Luciano de Samósata

Diálogos de los Muertos

Índice

Capítulo I - Diógenes y Pólux.

Capítulo II - Plutón contra Menipo

Capítulo III - Menipo, Anfiloco y Trofonio.

Capítulo IV - Hermes y Caronte.

Capítulo V - Plutón y Hermes

Capítulo VI - Terpsión y Plutón.

Capítulo VII - Zenofantes y Calidemides.

Capítulo VIII - Cnemón y Damnipo.

Capítulo IX - Similo y Polistrato.

Capítulo X - Caronte, Hermes y varios Muertos.

Capítulo XI - Crates y Diógenes.

Capítulo XII - Alejandro, Aníbal, Minos y Escipión.

Capítulo XIII - Diógenes y Alejandro.

Capítulo XIV - Filipo y Alejandro.

Capítulo XV - Aquiles y Antíloco.

Capítulo XVI - Diógenes y Heracles.

Capítulo XVII - Menipo y Tántalo.

Capítulo XVIII - Menipo y Hermes.

Capítulo XIX - Eaco, Protesilao, Menelao y Paris.

Capítulo XX - Menipo, Eaco y varios Muertos.

Capítulo XXI - Menipo y Cerbero.

Capítulo XXII - Caronte, Menipo y Hermes.

Capítulo XXIII - Protesilao, Plutón y Perséfone.

Capítulo XXIV - Diógenes y Máusolo.

Capítulo XXV - Nireo, Tersites y Menipo.

Capítulo XXVI - Menipo y Quirón.

Capítulo XXVII - Diógenes, Antístenes, Crates y un pobre.

Capítulo XXVIII - Menipo y Tiresias.

Capítulo XXIX - Agamenón y Ayax.

Capítulo XXX - Minos y Sostrato.

 

 

Capítulo I – Diógenes y Pólux

DIOGENES.- Pólux, en cuanto subas a la tierra -pues mañana es a ti a quien le toca resucitar y no a tu hermano Cástor-, (1) deberás buscar a Menipo, el cínico, -que suele estar en el Cranion o en el Liceo de Corinto, (2) burlándose de cómo los filósofos discuten los unos con los otros sin cesar-, y decirle lo siguiente: Menipo, puesto que de las cosas terrenales ya te has reído suficiente, Diógenes desea que vayas como su invitado al Hades, donde podrás reírte muchísimo más. Aquí abajo, la duda pone límites a tu risa y no dejáis de cuestionaros: ¿Quién conoce el mundo que hay al otro lado de la muerte? En cambio allí no pararás de dar carcajadas, como yo, sobre todo cuando veas a los ricos, sátrapas y tiranos, a cual más humilde e insignificante, sólo diferenciándose del resto por sus gemidos, debilitados por su escasa hombría y vileza que les hace recordar constantemente los bienes terrenales. Quiero que le digas todo esto, y sobre todo que no se olvide de traer la alforja llena de altramuces y si es posible, algo de comida de Hécate, si encuentra una tirada en alguna encrucijada, un huevo de algún sacrificio expiatorio, o algo que se le parezca.

POLUX.- Se lo diré, no debes preocuparte, Diógenes. Ahora dame su descripción para que yo pueda reconocer a ese hombre sin equivocaciones.

DlOGENES.- Es viejo, calvo, y lleva un manto desgastado con agujeros por todas partes, y va lleno de parches de distintos colores que le dan a esa capa una peculiar tonalidad. Suele estar riendo, y muchas veces burlándose de esos filósofos orgullosos.

POLUX.- Con tal descripción, no tendré ninguna dificultad para encontrarle.

DlOGENES.- ¿Podrías también decirles algo de mi parte a esos filósofos?

POLUX.- Adelante. No será ninguna molestia.

DlOGENES.- Diles que dejen ya de decir estupideces, que acaben sus discusiones sobre el Universo, que dejen de ponerse cuernos los unos a los otros, y de inventar cocodrilos, (3) siempre exhibiendo su inteligencia con esos absurdos acertijos.

POLUX.- Pero me tacharán de inculto e ignorante si pongo en duda su sabiduría.

DlOGENES.- Si lo hacen, envíales al infierno de mi parte.

POLUX.- Eso haré, Diógenes.

DlOGENES.- Y a los ricos, mi pequeño y querido Pólux, pregúntales que por qué razón se comportan como necios guardando toda su fortuna bajo llave, y también pregúntales por qué se torturan calculando intereses y amontonando talentos si tarde o temprano vendrán aquí con tan sólo un donativo (4).

POLUX.- Haré lo que me ordenas.

DIOGENES.- Por último, me gustaría que llevarás un mensaje a ese par de fuertes y hermosos jóvenes, Megilo el Corintio y Damaxeno el púgil, que aquí no entendemos ni de rubias melenas, ni de ojos claros o negros, ni de caras azoradas, ni de tensos músculos, ni de grandes espaldas: aquí sólo entendemos de una cosa: de cráneos carentes totalmente de belleza.

POLUX.- Tampoco me es molesto llevarles ese mensaje.

DIOGENES.- Y a los pobres -que son muchos, hombres descontentos por su mala fortuna y que lloran lastimosamente su pobreza-, diles de mi parte, Lacedemonio, -después de hablarles de la igualdad que aquí reina-, que ya no se lamenten más, pues aquí podrán contemplar cómo los ricos se encuentran al mismo nivel que ellos. Y a tus paisanos los lacedemonios, si te parece bien, me gustaría echarles en cara su actual debilidad frente a su pasada fortaleza.

POLUX.- En cuanto a los lacedemonios, no digas nada, Diógenes. No tolero que sean reprimidos. A todos los demás sí que les llevaré tu mensaje.

DIOGENES.- Ya que así lo deseas, dejaremos en paz a estos últimos, pero lleva esos recados a los demás que he mencionado.

 

Capítulo II – Plutón contra Menipo

CRESO.- ¡Oh Dios Plutón!, ya no soportamos más tener al cínico de Menipo de vecino. Así que lo cambias de domicilio o nos trasladamos nosotros a otro lugar.

PLUTON.- Decidme en qué os perjudica, pues está muerto como vosotros.

CRESO.- Se burla y nos insulta cada vez que nosotros nos lamentamos y lloramos echando de menos la vida anterior en la tierra. Midas, se acuerda del oro; Sardanápalo, de los grandes lujos, y yo, Creso, de mis tesoros ahora perdidos, se ríe y nos ultraja sin cesar, llamándonos esclavos y basura, llegando incluso a veces a turbar con su canto nuestros gemidos. En resumen, se nos hace bastante molesto.

PLUTON.- ¿Es verdad lo que dicen, Menipo?

MENIPO.- No mienten, Plutón. Sufren un castigo por su vileza y mezquindad, les odio. No han tenido suficiente con haber tenido una vida miserable y ruin arriba en la Tierra, ahora incluso, estando muertos, constantemente recuerdan las cosas de allí e intentan recuperarlas de algún modo. Por todo ello me place tanto su sufrimiento.

PLUTON.- Pues no deberías hacerlo. Les deben faltar grandes bienes si realmente están tan apenados.

MENIPO.- Entonces Plutón, ¿tú también defiendes sus necedades y suspiros?

PLUTON.- No, claro que no, pero creo que no es necesaria tanta riña.

MENIPO.- Pues os aviso a vosotros, que sois lo peor de los lidios, frigios y asirios, que os seguiré con mi obra a cualquier lugar donde vayáis, molestándoos con mis cantos y burlas.

CRESO.- Esto sería una insolencia.

MENIPO.- Te equivocas. Vuestros actos sí que eran insolentes, exigiendo que os adoraran, humillando a hombres libres sin acordaros para nada de la muerte. Por esta razón ahora vais a ser privados de todo aquello llorando sin cesar.

CRESO.- En realidad, ¡oh dioses!, de muchas y grandes riquezas.

MIDAS.- Y yo, ¡de todo mi oro!

SARDANAPALO.- ¡Sin todo el lujo, no!

MENIPO.- ¡Bravo!, seguid así, lo hacéis muy bien. Lamentaos mientras yo canturreo sin parar mi estribillo conócete a ti mismo (5), pues creo que es digno de vuestros lamentos.

Capítulo III – Menipo, Anfiloco y Trofonio

MENIPO.- No me explico cómo a vosotros dos, Trofonio y Anfíloco (6), que sois unos muertos, os han llegado a adorar en templos como si fuerais auténticos adivinos, y lo peor es que los imbéciles de los mortales os siguen tratando como dioses.

ANFILOCO.- No puedes culparnos a nosotros si ellos son unos insensatos que opinan asi de los muertos.

MENIPO.- Claro que puedo, pues vosotros en vida os habéis dedicado a convencerles con vuestras charlatanerías de que sois capaces de adivinar el futuro y así, prevenir y aconsejar a quien os consulta.

TROFONIO.- Menipo, Anfíloco sabrá mejor que nadie lo que debe responder para defenderse; yo debo contestar que soy un héroe y hago profecías a quien acude a mí. Y me parece que tú no has estado nunca en Lebadia; pues de lo contrario, no dudarías de lo que te digo.

MENIPO.- ¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Que si no he ido a Lebadia y entrado a la fuerza por esa diminuta puerta a tu cueva, sin ver cómo estás de ridículo ataviado con finos lienzos y con una torta en las manos, no acierto si digo que estás muerto como nosotros y que lo único que te distingue es tu charlatanería? Y ahora te ruego que me digas, en nombre de los oráculos, lo que es un héroe, pues no lo sé.

TROFONIO.- No es ni dios ni hombre, es una mezcla.

MENIPO.- Entonces, según tú, ¿no es ni una cosa ni la otra, pero sí ambas a la vez? En tu caso, ¿es que se ha perdido tu mitad divina?

TROFONIO.- Tiene su oráculo en Beocia, Menipo.

MENIPO.- No sé bien lo que quieres decir, Trofonio, pero sí veo claramente que tú estás totalmente muerto.

Capítulo IV – Hermes y Caronte

HERMES.- Ahora barquero, si te parece bien, vamos a echar cuentas de todo lo que me debes, para no volver a tener discusiones sobre este tema (7).

CARONTE.- Estoy de acuerdo, contemos Hermes. Será mejor para ambos que este asunto quede bien aclarado.

HERMES.- Me pediste que te trajera un ancla: lo que hace cinco dracmas.

CARONTE.- Me la pones muy cara, me parece.

HERMES.- No te miento, por Plutón, que la compré por ese precio; y adquirí también una correa de cuero para un remo por dos óbolos.

CARONTE.- Entonces apunta cinco dracmas y dos óbolos.

HERMES.- ...y también compré una aguja para la vela; y por ella pagué cinco óbolos más.

CARONTE.- Pues apunta también esos cinco óbolos.

HERMES.- ...además de cera para tapar grietas, clavos, y una cuerda para que hicieras la hipera, me costó todo dos dracmas.

CARONTE.- Pagaste un precio muy alto.

HERMES.- Si no me olvido de nada, todo está en la cuenta. Ahora tú dirás cuándo vas a pagarme.

CARONTE.- Es imposible en este momento, Hermes, pues el negocio no funciona demasiado bien; pero si alguna peste o guerra me manda algún grupo de víctimas, podría reunir algo de dinero haciendo un poco de trampa con el precio de los pasajes.

HERMES.- ¿Me estás pidiendo que me cruce de brazos y pida a los dioses que se produzcan espantosas calamidades, para poder cobrar?

CARONTE.- No podrá ser de otra forma, Hermes. Pues, como puedes comprobar, no llega mucha gente aquí abajo: estamos viviendo tiempos de paz.

HERMES.- Así lo prefiero, aunque no cumplas el pago de tu deuda. Ah, por cierto, no recuerdas cómo eran los antiguos que venían hasta nosotros: se trataba de hombres valientes, y muy malheridos. En cambio, ahora, los muertos llegan envenenados por los hijos o esposas, o con el vientre o las piernas inflamados, vulgarmente pálidos, con ningún parecido a los otros. Además, estos últimos mueren casi todos por causas relacionadas con maquinaciones tramadas entre ellos por dinero.

CARONTE.- Debo reconocer que el dinero es algo muy deseable.

HERMES.- Entonces no te parecerá mal que yo te exija de forma implacable e insistente el pago de tu deuda.

Capítulo V - Plutón y Hermes

PLUTON.- ¿Conoces al anciano aquél, me refiero al viejo y rico Eucrates, que no tiene descendencia, pero sí cincuenta mil que van detrás de él para conseguir su herencia?

HERMES.- Sí; quieres decir el de Sicione. ¿Qué pasa con él?

PLUTON.- A él, déjale vivir, Hermes, que pueda sumar otros tantos a los noventa años que tiene ya, y si es posible, a aduladores suyos como el joven Carino, Damón y también otros, arrástralos uno detrás de otro aquí abajo.

HERMES.- Tus intenciones son un poco extrañas, a mi parecer.

PLUTON.- En absoluto, todo es por una causa justa y honesta. Dime si no con qué intención pretenden su muerte, si no es con la de conseguir sus riquezas, además sin tener ningún parentesco con el anciano. Pero lo peor del caso es que a pesar de que desean ese terrible desenlace, le cuidan, la gente les ve, y a pesar de los muchos sacrificios que prometen si se cura, todo el mundo sabe lo que traman. En fin, que es una adulación bastante hipócrita la practicada por estos individuos. Por esta razón me gustaría la inmortalidad del viejo y la muerte de ellos, esperando con sus bocas codiciosas, en vano abiertas.

HERMES.- Provocaría la risa de muchos tal desenlace, por pasarse de listos. Aquél también obra por su lado: alimenta sus ilusiones, dándoles falsas esperanzas, en fin, que parece que tenga un pie en la tumba, y en realidad tiene mucha más salud que los otros que son jóvenes, que ya se han repartido, mentalmente, la herencia, y mientras tanto, en el fondo de sus corazones se prometen una vida llena de dicha y prosperidad.

PLUTON.- Muy bien: pues que Eucrates quede liberado de su vejez y vuelva de nuevo a la juventud, como Yolao, y que esos malvados sufran la muerte que se merecen y vengan inmediatamente hacia aquí, arrancándoles las esperanzas y los sueños de riqueza de los que viven.

HERMES.- Por eso no debes preocuparte, Plutón, pues yo te los traigo de uno en uno. Son siete, si no me equivoco.

PLUTON.- Pues arrástralos hasta aquí, y el viejo, tornada ya su vejez en juventud, participará en el fúnebre cortejo, acompañando a cada uno a su tumba.

Capítulo VI - Terpsión y Plutón

TERPSION.- Plutón, ¿crees que es justo que yo muera a la temprana edad de treinta años mientras que el viejo Túcrito vive todavía cuando pasa ya de los noventa?

PLUTON.- Me parece muy justo, Terpsión, pues el anciano vive sin desear la muerte a ninguno de sus amigos, en cambio tú dedicaste toda tu vida a maquinar su muerte esperando así heredar sus riquezas.

TERPSION.- ¿Y no crees acaso que un hombre que ya es muy anciano debe abandonar la vida para que así le sucedan otros más jóvenes y gocen de unas riquezas que él ya no puede disfrutar?

PLUTON.- Propones una nueva ley, Terpsión, deseando que fallezca aquél que ya no puede usar sus bienes a su antojo. Sin embargo el Destino y la Naturaleza establecieron otra cosa distinta.

TERPSION.- Es de esto precisamente de lo que me quejo, la cosa debería seguir un orden según el cual la persona anciana muriera antes, y después de éste el que le siguiese en edad, sin que nunca se invirtiera este orden, o sea que el anciano, con tan sólo tres dientes, que ni siquiera ve, llevado siempre a todas partes por esclavos, con la nariz llena de mocos y los ojos legañosos, que ya no puede gozar de la vida y que es en definitiva una tumba viviente, convertido en el hazmerreír de los más jóvenes, no viva tan largamente, y por otro lado que no muriesen muchachos hermosos y robustos: esto es como si los ríos remontasen la corriente; o como mínimo saber cuándo morirá cada uno de los ancianos, para que así los jóvenes no tuvieran que desvivirse en vano por ellos. Sin embargo, ahora se cumple el proverbio que dice: el carro arrastra al buey.

PLUTON.- Terpsión, todo esto sucede con mucha más lógica de lo que tú te imaginas. Si no ¿por qué deseáis con tanto fervor los bienes ajenos y cuidáis a ancianos sin descendencia, intentando así haceros pasar por hijos suyos? Con esta conducta os convertís en objeto de burla, con mucha razón, pues acabáis siendo enterrados antes que ellos, cosa que agrada a los demás, ya que cuanto más fuerte es vuestro deseo de ver muertos a estos ancianos, más divertida es para los demás vuestra muerte. Pienso que de algún modo, habéis ideado un arte nuevo: encandilados por esos ancianos, sobre todo si no tienen descendencia, pues los que sí tienen no os encandilan. Ya ha habido muchos ancianos, sin embargo, que comprendiendo este afecto vuestro tan ambiguo, incluso con descendencia, fingen odiar a sus hijos, para poder gozar también de vosotros como amantes, pero cuando llega el momento de la verdad, aquéllos que fueron su escolta durante mucho tiempo son excluidos de su testamento, entonces de forma justa la naturaleza otorga esos bienes a los hijos verdaderos, mientras tanto vosotros, los burlados, tan sólo os queda el rechinar de dientes y la furia.

TERPSION.- Tienes mucha razón. ¡Cuántas riquezas mías devoró Túcrito haciendo ver que iba a morirse a cada momento y en cuanto me veía llegar exhalaba unos gemidos que parecían una especie de hondos graznidos iguales a los de un polluelo recién salido del cascarón! Entonces yo, totalmente engañado, pensando que ya estaba con un pie en la tumba, continuamente le mandaba regalos, para que mis rivales no me ganasen en la largueza de mis dones. Casi siempre la preocupación me hacía estar tumbado en la cama sin poder dormir, contando y clasificando uno por uno los bienes del anciano. Esto fue, sin duda, lo que me mató: la preocupación y el insomnio. Y él, mientras tanto, después de haberse tragado todos mis cebos, estaba ayer en mi entierro riéndose a carcajada limpia.

PLUTON.- ¡Enhorabuena, Túcrito! Deseo que vivas mucho más para que así puedas gozar de tus bienes y a la vez reírte de gente como ésta, y puedas enviar por delante a todos esos aduladores antes de que fallezcas.

TERPSION.- No puedo negar que me agradaría también que Caréades muriera mucho antes que Túcrito.

PLUTON.- Puedes estar tranquilo, Terpsión. Pues no sólo él; también Filón, Melanto y, en resumen, todos los de su misma calaña, vendrán mucho antes, siendo víctimas de tus mismas preocupacIones.

TERPSION.- Aplaudo dichas disposiciones. ¡Qué tengas larga vida, Túcrito!

Capítulo VII - Zenofantes y Calidemides

ZENOFANTES.- ¿Cómo fue tu muerte, Calidemides? Ya debes saber que yo fallecí atragantado, por comer más de la cuenta, mientras era parásito de Dinias. Tú fuiste testigo de mi muerte.

CALIDEMIDES.- Sí que lo fui, Zenofantes. El mío fue un caso realmente raro. Seguramente conoces al anciano Pteodoro, ¿verdad?

ZENOFANTES.- ¿Aquél tan rico y sin hijos con el que pasabas todo el tiempo?

CALIDEMIDES.- Precisamente a ese cuidaba yo con gran esmero y dedicación, pues había prometido hacerme heredero suyo. Pero, como la cosa se iba alargando demasiado y el viejo tenía más años que Titono, (8) ideé un plan para poder gozar antes de su herencia: compré veneno y convencí al copero para que, cuando Pteodoro estuviese sediento -suele tomar bastante vino y del bueno-, echase mi fórmula en su copa; aceptó mi propuesta a cambio de su libertad.

ZENOFANTES.- Entonces, ¿qué sucedió? Me da la impresión de que lo que dirás va a sorprenderme.

CALIDEMIDES.- Pues verás: después de tomar un baño, fuimos a la mesa, donde se encontraban ya las dos copas preparadas por el joven copero, una era para Pteodoro, la cual contenía veneno y la otra para mí, pero no sé cómo, se equivocó y me dio a mí la copa con el veneno. Así que, mientras él bebía tranquilamente, yo caía al suelo muerto. ¿Y ahora, por qué te ríes, Zenofantes? Está muy mal burlarse de un amigo.

ZENOFANTES.- Es que tu historia me parece muy divertida, Calidemides. ¿Y cuál fue la reacción del viejo?

CALIDEMIDES.- Al principio se sorprendió al verme caer al suelo. Pero, enseguida se percató de lo ocurrido, y también él rió mucho, pensando en el penoso error del copero.

ZENOFANTES.- Fue muy arriesgado coger ese atajo. Por el camino normal, habrías llegado a gozar de su herencia, de forma más lenta pero segura.

Capítulo VIII - Cnemón y Damnipo

CNEMON.- Aquí pasa lo que dice ese dicho tan conocido: El cervatillo atrapó al león.

DAMNIPO.- Te noto enfadado, Cnemón, ¿qué te ocurre?

CNEMON.- ¿Me preguntas que por qué estoy enfadado? No es raro que lo esté, pues me han engañado. ¡Pobre de mí!, ha heredado mi fortuna quien yo no deseaba, y quienes realmente se lo merecían se han quedado sin nada por mi culpa (9).

DAMNIPO.- ¿Y qué es lo que ha pasado?

CNEMON.- Yo estaba cuidando atentamente al riquísimo Hermolao, que no tenía hijos, esperando ansioso su pronta muerte, y él, aceptaba mis cuidados muy agradecido. Con el tiempo me pareció una brillante idea hacer testamento público, en el cual yo le hacía heredero de todas mis riquezas, con el fin de que él hiciese lo mismo conmigo.

DAMNIPO.- ¿Y él cómo reaccionó?

CNEMON.- Desconozco por completo a quien hizo su heredero. En cuanto a mí, se desplomó el techo de mi casa sobre mi cabeza y morí al instante. Y ahora Hermolao ha heredado todos mis bienes después de llevarse consigo el anzuelo y el cebo, como un lobo marino.

DAMNIPO.- Y por si fuera poco también se llevó al pescador, que eras tú. Así, el ardid te salió al revés de como deseabas.

CNEMON.- Totalmente, de eso me quejo.

Capítulo IX - Similo y Polistrato

SIMILO.- ¡AI fin tú también entre nosotros, Polistrato! Si no estoy equivocado, has llegado a los cien años.

POLISTRATO.- Casi, Similo, noventa y ocho.

SIMILO.- ¿Cómo pasaste los últimos treinta años después de que yo muriera? Porque yo fallecí cuando tú rondabas los setenta.

POLISTRATO.- Fueron años felices, aunque te parezca extraño.

SIMILO.- Pues sí que me parece bastante raro que hayas podido disfrutar de la vida, pues ya estabas viejo, débil y además sin hijos para que te cuidasen.

POLISTRATO.- No te equivoques, en primer lugar, yo me valía muy bien por mí mismo; y, además, tenía a mi disposición gran cantidad de hermosos muchachos y muy lindísimas mujeres, perfumes, buenos vinos y banquetes mucho mejores que los de Sicilia.

SIMILO.- Me parece increíble lo que estoy oyendo, pues me consta que vivías de forma muy sobria.

POLISTRATO.- Así es, amigo mío, estos eran lujos que yo no los pedía. Ya al amanecer, llamaban muchos a mi puerta ofreciéndome sus cuidados y favores, más tarde me enviaban hermosos regalos de todo tipo desde los lugares más lejanos y exóticos que puedas imaginar.

SIMILO.- Polistrato, por casualidad, ¿llegaste a ser Rey después de morir yo?

POLISTRATO.- No, sin embargo me amaban muchísimos jóvenes.

SIMILO.- Perdona que me ría, pero, ¿jóvenes que te amaban a tu edad, cuando tan sólo ya tenías en la boca tres dientes?

POLISTRATO.- No te miento, por Zeus; además se trataba de los ciudadanos más respetables de la ciudad. Y se afanaban lo indecible haciéndome la corte y con tan sólo una mirada mía eran felices, sin tener en cuenta mi avanzada edad y mi destartalado aspecto.

SIMILO.- ¿Es que tú, al igual que Faón (10), transportaste a Afrodita desde Quíos, y después de que tú se lo pidieras, te devolvió la juventud para poder así gozar otra vez del amor?

POLISTRATO.- No fue así. Era deseado a pesar de mi vejez y fealdad.

SIMILO.- Es todo un misterio.

POLISTRATO.- Pues no debería extrañarte, pues es bien conocido el gran amor que sienten los jóvenes por ancianos sin descendencia.

SIMILO.- He aquí, amigo mío, tu belleza provenía de la áurea de la diosa Afrodita.

POLISTRATO.- Además, amigo Similo, fueron muchos los frutos que conseguí de mis amantes; casi llegaron al extremo de adorarme. Yo solía hacerme el interesante, llegando a detestar a alguno de ellos; mientras tanto, éstos seguían luchando, tratando de superarse unos a otros en la tarea de mimarme y adularme.

SIMILO.- Y, ¿a quién dejaste como heredero de tus bienes?

POLISTRATO.- Yo decía en público que cada uno de ellos sería el beneficiario de todas mis riquezas. Todos se lo creían, y así, sus atenciones conmigo aumentaban. Y yo tenía, guardado bajo llave, un segundo testamento, que era el verdadero, y también causante de sus lamentos, pues fue el que les dejé a todos ellos.

SIMILO.- ¿Y quién fue finalmente el agraciado? ¿Algún pariente cercano?

POLISTRATO.- No, por Zeus, un joven frigio muy hermoso que había comprado como esclavo hacía poco.

SIMILO.- ¿De cuántos años más o menos, Polistrato?

POLISTRATO.- Andaría sobre los veinte.

SIMILO.- Ya veo qué tipo de cuidados te podía dar.

POLISTRATO.- Pues éste merecía heredar mis bienes mucho más que aquéllos, a pesar de ser un poco salvaje y pícaro y al que en seguida, los más grandes magnates empezaron a hacerle la corte. Después de heredar mi fortuna, a pesar de su apariencia de bárbaro, pasó a formar parte de la aristocracia, y ahora se dice que es más noble que Codro, más hermoso que Nireo y más prudente que Ulises.

SIMILO.- Eso no tiene importancia; hasta el mismísimo emperador de Grecia podría ser. Lo realmente importante es que todos esos no hereden absolutamente nada.

Capítulo X - Caronte, Hermes y varios Muertos

CARONTE.- Mirad cuál es nuestra situación. Como podéis observar, nuestra barquichuela es muy pequeña, carcomida y llena de agujeros, y, sólo que se incline un poco más, volcaremos; y vosotros, habéis llegado todos a la vez, y además con mucho equipaje. Así que si embarcáis con todo, luego os podéis arrepentir, especialmente los que no saben nadar.

HERMES.- ¿Y qué podemos hacer para llegar a buen puerto?

CARONTE.- Yo os aconsejo que dejéis en la orilla toda esa carga inútil y subáis sin nada, y aún así no será fácil que la embarcación aguante. A ti, Hermes, te ordeno que no permitas la entrada a aquellos que antes no hayan dejado su equipaje en tierra. De pie junto a la escalera, pásales revista y no los aceptes si antes no se han despojado de todo el equipaje.

HERMES.- Tienes mucha razón, así que acataré tus órdenes. Vamos a ver, ¿quién es el primero?

MENIPO.- Soy Menipo. Mira, Hermes ha lanzado al agua mi alforja y mi bastón. Menos mal que el manto lo dejé, y bien que hice.

HERMES.- Entra, Menipo, gran hombre. Puedes escoger tu asiento, junto al piloto, y en la parte más alta, para que puedas ver a todos. Y aquel joven tan hermoso de allí, ¿quién es?

CARMÓLEO.- Ese es Carmoleo de Mégara, el irresistible, cada uno de sus besos valía dos talentos.

HERMES.- Ya puedes ir deshaciéndote de tu belleza, de tus labios besucones, y de tu larga cabellera, también de tus mejillas sonrojadas y del resto de la piel. Está bien así; ya puedes entrar, ahora pesas mucho menos. ¡Tú, el del manto púrpura, la diadema, y el rostro terrible! ¿Quién eres?

LAMPICO.- Me llamo Lampico, y soy tirano de Gela.

HERMES.- ¿Y te presentas aquí con toda esta pompa, Lampico?

LAMPICO.- No sé por qué razón te extraña tanto, ¿es que un tirano tiene la obligación de llegar desnudo, Hermes?

HERMES.- Un tirano, claro que no, pero tú ahora eres un muerto, y éstos sí la tienen. Venga, desnúdate.

LAMPICO.- Mírame, ya no me queda nada.

HERMES.- Ahora debes abandonar también la soberbia y el orgullo, Lampico. Pesan demasiado para entrar contigo en la barca.

LAMPICO.- ¿No podría al menos conservar la diadema y el manto?

HERMES.- De ninguna manera. Debes dejarlo todo.

LAMPICO.- Haré lo que me dices. ¿Qué más? Porque todo lo he soltado ya, como puedes comprobar.

HERMES.- Despójate también de la crueldad, la locura, la insolencia y la cólera.

LAMPICO.- Al fin, desnudo estoy.

HERMES.- Está bien, sube ya. Y tú, grueso y musculoso, ¿cuál es tu nombre?

DAMASIAS.- Damasias, el atleta.

HERMES.- Sí, ya me lo parecía. Te reconozco, pues te veía a menudo en las palestras.

DAMASIAS.- Así es, Hermes. Puedes dejarme entrar ya, pues estoy totalmente desnudo.

HERMES.- A mí no me lo parece, amigo mío, pues son muchas las carnes que te rodean. Así que, deshazte de ellas, o de lo contrario la barca se hundirá al poner en ella un solo pie. Y también tira las coronas y trofeos que vas luciendo.

DAMASIAS.- Heme totalmente desnudo, como puedes ver peso lo mismo que cualquier muerto.

HERMES.- Ahora ya está mejor. Puedes subir. Y tú, Cratón, abandona tus riquezas, placeres y esa buena vida que llevas. No puedes subir tampoco con las pompas fúnebres ni los títulos de tus antepasados. Olvídate del linaje y la gloria, y arroja todos aquellos elogios que recibiste de algunas ciudades, y también esas inscripciones de las estatuas a ti dedicadas. No debes mencionar el gran sepulcro erigido en tu nombre, pues ya sólo el recuerdo de todo ello, pesa mucho.

CRATON.- Aunque me cueste, lo haré. Pues, ¿qué otra cosa puedo hacer si no?

HERMES.- ¡Oye, tú! ¿A dónde vas tan armado? ¿Por qué llevas ese trofeo?

UN GENERAL.- Lo traigo porque vencí, Hermes, y la ciudad me colmó de honores por mi sobresaliente valentía en la guerra.

HERMES.- Suelta ese trofeo. En el Hades no te hará ninguna falta, pues allí reina la paz. Y ese de grave expresión, altivo gesto, de arqueadas cejas y abundante barba, que va totalmente sumido en sus meditaciones, ¿cuál es su nombre?

MENIPO.- Un filósofo, aunque de hecho, puedes llamarlo impostor o charlatán. Cuando le desnudes, descubrirás bajo su capa muchos objetos ocultos, dignos de risa.

HERMES.- Primero, quítate el vestido, y después todo lo demás. ¡Oh Zeus! ¡Cuánta vanidad traes!, ¡cuánta ignorancia, vanagloria, espíritu de contradicción y problemas inextricables, espinosos discursos y liosos pensamientos! Y, por si no bastara, muchísimo trabajo inútil, y excesiva charlatanería, frivolidad y gran cantidad de palabras sin sustancia y, ¡por Zeus! También traes montones de oro, sensualidad, desvergüenza, ira, y voluptuosidad. Aquí nada pasa inadvertido, por mucho que quieras ocultarlo. Deja también tu falsedad, después tu presunción y superioridad. Con toda esa carga, ni una nave de cincuenta remos soportaría tu peso.

FILÓSOFO.- Me desharé de todo ello, si tú me lo pides.

MENIPO.- También debería afeitarse esa barba tan pesada y espesa, Hermes, por lo menos hay cinco minas de pelos.

HERMES.- Tienes razón: ¡Quítatela también!

FILOSOFO.- ¿Y quién me afeitará?

HERMES.- Menipo lo hará con el hacha que usan los constructores de naves. Y utilizará la pasarela como tajo.

MENIPO.- No, Hermes. Será más divertido con una sierra.

HERMES.- Con el hacha será suficiente... ¡Bien! Ahora, sin esa peste a animal, pareces más humano.

MENIPO.- ¿Te parece si le retoco también las cejas?

HERMES.- Es una buena idea, pues las tiene arqueadas en lo alto de la frente, dándole un aspecto soberbio, no sé por qué. ¿Qué es eso? ¿Ahora lloras, canalla?, ¿es que te asusta la muerte? Embarca ya de una vez.

MENIPO.- Sin embargo, aún guarda lo peor debajo del brazo.

HERMES.- ¿A qué te refieres, Menipo?

MENIPO.- A la adulación, Hermes, con la que ganó todo lo que tiene.

FILÓSOFO.- Entonces tú, Menipo, debes dejar tu libertad, sinceridad y despreocupación, también tu alma noble y tu risa: pues eres el único que no para de reírse.

HERMES.- Ni hablar. Consérvalas. Pues todas ellas son ligeras, fácilmente transportables y muy útiles para el viaje. En cuanto a ti, orador, ya puedes ir descargando toda esa engañosa verborrea, repleta de contradicciones, comparaciones, barbarismos, además de otras muchas pesadas cargas del lenguaje.

ORADOR.- Está bien, lo dejo todo.

HERMES.- Pues ahora, barquero, ya puedes quitar las amarras, recoger la pasarela y levar el ancla; después, despliega la vela y hazte cargo del timón. Espero que tengamos un buen viaje. ¿Por qué os lamentáis ahora, imbéciles, en especial tú, filósofo, a quien acabamos de afeitar la barba?

FILÓSOFO.- Lloro, Hermes, pues creía que el alma era inmortal.

MENIPO.- Te engaña; son otros motivos los que le afligen.

HERMES.- ¿Cuáles son?

MENIPO.- Que ya no podrá nunca más disfrutar de magníficos banquetes, ni tampoco podrá escapar por la noche a escondidas de la gente, tapándose la cara con la capa, y así poder ir de burdel en burdel hasta el día siguiente, ni los jóvenes serán engañados y ni le ofrecerán ya más dinero a cambio de su charlatanería disfrazada de falsa sabiduría. Eso es lo que más le duele.

HERMES.- ¿Y a ti, Menipo, no te apena estar muerto?

MENIPO.- No tengo ninguna razón para estar afligido pues, como bien sabes, me adelanté a la muerte, sin que nadie viniese a buscarme (11). Oye, perdona, ¿no oyes un clamor, como gritos que provienen de la tierra?

HERMES.- Tienes razón, Menipo, y no vienen de un solo lugar. Los de Gela se han reunido en la asamblea y celebran gozosos la muerte de Lampico, mientras las mujeres sujetan a su esposa, y sus hijos, muy jóvenes aún, pasan por lo mismo, como presa de otros niños, son apedreados continuamente. En Sición aplauden al orador Diofanto, pues pronunció un discurso fúnebre en honor a Cratón. Y, ¡por Zeus!, también está presente la madre de Damasias que inicia, gimiendo, las lamentaciones de un grupo de mujeres por la muerte de su hijo. En cambio, a ti Menipo, nadie te llora; así tus restos pueden descansar en una paz absoluta.

MENIPO.- No lo creas. Si escuchas con atención, oirás a los perros aullar lastimosamente y también el batir de alas de los cuervos, cuando estén reunidos en mi entierro.

HERMES.- Eres único, Menipo. Al fin hemos llegado a la otra orilla: presentaos vosotros ante el tribunal, seguid recto ese camino; el barquero y yo debemos ir a buscar otros muertos.

MENIPO.- Buen viaje, Hermes. Sigamos adelante. ¿A qué estáis esperando? Seremos juzgados de todas formas. Se dice que los castigos impuestos son verdaderamente crueles: ruedas, piedras, aves carroñeras (12). Y la vida que habéis llevado quedará evidenciada en cada uno de vosotros.

Capítulo XI - Crates y Diógenes

CRATES.- Diógenes, ¿tú conocías al rico, mejor dicho, al riquísimo Mérico, el corintio, primo de Aristeas, propietario de una gran flota de navíos? Éste solía mencionar esa frase tan célebre de Homero: Levántame tú o yo te levantaré.

DIOGENES.- ¿Por qué lo hacía, Crates?

CRATES.- Eran contemporáneos y se cuidaban mutuamente, cada uno por la herencia del otro. Hicieron un testamento público, en donde Mérico dejaba como heredero de todos sus bienes a Aristeas, si él moría antes, y lo mismo hizo Aristeas con respecto a Mérico. Ambas voluntades quedaron consignadas sobre el papel, y ellos se cuidaban el uno al otro en un afán de superarse en halagos recíprocos. Y tanto profetas, como astrólogos, así como los hijos de Caldea o el mismo Apolo, daban la victoria ya a Aristeas, ya a Mérico, inclinándose la balanza, unas veces hacia uno, otras, hacia el otro.

DlOGENES.- ¿Cómo acaba esta historia, Crates? Siento mucha curiosidad.

CRATES.- Murieron a la vez, así que los bienes de ambos fueron a parar a sus parientes Eunomio y Tresicles, que nunca llegaron a sospechar este feliz desenlace. Ocurrió que, mientras viajaban de Sición a Cirra, debido a los fuertes soplos del yápige, chocaron de lleno con el golfo y naufragaron.

DlOGENES.- Se lo merecían. En cambio nosotros, estando vivos, jamás nos deseamos la muerte ajena los unos a los otros: yo jamás deseé que Antístenes muriese para así poder heredar su robusto bastón, que él mismo hizo de madera de olivo silvestre, y, según creo, tú Crates, tampoco anhelabas heredar con ansia mi tonel y mi alforja, que solía contener dos quenices de altramuces (13).

CRATES.- No tenía ninguna intención de hacer tal cosa, ni tú tampoco, Diógenes, pues ya heredamos, tú de Antístenes y yo de ti, lo que necesitábamos, bienes mucho más venerables que el mismísimo imperio persa.

DlOGENES.- ¿A qué te refieres?

CRATES.- A cosas como la sabiduría, la sobriedad, la verdad, la sinceridad y la libertad de espíritu.

DIOGENES.- Sí, ¡por Zeus!, recuerdo haber recibido de Antístenes grandes riquezas y habértelas dejado a ti en mejor estado aún.

CRATES.- Sin embargo, los otros no se preocupaban por nuestros bienes y nadie nos ofrecía sus cuidados, con la esperanza de heredar dichos bienes, sólo les interesaba el dinero.

DIOGENES.- Es lógico, pues no tenían dónde colocar esos bienes. Los placeres de la vida les agujereó por completo como bolsas podridas, de forma que si alguien intentaba poner en su interior algún presente como la sabiduría, la franqueza o la sobriedad, sólo entrar, salía por alguno de los mil agujeros, pues carecían de fondo para guardarlo: como las hijas de Dánao, que vertían agua en un tonel agujereado, mientras que el dinero, era defendido por ellas, con uñas, dientes y otros medios.

CRATES.- Por eso mismo, nosotros podemos conservar aquí nuestra riqueza, en cambio, ellos tan sólo podrán traer consigo una triste limosna, que además deberán entregársela al barquero.

 

Capítulo XII - Alejandro, Aníbal, Minos y Escipión

ALEJANDRO.- Mi juicio deberá ser anterior al tuyo, africano; pues soy mejor que tú.

ANIBAL.- Estás equivocado; yo soy superior.

ALEJANDRO.- Está bien, dejemos que sea Minos quien juzgue.

MINOS.- ¿Cómo os llamáis?

ALEJANDRO.- Él, Aníbal, el cartaginés y yo, Alejandro, hijo de Filipo, el macedonio.

MINOS.- Ambos sois muy famosos, ¡por Zeus! Pero, ¿por qué discutís?

ALEJANDRO.- Por una cuestión de poder: él dice haber sido, en vida, mejor general que yo; sin embargo, se equivoca, pues yo, no sólo superé a Aníbal en el arte de la guerra, sino a muchos de los generales anteriores a mí, además todos lo saben.

MINOS.- Por favor, habladme de uno en uno. Empieza tú, africano.

ANIBAL.- Mirad, Minos, algo conseguí viniendo aquí al morir: aprendí bien el griego, así que éste, ni en eso puede superarme, de todos modos esto es una tontería; pasemos a otra cuestión mucho más relevante: Aquellos que merecen especial alabanza son los que desde abajo han llegado a alcanzar, por méritos propios, una inmejorable situación, y han conseguido llegar a la cima del poder, haciéndose muy valiosos como líderes. Yo mismo, con muy pocos hombres me lancé sobre Iberia, allí fui lugarteniente de mi hermano primero, y más tarde se me otorgó el mando supremo, pues demostré ser el mejor. Entonces sometí a los celtíberos y dominé a los galos occidentales, y después de atravesar los Alpes, recorrí el valle del Po de un extremo a otro, arrasando numerosos poblados, me convertí en el amo de los llanos de Italia, llegué hasta los arrabales de la capital, dando muerte a tantos enemigos en un solo día, que medí sus anillos con celemines y construí, con sus cuerpos, puentes para cruzar ríos. Y todo ello lo conseguí sin necesidad de proclamar ser hijo de Amón (14), ni fingir ser un dios, ni contar sueños maternos, sino como un hombre, enfrentándome a los mejores generales y luchando con los más fuertes guerreros, ni medos ni armenios, que huyen antes de perseguirles y que dan la victoria al primero que se atreve a atacarles. No como Alejandro, que pudo ampliar el gran imperio que heredó de su padre, gracias al impulso favorable de la fortuna. Todo y así, después de conseguir varias victorias, como la de Iso y Arbela sobre el ruinoso Darío (15), abandonó las costumbres de su patria, obligó a sus súbditos a que le adorasen y tomó la forma de vida del pueblo medo, apresando o matando en público a los que habían sido sus amigos, como un auténtico verdugo.

En cambio, yo goberné respetando siempre los derechos de todos los cartagineses por igual y, cuando mi patria me necesitó, -pues nuestros enemigos habían invadido las costas africanas con una gran flota-, acudí sin pensarlo, fui allí como un soldado más; y finalmente, cuando fui condenado, soporté el castigo con magnanimidad. Y esa fue mi conducta, a pesar de ser un bárbaro al margen de la educación griega, no cantar los poemas homéricos como hacía Alejandro (16), ni ser discípulo del sofista Aristóteles (17), sino guiado siempre por mis facultades naturales. Creo que con todo esto queda clara mi superioridad respecto a Alejandro. Y si él, se cree más hermoso, por llevar una diadema en la cabeza, quizá motivo de veneración para los macedonios, no le hará mejor que un hombre valiente y diestro en el arte militar, y que se guía por la inteligencia y no por la fortuna.

MINOS.- He de reconocer que éste ha sido un buen discurso; defensa que me ha sorprendido, viniendo de un africano. Y tú, Alejandro, ¿qué dices a esto?

ALEJANDRO.- Un hombre que habla con tanta insolencia, Minos, no merece una respuesta por mi parte, pues mi fama refleja claramente qué clase de rey fui yo y qué clase de bandido, en cambio, fue él. Sin embargo, mira si fue en pequeña medida en lo que lo superé.

Cuando era aún un niño, lo primero que hice fue restablecer el orden del Imperio y condenar a aquéllos que habían asesinado a mi padre. Luego, espanté a los griegos con la ruina de Tebas (l8) y una vez fui elegido por ellos mismos como general supremo de toda Grecia, no me limité a gobernar las tierras heredadas de mi padre, el imperio de Macedonia; fui más lejos, interesándome en el orbe entero y, creyendo como vergonzoso el hecho de no llegar a convertirme en dueño del mundo, con tan sólo unos hombres, invadí Asia y gané una importante batalla junto al río Gránico, apoderándome de Lidia, Jonia y Frigia, y, aniquilando todo aquello que se interponía en mi camino, llegué a orillas del Iso, donde Darío me esperaba con un enorme ejército.

Vos, Minos, ya sabéis la gran cantidad de muertos que os envié en un solo día; el mismo barquero afirma que aquella vez la barca se quedó pequeña, por lo que tuvieron que cruzar la laguna en balsas que construyeron ellos mismos. Y todo ello lo conseguí luchando yo el primero, afrontando con honor y valentía el peligro de la muerte. Sin dar importancia a mis hazañas de Tiro y Arbela, llegué a la India, y así conseguí agrandar mi Imperio hasta el océano; les arrebaté los elefantes a los indígenas; me apoderé de Poro, y, una vez hube cruzado el Tanáis (19), vencí a los Escitas, grandes guerreros, por cierto, en una gran batalla de caballería. De la misma forma, puedo sentirme orgulloso de haber hecho grandes favores a mis amigos y por el contrario, de castigar a mis enemigos (20).

Y es natural, que los hombres llegaran al punto de creerme un Dios, pues dicha creencia fue debida a mis grandes hazañas y al poderoso Imperio que creé. Y ya termino; siendo rey, morí y Aníbal, en cambio, en el momento de su muerte, se encontraba desterrado en la corte de Prusias de Bitinia, fin que merecen todos los crueles villanos, pues es sabido que sus victorias sobre los ítalos, fueron conseguidas mediante perversidades y trampas, en lugar de fuerza y lucha; su conducta no fue en ningún momento honrada.

Y, al tacharme de lujurioso, creo que mi querido amigo olvidó su estancia en Capua, donde pasaba muchos ratos ociosos con prostitutas, mientras desaprovechaba buenas ocasiones para luchar por su Imperio. Mas yo, si no me hubiese decantado por Oriente, por considerarlo más interesante que Occidente, me pregunto cuál habría sido mi hazaña al apoderarme de Italia sin derramar ni una gota de sangre y de la misma forma Libia y el resto de pueblos hasta Cádiz. Pero no me parecieron pueblos dignos de la guerra, pues temblaban de miedo ante cualquier signo de conquista. Ahora, eres tú, Minos, quien debe juzgar. Podría decir mucho más, pero creo que con esto ya es suficiente.

ESCIPION.- No sin antes escuchar lo que tengo que decir.

MINOS.- ¿Y tú?, ¿cuál es tu nombre, amigo mío? ¿De dónde vienes?

ESCIPION.- Mi nombre es Escipión, General romano. El mismo que acabó con el poder de Cartago y venció, en increíbles guerras, a los cartagineses.

MINOS.- ¿Y qué es lo que tienes que decir?

ESCIPION.- Pues que soy inferior a Alejandro, pero superior a Aníbal, al que perseguí después de vencerle y obligarle a huir ignominiosamente. Así pues, ¿no os parece éste un sinvergüenza, pretendiendo ser mejor que el gran Alejandro, con el cual, ni yo intento rivalizar, siendo vencedor del cartaginés?

MINOS.- Sí, ¡Por Zeus!, parece razonable lo que dices, Escipión. Así que Alejandro será juzgado primero; tú irás a continuación, y Aníbal, en tercer lugar, si te parece bien, que no es nada despreciable.

Capítulo XIII - Diógenes y Alejandro

DlOGENES.- ¿Qué es lo que ha ocurrido, Alejandro? ¿Has muerto tú también, como todos nosotros?

ALEJANDRO.- Ya lo ves, Diógenes. Mas siendo hombre, mi muerte no supone nada extraño.

DlOGENES.- Entonces, ¿mentía Amón cuando decía que tú eras su hijo, cuando en realidad lo eras de Filipo?

ALEJANDRO.- Por supuesto que era hijo de Filipo. De haber sido hijo de Amón, ahora no estaría aquí.

DlOGENES.- En cambio, sí es cierto que corrían rumores de este tipo sobre tu madre Olimpias: se decía que la poseyó una serpiente que fue vista en su lecho, y de cuya relación naciste tú, mientras que Filipo, engañado, creía que eras hijo suyo.

ALEJANDRO.- Sí, también yo he oído decir algo parecido, pero no me preocupa, pues ahora, tras todo lo ocurrido, estoy convencido de que tanto mi madre como los adivinos de Amón mentían.

DlOGENES.- Pero estos engaños te ayudaron a ti en tus hazañas. Pues hiciste temblar a muchos, creyendo que eras un dios. Ahora dime, ¿a quién dejaste tu enorme Imperio?

ALEJANDRO.- Si te soy franco, no lo sé, Diógenes. No tuve tiempo de pensar en ello. Eso sí, antes de morir, entregué mi anillo a Pérdicas (21). Pero ¿qué es lo que te hace tanta gracia, Diógenes?

DIOGENES.- No puedo evitar reírme cuando pienso en cómo te adularon los griegos tan pronto como tomaste el poder, construyéndote templos y ofreciéndote sacrificios como hijo de una serpiente que se creían que eras. Pero, dime: ¿dónde te enterraron los macedonios?

ALEJANDRO.- Hace ya un mes que yazco en Babilonia (22), sin embargo, mi escudero Ptolomeo (23) me prometió que, cuando lograra acabar con todos los tumultos que le agobian, me llevaría a las tierras del Nilo, donde me enterraría, con la finalidad de convertirme en un Dios egipcio.

DIOGENES.- ¿Y aún te extraña que me ría, Alejandro, si incluso en el infierno sigues delirando, con ansias de convertirte en Anubis u Osiris? Pues, ni lo sueñes, divinísimo. Aquí, una vez que se ha cruzado la laguna y franqueado la entrada, ya es imposible volver, pues Eaco no es un descuidado ni Cerbero (24) un burlado. Y, cambiando de tema, me gustaría saber cómo te sientes ahora que has dejado todos tus bienes en la tierra para venir aquí: escuderos, guardaespaldas, sátrapas, todo ese oro, pueblos enteros que te adoraban; Babilonia, Bactria, grandes fieras (25); honra, gloria, y la gran distinción que te otorgaban aquella blanca diadema ceñida a tu cabeza y esa túnica púrpura que cubría tu cuerpo. ¿Acaso no te entristece recordar todo esto? ¿Ahora lloras, necio? ¿Es que no aprendiste ni siquiera, del sabio Aristóteles a no confiar en los bienes traídos por la fortuna?

ALEJANDRO.- ¿Has dicho sabio?, pero, ¡si era el más rastrero de todos aquellos que me adulaban! Preferiría no tener que hablar de la verdad sobre Aristóteles; de lo mucho que me pidió, escribió, y abusó de mi entusiasmo por la cultura con su adulación y aplauso, ya fuera por la belleza, como un bien, y otras por las acciones y la riqueza. Consideraba, en efecto, que esta era un bien, para no avergonzarse del hecho de recibir dinero. Es un charlatán y un comediante, ¡Oh, Diógenes! Y este es el fruto que he obtenido de su sabiduría: sentirme afligido ante la pérdida de las cosas que acabas de nombrar, por considerarlas bienes supremos.

DIOGENES.- Entonces, ¿sabes lo que tienes que hacer? Intentaré poner remedio a tu pena. Como aquí no se cría eléboro (26), llénate la boca de agua del Léteo (27) y bebe repetidamente sin parar, y así cesará tu preocupación por los bienes de Aristóteles. ¡Oh, Alejandro! Un grupo viene presuroso hacia ti, entre los que se encuentran el famoso Clito y Calístenes (28), pues quieren vengarse por lo que les hiciste. Así que márchate por ahí y recuerda; no pares de beber.

Capítulo XIV - Filipo y Alejandro

FILIPO.- Alejandro, ahora sí que no puedes negar que eres hijo mío, pues, si Amón fuese tu padre, no habrías muerto.

ALEJANDRO.- ¡Oh, padre! Yo tampoco ignoraba que era hijo de Filipo y nieto de Amintas, pero acepté el oráculo, pues creí que sería de gran ayuda para conseguir mis objetivos.

FILIPO.- ¿Qué? ¿Te parecía de gran ayuda consentir que los falsos adivinos se burlasen de ti?

ALEJANDRO.- No es eso, sino que los bárbaros me temían, y por creer que era con un dios contra quien estaban luchando, ya no había ninguno que me hiciese resistencia, así que yo les vencía fácilmente.

FILIPO.- Pero ¿a qué hombres belicosos venciste tú?, si sólo luchaste contra cobardes e indefensos que únicamente disponían de pequeños arcos y escudos de mimbre muy ligeros. Vencer a griegos, beocios, focios, o atenienses, esas sí eran empresas importantes, o someter a otros helenos: arcadios bien armados, jinetes tesalios, lanzadores de jabalina de la Élide, infantes ligeros de Mantinea, tracios ilirios, o poenios. Eso sí tenía gran mérito. En cambio, a los medos, persas y caldeos, hombres de ornatos de oro y afeminados, ¿no sabes que antes que tú, diez mil soldados bajo las órdenes de Clearco (29) hicieron una expedición al interior de Asia y los derrotaron, sin que ni siquiera llegaran los otros a hacerles frente, pues, huyeron antes que les llegase el primer disparo de arco?

ALEJANDRO.- Bueno, pero los escitas y los elefantes de los indios no eran cosa fácil, padre. Y les vencí, sin dividir sus tropas ni comprar las victorias (30) y sin que jamás fuese perjuro hacer promesas falsas o cometer alguna deslealtad para conseguir el triunfo. Y, en cuanto a los griegos, el dominio sobre algunos lo heredé de ti y de forma pacífica, mas, a los tebanos, seguramente has oído decir cómo les perseguí.

FILIPO.- Sí, ya lo sé. Clito me lo contó, el hombre que fue atravesado por uno de tus dardos mientras comía, porque había elogiado mis hazañas desdeñando las tuyas. Y, también se dice que tú rechazaste la clámide macedónica, y en su lugar te pusiste el caftán (31), una tiara recta, obligando a hombres libres a que se posternasen ante ti y, he aquí lo más ridículo de todo: imitabas las costumbres de los vencidos. Paso por alto muchos otros actos tuyos, únicamente recordarte cuando encerraste con leones a hombres civilizados, por no hablar de tu pasión desmedida por Hefestión. Sólo una cosa de las que he oído, aprecio y es que te mantuviste a distancia de la esposa de Darlo, pese a su belleza, y cuidaste bien a la madre y a las hijas del rey persa. Este sí que es un acto digno de un rey.

ALEJANDRO.- ¿Y no alabas tampoco mi bravura y el hecho de haber sido el primero, en el país de los oxídracas, en franquear el muro, saltando desde su cima, cosa que me costó tantas heridas?

FILIPO.- No Alejandro, eso no. Y no es porque no considere honroso que un rey sea herido alguna vez y corra gran peligro a la cabeza de su ejército en un combate, sino porque tal cosa no te ayudaba en absoluto. Pues, como pasabas por un dios, al ser herido alguna vez y verte todos salir en litera del campo de batalla, chorreando de sangre y gimiendo por la herida, era todo un espectáculo para todos los que lo veían, además Arnón quedaba como un charlatán y falso adivino y los profetas, como estafadores. ¿Y quién no iba a reírse al ver al hijo de Zeus desfallecido, pidiendo auxilio a los médicos? Ahora, ya muerto, ¿no crees que muchos se burlaron de eso, al ver tendido en toda su extensión el cadáver del dios, hinchado y pudriéndose ya, como el resto de cuerpos mortales? Y pasando, Alejandro, a aquella utilidad de que hablabas, el hecho de que vencieras fácilmente por creerte un dios, quitaba grandeza a tus victorias, pues todo parecía defectuoso, al tratarse de la obra de un Dios.

ALEJANDRO.- Así no piensan de mí, pues me comparan con Heracles y Dioniso. Es más, sólo yo conquisté la famosa roca de Aornos; ellos no la ocuparon jamás.

FlLIPO.- Alejandro, ¿te das cuenta de que lo dices como si fueras hijo de Amón? ¿Es que ya que no te parece suficiente desfachatez el compararte con Heracles y Dioniso, que ahora ni siquiera vas a olvidar tu estúpido orgullo y admitir de una vez por todas que estás muerto?

Capítulo XV - Aquiles y Antiloco

ANTILOCO.- ¡Qué cosas le dijiste a Ulises acerca de la muerte, Aquiles! ¡Qué viles e indignas de tus dos maestros, Quirón y Fénix! (32). Te escuché cuando decías que preferirías vivir como campesino asalariado de un hombre humilde y sin recursos que ser el Rey entre los muertos. Estas son palabras propias de un frigio vil con deseos de vivir más allá de lo decoroso, pero que el más arriesgado de todos los héroes, hijo de Peleo, tenga tan poca ambición, es sumamente vergonzoso y se contradice con todo lo que has hecho en tu vida pasada, un hombre que pudo reinar largos años en la Ftiótida (33) aunque sin gloria, y eligió gustoso la muerte acompañada de una hermosa gloria.

AQUILES.- ¡Oh, hijo de Néstor! Entonces preferí aquella desdichada y efímera gloria antes que vivir, pues no conocía las cosas de aquí y no sabía qué era lo que más me convenía; en cambio ahora, me doy cuenta de que era inútil aquella gloria, por mucho que sea cantada y recitada allá arriba. Los derechos son iguales para todos los muertos, ya no existe aquella belleza ni aquella fuerza; todos yacemos, sin excepción, en la misma oscuridad, sin ninguna diferencia entre unos y otros. Ni los muertos troyanos me temen ni los difuntos aqueos me honran ya. La igualdad que nos reina es perfecta; todos los muertos son iguales, viles o nobles. Esto me aflige y me pone triste el no vivir; me conformaría con hacerlo como un hombre humilde.

ANTILOCO.- Y, ¿qué podemos hacer, Aquiles? Es la Ley de la naturaleza: todos los hombres deben morir sin excepción. Así que debemos aceptarla sin que nos aflija. Además, estás rodeado de amigos; pronto llegará Ulises, sin duda. Y consuela el carácter común de la muerte, pues no la tienes que sufrir a solas. Estás con Heracles, Meleagro (34), y con muchos otros hombres admirables, los cuales, dudo que aceptaran volver a la tierra para trabajar como ganapanes al servicio de hombres pobres.

AQUILES.- Aprecio tu consejo de amigo. Sin embargo, me sigue entristeciendo muchísimo el recuerdo de mis hazañas pasadas, y creo que lo mismo os sucede a vosotros. Y si no lo confesáis, peor para vosotros, pues sufrís en silencio, ahogándoos en él.

ANTILOCO.- No; es mejor, ¡oh, Aquiles!, pues de nada nos sirve hablar de ello. Por eso callarnos, sufrimos y toleramos, para no hacer el ridículo como tú al manifestar lo que tanto deseas.

Capítulo XVI - Diógenes y Heracles

DIOGENES.- ¿No es éste Heracles? Desde luego, no es otro, por Heracles (35): el arco, la porra, la piel de león, la estatura; es él. Y, ¿ha muerto?, siendo hijo de Zeus. Dime, glorioso campeón, ¿estás muerto? Te lo pregunto porque yo en vida hacía siempre sacrificios en tu honor, creyendo que eras un dios (36).

HERACLES.- Hacías bien, pues el auténtico Heracles se encuentra en el cielo con los demás dioses, y Hebe, la de los pies hermosos, es su esposa. Yo sólo soy su espectro.

DIOGENES.- ¿Qué? ¿Un fantasma del dios? ¿Puede ser que alguien sea mitad dios y mitad mortal?

HERACLES.- Perfectamente, pues él no ha muerto, sólo yo, su espectro.

DIOGENES.- Comprendo: te entregó a Plutón como sustituto suyo, y por eso tú has muerto en su lugar.

HERACLES.- Más o menos.

DIOGENES.- ¿Y cómo una persona tan minuciosa como Eaco (37), no advirtió que tú no eras aquél, y admitió a un falso Heracles?

HERACLES.- Porque éramos idénticos.

DIOGENES.- Es verdad, te pareces tanto que puedes ser él mismo. Ten cuidado, pues, no sea al revés, y tú seas Heracles mientras que tu fantasma está casado con Hebe en la morada de los dioses.

HERACLES.- Eres osado y charlatán, y si no paras de burlarte de mí, pronto sabrás de qué dios soy el fantasma.

DIOGENES.- Tu arco está preparado y a mano; pero, ahora que estás muerto, ¿por qué iba a tener miedo de ti? Y ahora, dime, por tu Heracles: cuando aquél vivía, ¿también le acompañabas tú como espectro? ¿O erais el mismo durante la vida terrena y, al morir, os separasteis, para volar él junto a los dioses y tú, su espectro, al Hades, como era normal?

HERACLES.- No debería responder a un discurso tan socarrón. No obstante, sólo te diré que todo cuanto de Anfitrión había en Heracles, ha muerto, y eso es lo que soy yo, y lo que había de Zeus está en el cielo junto a los dioses.

DlOGENES.- Ahora lo veo claro: según tú, Alcmena trajo al mundo dos Heracles a la vez, uno de Anfitrión y otro de Zeus, así que, en secreto, erais gemelos nacidos por parte de madre, y yo sin saberlo.

HERACLES.- No has entendido nada, ambos éramos la misma persona.

DlOGENES.- Es difícil aceptar la idea de la existencia de dos Heracles fundidos en uno solo, a no ser que los dos, hombre y dios, ya al nacer fuerais íntimamente soldados como una especie de centauro.

HERACLES.- ¿No te parece normal que todos estén compuestos de dos elementos, alma y cuerpo? Por lo tanto, ¿qué podía impedir que el alma, procedente de Zeus, fuera al cielo, y el cuerpo, o sea yo, se encuentre entre los muertos?

DlOGENES.- Pero, ¡oh, hijo de Anfitrión!, esto sería lógico si fueras un cuerpo. Pero precisamente eres un espectro sin cuerpo. Así que, me da la impresión de que ahora ya le haces triple (38).

HERACLES.- ¿Cómo triple?

DlOGENES.- Mira: el primero está en el cielo; tú, simulacro de aquél, aquí junto a nosotros, y si además hay un cuerpo, que quedó libre y convertido después en polvo, suman tres, creo. Y ahora, ¿qué padre vas a inventar para el cuerpo?

HERACLES.- Atrevido y sofista eres. ¿Cómo te llamas?

DlOGENES.- Soy el fantasma de Diógenes de Sínope, pero también soy el auténtico. Sin embargo, por Zeus, no estoy con los dioses inmortales, sino con la flor y nata de los muertos, así puedo reírme de Homero y de sus necias teorías.

Capítulo XVII - Menipo y Tántalo

MENIPO.- ¿Y esas lágrimas, Tántalo? ¿Por qué lloras, aquí solo, junto al lago?

TANTALO.- Porque estoy muerto de sed, Menipo.

MENIPO.- ¿Y eres tan perezoso como para no agacharte a beber, o recoger el agua con el hueco de la mano?, ¡por Zeus!

TANTALO.- No serviría de nada; pues el agua sale huyendo al acercarme. Y si alguna vez consigo atraparla y llevarla a mi boca, sólo llego a humedecer mis labios, pues se escapa, no sé como, por entre mis dedos, y deja mi mano seca de nuevo.

MENIPO.- Es sorprendente, Tántalo. Pero, dime: ¿cómo es que tienes necesidad de beber? Te lo pregunto, pues no tienes cuerpo, sé que está enterrado cerca de Lidia. Él, sí que entiendo que pudiera tener hambre y sed, pero tú, el alma, ¿cómo puede ser?

TANTALO.- De eso se trata precisamente el castigo, de que el alma necesite beber como si fuese cuerpo.

MENIPO.- Si tú lo dices, lo creemos. Y entonces, ¿qué mal puede pasarte? ¿Puedes morir de sed? Pues después de este infierno, yo no veo que exista ningún otro.

TANTALO.- Dices mucha verdad. Pero esto es parte de la condena; el ansia por beber, sin tener ninguna necesidad.

MENIPO.- Tántalo, tú no estás bien de la cabeza, lo que necesitas beber es eléboro (39) puro, ¡por Zeus!, tu caso es el contrario al de los mordidos por perros rabiosos: el agua no es lo que te horroriza, sino la sed.

TANTALO.- Ni siquiera rehuso beber el eléboro, Menipo. ¡Ojalá pudiera conseguirlo!

MENIPO.- Anímate, Tántalo; ni tú ni ningún otro muerto beberá. Es imposible. Claro que los demás no sufren, como tú, la condena de tener sed de un agua que no les llega nunca.

 

Capítulo XVIII - Menipo y Hermes

MENIPO.- Hermes, ¿dónde están los guapos y las guapas? Hazme de guía, pues soy recién llegado.

HERMES.- Menipo, ahora tengo mucha prisa. Busca por ahí, a la derecha, y encontrarás a Jacinto, Narciso, Nireo, Aquiles, Tiro, Helena, Leda, o sea, todas las bellezas de la antigüedad.

MENIPO.- Sólo veo huesos, sobre todo cráneos desnudos de carne, todos muy parecidos.

HERMES.- Pues esos huesos que tú tanto desprecias, fueron en vida, las personas más admiradas por todos los poetas.

MENIPO.- Bien; pero dime quién de ellos era Helena, pues yo no la reconozco.

HERMES.- Helena es el cráneo que tienes ante ti.

MENIPO.- ¿Qué? ¿Y por esto se equiparon las famosas mil naves con hombres de toda Grecia, perdieron la vida tantos griegos y bárbaros y se destruyeron tantas ciudades?

HERMES.- Eso es que no la conociste en vida, Menipo. De ser así, tú también dirías que no era censurable pasar cualquier pena por esa mujer. Por este motivo, cuando las flores ya marchitas, se ven privadas de su color, parecen feas; mientras que en su plenitud y con todo su color, son realmente hermosas.

MENIPO.- Pues eso es precisamente lo que me extraña, Hermes: que los aqueos no vieran que sus fatigas eran a causa de una cosa tan efímera y fácilmente marchitable.

HERMES.- Menipo, ahora no tengo tiempo de filosofar contigo. Así que escoge el lugar que más te guste, túmbate y descansa mientras yo voy a buscar a los otros muertos.

 

Capítulo XIX - Eaco, Protesílao, Menelao y París

EACO.- Protesílao (40) ¿por qué has intentado estrangular a Helena?

PROTESILAO.- Porque yo morí por su culpa, con mi casa a medio construir y dejando viuda a mi joven esposa.

EACO.- Entonces, haz responsable de ello a Menelao, pues él fue quién os llevó contra Troya por esa mujer.

PROTESILAO.- A mí no. A él culparé de mi muerte.

MENELAO.- A mí no, amigo mío. Deberías culpar a París, pues él raptó a la esposa del hombre que le acogió en su casa y con ella se marchó. Él es quien debe ser estrangulado, por ti, por todos los griegos y bárbaros, pues fue el causante de la muerte de miles de hombres, muy injustamente.

PROTESILAO.- Es verdad. Así que, cruel París, jamás te soltaré.

PARIS.- Serás injusto si lo haces, y, además, yo soy un enamoradizo como tú y a ambos nos encadena el mismo dios. Tú sabes que está por encima de nuestra voluntad, y que esa divinidad nos conduce a donde quiere, sin que nosotros podamos evitarlo.

PROTESILAO.- Es cierto. ¡Ojalá pudiese coger aquí a Eros!

EACO.- En cuanto a él, yo te diré lo que es justo. Sin duda reconocerá haber sido tal vez el causante del enamoramiento de París, pero no admitirá ser el autor de tu muerte, de eso, te acusará a ti mismo, que, olvidando a tu recién casada esposa, te lanzaste temeraria e irreflexivamente antes que el resto de soldados, al llegar a la Tróade, con ansia de gloria, verdadera culpable de que fueras el primero en morir al bajar de la nave.

PROTESILAO.- Pues bien, Eaco, te diré algo en mi defensa más justo aún: yo no soy el culpable de esto, sino las Moiras, que han hilado mi destino así.

EACO.- De acuerdo. Entonces, ¿de qué acusas a estos?

 

Capítulo XX - Menipo, Eaco y varios Muertos

MENIPO.- Por Plutón te pido, ¡oh Eaco! Enséñame todo lo que hay en el Hades.

EACO.- Mostrártelo todo no es tarea fácil. Pero voy a enseñarte lo más básico: ese es Cerbero (41) y al entrar, ya has visto a ese barquero, que es el que te ha traído hasta aquí, también conoces la laguna y el río Piriflegetonte.

MENIPO.- Sí, todo eso lo conozco, y también sé que tú eres guardián, y he visto al Rey y a las Erinias; pero deseo conocer a los hombres de la antigüedad, en especial a los famosos.

EACO.- Aquél es Agamenón, el que está junto a él Idomeneo es Aquiles, ese otro Ulises, y, a su lado, se encuentran Áyax, Diomedes y otros caudillos de Grecia.

MENIPO.- ¡Ay, Homero! ¡Cómo están los héroes de tus poemas, desfigurados y tirados por los suelos, puro polvo, grande charlatanería, cabezas verdaderamente sin consistencia alguna! ¿Y ése de ahí, Eaco, quién es?

EACO.- Ese es Ciro, y el otro Creso; más allá está Sardanápalo, sobre ellos, Midas y aquél otro es Jerjes.

MENIPO.- Y, ¿fue ante ti, ¡oh inmundicia! ante quien temblaba toda Grecia, cuando unías las riberas del Helesponto (42) con el deseo de navegar por entre las montañas? ¡Y hay que ver cómo está Creso! Y a Sardanápalo, permíteme, Eaco, que le golpee en la cabeza.

EACO.- De ninguna manera. Su cráneo quedaría destrozado debido a su contextura tan sumamente frágil.

MENIPO.- Bueno. Pues déjame al menos escupir a ese afeminado.

EACO.- ¿Quieres conocer a los sabios también?

MENIPO.- Por Zeus, sí.

EACO.- Ahí mismo, en primer lugar tienes a Pitágoras.

MENIPO.- Salve, Euforbo, o Apolo, o como quiera que te llames (43).

PITAGORAS.- Yo también te saludo, Menipo.

MENIPO.- ¿Ya no llevas el muslo de oro?

PITAGORAS.- Claro que no. Oye, ¿tienes en tu alforja algo para comer?

MENIPO.- Sólo habas, amigo mío. Así que para ti no es un plato comestible (44).

PITAGORAS.- Dame, y sí lo será. Pues aquí, en la morada de los muertos; las habas no se parecen absolutamente en nada a las cabezas de nuestros padres.

EACO. Aquí está Solón, hijo de Ejecéstides, y allí Tales, y junto a ellos, algunos más. Como puedes comprobar, son siete en total (45).

MENIPO.- De todos, los únicos que están alegres son esos, Eaco. ¿Y ese cadáver cubierto de ceniza que parece pan cocido lleno de ampollas, quién es?

EACO.- Empédocles (46), que llegó totalmente chamuscado del Etna.

MENIPO.- Querido amigo que llevas sandalias de bronce, ¿por qué motivo hiciste eso?

EMPEDOCLES.- Lo hice en un ataque de melancolía.

MENIPO.- No, no fue esa la causa; fueron la vanidad, la soberbia y tu gran tontería. Ellas te carbonizaron con sandalias y todo, pues te lo merecías. Además, tu comedia no sirvió de nada, pues se descubrió que estabas muerto. ¿Y dónde está Sócrates, Eaco?

EACO.- Normalmente está por ahí diciendo tonterías en compañía de Palamedes y Néstor (47).

MENIPO.- Pues si está aquí, me gustaría verlo.

EACO.- ¿Ves ese calvo de ahí?

MENIPO.- Todos lo son; por tanto, es una señal que hace igual a todos.

EACO.- Me refiero al más chato.

MENIPO.- Ocurre lo mismo. La gran mayoría son chatos.

SOCRATES.- ¿Me buscas a mí, Menipo?

MENIPO.- Sí, Sócrates.

SOCRATES.- ¿Qué ocurre en Atenas?

MENIPO.- Muchos jóvenes que afirman filosofar y, por su forma de andar, parecen eminentes filósofos.

SOCRATES.- Conozco a muchos de ésos.

MENIPO.- Y has visto también, según creo, cómo llegaron ante ti Aristipo (48) o el mismo Platón: uno, siempre perfumado, y el otro, con aspecto de haber aprendido muy bien a adular a los tiranos de Sicilia (49).

SOCRATES.- Y, ¿qué piensa Atenas de mí?

MENIPO.- Eres un hombre muy afortunado, Sócrates, en lo que a eso se refiere. Todos te recuerdan como un hombre admirable, con un conocimiento universal, a pesar de lo poco que sabías en realidad.

SOCRATES.- Yo les decía lo mismo, pero ellos creían que bromeaba (50).

MENIPO.- ¿Quiénes son los que están junto a ti?

SOCRATES.- Carmides, Fedro y el hijo de Clinias.

MENIPO.- Enhorabuena, Sócrates: veo que aquí también te dedicas a cultivar tus artes y sin despreciar la belleza.

SOCRATES.- ¿Y qué otra cosa mejor podría hacer? ¡Échate junto a nosotros, si lo deseas!

MENIPO.- No, por Zeus. Me voy con Creso y Sardanápalo, quiero establecerme junto a ellos. Tengo la impresión de que sus quejas me van a hacer mucha gracia.

EACO.- Yo también debo irme, si no, puede fugarse algún muerto durante mi ausencia. Menipo, ya verás el resto en otra ocasión.

MENIPO.- Ve pues, Eaco. Te estoy muy agradecido.

 

Capítulo XXI - Menipo y Cerbero

MENIPO.- Cerbero, ya que somos del mismo linaje, ambos, perros. Dime, pues, por la laguna Estigia, cómo se portó Sócrates cuando bajó a veros. Supongo que tú, siendo un dios, en ocasiones, además de ladrar, hablas como los hombres.

CERBERO.- Mira, Menipo. De lejos, daba la impresión de acercarse con cara de persona impertérrita. Parecía no temer en absoluto a la muerte y desde luego quería dar esta imagen ante nuestros ojos; pero al asomarse al interior del abismo y ver las tinieblas, tuve que cogerle de un pie, pues, embotados sus miembros por la cicuta, se demoraba, y de repente se puso a llorar como un niño, nombrando a sus hijos mientras su rostro cambiaba continuamente de color.

MENIPO.- Entonces, ¿era un hipócrita que no despreciaba a la muerte de verdad?

CERBERO.- No, pues cuando vio que la muerte era necesaria, se tranquilizó, resignándose a sufrir de buena gana lo inevitable, para que los demás le admirasen. En fin, de él y de otros que se le parecen, puedo decirte que cuando llegan a la entrada son muy valientes, pero dentro es donde se prueban realmente sus temples.

MENIPO.- Y mi comportamiento, ¿qué te parece?

CERBERO.- Diógenes y ahora tú, sois la excepción. Llegásteis con la dignidad que exige vuestro linaje: entrásteis libremente y sin empujones, de buena gana, despreocupados y entre risas.

 

Capítulo XXII - Caronte, Menipo y Hermes

CARONTE.- Maldito, págame el importe del pasaje.

MENIPO.- Grita, Caronte, grita, si te place.

CARONTE.- Págame ya de una vez lo que me debes por haber viajado en mi barca.

MENIPO.- No podrás recibir de quien nada tiene.

CARONTE.- Pero, ¿puede haber alguien que no tenga ni un óbolo?

MENIPO.- Ignoro si existe alguien más. Pero yo, desde luego, no tengo nada.

CARONTE.- Pues, por Plutón, que te estrangularé si no me pagas.

MENIPO.- Y yo te golpearé con mi bastón con tal fuerza, que te partiré el cráneo.

CARONTE.- Pero, ¿será posible que no cobre después de un trayecto tan largo?

MENIPO.- Que pague Hermes mi viaje; pues fue él quien me encomendó a ti.

HERMES.- ¡Por Zeus! Estaría yo bueno, si encima tuviera que pagar el viaje a los muertos.

CARONTE.- No escaparás.

MENIPO.- Pues, si es lo que quieres, pon la barca en tierra y espera sentado, que, ¿cómo vas a recibir lo que no tengo?

CARONTE.- Pero, ¿tú no sabías que había que traer un óbolo?

MENIPO.- Sí que lo sabía; pero no tenía. ¿Acaso por eso no debía morirme?

CARONTE.- ¿Y vas a ser tú el único que presuma de haber hecho este viaje gratis?

MENIPO.- Gratis, no, amigo mío, pues yo achiqué, manejando el remo, y además, fui el único que no lloré, de entre todos los pasajeros.

CARONTE.- Todo eso no tiene valor para un barquero. El óbolo, eso es lo importante. No puede ser de otro modo.

MENIPO.- Entonces, hazme revivir.

CARONTE.- Eres muy gracioso. Sí, para que encima reciba azotes de Eaco.

MENIPO.- Pues entonces, deja ya de molestarme.

CARONTE.- Abre tu alforja y enséñame lo que llevas.

MENIPO.- La comida de Hécate (51) y también altramuces, ¿te apetecen?

CARONTE.- Hermes, ¿de dónde has sacado a este perro? ¡Hay que ver lo que dijo durante todo el viaje! No ha parado de mofarse del resto de pasajeros, y era el único que cantaba mientras que los demás se lamentaban.

HERMES.- ¿Ignoras a quién has traído en tu barca? Es Menipo. Un hombre totalmente libre y al que todo le da lo mIsmo.

CARONTE.- ¡Cómo te coja un día...!

MENIPO.- Amigo mío, eso si me atrapas; y dos veces te será difícil.

 

Capítulo XXIII - Protesilao, Plutón y Perséfone

PROTESILAO.- ¡Oh, señor y rey nuestro, Zeus!, y tú, hija de Deméter: no despreciéis mi súplica amorosa.

PLUTON.- ¿Qué quieres de nosotros? ¿Cómo te llamas?

PROTESILAO.- Protesilao de Fílace, hijo de Ificlo, uno de los guerreros que ayudaron a los aqueos y el primero en morir de los que fuimos a Troya. Os pido que me liberéis durante un breve espacio de tiempo para pasarlo en la Tierra.

PLUTON.- Protesilao, ese favor lo pedís todos los muertos, y a ninguno se le concede.

PROTESILAO.- Pero, Plutón, yo no deseo la vida; el objeto de mi amor es mi esposa, a la cual dejé sola en el tálamo, recién casada; después, pobre de mí, morí en el desembarco a manos de Héctor. Así que, es el amor de mi esposa lo que no me deja tranquilo. Quiero volver a verla, aunque sólo sea un momento y prometo que después regresaré.

PLUTON.- Protesilao, ¿no bebiste el agua del Leteo?

PROTESILAO.- Ya lo creo, señor, pero mi caso era muy complicado.

PLUTON.- Debes tener paciencia. También ella vendrá un día, y no habrá necesidad de que vayas tú a buscarla.

PROTESILAO.- Pero Plutón, es que no soporto la espera. Tú también estuviste enamorado y sabes lo que es amar (52).

PLUTON.- ¿Y qué ganarás con volver a la vida por un día, si después lamentarás esta misma suerte?

PROTESILAO.- Intentaré convencerla de que me siga a vuestra morada, así que dentro de poco recibirás dos muertos y no uno.

PLUTON.- La ley divina desestima tu petición, y no hay ningún precedente.

PROTESILAO.- Plutón, haz memoria: por la misma razón disteis a Orfeo su Eurídice (53), y a mi parienta Alcestis le permitisteis marchar, para hacer un favor a Heracles.

PLUTON.- ¿Cómo osas a ponerte ante los ojos de aquella tu linda esposa, siendo un cráneo tan desnudo y feo? ¿Y cómo te acogerá, si estás irreconocible? Seguro que se asustará y saldrá corriendo y habrás hecho un viaje larguísimo en vano.

PERSEFONE.- Pues, soluciona también eso, amado. Encarga a Hermes que, en cuanto Protesilao esté bajo los rayos del sol, lo toque con su varita, convirtiéndolo en el joven hermoso que era cuando abandonó su tálamo.

PLUTON.- Hermes, ya que Perséfone apoya la petición de Protesilao, llévalo arriba, y conviértelo en un hombre casado. Y tú, hijo de Iriclo, recuerda que sólo dispones de un día, después debes volver.

 

Capítulo XXIV - Diógenes y Máusolo

DIOGENES.- ¡Oh Cario!, ¿cuál es la razón de tu orgullo?, ¿por qué tienes la pretensión de gozar de más honores que todos nosotros?

MAUSOLO.- ¡Oh Sinopeo, por mi dignidad real!, yo reiné en toda Caria, dominé a algunos lidios, sometí unas cuantas islas y llegué hasta Mileto, mientras conquistaba gran parte de Jonia. Además, era alto, guapo, y un buen soldado. Y he aquí lo más importante: tengo sobre mí, en Halicarnaso, un inmenso monumento sepulcral. A ningún muerto lo tienen tan grande, ni adornado con tan bello gusto; figuras de caballos y hombres esculpidas en el más bello mármol, y es tanto, que no hay templo semejante. ¿No son suficientes motivos para estar orgulloso?

DIOGENES.- ¿Dices por tu dignidad real, por tu belleza, y por el peso de tu tumba?

MAUSOLO.- Sí, por Zeus. Por todo eso.

DIOGENES.- Pero, bello Máusolo, ahora te hallas desprovisto de aquel poderío y hermosura. Por consiguiente, si eligiésemos juez para nuestra belleza, no creo que prefiriera tu cráneo al mío, ambos están calvos y desnudos de carne, mostramos los dientes, de igual modo, nuestras órbitas carentes de ojos y chatas las narices. Y en cuanto a la tumba y a sus ricos mármoles, a los halicarnasios tal vez les sirvan para mostrarlos a los extranjeros y vanagloriarse ante ellos de tener una gran construcción; pero, por lo que a ti respecta, amigo mío, no sé de qué te sirve todo eso, como no sea para soportar más peso que nosotros, oprimido bajo esas piedras gigantescas.

MAUSOLO.- Entonces, ¿me estás diciendo que todo aquello no me servirá de nada? ¿Máusolo y Diógenes tendrán los mismos honores?

DIOGENES.- Los mismos, no, señor mío. De ninguna manera. Máusolo gemirá mientras recuerda sus bienes terrenales, entre los cuales creía ser feliz, mientras tanto Diógenes se reirá de él. Aquél hablará del sepulcro que en Halicarnaso hizo construir en honor a su esposa y hermana Artemisa; Diógenes, en cambio, ni siquiera sabe dónde reposa su cuerpo, pues ni se preocupó de eso; pero, en cambio, sí que dejó a los nobles de espíritu una excelente fama de su persona, por haber vivido como un hombre auténtico, una vida de mayor grandeza que tu monumento y edificada en un terreno mucho más sólido.

 

Capítulo XXV - Nireo, Tersites y Menipo

NIREO.- ¡Mira! Por ahí viene Menipo. Él decidirá quién es el más bello de los dos.

MENIPO.- ¿Y vosotros, quiénes sois? Pues creo que es lo primero que tengo que saber.

NIREO.- Somos Nireo y Tersites (54).

MENIPO.- Bueno y, ¿quién es quién? Esto aún no está claro.

TERSITES.- Yo tengo la ventaja de parecerme a ti, y para nada eres ya superior a mí, a pesar de las múltiples alabanzas que recibías de aquel ciego famoso llamándote el más hermoso de todos; pues bien, yo, pese a mi cabeza puntiaguda y calva, en nada he parecido inferior a ti ante los ojos del juez. Y ahora, Menipo, quién te parece más bello de los dos.

NlREO.- Está claro que yo; hijo de Aglea y Cárope, el más bello de los que a Troya fueron.

MENIPO.- Pero creo que al Hades no llegaste ya siendo el más hermoso, pues vuestros huesos se parecen. La única diferencia es que tu cráneo es más frágil que el de Tersites, pues lo tienes delicado y nada masculino.

NIREO.- Pues, pregúntale a Homero cómo era yo cuando luchaba en el ejército aqueo.

MENIPO.- Sueños; sólo son sueños. Únicamente veo lo que ahora tienes; hablas de un pasado lejano que ya no tiene valor.

NIREO.- Entonces, ¿no soy aquí más hermoso que Tersites, oh Menipo?

MENIPO.- Nadie es hermoso aquí. En el Hades, todos son iguales.

TERSITES.- Yo ya me conformo.

 

Capítulo XXVI - Menipo y Quirón

MENIPO.- Me han dicho, Quirón, que a pesar de tu naturaleza divina, deseabas morir.

QUIRON.- Es verdad, Menipo, y muerto estoy, como ves, pudiendo ser inmortal.

MENIPO.- ¿Y qué deseo de morir fue ese que se apoderó de ti? Pues no es cosa grata para la mayoría.

QUIRON.- Como eres una persona prudente, te lo voy a decir: ya no gozaba de la inmortalidad.

MENIPO.- ¿No era un placer vivir y ver la luz?

QUIRON.- No, Menipo. Para mí, es en la variedad y no en la monotonía donde reside el placer. Mi vida no tenía fin, mas yo tenía, para mi deleite, siempre lo mismo: el sol, la luz, el alimento...; siempre las mismas estaciones, y los mismos acontecimientos, sucediéndose unos a otros como adheridos entre sí, finalmente me harté, pues, en resumidas cuentas, el placer no está en gozar siempre de lo mismo, sino en la privación de algo que se desea.

MENIPO.- Dices bien, Quirón. ¿Y cómo llevas tu estancia en el Hades desde que llegaste?

QUIRON.- No lo paso mal, Menipo. La igualdad de derechos que aquí reina es totalmente democrática, y no importa estar en la luz o en las tinieblas. Por otro lado, aquí no existen la sed ni el hambre, todos nosotros estamos libres de esas necesidades.

MENIPO.- Ve con cuidado, Quirón, no sea que te contradigas y tus palabras vuelvan al punto de partida.

QUIRON.- ¿A qué te refieres?

MENIPO.- A que si la uniformidad y la monotonía de la vida te resultaron cargantes, las cosas de aquí también te cansarán y entonces necesitarás viajar a otra vida, lo cual es, a mi parecer, imposible.

QUIRON.- Entonces, ¿qué puedo hacer?

MENIPO.- En mi opinión, la conducta a seguir es intentar ser sensato, estar contento y conformarse con lo que se tiene.

Capítulo XXVII - Diógenes, Antístenes, Crates y un pobre

DlOGENES.- Antístenes y Crates, ahora que tenemos tiempo libre, ¿qué os parece si vamos hasta la bajada del Hades para ver qué tal son los recién llegados?

ANTISTENES.- Vayamos, Diógenes. Será un divertido espectáculo ver a unos llorando, a otros suplicando su libertad, e incluso a algunos bajando a regañadientes, resistiéndose a la fuerza de Hermes, que los coge del cuello, de manera que los pobres no tienen ninguna posibilidad de soltarse y finalmente se dejan caer.

CRATES.- Ahora os contaré lo que vi bajando por el camino de marras.

DlOGENES.- Adelante, Crates; me da la impresión de que has visto cosas realmente graciosas.

CRATES.- Entre otros muchos que con nosotros bajaban, se encontraban estos distinguidos varones: el rico Ismenódoro, nuestro compatriota; Arsaces, gobernador de Media, y Orestes, el armenio. Pues bien, Ismenódoro, que había sido asesinado por unos ladrones cerca del Citerón cuando se dirigía, según creo, a Eleusis, gemía mientras se tapaba la herida con las manos, sin dejar de nombrar a sus hijos, que había dejado huérfanos a muy temprana edad, reprochándose a sí mismo la audacia de franquear el Citerón y atravesar la comarca de Eléuteras, totalmente desierta a causa de las guerras, sólo en compañía de dos criados, llevando consigo cinco fialas de oro y cuatro cimbias. Arsaces, que era ya anciano y, por Zeus, conservando su aspecto venerabIe, se afligía como un bárbaro y exigía, muy enfadado por tener que ir andando, que le llevasen su caballo, el cual había muerto junto con él, ambos atravesados por la misma arma arrojadiza de un peltasta tracio en una batalla contra los capadocios junto al río Araxes. Pues según cuenta Arsaces, él cabalgaba hacia el enemigo, tras haberse lanzado el primero de su ejército; el tracio le hizo frente, cubriéndose con su pelta (55), desvió la lanza de Arsaces y, manteniendo firme la sarisa (56), atravesó al caballo y al caballero.

ANTISTENES.- ¡Oh Crates!, ¿cómo es posible que ocurra eso de un solo golpe?

CRATES.- Muy fácil, Antístenes, Arsaces atacaba con una lanza de veinte codos. El tracio, tras rechazar el arma con su escudo y pasar desviada junto a él, se puso de rodillas, aguantó la embestida con su sarisa e hirió en el pecho al caballo. La fogosidad e ímpetu de éste fueron la causa de que él mismo se la clavase. Y Arsaces también fue atravesado desde la ingle hasta la nalga. Mi versión es que el hecho fue más bien provocado por el caballo que por el hombre. No obstante, estaba indignado de estar en las mismas condiciones que los demás muertos y quería bajar a caballo. Orestes tenía ambos pies muy delicados y no sólo no podía andar, sino ni siquiera mantenerse en pie. Lo mismo que les ocurre a todos los medos sin excepción: cuando bajan del caballo, andan de forma rara sobre las puntas de los pies como si pisasen espinas. Así que Orestes se echó en el suelo sin que nadie pudiera levantarle, hasta que el gran Hermes lo consiguió y lo llevó hasta la barca, y mientras yo, tenía de qué reírme.

ANTISTENES.- En cambio yo, no me mezclé con los demás al bajar, sino que dejé que se lamentasen y corrí hacia la barca, para coger un buen sitio, y así tener un viaje cómodo. Durante el trayecto, ellos lloraban y se mareaban, lo cual me hacia mucha gracia.

DIOGENES.- Bien, amigos Crates y Antístenes; esos fueron los compañeros con los que os tocó viajar. A mí, en la bajada, me acompañaron Blepsias, el usurero de Pireo; Lampis, el acarnanio, jefe de mercenarios, y el rico Damis, el de Corinto, que fue envenenado por su hijo; Lampis se suicidó por su amor a la cortesana Mirtio, y Blepsias, creo que murió de hambre, el desgraciado, cosa evidente pues, estaba pálido y delgado en exceso. Yo, conocedor de las causas, les pregunté cómo habían muerto. Y al acusar Damis a su hijo, yo le contesté que el trato de su hijo no había sido injusto, pues a los noventa años aún vivía entre placeres y con mil talentos mientras que su hijo, un joven de dieciocho años, no recibía más de cuatro óbolos. Después, dirigiéndome a Lampis, que se lamentaba también y no cesaba de maldecir a Mirtio, le pregunté por qué razón acusaba a Eros de su desgracia cuando el verdadero culpable era él mismo, un hombre que jamás tembló ante los enemigos, siempre despreciando los peligros, luchaba por delante de los demás, y, en cambio, mi osado amigo, cayó en las redes de la primera mujerzuela que encontró con lágrimas y suspiros fingidos. Con Blepsias no hicieron falta palabras, pues él mismo empezó a acusarse de las tonterías que había cometido; manifestó que había guardado su dinero para gente que no tenía ningún parentesco con él, pues creía, el muy estúpido, que por ella viviría eternamente. En fin, no fue un placer corriente el que me dieron entonces con sus lamentos. Estamos ya junto a la puerta: debemos poner atención y observar desde lejos a los que llegan. ¡Oh cuántos son, y qué distintos! Todos lloran, menos esos chiquillos y niños de pecho. ¡Y los más ancianos también se lamentan! ¿Qué es esto? ¿Habrán tomado el filtro de la vida? Voy a hacerle unas preguntas a ese viejo caduco. ¿Crees que está bien llorar, muriendo a tu edad?, ¿por qué estás irritado, amigo mío, si eres ya un anciano? ¿Es que eres rey?

POBRE.- No, ni hablar.

DIOGENES.- ¿Y sátrapa?

POBRE.- Tampoco.

DIOGENES.- Entonces, ¿lloras por qué eras rico y te apena el haber perdido todos tus placeres?

POBRE.- Nada de eso. Yo, a mis noventa años; malvivía de mi caña y mi sedal, así que era increíblemente pobre. Además, era cojo, casi ciego y sin hijos.

DIOGENES.- Y, ¿te gustaría volver en esas horribles condiciones?

POBRE.- Sí, prefiero la luz de la vida que la oscuridad y las tinieblas de la muerte.

DIOGENES.- Anciano, tú desvarías y te comportas como un jovenzuelo ante el inevitable destino, a pesar de tu edad. ¿Qué podremos, pues, decir en adelante de los jóvenes, cuando los ancianos como tú, que deberían buscar la muerte como remedio de los males de la vejez, están enamorados de la vida? Debemos irnos ya, alguien podría pensar, al vernos juntos en la puerta, que planeamos fugarnos.

Capítulo XXVIII - Menipo y Tiresias

MENIPO.- Tiresias, ya no es fácil comprobar tu ceguera, pues ahora todos tenemos los ojos vaciados y sólo nos queda el hueco. Ya no podemos saber quién era Fineo y quién Linceo. Por cierto, he oído de boca de los poetas, que eras adivino y que tenías ambos sexos; un caso único. Dime, pues, por los dioses, ¿cuál de las dos vidas te resultó más agradable?, ¿la de hombre o la de mujer?

TlRESIAS.- La de mujer, mucho más, Menipo; es más tranquila. Gobiernan a los hombres y no tienen la obligación de ir a la guerra, de hacer de centinela en las almenas o a ser interrogadas por los tribunales.

MENIPO.- ¿Es que no has oído las lamentaciones de la Medea de Eurípides por el hecho de ser mujer, por sentirse seres desgraciados que sufren un insoportable dolor en el momento del parto? Y dime, pues los llantos de Medea me lo han recordado: ¿también diste a luz alguna vez, cuando eras mujer, o pasaste aquella época de la vida estéril y sin hijos?

TIRESIAS.- No te entiendo, Menipo.

MENIPO.- No es difícil mi pregunta; si no te importa, contéstame.

TIRESIAS.- No tuve hijos pero no porque fuera estéril.

MENIPO.- Con esto me basta, sólo quería saber si tenías matriz.

TIRESIAS.- Claro que la tenía.

MENIPO.- ¿Y te desapareció de forma gradual, obstruyéndose la parte femenina, desapareciendo los senos, y apareciendo el miembro viril y barba, o pasaste de un sexo a otro de repente?

TIRESIAS.- No comprendo la finalidad de tu pregunta. Pero me parece que no me crees.

MENIPO.- Entonces, ¿no se debe dudar de estas cosas, y aceptarlas como un necio, sin comprobar siquiera si son posibles o no?

TIRESIAS.- Según eso, tampoco crees en la veracidad de muchos hechos que enseña la tradición, por ejemplo, cuando dicen que algunas mujeres se transformaron en aves, árboles o fieras, como pasó con Aedón, Dafne o la hija de Licaón.

MENIPO.- Si alguna vez me la encuentro, les preguntaré sobre eso. Y, volviendo a tu caso, amigo mío, ¿cuando eras mujer, hacías vaticinios, o aprendiste a ser hombre y adivino a la vez?

TIRESIAS.- ¿Lo ves? No sabes nada de mí. Hera me cegó y entonces Zeus, para aliviar mi desgracia, me otorgó el don de las artes adivinatorias.

MENIPO.- ¿Insistes en engañarme, Tiresias? Realmente, actúas como el resto de adivinos, raramente decís verdades.

 

Capítulo XXIX - Agamenón y Áyax

AGAMENON.- Si tú, amigo Áyax, en un acceso de locura te suicidaste a punto de matarnos a todos los demás, ¿por qué acusas a Ulises?, ¿por qué razón no te dignabas a mirarlo últimamente, cuando venía a pedir oráculos?, ni siquiera la palabra le dirigiste a quien fue tu compañero de armas y amigo, y además pasabas por su lado con paso decidido y mirándolo por encima del hombro.

AYAX.- Mis razones tenía, Agamenón. Él fue el causante de mi locura, pues fue el único que se enfrentó a mí por la posesión de las armas.

AGAMENON.- ¿Pretendías ser superior a todos sin necesidad de luchar con nadie?

AYAX.- En cuestiones como esa, sí. La armadura me correspondía completa por derecho de familia: era de mi primo. Todos vosotros, a pesar de valer mucho más que él, me cedisteis el derecho del premio directamente, renunciando a la lucha, pero el hijo de Laertes, a quien yo salvé muchas veces, mientras era perseguido por los Frigios, creyó ser mejor que yo y más digno de poseer las armas.

AGAMENON.- Culpa, pues, a Tetis, noble amigo. Pues ella las trajo para que todos los aqueos las contemplasen y las expuso como premio del certamen, pudiendo habértelas dejado como herencia por derecho de parentesco.

AYAX.- No, ella no es la culpable, sino Ulises, el único que me disputó las armas.

AGAMENON.- Perdónale, amigo Áyax, que, siendo hombre, haya deseado sentir lo dulce que es la gloria, por la cual nosotros, todos sin excepción, nos hemos visto en graves peligros. Y, a fin de cuentas, te venció, a juicio de los propios troyanos.

AYAX.- Yo sé perfectamente quién falló en mi contra, pero no puedo criticar a los dioses. Sin embargo a Ulises, no podría dejar de odiarle, aunque se tratase de una orden de la mismísima Atenea.

 

Capítulo XXX - Minos y Sostrato

MINOS.- Hermes, que ese bandido que está ahí, al que llaman Sostrato, sea arrojado al Piriflegetonte, y el sacrílego despedazado por la Quimera; en cuanto al tirano, que quede tendido junto a Ticio y que los buitres le devoren el hígado, lo mismo que a éste. Y vosotros, los buenos, marchad rápidamente a los Campos Elíseos y habitad las islas de los benaventurados (57), en recompensa a vuestra conducta durante vuestra vida.

SOSTRATO.- Minos, escúchame y dime si esto es justo.

MINOS.- ¿Que vuelva a escucharte? ¿No has sido ya condenado por haber dado muerte a tantísimos hombres?

SOSTRATO.- Sí, he sido condenado, pero no sé si de forma justa.

MINOS.- Por supuesto, al menos sí es justo sufrir la pena que te mereces.

SOSTRATO.- Pero insisto, Minos, respóndeme. La pregunta será breve.

MINOS.- Pues date prisa, que aún tengo que juzgar a todos los demás.

SOSTRATO.- En la vida, llevé a cabo innumerables acciones, ¿fueron voluntarias o formaron parte del destino que las Moiras (58) hilaron para mí?

MINOS.- Sin duda alguna, lo último.

SOSTRATO.- Entonces, todos los que pasamos por buenos o malos, en la vida, sólo les obedecíamos.

MINOS.- Sí, concretamente a Cloto (59), que ordenó a cada uno su conducta a seguir, en el momento de nacer.

SOSTRATO.- Entonces, si una persona mata obligada por otra, o sea sin poder oponerse a quien le fuerza a ello, por ejemplo, un verdugo obedeciendo a un juez, ¿quién es el verdadero responsable del homicidio?

MINOS.- El juez, sin duda alguna, pues tampoco lo es la espada, que como instrumento le da ocasión, siguiendo el impulso del verdugo.

SOSTRATO.- ¡Genial, Minos! Gracias por enriquecer mi ejemplo. Y si, por otra parte, un esclavo lleva oro o plata a alguien, por encargo de su amo, ¿a quién tendrá que estar agradecido el destinatario?, ¿quién será el bienhechor?

MINOS.- El que manda las riquezas, Sostrato, pues el mensajero sólo obedece las órdenes de su amo.

SOSTRATO.- Ves, entonces qué injusto eres castigando a los que hemos sido fieles cumplidores de las órdenes de Cloto, y en cambio premias a los que no han hecho otra cosa que obrar como criados de la bondad ajena. Efectivamente, nadie podría demostrar que era posible enfrentarse a estas irresistibles órdenes.

MINOS.- Sóstrato, si examinas bien el caso, verás que hay otros muchos sucesos que no están de acuerdo con la razón. De todas formas, obtendrás una ventaja de tu pregunta, ya que pareces ser, además de un ladrón, un filósofo a tu manera. Hermes, suéltalo, y que sea liberado de su castigo. Pero procura no enseñar a hacer preguntas del estilo a los otros muertos.