho de represalias; a otros, si eran traídos vivos a su presencia, los arrojaba a las fieras, creyendo ser este el único medio de exterminar del todo a los rebeldes. Ya parecía a los cartagineses que tenían esperanzas más lisonjeras del estado de la guerra, cuando por un universal y repentino trastorno volvieron atrás sus intereses. Lo mismo fue unirse los dos jefes, que llegar a tal punto sus discordias, que no sólo desaprovecharon las ocasiones de batir a sus contrarios, sino que sus debates ofrecieron a éstos muchas proporciones de ejecutarlo en su perjuicio. Enterada de esto la República, ordenó que uno de los Generales saliese del campo y el otro permaneciese, dejándolo a elección de las tropas. Además de esto, aconteció que los convoyes procedentes de los lugares llamados por ellos emporios, sobre que fundaban la principal esperanza de los comestibles y demás municiones, fueron del todo inundados por el mar durante una tempestad. La isla de Cerdeña, que les prestó siempre grandes socorros en las urgencias, había pasado a ajeno dominio, como hemos mencionado. Y lo que es más que eso, las ciudades de Hippacrita y Utica, las únicas de toda el África que les habían quedado, las que no sólo habían sostenido con energía la presente guerra, sino que habían permanecido constantes en el tiempo de Agatocles y en la invasión de los romanos, y, en una palabra, las que jamás habían querido cosa en contra de los intereses de Cartago, habían dejado ahora su partido, se habían pasado sin justo motivo a los rebeldes, y su deserción había producido instantáneamente con éstos la más estrecha amistad y confianza, así cono excitado contra ellos la ira y odio más implacable. Dieron muerte y arrojaron por los muros a todos los quinientos hombres que habían venido en su socorro con su jefe, entregaron la ciudad a los africanos, y no permitieron a los cartagineses dar sepultura a los muertos, por más que los suplicaron. Estos acontecimientos ensoberbecieron tanto Mathos y Spendio, que empezaron a poner sitio a la misma Cartago. Pero Amílcar, asociándose con el capitán Aníbal (éste era a quien el Senado había enviado a la armada, después que los soldados, por la autoridad que la República les había conferido para ajustar diferencias de los dos jefes, tuvieron a bien que Hannón se separase); Amílcar, digo, llevando consigo a éste y a Naravaso, batía la campaña, y cortaba los convoyes a Mathos y Spendio. Naravaso el númida le fue de suma utilidad, tanto en esta como en otras expediciones. Este era el estado de las armadas, que actuaban a campo raro.
Los cartagineses, cercados por todas partes, se vieron precisados a recurrir a las ciudades aliadas. Hierón, siempre atento a la guerra presente, tenía cuidado en enviarles cuanto le pedían. Pero especialmente manifestó sus deseos en esta ocasión, convencido de que le interesaba, para mantener su poder en la Sicilia y conservar la amistad de los romanos, mirar por la salud de los cartagineses, para no dejar a la voluntad del vencedor ejecutar sus proyectos sin obstáculo. Efectivamente, reflexionaba con toda prudencia y cordura. Pues nunca se debe perder de vista la máxima de no dejar a una potencia engrandecerse tanto, que no se la pueda contestar después, aun en aquello que nos pertenece de derecho. Los romanos asimismo les dieron, en virtud del tratado, cuanto podían después aunque al principio hubo motivos para ciertas desavenencias entre los dos pueblos, por haberse ofendido los romanos de que los cartagineses detuviesen en sus puertos a los que navegaban de Italia a África con víveres para los enemigos, y tuviesen ya en prisión casi quinientos hombres de esta clase; reintegrados después de todos a instancia de los diputados que llegaron a este efecto, procedieron tan reconocidos, que inmediatamente cedieron a los cartagineses en recompensa los prisioneros que les quedaban aun de la guerra de Sicilia. Y desde aquel instante les suministraron prontamente y con humanidad cuanto les pidieron. Facultaron sus comerciantes para extraer de continuo lo necesario para los cartagineses, y lo prohibieron para los rebeldes. No quisieron acceder a la propuesta de los extranjeros de Cerdeña, que habían abandonado por este tiempo el partido de los cartagineses y les convidaban con la isla. No admitieron a los de Utica, que voluntariamente se entregaban, ateniéndose al tenor de los aliados que hemos apuntado, se pusieron los cartagineses en estado de sufrir el asedio.
Mathos y Spendio no menos eran sitiados que sitiaban. Amílcar los había reducido a tal escasez de lo necesario, que se vieron precisados finalmente a levantar el asedio. Poco tiempo después, estos rebeldes, reunida la flor de las tropas extranjeras y africanas, cuyo total ascendía a cincuenta mil hombres con los que mandaba Zarjas el africano, decidieron volverse a poner en campaña y observar de cerca al enemigo. Huían de los llanos, por temor a los elefantes y caballería de Naravaso; mas procuraban con anticipación ocupar los lugares montuosos y desfiladeros. En todo este tiempo se observó que en el ímpetu y ardimiento no cedían a los contrarios, aunque regularmente eran vencidos por su impericia. Entonces nos manifestó la experiencia cuanto exceso haya de un talento práctico de mandar acompañado de principios, a una impericia y ejercicio militar adquirido sin reglas. Amílcar a veces atraía a encuentros particulares un trozo de tropas, y como hábil jugador de dados las cercaba y las hacía las piezas; otras, aparentando desear una acción general, daba muerte a unos conduciéndolos a emboscadas que no preveían, y aterraba a otros noche y día dejándose a ver de improviso y cuando menos lo esperaban. A cuantos cogía vivos los arrojaba a las fieras. Finalmente, habiéndose acampado, cuando menos se pensaba, cerca de los enemigos en un lugar incómodo para ellos y ventajoso para su ejército, los colocó en tal aprieto, que sin aliento para aventurar un trance ni facultad para evitarle, a causa del foso y trinchera que por todas partes los cercaba, al cabo forzados por hambre se vieron precisados a comerse unos a otros, dando la Divinidad la recompensa merecida a la crueldad y barbarie con que habían procedido con sus semejantes. Sin ánimo para salir al combate, seguros de la ruina y castigo de los que fuesen apresados, y sin ocurrírseles hacer mención de conciertos, a la vista de los excesos cometidos, sufrían el pasar por todo en su perjuicio, fiados en los socorros de Túnez que sus jefes les habían prometido.
Pero finalmente se consumieron los prisioneros con que la crueldad los alimentaba, se terminaron los cuerpos de los esclavos, se les frustró el socorro de Túnez, y la tropa, hostigada de males, prorrumpió en amenazas contra sus jefes. Entonces Autarito, Zarjas y Spendio decidieron entregarse a los enemigos y tratar de concierto con Amílcar. Logrado el salvoconducto de su embajada por medio de un rey de armas que enviaron, llegaron al campo contrario, y Amílcar efectuó con ellos este tratado: Será lícito a los cartagineses escoger de los enemigos diez personas, las que ellos quieran; y a los demás se les remitirá con su vestido. Ratificado el tratado, Amílcar dijo al instante que escogía a los presentes según el convenio, y de esta forma los cartagineses se apoderaron de Autarito, Spendio y otros capitanes los más distinguidos. Los africanos, después que supieron la retención de sus jefes, sospechando que habían sido vendidos, por ignorar el tenor de los tratados, acudieron a las armas con este motivo; pero Amílcar los rodeó con los elefantes y demás tropas, y los pasó a cuchillo a todos, en número de más de cuarenta mil, El lugar donde acaeció esta acción se llama Sierra, por la similitud que tiene su figura con este instrumento.

CAPÍTULO XXIV
Sitio y ataque de Túnez.- Sorpresa del campamento de Aníbal por Mathos.- Muerte de éste.- Batalla decisiva.- Cesión de la Cerdeña a los romanos.
La mencionada victoria (239 años antes de J. C.) volvió a inspirar en los cartagineses mejores esperanzas para el futuro, en medio de que ya se hallaban privados de todo remedio. Más tarde Amílcar, Naravaso y Aníbal batieron la campaña y las ciudades. Sometidas las más de éstas con la rendición de los africanos, a quienes la victoria anterior hacía pasar a su partido, llegaron a Túnez y emprendieron sitiar a Mathos. Aníbal asentó su campo delante de aquel lado de la ciudad que mira a Cartago, y Amílcar el suyo al lado opuesto. Después, llevando a Spendio y demás prisioneros cerca de los muros, los crucificaron a la vista de los enemigos. Mathos, que se apercibió del descuido y exceso de confianza con que Aníbal se portaba, ataca su atrincheramiento, da muerte a muchos cartagineses, hace abandonar el campo a los soldados y se apodera de todo el bagaje. Coge vivo al mismo Aníbal, le conduce al instante a la cruz que había servido para Spendio, y luego de los más excesivos tormentos, quita a aquel, sustituye a éste vivo en su lugar, y degüella a treinta cartagineses, los más ilustres, alrededor del cuerpo de Spendio: como si la fortuna de intento anduviese ofreciendo alternativas ocasiones a una y otra armada de ejecutar entre sí los mayores excesos de venganza. Llegó tarde a conocimiento de Amílcar la irrupción de los enemigos, por la distancia que había entre los dos campos, y ni aun después de sabida acudió en su socorro, por las dificultades que mediaban en el camino. Por lo cual, levantando el campo de Túnez, llegó al Macar y se apostó a la embocadura de este río en el mar. La noticia de esta inopinada derrota volvió a abatir y consternar a los cartagineses. Recobrados hasta aquí algún tanto los ánimos, cayeron otra vez en el mismo desaliento. Pero no por eso desistieron de aplicar los remedios conducentes a la salud. Enviaron al campo de Amílcar treinta personas que escogieron del Senado, al capitán Hannón que ya había mandado en esta guerra, y a todos los que habían quedado en edad de llevar las armas, ya que éste era el último esfuerzo. Recomendaron encarecidamente a los senadores que ajustasen de todos modos las anteriores diferencias de los dos jefes, y les persuadiesen a obrar de concierto, presentarles el estado actual de la república. Después que por medio de muchas y diversas conferencias reunieron a Hannón y a Amílcar en un mismo lugar, consiguieron de ellos el que se aviniesen y rindiesen a sus persuasiones, y en consecuencia unánimes en los pensamientos obraron en todo a beneficio del Estado. Mathos, o bien se le armasen emboscadas o bien se le persiguiese, ya alrededor de Lepta, ya alrededor de otras ciudades, saliendo siempre con lo peor en estos particulares encuentros, resolvió al fin que una acción general decidiese el asunto, partido que acogieron con gusto los cartagineses. Con este fin, unos y otros convocaron a la batalla a todos sus aliados, y reunieron las guarniciones de las ciudades, ya que iban a aventurar toda su fortuna. Cuando todo estuvo dispuesto para la empresa, se ordenaron en batalla y vinieron a las manos de común acuerdo. La victoria se inclinó del lado de los cartagineses. Los más de los africanos perecieron en la misma acción; los demás se salvaron en cierta ciudad, y poco después se rindieron. Mathos fue apresado vivo. Después de la batalla las demás partes del África se entregaron al instante al vencedor; sólo las ciudades de Hippacrita y Utica, privadas de todo pretexto para implorar la paz, ya que desde sus primeros arrojos no habían dejado lugar al perdón y misericordia, persistieron en la rebelión. Tan conducente como esto es aun en semejantes yerros guardar siempre moderación y no dejarse llevar de grado a excesos irremisibles. Pero lo mismo fue acampar Hannón delante de la una, y Amílcar delante de la otra, que al instante las forzaron a pasar por los pactos y condiciones que los cartagineses quisieron. Finalmente, la guerra de África, que había puesto en tantos conflictos a los cartagineses, se terminó con tales ventajas, que no sólo recobraron el dominio del África, sino que dieron a los autores de la rebelión el merecido castigo; pues celebrando por último la juventud cartaginesa el triunfo por la ciudad, hizo sufrir a Mathos y sus compañeros todo género de oprobios.
Tres años y cerca de cuatro meses duró la guerra de los extranjeros con los cartagineses, guerra que excedió muchísimo en crueldad y barbarie a todas las otras de que tenemos noticia. Mientras tanto los romanos, convidados de los extranjeros de Cerdeña que habían pasado a su partido, concibieron el designio de pasar a esta isla. Los cartagineses llevaron esto muy a mal, ya que tenían mejor derecho al dominio de la Cerdeña; y estándose aprestando a tomar venganza de los que la habían entregado, los romanos tomaron de esto motivo para declararles la guerra, bajo el pretexto de que no realizaban los preparativos contra los sardos, sino contra ellos mismos. Mas los cartagineses, que habían salido de la guerra precedente como por milagro y en la actualidad se encontraban imposibilitados del todo de suscitarse por segunda vez la enemistad de los romanos, cediendo al tiempo, no sólo evacuaron la Cerdeña sino que les añadieron mil doscientos talentos para evitar el sostener una guerra en las actuales circunstancias. Así ocurrieron estas cosas.

 

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