Teeteto o de la ciencia
Platón
 



EUCLIDES DE MEGARA, TERPSIÓN DE MEGARA



Euclides. ¿Acabas de llegar del campo Terpsión, o hace tiempo que viniste?

Terpsión. Ya hace tiempo. He ido a buscarte a la plaza pública y extrañe no haberte encontrado.

Euclides. No estaba en la ciudad.

Terpsión. Pues, ¿dónde estabas?

Euclides. Había bajado al puerto, donde me encontré con Teetetes, que le llevaban desde el campamento de Corinto a Atenas.

Terpsión. ¿Vivo o muerto?

Euclides. Vivía, aunque con dificultad. Mucho sufría, a causa de sus heridas; pero lo que más le molestaba era la enfermedad reinante en el ejército.

Terpsión. ¿La disentería?

Euclides. Sí.

Terpsión. ¡Qué hombre nos va a arrancar la muerte!

Euclides. En efecto, es una excelente persona, Terpsión. Acabo de oír a muchos hacer grandes elogios de la manera con que se ha portado en el combate.

Terpsión. No me sorprende, y lo extraño sería que no fuera así. Pero ¿cómo se detuvo aquí, en Megara?

Euclides. Tenía empeño en volver a su casa. Le supliqué y aconsejé que se detuviera, pero no quiso. Después de acompañarle, y estando de vuelta, recordé, con admiración, cuán verídicas han sido las predicciones de Sócrates sobre muchos puntos, y particularmente sobre Teetetes. Mas, parece que, habiéndole encontrado poco tiempo antes de su muerte, cuando apenas había salido de la infancia, tuvo, con él, una conversación, quedando enamorado de la bondad de su carácter y de sus condiciones naturales. Más tarde fui yo a Atenas, me refirió lo que habían hablado, y que bien merecía ser escuchado, y añadió que este joven se distinguiría, algún día, si llegaba a la edad madura.

Terpsión. El resultado, a mi parecer, prueba que dijo verdad. ¿No podrías referirme esa conversación?

Euclides. De viva voz, no, ¡por Zeus!, pero cuando volví a mi casa anoté los rasgos principales, los redacté por despacio, a medida que me venían a la memoria, y todas las veces que iba a Atenas, preguntaba a Sócrates sobre los puntos que no recordaba y, con esto, a la vuelta, corregía lo que tenía necesidad de corrección, de manera que tengo por escrito esta conversación, como quien dice, por entero.

Terpsión. Es cierto, ya te lo había oído decir, y tuve siempre la intención de suplicarte que me la enseñaras, pero dilaté el decírtelo hasta ahora. ¿No podríamos verla en este momento? Como vengo del campo, tengo absolutamente necesidad de descanso.

Euclides. Como he acompañado a Teetetes hasta Erineón, también lo necesito. Vamos, pues, y un esclavo leerá mientras que nosotros descansamos.

Terpsión. Tienes razón.

(Entran en casa de Euclides).

Euclides. He aquí el libro, Terpsión. En cuanto a la conversación, está escrita, no como si Sócrates me la refiriera, sino como si hablase directamente, con los que tomaron parte en ella, que, según me dijo, fueron Teodoro y Teetetes. Para no entorpecer el discurso, he suprimido las frases. he dicho, yo decía, conviene, lo negó, y otras semejantes que no hacen más que interrumpir, y he creído preferible que Sócrates hable directamente con ellos.

Terpsión. Me parece lo que has hecho muy racional, Euclides.

Euclides. Vamos, toma este libro, tú, esclavo, y lee.



SÓCRATES, TEODORO, TEETETES

Sócrates. Si tuviese un interés particular, Teodoro, por los de Cirene, te preguntaría lo que allí pasa, y me informaría del estado en que se hallan los jóvenes que se aplican a la geometría y a las demás ramas de la filosofía. Pero, como quiero con preferencia a los nuestros, estoy mas ansioso de conocer quiénes, entre nuestros jóvenes, ofrecen mayores esperanzas. Hago esta indagación por mí mismo, en cuanto me es posible, y además me dirijo a aquellos, que cerca de los cuales veo que la juventud se apresura a concurrir. No son pocos los que acuden a ti, y tienen razón porque lo mereces por muchos conceptos, y, sobre todo, por tu saber en geometría. Me darías mucho gusto si me dieras cuenta de algún joven notable.

Teodoro. Con el mayor gusto, Sócrates, y para informarte, creo conveniente decir cuál es el joven que más me ha llamado la atención. Si fuese hermoso temería hablar de él, no fueras a imaginarte que me dejaba arrastrar por la pasión; pero, sea dicho sin ofenderte, lejos de ser hermoso, se parece a ti, y tiene, como tú, la nariz roma y unos ojos que se salen de las órbitas, si bien no tanto como los tuyos. En este concepto, puedo hablar de él con confianza. Sabrás, pues, que de todos los jóvenes con quienes he estado en relación, y que son muchos, no he visto uno solo que tenga mejores condiciones. En efecto, a una penetración de espíritu poco común, tiene la dulzura singular de su carácter, y, por encima de todo, es valiente cual ninguno, cosa que no creía posible, y que no encuentro en otro alguno. Porque los que tienen, como él, mucha vivacidad, penetración y memoria, son de ordinario inclinados a la cólera, se dejan llevar acá y allá, semejantes a un buque sin lastre, y son naturalmente más fogosos que valientes. Por el contrario, los que tienen más consistencia en el carácter, llevan al estudio de las ciencias un espíritu entorpecido, y no tienen nada. Pero Teetetes marcha en la carrera de las ciencias y del estudio con paso tan fácil, tan firme y tan rápido, y con una dulzura comparable al aceite, que corre sin ruido, que no me canso de admirarle y estoy asombrado de que en su edad haya hecho tan grandes progresos.

Sócrates. Verdaderamente, me das una buena noticia. ¿Pero de quién es hijo?

Teodoro. Muchas veces he oído nombrar a su padre, mas no puedo recordarle. Pero, en su lugar, he aquí al mismo Teetetes en medio de ese grupo que viene hacia nosotros. Algunos de sus camaradas y él han ido a untarse con aceite al estadio que esta fuera de la ciudad, y me parece que después de este ejercicio vienen a nuestro lado. Mira, si le conoces.

Sócrates. Le conozco, es el hijo de Eufronios de Sunio; ha nacido de un padre, mi querido amigo, que es tal como acabas de pintar al hijo mismo; que ha gozado, por otra parte, de una gran consideración, y ha dejado a su muerte una cuantiosa herencia. Pero no sé el nombre de este joven.

Teodoro. Se llama Teetetes, Sócrates. Sus tutores, a lo que parece, han mermado algún tanto su patrimonio, pero él se ha conducido con un desinterés admirable.

Sócrates. Me presentas a un joven de alma noble. Dile que venga a sentarse cerca de nosotros.

Teodoro. Lo deseo. Teetetes, ven aquí, cerca de Sócrates.

Sócrates. Sí, ven Teetetes, para que al mirarte, vea mi figura, que según dice Teodoro se parece a la tuya. Pero, si uno y otro tuviésemos una lira, y aquél nos dijese que estaban unísonas. ¿Le creeríamos, desde luego, o examinaríamos antes si era músico?

Teetetes. Lo examinaríamos antes.

Sócrates. Y si llegáramos a descubrir que es músico, daríamos fe a su discurso; pero si no sabe la música, no le creeríamos.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Ahora, si queremos asegurarnos del parecido de nuestras fisonomías, me parece que es preciso averiguar si Teodoro está versado o no en la pintura.

Teetetes. Así lo creo

Sócrates. Y bien, dime, ¿entiende Teodoro de pintura?

Teetetes. No, que yo sepa.

Sócrates. ¿Tampoco entiende de geometría?

Teetetes. Al contrario, entiende mucha, Sócrates.

Sócrates. ¿Posee igualmente, la astronomía, el cálculo, la música y las demás ciencias?

Teetetes. Me parece que sí.

Sócrates. No hay que hacer mucho aprecio de sus palabras, cuando dice que hay entre nosotros, por fortuna o par desgracia, alguna semejanza respecto a nuestros cuerpos.

Teetetes. Quizá no.

Sócrates. Pero, si Teodoro alabase el alma de uno de nosotros por su virtud y sabiduría, el que oyera este elogio, ¿no debería apurarse a examinar al hombre, por él, elogiado, y descubrir sin titubear el fondo de su alma?

Teetetes. Seguramente, Sócrates.

Sócrates. A ti corresponde, mi querido Teetetes, manifestarte, en este momento, tal cual eres, y, a mí, examinarte. Porque debes saber que Teodoro, que me ha hablado bien de tantos extranjeros y atenienses, de ninguno me ha hecho el elogio que acaba de hacerme de ti.

Teetetes. Quisiera merecerlo, Sócrates, pero mira no sea que lo haya dicho en broma.

Sócrates. No acostumbra hacerlo Teodoro. Así que no te retractes de lo que acabas de concederme, so pretexto de haber sido una pura broma lo que dijo, porque en este caso sería necesario obligarle a venir aquí a prestar una declaración en regla, que no sería seguramente por nadie rehusada. Así, pues, atente a lo que me has prometido.

Teetetes. Puesto que así lo quieres, es preciso consentir en ello.

Sócrates. Dime, ¿estudias la geometría con Teodoro?

Teetetes. Sí.

Sócrates. ¿También la astronomía, la armonía y el cálculo?

Teetetes. Hago todos mis esfuerzos para cultivar estas ciencias.

Sócrates. Y yo también, hijo mío, aprendo de Teodoro y de cuantos creo hábiles en estas materias. A la verdad, conozco bastante los demás puntos de estas ciencias, pero me falta uno de poca importancia, sobre el cual estoy perplejo, y que deseo examinar contigo y con los que están aquí presentes. Respóndeme, pues. aprender, ¿no es hacerse más sabio en lo que se aprende?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. ¿Los sabios no lo son a causa del saber?

Teetetes. Sí.

Sócrates. ¿Qué diferencia hay entre éste y la ciencia?

Teetetes. ¿Cuál éste?

Sócrates. El saber. ¿No es uno sabio en las cosas que se saben?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Por consiguiente, ¿el saber y la ciencia son una misma cosa?

Teetetes. Sí.

Sócrates. He aquí justamente mis dudas, y no puedo formarme por mí mismo una idea clara de lo que es la ciencia. ¿Podremos explicar en que consiste? ¿Qué pensáis de esto, y quién de vosotros lo dirá el primero? El que se engañe, hará el burro, como dicen los niños, cuando juegan a la pelota, y el que sobrepuje a los demás, sin cometer ninguna falta, será nuestro rey y nos obligará a responder a todo lo que quiera. ¿Por qué guardáis silencio? ¿Os será importuno, Teodoro, a causa de mi afición a la polémica y del deseo que tengo de empeñaros en una conversación, que puede haceros amigos y hacer que nos conozcamos los unos a los otros?

Teodoro. Nada de eso, Sócrates. Invita a algunos de estos jóvenes, porque yo no tengo ninguna práctica en esta manera de conversar, ni estoy ya en edad de poder acostumbrarme, mientras que es conveniente a ellos, que sacarán mucho más provecho que yo. La juventud es susceptible de progreso en todas direcciones. Pero no dejes a Teetetes, ya que has comenzado por él, y pregúntale.

Sócrates. Teetetes, ¿entiendes lo que dice Teodoro? Supongo que no querrás desobedecerle, ni en esta clase de cosas es permitido a un joven resistir a lo que le prescribe un sabio. Dime, pues, decidida y francamente lo que piensas de la ciencia.

Teetetes. Hay que responder, puesto que ambos me lo ordenáis. Pero también, si me equivoco, vosotros me corregiréis.

Sócrates. Sí, si somos capaces de eso.

Teetetes. Me parece, pues, que lo que se puede aprender con Teodoro, como la geometría y las otras artes de que has hecho mención, son otras tantas ciencias, y, hasta todas las artes, sea la del zapatero o la de cualquier otro oficio, no son otra cosa que ciencias.

Sócrates. Te pido una cosa, mi querido amigo, y tú me das liberalmente muchas; te pido un objeto simple y me das objetos muy diversos.

Teetetes. ¿Cómo? ¿Qué quieres decir, Sócrates?

Sócrates. Nada quizá. Sin embargo, voy a explicarte lo que yo pienso. Cuando nombran el arte del zapatero, ¿quieres decir otra cosa que el arte de hacer zapatos?

Teetetes. No.

Sócrates. Y por el arte del carpintero, ¿quieres decir otra cosa que la ciencia de hacer obras de madera?

Teetetes. No.

Sócrates. Tú especificas, con relación a estas dos artes, el objeto a que se dirige cada una de estas ciencias.

Teetetes. Sí.

Sócrates. Pero el objeto de mi pregunta, Teetetes, no es saber cuáles son los objetos de las ciencias, porque no nos proponemos contarlas, sino conocer lo que es la ciencia en sí misma. ¿No es cierto lo que digo?

Teetetes. Tienes razón.

Sócrates. Considera lo que te voy a decir. Si se nos preguntase qué son ciertas casas bajas y comunes, por ejemplo, el barro, y respondiéramos que hay barro de olleros, barro de muñecas, barro de tejeros, ¿no nos pondría más en ridículo?

Teetetes. Probablemente.

Sócrates. En primer lugar, porque creíamos con nuestra respuesta dar lecciones al que nos interroga, repitiendo el barro y añadiendo los obreros que en él se emplean. ¿Crees tú que, cuando se ignora la naturaleza de una cosa, se sabe lo que su nombre significa?

Teetetes. De ninguna manera.

Sócrates. Así pues, el que no tiene idea alguna de la ciencia, no comprende lo que es la ciencia de los zapateros.

Teetetes. No, sin duda.

Sócrates. La ignorancia de la ciencia lleva consigo la ignorancia del arte del zapatero y de cualquiera otro arte.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Por consiguiente, cuando se pregunta lo que es la ciencia, es ponerse en ridículo el dar por respuesta el nombre de una ciencia, puesto que es responder sobre el objeto de la ciencia, y no sobre la ciencia misma, que es a la que se refiere la pregunta.

Teetetes. Así parece.

Sócrates. Eso es tomar un largo rodeo, cuando puede responderse sencillamente y en pocas palabras. Por ejemplo, a la pregunta. ¿qué es el barro? Es muy fácil y sencillo responder, que es tierra mezclada con agua, sin acordarse de los diferentes obreros que se sirven de él.

Teetetes. La cosa me parece ahora fácil, Sócrates. La cuestión es de la misma naturaleza que la que nos ocurrió, hace algunos días, a tu tocayo, Sócrates, y a mí, en una conversación que tuvimos.

Sócrates. ¿Qué cuestión, Teetetes? .

Teetetes. Teodoro nos enseñaba algún cálculo sobre las raíces de los números, demostrándonos que las de tres y de cinco no son conmensurables en longitud con la de uno, y, en seguida, continúo así hasta la de diecisiete, en la que se detuvo. Juzgando, pues, que las raíces eran infinitas en número, nos vino al pensamiento intentar el comprenderlas bajo un solo nombre, que conviene a todas.

Sócrates. ¿Habéis hecho ese descubrimiento?

Teetetes. Me parece que sí; juzga por ti mismo.

Sócrates. Veamos.

Teetetes. Dividimos todos los números en dos clases. los que pueden colocarse en filas iguales, de tal manera que el número de las filas sea igual al de unidades de que cada una consta, las hemos llamado cuadrados y equiláteros, asimilándolos a las superficies cuadradas.

Sócrates. Bien.

Teetetes. En cuanto a los números intermedios, tales como el tres, el cinco, y los demás, que no pueden dividirse en filas iguales de números iguales, según acabamos de decir, y que se componen de un número de más menor o mayor que el de las unidades de cada una de ellas, de donde resulta que la superficie que la representa está siempre comprendida entre lados desiguales, a estos números los hemos llamado oblongos, asimilándolos a superficies oblongas.

Sócrates. Perfectamente. ¿Qué habéis hecho después de esto?

Teetetes. Hemos comprendido, bajo el nombre de longitud, a las líneas que cuadran el número plano y equilátero, y, bajo el nombre de raíz, las que cuadran el número oblongo, que no son conmensurables por sí mismas en longitud con relación a las primeras, sino sólo por las superficies que producen. La misma operación hemos hecho respecto a los sólidos.

Sócrates. Perfectamente, hijos míos, y veo claramente que Teodoro no es culpable de falso testimonio.

Teetetes. Pero, Sócrates, no me considero con fuerzas para responder a lo que me preguntas sobre la ciencia, como he podido hacerlo sobre la longitud y la raíz, aunque tu pregunta me parece de la misma naturaleza que aquélla. Así es posible que Teodoro se haya equivocado al hablar de mí.

Sócrates. ¿Cómo no? Si, alabando tu agilidad en la carrera, hubiese dicho que nunca había visto a joven que mejor corriese y, en seguida, fueses vencido por otro corredor que estuviese en la fuerza de la edad y dotado de una ligereza extraordinaria, ¿crees tú que sería por esto menos verdadero el elogio de Teodoro?

Teetetes. No.

Sócrates. ¿Y crees que, como antes manifesté, sea cosa de poca importancia el descubrir la naturaleza de la ciencia o, por el contrario, crees que es una de las cuestiones más arduas?

Teetetes. La tengo ciertamente por una de las más difíciles.

Sócrates. Así, pues, no desesperes de ti mismo, persuádete de que Teodoro ha dicho verdad, y fija toda tu atención en comprender la naturaleza y esencia de las demás casas y, en particular, de la ciencia.

Teetetes. Si sólo dependiera de esfuerzos, Sócrates, es seguro que yo llegaría a conseguirlo.

Sócrates. Pues, adelante y, puesto que tú mismo te pones en el camino, toma por ejemplo la preciosa respuesta de las raíces, y así como las has abarcado todas bajo una idea general, trata de comprender en igual forma todas las ciencias en una sola definición.

Teetetes. Sabrás, Sócrates, que he ensayado más de una vez aclarar este punto, cuando oía hablar de ciertas cuestiones que se decía que procedían de ti, y hasta ahora no puedo lisonjearme de haber encontrado una solución satisfactoria, ni he hallado a nadie que responda a esta cuestión como deseas. A pesar de eso, no renuncio a la esperanza de resolverla.

Sócrates. Esto consiste en que experimentas los dolores del parto, mi querido

Teetetes, porque tu alma no está vacía, sino preñada.

Teetetes. Yo no lo sé, Sócrates, y sólo puedo decir lo que en mí pasa.

Sócrates. Pues bien, pobre inocente, ¿no has oído decir que yo soy hijo de Fenárete, partera muy hábil y de mucha nombradía?

Teetetes. Sí, lo he oído.

Sócrates. ¿Y no has oído también que yo ejerzo la misma profesión?

Teetetes. No.

Sócrates. Pues has de saber que es muy cierto. No vayas a descubrir este secreto a los demás. Ignoran, querido mío, que yo poseo este arte, y como lo ignoran, mal pueden publicarlo; pero dicen que soy un hombre extravagante y que no tengo otro talento que el de sumir a todo el mundo en toda clase de dudas. ¿No has oído decirlo?

Teetetes. Sí.

Sócrates. ¿Quieres saber la causa?

Teetetes. Con mucho gusto.

Sócrates. Fíjate en lo que concierne a las parteras, y comprenderás mejor lo que quiero decir. Ya sabes que ninguna de ellas mientras puede concebir y tener hijos, se ocupa en partear a las demás mujeres, y que no ejercen este oficio sino cuando ya no son susceptibles de preñez.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Dícese que Artemisa ha dispuesto así las cosas, porque preside los alumbramientos, aunque ella no pare. No ha querido dar a las mujeres estériles el empleo de parteras, porque la naturaleza humana es demasiado débil para ejercer un arte de que no se tiene ninguna experiencia, y ha encomendado este cuidado a las que han pasado ya la edad de concebir, para honrar de esta manera la semejanza que tienen con ella.

Teetetes. Es probable.

Sócrates. ¿No es igualmente probable y aun necesario, que las parteras conozcan mejor que nadie si una mujer está o no encinta?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Además, por medio de ciertos brebajes y encantamientos saben apresurar el momento del parto y amortiguar los dolores, cuando ellas quieren; hacen parir las que tienen dificultad en librarse, y facilitan el aborto, si se le juzga necesario cuando el feto es prematuro.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. ¿No has observado otra de sus habilidades que consiste en ser muy entendidas en arreglar matrimonios, porque distinguen perfectamente qué hombre y qué mujer deben unirse para tener hijos robustos?

Teetetes. Eso no lo sabía.

Sócrates. Pues bien, ten por cierto que están ellas más orgullosas de esta última cualidad que de su destreza para cortar el ombligo. En efecto, medítalo un poco. ¿Crees tú que el arte de cultivar y recoger los frutos de la tierra sea el mismo que el de saber en que tierra es preciso poner tal planta o tal semilla, o piensas que son éstas dos artes diferentes?

Teetetes. No, creo que es el mismo arte.

Sócrates. Y con relación a la mujer, querido mío, ¿crees que este doble objeto depende de dos artes diferentes?

Teetetes. No hay trazas de eso.

Sócrates. No. Pero, a causa de los enlaces mal hechos de que se encargan las parteras, celosas de su reputación, no quieren tomar parte en tales misiones por temor de que se las acuse de hacer un mal oficio, si se mezclan en ellas. Porque, por lo demás, sólo a las parteras verdaderamente dignas de este nombre, corresponde el arreglo de matrimonios.

Teetetes. Así debe ser.

Sócrates. Tal es, pues, el oficio de parteras, o matronas, que es muy inferior al mío. En efecto, estas mujeres no tienen que partear tan pronto quimeras o cosas imaginarías como seres verdaderos, lo cual no es tan fácil distinguir, y si las matronas tuviesen en esta materia el discernimiento de lo verdadero y de lo falso, sería la parte más bella e importante de su arte. ¿No lo crees así?

Teetetes. Sí.

Sócrates. El oficio de partear, tal como yo lo desempeño, se parece en todo lo demás al de las matronas, pero difiere en que yo lo ejerzo sobre los hombres y no sobre las mujeres, y en que asisten al alumbramiento, no los cuerpos, sino las almas. La gran ventaja es que me pone en estado de discernir con seguridad, si lo que el alma de un joven siente es un fantasma, una quimera o un fruto real. Por otra parte, yo tengo de común con las parteras que soy estéril en punto a sabiduría, y en cuanto a lo que muchos me han echado en cara, diciendo que interrogo a los demás y que no respondo a ninguna de las cuestiones que se me proponen, porque yo nada sé, este cargo no carece de fundamento. Pero he aquí por qué obro de esta manera. EI Dios me impone el deber de ayudar a los demás, a parir, y, al mismo tiempo, no permite que yo mismo produzca nada. Ésta es la causa de que no esté versado en la sabiduría y de que no pueda alabarme en ningún descubrimiento que sea una producción de mi alma. En compensación, los que conversan conmigo, si bien algunos de ellos se muestran muy ignorantes al principio, hacen maravillosos progresos a medida que me tratan y todos se sorprenden de este resultado, y es porque el Dios quiere fecundarlos. Y se ve claramente que ellos nada han aprendido de mí y que han encontrado en sí mismos los numerosos y bellos conocimientos que han adquirido, no habiendo hecho yo otra cosa que contribuir con el Dios a hacerles concebir.

La prueba es que muchos que ignoraban este misterio y se atribuían a sí mismos tal aprovechamiento, habiéndome abandonado antes de lo que convenía, ya por desprecio a mi persona, ya por el hostigamiento de otro, desde aquel momento, han abortado en todas sus producciones, a causa de las malas amistades que han contraído, y han perdido, por una educación viciosa, lo que habían ganado bajo mi dirección. Han hecho más caso de quimeras y fantasmas que de la verdad, y han concluido por parecer ignorantes sus propios ojos y a los de los demás. De este número es Arístides, hijo de Lisímaco, y muchos otros. Cuando vienen a renovar su amistad conmigo, haciendo los mayores esfuerzos para obtenerla, mi genio familiar me impide conversar con algunos, si bien me lo permite con otros, y éstos aprovechan como la primera vez. A los que se unen a mí, les sucede lo mismo que a las mujeres embarazadas. día y noche experimentan dolores de parto e inquietudes más vivas que las ordinarias que sienten las mujeres. Estos dolores son los que yo puedo despertar o apaciguar, cuando quiero, en virtud de mi arte. Todo esto es respecto a los que me tratan. Alguna vez también, Teetetes, cuando veo a alguno cuya alma no me parece preñada, convencido de que no tiene ninguna necesidad de mí, trabajo con el mayor cariño en proporcionarle un acomodamiento, y puedo decir que, con el socorro del Dios, conjeturo felizmente respecto a la persona a cuyo lado y bajo cuya dirección debe ponerse. Por esta razón, he colocado a muchos con Pródico y con otros sabios y divinos personajes.

La razón que he tenido para extenderme sobre este punto, mi querido amigo, es que sospecho, así como tú dudas, que tu alma está preñada y a punta de parir. Condúcete, pues, conmigo, teniendo presente que soy un hijo de partera, experto en este oficio; esfuérzate en responder, en cuanto te sea posible, a lo que te propongo, y, si después de haber examinado tu respuesta, creo que es un fantasma y no un fruto verdadero, y si en tal caso te lo arranco y te lo desecho, no te enfades conmigo, como hacen las que son madres por primera vez. Muchos, en efecto, querido mío, se han irritado de tal manera cuando les combatía alguna opinión extravagante, que de buena gana me hubieran despedazado con sus dientes.

No pueden persuadirse de que yo nada hago que no sea por cariño hacia ellos, y están muy distantes de saber que ninguna divinidad quiere mal a los hombres, y que yo no obro así porque les tenga mala voluntad, sino porque no me es permitido en manera alguna conceder como verdadero lo que es falso, ni tener la verdad oculta. Intenta, pues, de nuevo, Teetetes, decirme en qué consiste la ciencia. No me alegues que esto supera tus fuerzas, porque si el Dios quiere, y si para ello haces un esfuerzo, llegarás a conseguirlo.

Teetetes. Después de tales excitaciones de tu parte, Sócrates, sería vergonzoso no hacer los mayores esfuerzos para decirte lo que uno tiene en el espíritu. Me parece que el que sabe una cosa, siente, aquello que él sabe, y en cuanto puedo juzgar en este momento, la ciencia no se diferencia en nada de la sensación.

Sócrates. Has respondido bien y con decisión, hijo mio; es preciso decir siempre las cosas como se piensan. Se trata ahora de examinar en conjunto si esta concepción de tu alma es sólida o frívola. ¿La ciencia es la sensación, según dices?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Esta definición que das de la ciencia, no es de despreciar; es la misma que ha dado Protágoras, aunque se haya expresado de otra manera. El hombre, dice, es la medida de todas Las cosas, de la existencia de las que existen, y de la no existencia de las que no existen. Tú has leído, sin duda, su obra.

Teetetes. Sí, y más de una vez.

Sócrates. ¿No es su opinión que las cosas son, con relación a mí, tales como a mí me parecen, y con relación a ti, tales como a ti te parecen? Porque somos hombres tú y yo.

Teetetes. Eso es lo que dice, efectivamente.

Sócrates. Es natural pensar que un hombre tan sabio no hablase al aire. Sigamos, pues, el hilo de tus razonamientos. ¿No es cierto que algunas veces, cuando corre un mismo viento, uno de nosotros siente frío, y otro no lo siente, éste poco, y aquél mucho?

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. ¿Diremos, entonces, que el viento, tornado en sí mismo, es frío o no es frío?, o bien ¿tendremos fe en Protágoras, que quiere que sea frío para aquel que lo siente, y que no lo sea para el otro?

Teetetes. Es probable.

Sócrates. EI viento, ¿no parece tal al uno y al otro?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Parecer, ¿no es, respecto a nosotros mismos, la misma cosa que sentir?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. La apariencia y la sensación son lo mismo con relación al calor y a las demás cualidades sensibles, puesto que parecen ser para cada uno tales como las siente.

Teetetes. Probablemente.

Sócrates. Luego, la sensación, en tanto que ciencia, tiene siempre un objeto real, y no es susceptible de error.

Teetetes. Así parece.

Sócrates. ¡En nombre de las Cárites! Protágoras no era muy sabio cuando ha mostrado enigmáticamente su pensamiento a nosotros, que pertenecemos al vulgo, mientras que ha descubierto a sus discípulos la cosa tal cual es.

Teetetes. ¿Qué quieres decir con esto, Sócrates?

Sócrates. Voy a decírtelo. Se trata de una opinión que no es de pequeña importancia. Pretende que ninguna cosa es una, tomada en sí misma, y que a ninguna cosa, sea la que sea, se la puede atribuir, con razón, denominación ni cualidad alguna; que si se llama grande una cosa, ella parecerá pequeña; si pesada, parecerá ligera, y así de lo demás; porque nada es uno, ni igual, ni de una cualidad determinada, sino que de la traslación, del movimiento, y de su mezcla recíproca se forma todo lo que decimos que existe, sirviéndonos, en esto, de una expresión impropia, porque nada existe sino que todo deviene. Los sabios todos, a excepción de Parménides, convienen en este punto, como Protágoras, Heráclito, Empédocles; los más excelentes poetas, en uno y otro género de poesía, Epicarmo en la comedia, Homero en la tragedia, cuando dice.

El Océano, padre de los dioses, y Tetis, su madre,

con lo que da a entender que todas las cosas son producidas por el flujo y movimiento. ¿No juzgas que es esto lo que ha querido decir?

Tectetes. Sí.

Sócrates. ¿Quién podrá, en lo sucesivo, sin ponerse en ridículo, hacer frente a un ejército semejante, que tiene a la cabeza a Homero?

Teetetes. No es fácil, Sócrates.

Sócrates. No, sin duda. Teetetes; tanto más cuanto que apoyan en pruebas fuertes su opinión de que el movimiento es el principio de lo que nos parece existir y de la generación, y el reposo, el del no ser y el de la corrupción. En efecto, el fuego y el calor, que engendra y entretiene todo lo demás, son producidos por la traslación y el roce, que no son más que movimiento. ¿No es esto lo que da origen al fuego?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. La especie de los animales, ¿debe igualmente su producción a los mismos principios?

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. ¡Pero qué! ¿Nuestro cuerpo no se corrompe por el reposo y la inacción, y no se conserva principalmente por el ejercicio y el movimiento?

Teetetes. Sí.

Sócrates. El alma misma, ¿no adquiere las ciencias, no se conserva, y no se hace mejor por el estudio y por la meditación, que son movimientos; mientras que el reposo y la falta de reflexión y de estudio la impiden aprender nada, y la hacen olvidar lo que ha aprendido?

Teetetes. Nada más cierto.

Sócrates. ¿El movimiento es un bien para el alma como para el cuerpo, y el reposo, un mal?

Teetetes. Así parece.

Sócrates. ¿Te diré aún, respecto a la calma, al tiempo sereno, y otras cosas semejantes, que el reposo pudre y pierde todo, y que el movimiento produce el efecto contrario? ¿Llevaré al colmo estas pruebas, forzándote a confesar que, por la cadena de oro de que habla Homero, no entiende ni designa otra cosa que el sol, porque mientras que éste y los cielos se mueven circularmente, todo existe, todo se mantiene, lo mismo para los dioses que para los hombres; al paso que, si esta revolución llegase a detenerse y a verse, en cierta manera, encadenada, todas las cosas perecerían y, como se dice comúnmente, se volvería lo de abajo arriba?

Teetetes. Así me parece, Sócrates; eso es lo que ha querido decir Homero.

Sócrates. Concibe, querido mío, desde luego, con relación a los ojos, que lo que llamas color blanco no es algo que existe fuera de tus ojos, ni en tus ojos; no le señales ningún lugar determinado, porque, entonces, no tendría un rango fijo, una existencia dada y no estaría ya en vía de generación.

Teetetes. ¿Y cómo me lo representaré?

Sócrates. Sigamos el principio, que acabamos de sentar, de que no existe nada que sea uno, tomado en sí. De esta manera, lo negro, lo blanco, y cualquiera otro color, nos parecerán formados por la aplicación de los ojos a un movimiento conveniente, y lo que decimos ser tal color no será el órgano aplicado, ni la cosa a la que se aplica, sino a un no sé qué intermedio y peculiar de cada uno de nosotros. ¿Podrías sostener, en efecto, que un color, parece tal a un perro o a otro animal cualquiera, y que lo mismo te parece a ti?

Teetetes. No, ¡por Zeus!

Sócrates. ¿Podrías, por lo menos, asegurar que ninguna cosa parece a otro hombre la misma que a ti? ¿Y no afirmarías más bien que nada se te presenta bajo el mismo aspecto, porque nunca eres semejante a ti mismo?

Teetetes. Soy de este parecer más bien que del otro.

Sócrates. Si el órgano con que medimos o tocamos un objeto fuese grande, blanco o caliente, no llegaría nunca a ser otro, aun cuando se le aplicara a un objeto diferente, si no se verificaba en él algún cambio. De igual modo, si el objeto medido o tocado tuviera alguna de aquellas cualidades, aun cuando le fuera aplicado otro órgano o el mismo, después de haber sufrido alguna alteración, no por esto llegaría a ser otro, si él no experimentaba cambio alguno. Tanto más, querido amigo, cuanto que, según la otra opinión, nos veríamos precisados a admitir cosas realmente sorprendentes y ridículas, como dirían Protágoras y cuantos quisiesen sostener su parecer.

Teetetes. ¿De qué hablas?

Sócrates. Un sencillo ejemplo te hará comprender lo que quiero decirte. Si pones seis tabas enfrente de cuatro, diremos que aquéllas son más y que superan a las cuatro en una mitad; si pones las seis enfrente de las doce, diremos que quedan reducidas a menor número, porque son la mitad de doce. ¿Podría explicarse esto de otra manera? ¿Lo consentirías tú?

Teetetes. Ciertamente que no.

Sócrates. ¡Pero qué! Si Protágoras o cualquier otro te preguntase. Teetetes, ¿es posible que una cosa se haga más grande o más numerosa, de otra manera, que mediante el aumento? ¿Qué responderías?

Teetetes. Sócrates, fijándome sólo en la cuestión presente, te diré que no; pero si lo hago, teniendo en cuenta la precedente, para evitar contradecirme, te diré que sí.

Sócrates. ¡Por Hera! Eso se llama sorprender bien y divinamente, mi querido amigo. Me parece, sin embargo, que si dices que sí sucederá algo parecido al dicho de Eurípides.

Nuestra lengua estará al abrigo de toda crítica, pero no nuestra intención.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Si uno y otro fuésemos hábiles y sabios, y hubiésemos agotado las indagaciones sobre todo lo que es del resorte del pensamiento, no nos quedaba más que ensayar mutuamente nuestras fuerzas; disputando a la manera de los sofistas, y refutando resueltamente unos discursos con otros discursos. Pero como somos ignorantes, tomaremos el partido de examinar, ante todas cosas, lo que tenemos en el alma, para ver si nuestros pensamientos están de acuerdo entre sí, o si ellos se combaten.

Teetetes. Sin duda, es lo que deseo.

Sócrates. Y yo también. Sentado esto, y puesto que tenemos todo el tiempo necesario, ¿no podremos considerar con anchura y sin molestarnos, pero sondeándonos realmente a nosotros mismos, lo que pueden ser estas imágenes que se pintan en nuestro espíritu? Después de haberlas examinado diremos, yo creo, en primer lugar, que nunca una cosa se hace más grande ni más pequeña por la masa, ni por el número, mientras subsiste igual a sí misma. ¿No es verdad?

Teetetes. Sí.

Sócrates. En segundo lugar, que una cosa a la que no se añade ni se quita nada, no puede aumentar ni disminuir, y subsiste siempre igual.

Teetetes. Es incontestable.

Sócrates. ¿No diremos, en tercer lugar, que lo que no existía antes y existe después, no puede existir si no pasa por la vía de la generación?

Teetetes. Así lo pienso.

Sócrates. Estas tres proposiciones se combaten, a mi entender, en nuestra alma, cuando hablamos de las tabas, o cuando decimos que en la edad que yo tengo, no habiendo experimentado aumento ni disminución, soy, en el espacio de un año, primero, más grande, y, después, más pequeño que tú, que eres joven, no porque mi masa haya disminuido, sino porque la tuya ha aumentado. Porque yo soy después lo que no era antes, sin haberme hecho tal, puesto que me es imposible devenir sin haber antes devenido, y puesto que, no habiendo perdido nada de mi masa, no he podido hacerme más pequeño. Una vez sentado esto, no podemos dispensarnos de admitir una infinidad de cosas semejantes. Teetetes, ¿qué piensas de esto? Me parece que no son nuevas, para ti, estas materias.

Teetetes. ¡Por todos los dioses! Sócrates, estoy absolutamente sorprendido con todo esto, y algunas veces, cuando echo una mirada adelante, mi vista se turba enteramente.

Sócrates. Mi querido amigo, me parece que Teodoro no ha formado un juicio falso sobre el carácter de tu espíritu. La turbación es un sentimiento propio del filósofo, y el primero que ha dicho que Iris era hija de Taumas, no explico mal la genealogía. ¿Comprendes, sin embargo, por qué las cosas son tal como acabo de decir, como consecuencia del sistema de Protágoras, o aún no lo comprendes?

Teetetes. Me parece que no.

Sócrates. Me quedarás obligado, si penetro contigo en el sentido verdadero, pero oculto, de la opinión de este hombre, o más bien de estos hombres celebres.

Teetetes. ¿Cómo no he de quedar agradecido y hasta infinitamente agradecido?

Sócrates. Mira alrededor por si algún profano nos escucha. Entiendo por profanos los que no creen que exista otra cosa que lo que pueden coger a manos llenas, y que no colocan en el rango de los seres las operaciones del alma, ni las generaciones, ni lo que es invisible.

Teetetes. Me hablas, Sócrates, de una casta de hombres duros e intratables.

Sócrates. Son, en efecto, muy ignorantes, hijo mío. Pero los otros, que son muchos y cuyos misterios te voy a revelar, son más cultos. Su principio, del que depende lo que acabamos de exponer, es el siguiente. todo es movimiento en el universo, y no hay nada más. El movimiento es de dos clases, ambas infinitas en número; pero, en cuanto a su naturaleza, una es activa y otra pasiva. De su concurso y de su contacto mutuo se forman producciones infinitas en número, divididas en dos clases, la una de lo sensible, la otra de la sensación, que coincide siempre con lo sensible y es engendrada al mismo tiempo. Las sensaciones son conocidas con los nombres de vista, oído, olfato, gusto, tacto, frío, caliente, y aun placer, dolor, deseo, temor, dejando a un lado otras muchas que no tienen nombre, o que tienen uno mismo. La clase de cosas sensibles es producida al mismo tiempo que las sensaciones correspondientes; los colores de todas clases corresponden a visiones de todas clases. sonidos diversos son relativos a diversas afecciones del oído, y las demás cosas sensibles a las demás sensaciones. ¿Concibes, Teetetes, la relación que tiene este razonamiento con lo que precede?

Teetetes. No mucho, Sócrates.

Sócrates. Fíjate en la conclusión a que conduce. Significa, como ya hemos explicado, que todo está en movimiento, y que este movimiento es lento o rápido; que lo que se mueve lentamente, ejerce su movimiento en el mismo lugar y sobre los objetos próximos que engendra de esta manera, y que lo que así engendra tiene más lentitud; que, por el contrario, lo que se mueve rápidamente, desplegando su movimiento sobre objetos lejanos, engendra de esta manera, y lo que así engendra tiene más velocidad, porque corre en el espacio, y su movimiento consiste en la traslación. Cuando el ojo, de una parte, y un objeto, de otra, se encuentran y han producido la blancura y la sensación, que naturalmente le corresponde, las cuales jamás se habrían producido, si el ojo se hubiera fijado en otro objeto o, recíprocamente, entonces, moviéndose estas dos cosas en el espacio intermedio, a saber, la visión hacia los ojos y la blancura hacia el objeto que produce el color juntamente con los ojos, el ojo se ve empapado en la visión, percibe y se hace, no visión, sino ojo que ve. En igual forma, el objeto, concurriendo con el ojo a la producción del color, se ve empapado en la blancura, y se hace, no blancura, sino blanco, sea madera, piedra o cualquiera otra cosa la que recibe la tintura de este color. Es preciso formarse la misma idea de todas las demás cualidades, tales como lo duro, lo caliente, y otras, y concebir que nada de esto es una realidad en sí, como decíamos antes, sino que todas las cosas se engendran en medio de una diversidad prodigiosa, por su contacto muto, que es un resultado del movimiento. En efecto, es imposible, dice, representarse de una manera fija un ser en sí bajo la cualidad de agente o de paciente; porque nada es agente antes de su unión con lo que es paciente, ni paciente antes de su unión con lo que es agente; y tal cosa, que en su choque con un objeto dado, es agente, se convierte en paciente al encontrarse con otro objeto. De todo esto resulta, como se dijo al principio, que nada es uno tomado en sí; que cada cosa se hace lo que es por su relación con otra, y que es preciso suprimir absolutamente la palabra SER. Es cierto que muchas veces, y ahora mismo, nos hemos visto precisados a usar esta palabra por hábito y como resultado de nuestra ignorancia; pero el parecer de los sabios es que no se de be usar ni decirse, hablando de mí o de cualquiera otro, que yo soy alguna cosa, esto o aquello, ni emplear ningún otro término que signifique un estado de consistencia, y que, para expresarse según la naturaleza, debe decirse que las cosas se engendran, se hacen, perecen y se alteran sin pasar de aquí; porque si se presenta en el discurso alguna cosa como estable, es fácil rebatir a quien se produzca de esta manera. Tal es el modo como debe hablarse de estos elementos y también de las colecciones de los mismos que se llaman hombre, piedra, animal, sean individuos o especies. ¿Te causa placer, Teetetes, esta opinión? ¿Es de tu gusto?

Teetetes. No se qué decir, Sócrates, porque no puedo descubrir si hablas conforme con su pensamiento o si tratas sólo de sondearme.

Sócrates. Has olvidado, mi querido amigo, que yo no sé ni me apropio de nada de todo esto, y que en tal concepto soy estéril; pero te ayudaré a parir y, para ello, he recurrido a encantamientos y he querido que saborees las opiniones de los sabios, hasta tanto que yo haya puesto en evidencia la tuya. Cuando haya salido de tu alma, examinaré si es frívola o sólida. Cobra, pues, ánimo y paciencia, y responde libre y resueltamente lo que te parezca verdadero acerca de lo que yo te pregunte.

Teetetes. No tienes más que preguntar.

Sócrates. Dime de nuevo. si te agrada la opinión de que ni lo bueno ni lo bello, ni ninguno de los objetos de que acabamos de hacer mención, están en estado de existencia, sino que están siempre en vía de generación.

Teetetes. Cuando te oí hacer la explicación, me parecía perfectamente fundada, y estoy persuadido de que debe creerse que las cosas son como tú las has explicado.

Sócrates. No despreciemos lo que todavía tengo que exponer. Tenemos aun que hablar de Los sueños, de las enfermedades, de la locura, sobre todo, y de lo que se llama entender, ver, en una palabra, sentir con desbarajuste. Sabes que todo esto es mirando como una prueba incontestable de la falsedad del sistema de que hablamos, porque las sensaciones que se experimentan en otras circunstancias son de hecho mentirosas, y que lejos de ser las cosas entonces tales como aparecen a cada uno, sucede todo lo contrario, porque todo lo que parece ser no es, en efecto.

Teetetes. Dices verdad, Sócrates.

Sócrates. ¿Qué medio de defensa queda, mi querido amigo, al que pretende que la sensación es ciencia, y que lo que parece a cada uno es tal como le parece?

Teetetes. No me atrevo a decir, Sócrates, que no sé que responder, porque no hace un momento que me regañaste por haberlo dicho; pero verdaderamente yo no hallo ningún medio de negar que en la locura y en los sueños se forman opiniones falsas, imaginándose, unos, que ellos son dioses, y otros, que tienen alas y que vuelan durante el sueño.

Sócrates. ¿No recuerdas la controversia que suscitan con tal motivo los partidarios de este sistema, y principalmente sobre los estados de la vigilia y del sueño?

Teetetes. ¿Qué dicen?

Sócrates. Lo que has oído, creo yo, muchas veces a los que nos exigen pruebas de si, en este momento, dormimos, siendo nuestros pensamientos otros tantos sueños, o si estamos despiertos y conversamos realmente juntos.

Teetetes. Es muy difícil, Sócrates, distinguir los verdaderos signos que sirven para reconocer la diferencia, porque en uno y en otro estado se corresponden, por decirlo así, los mismos caracteres. Nada obsta que imaginemos que, están do dormidos, hablamos lo mismo que en este momento, y cuando soñamos creemos referir nuestros ensueños, es singular la semejanza con lo que pasa en el estado de vigilia.

Sócrates. Ya ves con qué facilidad se suscitan dificultades en este punto, puesto que se llega a negar la realidad del estado de vigilia o la del sueño, y que, siendo el tiempo en que dormimos igual al tiempo en que velamos, nuestra alma sostiene en sí misma, en cada uno de estos estados, que los juicios que forma, entonces, son los únicos verdaderos. De manera que, durante un espacio igual de tiempo, decimos ya que éstos son verdaderos, ya que lo son aquellos, y nos decidimos igualmente por los unos que por los otros.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Lo mismo debemos decir de las enfermedades y de los accesos de locura, si bien no son iguales en razón de la duración.

Teetetes. Muy bien.

Sócrates. ¡Pero qué! ¿El más o el menos de duración decidirá de la verdad?

Teetetes. Eso sería ridículo por más de un concepto.

Sócrates. ¿Puedes, sin embargo, determinar alguna otra señal evidente por la que se reconozca de qué lado está la verdad en estos juicios?

Teetetes. Yo no veo ninguna.

Sócrates. Escucha, pues, lo que te dirían los que pretenden que las cosas son siempre realmente tales como parecen a cada uno. He aquí, a mi parecer, las preguntas que te harían. Teetetes, ¿es posible que una cosa totalmente diferente de otra, tenga la misma propiedad? Y no te imagines que se trata de una cosa que, en parte, sea la misma y, en parte diferente, sino que sea una cosa absolutamente diferente.

Teetetes. Si se le supone enteramente diferente, es imposible que tenga nada de común con otra, ni por la propiedad ni por ninguna otra cosa.

Sócrates. ¿No es necesario reconocer que es desemejante?

Teetetes. Me parece que sí.

Sócrates. Si sucede que una cosa se hace semejante o desemejante, sea en sí misma, sea respecto a cualquiera otra, diremos que, en tanto que semejante, ella es la misma, y que, en tanto que desemejante, ella es otra.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. ¿No dijimos antes que hay un número infinito de causas activas de movimiento, y lo mismo de causas pasivas?

Teetetes. Sí.

Sócrates. ¿Y que cada una de ellas, llegando a unirse tan pronto a una cosa como a otra, no producirá en estos dos casos los mismos efectos, sino efectos diferentes?

Teetetes. Convengo en ello.

Sócrates. ¿No podríamos decir lo mismo de ti, de mí, y de todos los demás? Por ejemplo, ¿diremos que Sócrates sano y Sócrates enfermo son semejantes o que son diferentes?

Teetetes. ¿Cuando hablas de Sócrates enfermo, consideras a éste, por entero, y le opones al Sócrates sano considerándolo también por entero?

Sócrates. Has penetrado muy bien mi pensamiento; así es como yo lo entiendo.

Teetetes. Son diferentes en efecto.

Sócrates. ¿Son distintos en proporción que son diferentes?

Teetetes. Necesariamente.

Sócrates. ¿No dirás lo mismo de Sócrates dormido o en cualquiera otro de los estados que hemos recorrido?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. No es cierto que cada una de las causas, que son activas por su naturaleza, cuando tropiece con Sócrates sano, obrará sobre él como en un hombre distinto que Sócrates enfermo, y recíprocamente, cuando tropiece con Sócrates enfermo?

Teetetes. ¿Por qué no?

Sócrates. Y, en uno y en otro caso, la causa activa producirá distintos efectos que yo, que soy pasivo respecto de ella.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. ¿Cuándo, están do sano, bebo vino, no me parece agradable y dulce?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Porque, según los principios que quedan sentados, la causa activa y la pasiva han producido la dulzura y la sensación; una y otra han estado en movimiento, a un mismo tiempo; la sensación, dirigiéndose hacia la causa pasiva, ha hecho que la lengua sintiera, a la dulzura, por el contrario, dirigiéndose hacia el vino, a hecho que el vino fuese y pareciese dulce a la lengua ya preparada.

Teetetes. Es, en efecto, en lo que hemos convenido antes.

Sócrates. Pero, cuando el vino obra sobre Sócrates enfermo, ¿no es cierto, por lo pronto, que realmente no obra sobre el mismo hombre, puesto que me encuentra en un estado diferente?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Sócrates, en este estado, y el vino, que bebe, producirán distintos efectos; respecto de la lengua, una sensación de amargura; y respecto del vino, una amargura que afecta al vino, de manera que no será amargura, sino amargo, y yo no seré sensación, sino un hombre que siente.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Nunca llagaré a ser distinto, mientras me vea afectado de esta manera, porque una sensación diferente supone que el sujeto no es ya el mismo, y hace al que la experimenta diferente y distinto de lo que él era. Tampoco es de temer que lo que me afecta, afectando también a otro sujeto, produzca un mismo efecto, puesto que, produciendo otro efecto por su unión con otro sujeto, se hará distinto.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Por lo tanto. yo no llegaré a ser lo que soy, a causa de mí mismo, ni tampoco la causa en razón de sí misma.

Teetetes. No, sin duda.

Sócrates. ¿No es indispensable que, cuando yo siento, sea en razón de alguna cosa, puesto que es imposible que se experimente una sensación sin causa? Y, en igual forma, lo que se hace dulce, amargo o recibe cualquiera otra casualidad semejante, ¿no es indispensable que se haga tal, con relación a alguno, puesto que no es menos imposible que lo que se hace dulce no sea tal para nadie?

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. Resulta, pues, que a mi parecer, el sujeto que siente y el objeto sentido, ya se los suponga en estado de existencia o en vía de generación, tienen una existencia o una generación relativas, puesto que es una necesidad que su manera de ser sea una relación, pero una relación que no es de ellos a otra cosa, ni de cada uno de ellos a sí mismo. Resulta, por consiguiente, que tiene que ser una relación recíproca, de uno respecto del otro; de manera que ya se diga de una cosa que existe o ya que deviene, es preciso decir que siempre es a causa de alguna cosa, o de alguna cosa o hacia alguna cosa; y no se debe decir, ni consentir que se diga que existe o se hace cosa alguna en sí y por sí. Esto es lo que resulta de la opinión que hemos expuesto.

Teetetes. Nada más verdadero, Sócrates.

Sócrates. Por consiguiente, lo que obra sobre mí es relativo a mí y no a otro; yo lo siento, y otro no lo siente.

Teetetes. Sin dificultad.

Sócrates. Mi sensación, par lo tanto, es verdadera con relación a mí porque afecta siempre a mi manera de ser y, según Protágoras, a mí me toca juzgar de la existencia de lo que me afecta y de la no existencia de lo que no me afecta.

Teetetes. Así me parece.

Sócrates. Puesto que no engaño, ni me extravío, en el juicio que formo sobre lo que existe o deviene, ¿cómo puedo verme privado de la ciencia de los objetos cuya sensación experimento?

Teetetes. Eso es posible.

Sócrates. Así pues, tú has definido bien la ciencia, diciendo que no es más que la sensación, y ya se sostenga con Homero, Heráclito, y los demás que piensan como ellos, que todo está en movimiento y flujo continuo; o ya con el muy sabio Protágoras, que el hombre es la medida de todas las casas; o ya con Teetetes, que, siendo esto así, la sensación es la ciencia; todas estas opiniones significan lo mismo. Y bien, Teetetes, ¿diremos que, hasta cierto punto, es este el hijo recién nacido que, gracias a mis cuidados, acabas de dar a luz? ¿Qué piensas de esto?

Teetetes. Es preciso conocerlo, Sócrates.

Sócrates. Cualquiera que sea este fruto, buen trabajo nos ha costado el darle a luz. Pero, después del parto, es preciso hacer ahora, en torno suyo, la ceremonia de la anfidromia, procurando asegurarnos si merece que se le críe o si no es más que una producción quimérica. ¿O bien crees que a todo trance es preciso criar a tu hijo, y no exponerle? ¿Sufrirás con paciencia que se le examine, y no montarás en cólera, si se te arranca, como lo haría una primeriza, si le quitaran su primer hijo?

Teodoro. Teetetes lo sufrirá con gusto; no es un hombre tan descontentadizo. Pero, en nombre de los dioses, dinos si esta opinión es falsa.

Sócrates. Es preciso que tengas gusto en la conversación, Teodoro, y que seas muy bueno, para imaginarte que yo soy como un costal lleno de discursos, y que me es fácil sacar uno, para probarte que esta opinión no es verdadera. No reflexionas que ningún discurso sale de mí, sino de aquél con quien yo converso, y que sé muy poco, quiero decir, que sólo sé recibir y comprender, tal cual, lo que otro más hábil dice. Esto es lo que voy a intentar, frente a frente de Protágoras, sin decir nada que sea mío.

Teetetes. Tienes razón, Sócrates, hazlo así.

Sócrates. ¿Sabes, Teodoro, lo que me sorprende en tu amigo Protágoras?

Teodoro. ¿Qué?

Sócrates. Estoy muy satisfecho de todo lo que ha dicho en otra parte, para probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece. Pero me sorprende, que, al principio de su Verdad, no haya dicho que el cerdo, el cinecéfalo, u otro animal más ridículo aún, capaz de sensación, son la medida de todas las casos. Esta hubiera sido una introducción magnífica y, de hecho, ofensiva a nuestra especie, con la que el nos hubiera hecho conocer que, mientras nosotros le admiramos como un Dios, por su sabiduría, no supera en inteligencia, no digo a otro hombre, sino ni a una rana girina. Pero, ¿qué digo?, Teodoro. Si las opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o falsedad de una opinión; si, por el contrario, como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él, y si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para enseñar a los demás, y para poner sus lecciones a tan alto precio? Y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seríamos unos necios, puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría? ¿Será cosa que Protágoras haya hablado de esta manera para burlarse? No haré mención de lo que a mí toca, en razón del talento de hacer parir a los espíritus. En su sistema, este talento es soberanamente ridículo, lo mismo, a mi parecer, que todo el arte de la dialéctica. Porque, ¿no es una insigne extravagancia querer examinar y refutar mutuamente nuevas ideas y opiniones, mientras que todas ellas son verdaderamente para cada uno, si la verdad es como la define Protágoras? salvo que nos haya comunicado, por diversión, los oráculos de su sacro libro.

Teodoro. Sócrates, Protágoras es mi amigo; tú mismo acabas de decirlo, y no puedo consentir que se le refute con mis propias opiniones, ni defender su sistema, frente a frente de ti, contra mi pensamiento. Continúa, pues, la discusión con Teetetes, con tanto más motivo, cuanto que me ha parecido que te está escuchando con una atención sostenida.

Sócrates. Sin embargo, si tú te encontrases en Lacedemonia, en la palestra de los ejercicios, Teodoro, después de haber visto a los otros desnudos y algunos de ellos bastante bien formados, ¿te creerías dispensado de despojarte de tu traje y mostrarte a ellos, a tu vez?

Teodoro. ¿Por qué no, si querían permitírmelo y rendirse a mis razones, como ahora espero persuadiros a que me permitáis ser simple espectador, y no verme arrastrado, por fuerza, a la arena en este momento en que tengo mis miembros entumecidos, para luchar con un adversario más joven y más suelto?

Sócrates. Si eso quieres, Teodoro, no me importa, como se dice vulgarmente. Volvamos al sagaz Teetetes. Dime, Teetetes, con motivo de este sistema, ¿no estás sorprendido, como yo, al verte de repente igual en sabiduría a cualquiera, sea hombre o sea dios? ¿0 crees tú que la medida de Protágoras no es la misma para los dioses que para los hombres?

Teetetes. No, ciertamente; yo no pienso así, y para responder a tu pregunta, me encuentro como sorprendido. Cuando examinábamos la manera que ellos tienen de probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece, creía yo que era una cosa innegable, mas ahora he pasado de repente a un juicio contrario.

Sócrates Tú eres joven, querido mío, y por esta razón, escuchas los discursos con avidez y te rindes a la verdad. Pero he aquí lo que nos opondrá Protágoras o alguno de sus partidarios. "Generosos jóvenes y ancianos, vosotros discurrís sentados en vuestros asientos y ponéis los dioses de vuestra parte, mientras que yo, hablando y escribiendo sobre este punto, dejo a un lado si ellos existen o no existen. Vuestras objeciones son, por su naturaleza, favorablemente acogidas por la multitud, como cuando decís que sería extraño que el hombre no tuviese ninguna ventaja, en razón de sabiduría, sobre el animal más estúpido; pero no me opondréis demostración ni prueba concluyente, ni emplearéis contra mí más que argumentos de probabilidad. Sin embargo, si Teodoro o cualquier geómetra argumentasen de esta manera en geometría, nadie se dignaría escucharle. Examinad, pues, Teodoro y tú, si en materias de tanta importancia podréis adoptar opiniones que sólo descansan en verosimilitudes y probabilidades.

Teetetes. Seríamos en tal caso, tú, Sócrates, y yo, muy injustos.

Sócrates. ¿Luego, es preciso, según lo que Teodoro y tú manifestáis, que sigamos otro rumbo?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Veamos de qué manera os voy a hacer ver si la ciencia y la sensación son una misma cosa o dos cosas diferentes; es a lo que tiende, en definitiva, toda esta discusión, y, en este concepto, hemos promovido todas estas cuestiones espinosas. ¿No es verdad?

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. ¿Admitiremos que, al mismo tiempo que experimentamos la sensación de un objeto por la vista o por el oído, adquirimos igualmente la ciencia? Por ejemplo, antes de haber aprendido la lengua de los bárbaros, ¿diremos que, cuando ellos hablan, nosotros no los entendemos, o que los entendemos, y comprendemos lo que dicen? ¿En igual forma, si no sabiendo leer, echamos una mirada sobre las tetras, aseguraremos que no las vemos o que las vemos y que tenemos conocimiento de ellas?

Teetetes. Diremos, Sócrates, que sabemos lo que vemos y entendemos; en cuanto a las letras, que vemos y conocemos su figura y su color; en cuanto a los sonidos, que entendemos y conocemos lo que tienen de agudo o de grave; pero que no tenemos por la vista ni por el oído ninguna sensación ni conocimiento de lo que los gramáticas y los intérpretes enseñan en la escritura.

Sócrates. Muy bien, mi querido Teetetes, no quiero disputar sobre la respuesta, para que así te encuentres más firme. Pero, fija tu atención en una nueva dificultad que se presenta en primer término, y mira como la rebatiremos.

Teetetes. ¿Cuál es?

Sócrates. La siguiente. Si se nos preguntase. ¿es posible que lo que una vez se ha sabido, cuyo recuerdo se conserva, no se sepa en el acto mismo de acordarse de ello? Me parece que me valgo de un gran rodeo para preguntarte, si cuando se acuerda uno de lo que ha aprendido, en el mismo acto no lo sabe.

Teetetes. ¿Cómo no lo ha de saber?, Sócrates. Sería una cosa prodigiosa que no lo supiera.

Sócrates. ¿No sabré yo mismo lo que digo? Examínalo bien. ¿No convienes en que ver es sentir, y que la visión es una sensación?

Teetetes. Sí.

Sócrates. EI que ha visto una cosa, ¿no adquirió, desde aquel momento, la ciencia de lo que vio, según el sistema de que estamos hablando?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Pero, ¡qué!, ¿no admites lo que se llama memoria?

Teetetes. Sí.

Sócrates. La memoria, ¿tiene un objeto o no lo tiene?

Teetetes. Lo tiene, sin duda.

Sócrates. Seguramente, son su objeto las cosas que han sido aprendidas o sentidas.

Teetetes. Las mismas.

Sócrates. Mas aún, ¿no se acuerda uno, algunas veces, de lo que ha visto?

Teetetes. Sí.

Sócrates. ¿Y sucede lo mismo después de haber cerrado los ojos? ¿O bien si olvida la cosa desde el momento en que se cierran?

Teetetes. Sería absurdo decir eso, Sócrates.

Sócrates. Sin embargo, es preciso decirlo, si queremos salvar el sistema en cuestión; de otro modo, desaparece.

Teetetes. Efectivamente, ya entreveo eso, pero no lo concibo con claridad. Explícamelo.

Sócrates. De la manera siguiente. El que ve, decimos, tiene la ciencia de lo que ve, porque hemos convenido en que la visión, la sensación, y la ciencia son una misma cosa.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Pero, el que ve y ha adquirido la ciencia de lo que el veía, si cierra los ojos, se acuerda de la cosa y no la ve. ¿No es así?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Decir que no ve, equivale a decir que no sabe, porque ver es lo mismo que saber.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. De aquí resulta, por consiguiente, que lo que se ha sabido ya no se sabe en el acto mismo de acordarse de ello, en razón de que no se ve; lo cual hemos calificado de prodigioso, si llegara a verificarse.

Teetetes. Nada más cierto.

Sócrates. Resulta, por consiguiente, que el sistema que confunde la ciencia y la sensación conduce a una cosa imposible.

Sócrates. Así es preciso decir que la una no es la otra.

Teetetes. Lo pienso así.

Sócrates. He aquí cómo nos vemos reducidos, a mi parecer, a dar una nueva definición de la ciencia. Sin embargo, Teetetes, ¿qué debemos hacer?

Teetetes. ¿Sobre qué?

Sócrates. Me parece que, semejantes a un gallo sin coraje, nos retiramos del combate y cantamos antes de haber conseguido la victoria.

Teetetes. ¿Como?

Sócrates. Hasta ahora no hemos hecho más que disputar y convenir, por una y otra parte, acerca de las palabras, y después de haber maltratado a nuestro adversario con tales armas, creemos que nada queda por hacer. Nos damos por sabios y no por sofistas, sin tener presente que incurrimos o nos ponemos en el caso de estos disputadores de profesión.

Teetetes.No comprendo lo que quieres decir, Sócrates. Voy a hacer un ensayo, para explicarte mi pensamiento. Hemos preguntado si el que ha aprendido una cosa y conserva su recuerdo, no la sabe; y después de haber demostrado que cuando se ha visto una cosa y se han cerrado en seguida los ojos, se acuerda de ella aunque no la vea, hemos inferido, de aquí, que el mismo hombre no sabe aquello mismo de que se acuerda, lo cual es imposible. He aquí cómo hemos rebatido la opinión de Protágoras, que es, al mismo tiempo, la tuya, y que hace de la sensación y de la ciencia una misma cosa.

Teetetes. Tienes razón.

Sócrates. No sería así, mi querido amigo, si el padre del primer sistema viviese aún, porque le sostendría con energía. Hoy, que está este sistema huérfano, le insultamos tanto más cuanto que los tutores que Protágoras le ha dejado, uno de los cuales es Teodoro, rehúsan patrocinarlo, y veo claramente que, por interés de la justicia, estamos obligados a salir a su defensa.

Teodoro. No soy yo, Sócrates, el tutor de las opiniones de Protágoras, sino más bien Calias, hijo de Hipónico. Con respecto a mí, dejé muy pronto estas materias abstractas por el estudio de la geometría. Te agradeceré, sin embargo, que quieras defenderlo.

Sócrates. Has dicho bien, Teodoro. Ten presente de que manera me explico. Si no estás con una atención extremada a las palabras de que tenemos costumbre de servirnos, ya para conceder, ya para negar, te verás precisado a confesar absurdos mayores aun que los que acabamos de ver. ¿Me dirigiré a ti o a Teetetes, para explicaros cómo?

Teodoro. Dirígete a ambos, pero el más joven será el que responda. Si da algún paso en falso, será menos vergonzoso para él.

Sócrates. Entro, desde luego, en una cuestión más , extraña, a mi parecer, y es la siguiente. ¿es posible que la persona misma que sabe una cosa, no sepa lo que sabe?

Teodoro. ¿Qué responderemos?, Teetetes.

Teetetes. Tengo por imposible la proposición.

Sócrates. Sin embargo, no lo es tanto si supones que ver es saber. ¿Cómo saldrás de esta cuestión inevitable, o, como suele decirse, cómo te librarás de caer en la trampa, cuando un adversario intrépido, tapando con la mano uno de tus ojos, te pregunte si ves su vestido con el ojo cerrado?

Teetetes. Le responderé que no; pero que lo veo con el otro.

Sócrates. ¿Luego, ves y no ves, al mismo tiempo, la misma cosa?

Teetetes. En cierto concepto, sí.

Sócrates. No se trata de esto, te replicará; ni te pregunto el cómo, sino si lo que sabes no lo sabes. Porque, en este momento, ves lo que no ves, y como, por otra parte, estás conforme en que ver es saber, y no ver es no saber, deduce tú mismo la consecuencia.

Teetetes. La consecuencia que saco es que se deduce lo contrario de lo que yo he supuesto.

Sócrates. Quizá, querido mío, te verás en otros muchos conflictos, si te hubiera preguntado, ¿se puede saber la misma cosa aguda o torpemente, de cerca o de lejos, fuerte o débilmente? Otras mil cuestiones semejantes te podría proponer un campeón ejercitado en la disputa, que viviera de este oficio y anduviera a caza de iguales sutilezas, cuando te hubiera oído decir que la ciencia y la sensación son una misma cosa. Y si después, estrechándote en todo lo relativo al oído, al olfato y a los demás sentidos y, ciñéndose a ti sin soltarte, te hubiese hecho caer en los lazos de su admirable saber, se hubiera hecho dueño de tu persona, y, teniéndote encadenado, te habría obligado a pagar el rescate en que hubierais convenido ambos. Y bien, me dirás quizá, ¿qué razones alegará Protágoras en su defensa? ¿Quieres que las exponga?

Teetetes. Con mucho gusto.

Sócrates. Por lo pronto, hará valer todo lo que hemos dicho en su favor; y en seguida, estrechando el terreno, creo yo que nos dirá, en tono desdeñoso. el buen Sócrates me ha puesto en ridículo en sus discursos, porque un joven, aterrado con la pregunta que le hizo, de si es posible que un hombre se acuerde de una cosa y que, al mismo tiempo, tenga conocimiento de ella, le respondió, temblando, que no, por no alcanzársele más. Pero, cobarde Sócrates, escucha lo que hay en esta materia. Cuando examinas, por medio de preguntas, algunas de mis opiniones, si al que interrogas le confundes, respondiendo él lo que yo mismo respondería, yo soy el vencido; pero si dice una cosa distinta de la que yo diría, lo será él, y no yo. Y entrando ya en materia, ¿crees tú que se te haya de conceder que se conserva la memoria de las cosas que se han sentido, cuando la impresión no subsiste, y que esta memoria sea de la misma naturaleza que la sensación que experimentaba y que ya no se experimenta? De ninguna manera. ¿Crees que hay inconveniente en confesar que el mismo hombre puede saber y no saber la misma cosa? Si se teme semejante confesión, ¿crees tú que se te conceda que el que se ha hecho diferente, sea el mismo que era antes de este cambio; o más bien, que este hombre sea uno y no muchos, y que estos muchos no se multipliquen al infinito, puesto que si los cambios se producen sin cesar, si se han de descartar de una y otra parte los lazos que se pueden tender con las palabras? Pero, querido mío, proseguirá, ataca mi sistema de una manera más noble y pruébame, si puedes, que cada uno de nosotros no tiene sensaciones que le son propias, o si lo son, que no se sigue de aquí que aquello que parece a cada uno, deviene, o si es preciso valerse de la palabra SER, es tal por sí solo. Además, cuando hablas de cerdos y de cinocéfalos, no sólo demuestras, respecto a mis escritos, la estupidez de un cerdo, sino que comprometes a los que te escuchan a hacer otro tanto, y esto no es decoroso. Con respecto a mí, sostengo que la verdad es tal como la he escrito, y que cada uno de nosotros es la medida de lo que es y de lo que no es; que hay, sin embargo, una diferencia infinita entre un hombre y otro hombre, en cuanto las cosas son y parecen unas a éste, y otras, a aquél, y lejos de no reconocer la sabiduría, ni los hombres sabios, digo, por el contrario, que uno es sabio cuando, mudando la faz de los objetos, los hace parecer y ser buenos a aquél para quien parecían y eran malos antes. Por lo demás, no es una novedad que se me ataque sólo sobre palabras, pero penetrarás más duramente mi pensamiento con lo que voy a decir.

Recuerda lo que ya se dijo antes. que los alimentos parecen y son amargos al enfermo, y que son y parecen agradables al hombre sano. No debe conducirse de aquí que el uno es más sabio que el otro, porque esto no puede ser; ni tampoco intentar probar que el enfermo es un ignorante porque tiene esta opinión, y que el hombre sano es sabio porque tiene una opinión contraria, sino que es preciso hacer pasar el enfermo al otro estado, que es preferible al suyo. Lo mismo sucede respecto a la educación. debe hacerse que los hombres pasen del estado malo a otro bueno. EI médico emplea para esto los remedios, y el sofista, los discursos. Nunca ha obligado nadie a tener opiniones verdaderas al que antes las tenía falsas, puesto que no es posible tener una opinión sobre lo que no existe, ni sobre otros objetos, que aquellos que nos afectan, objetos que son siempre verdaderos; pero se hacen las cosas, en este punto de tal manera, a mi parecer, que el que con una alma mal dispuesta tenía opiniones en relación con su disposición, pase a un estado mejor y a opiniones conformes con este nuevo estado. Algunos, por ignorancia, llaman a estas opiniones imágenes verdaderas; en cuanto a mí, convengo en que las unas son mejores que las otras, pero no más verdaderas. Distante estoy de llamar ranas a los sabios, mi querido Sócrates; por el contrario, tengo a los médicos por sabios, en lo que concierne al cuerpo, y a los labradores, en lo que toca a las plantas. Porque, en mi opinión, los labradores, cuando las plantas están enfermas, en lugar de sensaciones malas, las procuran buenas, saludables y verdaderas; y los oradores sabios y virtuosos hacen, respecto de los Estados, que las cosas buenas sean justas, y no las malas. En efecto, lo que parece bueno y justo a cada ciudad, es tal para ella, mientras forma este juicio; y el sabio hace que el bien, y no el mal, sea y parezca tal a cada ciudadano. Por la misma razón, el sofista, capaz de formar de este modo a sus discípulos, es sabio, y merece que ellos le den un gran salario. Así es como los unos son más sabios que los otros, sin tener, por esto, nadie opiniones falsas; y quieras o no, es preciso que reconozcas que tú eres la medida de todas las cosas, porque todo cuanto llevamos dicho supone este principio. Si tienes algo que oponerle, hazlo, refutando mi discurso con otro, y si te gusta más interrogar, hazlo en buena hora, porque no digo que haya de desecharse este método; por el contrario, el hombre de buen sentido debe preferirlo a cualquiera otro, pero usa de él, de manera que no parezca que intentas engañar, interrogando. Habría una gran contradicción si, teniéndote por amante de la virtud, te condujeras siempre injustamente en la discusión. Es conducirse injustamente en la conversación el no hacer ninguna diferencia entre la disputa y la discusión; el no reservar para la disputa los chistes y travesuras, y, en la discusión, no tratar las materias seriamente, dirigiéndose a aquél con quien se conversa, y haciéndole únicamente percibir las faltas que él mismo hubiese reconocido, como resultado de las conversaciones anteriores. Si obras de esta manera, los que conversen contigo achacaran a sí mismos y no a ti su turbación y su embarazo; te volverán a buscar y te amarán; se pondrán en pugna entre sí y, esquivándose unos a otros, se arrojarán en el seno de la filosofía, para que los renueve y los convierta en otros hombres. Pero, si haces lo contrario, como sucede con muchos, lo contrario también sucederá, y en lugar de hacer filósofos a los que traten contigo, harás que aborrezcan la filosofía, cuando se hallen avanzados en edad. Si me crees, examinarás verdaderamente, sin espíritu de hostilidad ni de disputa, como ya te he dicho, pero con una disposición benévola, lo que hemos querido decir al afirmar que todo está en movimiento, y que las cosas son para los particulares y para los Estados tales como ellas les parecen. Y partirás de aquí para examinar si la ciencia y la sensación son una misma cosa o dos cosas diferentes, en lugar de partir, como antes, del uso ordinario de las palabras, cuyo sentido tuercen, a capricho, la mayor parte de los hombres, creándose, mutuamente, toda clase de dificultades. He aquí, Teodoro, todo lo que he podido hacer en defensa de tu amigo, defensa flaca en relación con mi debilidad; pero si él viviese aún, vendría en auxilio de su propio sistema, con más energía.

Teodoro. Te equivocas, Sócrates; le has defendido vigorosamente.

Sócrates. Me adulas, mi querido amigo, ¿pero tienes presente lo que Protágoras decía antes, y la acusación que nos dirigió de que disputábamos con un tierno joven, aprovechándonos de tu timidez, como un arma para combatir su sistema, y recomendándonos que, huyendo de todo estilo burlesco, examináramos sus opiniones de una manera más seria?

Teodoro. ¿Cómo podía dejar de tenerlo presente, Sócrates?

Sócrates. Pues bien, ¿quieres que le obedezcamos?

Teodoro. Con todo mi corazón.

Sócrates. Ya ves que todos los que están aquí, excepto tú, son jóvenes. Si queremos, pues, obedecer a Protágoras, es preciso que interrogándonos y respondiéndonos, a la vez, tú y yo, hagamos un examen serio de su sistema, para que no vuelva a echarnos en cara que lo discutimos con niños.

Teodoro. ¡Pero qué! ¿Teetetes no está en mejor disposición para discutir que muchos hombres barbudos?

Sócrates. Sí, pero no sostendrá la discusión mejor que tú. No te figures que he debido yo tomar, a todo trance, la defensa de tu amigo, después de su muerte, y te creas con derecho a abandonarla. Adelante, querido mío, sígueme un momento, hasta que hayamos visto si hemos de tomarte a ti por medida, en punto de figuras geométricas, o si todos los hombres son tan sabios, como tú, en astronomía, y las demás ciencias, en que has adquirido una reputación sobresaliente.

Teodoro. No es fácil, Sócrates, cuando está uno sentado cerca de ti, poder evitar el responderte, y me equivoqué antes, cuando dije que me permitirías no despojarme de mis vestidos, y que no me obligarías, en este concepto, a luchar como hacen los lacedemonios. Figúraseme, por el contrario, que te pareces más a Seirón, porque los lacedemonios sólo dicen. ¡que se retire o que se despoje de sus vestidos! Pero, tú haces lo que Anteo, no dejas en paz a los que se te aproximan, hasta forzarles a que se despojen y luchen, de palabra, contigo.

Sócrates. Has pintado bien mi enfermedad, Teodoro. Sin embargo, yo soy más fuerte que esos que citas, porque ya he encontrado una multitud de Heracles y de Teseos, temibles en la disputa, que me han batido en regla, pero no por eso me abstengo de disputar; tan violento y tan arraigado esta, en mí, el amor a esta clase de luchas. No me rehúses el placer de medirme contigo; será ventajoso a uno y otro.

Teodoro. Ya no me opongo más, y toma el camino que te acomode. Es preciso sufrir el destino que me preparas y consentir, de buena voluntad, en verme refutado. Te advierto, sin embargo, que no podré pasar más allá de lo que me has propuesto.

Sócrates. Basta que me sigas hasta este punto. Te suplico que estés atento, no nos suceda que, sin darnos cuenta, conversemos de una manera frívola, lo cual sería causa de una nueva asociación.

Teodoro. En cuanto pueda, yo estaré con cuidado.

Sócrates. Comencemos tomando por base un punto de que ya hemos hablado, y veamos si hemos atacado y desechado este sistema con razón o sin ella, en cuanto se pretende que cada uno se basta a sí mismo en punto a sabiduría, y si Protágoras nos ha concebido que unos superan a otros para discernir lo mejor y lo peor, que son los que él llama sabios. ¿No es así?

Teodoro. Sí.

Sócrates. Si él mismo hubiera hecho, en persona, esta confesión, y no nosotros, en su nombre, al defender su causa, no sería necesario reproducirla para fortificarla más. Pero, quizá, se nos podría objetar que no estamos autorizados para hacer por él semejantes confesiones. Ésta es la razón por que es preferible que convengamos en la verdad de este punto, tanto más, cuanto que importa poco que la cosa sea así o de otra manera.

Teodoro. Tienes razón.

Sócrates. Deduzcamos, pues, lo más brevemente que podamos, esta confesión de los propios discursos de Protágoras, y no de ningún otro.

Teodoro. ¿Cómo?

Sócrates. De la manera siguiente. ¿No dice Protágoras que lo que parece a cada uno es para él tal como le parece?

Teodoro. Lo dice, en efecto.

Sócrates. De este modo se explica Protágoras. Mas también nosotros anunciamos las opiniones de un hombre, o más bien, de todos los hombres, cuando decimos que no hay nadie, que bajo cierto punto de vista, no se crea más sabio que los demás, y otros igualmente más sabios que él. que en los mayores peligros, en la guerra, en las enfermedades, en el mar, se tienen por dioses los que mandan en estos conflictos, y se espera de ellos la salud; y sin embargo, éstos no tienen otra ventaja sobre los otros que la de la ciencia; en todos los negocios humanos, se buscan maestros y jefes para sí mismo, para dirigir a los demás y para todas las obras que se emprenden, y que hay igualmente hombres que tienen la convicción de que están en posición de enseñar y de mandar. Y en vista de esto, ¿qué otra cosa podemos decir, si no que los hombres piensan que, acerca de todas estas cosas hay, entre sus semejantes, sabios e ignorantes?

Teodoro. Nada más cierto.

Sócrates. ¿No tienen la sabiduría por una opinión verdadera, y la ignorancia, por una opinión falsa?

Teodoro. Sin duda.

Sócrates. ¿Qué partido tomaremos?, Protágoras. ¿Diremos que los hombres tienen siempre opiniones verdaderas, o tan pronto verdaderas como falsas? A cualquier lado que nos inclinemos, resulta, de todos modos, que las opiniones humanas no son siempre verdaderas, sino que son verdaderas o falsas. En efecto, Teodoro, mira si alguno de los partidarios de Protágoras querría, o si tú mismo querrías sostener que no puede uno pensar que otro es un ignorante, y que tiene opiniones falsas.

Teodoro. Esta aserción no encontraría defensor, Sócrates.

Sócrates. He aquí a qué extremo se ven reducidos los que quieren que el hombre sea la medida de todas las cosas.

Teodoro. ¿Cómo?

Sócrates. Si formas algún juicio sobre un objeto cualquiera, y me participas tu opinión, esta opinión, según Protágoras, será verdadera para ti. ¿Pero no nos será permitido a los demás ser jueces de tu juicio? ¿Juzgaremos siempre que tus opiniones son verdaderas? ¿O más bien, muchas personas que tienen opiniones contrarias a las tuyas, no se contradicen todos los días, imaginándose que tú juzgas mal?

Teodoro. Sí, ¡por Zeus!, Sócrates; hay, como dice Homero, mil personas que me ocasionan muchas dificultades desde este punto de vista.

Sócrates. ¿Qué? ¿Quieres, entonces, que digamos que tienes una opinión verdadera para ti, y falsa para todos los demás?

Teodoro. Parece que es un resultado necesario de la opinión de Protágoras.

Sócrates. Con respecto a Protágoras mismo, si no hubiera creído que el hombre es la medida de todas las cosas, y si el pueblo no lo creyese tampoco, como, de hecho, no lo cree, ¿no sería una consecuencia necesaria que la verdad, tal como la ha definido, no existe para nadie? Y si ha sido de esta opinión, y la multitud cree lo contrario, ¿no observas, en primer lugar, que tanto como el número de los que son de la opinión del pueblo supere al de sus partidarios, otro tanto la verdad, tal como él la entiende, debe no existir más bien que existir?

Teodoro. Eso es incontestable, y existe o no existe, según la opinión de cada cual.

Sócrates. En segundo lugar, he aquí lo más gracioso, Protágoras, reconociendo que lo que parece a cada uno es verdadero, concede que la opinión de los que contradicen la suya, y a causa de la que creen ellos que él se engaña, es verdadera.

Teodoro. Efectivamente.

Sócrates. Luego, conviene en que su opinión es falsa, puesto que reconoce y tiene par verdadera la opinión de los que creen que él está en el error.

Teodoro. Necesariamente.

Sócrates. Los otros, a su vez, no convienen ni confiesan que se engañan.

Teodoro. No, ciertamente.

Sócrates. Está, pues, obligado a tener también esta misma opinión por verdadera, conforme a su sistema.

Teodoro. Así parece.

Sócrates. Por consiguiente, es una cosa puesta en duda por todos, comenzando por Protágoras mismo; o más bien Protágoras, al admitir que el que es de un dictamen contrario al suyo está en lo verdadero, confiesa que ni un perro, ni el primero que llega, son la medida de las cosas que no han estudiado. ¿No es así?

Teodoro. Sí.

Sócrates. Así, puesto que es combatida, por todo el mundo, la verdad de Protágoras, no es verdadera para nadie, ni para él mismo.

Teodoro. Sócrates, tratamos muy mal a mi amigo.

Sócrates. Sí, querido mío; pero no sé si traspasamos la línea de lo verdadero. Lo que parece es que, siendo de más edad que nosotros, es igualmente más hábil, y si en este momento saliese del sepulcro, asomando sólo la cabeza, probablemente nos convencería, a mí, de no saber lo que digo, y a ti, de haber concedido muchas cosas indebidamente, dicho lo cual, desaparecería y se sumiría bajo tierra. Pero, yo creo que es, en nosotros, una necesidad usar de nuestras facultades, tales como son, y hablar siempre conforme a nuestras ideas. ¿Y no diremos que todo el mundo conviene en que hay hombres más sabios que otros, e igualmente más ignorantes?

Teodoro. Por lo menos, así me lo parece.

Sócrates. ¿Te parece igualmente que la opinión de Protágoras puede sostenerse en otro punto, que hemos indicado al tomar su defensa, es decir, que en lo que concierne a lo caliente, lo seco, lo dulce, y demás cualidades de este género, las cosas son comúnmente tales para cada uno como le parecen; que si reconoce que hay hombres que superan a otros en ciertos conceptos, es con relación a lo que es saludable o dañoso al cuerpo, y que no tendrá ninguna dificultad en decir que no esta cualquiera mujerzuela, niño o animal en estado de curarse a sí mismo, ni conoce lo que le conviene a la salud; pero que si hay cosas en que unos tienen ventajas sobre otros, es, sobre todo, en éstas?

Teodoro. Lo creo así.

Sócrates. Y en materias políticas, ¿no convendrá igualmente en que lo honesto y lo deshonesto, lo justo y lo injusto, lo sacro y lo sacrílego, son para cada ciudad tales como aparecen en sus instituciones y en sus leyes, y que, en todo esto, no es un particular más sabio que otro particular, ni una ciudad más que otra ciudad; pero que en el discernimiento de las leyes útiles o dañosas es donde principalmente un consejero supera a otro consejero, y la opinión de una ciudad a la de otra ciudad? No se atreverá a decir que las leyes, que en un Estado se dan, creyendo que son útiles, lo sean infaliblemente. Pero ahora, con respecto a lo justo y lo injusto, a lo sacro y lo sacrílego, sus partidarios aseguran que nada de todo esto tiene, por su naturaleza, una esencia que le sea propia, y que la opinión que toda una ciudad se forme, se hace verdadera por este solo hecho y solo por el tiempo que dure. Aquellos mismos que no participan en lo demás de la opinión de Protágoras, siguen, en este punto, su filosofía. Pero, Teodoro, un discurso sucede a otro discurso, y uno, más importante, a otro, que lo es menos.

Teodoro. ¿No estamos por despacio, Sócrates?

Sócrates. Así parece. en varias ocasiones, y en especial hoy, he reflexionado, querido mío, cuán natural es que los que han pasado mucho tiempo en el estudio de la filosofía, parezcan oradores ridículos, cuando se presentan ante los tribunales.

Teodoro. ¿Cómo entiendes eso?

Sócrates. Me parece que los hombres educados desde su juventud en el foro y en los negocios, comparados con las personas consagradas a la filosofía y a estudios de esta naturaleza, son como esclavos, frente a frente de hombres libres.

Teodoro. ¿Por qué?

Sócrates. Porque, como acabas de decir, los unos siempre tienen tiempo y conversan juntos, en paz y con desahogo. Y lo mismo que, ahora, mudamos de conversación por tercera vez, ellos hacen otro tanto, cuando la cuestión que se suscita les agrada más que la que se estaba tratando, como nos ha sucedido a nosotros, y les es indiferente tratar una materia con extensión o en pocas palabras, con tal que descubran la verdad. Los otros, por el contrario, no quieren perder el tiempo cuando hablan; el agua que corre les obliga a apresurarse y no les es permitido hablar de lo que sería más de su gusto. Allí está presente la parte contraria, que les da la ley, con la fórmula de la acusación que ellos llaman automosia, que se lee, y de cuyo contenido está prohibido separarse. Sus alegaciones son en pro o en contra de un esclavo, como ellos, y se dirigen a un señor sentado que tiene en su mano la justicia. Sus disputas no quedan sin resultado; siempre media algún interés para ellos, y muchas veces va en ello la vida, si bien todo esto les hace ardientes, ásperos y hábiles para adular al juez con palabras y complacerle en sus acciones. Por lo demás, tienen el alma pequeña, sin rectitud, porque la servidumbre a que está sujeta, desde la juventud, la ha impedido elevarse, y la ha despojado de su nobleza, obligándola a obrar por caminos torcidos y exponiéndola, cuando aún era tierna, a grandes peligros y grandes temores. Como no tienen bastante fuerza para arrastrarlos, tomando el partido de la justicia y de la verdad, se ejercitan, desde luego, en la mentira y en el arte de desafiarse los unos a los otros, se doblegan y ligan de mil maneras, de suerte que pasan, de la adolescencia a la edad madura, con un espíritu enteramente corrompido, imaginándose, con esto, haber adquirido mucha habilidad y sabiduría. Tal es, Teodoro, el retrato de estos hombres. ¿Quieres que te haga el de los que componen nuestro círculo o que, dejándolo, volvamos al asunto, para no abusar demasiado de esta libertad de abandonar el tema de que, hace un momento, hablábamos?

Teodoro. Nada de eso, Sócrates; veamos antes el carácter de estos últimos. Has dicho, con mucha razón, que los que formamos parte de este círculo no somos esclavos de los discursos, sino, por el contrario, los discursos están a nuestras órdenes, como otros tantos servidores, aguardando el momento en que queramos terminarlos. En efecto, nosotros no tenemos juez, ni espectador, como los poetas, que presidan a nuestras conversaciones, las corrijan y nos den la ley.

Sócrates. Hablemos, puesto que lo deseas, pero sólo de los corifeos, porque ¿para qué mencionar aquellos que sin genio se dedican a la filosofía? Los verdaderos filósofos ignoran, desde su juventud, el camino que conduce a la plaza pública. Los tribunales, donde se administra justicia, el paraje donde se reúne el Senado y los sitios donde se reúnen las asambleas populares, les son desconocidos. No tienen ojos ni oídos, para ver y oír las leyes y decretos, que se publican de viva voz o por escrito, y respecto a las facciones e intrigas, para llegar a los cargos públicos, a las reuniones secretas, a las comidas y diversiones con los tocadores de flauta, no les viene al pensamiento concurrir a ellas, ni aun por sueños. Nace uno de alto o bajo nacimiento en la ciudad, sucede a alguno una desgracia por la mala conducta de sus antepasados, varones o hembras, y el filósofo no da más razón de estos hechos, que del número de gotas de agua que hay en el mar. Ni sabe él mismo que ignora, de enterarse de ello no es por vanidad, sino que, a decir verdad, es porque está presente, en la ciudad, sólo con el cuerpo. En cuanto a su alma, mirando todos estos objetos como indignos y no haciendo de ellos ningún caso, se pasea por todos los lugares, midiendo, según la expresión de Píndaro, lo que está por bajo y lo que está por encima de la tierra, se eleva hasta los cielos, para contemplar allí el curso de los astros, y dirigiendo su mirada escrutadora a todos los seres del universo, no se baja a objetos que están inmediatos a aquélla.

Teodoro. ¿Cómo entiendes eso, Sócrates?

Sócrates. Cuéntase, Teodoro, que ocupado Tales en la astronomía y, mirando a lo alto, cayó, un día, en un pozo, y que una sirvienta de Tracia, de espíritu alegre y burlón, se rió, diciendo que quería saber lo que pasaba en el cielo, y que se olvidaba de lo que tenía delante de sí y a sus pies. Este chiste puede aplicarse a todos los que hacen profesión de filósofos. En efecto, no sólo ignoran lo que hace su vecino, y si es hombre o cualquier otro animal, sino que ponen todo su estudio en indagar y descubrir lo que es el hombre, y lo que conviene a su naturaleza hacer o padecer, a diferencia de los demás seres. ¿Comprendes, Teodoro, a donde se dirige mi pensamiento?

Teodoro. Sí, y dices verdad.

Sócrates. Ésta es la razón por que, mi querido amigo, en las relaciones, ya particulares, ya públicas, que un hombre de este carácter tiene con sus semejantes, así como cuando se ve precisado a hablar delante de los tribunales o,

en otra parte, de las cosas que están a sus pies y a su vista, como dije al principio, da lugar a que se rían de él, no sólo las sirvientas de Tracia, sino todo el pueblo, cayendo, a cada instante, por su falta de experiencia, en pozos y en toda suerte de perplejidades, y en conflictos tales que le hacen pasar por un imbécil. Si se le injuria, como ignora los defectos de los demás, porque nunca ha querido informarse, no puede echar en cara al ofensor nada personal, de manera que no ocurriéndosele qué decir, aparece como un personaje ridículo. Cuando oye a los demás dirigirse alabanzas o alabarse a sí mismos, se ríe, no por darse tono, sino con sana intención, y se le toma por un extravagante. Si en su presencia se alaba a un tirano o a un rey, se figura oír exaltar la felicidad de algún pastor, porquero o guarda de ganados lanares y vacunos, porque de ellos saca mucha leche, y cree que los reyes están encargados de apacentar y ordeñar una especie de animales, más difíciles de gobernar y más traidores, sin que, por otra parte, los mismos tiranos o reyes sean menos groseros e ignorantes que los pastores, a causa del poco tiempo que tienen para instruirse, permaneciendo encerrados dentro de murallas, como en un aprisco sitiado sobre unas montañas. Se dice en su presencia que un hombre tiene inmensas riquezas, porque posee, en fincas, diez mil yugadas o más, y esto le parece poca cosa, acostumbrado, como está, a dirigir sus miradas sobre el mundo entero. En cuanto a los que alaban la nobleza y dicen que es de buena casa, porque puede contar siete abuelos ricos, cree que semejantes elogios proceden de gentes que tienen la vista baja y corta, a quienes la ignorancia impide fijar sus miradas sobre el género humano todo entero, y que no ven, con el pensamiento, que carla uno de nosotros tenemos millares de abuelos y antepasados, entre quienes se encuentran muchas veces una infinidad de ricos y pobres, de reyes y esclavos, de helenos y bárbaros, y mira como una pequeñez de espíritu el gloriarse de una procedencia de veinticinco antepasados, hasta remontar a Heracles, hijo de Anfitrión. Se ríe porque ve que no se reflexiona, que el vigésimoquinto antepasado de Anfitrión y el quincuagésimo con relación a sí mismo, ha sido como lo ha querido la Fortuna, y se ríe al pensar que no puede verse libre de ideas tan disparatadas. En todas estas ocasiones, el vulgo se burla del filósofo, a quien, en cierto concepto, supone lleno de orgullo e ignorante, por otra parte, de las cosas más comunes, y además inútil para todo.

Teodoro. Lo que dices, Sócrates, se ve todos los días.

Sócrates. Pero, querido mío, cuando el filósofo puede, a su vez, atraer a alguno de estos hombres hacia la región superior, y el atraído se aviene a prescindir de estas cuestiones. ¿qué mal te hago yo? ¿Qué mal me haces tú? Para pasar a la consideración de la justicia y de la injusticia, de su naturaleza y de lo que distingue la una de la otra, y de todo lo demás, o prescindir de la cuestión de si un rey o tal hombre, que tiene grandes tesoros, son dichosos, y pasa al examen de la institución real y, en general a lo que constituye la felicidad o la desgracia del hombre, para ver en qué consisten la una y la otra, y de qué manera nos conviene aspirar a aquélla y huir de ésta; cuando es preciso que este hombre de alma pequeña, rudo y ejercitado en la cizaña, se explique sobre todo esto, entonces, rinde las armas al filósofo y, suspendido en el aire y poco acostumbrado a contemplar de tan alto los objetos, se le va la cabeza, se aturde, pierde el sentido, no sabe lo que dice y se ríen de él, no las sirvientas de Tracia, ni los ignorantes (porque no se dan cuenta de nada), sino aquellos cuya educación no ha sido la de los esclavos.

Tales, Teodoro, el carácter de uno y otro. El primero, que tú llamas filósofo, educado en el seno de la libertad y del ocio, no tiene a deshonra pasar por un hombre cándido e inútil para todo, cuando se trata de llenar ciertos ministerios serviles, por ejemplo, arreglar una maleta, sazonar viandas o hacer discursos. El otro, por el contrario, desempeña perfectamente todas estas comisiones con destreza y prontitud, pero no sabe llevar su capa cual conviene a una persona libre, no tiene ninguna idea de la armonía del discurso y es incapaz de ser el cantor de la verdadera vida de los dioses y de los hombres bienaventurados.

Teodoro. Si llegases a convencer a todos los demás, como a mí, de la verdad de lo que dices, Sócrates, habría más paz y menos males entre los hombres.

Sócrates. Sí, pero no es posible, Teodoro, que el mal desaparezca par entero, porque es preciso que siempre haya alguna cosa contraria al bien, y como no es posible colocarle entre los dioses, es de necesidad que circule sobre esta tierra y alrededor de nuestra naturaleza mortal. Ésta es la razón por que debemos procurar huir lo más pronto posible, desde esta estancia a la de los dioses. Al huir nos asemejamos a Dios, en cuanto depende de nosotros, y nos asemejamos a Él por la sabiduría, la justicia y la santidad. Pero, amigo mío, no es cosa fácil el persuadir de que no se debe seguir la virtud y huir del vicio, por el motivo que mueve al común de los hombres, que es evitar la reputación de malo y pasar por virtuoso. La verdadera razón es la siguiente. Dios no es injusto en ninguna circunstancia ni de ninguna manera; por el contrario, es perfectamente justo, y nada se le asemeja tanto como aquél de nosotros que ha llegado a la cima de la justicia. De esto depende el verdadero mérito del hombre o su bajeza y su nada. El que conoce a Dios es verdaderamente sabio y virtuoso; el que no lo conoce es verdaderamente ignorante y malo. En cuanto a las demás cualidades que el vulgo llama talento y sabiduría, si se despliegan en el gobierno político, no producen sino tiranos, y si en las artes, mercenarios. Lo mejor que debe hacerse es negar el título de hábil al hombre injusto que ofende a la piedad en sus discursos y acciones. Porque, aunque sea ésta una censura, se complacen en oírla y se persuaden de que se les quiere decir con esto, no que son gentes despreciables, carga inútil sobre la tierra, sino hombres tales como deben serlo para hacer papel en un Estado. Y es preciso decirles lo que es verdad; que cuanto menos crean ser lo que son, tanto más lo son en realidad, porque ignoran cuál es el castigo de la injusticia, que es lo que menos debe ignorarse. Estos castigos no son, como se imaginan, los suplicios ni la muerte que algunas veces saben evitar, aun obrando mal, no; es un castigo, al cual es imposible que se sustraigan.

Teodoro. ¿Cuál es?

Sócrates. Hay, en la naturaleza de las cosas, dos modelos, mi querido amigo, uno divino y muy dichoso, y el otro enemigo de Dios y muy desgraciado. Pero ellos no ven así las cosas; su estupidez y su excesiva locura les impide conocer que su conducta llena de injusticia, los aproxima al segundo y los aleja del primero; así sufren la pena, llevando una vida conforme al modelo que se han propuesto imitar. En vano les diremos que si no renuncian a esa pretendida habilidad, serán excluidos, después de su muerte, de la estancia donde no se admite a los malos, y que, durante esta vida, no tendrán otra compañía que la de hombres tan malos como ellos, que es la que conviene a sus costumbres; considerarán estos discursos como extravagancias, y no por eso se creerán menos personajes hábiles.

Sócrates. Lo se bien, querido mío. Pero he aquí lo que hay para ellos de terrible y es que cuando se les apura en una conversación particular para que den razón del desprecio que hacen de ciertos objetos, y para que escuchen las razones de un competidor por poco que quieran sostener con entereza la conversación durante algún tiempo y no abandonar cobardemente el campo, se encuentran al fin, amigo mío, en el mayor apuro; nada de lo que dicen les satisface, toda su elocuencia se desvanece hasta el punto de podérseles tomar por chiquillos. Pero dejemos esto, que no es más que una digresión, porque si no, de unas en otras perderemos de vista el primer objeto de nuestra conversación. Volvamos atrás, si consientes en ello.

Teodoro. Esta digresión, Sócrates, no es la que con menos gusto he oído. A mi edad tienen buena acogida reflexiones de esta naturaleza. Sin embargo, respetando tu parecer, volvamos a nuestro primer asunto.

Sócrates. EI punto en que quedamos es, a mi parecer, aquél en que decíamos que los que pretenden que todo está en movimiento, y que toda cosa es siempre, para cada, uno tal como le parece, están resueltos a sostener en todo lo demás y, sobre todo, con relación a la justicia, que lo que una ciudad erige en ley, por parecerle justa, es tal para ella, mientras subsiste la ley; pero que respecto de lo útil, nadie es bastante atrevido para poder asegurar que toda institución adoptada por una ciudad que la ha juzgado ventajosa, lo sea, en efecto, durante el tiempo que esté en vigor; a no ser que se diga que lo es en el nombre, lo cual sería una burla tratándose de este asunto. ¿No es así?

Teodoro. Sí.

Sócrates. No hablemos del nombre, sino de la cosa que significa.

Teodoro. En efecto, no se trata del nombre.

Sócrates. No es el nombre, sino lo que él significa, lo que se propone toda ciudad, al darse leyes y al hacer que sean ventajosas, según su pensamiento y en cuanto está en su poder. ¿Crees tú que se proponga otro objeto en su legislación?

Teodoro. Ningún otro.

Sócrates. ¿Consigue siempre toda ciudad este objeto, o no lo consigue en algunos puntos?

Teodoro. Me parece lo segundo.

Sócrates. Todo el mundo convendrá fácilmente en ello, si la cuestión se propone con relación a la especie entera a que pertenece lo útil. Lo útil mira el porvenir, porque cuando hacemos leyes es con la esperanza de que serán provechosas para el tiempo que seguirá, es decir, para lo futuro.

Teodoro. Es cierto.

Sócrates. Interroguemos ahora a Protágoras o a cualquiera de sus partidarios. El hombre, dices tú, Protágoras, es la medida de todas las cosas blancas, negras, pesadas, ligeras, y otras semejantes; porque, teniendo en sí la regla para juzgarlas, y representándosele tales como las siente, su opinión es siempre verdadera y real con relación a sí mismo. ¿No es así?

Teodoro. Sí.

Sócrates. ¿Diremos nosotros igualmente, Protágoras, que el hombre tiene en sí mismo la regla propia para juzgar las cosas del porvenir, y que ellas se hacen para cada uno tales como se figura que serán? En punto a calor, por ejemplo, cuando un hombre piensa que le sobrevendrá una fiebre y que habrá de experimentar esta especie de calor, si un médico piensa lo contrario, ¿a cuál de estas dos opiniones nos atendremos para decir lo que sucederá?, ¿o bien sucederán ambas cosas, de manera que para el médico este hombre no tendrá calor ni fiebre, y para éste habrá ambas cosas?

Teodoro. Eso sería un absurdo.

Sócrates. Respecto a la dulzura y aspereza que habrá de tener el vino, es, a mi parecer, preciso referirse a la opinión del cosechero y no a la de un tocador de lira.

Teodoro. Sin duda.

Sócrates. El maestro de gimnasia tampoco puede ser mejor juez que el músico, acerca de la armonía, y, entonces, ¿es posible que ambos estén de acuerdo en este punto?

Teodoro. No, seguramente.

Sócrates. El parecer del que da una comida y no entiende de cocina, sobre el gusto que tendrán los convidados, es menos segura que el del cocinero. Porque no disfrutamos sobre el placer que cada uno siente actualmente o ha sentido, sino sobre el que ha de sentir, y preguntamos si cada cual es, en este punto, el mejor juez con relación a sí mismo. Tú mismo, Protágoras, ¿no juzgarás, de antemano, mejor que un cualquiera de lo que convendrá decir para triunfar ante un tribunal?

Teodoro. Es muy cierto, Sócrates, y precisamente de esto se alababa Protágoras, en primer término, suponiéndose superior a todos los demás.

Sócrates. ¡Por Zeus! Así era preciso que sucediera, amigo mío, y seguramente nadie le hubiera dado gruesas sumas por asistir a sus lecciones, si hubiera convencido a sus discípulos de que ningún hombre, ni adivino alguno estaba en estado de juzgar de lo que deberá suceder más que lo que está cada uno por sí mismo.

Teodoro. Es muy cierto.

Sócrates. -Pero, la legislación y lo útil, ¿no miran al porvenir? ¿Y no confesará todo el mundo que es imposible que una ciudad, al darse leyes, deje de faltar muchas veces a lo que es más ventajoso?

Teodoro. Sin duda.

Sócrates. Tenemos, pues, razón para decir a tu maestro que no puede dispensarse de confesar que un hombre es más sabio que otro. que ésta es la verdadera medida, y que, siendo yo un ignorante, no se me puede obligar a ser tal medida, aunque el discurso que he pronunciado en su defensa parecía precisarme, a pesar mío, a parecerlo.

Teodoro. Me parece, Sócrates, que esta opinión es falsa en este punto, y también en aquél en que Protágoras garantiza la certidumbre de las opiniones de los demás, aunque éstas, como hemos visto, no tienen por verdadero lo que él ha sentado.

Sócrates. Es fácil, Teodoro, demostrar, con otras muchas pruebas que todas las opiniones de un hombre no son verdaderas. Pero, con relación a estas impresiones de que cada uno se ve actualmente afectado, y de dónde nacen las sensaciones y opiniones que se siguen, es más difícil probar que ellas no lo son. Quizá es absolutamente imposible; quizá los que pretenden que son verdaderas y que constituyen la ciencia, dicen la verdad, y Teetetes no ha hablado fuera de propósito, cuando ha dicho que la sensación y la ciencia son una misma cosa. Es preciso estrechar el terreno a este sistema, como lo exigía antes el discurso en favor de Protágoras, movimiento, tocándola como se toca a un vaso para ver si esta roto o entero. Sobre esta esencia ha habido una disputa, que ni carece de interés, ni ha tenido lugar entre pocas personas.

Teodoro. Esta muy distante de ser pequeña; se agranda constantemente en la Jonia, porque los partidarios de Heráclito defienden esta opinión con mucho vigor.

Sócrates. Es una razón más, mi querido Teodoro, para examinar, de nuevo, cómo la apoyan.

Teodoro. Es cierto. En efecto, Sócrates, entre estos sectarios de Heráclito, o, como tú dices, de Homero o, de algún autor más antiguo, los de Efeso, que se tienen por sabios, son tales que disputar con ellos es disputar con furiosos. Nada hay fijo en sus doctrinas. Detenerse sobre una materia, sobre una cuestión, responder e interrogar, a su vez, pacíficamente, es una cosa que les es imposible, absolutamente imposible; tan poca formalidad tienen. Si les interrogas, sacan al momento, como de una aljaba, unas cuantas palabras enigmáticas que te arrojan al rostro, y si quieres que te den la razón de lo que acaban de decir, te verás sobre la marcha atacado con otra palabra equívoca. En fin, nunca concluirás nuda con ninguno de ellos. Tampoco adelantan más entre sí mismos, pero, sobre todo, tienen cuidado, de no dejar nuda fijo, en sus discursos, ni en sus pensamientos, persuadidos, a mi parecer, de que esta estabilidad es a la que hacen la guerra, y la excluyen, por todos rumbos, cuanto les es posible.

Sócrates. Quizá, Teodoro, has visto a estos hombres en el calor del combate, y no te has encontrado con ellos, cuando conversaban en paz, y se conoce que no son tus amigos. Por más despacio explican su sistema a aquellos de sus discípulos que quieren atraer a su partido.

Teodoro. ¿De qué discípulos hablas, mi querido Sócrates? Entre ellos, ninguno es discípulo de otro; cada uno se forma a sí mismo. Desde el momento en que el entusiasmo se ha apoderado de él, y se tienen los unos a los otros por ignorantes. No obtendrás nunca de ellos, como antes te decía, por fuerza ni por voluntad, que te den razón de nada; pero debemos considerar como un problema lo que dicen y examinarlo.

Sócrates. Muy bien, ¿pero es otro problema que el que nos propusieron al principio los antiguos, cubriéndolo con el velo de la poesía, para el vulgo, a saber, que Océano y Tetis, principios de todo lo demás, son emanaciones y que nada es estable? Después los modernos, como más sabios, lo han presentado al descubierto, a fin de que todos, hasta los zapateros, aprendiesen la sabiduría sólo con oírles una sola vez, y cesasen de creer neciamente que una parte de los seres está en reposo, y otra, en movimiento, y que, aprendiendo que todo se mueve, se sintiesen, por esta enseñanza, llenos de respeto hacia sus maestros. Casi he olvidado, Teodoro, que otros han sostenido el sistema opuesto, diciendo que el nombre del universo es lo inmóvil. Los Melisos y los Parmenides, abrazando esta opinión contraria, tienen por cierto, por ejemplo, que todo es uno y que este uno es estable en sí mismo, no teniendo espacio donde moverse. ¿Qué partido tomaremos, mi querido amigo, en frente de todos estos? Avanzando poco a poco, henos aquí cogidos en medio de los unos y de los otros, sin caer en la cuenta. Si nos sacudimos de ellos, por medio de una vigorosa defensa, se vengarán de nosotros y nos sucederá lo que a aquellos que, peleando en la lid sin salir de la línea que separa los partidos, son cogidos por ambos y arrojados a uno y otro lado. Me parece que es mejor comenzar por los que han sido para nosotros objeto de examen, y que dicen que todo pasa. Si creemos que tienen razón, nos uniremos a ellos y procuraremos librarnos de los otros. Si, por el contrario, nos parece que la verdad está de parte de aquellos que sostienen que todo está en reposo en el universo, nos pondremos de su lado, huyendo de los que suponen en movimiento hasta las cosas inmóviles. En fin, si nos parece que ni los unos ni los otros sostienen nada razonable, nos pondremos en ridículo si, pequeños como somos, creyéramos estar en posesión de la verdad, después de haber desechado la antigua doctrina, sostenida por hombres respetables por su antigüedad y su sabiduría. Mira, Teodoro, si es prudente exponernos a tan gran peligro.

Teodoro. No sería perdonable, Sócrates, el dejar de discutir lo que dicen los unos y los otros.

Sócrates. Puesto que manifiestas tanto deseo, es preciso entrar en esta discusión. Es natural comenzar por el movimiento y ver cómo lo defienden los que sostienen que todo se mueve; lo que deseo saber es si no admite más que una especie de movimiento o si admiten dos, como a mi juicio debe hacerse. Pero no basta que yo solo lo crea así; es preciso que te pongas de mi parte, a fin de que, suceda lo que quiera, lo experimentemos en común. Dime. cuando una cosa pasa de un lugar a otro o gira sobre sí misma, sin mudar de lugar, ¿llamas a esto movimiento?

Teodoro. Sí.

Sócrates. Sea, pues, ésta una especie de movimiento. Y cuando, permaneciendo la cosa en el mismo lugar, envejece, o de blanca se hace negra, o de blanda, dura, o experimenta cualquiera otra alteración, ¿no debe decirse que ésta es una segunda especie de movimiento?

Teodoro. Me parece que sí.

Sócrates. No es posible desconocerlo. Cuento, pues, con dos clases de movimiento; el uno de alteración, el otro de traslación.

Teodoro. Es cierto.

Sócrates. Hecha esta distinción, dirijamos ahora la palabra a los que sostienen que el todo se mueve y hagámosles esta pregunta. ¿decís que todas las cosas se mueven con este doble movimiento de traslación y de alteración o que algunas se mueven de estas dos maneras y otras sólo de una de ellas?

Teodoro. En verdad no sé qué responder; me parece, sin embargo, que dirán que todo está sujeto a este doble movimiento.

Sócrates. Si no lo dijesen, mi querido amigo, tendrían que reconocer precisamente que las mismas cosas están en movimiento y en reposo, y que no es más cierto decir que todo se mueve que decir que todo está en reposo.

Teodoro. Nada más exacto.

Sócrates. Puesto que es preciso que todo se mueva, no encontrándose la negación del movimiento en ninguna parte, todas las cosas están siempre moviéndose, en todos conceptos.

Teodoro. Necesariamente.

Sócrates. Fíjate, te suplico, en lo que te voy a decir, ¿No decimos que ellos explican la generación del calor, de la blancura y de las demás cualidades, diciendo, a saber, que cada una de éstas se mueve, con la sensación, en el espacio que media entre la causa activa y la pasiva; que la causa pasiva se hace sensible y no sensación, y la activa o el agente es afectado por tal o cual cualidad, sin llegar a su cualidad en sí? Quizá esta palabra “cualidad” te parecerá extraña y no concibes la cosa bajo esta expresión general. Te la diré al pormenor. La causa activa no se hace calor, ni blancura, sino caliente, y blanca, y así lo demás. Porque te acordaras, sin duda, de lo que se dijo antes, eso es, que nada es uno tomado en sí, ni lo que obra, ni lo que padece, sino que de su contacto mutuo nacen las sensaciones y las cualidades sensibles, de donde resulta, de un lado, lo que tiene tal o cual cualidad, y de otro, lo que experimenta tal o cual sensación.

Teodoro. -¿Cómo podía no acordarme?

Sócrates. Dejemos todo lo demás de su sistema, sin tomarnos el trabajo de saber de qué manera lo explican; atengámonos sólo al punto de que hablamos y preguntémosles. todo se mueve, decís, todo pasa, ¿no es así?

Teodoro. Sí.

Sócrates. Mediante el doble movimiento de traslación y de alteración que hemos distinguido.

Teodoro. Sin duda, si se pretende que todo se mueve plena y completamente.

Sócrates. Si las cosas fuesen simplemente transportadas de un punto a otro, y no se alterase, ¿podría decirse cuál es la naturaleza de lo que se mueve y muda de lugar. ¿No es cierto?

Teodoro. Sí.

Sócrates. -Pero, como esto no es una cosa estable, ni lo que aparece blanco subsiste blanco, sino que, por el contrario, hay un continuo cambio en este concepto, de suerte que la blancura misma pasa y se hace otro color, temerosa de que se la sorprenda en un estado fijo, ¿es posible dar nunca a color alguno un nombre conveniente, de modo que no sea posible el engaño?

Teodoro. ¿Qué medio hay, Sócrates, para determinar el color ni ninguna otra cualidad semejante, puesto que pasando sin cesar escapa a la palabra con que se la quiere coger y precisar?

Sócrates. ¿Y qué diremos de las sensaciones, por ejemplo, las de la vista y las del oído? ¿Aseguraremos que subsisten en el estado de visión y de audición?

Teodoro. De ninguna manera, si es cierto que todo se mueve.

Sócrates. Por consiguiente, estando todo en un movimiento absoluto, no debe decirse, cualquiera que sea el objeto de que se trate, que se ve o que no se ve, que se tiene tal sensación o que no se tiene.

Teodoro. No, sin duda.

Sócrates. Pero la sensación es la ciencia, hemos dicho Teetetes y yo.

Teodoro. Es cierto.

Sócrates. Cuando se nos ha preguntado qué es la ciencia, hemos respondido que es una cosa que no es ciencia ni deja de serlo.

Teodoro. Así parece.

Sócrates. Aquí tienes nuestra respuesta perfectamente justificada, cuando para demostrar su exactitud nos hemos esforzado en probar que todo se mueve, puesto que si, en efecto, todo esta en movimiento, resulta que las respuestas sobre cualquiera cosa son igualmente exactas, ya se diga que es “así”, o ya que “no es así”, o si quieres, y para no presentar, a nuestros adversarios, como existente nada estable, que ella se hace o no se hace, deviene o no deviene tal.

Teodoro. Dices bien.

Sócrates. Sí, Teodoro, salvo que me he servido de las expresiones “así” y “no así”. No es preciso usar de la palabra “así”, porque así, lo mismo que no así, como representan, hasta cierto punto, una cosa fija, no expresan el movimiento. Los partidarios de este sistema deben emplear otro término y, verdaderamente, en su hipótesis, no tienen expresión de qué valerse, como no sea esta. “de ninguna manera”. Esta expresión indefinida es la más conforme con su opinión.

Teodoro. Es, en efecto, una manera de hablar que les conviene perfectamente.

Sócrates. Henos aquí, Teodoro, libres de tu amigo; no le concedemos que todo hombre sea la medida de todas las cosas, a no ser que sea hombre hábil; y nunca confesaremos que la sensación sea la ciencia, si partimos del supuesto de que todo esta en movimiento, siempre que Teetetes no sea de otro dictamen.

Teodoro. Está bien dicho, Sócrates. Terminada esta cuestión, estoy también libre de la obligación de responderte, como habíamos convenido, una vez que se halla terminado el examen del sistema de Protágoras.

Teetetes. Nada de eso, Teodoro, seguid hasta que Sócrates y tú hayáis discutido la opinión de los que dicen que todo está en reposo, según nos propusisteis antes.

Teodoro. ¿Qué? ¡Teetetes, tú, tan joven, das lecciones de injusticia a los ancianos enseñándoles a violar sus compromisos! Prepárate a responder a Sócrates sobre lo que resta por decir.

Teetetes. Con mucho gusto, si Sócrates lo consiente. Hubiera oído, sin embargo, con el mayor placer lo que pensáis sobre esta materia.

Teodoro. Invitar a Sócrates a la discusión es invitar a buenos jinetes a correr en la llanura. Interrógale y quedarás satisfecho.

Sócrates. No pienses, Teodoro, que voy a aceptar la invitación de Teetetes.

Teodoro. ¿Por qué no?

Sócrates. Aunque tema criticar, con alguna dureza, a Melito y a los demás que sostienen que todo es uno e inmóvil, lo siento menos respecto de éstos que con relación a Parménides. Parménides me parece a la vez respetable y temible, sirviéndome de las palabras de Homero. Le traté siendo yo joven y cuando él era muy anciano, y me pareció que había, en sus discursos, una profundidad poco común. Temo que no comprendamos sus palabras y que no penetremos bien su pensamiento, y más que todo, temo que las digresiones que nos vengan encima, si no las evitamos, nos hagan perder de vista el objeto principal de esta discusión, que es conocer la naturaleza de la ciencia. Por otra parte, el objeto en que nos ocupamos aquí es de una extensión inmensa, y sería falta de consideración el examinarlo de pasada, y si no le damos toda la amplitud que merece, acabaron nuestras indagaciones sobre la ciencia. Así, es preciso que no suceda lo uno ni lo otro, y vale más que, apelando a mi arte de comadrón, auxilie a Teetetes a parir sus concepciones sobre la ciencia.

Teetetes. Sea como quieres, puesto que tú eres el que mandas.

Sócrates. Haz, Teetetes, la observación siguiente sobre lo que se ha dicho. Has respondido que la sensación y la ciencia son una misma cosa, ¿no es así?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Si te preguntaran con qué ve el hombre lo blanco y lo negro, y con qué oye los sonidos agudos y graves, probablemente dirías que con los ojos, y con los oídos.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. -Generalmente, no es estrechez de espíritu el emplear los nombres y los verbos en su acepción vulgar, y no tomados en todo su rigor; por el contrario, indica pequeñez de alma el usar de este recurso. Sin embargo, alguna vez es necesario, y así, por ejemplo, no puedo dispensarme en este momento de descubrir, en tu respuesta, lo que tiene de defectuosa. Mira, en efecto, cuál es la mejor de estas dos contestaciones, el ojo es aquello con lo que vemos o es por lo que vemos; el oído es aquello con lo que oímos o más bien es por lo que oímos.

Teetetes. Me parece, Sócrates, que es mejor decir los órganos por los que sentimos que no con los que sentimos.

Sócrates. Efectivamente, sería extraño, querido mío, que en nosotros hubiese muchos sentidos, como en los caballos de palo, y que ellos no se refiriesen todos a una sola esencia, llámesela alma o de cualquier otro modo, con la que, valiéndonos de los sentidos como de otros tantos órganos, sentimos lo que es sensible.

Teetetes. Me parece que debe ser así.

Sócrates. La razón por la que procuro aquí la exactitud de las palabras, es porque quiero saber si en nosotros hay un sólo y mismo principio, por el que sabemos, por medio de los ojos, lo que es blanco o negro, y los demás objetos, por medio de los demás sentidos, y si tú achacas cada una de estas sensaciones a los órganos del cuerpo, pero quizá vale más que seas tú mismo el que diga todo esto, en lugar de tomarme yo este trabajo por ti. Respóndeme, pues, ¿atribuyes al cuerpo o a otra sustancia los órganos por los que sientes lo que es caliente, seco, ligero, dulce?

Teetetes. -Los atribuyo al cuerpo solamente,

Sócrates. ¿Consentirías en concederme que lo que sientes por un órgano te es imposible sentirlo por ningún otro, por ejemplo, por la vista lo que sientes por el oído, o por el oído lo que sientes por la vista?

Teetetes. ¿Cómo no lo he de consentir?

Sócrates. -Luego, si tienes alguna idea sobre los objetos de estos dos sentidos, tomados en conjunto, no puede venirte esta idea colectiva de uno ni otro órgano.

Teetetes. No, sin duda.

Sócrates. La primera idea que tú tienes respecto al sonido y al color, tomados en conjunto, es que los dos existen.

Teetetes Sí.

Sócrates Y que el uno es diferente del otro, y semejante así mismo.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Y que, tomados juntos, ellos son dos, y que, tomado cada una aparte, cada cual es uno...

Teetetes. Así lo entiendo.

Sócrates. ¿No te consideras en estado de examinar si son semejantes o desemejantes entre sí?

Teetetes. Quizá.

Sócrates. ¿Con el auxilio de qué órgano concibes todo esto, respecto de estos dos objetos. Porque no es por el oído ni por la vista por donde puedes saber lo que tienen de común. He aquí una nueva prueba de lo que decíamos. Si fuera posible examinar si uno u otro de estos dos objetos son o no salados, te sería fácil decirme de que órgano te servirás para ello. No sería la vista, ni el oído, sino algún otro órgano.

Teetetes. Sin duda, sería el órgano del gusto.

Sócrates. Tienes razón. ¿Pero, qué facultad te da a conocer las cualidades comunes a todos estos objetos, que llamas SER y NO SER, y sobre las que te pregunté antes? ¿Qué órganos destinarás a estas percepciones, y por dónde lo que siente en nosotros percibe el sentimiento de todas estas cosas?

Teetetes. Hablas, sin duda, del SER y NO SER, de la SEMEJANZA y de la DESEMEJANZA, de la IDENTIDAD y de la DIFERENCIA, y también de la UNIDAD y de los demás NÚMEROS. Y es evidente que tú me preguntas por qué órganos del cuerpo siente nuestra alma todo esto, así como lo par, lo impar, y todo lo que depende de ellos.

Sócrates. Perfectamente, Teetetes, eso es lo que yo quiero saber.

Teetetes. En verdad, Sócrates, no sé qué decirte, sino que, desde el principio, me ha parecido que no tenemos órgano particular para esta clase de cosas, como para las otras, pero que nuestra alma examina, inmediatamente por sí misma, lo que los objetos tienen de común entre sí.

Sócrates. Tú eres hermoso, Teetetes, y no feo, como decía Teodoro, porque el que responde bien es bello y bueno. Además, me has hecho un servicio dispensándome de una larga discusión, si juzgas que hay objetos que el alma conoce por sí misma, y otros que conoce por los órganos del cuerpo. Esto, en efecto, ya lo esperaba yo de ti, y deseaba que fuese esta tu opinión.

Teetetes. Pues bien, yo pienso como tú.

Sócrates. ¿En cuál de estas dos clases de objetos colocas el SER? Porque es lo más común a todas las cosas.

Teetetes. Lo coloco en la clase de los objetos con los que el alma se pone en relación por sí misma.

Sócrates. ¿Y sucede lo mismo con la semejanza y la desemejanza, con la identidad y con la diferencia?

Teetetes. Sí.

Sócrates. ¿Con lo bello, lo feo, lo bueno y lo malo?

Teetetes. Me parece que estos objetos, sobre todo, son del número de aquéllos, cuya esencia examina el alma, comparando y combinando en sí misma el pasado y el presente con el porvenir.

Sócrates. Detente. ¿El alma no sentirá por el tacto, la dureza de lo que es duro y la blandura de lo que es blando?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Pero, por lo que hace a su esencia, a su naturaleza, a su oposición, y a la naturaleza de esta oposición, ¿ensaya el alma juzgarlas por sí misma, después de repetidos esfuerzos y de confrontar las unas con las otras?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. La naturaleza ha dado a los hombres y a las bestias, desde el acto de nacer, el sentimiento de ciertas afecciones que pasan al alma por los órganos del cuerpo; mientras que las reflexiones sobre estas afecciones, su esencia y su utilidad, no vienen o no se presentan sino a la larga y con mucho trabajo, mediante los cuidados y estudio de las personas, en cuya alma se forman.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. ¿Es posible que el que no descubra la esencia descubra la verdad?

Teetetes. No.

Sócrates. ¿Se obtendrá la ciencia cuando se ignora la verdad?

Teetetes. ¿Cómo, Sócrates?

Sócrates. La ciencia no reside en las sensaciones, sino en el razonamiento sobre las sensaciones, puesto que, según parece, sólo por el racionamiento se puede descubrir la ciencia y la verdad, y es imposible conseguirlo por otro rumbo.

Teetetes. Así parece.

Sócrates. ¿Dirás que lo uno y lo otro son una misma cosa, cuando hay entre ellas una gran diferencia?

Teetetes. Eso no sería exacto.

Sócrates. ¿Qué nombre das a estas afecciones, ver, oír, olfatear, resfriarse, calentarse?

Teetetes. A todo esto lo llama sentir, porque ¿que otro nombre puede tener?

Sócrates. Comprendes todo esto bajo el nombre genérico de sensación.

Teetetes. Así es.

Sócrates. Sensación que, como decimos, no puede descubrir la verdad, porque no afecta a la esencia.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Ni tampoco, por consiguiente, a la ciencia.

Teetetes. Tampoco.

Sócrates. La sensación y la ciencia, ¿no podrían ser una misma cosa?, Teetetes.

Teetetes. Parece que no.

Sócrates. Ahora, sobre todo, es cuando vemos con la mayor evidencia que la ciencia es una cosa distinta que la sensación. Es cierto que hemos comenzado esta conversación con el propósito de descubrir no lo que la ciencia no es, sino lo que ella es. Sin embargo, estamos bastante adelantados en este descubrimiento para buscar la ciencia no en la sensación, sino en el nombre que se da al alma, cuando considera ella misma los objetos.

Teetetes. Me parece, Sócrates, que este nombre de que hablas es el juicio.

Sócrates. Tienes razón, mi querido amigo; mira, pues, de nuevo, después que hayas borrado de tu espíritu todas las ideas precedentes, si, en el punto en que estás ahora, se te muestran las cosas más claramente, y dime, otra vez, qué es la ciencia.

Teetetes. No es posible, Sócrates, decir que es toda clase de juicios, puesto que los hay falsos; pero me parece que el juicio verdadero es la ciencia, y ésta es mi respuesta. Si discurriendo más, descubrimos, como sucedió antes, que no es esto cierto, trataremos de decir otra cosa.

Sócrates. Vale más, Teetetes, explicarse así, con resolución, que no con la timidez con que lo hacías al principio. Porque, si continuamos, sucederá una de dos cosas. o encontramos lo que buscamos, o creeremos menos que sabemos lo que no sabemos, lo cual no es una ventaja despreciable. Ahora, ¿qué es lo que dices? ¿Que hay dos especies de juicio, el uno verdadero, el otro falso, y que la ciencia es el juicio verdadero?

Teetetes. Sí, es mi opinión, por ahora.

Sócrates. ¿No es conveniente decir algo sobre el juicio?

Teetetes. ¿Qué dices?

Sócrates. Que es una cuestión que me turba y no, por primera vez, de suerte, que yo enfrente de mí mismo y de los demás, me he visto en el mayor embarazo, no pudiendo explicar lo que es este fenómeno y de qué manera se forma en nosotros.

Teetetes. ¿Qué fenómeno?

Sócrates. EI juicio falso. Estoy pensando en este momento y dudo si dejaremos aparte este punto, o si lo discutiremos en distinta forma que en la que lo hemos hecho antes.

Teetetes. ¿Por qué no, Sócrates? Discutámoslo, aunque te parezca poco necesario. Decíais, con razón, no hace un momento, Teodoro y tú, hablando de lo que se prolongaba la discusión, que nunca debemos apurarnos al tratar semejantes materias.

Sócrates. Has recordado este hecho muy oportunamente. Quizá no haremos mal en volver en cierta manera atrás, porque vale más profundizar pocas cosas, que recorrer muchas de un modo insuficiente.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Pues bien, ¿qué diremos? ¿Qué es muy común formar juicios falsos, que los hombres juzgan tan pronto falsa como verdaderamente, y que tal es la naturaleza de las cosas?

Teetetes. Así lo decimos.

Sócrates. Con relación a todos los objetos juntos o a cada objeto en particular, ¿no es, para nosotros, una necesidad saber o no saber? No hablo aquí de lo que se llama aprender y olvidar, como término medio entre saber e ignorar, porque esto nada importa a la discusión presente.

Teetetes. Siendo así, Sócrates, no queda otro partido respecto de cada objeto, que o conocerlo o ignorarlo.

Sócrates. Cuando se juzga, ¿es necesario juzgar sobre lo que se sabe y sobre lo que no se sabe?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Es imposible que, sabiendo una cosa, no se la sepa, o que, no sabiéndola, se la sepa.

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. Cuando se juzga falsamente sobre lo que se sabe, se imagina uno que la cosa que se sabe no es tal cosa, sino otra, que se sabe también de suerte que, conociéndolas ambas, ambas al mismo tiempo son ignoradas?

Teetetes. Eso no puede suceder, Sócrates.

Sócrates. ¿Se figura uno que aquello que no se sabe es otra cosa que tampoco se sabe, y puede suceder que un hombre que no conoce ni a Teetetes ni a Sócrates, crea que Sócrates es Teetetes o que Teetetes es Sócrates?

Teetetes. ¿Cómo puede ser eso?

Sócrates. Tampoco nos imaginamos que aquello que se sabe es lo mismo que se ignora, y aquello que se ignora es lo mismo que se sabe.

Teetetes. Eso sería prodigioso.

Sócrates. ¿Cómo se formaría un juicio falso, ya que el juicio no puede tener lugar fuera de las cosas que acabo de decir, puesto que todo está comprendido en lo que sabemos o no sabemos, y que en todos estos cosas nos parece imposible el juzgar falsamente?

Teetetes. Nada mas cierto.

Sócrates. Quizá no convenga examinar lo que buscamos desde el punto de vista de la ciencia y de la ignorancia, sino desde el punto de vista del SER y del NO SER.

Teetetes. ¿Qué dices?

Sócrates. ¿No podría sentarse como verdad absoluta, que el que juzgue sobre una cosa que no existe hace un juicio necesariamente, falso, piense lo que quiera su espíritu?

Teetetes. Así parece, Sócrates.

Sócrates. Qué diremos, Teetetes, si se nos pregunta, como puede hacerlo todo el mundo, lo siguiente. ¿qué hombre juzgará sobre lo que no existe, ya sea un objeto real o ya un ser abstracto? Responderemos a esto, a mi parecer, que está, en este caso, aquel que no juzga según la verdad; porque no cabe otra respuesta.

Teetetes. Ninguna otra.

Sócrates. ¿Pero tiene lugar esto en cualquier otro caso?

Teetetes. ¿ Cuándo?

Sócrates. ¿Puede darse el caso de que se vea alguna cosa, y que aquello que se ve no sea nada?

Teetetes. ¿Cómo?

Sócrates. Cuando se ve un objeto, ¿aquello que se ve es alguna cosa real, o piensas que aquello que es alguna cosa no es nada?

Teetetes. De ninguna manera.

Sócrates. Aquel que ve una cosa, ¿ve una cosa que existe?

Teetetes. Me parece que sí.

Sócrates. ¿Y aquel que oye una cosa, oye una cosa y, por consiguiente, una cosa que existe?

Teetetes. Sí.

Sócrates. En igual forma, el que toca una cosa, ¿toca un objeto que existe, puesto que es alguna cosa?

Teetetes. Es cierto igualmente.

Sócrates. Y el que juzga, ¿no lo hace sobre un objeto?

Teetetes. Necesariamente.

Sócrates. Y juzgando sobre algún objeto, ¿no juzga sobre algo que existe?

Teetetes. Lo concedo.

Sócrates. Luego, el que juzga sobre lo que no existe, ¿no juzga nada?

Teetetes. Parece que sí.

Sócrates. Y juzgar de nada es no juzgar absolutamente.

Teetetes. Parece evidente.

Sócrates. Luego, no es posible juzgar ni sobre lo que no existe, ni sobre un objeto real, ni sobre un ser abstracto.

Teetetes. Parece que no.

Sócrates. Juzgar falsamente no es, pues, otra cosa que juzgar sobre lo que no existe.

Teetetes. Al parecer.

Sócrates. Así pues, el juicio falso no se forma en nosotros de esta manera, ni de la manera que antes expusimos.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Pero, veamos si se forma de esta otra manera.

Teetetes. ¿Cómo?

Sócrates. Llamamos juicio falso todo yerro de cierto género en que incurrimos cuando, tomando un objeto real por otro objeto real, se afirma que tal objeto es tal otro. De esta manera, se juzga siempre sobre lo que existe, pero tomando una cosa por otra, y puede decirse, con razón, que cuando falta el verdadero objeto que se considera, el juicio es falso.

Teetetes. Eso me parece muy bien dicho, porque cuando se tiene una cosa fea por bella, o una bella por fea, entonces, es cuando verdaderamente el juicio es falso.

Sócrates. Se ve claramente, Teetetes, que ni me consideras ni me temes.

Teetetes. ¿Por qué?

Sócrates. Porque no crees, a lo que parece, que yo no dejaré pasar esta expresión “verdaderamente falso”, preguntándote si es posible que lo que es rápido se haga con lentitud, lo que es ligero con pesadez, y cualquier otra cosa, no según su naturaleza, sino según la de su contraria y en oposición consigo mismo. Pero, deja esta objeción para que no decaiga la confianza que me muestras. ¿Crees, como dices, que juzgar falsamente es tomar una cosa por otra?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Podemos, según tu opinión, representarnos, por el pensamiento, un objeto, como siendo otro que el que realmente es, y no tal como es.

Teetetes. Sí podemos.

Sócrates. Cuando se cae en semejante error, ¿es una necesidad que se tengan presentes en el pensamiento uno y otro objeto o uno de los dos?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Los dos, a la vez, o uno después del otro.

Teetetes. Muy bien.

Sócrates. ¿Entiendes tú por pensar lo mismo que yo?

Teetetes. ¿Qué entiendes por pensar?

Sócrates. Un discurso que el alma se dirige a sí misma sobre los objetos que considera. Me explico como un hombre que no sabe muy bien aquello de que habla, pero me parece que el alma, cuando piensa, no hace otra cosa que conversar consigo misma, interrogando y respondiendo, afirmando y negando, y que, cuando se ha resuelto, sea más o menos pronto, y ha dicho su pensamiento sobre un objeto, sin permanecer más en duda, en esto consiste el juicio. Así pues, juzgar, en mi concepto, es hablar, y la opinión es un discurso pronunciado, no a otro, ni de viva voz, sino en silencio y a sí mismo. ¿Qué dices tú?

Teetetes. Lo mismo.

Sócrates. Cuando se juzga que una cosa es otra, a mi parecer, se dice uno a sí mismo que tal cosa es tal otra.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Recuerda si alguna vez te han dicho a ti mismo que lo bello es feo, o lo injusto, justo, y para decirlo en una palabra, mira si has intentado nunca persuadirte de que una cosa es otra, por el contrario, jamás le ha venido a las mientes, ni en sueños, que lo impar es ciertamente lo par, o cosa semejante.

Teetetes. Nunca.

Sócrates. ¿Piensas que cualquiera otro, que tenga sentido común o aunque esté demente, haya intentado decirse y probarse, seriamente a sí mismo, que un caballo es de toda necesidad un buey, o que dos son uno?

Teetetes. No, seguramente.

Sócrates. Sí pues, juzgar es hablarse a sí mismo, nadie, hablando y juzgando sobre dos objetos y abrazando ambos por el pensamiento, dirá ni juzgará que el uno es el otro. Es preciso abandonar esta teoría a tu propio juicio, porque no temo decir que nadie juzgará que lo feo es bello, ni otra cosa semejante.

Teetetes. También la abandono yo, Sócrates, y me adhiero a tu opinión.

Sócrates. Es imposible que, juzgando sobre dos objetos, se juzgue que el uno sea el otro.

Teetetes. Así me parece.

Sócrates. Pero, si el juicio sólo recae sobre uno de las dos y no sobre el otro, nunca se juzgará que el uno sea el otro.

Teetetes. Dices verdad. porque sería preciso en este caso que se abrazara por el pensamiento el objeto mismo, que no se juzgaría.

Sócrates. Por consiguiente, no puede suceder que se juzgue que una cosa es otra, ni cuando se juzga sobre ambas, ni cuando se juzga sobre una de las dos. Así es, que definir el juicio falso, diciendo que es el juicio de una cosa por otra, es no decir nada, y no parece que por este camino, ni por las precedentes, podamos formar juicios falsos.

Teetetes. No, ciertamente.

Sócrates. Sin embargo, Teetetes, si no reconociésemos que existen juicios falsos, nos veríamos precisados a admitir una multitud de absurdos.

Teetetes. ¿Qué absurdos?

Sócrates. Te los diré, cuando hayamos considerado la cosa bajo todas sus fases, porque sería vergonzoso para ti y para mí, si en el conflicto en que estamos nos viésemos reducidos a admitir lo que yo quiero decir. Pero, si llegamos a descubrir lo que buscamos y a estar fuera de todo peligro, entonces, no pudiendo temer ya que nos pongamos en ridículo, hablaré de esos absurdos como de un inconveniente con que tropiezan otras personas. Por el contrario, si no aclaramos nuestras dudas, creo que nos colocaremos en una triste posición y a merced del razonamiento, para vernos batidos y tener que pasar por todo lo que éste quiera; nos encontraremos en una situación análoga a la de las mareados. Escucha, pues, el recurso, que encuentro aun para salir de esta cuestión.

Teetetes. Habla, pues.

Sócrates. No creo que hayamos hecho bien en conceder que es imposible creer que lo que se sabe sea lo mismo que lo que no se sabe, y que engañarse, sino que sostengo que, desde ciertos puntos de vista, esto puede suceder.

Teetetes. ¿Has tenido presente lo que yo he sospechado cuando hacíamos esta confesión, a saber. que algunas veces, conociendo a Sócrates y viendo de lejos una

persona que no conocía, la he tornado por Sócrates, a quien yo conozco? Aquí tienes el caso que acabas de proponer.

Sócrates. ¿No hemos renunciado a esta idea, puesto que resultaba que no sabíamos lo que sabemos?

Teetetes. Sí.

Sócrates. No hablemos más de esto, sino del siguiente modo, y quizá todo nos saldrá perfectamente, si bien también así podremos encontrar obstáculos. Pero, estamos en una situación crítica, en la que es una necesidad para nosotros examinar los objetos por todos lados, para penetrar la verdad. Mira si lo que te digo es fundado. ¿es posible que, no sabiendo una cosa antes, se la aprenda después?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. ¿Después una segunda cosa, y luego una tercera?

Teetetes. ¿Por qué no?

Sócrates. Supón conmigo, siguiendo nuestra conversación, que hay en nuestras almas planchas de cera, más grandes en unos, más pequeñas en otros, de una cera más pura en éste, menos en aquél, demasiado dura o demasiado blanda en algunos, y un término medio en otros.

Teetetes. Lo supongo.

Sócrates. Decimos que estas planchas son un don de Mnemosina, Madre de las Musas, y que marcamos en ellas, como con un sello, la impresión de aquello de que queremos acordarnos, entre todas las cosas que hemos visto, oído o pensado, por nosotros mismos, estando ellas dispuestas siempre a recibir nuestras sensaciones y reflexiones; y conservamos el recuerdo y el conocimiento de lo que está en ellas grabado, en tanto que la imagen subsiste; que cuando se borra o no es posible que se verifique esta impresión, lo olvidamos y no lo sabemos.

Teetetes. Sea así.

Sócrates. Cuando se ven o se escuchan cosas que se conocen, y se fija la consideración en alguna de ellas. Mira si se puede, entonces, formar un juicio falso.

Teetetes. ¿De qué manera?

Sócrates. Imaginándose que lo que se sabe es tan pronto aquello que se sabe como aquello que no se sabe, porque ha sido un error nuestro el haber concedido antes que esto es imposible.

Teetetes. ¿Cómo lo entiendes ahora?

Sócrates.He aquí lo que es preciso decir sobre esta materia, tomando las cosas desde su principio. Es imposible que lo que se sabe, cuya impresión se conserva en el alma y que no se siente actualmente, imaginemos que es otra cosa que se sabe; cuya impresión se tiene también y que no se siente; y asimismo que aquello que se sabe es otra cosa que no se sabe y de la que no se tiene impresión; y también que aquello que no se sabe es otra cosa que tampoco se sabe; y aquello que se siente otra cosa que también se siente; y aquello que se siente, otra cosa que no se siente; y aquello que no se siente, otra cosa que tampoco se siente; y aquello que no se siente, otra cosa que se siente. Es aún más imposible, si cabe, figurarse que lo que se sabe y se siente, cuya impresión tenemos en el alma por la sensación, es alguna otra cosa que se sabe y que se siente, y cuya impresión tenemos igualmente por la sensación. Es igualmente imposible que aquello que se sabe, aquello que se siente, cuya imagen conservamos grabada en la memoria, imaginemos que es alguna otra cosa que se sabe; y también que aquello que se sabe, que se siente y cuyo recuerdo se guarda, es otra cosa que se siente; y que aquello que no se sabe, ni se siente, es otra cosa que no se sabe, ni se siente igualmente; y aquello que no se sabe ni se siente, otra cosa que no se sabe; y aquello que no se sabe ni se siente, otra cosa que no se siente. Es de toda imposibilidad que en todos estos casos se forme un juicio falso. Si el juicio, pues, tiene lugar en alguna parte, será en los casos siguientes.

Teetetes. ¿En qué casos? Quizá comprenderé mejor, por este medio, lo que dices, porque en lo anterior apenas he podido seguirte.

Sócrates. En éstos. Con relación a aquello que se sabe, cuando imaginamos que es alguna otra cosa que se sabe y que se siente, o que no se sabe, pero que se siente; o con relación a lo que se sabe y se siente cuando se toma por otra cosa que se sabe e igualmente se siente.

Teetetes. Ahora te comprendo mejor que antes.

Sócrates. Escucha lo mismo con más claridad. ¿No es cierto que, conociendo a Teodoro, y teniendo en mí el recuerdo de su figura, y conociendo lo mismo a Teetetes, unas veces los veo, otras no los veo, tan pronto los toco como no los toco, los oigo y experimento otras sensaciones con ocasión de ellos? ¿O bien no tengo absolutamente ninguna, pero no por eso dejo de acordarme de ellos y de tener conciencia de este recuerdo?

Teetetes. Convengo en ello.

Sócrates. De todo lo que quiero explicarte, concibe, por lo pronto, lo siguiente. que es posible que no se sienta lo que se sabe e igualmente que se sienta.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates.¿No sucede igualmente respecto de lo que no se sabe, que muchas veces no se siente y muchas veces se siente y nada más?

Teetetes. También es cierto.

Sócrates. Ahora, mira si te será más fácil seguirme. Sócrates conoce a Teodoro y a Teetetes, pero no ve ni al uno ni al otro, no tiene ninguna otra sensación respecto de ellos. En este caso, nunca formará, en sí mismo, este juicio. que Teetetes es Teodoro. ¿Tengo razón o no?

Teetetes. Tienes razón.

Sócrates. Tal es el primer caso de que he hablado.

Teetetes. En efecto, es el primero.

Sócrates. El segundo es que, conociendo a uno de vosotros dos y no conociendo al otro, y no teniendo, por otra parte, ninguna sensación ni del uno ni del otro, no me figuraré jamás que aquel que yo conozco es el otro que yo no conozco.

Teetetes. Muy bien.

Sócrates. El tercero es que, no conociendo ni sintiendo al uno ni al otro, no pensaré nunca que el uno, que no me es conocido, es el otro, que tampoco conozco. En una palabra, imagínate oír, de nuevo, todos los casos que he propuesto en primer lugar, en los cuales jamás formaré un juicio falso sobre ti ni sobre Teodoro, ya os conozca o no os conozca a ambos, ya conozca al uno y no al otro. Lo mismo sucede respecto a las sensaciones. ¿No comprendes?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Resta, por consiguiente, formar juicios falsos en el caso en que, conociéndoos a ti y a Teodoro, y teniendo vuestras facciones, grabadas sobre las citadas planchas de cera, viéndoos a ambos de lejos, sin distinguiros suficientemente, me esfuerzo yo en aplicar la imagen del uno y del otro a la visión que le es propia, adaptando y ajustando esta visión sobre las huellas que ella me ha dejado, a fin de que el reconocimiento tenga lugar; y cuando, en seguida, engañándome en este punto y tomando al uno por el otro, como sucede a los que ponen el zapato de un pie en el otro pie, yo aplico la visión del uno y del otro a la fisonomía que no es la suya, o cuando caigo en el error, experimentando lo mismo que cuando se mira en un espejo, donde lo que está a la derecha aparece a la izquierda, entonces sucede que se toma una cosa por otra y se forma un juicio falso.

Teetetes. Esta comparación, Sócrates, conviene admirablemente a lo que pasa en el juicio.

Sócrates. Lo mismo acontece cuando, conociéndoos a los dos, tengo, además de esto, la sensación del uno y no del otro, y no tengo conocimiento de este otro por la sensación, que es lo que yo decía antes y que, entonces, no me comprendiste.

Teetetes. Verdaderamente no.

Sócrates. Decía, pues, que conociendo una persona, sintiéndola y teniendo conocimiento de ella por la sensación, jamás nos imaginaremos que es otra persona que ya se conoce, que se siente y de la que se tiene igualmente un conocimiento distinto por la sensación. Esto es lo mismo que yo decía y que no entendiste.

Teetetes. Sí.

Sócrates.. Queda el caso de que voy a hablar ahora. Decimos que el juicio falso tiene lugar cuando, conociendo a estas dos personas y viendo la una y la otra, o teniendo cualquiera otra sensación de ambas, yo no achaco la imagen de cada una a la sensación que tengo de ella, y semejante a un tirador poco diestro, no doy en el blanco, y que esto es lo que se llama errar.

Teetetes. Con razón.

Sócrates. Por consiguiente, cuando teniendo la sensación de los signos del uno y no de los signos del otro, se aplica a la sensación presente lo que pertenece a la sensación ausente, el pensamiento en este caso yerra absolutamente. En una palabra, si lo que decimos aquí es racional, no parece que pueda caber engaño ni formar un juicio falso sobre lo que jamás ha sido conocido ni sentido; y el juicio falso o verdadero gira y se mueve en cierta manera en los límites de las que sabemos y de los que sentimos; es juicio verdadero, cuando aplica e imprime a cada objeto directamente las señales que le son propias; y tales, cuando las aplica de soslayo y oblicuamente.

Teetetes. Dices bien, Sócrates.

Sócrates. Aún estarías más conforme después de haber oído lo que sigue. Porque es muy bueno formar juicios verdaderos, y vergonzoso formarlos tales.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. He aquí cuál es la causa. Cuando la cera que se tiene en el alma, es profunda, grande en cantidad, bien unida y bien preparada, las objetos que entran por los sentidos y se graban en este “corazón del alma”, como lo ha llamado Homero, designando así, de una manera simulada, su semejanza con la cera, dejan allí huellas distintas de una profundidad suficiente, y que se conservan largo tiempo. Los que están en este caso tienen las ventajas, en primer lugar, de aprender fácilmente; en segundo, de retener lo que han aprendido, y en fin, la de no confundir las signos de las sensaciones y formar juicios verdaderos. Porque, como estos signos son claros y están colocados en un lugar espacioso, aplican, con prontitud, cada uno a su sello, es decir, a los objetos reales; y a éstos se da el nombre de sabios. ¿No eres de este parecer?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Por el contrario, cuando este corazón está cubierto de pelo (lo cual alaba el muy sabio Homero), o la cera es muy impura o llena de suciedad, o es demasiado blanda o demasiado dura; por de pronto, los que la tienen demasiado blanda aprenden fácilmente, pero olvidan lo mismo, que es lo contrario de lo que sucede a los que la tienen demasiado dura. En cuanto a las personas cuya cera está cubierta de pelo, es áspera y en cierta manera petrosa, mezclada de tierra y cieno, el signo de los objetos no es limpio en ellas; tampoco lo es en aquellos que tienen la cera demasiado dura, porque no hay profundidad; ni en aquellos que la tienen demasiado blanda, porque, confundiéndose las huellas, se hacen bien pronto oscuras. Menos claro son, cuando además de esto se tiene un alma pequeñita, pues que, siendo estrecho el local, los signos se mezclan los unos con los otros. Todos éstos están en situación de formar juicios falsos. Porque, cuando ven, oyen o imaginan alguna cosa, no pudiendo aplicar, en el acto, cada objeto a su signo, son lentos, atribuyen a un objeto lo que corresponde a otro, y generalmente ven, oyen y conciben caprichosamente. Y así se dice de ellos que se engañan y que son unos ignorantes.

Teetetes. No es posible hablar mejor, Sócrates.

Sócrates. Y bien ¿diremos que se dan, en nosotros, juicios falsos?

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. ¿Y juicios verdaderos?

Teetetes. Sí.

Sócrates. ¿Consideraremos ya, como punto suficientemente probado, que hay estos dos juicios?

Teetetes. Sí, ya está bien decidido.

Sócrates. En verdad, Teetetes, es preciso convenir en que un hombre hablador es un ser muy importuno y fastidioso.

Teetetes. ¡Cómo! ¿A qué viene eso?

Sócrates. Porque yo estoy de mal humor con mi pobre inteligencia o, a decir verdad, contra mi charlatanismo; porque, ¿qué otro término se puede emplear, cuando un hombre, por estupidez, provoca la conversación por arriba y por abajo, no se da nunca por convencido y no abandona el asunto, sino con una extraña dificultad?

Teetetes. ¿Qué es lo que tanto te incomoda?

Sócrates. No sólo estoy incomodado, sino que temo no saber qué responder, si se me pregunta. Sócrates, ¿has averiguado que el juicio falso no se encuentra en las sensaciones comparadas entre sí, ni en los pensamientos, sino en el concurso de la sensación y del pensamiento? Yo le diré que sí, me parece, lisonjeándome de esto, como de un magnífico descubrimiento.

Teetetes. A mí, Sócrates, me parece que la demostración que acabamos de hacer no es de desechar.

Sócrates. Pero tú dices, replicará él, que conociendo un hombre por el pensamiento solamente y no viéndole, es imposible que se le tome por un caballo, que no se ve, que no se toca y que no se conoce por ninguna otra sensación, sino únicamente por el pensamiento. Yo le responderé que esto es verdad.

Teetetes. Con razón.

Sócrates.Pero, proseguirá él, ¿no se sigue de aquí que no se tomará nunca el número once, que sólo se conoce por el pensamiento, por el número doce, que igualmente es sólo conocido por el pensamiento? Vamos responde a esto, Teetetes.

Teetetes. Responderé que, respecto de los números que se ven y que se tocan, se puede tomar once por doce, pero nunca diré esto con respecto a los números que están en el pensamiento.

Sócrates. ¡Qué! ¿Crees tú que nadie se ha propuesto examinar en sí mismo los números cinco y siete? No digo cinco hombres, siete hombres, ni nada que a esto se parezca, sino los números cinco y siete que están grabados como en un monumento sobre las planchas de cera de que hablamos, no siendo posible que se juzgue falsamente respecto de ellos. ¿No ha sucedido que, reflexionando sobre estos dos números y hablando consigo mismo y preguntándose cuánto suman, el uno ha respondido que once y lo ha creído así, y el otro que doce?, ¿o bien, todos dicen que piensan que suman doce?

Teetetes. No, ciertamente; muchos creen que suman once; y aun se engañarían más si examinaran un número mayor, porque presumo que hablas aquí de toda especie de números.

Sócrates. Adivinas bien, y mira si en este caso no es el número abstracto doce el que se toma por once, o si esto se verifica respecto de otros números.

Teetetes. Así parece.

Sócrates. He aquí, por consiguiente, que hemos entrado donde decíamos antes. Porque el que está en este caso, se imagina que lo que él conoce es otra cosa que él conoce igualmente; lo cual hemos dicho que es imposible, y de donde hemos concluido, como necesario, que no hay juicio falso, para no vernos precisados a conceder que el mismo hombre sabe y no sabe, al mismo tiempo, la misma cosa.

Teetetes. Nada más cierto.

Sócrates. Así, es preciso decir que el juicio falso es otra cosa que el error que resulta del concurso del pensamiento y de la sensación. Porque, si esto fuera así, nunca nos engañaríamos cuando sólo se trata de pensamientos. Por esto, o no hay juicio falso, o puede suceder que no se sepa lo que se sabe. ¿Cuál de estos dos extremos escoges?

Teetetes. Mepropones una elección muy embarazosa, Sócrates.

Sócrates. No pueden dejarse a un tiempo subsistentes estas dos cosas. Pero, puesto que estamos dispuestos a atrevernos a todo, si llegamos a perder todo pudor...

Teetetes. ¿Cómo?

Sócrates. Intentando explicar lo que es saber.

Teetetes. ¿Qué imprudencia habría es eso?

Sócrates. Me parece que no reflexionas que toda nuestra discusión tiene por objeto, desde el principio, la indagación de la ciencia, como si fuera para nosotros una cosa desconocida.

Teetetes. Verdaderamente me haces reflexionar.

Sócrates. ¿Y no adviertes que es una imprudencia explicar lo que es el saber, cuando no se conoce lo que es la ciencia? Pero, Teetetes, después de tanto hablar, nuestra conversación se ha alejado del punto de partida. Hemos empleado una infinidad de veces estas expresiones. conocemos, no conocemos, sabemos, no sabemos, si nos entendiéramos uno a otro, mientras que ignoramos aún lo que es la ciencia; y para darte una nueva prueba de ello, te haré notar que, en este momento mismo, nos servimos de las palabras ignorar y comprender, como si nos fuese permitido usarlas, estando privados de la ciencia.

Teetetes. ¿Cómo podrás conversar, Sócrates, si te abstienes de usar estas expresiones?

Sócrates. De ninguna manera, mientras yo sea quien soy. Es cierto, por lo menos, que si yo fuese un disputador o se encontrase aquí alguno, me miraría y mediría, con el mayor cuidado, de las palabras de que me sirvo. Pero, puesto que nosotros somos unos pobres discursistas, ¿quieres que me atreva a explicarte lo que es saber? Creo que esto nos permitiría avanzar algún tanto.

Teetetes. Atrévete, ¡por Zeus! Te perdonaremos fácilmente que te sirvas de estas expresiones.

Sócrates. ¿Has oído cómo se define hoy día el saber?

Teetetes. Quizá, pero no me acuerdo en este momento.

Sócrates. Se dice que saber es tener ciencia.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Para nuestro gobierno, hagamos un ligero cambio en esta definición, y digamos que es poseer la ciencia.

Teetetes. ¿Qué diferencia encuentras entre lo uno y lo otro?

Sócrates. Quizá no hay ninguna. Escucha, sin embargo, y juzga conmigo la que yo creo que hay.

Teetetes. Si es que soy capaz.

Sócrates. Me parece que poseer no es lo mismo que tener. Por ejemplo, si habiendo comprado alguno un traje y siendo dueño de él, no lo usa, no diremos que lo tiene, sino solamente que lo posee.

Teetetes. Es verdad.

Sócrates. Mira si, con relación a la ciencia, es posible que se la posea sin tenerla; sucede lo mismo que, si habiendo cogido en la caza aves salvajes, como palomas bravías u otra especie semejante, se las encerrase en un palomar que se tuviese en casa. En efecto, diríamos que, en cierto concepto, se tienen siempre estas palomas, porque es uno poseedor de ellas. ¿No es así?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Y en otro concepto, que no se tiene ninguna, pero que, como se las tiene encerradas en un recinto de que es uno dueño, se puede coger o tener la que se quiera y siempre que se quiera y, en seguida, soltarla; lo cual se puede repetir cuantas veces a uno se le antoje.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Lo mismo que supusimos antes, en las almas, aquello que las planchas de cera, formemos ahora, en cada alma, una especie de palomar de toda clase de aves, éstas que viven en bandadas y separadas de las otras, aquéllas reunidas también, pero en pequeños bandos, y otras solitarias y volando a la aventura entre los demás.

Teetetes. Ya esta formado el palomar. ¿Adónde quiere ir ahora?

Sócrates. En la infancia, es preciso considerarlo como vacío y, en lugar de pájaros, imaginarse ciencias. Cuando uno, dueño y poseedor de una ciencia, la ha encerrado en este recinto, puede decirse que la ha cogido y que ha encontrado la cosa, de que es la ciencia, y que esto es saber.

Teetetes. Sea así.

Sócrates. Ahora, si se quiere ir a caza de alguna de estas ciencias, cogerla, tenerla y soltarla en seguida; mira de qué nombres es preciso valerse para expresar todo esto; si de los mismos de que uno se servía antes, cuando era poseedor de estas ciencias, o si de otros nombres. El ejemplo siguiente te hará comprender mejor lo que quiero decir. ¿No hay un arte que llamás aritmética?

Teetetes. Si.

Sócrates. Figúrate que se trata de cazar las ciencias de todos los números, sean pares o impares.

Teetetes. Ya me lo figuro.

Sócrates. Mediante este arte tiene uno en su poder las ciencias de los números, y las pasa, si quiere, a manos de otro.

Teetetes. Sí.

Sócrates. Poner estas ciencias en otras manos es lo que llamamos enseñar; recibirlas, es aprender. Tenerlas, en tanto que se está en posesión de ellas en el palomar de que se ha hablado, se llama saber.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Estáme atento a lo que sigue. El perfecto aritmético ¿no sabe todos los números, puesto que tiene en su alma la ciencia de todos?

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. ¿Este hombre no calcula, algunas veces, en sí mismo, los números que tiene en su cabeza o ciertos objetos exteriores capaces de ser contados?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. Calcular, según nosotros, ¿es otra cosa que examinar cuál es la cantidad de un número?

Teetetes. Es lo mismo.

Sócrates. Resulta, pues, que examina lo que se sabe, como si no lo supiese, y esto lo hace el mismo que, según hemos dicho, sabe todos los números. ¿Te haces cargo de cómo se proponen, algunas veces, dificultades de esta naturaleza?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Así pues, comparando esto a la posesión y a la caza de las palomas, diremos que esta caza es de dos clases. la una antes de poseer, con la mira de poseer; y la otra, cuando es uno ya poseedor, para coger y tener en sus manos lo que hacía mucho tiempo que poseía. Lo mismo pueden aprenderse de nuevo las cosas pertenecientes a ciencias que ya se tenían en sí mismo tiempo antes, y que se sabían por haberlas aprendido trayéndolas a la memoria y apoderándose de la ciencia de cada objeto, ciencia de que se estaba ya en posesión, pero que no se tenía presente en el pensamiento.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Te preguntaba antes de qué expresiones es preciso servirse en estos casos, en que un aritmético se dispone a calcular y un gramático a leer. ¿Se dirá que, sabiendo de lo que se trata, van a aprender, de nuevo, de sí mismos, lo que saben?

Teetetes. Eso sería un absurdo, Sócrates.

Sócrates. ¿Diremos que van a leer o contar lo que no saben, después de haber concedido al uno la ciencia de todas las letras y al otro, la de todos los números?

Teetetes. No es menos absurdo eso.

Sócrates. ¿Quieres tú que digamos que nos importa poco de qué nombres habremos de servirnos para expresar lo que se entiende por saber y aprender? Y que, habiendo quedado sentado que una cosa es poseer una ciencia y otra tenerla, sostenemos que es imposible que no se posea lo que se posea y, por consiguiente, que no se será lo que se sabe; que, sin embargo, puede suceder que sobre esto mismo se juzgue mal, porque sería posible tomar una falsa ciencia por la verdadera, en el acto en que queriendo cazar alguna de las ciencias que se posee, y estando todas revueltas, se pierde el tino y se coge, al vuelo, una por otra; así como cuando se cree que “once” es la misma voz que “doce”, se toma la ciencia de once por la de doce, como si se tomase una tórtola por un palomo?

Teetetes. Esa explicación parece verosímil.

Sócrates. Pero, si se pone la mano sobre lo que se quiere coger, entonces, no hay engaño y se juzga lo que realmente es; y podemos decir que esto es lo que hace que un juicio sea verdadero o falso, y que las dificultades, que tanto nos atormentaban ha poco, no nos inquietan ya. ¿Eras tú de mi parecer o sigues otro?

Teetetes. Ningún otro.

Sócrates. En efecto, nos vemos ya desembarazados de la objeción de que no se sabe lo que se sabe, puesto que no puede suceder, en manera alguna, que no se posea lo que se posee, equivoquémonos o no, acerca de cualquier objeto. Me parece, sin embargo, que de aquí resulta un inconveniente más grave aún.

Teetetes. ¿Cuál es?

Sócrates. Si se tiene por juicio falso la equivocación en materia de ciencia.

Teetetes. ¿Cómo?

Sócrates. En primer lugar, porque teniendo la ciencia de un objeto, se ignoraría este objeto, no por ignorancia, sino por la ciencia misma que se posee. En segundo, porque se juzgaría que este objeto es otro, y que otro es aquél. ¿No es un gran absurdo que en presencia de la ciencia el alma no conozca nada e ignore todas las casas? En efecto, nada impide, en este concepto, que la ignorancia nos haga conocer y la obcecación nos haga ver, si es cierto que la ciencia es causa de nuestra ignorancia.

Teeteto. Quizá, Sócrates, no hemos tenido razón para haber supuesto sólo ciencias en vez de pájaros, y debimos suponer ignorancias revoloteando en el alma como aquéllas, de manera que el cazador. tomando tan pronto una ciencia, como una ignorancia, juzgase el mismo objeto, falsamente, por la ignorancia, y verdaderamente, por la ciencia.

Sócrates. Es difícil, Teeteto, negarte las alabanzas que mereces. Sin embargo, examina de nuevo lo que acabas de decir. Supongamos que la cosa sea así. Aquel que coja una ignorancia, juzgará falsamente según tú, ¿no es así?

Teeteto. Sí.

Sócrates. Pero no se imaginará que forma un juicio falso.

Teeteto. ¿Cómo se lo ha de imaginar?

Sócrates. Por el contrario, creerá juzgar bien y pretenderá saber lo que realmente ignora.

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. Se imaginará haber cogido, en la caza, una ciencia y no una ignorancia.

Teeteto. Es evidente.

Sócrates. Después de un largo rodeo, henos aquí otra vez, en nuestro primer conflicto. Porque, ese disputador, de que hablé antes, nos dirá sonriéndose, amigos míos, explicadme, pues, si, conociendo la una y la otra, tanto la ciencia como la ignorancia, se figura uno que aquella que se sabe es otra que también se sabe. O como no conociendo la una ni la otra, se cree que aquella que no se sabe es otra que tampoco se sabe. O como conociendo la una y no conociendo la otra, se toma aquella que se sabe por la que no se sabe, o la que no se sabe por la que se sabe. ¿Me diréis también que hay otras ciencias para estas ciencias y estas ignorancias, y que el que las posee, teniéndolas encerradas en otros palomares ridículos o grabadas en otras planchas de cera, las sabe durante el tiempo que las posee, aunque ellas no estén presentes en el espíritu? De esta suerte, os veríais precisados a recurrir, mil veces, al mismo expediente, y no adelantaréis nada. ¿Qué responderemos a esto?, Teeteto.

Teeteto.En verdad, Sócrates, yo no sé qué pueda responderse.

Sócrates. Estos cargos que se nos hacen, mi querido amigo, ¿no son ciertamente fundados y no nos harán conocer que no tenemos razón, para indagar lo que es el juicio falso, antes de conocer la ciencia, y que es imposible conocer el falso juicio, si no se conoce antes en que consiste la ciencia?

Teeteto. Preciso es confesar, por ahora, que es como tú dices.

Sócrates. ¿Cómo se definirá, de nuevo, la ciencia? Porque no renunciaremos aún a descubrirla.

Teeteto. Nada de eso, a menos que tú no renuncies.

Sócrates. Dime de qué manera la definiremos, sin ponernos en el caso de contradecirnos.

Teeteto. Como ya hemos intentado definirla, Sócrates; porque no ocurre otra cosa a mi espíritu.

Socrates. ¿Qué decíamos?

Teeteto. Que el juicio verdadero es la ciencia. El juicio verdadero no está sujeto a ningún error, y todos los efectos que de él resultan son bellos y buenos.

Sócrates. El que sirve de guía en el paso de un río, Teeteto, dice que el agua misma indicará su profundidad. En igual forma, si entramos en la discusión presente, quizá los obstáculos que se presenten nos descubrirán lo que buscamos, mientras que si no entramos, nada se aclarará.

Teeteto. Tienes razón, sigamos, pues, y examinemos la cuestión.

Sócrates. El asunto no reclama un largo examen. Todo un arte nos prueba que la ciencia no consiste en esto.

Teeteto. ¿Cómo y cuál es ese arte?

Sócrates. El de los hombres de más nombradía por su saber, que se llaman oradores y hombres de ley. En efecto, por medio de su arte saben persuadir, no a modo de enseñanza, sino inspirando a sus oyentes el juicio que les parece. ¿O bien, crees tú que haya maestros bastante hábiles para poder, mientras coree un poco de agua, instruir suficientemente sobre la verdad de ciertos hechos, a hombres que no los presenciaron, ya se trate de un robo de dinero o ya de cualquiera otra violencia?

Teeteto. De ningún modo; lo único que pueden hacer es persuadirlos.

Sócrates. Persuadir a alguno, ¿no es, en cierto modo, hacerle formar un juicio?

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. ¿No es cierto que, cuando los jueces tienen una persuasión bien fundada sobre hechos, que no se pueden saber a menos de haberlos visto, juzgando en este caso, en vista sólo de la relación de otro, forman un juicio verdadero sin ciencia, y están persuadidos, con razón, puesto que han juzgado bien?

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. Pero, mi querido amigo, si el juicio verdadero y la ciencia fuesen la misma cosa, nunca juzgaría bien ni aun el juez mejor, estando desprovisto de la ciencia. Resulta ahora que el juicio verdadero no es la misma cosa que la ciencia.

Teeteto. Recuerdo, Sócrates, una cosa que he oído decir a alguno, y que había olvidado. Pretendía que el juicio verdadero, acompañado de su explicación, es la ciencia, y que el que no puede explicarse está fuera de la ciencia. que los objetos que no son susceptibles de explicación no pueden saberse, y que los que son susceptibles de ella son los únicos científicos. En estos términos se expresaba.

Sócrates. Seguramente; pero explícame por dónde distinguía él los objetos que pueden saberse de los que no pueden saberse. Así conoceré yo si hemos entendido ambos lo mismo.

Teeteto. No sé si me acordaré, pero si otro no lo dijese creo que podría seguirle fácilmente.

Sócrates. Escucha, pues, un sueño en cambio de ese otro sueño. Creo haber oído también decir, a algunos, que los primeros elementos, si puedo decirlo así, de que el hombre y el universo se componen, son inexplicables; que en cada uno, tomado en sí mismo, no puede hacerse más que darle nombre, siendo imposible enunciar nada más, ni en pro ni en contra, porque sería ya atribuirle el SER o el NO SER; que no debe añadir nada al elemento, si se quiere enunciar sólo; que ni aun debe unirse a él las palabras “él”, “este”, “cada”, “sólo”, “esto”, ni otras muchas semejantes, porque, no siendo nada fijo, se aplican a todas las cosas y son de algún modo diferentes de aquellas a las que se aplican; que sería preciso enunciar el elemento en sí mismo, si esto fuera posible y si tuviera una explicación que le fuera propia, por medio de la cual se le pudiese enunciar sin el auxilio de ninguna otra; pero que es imposible explicar ninguno de los primeros elementos, y que sólo puede combinárseles simplemente, porque no tienen más que el nombre. Por el contrario, respecto a los seres compuestos de estos elementos, como hay una combinación de principios, la hay también en cuanto a los nombres que hacen posible la demostración, porque ésta resulta esencialmente de la reunión de los nombres. que por lo tanto, los elementos no son ni explicables ni cognoscibles, sino tan sólo sensibles; mientras que los compuestos pueden ser conocidos, enunciados y estimados por un juicio verdadero; que, por consiguiente, cuando se forma sobre cualquier objeto un juicio verdadero, pero destituido de explicación, el alma, a la verdad, pensaba exactamente sobre este objeto, pero no lo conocía, porque no se tiene la ciencia de una cosa en tanto que no se puede dar ni entender la explicación; pero que, cuando al juicio verdadero se unía la explicación, se estaba, entonces, en estado de conocer y se tenía todo lo requerido para la ciencia. ¿Es así como has entendido este sueño o de otra manera?

Teeteto. Así es precisamente.

Sócrates. Y bien, ¿opinas que se debe definir la ciencia como un juicio verdadero acompañado de explicación?

Teeteto. Sí.

Sócrates. ¡Pero qué, Teeteto! ¿Habremos, nosotros, descubierto en un día lo que muchos sabios han intentado, ha largo tiempo, habiendo llegado a la vejez sin haber encontrado la solución?

Teeteto. A mí, Sócrates, me parece que esta definición es buena.

Sócrates. Es probable, en efecto, que lo sea, porque ¿qué ciencia puede concebirse, fuera de un juicio recto bien explicado? Hay, sin embargo, en lo que acaba de decirse un punto que me desagrada.

Teeteto. ¿Cuál es?

Sócrates. El que parece mejor expuesto, a saber. que los elementos no pueden ser conocidos y que los compuestos pueden serlo.

Teeteto. ¿No es exacto esto?

Sócrates. Es necesario verlo, y tenemos como garantía de la verdad de esta opinión los ejemplos sobre que el autor apoya todo lo que sienta.

Teeteto. ¿Qué ejemplos?

Sócrates. Los elementos de las letras y de las sílabas. ¿Piensas tú que el autor de esta opinión tuvo presente otra cosa, cuando decía lo que acabamos de referir?

Teeteto. No, sino eso mismo.

Sócrates. Atengámonos a este ejemplo y examinémosle, o más bien, veamos si es así o de otra manera, como nosotros mismos hemos aprendido las letras. Y por lo pronto, ¿tienen las sílabas una definición, y los elementos, no?

Teetetes. Probablemente.

Sócrates. Pienso lo mismo que tú. Si alguno te preguntase sobre la primera sílaba de mi nombre de esta manera. Teeteto, dime, ¿qué cosa es “Sol”? ¿Qué responderías?

Teeteto. Que es una “S” y una “O”.

Sócrates. ¿No es ésa la explicación de esta sílaba?

Teeteto. Sí.

Sócrates, Dime, ¿cuál es la de la “S”?

Teeteto. ¿Cómo pueden nombrarse los elementos de un elemento? La “S”, Sócrates, es una letra muda y un sonido simple, que forma la lengua silbando. La “B” no es una vocal, ni un sonido, lo mismo que la mayor parte de los elementos; de suerte que se puede decir fundamentalmente, que son inexplicables los elementos, puesto que los más sonoros de ellos, hasta el número siete, no tienen más que sonido, y no admiten absolutamente ninguna explicación.

Sócrates. Hemos conseguido, mi querido amigo, aclarar un punto relativo a la ciencia.

Teeteto. Así me parece.

Sócrates. ¡Qué! ¿Hemos demostrado bien que el elemento no puede ser conocido, y que la sílaba puede serlo?

Teeteto. Creo que sí.

Sócrates. Dime, ¿entendemos por sílaba los dos elementos que la componen, o todos, si son más de dos. ¿O bien, una cierta forma que resulta de su unión?

Teeteto. Me parece que entendemos por sílaba todos los elementos de que una sílaba se compone.

Sócrates. Veamos lo que es con relación a dos; “S” y “O” forman juntas la primera sílaba de mi nombre. ¿No es cierto que el que conoce esta sílaba conoce estos dos elementos?

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. ¿Por consiguiente, conoce la “S” y “O”?

Teeteto. Sí.

Sócrates. ¿Qué sucedería si, no conociendo la una ni la otra, las conociese ambas?

Teeteto. Eso sería un prodigio y un absurdo, Sócrates.

Sócrates. Sin embargo, si es indispensable conocer la una y la otra, para conocer ambas, es de toda necesidad para el que intente conocer una sílaba, conocer antes los elementos; y siendo esto así, nuestro bello razonamiento se desvanece y se escapa de nuestras manos.

Teeteto. Verdaderamente, sí, y de repente.

Sócrates. Es que no hemos sabido defenderlo. Quizás sería preciso suponer que la sílaba no consiste en los elementos, sino en uno no sé qué, resultado de ellos y que tiene su forma particular, que es diferente de los elementos.

Teeteto. Tienes razón, y puede suceder que sea así y no de la otra manera.

Sócrates. Es preciso examinarlo y no abandonar tan cobardemente una opinión grave y respetable.

Teeteto. No, sin duda.

Sócrates. Sea, pues, como acabamos de decir, y que cada sílaba, compuesta de elementos que se combinan entre sí, tenga su forma propia, tanto para las letras como para todo lo demás.

Teeteto. Conforme.

Sócrates. En consecuencia, es preciso que no tenga partes.

Teeteto. ¿Por qué?

Sócrates. Porque donde hay partes, el todo es necesariamente lo mismo que todas las partes en conjunto. ¿O bien, dirás que un todo, resultado de partes, tiene una forma propia, distinta de las de todas aquellas?

Teeteto. Sí.

Sócrates. ¿El todo y el total, o la suma, son en tu opinión una misma cosa o dos cosas diferentes?

Teeteto. No tengo convicción acerca de eso, pero, puesto que quieres que responda con resolución, me atrevo a decir que son cosas diferentes.

Sócrates. Todo valor es laudable, Teeteto, y es preciso ver si lo es también tu respuesta.

Teeteto. Sin duda, es preciso verla.

Sócrates. De esta manera, según tu definición, el todo difiere del total.

Teeteto. Sí.

Sócrates. ¡Pero que! ¿Hay alguna diferencia entre todas las partes y el total? Por ejemplo, cuando decimos uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, o dos veces tres, o tres veces dos, o cuatro y dos, o tres, dos y uno, o cinco y uno, ¿dan todas estas expresiones el mismo número o números diferentes?

Teeteto. Dan el mismo número.

Sócrates. ¿No es el de seis?

Teeteto. Sí.

Sócrates. ¿No hemos comprendido en cada expresión todas las seis unidades?

Teeteto. Sí.

Sócrates. ¿No expresamos nada cuando decimos todas las seis unidades?

Teeteto. Alguna cosa queremos decir seguramente.

Sócrates. ¿Otra cosa que seis?

Teeteto. No.

Sócrates. Por consiguiente, en todo lo que resulta de los números, entendemos lo mismo por el total que por todas sus partes.

Teeteto. Así parece.

Sócrates. Hablemos de otra manera. EI número que expresa una yugada y la yugada misma, son una misma cosa. ¿No es así?

Teeteto. Sí.

Sócrates. EI número que forma el estadio, ¿esté en el mismo caso?

Teeteto. Sí.

Sócrates. ¿No sucede lo mismo con el número respecto de un ejército, de una armada y de otras casas semejantes? Porque la totalidad del número es precisamente cada una de esas cosas, tomada en conjunto.

Teeteto. Sí.

Sócrates. ¿Pero qué es el número respecto de cada una, sino sus partes?

Teeteto. Ninguna otra cosa.

Sócrates. Todo lo que tiene partes resulta, pues, de estas partes.

Teeteto. Parece que sí.

Sócrates. Es preciso confesar que todas las partes constituyen el total, si es cierto que el número todo lo constituye igualmente.

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. El todo no es compuesto de partes, porque si fuese el conjunto de las partes, sería un total.

Teeteto. No parece así.

Sócrates. Pero la parte ¿es parte de otra cosa que del todo?

Teeteto. Sí, del total.

Sócrates. Te defiendes con valor, Teeteto. ¿EI total no es un total cuando nada le falta?

Teetetes. Necesariamente.

Sócrates. El todo ¿no será, asimismo, un todo cuando no le falte nada? De suerte, que si falta alguna cosa, ni es un total, ni es un todo, y uno y otro se hacen lo que son por la misma causa.

Teeteto. Ahora me parece que el todo y el total no se diferencian en nada.

Sócrates. ¿No decíamos que aun donde hay partes, el todo y el total serán la misma cosa que el conjunto de las partes?

Teeteto. Sí.

Sócrates. Así pues, volviendo a lo que quería probar antes, ¿no es cierto que, si la sílaba no es los elementos compuestos, es una necesidad que estos elementos no sean partes con relación a ella, o que, siendo la misma cosa que los elementos, no pueda la sílaba ser más conocida que ellos?

Teeteto. Convengo en ello.

Sócrates. ¿No es por evitar este inconveniente por lo que hemos supuesto que la sílaba es diferente de los elementos que la componen?

Teeteto. Si.

Sócrates. -Pero, si los elementos no son parte de la sílaba, ¿puedes señalar otras cosas que sean sus partes, sin ser los elementos?

Teeteto. Yo no concederé que la sílaba tenga partes; si bien sería ridículo buscar otras, después de haber desechado los elementos.

Sócrates. Según lo que dices, Teeteto, la sílaba debe ser una especie de forma indivisible.

Teeteto. Así parece.

Sócrates. ¿Te acuerdas, mi querido amigo, que antes aprobamos, como cosa cierta, que los primeros principios de que los demás seres se componen no son susceptibles de explicación, porque cada uno de ellos, tomado en sí, carece de composición; porque no sería exacto, hablando de uno de estos principios, es decir, que es, ni que es esto o lo otro, cosas éstas diferentes y extrañas con relación a él, y que ésta es la causa por la que no es susceptible de explicación, ni de conocimiento?

Teeteto. Me acuerdo.

Sócrates.¿Hay otra causa que la haga simple o indivisible? Yo no veo ninguna.

Teeteto. No parece que la haya.

Sócrates. Si la sílaba no tiene partes, ¿tiene la misma forma que los primeros principios y es simple como ellos?

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. Si por las sílabas y los elementos que conocemos hemos de juzgar de las sílabas y de los elementos que no conocemos, diremos que los elementos pueden ser conocidos, en cuanto lo exige la inteligencia perfecta de cada ciencia, de una manera más clara y más decisiva que las sílabas; y si alguno sostiene que la sílaba es, por naturaleza, cognoscible y que el elemento, por naturaleza, no lo es, creeremos que no habla seriamente, hágalo o no de propósito deliberado.

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. Podría, a mi parecer, demostrar lo mismo, de varias y distintas maneras, pero tengamos cuidado de que esto no nos haga perder de vista lo que nos hemos propuesto examinar, a saber. Qué se piensa dar a entender, cuando se dice que el juicio verdadero, acompañado de explicación, es la ciencia en toda su perfección.

Teeteto. Eso es lo que preciso ver.

Sócrates. Dime qué significa la palabra “explicación”. En mi juicio, significa una de estas tres cosas.

Teeteto. ¿Qué cosa?

Sócrates. La primera, el acto de hacer el pensamiento sensible por la voz, por medio de los nombres y de los verbos, de suerte que se le grabe en la palabra que sale de la boca, como en un espejo o en el agua. ¿No te parece que esto es lo que quiere decir explicación?

Teeteto. Sí, y decimos que él que hace esto se explica.

Sócrates. ¿No es todo el mundo capaz de hacerlo y de expresar, más o menos pronto, lo que piensa acerca de cada cosa, salvo que sea mudo o sordo de nacimiento? En este sentido, el juicio verdadero irá siempre acompañado de explicación en todos aquellos que piensan con exactitud sobre cualquier objeto, y jamás se dará el juicio verdadero sin la ciencia.

Teeteto. Tienes razón.

Sócrates. Así pues, no acusaremos a la ligera al autor de la definición de la ciencia, que examinamos, de que no ha dicho nada de provecho. Quizá esta definición no explica la ciencia, y acaso ha querido su autor significar con ella la posibilidad de dar razón de cada cosa, por los elementos que la componen, cuando se nos pregunta sobre su naturaleza.

Teeteto.Pon un ejemplo, Sócrates.

Sócrates. Por ejemplo, Hesíodo dice que el carro se compone de cien piezas. Yo no podría enumerarlas, y creo que tú tampoco. Y si se nos preguntase lo que es un carro, creeríamos haber dicho mucho, respondiendo que son las ruedas, el eje, las alas, las llantas y la lanza.

Teeteto. Seguramente.

Sócrates. -Pero, respondiendo así, pareceríamos al que nos hiciese esta pregunta tan ridículos, como si preguntándonos tu nombre le respondiéramos sílaba por sílaba, y nos imagináramos, creyendo formar un juicio exacto y bien enunciado, que éramos gramáticos y que conocíamos y explicábamos, conforme a las reglas de la gramática, el nombre de “Teeteto”; cuando no sería responder como un hombre que sabe, a no ser que, con el juicio verdadero, se diera razón exacta de cada cosa par sus elementos, como se ha dicho precedentemente.

Teeteto. Así lo hemos dicho, en efecto.

Sócrates. Es cierto que nosotros formemos un juicio exacto respecto al carro; pero el que puede descubrir su naturaleza, recorriendo una a una las cien piezas, y une este conocimiento al otro, además de formar un juicio verdadero sobre el carro, es dueño de la explicación; y en lugar de formar un mero juicio arbitrario, habla como hombre inteligente y que conoce la naturaleza del carro; porque puede hacer la descripción del todo por sus elementos.

Teeteto. ¿No crees que tendría razón, Sócrates?

Sócrates. Sí, mi querido amigo, si tú crees y concedes que la descripción de una cosa, en sus elementos, es la explicación, y que la que se hace mediante las sílabas u otras partes mayores no explican nada; dime tu opinión sobre esto, a fin de que lo examinemos.

Teeteto. Pues bien, estoy conforme.

Sócrates. ¿Piensas que uno sabe cualquier objeto, sea el que sea, cuando juzga que una misma cosa pertenece tan pronto al mismo objeto como a otro diferente, o que sobre un mismo objeto forma tan pronto un juicio como otro?

Teeteto. No, ciertamente, no lo pienso así.

Sócrates. ¿Y no recuerdas que es precisamente lo que tú y los demás hacíais, cuando comenzabais a aprender las letras?

Teeteto. ¿Quieres decir que nosotros creíamos que tal letra pertenecía tan pronto a la misma sílaba como a otra, y que colocábamos la misma letra tan pronto en la sílaba que la correspondía como en otra?

Sócrates. Sí, eso mismo.

Teeteto. Pues bien, no lo he olvidado, y no tengo por sabios a los que son capaces de incurrir en estas equivocaciones.

Sócrates. ¿Pero que, cuando un niño, encontrándose en el mismo caso en que estabais vosotros al escribir el nombre de “Teeteto” con una “t” y una “e”, cree deber escribirle así, y así le escribe, y que queriendo escribir el de “Teodoro”, cree deber escribirle y le escribe también con una “t” y una “e”, ¿diremos que sabe la primera sílaba de vuestros nombres?

Teeteto. Acabamos de convenir en que el que está en este caso está lejos de saber.

Sócrates. Y no puede pensar lo mismo con relación a la segunda, a la tercera o a la cuarta sílabas?

Teeteto. Sí puede.

Sócrates. Cuando escriba. de seguido. el nombre de “Teeteto”, ¿no tendrá un juicio verdadero, con el pormenor de los elementos que le componen?

Teeteto. -Es evidente.

Sócrates. Y aunque juzga bien, ¿no está desprovisto aún de ciencia, según hemos dicho?

Teeteto. Sí.

Sócrates. Por lo tanto, tiene la explicación de tu nombre y un juicio verdadero; porque le ha escrito, conociendo el orden de los elementos, que, según hemos reconocido, es la explicación del nombre.

Teeteto. Es cierto.

Sócrates. -Hay, pues, mi querido amigo, un juicio recto acompañado de explicación, que aún no se puede llamar ciencia.

Teeteto. Parece que sí.

Sócrates. Según todas las apariencias, nosotros hemos soñado, cuando hemos creído tener la verdadera definición de la ciencia. Pero no la condenemos aún. Quizá no es esto lo que se entiende por la palabra “explicación”, sino que será el tercero y último sentido el que ha tenido a la vista, como hemos dicho, el que ha definido la ciencia como un juicio verdadero acompañado de su explicación.

Teeteto. Me lo has recordado muy a tiempo y, en efecto, aún queda un sentido que examinar. según el primero, era la ciencia la imagen del pensamiento expresada por la palabra, según el segundo de que se acaba de hablar, la determinación del todo por los elementos, y el tercero, ¿cuál es, según tú?

Sócrates. El mismo que muchos otros designarían, como yo, y que consiste en poder decir en que la cosa, acerca de la que se nos interroga, difiere de todo lo demás.

Teeteto. ¿Podrías explicarme, de esta manera, algún objeto?

Sócrates. Si, el sol, por ejemplo. Creo designártelo suficientemente, diciendo que es el más brillante de todos los cuerpos celestes, que giran alrededor de la tierra.

Teeteto. Es cierto.

Sócrates. Escucha por qué he dicho esto. Acabamos de decir que, según algunos, si fijas, respecto de cada objeto, la diferencia que los separa de todos los demás, tendrás la explicación del mismo; mientras que si sólo te fijas en una cualidad común, tendrás la explicación de los objetos a quienes esta cualidad es común.

Teeteto. Comprendo, y me parece oportuno llamar a esto la explicación de las cosas.

Sócrates. De este modo, cuando, mediante un juicio recto acerca de un objeto cualquiera, se conozca en qué se diferencia de todos los demás, se tendrá la ciencia del objeto, así como antes sólo se tenía la opinión del mismo.

Teeteto. No temamos asegurarlo.

Sócrates. Ahora, Teeteto, que veo más de cerca esta definición, a la manera de lo que sucede con el bosquejo de un cuadro, todo se me oculta, siendo así que, cuando estaba lejano, creía ver alguna cosa.

Teeteto. ¿Cómo? ¿Por qué hablas así?

Sócrates. Te lo diré, si puedo. Cuando yo formo, sobre ti, un juicio verdadero, y tengo, además, la explicación de lo que tú eres, yo te conozco, si no, no tengo más que una mera opinión.

Teeteto. Sí.

Sócrates. Dar la explicación de lo que tú eres es determinar en lo que te diferencias de los demás.

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. Cuando no tenía, de ti, más que una mera opinión, ¿no es cierto que yo no había penetrado, con el pensamiento, ninguno de los rasgos que te distinguen de todos los demás?

Teeteto. Así parece.

Sócrates. No tenía presentes, en el espíritu, otras cualidades que las comunes, que tanto son tuyas como de cualquier otro hombre.

Teetetes. Necesariamente.

Sócrates. En nombre de Zeus, dime ¿cómo, en este caso, eres tú objeto de mi juicio, más bien que otro? Supón, en efecto, que yo me represento a Teeteto, bajo la imagen de un hombre que tiene nariz, ojos, boca y las demás partes del cuerpo, ¿esta imagen me obligará a pensar antes en Teeteto que en Teodoro o, como suele decirse, que en el último de los misios?

Teeteto. No, ciertamente.

Sócrates. Si no sólo me figuro un hombre con nariz y ojos, sino que además me represento esta nariz roma y estos ojos saltones, ¿tendré, en el espíritu, tu imagen más bien que la mía o que la de todos aquellos que se nos parecen en esto?

Teeteto. De ninguna manera.

Sócrates. A mi entender, no formaré la imagen de Teeteto, sino cuando su nariz roma deje, en mí, huellas que sean diferentes de todas las especies de narices romas que yo he visto, y lo mismo de todas las demás partes de que te compones; de suerte que si te encuentro mañana, mediante la nariz roma, te recuerda mi espíritu, y me hace formar, de ti, un juicio verdadero.

Teeteto. Es incontestable.

Sócrates. De igual modo, el juicio verdadero comprende la diferencia de cada objeto.

Teeteto. Parece que sí.

Sócrates. ¿Qué significa, pues, unir la de un objeto al juicio recto que ya se tiene? Porque si se quiere decir que es preciso juzgar, además, los que distingue un objeto de los otros, esto es, prescribirnos una cosa completamente impertinente.

Teeteto. ¿Por qué?

Sócrates. Porque se nos ordena que formemos un juicio verdadero de los objetos con relación a su diferencia, cuando ya tenemos este recto juicio con relación a esta diferencia; así que es más absurdo semejante consejo que el mandar girar una escítala, un mortero o cualquiera otra cosa parecida. Más razón habría para llamarle consejo de ciego, pues no hay cosa que más se parezca a una ceguera completa que mandar tomor lo que ya se tiene, a fin de saber lo que se sabe ya por el juicio.

Teeteto. ¿Dime qué querías decir antes de interrogarme?

Sócrates. Hijo mío, si por explicar un objeto se entiende conocer su diferencia y no simplemente juzgarla, la explicación en este caso es lo más bello que hay en la ciencia. Porque conocer es tener la ciencia, ¿no es así?

Teeteto. Sí.

Sócrates. Y si se pregunta al autor de la definición qué es la ciencia, responderá, al parecer, que es un juicio exacto sobre un objeto con el conocimiento de su diferencia, puesto que, según él, añadir la explicación al juicio no es más que esto.

Teeteto. Al parecer.

Sócrates. Es responder bastante neciamente, cuando, preguntando lo que es la ciencia, se nos dice que es un juicio exacto unido a la ciencia, ya de la diferencia, ya de cualquier otra cosa. Así, Teeteto, la ciencia no es la sensación, ni el juicio verdadero, ni el mismo juicio acompañado de explicación.

Teeteto. Parece que no.

Sócrates. Ahora bien, mi querido amigo, veo que sigue aún nuestra preñez y sentimos todavía los dolores de parto respecto de la ciencia. ¿O hemos dado ya a luz todas nuestras concepciones?

Teeteto. Seguramente, Sócrates; he dicho, con tu auxilio, muchas más cosas que las que tenía en mi alma.

Sócrates. ¿No te ha hecho ver mi arte de comadrón que todas estas concepciones son frívolas e indignas de que se las alimente y sostenga?

Teeteto. Sí, verdaderamente.

Sócrates. Si en lo sucesivo, Teeteto, quieres producir y, en efecto, produces frutos, serán mejores gracias a esta discusión; y si permaneces estéril, no te harás pesado a los que conversen contigo, porque seréis más tratable y más modesto, y no creerás saber lo que no sabes. Es todo lo que mi arte puede hacer y nada más. Yo no sé nada de o lo que saben los grandes y admirables personajes de estos tiempos y de los tiempos pasados, pero, en cuanto al oficio de partear, mi madre y yo lo hemos recibido de manos del dios, ella para las mujeres y yo para los jóvenes de bellas formas y nobles sentimientos. Ahora necesito ir al pórtico del rey, para responder a la acusación de Melito contra mí; pero te aplazo, Teodoro, para mañana, en este mismo sitio.

 

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