autor anónimo
Capítulo I
Nací, pero como no sabría decir como, cuándo o dónde, y por lo tanto debo
permitirle al lector que acepte esta afirmación mía y que la crea si bien le
parece. Otra cosa es asimismo cierta: el hecho de mi nacimiento no es ni
siquiera un átomo menos cierto que la veracidad de estas memorias, y si el
estudiante inteligente que profundice en estas páginas se pregunta cómo sucedió
que en el transcurso de mi paso por la vida —o tal vez hubiera debido decir mi
brinco por ella— estuve dotada de inteligencia, dotes de observación y poderes
retentivos de memoria que me permitieron conservar el recuerdo de los
maravillosos hechos y descubrimientos que voy a relatar, únicamente podré
contestarle que hay inteligencias insospechadas por el vulgo, y leyes naturales
cuya existencia no ha podido ser descubierta todavía por los más avanzados
científicos del mundo. Oí decir en alguna parte que mi destino era pasarme la
vida chupando sangre. En modo alguno soy el más insignificante de los seres que
pertenecen a esta fraternidad universal, y si llevo una existencia precaria en
los cuerpos de aquellos con quienes entro en contacto, mi propia experiencia
demuestra que lo hago de una manera notablemente peculiar, ya que hago una
advertencia de mi ocupación que raramente ofrecen otros seres de otros grados en
mi misma profesión. Pero mi creencia es que persigo objetivos más nobles que el
de la simple sustentación de mi ser por medio de las contribuciones de los
incautos. Me he dado cuenta de este defecto original mío, y con un alma que está
muy por encima de los vulgares instintos de los seres de mi raza, he ido
escalando alturas de percepción mental y de erudición que me colocaron para
siempre en el pináculo de la grandeza en el mundo de los insectos. Es el hecho
de haber alcanzado tal esclarecimiento mental el que quiero evocar al describir
las escenas que presencié, y en las que incluso tomé parte. No he de detenerme
para exponer por qué medios fui dotada de poderes humanos de observación y de
discernimiento. Séales permitido simplemente darse cuenta, al través de mis
elucubraciones, de que los poseo, y procedamos en consecuencia. De esta suerte
se darán ustedes cuenta de que no soy una pulga vulgar. En efecto, cuando se
tienen en cuenta las compañías que estoy acostumbrado a frecuentar, la
familiaridad conque he conllevado el trato con las más altas personalidades, y
la forma en que trabé conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudará
en convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente de los
insectos. Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba
en el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos y
monótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces he
aprendido a calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y las
actitudes de los devotos las tomo ahora como manifestaciones exteriores de un
estado emocional interno, por lo general inexistente. Estaba entregado a mi
tarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita de alrededor
de catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así como el aroma de
su... pero estoy divagando. Poco después de haber dado comienzo tranquila y
amistosamente a mis pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de la
congregación, se levantó y se fue. Como es natural, decidí acompañarla. Tengo
muy aguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momento
en que cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de la
jovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre
Bella, bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí, y
pude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta de amor.
Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no me interesaba
entrar en relaciones de intimidad. Bella era una preciosidad de apenas catorce
años, y de figura perfecta. No obstante su juventud, sus dulces senos en capullo
empezaban ya a adquirir proporciones como las que placen al sexo opuesto. Su
rostro acusaba una candidez encantadora; su aliento era suave como los perfumes
de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. Bella sabía, desde luego, cuáles
eran sus encantos, y erguía su cabeza con tanto orgullo y coquetería como
pudiera hacerlo una reina. No resultaba difícil ver que despertaba admiración al
observar las miradas de anhelo y lujuria que le dirigían los jóvenes, y a veces
también los hombres ya más maduros. En el exterior del templo se produjo un
silencio general, y todos los rostros se volvieron a mirar a la linda Bella,
manifestaciones que hablaban mejor que las palabras de que era la más admirada
por todos los ojos, y la más deseada por los corazones masculinos. Sin embargo,
sin prestar la menor atención a lo que era evidentemente un suceso de todos los
días, la damita se encaminó con paso decidido hacia su hogar, en compañía de su
tía, y al llegar a su pulcra y elegante morada se dirigió rápidamente a su
alcoba. No diré que la seguí, puesto que iba con ella, y pude contemplar cómo la
gentil jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzaría sobre la
otra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla.
Brinqué sobre la alfombra y me di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin
apartar una de otra sus rollizas pantorrillas, Bella se quedó viendo la misiva
plegada que yo advertí que el joven había depositado secretamente en sus manos.
Observándolo todo desde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se
desplegaban hacia arriba hasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse
luego en la oscuridad, donde uno y otro se juntaban en el punto en que se
reunían con su hermoso bajo vientre para casi impedir la vista de una fina
hendidura color durazno, que apenas asomaba sus labios por entre las sombras. De
pronto Bella dejó caer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad
de leerla también. los incautos. Me he dado cuenta de este defecto original mío,
y con un alma que está muy por encima de los vulgares instintos de los seres de
mi raza, he ido escalando alturas de percepción mental y de erudición que me
colocaron para siempre en el pináculo de la grandeza en el mundo de los
insectos. Es el hecho de haber alcanzado tal esclarecimiento mental el que
quiero evocar al describir las escenas que presencié, y en las que incluso tomé
parte. No he de detenerme para exponer por qué medios fui dotada de poderes
humanos de observación y de discernimiento. Séales permitido simplemente darse
cuenta, al través de mis elucubraciones, de que los poseo, y procedamos en
consecuencia. De esta suerte se darán ustedes cuenta de que no soy una pulga
vulgar. En efecto, cuando se tienen en cuenta las compañías que estoy
acostumbrado a frecuentar, la familiaridad conque he conllevado el trato con las
más altas personalidades, y la forma en que trabé conocimiento con la mayoría de
ellas, el lector no dudará en convenir conmigo que, en verdad, soy el más
maravilloso y eminente de los insectos.
Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba en el
interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos y monótonos
que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces he aprendido a
calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y las actitudes de los
devotos las tomo ahora como manifestaciones exteriores de un estado emocional
interno, por lo general inexistente. Estaba entregado a mi tarea profesional en
la regordeta y blanca pierna de una jovencita de alrededor de catorce años, el
sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así como el aroma de su... pero estoy
divagando. Poco después de haber dado comienzo tranquila y amistosamente a mis
pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de la congregación, se
levantó y se fue. Como es natural, decidí acompañarla. Tengo muy aguzados los
sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momento en que cruzaba el
pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de la jovencita una hoja
doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre Bella, bordado en la
suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí, y pude ver que también
dicho nombre aparecía en el exterior de la carta de amor. Iba con su tía, una
señora alta y majestuosa, con la cual no me interesaba entrar en relaciones de
intimidad. Bella era una preciosidad de apenas catorce años, y de figura
perfecta. No obstante su juventud, sus dulces senos en capullo empezaban ya a
adquirir proporciones como las que placen al sexo opuesto. Su rostro acusaba una
candidez encantadora; su aliento era suave como los perfumes de Arabia, y su
piel parecía de terciopelo. Bella sabía, desde luego, cuáles eran sus encantos,
y erguía su cabeza con tanto orgullo y coquetería como pudiera hacerlo una
reina. No resultaba difícil ver que despertaba admiración al observar las
miradas de anhelo y lujuria que le dirigían los jóvenes, y a veces también los
hombres ya más maduros. En el exterior del templo se produjo un silencio
general, y todos los rostros se volvieron a mirar a la linda Bella,
manifestaciones que hablaban mejor que las palabras de que era la más admirada
por todos los ojos, y la más deseada por los corazones masculinos. Sin embargo,
sin prestar la menor atención a lo que era evidentemente un suceso de todos los
días, la damita se encaminó con paso decidido hacia su hogar, en compañía de su
tía, y al llegar a su pulcra y elegante morada se dirigió rápidamente a su
alcoba. No diré que la seguí, puesto que iba con ella, y pude contemplar cómo la
gentil jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzaría sobre la
otra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla.
Brinqué sobre la alfombra y me di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin
apartar una de otra sus rollizas pantorrillas, Bella se quedó viendo la misiva
plegada que yo advertí que el joven había depositado secretamente en sus manos.
Observándolo todo desde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se
desplegaban hacia arriba hasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse
luego en la oscuridad, donde uno y otro se juntaban en el punto en que se
reunían con su hermoso bajo vientre para casi impedir la vista de una fina
hendidura color durazno, que apenas asomaba sus labios por entre las sombras. De
pronto Bella dejó caer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad
de leerla también.
"Esta noche, a las ocho, estaré en el antiguo lugar". Eran las únicas
palabras escritas en el papel, pero al parecer tenían un particular interés para
ella. puesto que se mantuvo en la misma postura por algún tiempo en actitud
pensativa. Se había despertado mi curiosidad, y deseosa de saber más acerca de
la interesante joven, lo que me proporcionaba la agradable oportunidad de
continuar en tan placentera promiscuidad, me apresuré a permanecer
tranquilamente oculta en un lugar recóndito y cómodo, aunque algo húmedo, y no
salí del mismo, con el fin de observar el desarrollo de los acontecimientos,
hasta que se aproximó la hora de la cita. Bella se vistió con meticulosa
atención, y se dispuso a trasladarse al jardín que rodeaba la casa de campo
donde moraba, fui con ella. Al llegar al extremo de una larga y sombreada
avenida la muchacha se sentó en una banca rústica, y esperó la llegada de la
persona con la que tenía que encontrarse. No pasaron más de unos cuantos minutos
antes de que se presentara el joven que por la mañana se había puesto en
comunicación con mi deliciosa amiguita. Se entabló una conversación que, sí debo
juzgar por la abstracción que en ella se hacía de todo cuanto no se relacionara
con ellos mismos, tenía un interés especial para ambos. Anochecía, y estábamos
entre dos luces. Soplaba un airecillo caliente y confortable, y la joven pareja
se mantenía entrelazada en el banco, olvidados de todo lo que no fuera su
felicidad mutua. —No sabes cuánto te quiero, Bella -murmuró el joven, sellando
tiernamente su declaración con un beso depositado sobre los labios que ella
ofrecía. —Sí, lo sé —contestó ella con aire inocente—. ¿No me lo estás diciendo
constantemente? Llegaré a cansarme de oír esa canción. Bella agitaba
inquietamente sus lindos pies, y se veía meditabunda. —¿Cuándo me explicarás y
enseñarás todas esas cosas divertidas de que me has hablado? —preguntó ella por
fin, dirigiéndole una mirada, para volver luego a clavar la vista en el suelo.
—Ahora —repuso el joven—. Ahora, querida Bella, que estamos a solas y libres de
interrupciones. ¿Sabes, Bella? Ya no somos unos chiquillos. Bella asintió con un
movimiento de cabeza. —Bien; hay cosas que los niños no saben, y que los amantes
no sólo deben conocer, sino también practicar. —¡Válgame Dios! —dijo ella, muy
seria. — Sí —continuó su compañero—. Hay entre los que se aman cosas secretas
que los hacen felices, y que son causa de la dicha de amar y ser amado. —¡Dios
mío! —exclamó Bella—. ¡Qué sentimental te has vuelto, Carlos! Todavía recuerdo
cuando me decías que el sentimentalismo no era más que una patraña. —Así lo
creía, hasta que me enamoré de ti —replicó el joven. —¡Tonterías! —repuso
Bella—. Pero sigamos adelante, y i cuéntame lo que me tienes prometido. —No te
lo puedo decir si al mismo tiempo no te lo enseño —contestó Carlos—. Los
conocimientos sólo se aprenden observándolos en la práctica. —¡Anda, pues!
¡Sigue adelante y enséñame! —exclamó la muchacha, en cuya brillante mirada y
ardientes mejillas creí- descubrir que tenía perfecto conocimiento de la clase
de instrucción que demandaba. En su impaciencia había un no sé qué cautivador.
El joven cedió a este atractivo y, cubriendo con su cuerpo el de la bella
damita, acercó sus labios a los de ella y la besó embelesado. Bella no opuso
resistencia; por el contrario colaboró devolviendo las caricias de su amado.
Entretanto la noche avanzaba; los árboles desaparecían tras. la oscuridad, y
extendían sus altas copas como para proteger a los jóvenes contra la luz que se
desvanecía. De pronto Carlos se deslizó a un lado de ella y efectuó un ligero
movimiento. Sin oposición de parte de Bella pasó su mano por debajo de las
enaguas de la muchacha. No satisfecho con el goce que le causó tener a su
alcance sus medias de seda, intentó seguir más arriba, y sus inquisitivos dedos
entraron en contacto con las suaves y temblorosas carnes de los muslos de la
muchacha. El ritmo de la respiración de Bella se apresuró ante este poco
delicado ataque a sus encantos. Estaba, empero, muy lejos de resistirse;
indudablemente le placía el excitante jugueteo. -Tócalo -murmuró—. Te lo
permito. Carlos no necesitaba otra invitación. En realidad se disponía a seguir
adelante, y captando en el acto el alcance del permiso, introdujo sus dedos más
adentro. La complaciente muchacha abrió sus muslos cuando él lo hizo, y de
inmediato su mano alcanzó los delicados labios rosados de su linda rendija.
Durante los diez minutos siguientes la pareja permaneció con los labios pegados,
olvidada de todo. Sólo su respiración denotaba la intensidad de las sensaciones
que los embargaba en aquella embriaguez de lascivia. Carlos sintió un delicado
objeto que adquiría rigidez bajo sus ágiles dedos, y que sobresalía de un modo
que le era desconocido. En aquel momento Bella cerró sus ojos, y dejando caer su
cabeza hacia atrás se estremeció ligeramente, al tiempo que su cuerpo devenía
ligero y lánguido, y su cabeza buscaba apoyo en el brazo de su amado. —¡Oh,
Carlos! —murmuró—. ¿Qué me estás haciendo? ¡Qué deliciosas sensaciones me
proporcionas! El muchacho no permaneció ocioso, pero habiendo ya explorado todo
lo que le permitía la postura forzada en que se encontraba, se levantó, y
comprendiendo la necesidad de satisfacer la pasión que con sus actos había
despertado, le rogó a su compañera que le permitiera conducir su mano hacia un
objeto querido, que le aseguró era capaz de producirle mucho mayor placer que el
que le habían proporcionado sus dedos. Nada renuente, Bella se asió a un nuevo y
delicioso objeto y, ya fuere porque experimentaba la curiosidad que simulaba, o
porque realmente se sentía transportada por deseos recién nacidos, no pudo
negarse a llevar de la sombra a la luz el erecto objeto de su amigo. Aquellos de
mis lectores que se hayan encontrado en una situación similar, podrán comprender
rápidamente el calor puesto en empuñar la nueva adquisición, y la mirada de
bienvenida con que acogió su primera aparición en público.
Era la primera vez que Bella contemplaba un miembro masculino en plena
manifestación de poderío, y aunque no hubiera sido así, el que yo podía ver
cómodamente era de tamaño formidable. Lo que más le incitaba a profundizar en
sus conocimientos era la blancura del tronco y su roja cabeza, de la que se
retiraba la suave piel cuando ella ejercía presión. Carlos estaba igualmente
enternecido. Sus ojos brillaban y su mano seguía recorriendo el juvenil tesoro
del que había tomado posesión. Mientras tanto los jugueteos de la manecita sobre
el juvenil miembro con el que había entrado en contacto habían producido los
efectos que suelen observarse en circunstancias semejantes en cualquier
organismo sano y vigoroso, como el del caso que nos ocupa. Arrobado por la suave
presión de la mano, los dulces y deliciosos apretones, y la inexperiencia con
que la jovencita tiraba hacia atrás los pliegues que cubrían la exuberante
fruta, para descubrir su roja cabeza encendida por el deseo, y con su diminuto
orificio en espera de la oportunidad de expeler su viscosa ofrenda, el joven
estaba enloquecido de lujuria, y Bella era presa de nuevas y raras sensaciones
que la arrastraban hacia un torbellino de apasionada excitación que la hacía
anhelar un desahogo todavía desconocido. Con sus hermosos ojos entornados,
entreabiertos sus húmedos labios, la piel caliente y enardecida a causa de los
desconocidos impulsos que se habían apoderado de su persona, era víctima
propicia para quienquiera que tuviese aquel momento la oportunidad. y quisiera
lograr sus favores y arrancarle su delicada rosa juvenil. No obstante su
juventud. Carlos no era tan ciego como para dejar escapar tan brillante
oportunidad. Además su pasión, ahora a su máximo, lo incitaba a seguir adelante,
desoyendo los consejos de prudencia que de otra manera hubiera escuchado.
Encontró palpitante y bien húmedo el centro que se agitaba bajo sus dedos;
contempló a la hermosa muchacha tendida en una invitación al deporte del amor,
observó sus hondos suspiros, que hacían subir y bajar sus senos, y las fuertes
emociones sensuales que daban vida a las radiantes formas de su joven compañera.
Las suaves y turgentes piernas de la muchacha estaban expuestas a las
apasionadas miradas del joven. A medida que iba alzando cuidadosamente sus ropas
íntimas, Carlos descubría los secretos encantos de su adorable compañera, hasta
que sus ojos en llamas se posaron en los rollizos miembros rematados en las
blancas caderas y el vientre palpitante. Su ardiente mirada se posó entonces en
el centro mismo de atracción, en la rosada hendidura escondida al pie de un
turgente monte de Venus, apenas sombreado por el más suave de los vellos. El
cosquilleo que le había administrado, y las caricias dispensadas al objeto
codiciado, habían provocado el flujo de humedad que suele suceder a la
excitación, y Bella ofrecía una rendija que se antojaba un durazno, bien rociado
por el mejor y más dulce lubricante que pueda ofrecer la naturaleza. Carlos
captó su oportunidad, y apartando suavemente la mano con que ella le asía el
miembro, se lanzó furiosamente, sobre la reclinada figura de ella. Apresó con su
brazo izquierdo su breve cintura; abrazó las mejillas de la muchacha con su
cálido aliento, y sus labios apretaron los de ella en un largo, apasionado y
apremiante beso. Tras de liberar a su mano izquierda, trató de juntar los
cuerpos lo más posible en aquellas partes que desempeñan el papel activo en el
placer sensual, esforzándose ansiosamente por completar la unión. Bella sintió
por primera vez en su vida el contacto mágico del órgano masculino con los
labios de su rosado orificio. Tan pronto como percibió el ardiente contacto con
la dura cabeza del miembro de Carlos se estremeció perceptiblemente, y
anticipándose a los placeres de los actos venéreos, dejó escapar una abundante
muestra de su susceptible naturaleza. Carlos estaba embelesado, y se esforzaba
en buscar la máxima perfección en la consumación del acto. Pero la naturaleza,
que tanto había influido en el desarrolló de las pasiones sexuales de Bella,
había dispuesto, que algo tenía que realizarse antes de que fuera cortado tan
fácilmente un capullo tan tempranero. Ella era muy joven, inmadura —incluso en
el sentido de estas visitas mensuales que señalan el comienzo de la pubertad— y
sus partes, aun cuando estaban llenas de perfecciones
y de frescura, estaban poco preparadas para la admisión de los miembros
masculinos, aun los tan moderados como el que, con su redonda cabeza intrusa, se
luchaba en aquel momento por buscar alojamiento en ellas. En vano se esforzaba
Carlos presionando con su excitado miembro hacia el interior de las delicadas
partes de la adorable muchachita. Los rosados pliegues del estrecho orificio
resistían todas las tentativas de penetración en la mística gruta. En vano
también la linda Bella, en aquellos momentos inflamada por una excitación que
rayaba en la furia, y semienloquecida por efecto del cosquilleo que ya había
resentido, secundaba por todos los medios los audaces esfuerzos de su joven
amante. La membrana era fuerte y resistía bravamente. Al fin, en un esfuerzo
desesperado por alcanzar el objetivo propuesto, el joven se hizo atrás por un
momento, para lanzarse luego con todas sus fuerzas hacia adelante, con lo que
consiguió abrirse paso taladrando en la obstrucción, y adelantar la cabeza y
parte de su endurecido miembro en el sexo de la muchacha que yacía bajo él.
Bella dejó escapar un pequeño grito al sentir forzada la puerta que conducía a
sus secretos encantos, pero lo delicioso del contacto le dio fuerzas para
resistir el dolor con la esperanza del alivio que parecía estar a punto de
llegar. Se ha dicho que ce n’est que le premier coup qui coute, pero cabe alegar
que también es perfectamente posible que quelquejois il cauto trops, como puede
inferir el lector conmigo en el caso presente. Sin embargo. y por muy extraño
que pueda parecer, ninguno de nuestros amantes tenía la menor idea al respecto,
pues entregados por entero a las deliciosas sensaciones que se habían apoderado
de ellos, unían sus esfuerzos para llevar a cabo ardientes movimientos que ambos
sentían que iban a llevarlos a un éxtasis. Todo el cuerpo de Bella se estremecía
de delirante impaciencia, y de sus labios rojos se escapaban cortas
exclamaciones delatoras del supremo deleite; estaba entregada en cuerpo y alma a
las delicias del coito. Sus contracciones musculares en el arma que en aquellos
momentos la tenía ya ensartada, el firme abrazo con que sujetaba el
contorsionado cuerpo del muchacho, la delicada estrechez de la húmeda funda,
ajustada como un guante, todo ello excitaba los sentidos de Carlos hasta la
locura. Hundió su instrumento hasta la raíz en el cuerpo de ella, hasta que los
dos globos que abastecían de masculinidad al campeón alcanzaron contacto con los
firmes cachetes de las nalgas de ella. No pudo avanzar más, y se entregó de
lleno a recoger la cosecha de sus esfuerzos.
Pero Bella, insaciable en su pasión, tan pronto como vio realizada la
completa unión Que deseaba, entregándose al ansia de placer que el rígido y
caliente miembro le proporcionaba, estaba demasiado excitada para interesarse o
preocuparse por lo que pudiera ocurrir después. Poseída por locos espasmos de
lujuria, se apretujaba contra el objeto de su placer y, acogiéndose a los brazos
de su amado, con apagados quejidos de intensa emoción extática y grititos de
sorpresa y deleite, dejo escapar una copiosa emisión que, en busca de salida,
inundó los testículos de Carlos. Tan pronto como el joven pudo comprobar el
placer que le procuraba a la hermosa Bella, y advirtió el flujo que tan
profusamente había derramado sobre él, fue presa también de un acceso de furia
lujuriosa. Un rabioso torrente de deseo pareció inundarle las venas. Su
instrumento se encontraba totalmente hundido en las entrañas de ella. Echándose
hacia atrás, extrajo el ardiente miembro casi hasta la cabeza y volvió a
hundirlo. Sintió un cosquilleo crispante, enloquecedor. Apretó el abrazo que le
mantenía unido a su joven amante, y en el mismo instante en que otro grito de
arrebatado placer se escapaba del palpitante pecho de ella, sintió su propio
jadeo sobre el seno de Bella, mientras derramaba en el interior de su agradecida
matriz un verdadero torrente de vigor juvenil. Un apagado gemido de lujuria
satisfecha escapó de los labios entreabiertos de Bella, al sentir en su interior
el derrame de fluido seminal. Al propio tiempo el lascivo frenesí de la emisión
le arrancó a Carlos un grito penetrante y apasionado mientras quedaba tendido
con los ojos en blanco, como el acto final del drama sensual. El grito fue la
señal para una interrupción tan repentina como inesperada. Entre las ramas de
los arbustos próximos se coló la siniestra figura de un hombre que se situó de
pie delante de los jóvenes amantes.
El horror heló la sangre de ambos. Carlos, escabulléndose del que había sido
su lúbrico y cálido refugio, y con un esfuerzo por mantenerse en pie, retrocedió
ante la aparición, como quien huye de una espantosa serpiente. Por su parte la
gentil Bella, tan pronto como advirtió la presencia del intruso se cubrió el
rostro con las manos, encogiéndose en el banco que había sido mudo testigo de su
goce, e incapaz de emitir sonido alguno a causa del temor, se dispuso a esperar
la tormenta que sin duda iba a desatarse, para enfrentarse, a ella con toda la
presencia de ánimo de que era capaz. No se prolongó mucho su incertidumbre.
Avanzando rápidamente hacia la pareja culpable, el recién llegado tomó al
jovencito por el brazo, mientras con una dura mirada autoritaria le ordenaba que
pusiera orden en su vestimenta. —¡Muchacho imprudente! —murmuró entre dientes—.
¿Qué hiciste? ¿Hasta qué extremos te ha arrastrado tu pasión loca y salvaje?
¿Cómo podrás enfrentarte a la ira de tu ofendido padre? ¿Cómo apaciguarás su
justo resentimiento cuando yo, en el ejercicio de mi deber moral, le haga saber
el daño causado por la mano de su único hijo? Cuando terminó de hablar,
manteniendo a Carlos todavía sujeto por la muñeca, la luz de la luna descubrió
la figura de un hombre de aproximadamente cuarenta y cinco años, bajo, gordo y
más bien corpulento. Su rostro, francamente hermoso, resultaba todavía más
atractivo por efecto de un par de ojos brillantes que, negros como el azabache,
lanzaban en torno a él adustas miradas de apasionado resentimiento. Vestía
hábitos clericales, cuyo sombrío aspecto y limpieza hacían resaltar todavía más
sus notables proporciones musculares y su sorprendente fisonomía, Carlos estaba
confundido por completo, y se sintió egoísta e infinitamente aliviado cuando el
fiero intruso se volvió hacia su joven compañera de goces libidinosos.
—En cuanto a ti, infeliz muchacha, sólo puedo expresarte mi máximo horror y
mí justa indignación. Olvidándote de los preceptos de nuestra santa madre
iglesia, sin importarte el honor, has permitido a este perverso y presuntuoso
muchacho que pruebe la fruta prohibida. ¿Qué te queda ahora? Escarnecida por tus
amigos y arrojada del hogar de tu tío, tendrás que asociarte con las bestias del
campo, y. como Nabucodonosor, serás eludida por los tuyos para evitar la
contaminación, y tendrás que implorar por los caminos del Señor un miserable
sustento. ¡Ah, hija del pecado, criatura entregada a la lujuria y a Satán! Yo te
digo que... El extraño había ido tan lejos en su amonestación a la infortunada
muchacha, que Bella, abandonando su actitud encogida y levantándose, unió
lágrimas y súplicas en demanda de perdón para ella y para su joven amante, —No
digas más —siguió, al cabo. el fiero sacerdote—. No digas más. Las confesiones
no son válidas, y las humillaciones sólo añaden lodo a tu ofensa. Mi mente no
acierta a concretar cuál sea mi obligación en este sucio asunto, pero si
obedeciera los dictados de mis actuales inclinaciones me encaminaría
directamente hacia tus custodios naturales para hacerlas saber de inmediato las
infamias que por azar he descubierto. —;Por piedad! ¡Compadeceos de mí! —suplicó
Bella, cuyas lágrimas se deslizaban por unas mejillas que hacía poco habían
resplandecido de placer. —¡Perdonadnos. padre! ¡Perdonadnos a los dos! Haremos
cuanto esté en nuestras manos como penitencia. Se dirán seis misas y muchos
padrenuestros sufragados por nosotros, Se emprenderá sin duda la peregrinación
al sepulcro de San Engulfo, del que me hablabais el otro día. Estoy dispuesto a
cualquier sacrificio si perdonáis a mi querida Bella. El sacerdote impuso
silencio con un ademán. Después tomó la palabra, a veces en un tono piadoso que
contrastaba con sus maneras resueltas y su natural duro. —¡Basta! —dijo—.
Necesito tiempo. Necesito invocar la ayuda de la Virgen bendita, que no conoce
e] pecado, pero que, sin experimentar el placer carnal de la copulación de los
mortales, trajo al mundo al niño Jesús en el establo de Belén. Pasa a yerme
mañana a la sacristía, Bella. Allí, en el recinto adecuado, te revelaré cuál es
la voluntad divina con respecto a tu pecado. En cuanto a ti, joven impetuoso, me
reservo todo juicio y toda acción hasta el día siguiente, en el que te espero a
la misma hora. Miles de gracias surgieron de las gargantas de ambos penitentes
cuando el padre les advirtió que debían marcharse ya. La noche hacía mucho que
había caído, y se levantaba el relente. —Entretanto, buenas noches, y que la paz
sea con vosotros. Vuestro secreto está a salvo conmigo hasta que nos volvamos a
ver —dijo el padre antes de desaparecer.
Capítulo II
Curiosa por saber el desarrollo de una aventura en la que ya estaba
verdaderamente interesada, al propio tiempo que por la suerte de la gentil y
amable Bella, me sentí obligada a permanecer junto a ella, y por lo tanto tuve
buen cuidado de no molestarla con mis atenciones, no fuera a despertar su
resistencia y a desencadenar un ataque a destiempo, en un momento en el que para
el buen éxito de mis propósitos necesitaba estar en el propio campo de
operaciones de la joven. No trataré de describiros el mal rato que pasó mi joven
protegida en el intervalo transcurrido desde el momento en que se produjo el
enojoso descubrimiento del padre confesor y la hora señalada por éste para
visitarle en la sacristía, con el fin de decidir sobre el sino de la infortunada
Bella. Con paso incierto y la mirada fija en el suelo, la asustada muchacha se
presentó ante la puerta de aquélla y llamó. La puerta se abrió y apareció el
padre en el umbral. A un signo del sacerdote Bella entró, permaneciendo de pie
frente a la imponente figura del santo varón. Siguió un embarazoso silencio que
se prolongó por algunos segundos. El padre Ambrosio lo rompió al fin para decir:
—Has hecho bien en acudir tan puntualmente, hija mía. La estricta obediencia del
penitente es el primer signo espiritual que conduce al perdón divino. Al oír
aquellas bondadosas palabras Bella cobró aliento y pareció descargarse de un
peso que oprimía su corazón.
El padre Ambrosio siguió hablando, al tiempo que se sentaba sobre un largo
cojín que cubría una gran arca de roble. —He pensado mucho en ti, y también
rogado por cuenta tuya, hija mía. Durante algún tiempo no encontré manera alguna
de dejar a mi conciencia libre de culpa, salvo la de acudir a tu protector
natural para revelarle el espantoso secreto que involuntariamente llegué a
poseer. Hizo una pausa, y Bella, que sabía muy bien el severo carácter de su
tío, de quien además dependía por completo, se echó a temblar al oír tales
palabras. Tomándola de la mano y atrayéndola de manera que tuvo que arrodillarse
ante él, mientras su mano derecha presionaba su bien torneado hombro, continuó
el padre: —Pero me dolía pensar en los espantosos resultados que hubieran
seguido a tal revelación, y pedí a la Virgen Santísima que me asistiera en tal
tribulación. Ella me señaló un camino que, al propio tiempo que sirve a las
finalidades de la sagrada iglesia, evita las consecuencias que acarrearía el que
el hecho llegase a conocimiento de tu tío. Sin embargo, la primera condición
necesaria para que podamos seguir este camino es la obediencia absoluta. Bella,
aliviada de su angustia al oír que había un camino de salvación, prometió en el
acto obedecer ciegamente las órdenes de su padre espiritual. La jovencita estaba
arrodillada a sus pies. El padre Ambrosio inclinó su gran cabeza sobre la
postrada figura de ella. Un tinte de color enrojecía sus mejillas, y un fuego
extraño iluminaba sus ojos. Sus manos temblaban ligeramente cuando se apoyaron
sobre los hombros de su penitente, pero no perdió su compostura. Indudablemente
su espíritu estaba conturbado por el conflicto nacido de la necesidad de seguir
adelante con el cumplimiento estricto de su deber, y los tortuosos pasos con que
pretendía evitar su cruel exposición. El santo padre comenzó luego un largo
sermón sobre la virtud de la obediencia, y de la absoluta sumisión a las normas
dictadas por el ministro de la santa iglesia. Bella reiteró la seguridad de que
seria muy paciente, y de que obedecería todo cuanto se le ordenara. Entretanto
resultaba evidente para mí que el sacerdote era víctima de un espíritu
controlado pero rebelde, que a veces asomaba en su persona y se apoderaba
totalmente de ella, reflejándose en sus ojos centelleantes y sus apasionados y
ardientes labios. El padre Ambrosio atrajo más y más a su hermosa penitente,
hasta que sus lindos brazos descansaron sobre sus rodillas y su rostro se
inclinó hacia abajo con piadosa resignación, casi sumido entre sus manos. —Y
ahora, hija mía —siguió diciendo el santo varón— ha llegado el momento de que te
revele los medios que me han sido señalados por la Virgen bendita como los
únicos que me autorizan a absolverte de la ofensa. Hay espíritus a quienes se ha
confiado el alivio de aquellas pasiones y exigencias que la mayoría de los
siervos de la iglesia tienen prohibido confesar abiertamente, pero que sin duda
necesitan satisfacer. Se encuentran estos pocos elegidos entre aquellos que ya
han seguido el camino del desahogo carnal. A ellos se les confiere el solemne y
sagrado deber de atenuar los deseos terrenales de nuestra comunidad religiosa,
dentro del más estricto secreto. Con voz temblorosa por la emoción, y al tiempo
que sus amplias manos descendían de los hombros de la muchacha hasta su cintura,
el padre susurró: —Para ti, que ya probaste el supremo placer de la copulación,
está indicado el recurso a este sagrado oficio. De esta manera no sólo te será
borrado y perdonado el pecado cometido, sino que se te permitirá disfrutar
legítimamente de esos deliciosos éxtasis, de esas insuperables sensaciones de
dicha arrobadora que en todo momento encontrarás en los brazos de sus fieles
servidores. Nadarás en un mar de placeres sensuales, sin incurrir en las
penalidades resultantes de los amores ilícitos. La absolución seguirá a cada uno
de los abandonos de tu dulce cuerpo para recompensar a la iglesia a través de
sus ministros, y serás premiada y sostenida en tu piadosa labor por la
contemplación —o mejor dicho, Bella, por la participación en ellas— de las
intensas y fervientes emociones que el delicioso disfrute de tu hermosa persona
tiene que provocar. Bella oyó la insidiosa proposición con sentimientos
mezclados de sorpresa y placer. Los poderosos y lascivos impulsos de su ardiente
naturaleza despertaron en el acto ante la descripción ofrecida a su fértil
imaginación. ¿Cómo dudar? El piadoso sacerdote acercó su complaciente cuerpo
hacia ella, y estampó un largo y cálido beso en sus rosados labios. —Madre Santa
—murmuró Bella, sintiendo cada vez más excitados sus instintos sexuales—. ¡Es
demasiado para que pueda soportarlo! Yo quisiera... me pregunto... ¡no sé qué
decir! —Inocente y dulce criatura. Es misión mía la de instruirte. En mi persona
encontrarás el mejor y más apto preceptor para la realización dc los ejercicios
que de hoy en adelante tendrás que llevar a cabo. El padre Ambrosio cambió de
postura. En aquel momento Bella advirtió por vez primera su ardiente mirada de
sensualidad, y casi le causó temor descubrirla. También fue en aquel instante
cuando se dio cuenta de la enorme protuberancia que descollaba en la parte
frontal de la sotana del padre santo. El excitado sacerdote apenas se tomaba ya
el trabajo de disimular su estado y sus intenciones. Tomando a la hermosa
muchacha entre sus brazos la besó larga y apasionadamente. Apretó el suave
cuerpo de ella contra su voluminosa persona, y la atrajo fuertemente para entrar
en contacto cada vez más íntimo con su grácil figura. Al cabo, consumido por la
lujuria, perdió los estribos, y dejando a Bella parcialmente en libertad, abrió
el frente de su sotana y dejó expuesto a los atónitos ojos de su joven penitente
y sin el menor rubor, un miembro cuyas gigantescas proporciones, erección y
rigidez la dejaron completamente confundida. Es imposible describir las
sensaciones despertadas en Bella por el repentino descubrimiento de aquel
formidable instrumento. Su mirada se fijó instantáneamente en él, al tiempo que
el padre, advirtiendo su asombro, pero descubriendo que en él no había mezcla
alguna de alarma o de temor, lo colocó tranquilamente entre sus manos. El
entablar contacto con tan tremenda cosa se apoderó de Bella un terrible estado
de excitación. Como quiera que hasta entonces no había visto más que el miembro
de moderadas proporciones de Carlos, tan notable fenómeno despertó rápidamente
en ella la mayor de las sensaciones lascivas, y asiendo el inmenso objeto lo
mejor que pudo con sus manecitas se acercó a él embargada por un deleite sensual
verdaderamente extático. —Santo Dios! ¡Esto es casi el cielo! —murmuró Bella—. ¡Oh,
padre, quién hubiera creído que iba yo a ser escogida para semejante dicha! Esto
era demasiado para el padre Ambrosio. Estaba encantado con la lujuria de su
linda penitente y por el éxito de su infame treta. (En efecto, él lo había
planeado todo, puesto que facilitó la entrevista de los jóvenes, y con ella la
oportunidad de que se entregasen a sus ardorosos juegos, a escondidas de todos
menos de él, que se agazapó cerca del lugar de la cita para contemplar con
centelleantes ojos el combate amoroso). Levantándose rápidamente alzó el ligero
cuerpo de la joven Bella, y colocándola sobre el cojín en el que estuvo sentado
él momentos antes levantó sus rollizas piernas y separando lo más que pudo sus
complacientes muslos, contempló por un instante la deliciosa hendidura rosada
que aparecía debajo del blanco vientre. Luego, sin decir palabra, avanzó su
rostro hacía ella, e introduciendo su impúdica lengua tan adentro como pudo en
la húmeda vaina dióse a succionar tan deliciosamente, que Bella, en un gran
éxtasis pasional, y sacudido su joven cuerpo por espasmódicas contracciones de
placer, eyaculó abundantemente, emisión que el santo padre engulló cual si fuera
un flan. Siguieron unos instantes de calma. Bella reposaba sobre su espalda. con
los brazos extendidos a ambos lados y la cabeza caída hacia atrás, en actitud de
delicioso agotamiento tras las violentas emociones provocas por el lujurioso
proceder del reverendo padre. Su pecho se agitaba todavía bajo la violencia de
sus transportes, y sus hermosos ojos permanecían entornados en lánguido reposo.
El padre Ambrosio era de los contados hombres capaces de controlar sus instintos
pasionales en circunstancias como las presentes. Continuos hábitos de paciencia
en espera de alcanzar los objetos propuestos, el empleo de la tenacidad en todos
sus actos, y la cautela convencional propia de la orden a la que pertenecía, no
se habían borrado por completo no obstante su temperamento fogoso, y aunque de
natural incompatible con la vocación sacerdotal, y de deseos tan violentos que
caían fuera de lo común, había aprendido a controlar sus pasiones hasta la
mortificación. Ya es hora de que descorramos el velo que cubre el verdadero
carácter de este hombre. Lo hago respetuosamente, pero la verdad debe ser dicha.
El padre Ambrosio era la personificación viviente de la lujuria. Su mente estaba
en realidad entregada a satisfacerla, y sus fuertes instintos animales, su
ardiente y vigorosa constitución, al igual que su indomable naturaleza, lo
identificaban con la imagen física y mental del sátiro de la antigüedad. Pero
Bella sólo lo conocía como el padre santo que no sólo le había perdonado su
grave delito, sino que le habla también abierto el camino por el que podía
dirigirse, sin pecado, a gozar de los placeres que tan firmemente tenía fijos en
su juvenil imaginación. El osado sacerdote, sumamente complacido por el éxito de
una estratagema que había puesto en sus manos lujuriosas una víctima y también
por la extraordinaria sensualidad de la naturaleza de la joven, y el evidente
deleite con que se entregaba a la satisfacción de sus deseos, se disponía en
aquellos momentos a cosechar los frutos de su superchería, y disfrutaba lo
indecible con la idea de que iba a poseer todos los delicados encantos que Bella
podía ofrecerle para mitigar su espantosa lujuria. Al fin era suya, y al tiempo
que se retiraba de su cuerpo tembloroso, conservando todavía en sus labios la
muestra de la participación que había tenido en el placer experimentado por
ella, su miembro, todavía hinchado y rígido, presentaba una cabeza reluciente a
causa de la presión de la sangre y el endurecimiento de los músculos. Tan pronto
como la joven Bella se hubo recuperado del ataque que acabamos de describir,
inferido por su confesor en las partes más sensibles de su persona, y alzó la
cabeza de la posición inclinada en que reposaba, sus ojos volvieron a tropezar
con el gran tronco que el padre mantenía impúdicamente expuesto. Bella pudo ver
el largo y grueso mástil blanco, y la mata de negros pelos rizados de donde
emergía, oscilando rígidamente hacia arriba, y la cabeza en forma de huevo que
sobresalía en el extremo, roja y desnuda, y que parecía invitar el contacto de
su mano. Contemplaba aquella gruesa y rígida masa de músculo y carne, e incapaz
de resistir la tentación la tomó de nuevo entre sus manos. La apretó, la
estrujó, y deslizó hacia atrás los pliegues de piel que la cubrían para observar
la gran nuez que la coronaba. Maravillada, contempló el agujerito que aparecía
en su extremo, y tomándolo con ambas manos lo mantuvo, palpitante, junto a su
cara. —¡Oh. padre! ¡Qué cosa tan maravillosa! —exclamó—. ¡Qué grande! ¡ Por
favor, padre Ambrosio, decidme cómo debo proceder para aliviar a nuestros santos
ministros religiosos de esos sentimientos que según usted tanto los inquietan, y
que hasta dolor les causan! El padre Ambrosio estaba demasiado excitado para
poder contestar, pero tomando la mano de ella con la suya le enseñó a la
inocente muchacha cómo tenía que mover sus dedos de atrás y adelante en su
enorme objeto. Su placer era intenso, y el de Bella no parecía ser menor. Siguió
frotando el miembro entre las suaves palmas de sus manos, mientras contemplaba
con aire inocente la cara de él. Después le preguntó en voz queda si ello le
proporcionaba gran placer, y si por lo tanto tenía qué seguir actuando tal como
lo hacía. Entretanto, el gran pene del padre Ambrosio engordaba y crecía todavía
más por efecto del excitante cosquilleo al que lo sometía la jovencita. —Espera
un momento. Si sigues frotándolo de esta manera me voy a venir —dijo por lo
bajo—. Será mejor retardarlo todavía un poco. —¿Se vendrá, padrecito? —inquirió
Bella ávidamente—. ¿Qué quiere decir eso? —¡Ah, mi dulce niña, tan adorable por
tu belleza como por tu inocencia! ¡Cuán divinamente llevas a cabo tu excelsa
misión! —exclamó Ambrosio, encantado de abusar de la evidente inexperiencia de
su joven penitente, y de poder así envilecería—. Venirse significa completar el
acto por medio del cual se disfruta en su totalidad del placer venéreo y supone
el escape de una gran cantidad de fluido blanco y espeso del interior de la cosa
que sostienes entre tus manos, y que al ser expelido proporciona igual placer al
que la arroja que a la persona que, en el modo que sea, la recibe. Bella recordó
a Carlos y su éxtasis, y entendió enseguida a lo que el padre se refería. —¿Y
este derrame le proporcionaría alivio, padre? —Claro que sí, hija mía, y por
ello deseo ofrecerte la oportunidad de que me proporciones ese alivio
bienhechor, como bendito sacrificio de uno de los más humildes servidores de la
iglesia. —¡Qué delicia! —murmuró Bella—. Por obra mía correrá esa rica
corriente, y es únicamente a mí a quien el santo varón reserva ese final
placentero. ¡Cuánta felicidad me proporciona poderle causar semejante dicha!
Después de expresar apasionadamente estos pensamientos, inclinó la cabeza. El
objeto de su adoración exhalaba un perfume difícil de definir. Depositó sus
húmedos labios sobre su extremo superior, cubrió con su adorable boca el pequeño
orificio, y luego besó ardientemente el reluciente miembro. —¿Cómo se llama ese
fluido? —preguntó Bella, alzando una vez más su lindo rostro. —--Tiene varios
nombres —replicó el santo varón—. Depende de la clase social a la que pertenezca
la persona que lo menciona. Pero entre nosotros, hija mía, lo llamaremos leche.
—¿Leche? —repitió Bella inocentemente, dejando escapar el erótico vocablo por
entre sus dulces labios, con una unción que en aquellas circunstancias resultaba
natural. —Sí, hija mía, la palabra es leche. Por lo menos así quisiera que lo
llamaras tú. Y enseguida te inundaré con esta esencia tan preciosa. —¿Cómo tengo
que recibirla? —preguntó Bella, pensando en Carlos, y en la tremenda diferencia
relativa entre su instrumento y el gigantesco pene que en aquellos instantes
tenía ante sí. —Hay varios modos para ello, todos los cuales tienes que
aprender. Pero ahora no estamos bien acomodados para el principal de los actos
del rito venéreo, la copulación permitida de la que ya hemos hablado. Por
consiguiente debemos sustituirlo por otro medio más sencillo, así que en lugar
de que descargue esta esencia llamada leche en el interior de tu cuerpo,
teniendo en cuenta que la suma estrechez de tu hendidura provocaría que fluyera
con extrema abundancia, empezaremos con la fricción por medio de tus obedientes
dedos, hasta que llegue el momento en que se aproximen los espasmos que
acompañan a la emisión. Llegado el instante, a una señal mía tomarás entre tus
labios lo más que quepa en ellos de la cabeza de este objeto. hasta que,
expelida la última gota, me retire satisfecho, por lo menos temporalmente.
Bella, cuyo lujurioso instinto le había permitido disfrutar la descripción hecha
por el confesor, y que estaba tan ansiosa como él mismo por llevar a
cumplimiento el atrevido programa, manifestó rápidamente su voluntad de
complacer. Ambrosio colocó una vez más su enorme pene en manos de Bella.
Excitada tanto por la vista como por el contacto de tan notable objeto, que
tenía asido entre ambas manos con verdadero deleite, la joven se dio a
cosquillear. frotar y exprimir el enorme y tieso miembro, de manera que
proporcionaba al licencioso cura el mayor de los goces. No contenta con
friccionarlo con sus delicados dedos, Bella, dejando escapar palabras de
devoción y satisfacción, llevó la espumeante cabeza a sus rosados labios, y la
introdujo hasta donde le fue posible, con la esperanza de provocar con sus
toques y con las suaves caricias de su lengua la deliciosa eyaculación que debía
sobrevenir. Esto era más de lo que el santo varón había esperado, ya que nunca
supuso que iba a encontrar una discípula tan bien dispuesta para el irregular
ataque que había propuesto. Despertadas al máximo sus sensaciones por el
delicioso cosquilleo de que era objeto, se disponía a inundar la boca y la
garganta de la muchachita con el flujo de su poderosa descarga. Ambrosio comenzó
a sentir que no tardaría en venirse, con lo que iba a terminar su placer. Era
uno de esos seres excepcionales, cuya abundante eyaculación seminal es mucho
mayor que la de los individuos normales. No sólo estaba dotado del singular don
de poder repetir el acto venéreo con intervalos cortos, sino que la cantidad con
que terminaba su placer era tan tremenda como desusada. La superabundancia
parecía estar en relación con la proporción con que hubieran sido despertadas
sus pasiones animales, y cuando sus deseos libidinosos habían sido prolongados e
intensos, sus emisiones de semen lo eran igualmente. Fue en estas circunstancias
que la dulce Bella había emprendido la tarea de dejar escapar los contenidos
torrentes de lujuria de aquel hombre. Iba a ser su dulce boca la receptora de
los espesos y viscosos torrentes que hasta el momento no había experimentado, e
ignorante como se encontraba de los resultados del alivio que tan ansiosa estaba
de administrar, la hermosa doncella deseaba la consumación de su labor, y el
derrame de leche del que le había hablado el buen padre. El exuberante miembro
engrosaba y se enardecía cada vez más, a medida que los excitantes labios de
Bella apresaban su anchurosa cabeza y su lengua jugueteaba en torno al pequeño
orificio. Sus blancas manos lo privaban de su dúctil piel, o cosquilleaban
alternativamente su extremo inferior. Dos veces retirá Ambrosio la cabeza de su
miembro de los rosados labios de la muchacha, incapaz ya de aguantar los deseos
de venirse al delicioso contacto de los mismos. Al fin Bella, impaciente por el
retraso, y habiendo al parecer alcanzado un máximo de perfección en su técnica,
presionó con mayor energía que antes el tieso dardo. Instantáneamente se produjo
un envaramiento en las extremidades del buen padre. Sus piernas se abrieron
ampliamente a ambos lados de su penitente. Sus manos se agarraron
convulsivamente del cojín. Su cuerpo se proyectó hacia delante y se enderezó.
—¡Dios santo! ¡Me voy a venir! —exclamó al tiempo que con los labios
entreabiertos y los ojos vidriosos lanzaba una última mirada a su inocente
víctima. Después se estremeció profundamente, y entre lamentos y entrecortados
gritos histéricos su pene, por efecto de la provocación de la jovencita, comenzó
a expeler torrentes de espeso y viscoso fluido. Bella, comprendiendo por los
chorros que uno tras otro inundaban su boca y resbalaban garganta abajo, así
como por los gritos de su compañero, que éste disfrutaba al máximo los efectos
de lo que ella había provocado, siguió succionando y apretujando hasta que,
llena de las descargas viscosas, y semiasfixiada por su abundancia, se vio
obligada a soltar aquella jeringa humana que continuaba eyaculando a chorros
sobre su rostro. -¡Madre santa! —exclamó Bella, cuyos labios y cara estaban
inundados de la leche del padre—. ¡Qué placer me ha provocado! Y a usted, padre
mío, ¿no le he proporcionado el preciado alivio que necesitaba? El padre
Ambrosio, demasiado agitado para poder contestar, atrajo a la gentil muchacha
hacia sus brazos, y comprimiendo sus chorreantes labios los cubrió con húmedos
besos de gratitud y de placer. Transcurrió un cuarto de hora en reposo
tranquilo, que ningún signo de turbación exterior vino a interrumpir. La puerta
estaba bajo cerrojo, y el padre había escogido bien el momento. Mientras tanto
Bella, terriblemente excitada por la escena que hemos tratado de describir,
había concebido el extravagante deseo de que el rígido miembro de Ambrosio
realizara con ella misma la operación que había sufrido con el arma de moderadas
proporciones de Carlos. Pasando sus brazos en torno al robusto cuello de su
confesor, le susurró tiernas palabras de invitación, observando, al hacerlo, el
efecto que causaban en el instrumento que adquiría ya rigidez entre sus piernas.
—Me dijisteis que la estrechez de esta hendidura —y Bella colocó la ancha mano
de él sobre la misma, presionándola luego suavemente— os haría descargar una
abundante cantidad de leche que poseéis. ¿Por qué no he de poder, padre mío,
sentirla derramarse dentro de mi cuerpo por la punta de esta cosa roja? Era
evidente lo mucho que la hermosura de la joven Bella, así como la inocencia e
ingenuidad de su carácter, inflamaban el natural ya de por sí sensual del
sacerdote. Saberse triunfador, tenerla absolutamente impotente entre sus manos,
la delicadeza y refinamiento de la muchacha, todo ello conspiraba al máximo para
despertar sus licenciosos instintos y desenfrenados deseos. Era suya, suya para
gozarla a voluntad, suya para satisfacer cualquier capricho de su terrible
lujuria, y estaba lista a entregarse a la más desenfrenada sensualidad. —¡Por
Dios, esto es demasiado! —exclamó Ambrosio, cuya lujuria, de nuevo encendida,
volvía a asaltarle violentamente ante tal solicitud—. Dulce muchachita, no sabes
lo que pides. La desproporción es terrible, y sufrirás demasiado al intentarlo.
—Lo soportaré todo —replicó Bella— con tal de poder sentir esta cosa terrible
dentro de mí, y gustar de los chorros de leche. —¡Santa madre de Dios! Es
demasiado para ti, Bella. No tienes idea de las medidas de esta máquina, una vez
hinchada, adorable criatura, nadarían en un océano de leche caliente. —-Oh
padrecito! ¡Qué dicha celestial! —Desnúdate, Bella. Quítate todo lo que pueda
entorpecer nuestros movimientos, que te prometo serán en extremo violentos.
Cumpliendo la orden, Bella se despojó rápidamente de sus vestidos, y buscando
complacer a su confesor con la plena exhibición de sus encantos, a fin de que su
miembro se alargara en proporción a lo que ella mostrara de sus desnudeces, se
despojó de hasta la más mínima prenda interior, para quedar tal como vino al
mundo. El padre Ambrosio quedó atónito ante la contemplación de los encantos que
se ofrecían a su vista. La amplitud de sus caderas, los capullos de sus senos,
la nívea blancura de su piel, suave como el satín, la redondez de sus nalgas y
lo rotundo de sus muslos, el blanco y plano vientre con su adorable monte, y,
por sobre todo, la encantadora hendidura rosada que destacaba debajo del mismo,
asomándose tímidamente entre los rollizos muslos, hicieron que él se lanzara
sobre la joven con un rugido de lujuria. Ambrosio atrapó a su víctima entre sus
brazos. Oprimió su cuerpo suave y deslumbrante contra el suyo. La cubrió de
besos lúbricos, y dando rienda suelta a su licenciosa lengua prometió a la
jovencita todos los goces del paraíso mediante la introducción de su gran
aparato en el interior de su vulva. Bella acogió estas palabras con un gritito
de éxtasis, y cuando su excitado estuprador la acostó sobre sus espaldas sentía
ya la anchurosa y tumefacta cabeza del pene gigantesco presionando los calientes
y húmedos labios de su orificio casi virginal. El santo varón, encontrando
placer en el contacto de su pene con los calientes labios de la vulva de Bella,
comenzó a empujar hacia adentro con todas sus fuerzas, hasta que la gran nuez de
la punta se llenó de humedad secretada por la sensible vaina. La pasión
enfervorizaba a Bella. Los esfuerzos del padre Ambrosio por alojar la cabeza de
su miembro entre los húmedos labios de su rendija en lugar de disuadiría la
espoleaban hasta la locura, y finalmente, profiriendo un débil grito, se inclinó
hacia adelante y expulsó el viscoso tributo de su lascivo temperamento. Esto era
exactamente lo que esperaba el desvergonzado cura. Cuando la dulce y caliente
emisión inundó su enormemente desarrollado pene, empujó resueltamente, y de un
solo golpe introdujo la mitad de su voluminoso apéndice en el interior de la
hermosa muchacha. Tan pronto como Bella se sintió empalada por la entrada del
terrible miembro en el interior de su tierno cuerpo, perdió el poco control que
conservaba, y olvidándose del dolor que sufría rodeó con sus piernas las
espaldas de él, y alentó a su enorme invasor a no guardarle consideraciones. —Mi
tierna y dulce chiquilla —murmuró el lascivo sacerdote—. Mis brazos te rodean,
mi arma está hundida a medias en tu vientre. Pronto serán para ti los goces del
paraíso. —Lo sé; lo siento. No os hagáis hacia atrás; dadme el delicioso objeto
hasta donde podáis. —Toma, pues. Empujo, aprieto, pero estoy demasiado bien
dotado para poder penetrarte fácilmente. Tal vez te reviente. pero ahora ya es
demasiado tarde. Tengo que poseerte... o morir. Las partes de Bella se relajaron
un poco, y Ambrosio pudo penetrar unos centímetros más. Su palpitante miembro,
húmedo y desnudo, había recorrido la mitad del camino hacia el interior de la
jovencita. Su placer era intenso, y la cabeza de su instrumento estaba
deliciosamente comprimida por la vaina de Bella. —Adelante, padrecito. Estoy en
espera de la leche que me habéis prometido. El confesor no necesitaba de este
aliento para inducirlo a poner en acción todos sus tremendos poderes
copulatorios. Empujó frenéticamente hacia adelante, y con cada nuevo esfuerzo
sumió su cálido pene más adentro, hasta que, por fin, con un golpe poderoso lo
enterró hasta los testículos en el interior de la vulva de Bella. Esta furiosa
introducción por parte del brutal sacerdote fue más de lo que su frágil víctima,
animada por sus propios deseos, pudo soportar. Con un desmayado grito de
angustia física, Bella anunció que su estuprador había vencido toda la
resistencia que su juventud había opuesto a la entrada de su miembro, y la
tortura de la forzada introducción de aquella masa borro la sensación de placer
con que en un principio había soportado el ataque. Ambrosio lanzó un grito de
alegría al contemplar la hermosa presa que su serpiente había mordido. Gozaba
con la víctima que tenía empalada con su enorme ariete. Sentía el enloquecedor
contacto con inexpresable placer. Veía a la muchacha estremecerse por la
angustia de su violación. Su natural impetuoso había despertado por entero.
Pasare lo que pasare, disfrutaría hasta el máximo. Así pues, estrechó entre sus
brazos el cuerpo de la hermosa muchacha, y la agasajó con toda la extensión de
su inmenso miembro. —Hermosa mía, realmente eres incitante. Tú también tienes
que disfrutar. Te daré la leche de que te hablaba. Pero antes tengo que
despertar mi naturaleza con este lujurioso cosquilleo. Bésame, Bella, y luego la
tendrás. Y cuando mi caliente leche me deje para adentrarse en tus juveniles
entrañas, experimentarás los exquisitos deleites que estoy sintiendo yo.
¡Aprieta. Bella! Déjame también empujar, chiquilla mía! Ahora entra de nuevo, ¡Oh...!
¡Oh...! Ambrosio se levantó por un momento y pudo ver el inmenso émbolo a causa
del cual la linda hendidura de Bella estaba en aquellos momentos
extraordinariamente distendida. Firmemente empotrado en aquella lujuriosa vaina,
y saboreando profundamente la suma estrechez de los cálidos pliegues de carne en
los que estaba encajado, empujó sin preocuparse del dolor que su miembro
provocaba, y sólo ansioso de procurarse el máximo deleite posible. No era hombre
que fuera a detenerse en tales casos ante falsos conceptos de piedad, en
aquellos momentos empujaba hacia dentro lo más posible, mientras que febrilmente
rociaba de besos los abiertos y temblorosos labios de la pobre Bella. Por
espacio de unos minutos no se oyó Otra cosa que los jadeos y sacudidas con que
el lascivo sacerdote se entregaba a darse satisfacción, y el glu-glu de su
inmenso pene cuando alternativamente entraba y salía del sexo de la bella
penitente. No cabe suponer que un hombre como Ambrosio ignorara el tremendo
poder de goce que su miembro podía suscitar en una persona del sexo opuesto, ni
que su tamaño y capacidad de descarga eran capaces de provocar las más
excitantes emociones en la joven sobre la que estaba accionando. Pero la
naturaleza hacía valer sus derechos también en la persona de la joven Bella. El
dolor de la dilatación se vio bien pronto atenuado por la intensa sensación de
placer provocada por la vigorosa arma del santo varón, y no tardaron los
quejidos y lamentos de la linda chiquilla en entremezclarse con sonidos medio
sofocados en lo más hondo de su ser, que expresaban su deleite. —¡Padre mío!
¡Padrecito, mi querido y generoso padrecito! Empujad, empujad: puedo soportarlo.
Lo deseo. Estoy en el cielo. ¡El bendito instrumento tiene una cabeza tan
ardiente! ¡Oh, corazón mío! ¡Oh... oh! Madre bendita, ¿qué es lo que siento?
Ambrosio veía el efecto que provocaba. Su propio placer llegaba a toda prisa. Se
meneaba furiosamente hacia atrás y hacia adelante, agasajando a Bella a cada
nueva embestida con todo el largo de su miembro, que se hundía hasta los rizados
pelos que cubrían sus testículos. Al cabo, Bella no pudo resistir más, y
obsequió al arrebatado violador con una cálida emisión que inundó todo su rígido
miembro. Resulta imposible describir el frenesí de lujuria que en aquellos
momentos se apoderó de la joven y encantadora Bella. Se aferró con desesperación
al fornido cuerpo del sacerdote, que agasajaba a su voluptuoso angelical cuerpo
con toda la fuerza y poderío de sus viriles estocadas, y lo alojó en su estrecha
y resbalosa vaina hasta los testículos. Pero ni aún en su éxtasis Bella perdió
nunca de vista la perfección del goce. El santo varón tenía que expeler su semen
en el interior de ella, tal como lo había hecho Carlos, y la sola idea de ello
añadió combustible al fuego de su lujuria. Cuando, por consiguiente, el padre
Ambrosio pasó sus brazos en torno a su esbelta cintura, y hundió hasta los pelos
su pene de semental en la vulva de Bella, para anunciar entre suspiros que al
fin llegaba la leche, la excitada muchacha se abrió de piernas todo lo que pudo,
y en medio de gritos de placer recibió los chorros de su emisión en sus órganos
vitales.
Así permaneció él por espacio de dos minutos enteros,
durante los que se iban sucediendo las descargas, cada una de las cuales era
recibida por Bella con profundas manifestaciones de placer, traducidas en gritos
y contorsiones.
Capítulo III
No creo que en ninguan otra ocasión haya tenido que sonrojarme con mayor
motivo que en esta oportunidad. Y es que hasta una pulga tenía que sentirse
avergonzada ante la proterva visión de lo que acabo de dejar registrado. Una
muchacha tan joven, de apariencia tan inocente, y sin embargo, de inclinaciones
y deseos tan lascivos. Una persona de frescura y belleza infinitas; una mente de
llameante sensualidad convertida por el accidental curso de los acontecimientos
en un activo volcán de lujuria. Muy bien hubiera podido exclamar con el poeta de
la antigüedad: ‘¡Oh, Moisés!", o como el más práctico descendiente del
patriarca: "¡Por las barbas del profeta!" No es necesario hablar del cambio que
se produjo en Bella después de las experiencias relatadas. Eran del todo
evidentes en su porte y su conducta. Lo que pasó con su juvenil amante, lamas me
he preocupado por averiguarlo, pero me inclino a creer que el padre Ambrosio no
permanecía al margen de esos gustos irregulares que tan ampliamente le han sido
atribuidos a su orden, y que también el muchacho se vio inducido poco a poco, al
igual que su joven amiga, a darle satisfacción a los insensatos deseos del
sacerdote. Pero volvamos a mis observaciones directas en lo que concierne a la
linda Bella. Si bien a una pulga no le es posible sonrojarse, sí puede observar,
y me impuse la obligación de encomendar a la pluma y a la tinta la descripción
de todos los pasajes amatorios que consideré pudieran tener interés para los
buscadores de la verdad. Podemos escribir —por lo menos puede hacerlo esta
pulga, pues de otro modo estas páginas no estarían bajo los ojos del lector— y
eso basta. Transcurrieron varios días antes de que Bella encontrara la
oportunidad de volver a visitar a su clerical admirador, pero al fin se presentó
la ocasión, y ni qué decir tiene que ella la aprovechó de inmediato. Había
encontrado el medio de hacerle saber a Ambrosio que se proponía visitarlo, y en
consecuencia el astuto individuo pudo disponer de antemano las cosas para
recibir a su linda huésped como la vez anterior. Tan pronto como Bella se
encontró a solas con su seductor se arrojó en sus brazos, y apresando su gran
humanidad contra su frágil cuerpo le prodigó las más tiernas caricias. Ambrosio
no se hizo rogar para devolver todo el calor de su abrazo, y así sucedió que la
pareja se encontró de inmediato entregada a un intercambio de cálidos besos, y
reclinada, cara a cara, sobre el cofre acojinado a que aludimos anteriormente.
Pero Bella no iba a conformarse con besos solamente; deseaba algo más sólido,
por experiencia sabía que el padre podía proporcionárselo. Ambrosio no estaba
menos excitado. Su sangre afluía rápidamente, sus negros ojos llameaban por
efecto de una lujuria incontrolable, y la protuberancia que podía observarse en
su hábito denunciaba a las claras el estado de sus sentidos. Bella advirtió la
situación: ni sus miradas ansiosas, ni su evidente erección, que el padre no se
preocupaba por disimular, podían escapársele. Pero pensó en avivar mayormente su
deseo, antes que en apaciguarlo. Sin embargo, pronto demostró Ambrosio que no
requería incentivos mayores, y deliberadamente exhibió su arma, bárbaramente
dilatada en forma tal, que su sola vista despertó deseos frenéticos en Bella. En
cualquiera otra ocasión Ambrosio hubiera sido mucho más prudente en darse gusto,
pero en esta oportunidad sus alborotados sentidos habían superado su capacidad
de controlar el deseo de regodearse lo antes posible en los juveniles encantos
que se le ofrecían. Estaba ya sobre su cuerpo. Su gran humanidad cubría por
completo el cuerpo de ella. Su miembro en erección se clavaba en el vientre de
Bella, cuyas ropas estaban recogidas hasta la cintura. Con una mano temblorosa
llegó Ambrosio al centro de la hendidura objeto de su deseo; ansiosamente llevó
la punta caliente y carmesí hacia los abiertos y húmedos labios. Empujó, luchó
por entrar.., y lo consiguió. La inmensa máquina entró con paso lento pero
firme. La cabeza y parte del miembro ya estaban dentro. Unas cuantas firmes y
decididas embestidas completaron la conjunción, y Bella recibió en toda su
longitud el inmenso y excitado miembro de Ambrosio. El estuprador yacía jadeante
sobre ella, en completa posesión de sus más íntimos encantos. Bella, dentro de
cuyo vientre se había acomodado aquella vigorosa masa, sentía al máximo los
efectos del intruso, cálido y palpitante. Entretanto Ambrosio había comenzado a
moverse hacia atrás y hacia adelante. Bella trenzó sus blancos brazos en torno a
su cuello, y enroscó sus lindas piernas enfundadas en seda sobre sus espaldas,
presa de la mayor lujuria. —¡Qué delicia! —murmuró Bella, besando
arrolladoramente sus gruesos labios—. Empujad más.., todavía más. ¡Oh, cómo me
forzáis a abrirme, y cuán largo es! ¡Cuán cálido. cuan.., oh... oh! Y soltó un
chorro de su almacén, en respuesta a las embestidas del hombre, al mismo tiempo
que su cabeza caía hacia atrás y su boca se abría en el espasmo del coito. El
sacerdote se contuvo e hizo una breve pausa. Los latidos de su enorme miembro
anunciaban suficientemente el estado en que el mismo se encontraba, y quería
prolongar su placer hasta el máximo. Bella comprimió el terrible dardo
introducido hasta lo más intimo de su persona, y sintió crecer y endurecerse
todavía más, en tanto que su enrojecida cabeza presionaba su juvenil matriz.
Casi inmediatamente después su pesado amante, incapaz de controlarse por más
tiempo, sucumbió a la intensidad de las sensaciones, y dejó escapar el torrente
de su viscoso líquido. —¡Oh, viene de vos! —gritó la excitada muchacha—. Lo
siento a chorros. ¡Oh, dadme ....... más! ¡Derramadlo en mi interior.., empujad
más, no me compadezcáis. . .! ¡Oh, otro chorro! ¡Empujad! -Desgarradme si
queréis, pero dadme toda vuestra leche! Antes hablé de la cantidad de semen que
el padre Ambrosio era capaz de derramar, pero en esta ocasión se excedió a sí
mismo. Había estado almacenado por espacio de una semana, y Bella recibía en
aquellos momentos una corriente tan tremenda, que aquella descarga parecía más
bien emitida por una jeringa, que la eyaculación de los órganos genitales de un
hombre. Al fin Ambrosio desmontó de su cabalgadura, y cuando Bella se puso de
pie nuevamente sintió deslizarse una corriente de líquido pegajoso que descendía
por sus rollizos muslos. Apenas se había separado el padre Ambrosio cuando se
abrió la puerta que conducía a la iglesia, y aparecieron en el portal otros dos
sacerdotes. El disimulo resultaba imposible. —Ambrosio —exclamó el de más edad
de los dos, un hombre que andaría entre los treinta y los cuarenta años—. Esto
va en contra de las normas y privilegios de nuestra orden, que disponen que toda
clase de juegos han de practicarse en común. —Tomadla entonces —refunfuñó el
aludido—. Todavía no es demasiado tarde. Iba a comunicaros lo que había
conseguido cuando... —. . . cuando la deliciosa tentación de esta rosa fue
demasiado fuerte para ti, amigo nuestro —interrumpió el otro, apoderándose de la
atónita Bella al tiempo que hablaba, e introduciendo su enorme mano debajo de
sus vestimentas para tentar los suaves muslos de ella. —Lo he visto todo al
través del ojo de la cerradura —susurró el bruto a su oído—. No tienes nada qué
temer; únicamente queremos hacer lo mismo contigo. Bella recordó las condiciones
en que se le había ofrecido consuelo en la iglesia, y supuso que ello formaba
parte de sus nuevas obligaciones. Por lo tanto permaneció en los brazos del
recién llegado sin oponer resistencia. En el ínterin su compañero había pasado
su fuerte brazo en torno a la cintura de Bella, y cubría de besos las mejillas
de ésta. Ambrosio lo contemplaba todo estupefacto y confundido. Así fue como la
jovencita se encontró entre dos fuegos, por no decir nada de la desbordante
pasión de su posesor original. En vano miraba a uno y después a otro en demanda
de respiro, o de algún medio de escapar del predicamento en que se encontraba. A
pesar de que estaba completamente resignada al papel al que la había reducido el
astuto padre Ambrosio, se sentía en aquellos momentos invadida por un poderoso
sentimiento de debilidad y de miedo hacia los nuevos asaltantes. Bella no leía
en la mirada de los nuevos intrusos más que deseo rabioso, en tanto que la
impasibilidad de Ambrosio la hacía perder cualquier esperanza de que el mismo
fuera a ofrecer la menor resistencia. Entre los dos hombres la tenían
emparedada, y en tanto que el que habló primero deslizaba su mano hasta su
rosada vulva, el otro no perdió tiempo en posesionarse de los redondeados
cachetes de sus nalgas. Entrambos, a Bella le era imposible resistir. —Aguardad
un momento —dijo al cabo Ambrosio—. Sí tenéis prisa por poseerla cuando menos
desnudadla sin estropear su vestimenta, como al parecer pretendéis hacerlo.
—Desnúdate, Bella —siguió diciendo—. Según parece, todos tenemos que
compartirte, de manera que disponte a ser instrumento voluntario de nuestros
deseos comunes. En nuestro convento se encuentran otros cofrades no menos
exigentes que yo, y tu tarea no será en modo alguno una sinecura, así que será
mejor que recuerdes en todo momento los privilegios que estás destinada a
cumplir, y te dispongas a aliviar a estos santos varones de los apremiantes
deseos que ahora ya sabes cómo suavizar. Así planteado el asunto, no quedaba
alternativa. Bella quedó de píe, desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes, y
levantó un murmullo general de admiración cuando en aquel estado se adelantó
hacía ellos. Tan pronto como el que había llevado la voz cantante de los recién
llegados —el cual, evidentemente, parecía ser el Superior de los tres— advirtió
la hermosa desnudez que estaba ante su ardiente mirada, sin dudarlo un instante
abrió su sotana para poner en libertad un largo y anchuroso miembro, tomó en sus
brazos a la muchacha, la puso de espaldas sobre el gran cofre acojinado, brincó
sobre ella, se colocó entre sus lindos muslos, y apuntando rápidamente la cabeza
de su rabioso campeón hacia el suave orificio de ella, empujó hacia adelante
para hundirlo por completo hasta los testículos. Bella dejó escapar un pequeño
grito de éxtasis al sentirse empalada por aquella nueva y poderosa arma. Para el
hombre la posesión entera de la hermosa muchacha suponía un momento extático, y
la sensación de que su erecto pene estaba totalmente enterrado en el cuerpo de
ella le producía una emoción inefable. No creyó poder penetrar tan rápidamente
en sus jóvenes partes, pues no había tomado en cuenta la lubricación producida
por el flujo de semen que ya había recibido. El Superior, no obstante, no le dio
oportunidad de reflexionar, pues dióse a atacar con tanta energía, que sus
poderosas embestidas desde largo produjeron pleno efecto en su cálido
temperamento, y provocaron casi de inmediato la dulce emisión. Esto fue
demasiado para el disoluto sacerdote. Ya firmemente encajado en la estrecha
hendidura, que te quedaba tan ajustada como un guante, tan luego como sintió la
cálida emisión dejó escapar un fuerte gruñido y descargó con furia. Bella
disfrutó el torrente de lujuria de aquel hombre, y abriendo las piernas cuanto
pudo lo recibió en lo más hondo de sus entrañas, permitiéndole que saciara su
lujuria arrojando las descargas de su impetuosa naturaleza. Los sentimientos
lascivos más fuertes de Bella se reavivaron con este segundo y firme ataque
contra su persona, y su excitable naturaleza recibió con exquisito agrado la
abundancia de líquido que el membrudo campeón había derramado en su interior.
Pero, por salaz que fuera, la jovencita se sentía exhausta por esta continua
corriente, y por ello recibió con desmayo al segundo de los intrusos que se
disponía a ocupar el puesto recién abandonado por el superior. Pero Bella quedó
atónita ante las proporciones del falo que el sacerdote ofrecía ante ella. Aún
no había acabado de quitarse la ropa, y ya surgía de su parte delantera un
erecto miembro ante cuyo tamaño hasta el padre Ambrosio tenía que ceder el paso.
De entre los rizos de rojo pelo emergía la blanca columna de carne, coronada
por una brillante cabeza colorada, cuyo orificio parecía constreñido para evitar
una prematura expulsión de jugos. Dos grandes y peludas bolas colgaban de su
base, y completaban un cuadro a la vista del cual comenzó a hervir de nuevo la
sangre de Bella, cuyo juvenil espíritu se aprestó a librar un nuevo y
desproporcionado combate. —¡Oh, padrecito ¡ ¿Cómo podré jamás albergar tamaña
cosa dentro de mi personita? —Preguntó acongojada—. ¿Cómo me será posible
soportarlo una vez que esté dentro de mí? Temo que me va a dañar terriblemente.
—Tendré mucho cuidado, hija mía. Iré despacio. Ahora estás bien preparada por
los jugos de los santos varones que tuvieron la buena fortuna de precederme.
Bella tentó el gigantesco pene. El sacerdote era endiabladamente feo, bajo y
obeso, pero sus espaldas parecían las de un Hércules. La muchacha estaba poseída
por una especie de locura erótica. La fealdad de aquel hombre sólo servía para
acentuar su deseo sensual. Sus manos no bastaban para abarcar todo el grosor del
miembro. Sin embargo, no lo soltaba; lo presionaba y le dispensaba
inconscientemente caricias que incrementaban su rigidez. Parecía una barra de
acero entre sus suaves manos. Un momento después el tercer asaltante estaba
encima de ella, y la joven, casi tan excitada como el padre, luchaba por
empalarse con aquella terrible arma. Durante algunos minutos la proeza pareció
imposible, no obstante la buena lubricación que ella había recibido con las
anteriores inundaciones de su vaina. Al cabo, con una furiosa embestida,
introdujo la enorme cabeza y Bella lanzó un grito de dolor. Otra arremetida y
otra más; el infeliz bruto, ciego a todo lo que no fuera darse satisfacción,
seguía penetrando. Bella gritaba de angustia, y hacía esfuerzos sobrehumanos por
deshacerse del salvaje atacante. Otra arremetida, otro grito de la víctima, y el
sacerdote penetró hasta lo más profundo en su interior. Bella se había
desmayado. Los dos espectadores de este monstruoso acto de corrupción parecieron
en un principio estar prestos a intervenir, pero al propio tiempo daban la
impresión de experimentar un cruel placer al presenciar aquel espectáculo. Y
ciertamente así era, como lo evidenciaron después sus lascivos movimientos y el
interés que pusieron en observar el más minucioso de los detalles. Correré un
velo sobre las escenas de lujuria que siguieron, sobre los estremecimientos de
aquel salvaje a medida que, seguro de estar en posesión de la persona de la
joven y bella muchacha, prolongó lentamente su gocé hasta que su enorme y
férvida descarga puso fin a aquel éxtasis, y cedió el paso a un intervalo para
devolver la vida a la pobre muchacha. El fornido padre había descargado por dos
veces en su interior antes de retirar su largo y vaporoso miembro, y el volumen
de semen expelido fue tal, que cayó con ruido acompasado hasta formar un charco
sobre el suelo de madera. Cuando por fin Bella se recobró lo bastante para poder
moverse, pudo hacerse el lavado que los abundantes derrames en sus delicadas
partes hacían del todo necesario.
Capítulo IV
Se sacaron algunas botellas de vino, de una cosecha rara y añeja, y bajo su
poderosa influencia Bella fue recobrando poco a poco su fortaleza. Transcurrida
una hora, los tres curas consideraron que había tenido tiempo bastante para
recuperarse, y comenzaron de nuevo a presentar síntomas de que deseaban volver a
gozar de su persona. Excitada tanto por los efectos del vino como por la vista y
el contacto con sus lascivos compañeros, la jovencita comenzó a extraer de
debajo las sotanas los miembros de los tres curas. los cuales estaban
evidentemente divertidos con la escena, puesto que no daban muestra alguna de
recato. En menos de un minuto Bella tuvo a la vista los tres grandes y enhiestos
objetos. Los besó y jugueteó con ellos, aspirando la rara fragancia que emanaba
de cada uno, y manoseando aquellos enardecidos dardos con toda el ansia de una
consumada Chipriota. —Déjanos joderte —exclamó piadosamente el Superior, cuyo
pene se encontraba en aquellos momentos en los labios de Bella. —Amén —cantó
Ambrosio. El tercer eclesiástico permaneció silencioso, pero su enorme artefacto
amenazaba al cielo. Bella fue invitada a escoger su primer asaltante en esta
segunda vuelta. Eligió a Ambrosio, pero el Superior interfirió.
Entretanto, aseguradas las puertas, los tres sacerdotes se desnudaron,
ofreciendo así a la mirada de Bella tres vigorosos campeones en la plenitud de
la vida, armado cada uno de ellos con un membrudo dardo que, una vez más, surgía
enhiesto de su parte frontal, y que oscilaba amenazante. —~Uf! ;Vaya monstruos!
—exclamó la jovencita, cuya vergüenza no le impedía ir tentando,
alternativamente, cada uno de aquellos temibles aparatos. A continuación la
sentaron en el borde de la mesa, y uno tras otro succionaron sus partes nobles,
describiendo círculos con sus cálidas lenguas en torno a la húmeda hendidura
colorada. en la que poco antes habían apaciguado su lujuria. Bella se abandonó
complacida a este juego, y abrió sus piernas cuanto pudo para agradecerlo.
—Sugiero que nos lo chupe uno tras otro —propuso el Superior. —Bien dicho
—corroboró el padre Clemente, el pelirrojo de temible erección—. Pero hasta el
final. Yo quiero poseerla una vez mas. —De ninguna manera, Clemente —dijo el
Superior—. Ya lo hiciste dos veces; ahora tienes que pasar a través de su
garganta, o conformarte con nada. Bella no quería en modo alguno verse sometida
a otro ataque de parte de Clemente, por lo cual cortó la conversación por lo
sano asiendo su voluminoso miembro, e introduciendo lo más que pudo de él entre
sus lindos labios. La muchacha succionaba suavemente hacia arriba y hacia abajo
de la azulada nuez, haciendo pausas de vez en cuando para contener lo más
posible en el interior de sus húmedos labios. Sus lindas manos se cerraban
alrededor del largo y voluminoso dardo, y lo agarraban en un trémulo abrazo,
mientras ella contemplaba cómo el monstruoso pene se endurecía cada vez más por
efecto de las intensas sensaciones transmitidas por medio de sus toques. No
tardó Clemente ni cinco minutos en empezar a lanzar aullidos que más se
asemejaban a los lamentos de una bestia salvaje que a las exclamaciones surgidas
de pulmones humanos, para acabar expeliendo semen en grandes cantidades a través
de la garganta de la muchacha.
Bella retiró la piel del dardo para facilitar la emisión del chorro basta la
última gota. El fluido de Clemente era tan espeso y cálido como abundante. y
chorro tras chorro derramó todo el líquido en la boca de ella. Bella se lo tragó
todo.
—He aquí una nueva experiencia sobre la que tengo que instruirte, hija mía
—dijo el Superior cuando, a continuación, Bella aplicó sus dulces labios a su
ardiente miembro. —Hallarás en ella mayor motivo de dolor que de placer, pero
los caminos de Venus son difíciles, y tienen que ser aprendidos y gozados
gradualmente. —Me someteré a todas las pruebas, padrecito —replicó la muchacha—.
Ahora ya tengo una idea más clara de mis deberes, y sé que soy una de las
elegidas para aliviar los deseos de los buenos padres. —Así es, hija mía, y
recibes por anticipado la bendición del cielo citando obedeces nuestros más
insignificantes deseos, y te sometes a todas nuestras indicaciones, por extrañas
e irregulares que parezcan. Dicho esto, tomó a la muchacha entre sus robustos
brazos y la llevó una vez más al cofre acojinado, colocándola de cara a él, de
manera que dejara expuestas sus desnudas y hermosas nalgas a los tres santos
varones. Seguidamente, colocándose entre los muslos de su víctima, apuntó la
cabeza de su tieso miembro hacía el pequeño orificio situado entre las rotundas
nalgas de Bella, y empujando su bien lubricada arma poco a poco comenzó a
penetrar en su orificio, de manera novedosa y antinatural. —¡Oh, Dios! —gritó
Bella—. No es ése el camino. Las-....... ¡Por favor...! ¡Oh, por favor...!
¡Ah...! ¡Tened piedad! ¡Ob, compadeceos de mí! . . . ¡Madre santa! . . . ¡Me
muero! Esta última exclamación le fue arrancada por una repentina y vigorosa
embestida del Superior, la que provocó la introducción de su miembro de semental
hasta la raíz. Bella sintió que se había metido en el interior de su cuerpo
hasta los testículos. Pasando su fuerte brazo en torno a sus caderas, se apretó
Contra su dorso, y comenzó a restregarse contra sus nalgas con el miembro
insertado tan adentro del recto de ella como le era posible penetrar. Las
palpitaciones de placer se hacían sentir a todo lo largo del henchido miembro y,
Bella, mordiéndose los labios, aguardaba los movimientos del macho que bien
sabía iban a comenzar para llevar su placer hasta el máximo. Los otros dos
sacerdotes vejan aquello con envidiosa lujuria, mientras iniciaban una lenta
masturbación. El Superior, enloquecido de placer por la estrechez de aquella
nueva y deliciosa vaina, accioné en torno a las nalgas de Bella hasta que, con
una embestida final, llenó sus entrañas con una cálida descarga. Después, al
tiempo que extraía del cuerpo de ella, su miembro, todavía erecto y vaporizante,
declaré que había abierto una nueva ruta para el placer, y recomendó al padre
Ambrosio que la aprovechara. Ambrosio, cuyos sentimientos en aquellos momentos
deben ser mejor imaginados que descritos, ardía de deseo. El espectáculo del
placer que habían experimentado sus cofrades le había provocado gradualmente un
estado de excitación erótica que exigía perentoria satisfacción. —De acuerdo
—grité—. Me introduciré por el templo de Sodoma, mientras tú llenarás con tu
robusto centinela el de Venus. —Di mejor que con placer legítimo —repuso el
Superior con una mueca sarcástica—. Sea como dices. Me placerá disfrutar
nuevamente esta estrecha hendidura Bella yacía todavía sobre su vientre, encima
del lecho improvisado, con sus redondeces posteriores totalmente expuestas, más
muerta que viva como consecuencia del brutal ataque que acababa de sufrir. Ni
una sola gota del semen que con tanta abundancia había sido derramado en su
oscuro nicho había salido del mismo, pero por debajo su raja destilaba todavía
la mezcla de las emisiones de ambos sacerdotes. Ambrosio la sujetó. Colocada a
través de los muslos del Superior, Bella se encontré con el llamado del todavía
vigoroso miembro contra su colorada vulva. Lentamente lo guió hacia su interior,
hundiéndose sobre él. Al fin entré totalmente, basta la raíz. Pero en ese
momento el vigoroso Superior pasó sus brazos en torno a su cintura, para
atraerla sobre sí y dejar sus amplias y deliciosas nalgas frente al ansioso
miembro de Ambrosio, que se encaminó directamente hacía la ya bien humedecida
abertura entre las dos lomas. Hubo que vencer las mil dificultades que se
presentaron, pero al cabo el lascivo Ambrosio se sintió enterrado dentro de las
entrañas de su víctima. Lentamente comenzó a moverse hacia atrás y hacia
adelante del bien lubricado canal. Retardé lo más posible su desahogo. Y pudo
así gozar de las vigorosas arremetidas con que el Superior embestía a Bella por
delante. De pronto, exhalando un profundo suspiro, el Superior llegó al final, y
Bella sintió su sexo rápidamente invadido por la leche. No pudo resistir más y
se vino abundantemente, mezclándose su derrame con los de sus asaltantes.
Ambrosio, empero, no había malgastado todos sus recursos, y seguía manteniendo a
la linda muchacha fuertemente empalada. Clemente no pudo resistir la oportunidad
que le ofrecía el hecho de que el Superior se hubiera retirado para asearse, y
se lanzó sobre el regazo de Bella para conseguir casi enseguida penetrar en su
interior, ahora liberalmente bañado de viscosos residuos. Con todo y lo enorme
que era el monstruo del pelirrojo, Bella encontré la manera de recibirlo y
durante unos cuantos de los minutos que siguieron no se oyó otra cosa que los
suspiros y los voluptuosos quejidos de los combatientes. En un momento dado sus
movimientos se hicieron más agitados. Bella sentía como que cada momento era su
último instante. El enorme miembro de Ambrosio estaba insertado en su conducto
posterior hasta los testículos, mientras que el gigantesco tronco de Clemente
echaba espuma de nuevo en el interior de su vagina. La joven era sostenida por
los dos hombres, con los pies bien levantados del suelo, y sustentada por la
presión, ora del (rente, ora de atrás, como resultado de las embestidas con que
los sacerdotes introducían sus excitados miembros por sus respectivos orificios.
Cuando Bella estaba a punto de perder el conocimiento, advirtió por el jadeo y
la tremenda rigidez del bruto que tenía delante, que éste estaba a punto de
descargar, y unos momentos después sintió la cálida inyección de flujo que el
gigantesco pene enviaba en viscosos chorros. —¡Ah...! ¡Me vengo! —gritó
Clemente, y diciendo esto inundó el interior de Bella, con gran deleite de parte
de ésta. —¡A mí también me llega! —gritó Ambrosio, alojando más adentro su
poderoso miembro, al tiempo que lanzaba un chorro de leche dentro de los
intestinos de Bella. Así siguieron ambos vomitando el prolífico contenido de sus
cuerpos en el interior del de Bella, a la que proporcionaron con esta doble
sensación un verdadero diluvio de goces. Cualquiera puede comprender que una
pulga de inteligencia mediana tenía que estar ya asqueada de espectáculos tan
desagradables como los que presencié y que creí era mi deber revelarlos. Pero
ciertos sentimientos de amistad y de simpatía por la joven Bella me impulsaron a
permanecer aún en su compañía. Los sucesos vinieron a darme la razón y, como
veremos mas tarde, determinaron mis movimientos en el futuro. No habían
transcurrido más de tres días cuando la joven, a petición de ellos, se reunió
con los tres sacerdotes en el mismo lugar. En esta oportunidad Bella había
puesto mucha atención en su "toilette", y como resultado de ello aparecía más
atractiva que nunca, vestida con sedas preciosas, ajustadas botas de cabritilla,
y unos guantes pequeñísimos que hacían magnífico juego con el resto de las
vestimentas. Los tres hombres quedaron arrobados a la vista de su persona, y la
recibieron tan calurosamente, que pronto su sangre juvenil le afluyó a] rostro,
inflamándolo de deseo. Se aseguró la puerta de inmediato, y enseguida cayeron al
suelo los paños menores de Ion sacerdotes, y Bella se vio rodeada por el trío y
sometida a las más diversas caricias, al tiempo que contemplaba sus miembros
desvergonzadamente desnudos y amenazadores. El Superior fue el primero en
adelantarse con intención de gozar de Bella. Colocándose descaradamente frente a
ella la tomó en sus brazos, y cubrió de cálidos besos sus labios y su rostro.
Bella estaba tan excitada como él. Accediendo a su deseo, la muchacha se despojó
de sus prendas interiores, conservando puestos su exquisito vestido, sus medias
de seda y sus lindos zapatitos de cabritilla. Así se ofreció a la admiración y
al lascivo manoseo de los padres. No pasó mucho antes de que el Superior,
sumiéndose deliciosamente sobre su reclinada figura, se entregara por completo a
sus juveniles encantos, y se diera a calar la estrecha hendidura, con resultados
evidentemente satisfactorios. Empujando, prensando, restregándose contra ella,
el Superior inició deliciosos movimientos, que dieron como resultado despertar
tanto su susceptibilidad como la de su compañera. Lo revelaba su pene, cada vez
más duro y de mayor tamaño. —¡Empuja! Oh, empuja más hondo! —murmuró Bella.
Entretanto Ambrosio y Clemente, cuyo deseo no admitía espera, trataron de
apoderarse de alguna parte de la muchacha. Clemente puso su enorme miembro en la
dulce mano de ella, y Ambrosio, sin acobardarse, trepó sobre el cofre y llevó la
punta de su voluminoso pene a sus delicados labios. Al cabo de un momento el
Superior dejó de asumir su lasciva posición. Bella se alzó sobre el canto del
cofre. Ante ella se encontraban los tres hombres, cada uno de ellos con el
miembro erecto, presentando armas. La cabeza del enorme aparato de Clemente
estaba casi volteada contra su craso vientre. El vestido de Bella estaba
recogido hasta su cintura, dejando expuestas sus piernas y muslos, y entre éstos
la rosada y lujuriosa fisura, en aquellos momentos enrojecida y excitada por los
rápidos movimientos de entrada y salida del miembro del Superior. —¡Un momento!
—ordenó éste—. Vamos a poner orden en nuestros goces. Esta hermosa muchacha nos
tiene que dar satisfacción a los tres: por lo tanto es menester que regulemos
nuestros placeres permitiéndole que pueda soportar los ataques que
desencadenemos. Por mi parte no me importa ser el primero o el segundo, pero
como Ambrosio se viene como un asno, y llena de humo todas las regiones donde
penetra, propongo pasar yo por delante. Desde luego, Clemente debería ocupar el
tercer lugar, ya que con su enorme miembro puede partir en dos a la muchacha, y
echaremos a perder nuestro juego. —La vez anterior yo fui el tercero —exclamó
Clemente—. No veo razón alguna para que sea yo siempre el último. Reclamo el
segundo lugar. —Está bien, así será —declaró el Superior—. Tú, Ambrosio,
compartirás un nido resbaladizo. —No estoy conforme —replicó el decidido
eclesiástico....... Si tú vas por delante, y Clemente tiene que ser el segundo,
pasando por delante de mí, yo atacaré la retaguardia, y así verteré mi ofrenda
por otra vía. —¡Hacerlo como os plazca! —gritó Bella—. Lo aguantaré todo; pero,
padrecitos, daos prisa en comenzar. Una vez más el Superior introdujo su arma,
inserción que Bella recibió con todo agrado. Lo abrazó, se apretó contra él, y
recibió los chorros de su eyaculación con verdadera pasión extática de su parte.
Seguidamente se presentó Clemente. Su monstruoso instrumento se encontraba ya
entre las rollizas piernas de la joven Bella. La desproporción resultaba
evidente, pero el cura era tan fuerte y lujurioso como enorme en su tamaño, y
tras de varias tentativas violentas e infructuosas, consiguió introducir-se. y
comenzó a profundizar en las partes de ella con su miembro de mulo. No es
posible dar una idea de la forma en que las terribles proporciones del pene de
aquel hombre excitaban la lasciva imaginación de Bella, como vano sería también
intentar describir la frenética pasión que le despertaba el sentirse ensartada y
distendida por el inmenso órgano genital del padre Clemente. Después de una
lucha que se llevó diez minutos completos, Bella acabó por recibir aquella
ingente masa hasta los testículos, que se comprimían contra su ano. Bella se
abrió de piernas lo más posible, y le permitió al bruto que gozara a su antojo
de sus encantos. Clemente no se mostraba ansioso por terminar con su deleite, y
tardó un cuarto de hora en poner fin a su goce por medio de dos violentas
descargas. Bella las recibió con profundas muestras de deleite, y mezcló una
copiosa emisión de su parte con los espesos derrames del lujurioso padre. Apenas
había retirado Clemente su monstruoso miembro del interior de Bella, cuando ésta
cayó en los también poderosos brazos de Ambrosio, De acuerdo con lo que había
manifestado anteriormente, Ambrosio dirigió su ataque a las nalgas, y con
bárbara violencia introdujo la palpitante cabeza de su instrumento entre los
tiernos pliegues del orificio trasero. En vano batallaba para poder alojarlo. La
ancha cabeza de su arma era rechazada a cada nuevo asalto, no obstante la brutal
lujuria con que trataba de introducirse, y el inconveniente que representaba el
que se encontraban de pie. Pero Ambrosio no era fácil de derrotar. Lo intentó
una y otra vez, hasta que en uno de sus ataques consiguió alojar la punta del
pene en el delicioso orificio. Una vigorosa sacudida consiguió hacerlo penetrar
unos cuantos centímetros más, y de una sola embestida el lascivo sacerdote
consiguió enterrarlo hasta los testículos. Las hermosas nalgas de Bella ejercían
un especial atractivo sobre el lascivo sacerdote. Una vez que hubo logrado la
penetración gracias a sus brutales esfuerzos, se sintió excitado en grado
extremo, Empujó el largo y grueso miembro hacia adentro con verdadero éxtasis,
sin importarle el dolor que provocaba con la dilatación, con tal de poder
experimentar la delicia que le causaban las contracciones de las delicadas y
juveniles partes íntimas de ella. Bella lanzó un grito aterrador al sentirse
empalada por el tieso miembro de su brutal violador, y empezó una desesperada
lucha por escapar, pero Ambrosio la retuvo, pasando sus forzudos brazos en torno
a su breve cintura, y consiguió mantenerse en el interior del febricitante
cuerpo de Bella, sin cejar en su esfuerzo invasor. Paso a paso, empeñada en esta
lucha, la jovencita cruzó toda la estancia, sin que Ambrosio dejara de tenerla
empalada por detrás. Como es lógico. este lascivo espectáculo tenía que surtir
efecto en los espectadores. Un estallido de risas surgió de las gargantas de
éstos, que comenzaron a aplaudir el vigor de su compañero, cuyo rostro, rojo y
contraído, testimoniaba ampliamente sus placenteras emociones. Pero el
espectáculo despertó. además de la hilaridad, los deseos de los dos testigos.
cuyos miembros comenzaron a dar muestras de que en modo alguno se consideraban
satisfechos. En su caminata, Bella había llegado cerca del Superior, el cual la
tomó en sus brazos, circunstancias que aprovechó Ambrosio para comenzar a mover
su miembro dentro de las entrañas de ella, cuyo intenso calor le proporcionaba
el mayor de los deleites. La posición en que se encontraban ponía los encantos
naturales de Bella a la altura de los labios del Superior, el cual
instantáneamente los pegó a aquellos, dándose a succionar en la húmeda rendija.
Pero la excitación provocada de esta manera exigía un disfrute más sólido, por
lo que, tirando de la muchacha para que se arrodillara, al mismo tiempo que él
tomaba asiento en su silla, puso en libertad a su ardiente miembro, y lo
introdujo rápidamente dentro del suave vientre de ella. Así, Bella se encontró
de nuevo entre dos fuegos, y las fieras embestidas del padre Ambrosio por la
retaguardia se vieron complementadas con los tórridos esfuerzos del padre
Superior en otra dirección. Ambos nadaban en un mar de deleites sensuales: ambos
se entregaban de lleno en las deliciosas sensaciones que experimentaban,
mientras que su víctima, perforada por delante y por detrás por sus engrosados
miembros, tenía que soportar de la mejor manera posible sus excitados
movimientos. Pero todavía le aguardaba a la hermosa otra prueba de fuego, pues
no bien el vigoroso Clemente pudo atestiguar la estrecha conjunción de sus
compañeros, se sintió inflamado por la pasión, se montó en la silla por detrás
del Superior, y tomando la cabeza de la pobre Bella depositó su ardiente arma en
sus rosados labios. Después avanzando su punta, en cuya estrecha apertura se
apercibían ya prematuras gotas, la introdujo en la linda boca de la muchacha,
mientras hacía que con su suave mano le frotara el duro y largo tronco.
Entretanto Ambrosio sintió en el suyo los efectos del miembro introducido por
delante por el Superior, mientras que el de éste, igualmente excitado por la
acción trasera del padre, sentía aproximarse los espasmos que acompañan a la
eyaculación. Empero, Clemente fue el primero en descargar, y arrojó un abundante
chaparrón en la garganta de la pequeña Bella. Le siguió Ambrosio, que, echándose
sobre sus espaldas, lanzó un torrente de leche en sus intestinos, al propio
tiempo que el Superior inundaba su matriz.
Así rodeada, Bella recibió la descarga unida de los tres
vigorosos sacerdotes.
Capítulo V
Tres días despues de los acontecimientos relatados en las páginas
precedentes, Bella compareció tan sonrosada y encantadora como siempre en el
salón de recibimiento de su tío. En el ínterin, mis movimientos habían sido
erráticos, ya que en modo alguno era escaso mi apetito, y cualquier nuevo
semblante posee para mí siempre cierto atractivo, que me hace no prolongar
demasiado la residencia en un solo punto. Fue así como alcancé a oír una
conversación que no dejó de sorprenderme algo, y que no vacilo en revelar pues
está directamente relacionada con los sucesos que refiero. Por medio de ella
tuve conocimiento del fondo y la sutileza de carácter del astuto padre Ambrosio.
No voy a reproducir aquí su discurso, tal como lo oí desde mi posición
ventajosa. Bastará con que mencione los puntos principales de su exposición, y
que informe acerca de sus objetivos. Era manifestó que Ambrosio estaba
inconforme y desconcertado por la súbita participación de sus cofrades en la
última de sus adquisiciones, y maquinó un osado y diabólico plan para frustrar
su interferencia, al mismo tiempo que para presentarlo a él como completamente
ajeno a la maniobra. En resumen, y con tal fin, Ambrosio acudió directamente al
tío de Bella, y le relató cómo había sorprendido a su sobrina y a su joven
amante en el abrazo de Cupido, en forma que no dejaba duda acerca de que había
recibido el último testimonio de la pasión del muchacho, y correspondido a ella.
Al dar este paso el malvado sacerdote presequía una finalidad ulterior. Conocía
sobradamente el carácter del hombre con el que trataba, y también sabía que una
parte importante de su propia vida real no era del todo desconocida del tío. En
efecto, la pareja se entendía a la perfección. Ambrosio era hombre de fuertes
pasiones, sumamente erótico, y lo mismo suceda con el tío de Bella. Este último
se había confesado a fondo con Ambrosio, y en el curso de sus confesiones había
revelado unos deseos tan irregulares, que el sacerdote no tenía duda alguna de
que lograría hacerle partícipe del plan que había imaginado. Los ojos del señor
Verbouc hacía tiempo que habían codiciado en secreto a su sobrina. Se lo había
confesado. Ahora Ambrosio le aportaba pruebas que abrían sus ojos a la realidad
de que ella había comenzado a abrigar sentimientos de la misma naturaleza hacia
el sexo opuesto. La condición de Ambrosio se le vino a la mente. Era su confesor
espiritual, y le pidió consejo . El santo varón le dio a entender que había
llegado su oportunidad, y que redundaría en ventaja para ambos compartir el
premio. Esta proposición tocó una fibra sensible en el carácter de Verbouc, la
cual Ambrosio no ignoraba. Si algo podía proporcionarle un verdadero goce
sensual, o ponerle más encanto al mismo, era presenciar el acto de la cópula
carnal, y completar luego su satisfacción con una segunda penetración de su
parte, para eyacular en el cuerpo del propio paciente. El pacto quedó así
sellado. Se buscó la oportunidad que garantizara el necesario secreto (la tía de
Bella era una minusválida que no salía de su habitación>, y Ambrosio preparó a
Bella para el suceso que iba a desarrollarse. Después de un discurso preliminar,
en el que le advirtió que no debía decir una sola palabra acerca de su intimidad
anterior, y tras de informarle que su tío había sabido, quién sabe por qué
conducto, lo ocurrido con su novio, le fue revelando poco a poco los proyectos
que había elaborado. Incluso le habló de la pasión que había despertado en su
tío, para decirle después, lisa y llanamente, que la mejor manera de evitar su
profundo resentimiento sería mostrarse obediente a sus requerimientos, fuesen
los que fuesen. El señor Verbouc era un hombre sano y de robusta constitución,
que rondaba los cincuenta años. Como tío suyo que era, siempre le había
inspirado profundo respeto a Bella, sentimiento en el que estaba mezclado algo
de temor por su autoritaria presencia. Se había hecho cargo de ella desde la
muerte de su hermano, y la trató siempre, si no con afecto, tampoco con despego,
aunque con reservas que eran naturales dado su carácter. Evidentemente Bella no
tenía razón alguna para esperar clemencia de su parte en una ocasión tal, ni
siquiera que su pariente encontrara una excusa para ella. No me explayaré en el
primer cuarto de hora, las lágrimas de Bella, el embarazo con que recibió los
abrazos demasiado tiernos de su tío, y las bien merecidas censuras. La
interesante comedia siguió por pasos contados, hasta que el señor Verbouc colocó
a su hermosa sobrina sobre sus piernas, para revelarle audazmente el propósito
que se había formulado de poseerla.
—No debes ofrecer una resistencia tonta, Bella —explicó su tío—. No dudaré ni
aparentaré recato. Basta con que este buen padre haya santificado la operación,
para que posea tu cuerpo de igual manera que tu imprudente compañerito lo gozó
ya con tu consentimiento. Bella estaba profundamente confundida. Aunque sensual,
como hemos visto ya, y hasta un punto que no es habitual en una edad tan tierna
como la suya, se había educado en el seno de las estrictas conveniencias creadas
por el severo y repelente carácter de su pariente. Todo lo espantoso del delito
que se le proponía aparecía ante sus ojos. Ni siquiera la presencia y supuesta
aquiescencia del padre Ambrosio podían aminorar el recelo con que contemplaba la
terrible proposición que se le hacía abiertamente. Bella temblaba de sorpresa y
de terror ante la naturaleza del delito propuesto. Esta nueva actitud la
ofendía. El cambio habido entre el reservado y severo tío, cuya cólera siempre
había lamentado y temido, y cuyos preceptos estaba habituada a recibir con
reverencia, y aquel ardiente admirador, sediento de los favores que ella acababa
de conceder a otro, la afectó profundamente, aturdiéndola y disgustándola
Entretanto el señor Verbouc, que evidentemente no estaba dispuesto a concederle
tiempo para reflexionar. y cuya excitación era visible en múltiples aspectos,
tomó a su joven sobrina en sus brazos, y no obstante su renuencia, cubrió su
cara y su garganta de besos apasionados y prohibidos. Ambrosio, hacia el cual se
había vuelto la muchacha ante esta exigencia, no le proporcionó alivio; antes al
contrario, con una torva sonrisa provocada por la emoción ajena, alentaba a
aquél con secretas miradas a seguir adelante con la satisfacción de su placer y
su lujuria. En tales circunstancias adversas toda resistencia se hacía difícil.
Bella era joven e infinitamente impotente, por comparación. bajo el firme abrazo
de su pariente. Llevado al frenesí por el contacto y las obscenas caricias que
se permitía, Verbouc se dispuso con redoblado afán a posesionarse de la persona
de su sobrina. Sus nerviosos dedos apresaban va el hermoso satín de sus muslos.
Otro empujón firme, y no obstante que Bella sequía cerrándolos firmemente en
defensa de su sexo, la lasciva mano alcanzó los rosados labios del mismo, y los
dedos temblorosos separaron la cerrada y húmeda hendidura, fortificación que
defendía su recato.
Hasta ese momento Ambrosio no había sido más que un callado observador del
excitante conflicto. Pero no llegar a este punto se adelantó también, y pasando
su poderoso brazo izquierdo en torno a la esbelta cintura de la muchacha,
encerró en su derecha las dos pequeñas manos de ella, las que, así sujetas, la
dejaban fácilmente a merced de las lascivas caricias de su pariente. —Por
caridad —suplico ella, jadeante por sus esfuerzos—. ¡Soltadme! ¡Es demasiado
horrible! ¡Es monstruoso! ¿Cómo podéis ser tan crueles? ¡Estoy perdida! —En modo
alguno estás perdida linda sobrina —replicó el tío—. Sólo despierta a los
placeres que Venus reserva para sus devotos, y cuyo amor guarda para aquellos
que tienen la valentía de disfrutadlos mientras les es posible hacerlo. —He sido
espantosamente engañada —gritó Bella, poco convencida por esta ingeniosa
explicación—. Lo veo todo claramente. ¡Qué vergüenza! No puedo permitíroslo. no
puedo! ¡Oh, no de ninguna manera! ¡Madre santa! ¡Soltadme, tío! ¡Oh! ¡Oh!
—Estate tranquila, Bella, Tienes que someterte. Sí no me lo permites de otra
manera, lo tomaré por la fuerza. Así que abre estas lindas piernas; déjame
sentir el exquisito calorcito de estos suaves y lascivos muslos; permíteme que
ponga mí mano sobre este divino vientre... ¡Estate quieta, loquita! Al fin eres
mía. ¡Oh, cuánto he esperado esto, Bella! Sin embargo, Bella ofrecía todavía
cierta resistencia, que sólo servía para excitar todavía más el anormal apetito
de su asaltante, mientras Ambrosio la seguía sujetando firmemente. —¡Oh, qué
hermosas nalgas! —exclamó Verbouc, mientras deslizaba sus intrusas manos por los
aterciopelados muslos de la pobre Bella, y acariciaba los redondos mofletes de
sus posaderas—. ¡Ah, qué glorioso coño! Ahora es todo para mí, y será
debidamente festejado en el momento oportuno. —¡Soltadme! —gritaba Bella—. ;Oh.
oh! Estas últimas exclamaciones surgieron de la garganta de la atormentada
muchacha mientras entre los dos hombres se la forzaba a ponerla de espaldas
sobre un sofá próximo. Cuando cayó sobre él se vio obligada a recostarse, por
obra del forzudo Ambrosio, mientras el señor Verbouc, que había levantado los
vestidos de ella para poner al descubierto sus piernas enfundadas en medias de
seda, y las formas exquisitas de su sobrina, se hacía para atrás por un momento
para disfrutar la indecente exhibición que Bella se veía forzada a hacer. —Tío
¿estáis loco? -gritó Bella una vez más, mientras que con sus temblorosas
extremidades luchaba en vano por esconder las lujuriosas desnudeces exhibidas en
toda su crudeza—. ¡Por favor, soltadme! —Sí, Bella, estoy loco, loco de pasión
por ti, loco de lujuria por poseerte, por disfrutarte, por saciarme con tu
cuerpo. La resistencia es inútil. Se hará mi voluntad, y disfrutaré de estos
lindos encantos; en el interior de esta estrecha y pequeña funda. Al tiempo que
decía esto, el señor Verbouc se aprestaba al acto final del incestuoso drama.
Desabrochó sus prendas inferiores, y sin consideración alguna de recato exhibió
licenciosamente ante los ojos de su sobrina las voluminosas y rubicundas
proporciones de su excitado miembro que, erecto y radiante, veía hacia ella con
aire amenazador. Un instante después se arrojó sobre su presa, firmemente
sostenida sobre sus espaldas por el sacerdote, y aplicando su arma rampante
contra el tierno orificio, trató de realizar la conjunción insertando aquel
miembro de largas y anchas proporciones en el cuerpo de su sobrina. Pero las
continuas contorsiones del lindo cuerpo de Bella, el disgusto y horror que se
habían apoderado de la misma, y las inadecuadas dimensiones de sus no maduras
partes, constituían efectivos impedimentos para que el tío alcanzara la victoria
que esperó conseguir fácilmente, Nunca deseé más ardientemente que en aquellos
momentos contribuir a desarmar a un campeón, y enternecida por los lamentos de
la gentil Bella, con el cuerpo de una pulga, pero con el alma de una avispa, me
lancé de un brinco al rescate. Hundir mi lanceta en la sensible cubierta del
escroto del señor Verbouc fue cuestión de un segundo, y surtió el efecto
deseado. Una aguda sensación de dolor y comezón le hicieron detenerse. El
intervalo fue fatal, ya que unos momentos después los muslos y el vientre de la
joven Bella se vieron cubiertos por el líquido que atestiguaba el vigor de su
incestuoso pariente. Las maldiciones, dichas no en voz alta, pero sí desde lo
más hondo, siguieron a este inesperado contratiempo. El aspirante a violador
tuvo que retirarse de su ventajosa posición e, incapaz de proseguir la batalla,
retiró el arma inútil. No bien hubo librado el señor Verbouc a su sobrina de la
molesta situación en que se encontraba, cuando el padre Ambrosio comenzó a
manifestar la violencia de su propia excitación, provocada por la pasiva
contemplación de la erótica escena. Mientras daba satisfacción al sentido del
acto, manteniendo firmemente asida con su poderoso abrazo a Bella, su hábito no
pedía disimular por la parte delantera del estado de rigidez que su miembro
había adquirido. Su temible arma, desdeñando al parecer las limitaciones
impuestas por la ropa, se abrió paso entre ellas para aparecer protuberante, con
su redonda cabeza desnuda y palpitante por el ansia de disfrute. —¡Ah! exclamó
el otro, lanzando una lasciva mirada al distendido miembro de su confesor—. He
aquí un campeón que no conocerá la derrota, lo garantizo —y tomándolo
deliberadamente en sus manos, dióse a manipularlo con evidente deleite. — ;Qué
monstruo! ¡Cuán fuerte es y cuán tieso se mantiene! El padre Ambrosio se
levantó, denunciando la intensidad de su deseo por lo encendido cíe1 rostro, y
colocando a la asustada Bella en posición más propicia, llevó su roja
protuberancia a la húmeda abertura, y procedió a introducirla dentro con
desesperado esfuerzo. Dolor, excitación y anhelo vehemente recorrían todo el
sistema nervioso de la víctima de su lujuria a cada nuevo empujón. Aunque no era
esta la primera vez que el padre Ambrosio haba tocado entradas como aquélla,
cubierta de musgo, el hecho de que estuviera presente su tío, lo indecoroso de
toda la escena, el profundo convencimiento —que por vez primera se le hacía
presente— del engaño de que habla sido víctima por parte del padre y de su
egoísmo, fueron elementos que se combinaron para sofocar en su interior aquellas
extremas sensaciones de placer que tan poderosamente se habían manifestado
otrora. Pero la actuación de Ambrosio no le dio tiempo a Bella para reflexionar,
ya que al sentir la suave presión, como la de un guante, de su delicada vaina,
se apresuró a completar la conjunción lanzándose con unas pocas vigorosas y
diestras embestidas a hundir su miembro en el cuerpo de ella hasta los
testículos. Siguió un intervalo de refocilamiento bárbaro, de rápidas acometidas
y presiones, firmes y continuas, hasta que un murmullo sordo en la garganta de
Bella anunció que la naturaleza reclamaba en ella sus derechos, y que el combate
amoroso había llegado a la crisis exquisita, en la que espasmos de
indescriptible placer recorren rápida y voluptuosamente el sistema nervioso; con
la cabeza echada hacia atrás, los labios partidos y los dedos crispados, su
cuerpo adquirió la rigidez inherente a estos absorbentes efectos, en el curso de
los cuales la ninfa derrama su juvenil esencia para mezclarla con los chorros
evacuados por su amante. El contorsionado cuerpo de Bella, sus ojos vidriosos y
sus manos temblorosas, revelaban a las claras su estado, sin necesidad de que lo
delatara también el susurro de éxtasis que se escapaba trabajosamente de sus
labios temblorosos. La masa entera de aquella potente arma, ahora bien
lubricada, trabajaba deliciosamente en sus juveniles partes. La excitación de
Ambrosio iba en aumento por momentos, y su miembro, rígido como el hierro,
amenazaba a cada empujón con descargar su viscosa esencia. —¡Oh, no puedo
aguantar más! ¡Siento que me viene la leche, Verbouc! Tiene usted que joderla.
Es deliciosa. Su vaina me ajusta como un guante. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Más vigorosas y
más frecuentes embestidas —un brinco poderoso— una verdadera sumersión del
robusto hombre dentro de la débil figurita de ella, un abrazo apretado, y Bella,
con inefable placer, sintió la cálida inyección que su violador derramaba en
chorros espesos y viscosos muy adentro de sus tiernas entrañas. Ambrosio retiro
su vaporizante pene con evidente desgano, dejando expuestas las relucientes
partes de la jovencita, de las cuales manaba una espesa masa de secreciones.
—Bien —exclamó Verbouc, sobre quien la escena había producido efectos sumamente
excitantes—. Ahora me llegó el turno, buen padre Ambrosio. Ha gozado usted a mi
sobrina bajo mis ojos conforme lo deseaba, y a fe mía que ha sido bien violada.
Ella ha compartido los placeres con usted; mis previsiones se han visto
confirmadas; puede recibir y puede disfrutar, y uno puede saciarse en su cuerpo.
Bien. Voy a empezar. Al fin llegó mi oportunidad; ahora no puede escapárseme.
Daré satisfacción a un deseo largamente acariciado. Apaciguaré esa insaciable
sed de lujuria que despierta en mí la hija de mí hermano. Observad este miembro;
ahora levanta su roja cabeza. Expresa mi deseo por ti, Bella. Siente, mi querida
sobrina, cuánto se han endurecido los testículos de tu tío. Se han llenado para
ti. Eres tú quien ha logrado que esta cosa se haya agrandado y enderezado tanto:
eres tú la destinada a proporcionarle alivio. ¡Descubre su cabeza, Bella!
Tranquila, mi chiquilla; permitidme llevar tu mano. ¡Oh, déjate de tonterías!
Sin rubores ni recato. Sin resistencia. ¿Puedes advertir su longitud? Tienes que
recibirlo todo en esa caliente rendija que el padre Ambrosio acaba de rellenar
tan bien. ¿Puedes ver los grandes globos que penden por debajo, Bella? Están
llenos del semen que voy a descargar para goce tuyo y mío. Sí, Bella, en el
vientre de la hija de mi hermano. La idea del terrible incesto que se proponía
consumar ana-día combustible al fuego de su excitación, y le provocaba una
superabundante sensación de lasciva impaciencia, revelada tanto por su
enrojecida apariencia, como por la erección del dardo con el que amenazaba las
húmedas partes de Bella. El señor Verbouc tomó medidas de seguridad. No había,
en realidad, y tal como lo había dicho, escapatoria para Bella. Se subió sobre
su cuerpo y le abrió las piernas, mientras Ambrosio la mantenía firmemente
sujeta. El violador vio llegada la oportunidad. El camino estaba abierto, los
blancos muslos bien separados, los rojos y húmedos labios del coño de la linda
jovencita frente a él. No podía esperar más. Abriendo los labios del sexo de su
sobrina, y apuntando la roja cabeza de su arma hacia la prominente vulva, se
movió hacia adelante, y de un empujón y con un alarido de placer sensual la
hundió en toda su longitud en el vientre de Bella. —¡Oh, Dios! ¡Por fin estoy
dentro de ella! —chillaba Verbouc—. ¡Oh! ¡Ah! ¡Qué placer! ¡Cuán hermosa es!
¡Cuán estrecho! ¡Oh! El buen padre Ambrosio sujetó a Bella más firmemente. Esta
hizo un esfuerzo violento, y dejó escapar un grito de dolor y de espanto cuando
sintió entrar el turgente miembro de su tío que, firmemente encajado en la
cálida persona de su víctima, comenzó una rápida y briosa carrera hacia un
placer egoísta. Era el cordero en las fauces del lobo, la paloma en las garras
del águila. Sin piedad ni atención siquiera por los sentimientos de ella, atacó
por encima de todo hasta que, demasiado pronto para su propio afán lascivo,
dando un grito de placentero arrobo, descargó en el interior de su sobrina un
abundante torrente de su incestuoso fluido. Una y otra vez los dos infelices
disfrutaron de su víctima. Su fogosa lujuria, estimulada por la contemplación
del placer experimentado por el otro, los arrastró a la insania. Bien pronto
trató Ambrosio de atacar a Bella por las nalgas, pero Verbouc, que sin duda
tenía sus motivos para prohibírselos, se opuso a ello. El sacerdote, empero. sin
cohibirse, bajó la cabeza de su enorme instrumento para introducirlo por detrás
en el sexo de ella. Verbouc se arrodilló por delante para contemplar el acto, al
concluir el cual —con verdadero deleite— dióse a succionar los labios del bien
relleno coño de su sobrina. Aquella noche acompañé a Bella a la cama, pues a
pesar de que mis nervios habían sufrido el impacto de un espantoso choque, no
por ello había disminuido mi apetito, y fue una fortuna que mi joven protegida
no poseyera una piel tan irritable como para escocerse demasiado por mis afanes
para satisfacer mi natural apetito. El descanso siguió a la cena con que repuse
mis energías, y hubiera encontrado un retiro seguro y deliciosamente cálido en
el tierno musgo que cubría el túmulo de la linda Bella, de no haber sido porque,
a medianoche, un violento alboroto vino a trastornar mi digno reposo. La
jovencita había sido sujetada por un abrazo rudo y poderoso, y una pesada
humanidad apisonaba fuertemente su delicado cuerpo. Un grito ahogado acudió a
los atemorizados labios de ella, y en medio de sus vanos esfuerzos por escapar,
y de sus no más afortunadas medidas para impedir la consumación de los
propósitos de su asaltante, reconocí la voz y la persona del señor Verbouc. La
sorpresa había sido completa, y al cabo tenía que resultar inútil la débil
resistencia que ella podía ofrecer. Su tío, con prisa febril y terrible
excitación provocada por el contacto con sus aterciopeladas extremidades, tomó
posesión de sus más secretos encantos y presa de su odiosa lujuria adentró su
pene rampante en su joven sobrina. Siguió a continuación una furiosa lucha, en
la que cada uno desempeñaba un papel distinto. El violador, igualmente
enardecido por las dificultades de su conquista, y por las exquisitas
sensaciones que estaba experimentando, enterró su tieso miembro en la lasciva
funda, y trató por medio de ansiosas acometidas de facilitar una copiosa
descarga, mientras que Bella, cuyo temperamento no era lo suficientemente
prudente como para resistir la prueba de aquel violento y lascivo ataque, se
esforzaba en vano por contener los violentos imperativos de la naturaleza
despertados por la excitante fricción, que amenazaban con traicionaría, hasta
que al cabo, con grandes estremecimientos en sus miembros y la respiración
entrecortada, se rindió y descargó su derrame sobre el henchido dardo que tan
deliciosamente palpitaba en su interior.
El señor Verbouc tenía plena conciencia de lo ventajoso de su situación, y
cambiando de táctica como general prudente, tuvo buen cuidado de no expeler
todas sus reservas, y provoco un nuevo avance de parte de su gentil adversaria.
Verbouc no tuvo gran dificultad en lograr su propósito, si bien la pugna pareció
excitarlo hasta el frenesí. La cama se mecía y se cimbraba: la habitación entera
vibraba con la trémula energía de su lascivo ataque; ambos cuerpos se
encabritaban y rodaban, convirtiéndose en una sola masa. La injuria, fogosa e
impaciente, los llevaba hasta el paroxismo en ambos lados. El daba estocadas,
empujaba, embestía, se retiraba hasta dejar ver la ancha cabeza enrojecida de su
hinchado pene junto a los rojos labios de las cálidas partes de Bella, para
hundirlo luego hasta los negros pelos que le nacían en el vientre, y se
enredaban con el suave y húmedo musgo que cubría el monte de Venus de su
sobrina, hasta que un suspiro entrecortado delató el dolor y el placer de ella.
De nuevo el triunfo le había correspondido a él, y mientras su vigoroso miembro
se envainaba hasta las raíces en el suave cuerpo de ella, un tierno, apagado y
doloroso grito habló de su éxtasis cuando, una vez más, el espasmo de placer
recorrió todo su sistema nervioso. Finalmente, con un brutal gruñido de triunfo,
descargó una tórrida corriente de líquido viscoso en lo más recóndito de la
matriz de ella. Poseído por el frenesí de un deseo recién renacido y todavía no
satisfecho con la posesión de tan linda flor, el brutal Verbouc dio vuelta al
cuerpo de su semidesmayada sobrina, para dejar a la vista sus atractivas nalgas.
Su objeto era evidente, y lo fue más cuando, untando el ano de ella con la leche
que inundaba su sexo, empujó su índice lo más adentro que pudo. Su pasión había
llegado de nuevo a un punto febril. Encaminó su pene hacia las rotundas nalgas,
y encimándose sobre su cuerpo recostado, situó su reluciente cabeza sobre el
pequeño orificio, esforzándose luego por adentrarse en él. Al cabo consiguió su
propósito, y Bella recibió en su recto, en toda su extensión, la vara de su tío.
La estrechez de su ano proporcionó al mismo el mayor de los placeres, y siguió
trabajando lentamente de atrás hacía adelante durante un cuarto de hora por lo
menos, al cabo de cuyo lapso su aparato habla adquirido la rigidez del hierro, y
descargó en las entrañas de su sobrina torrentes de leche. Ya había amanecido
cuando el señor Verbouc soltó a su sobrina del abrazo lujurioso en que había
saciado su pasión, logrado lo cual se deslizó exhausto para buscar abrigo en su
trío lecho. Bella, por su parte, ahíta y rendida, se sumió en un pesado sueño,
del que no despertó hasta bien avanzado el día. Cuando salió de nuevo de su
alcoba. Bella había experimentado un cambio que no le importaba ni se esforzaba
en lo más mínimo por analizar. La pasión se había posesionado de ella para
formar parte de su carácter; se habían despertado en su interior fuertes
emociones sexuales, y les había dado satisfacción. El refinamiento en la entrega
a las mismas había generado la lujuria, y la lascivia había facilitado el camino
hacia la satisfacción de los sentidos sin comedimiento, e incluso por vías no
naturales. —Bella —casi una chiquilla inocente hasta bacía bien poco— se había
convertido de repente en una mujer de pasiones vio-. lentas y de lujuria
incontenible.
Capítulo VI
No he de incomodar al lector con el relato de cómo sucedió que
un día me encontré cómodamente oculto en la persona del buen padre Clemente; ni
me detendré a explicar cómo fue que estuve presente cuando el mismo eclesiástico
recibió en confesión a una elegante damita de unos veinte años de edad. Pronto
descubrí, por la marcha de su conversación, que aunque relacionada de cerca con
personas de rango, la dama no poseía títulos, si bien estaba casada con uno de
los más ricos terratenientes de la población. Los nombres no interesan aquí. Por
lo tanto suprimo el de esta linda penitente. Después que el confesor hubo
impartido su bendición tras de poner fin a la ceremonia por medio de la cual
había entrado en posesión de lo más selecto de los secretos de la joven
se-flora, nada renuente, la condujo de la nave de la iglesia a la misma pequeña
sacristía donde Bella recibió su primera lección de copulación santificada. Pasó
el cerrojo a la puerta y no se perdió tiempo. La dama se despojó de sus ropas, y
el fornido confesor abrió su sotana para dejar al descubierto su enorme arma,
cuya enrojecida cabeza se alzaba con aire amenazador. No bien se dio cuenta de
esta aparición, la dama se apoderó del miembro, como quien se posesiona a como
dé lugar de un objeto de deleite que no le es de ninguna manera desconocido. Su
delicada mano estrujó gentilmente el enhiesto pilar que constituía aquel tieso
músculo, mientras con los ojos lo devoraba en toda su extensión y sus henchidas
proporciones. —Tienes que metérmelo por detrás —comentó la dama—. En leorette.
Pero debes tener mucho cuidado, ¡es tan terriblemente grande! Los ojos del padre
Clemente centelleaban en su pelirroja cabezota, y en su enorme arma se produjo
un latido espasmódico que hubiera podido alzar una silla. Un segundo después la
damita se había arrodillado sobre la silla, y el padre Clemente, aproximándose a
ella, levantó sus finas y blancas ropas interiores para dejar expuesto un
rechoncho y redondeado trasero, bajo el cual, medio escondido entre unos
turgentes muslos, se veían los rojos labios de una deliciosa vulva, profusamente
sombreada por matas de pelos castaños que se rizaban en torno a ella. Clemente
no esperó mayores incentivos. Escupiendo en la punta de su miembro, colocó su
cálida cabeza entre los húmedos labios y después, tras muchas embestidas y
esfuerzos, consiguió hacerlo entrar hasta los testículos. Se adentró más... y
más.., y más, hasta que dio la impresión de que el hermoso recipiente no podría
admitir más sin peligro de sufrir daño en sus órganos vitales, Entre tanto el
rostro de ella reflejaba el extraordinario placer que le provocaba el gigantesco
miembro. De pronto el padre Clemente se detuvo. Estaba dentro hasta los
testículos. Sus pelos rojos y crispados acosaban los orondos cachetes de las
nalgas de la dama. Esta había recibido en el interior de su cuerpo, en toda su
longitud, la vaina del cura. Entonces comenzó un encuentro que sacudía la banca
y todos los muebles de la habitación. Asiéndose con ambos brazos en torno al
frágil cuerpo de ella, el sensual sacerdote se tiraba a fondo en cada embestida,
sin retirar más que la mitad de la longitud de su miembro, para poder adentrarse
mejor en cada ataque, hasta que la dama comenzó a estremecerse por efecto de las
exquisitas sensaciones que le proporcionaba un asalto de tal naturaleza. A poco,
con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia adelante, derramé sobre el invasor
la cálida esencia de su naturaleza, El padre Clemente, entretanto, seguía
accionando en el interior de la caliente vaina, y a cada momento su arma se
endurecía más, hasta llegar a asemejarse a una barra de acero sólido. Pero todo
tiene su fin, y también lo tuvo el placer del buen sacerdote, ya que después de
haber empujado, luchado, apretado y batido con furia, su vara no pudo resistir
más, y sintió alcanzar el punto de la descarga de su savia, llegando de esta
suerte al éxtasis. Llego por fin. Dejando escapar un grito hundió hasta la raíz
su miembro en el interior de la dama, y derramé en su matriz un abundante chorro
de leche. Todo había terminado, había pasado el último espasmo. había sido
derramada la última gota, y Clemente yacía como muerto. El lector no imaginará
que el buen padre Clemente iba a quedar satisfecho con sólo este único coup que
acababa de asestar con tan excelentes efectos, ni tampoco que la dama, cuyos
licenciosos apetitos habían sido tan poderosamente apaciguados, no deseaba ya
nuevos escarceos. Por el contrarío, esta cópula no había hecho más que despertar
las adormecidas facultades sensuales de ambos, y de nuevo sintieron despertar la
llama del deseo. La dama yacía sobre su espalda; su fornido violador se lanzó
sobre ella, y hundiendo su ariete hasta que se juntaron los pelos de ambos, se
vino de nuevo, llenando su matriz de un viscoso torrente. Todavía insatisfecha,
la lasciva pareja continué en su excitante pasatiempo. Esta vez Clemente se
recosté sobre su espalda, y la damita, tras de juguetear lascivamente con sus
enormes órganos genitales, tomó la roja cabeza de su pene entre sus rosados
labios, al tiempo que lo estimulaba con toquecitos enloquecedores hasta
conseguir el máximo de tensión, todo ello con una avidez que acabé por provocar
una abundante descarga de fluido espeso y caliente, que esta vez inundé su linda
boca y corrió garganta abajo. Luego la dama, cuya lascivia era por lo menos
igual a la de su confesor, se colocó sobre la corpulenta figura de éste, y tras
de haber asegurado otra gran erección, se empalé en el palpitante dardo hasta no
dejar a la vista nada más que las grandes bolas que colgaban debajo de la
endurecida arma. De esta manera succionó hasta conseguir una cuarta descarga de
Clemente. Exhalando un fuerte olor a semen, en virtud de las abundantes
eyaculaciones del sacerdote, y fatigada por la excepcional duración del
entretenimiento, dióse luego a contemplar cómodamente las monstruosas
proporciones y la capacidad fuera de lo común de su gigantesco confesor.
Capítulo VII
Bella tenía una amiga, una damita sólo unos pocos meses
mayor que ella, hija de un adinerado caballero, que vivía cerca del señor
Verbouc. Julia, sin embargo. era de temperamento menos ardiente y voluptuoso. y
Bella comprendió pronto que no habla madurado lo bastante para entender los
sentimientos pasionales, ni comprender los fuertes instintos que despierta el
placer.
Julia era ligeramente más alta que su joven amiga, algo menos rolliza, pero
con formas capaces de deleitar los ojos y cautivar el corazón de un artista por
lo perfecto de su corte y lo exquisito de sus detalles. Se supone que una pulga
no puede describir la belleza de las personas. ni siquiera la de aquellas que la
alimentan. Todo lo que puedo decir, por lo tanto, es que Julia Delmont
constituía a mi modo de ver un estupendo regalo, y algún día lo sería para
alguien del sexo opuesto. ya que estaba hecha para despertar el deseo del más
insensible de los hombres, y para encantar con sus graciosos modales y su
siempre placentera figura al más exigente adorador de Venus. El padre de Julia
poseía, como hemos dicho, amplios recursos; su madre era una bobalicona que se
ocupaba bien poco de su hija, o de otra cosa que no fueran sus deberes
religiosos, en el ejercicio de los cuales empleaba la mayor parte de su tiempo,
así como en visitar a las viejas devotas de la vecindad que estimulaban sus
predilecciones. El señor Delmont era relativamente joven. De constitución
robusta, estaba lleno de vida, y como quiera que su piadosa cónyuge estaba
demasiado ocupada para permitirle los goces matrimoniales a los que el pobre
hombre tenía derecho, éste los buscaba por Otros lados. El señor Delmont tenía
una amiga, una muchacha joven y linda que, según deduje, no estaba satisfecha
con limitarse a su adinerado protector. El señor Delmont en modo alguno limitaba
sus atenciones a su amiga; sus costumbres eran erráticas, y sus inclinaciones
francamente eróticas. En tales circunstancias, nada tiene de extraño que sus
ojos se fijaran en el hermoso cuerpo de aquel capullo en flor que era la sobrina
de su amigo, Bella. Ya había tenido oportunidad de oprimir su enguantada mano,
de besar —desde luego con aire paternal— su blanca mejilla, e incluso de colocar
su mano temblorosa —claro que por accidente— sobre sus rollizos muslos. En
realidad, Bella, mucho más experimentada que la mayoría de las muchachas de su
tierna edad, se había dado cuenta de que el señor Delmont sólo esperaba una
oportunidad para llevar las cosas a sus últimos extremos. Y esto era
precisamente lo que hubiera complacido a Bella, pero era vigilada demasiado de
cerca, y la nueva y desdichada situación en que acababa de entrar acaparaba
todos sus pensamientos . El padre Ambrosio, empero, se percataba bien de la
necesidad de permanecer sobre aviso, y no dejaba pasar oportunidad alguna,
cuando la joven acudía a su confesionario, para hacer preguntas directas y
pertinentes acerca de su comportamiento para con los demás, y de la conducta que
los otros observaban con su penitente. Así fue como Bella llegó a confesarle a
su guía espiritual los sentimientos engendrados en ella por el lúbrico proceder
del señor Delmont. El padre Ambrosio le dio buenos consejos, y puso
inmediatamente a Bella a la tarea de succionarle el pene. Una vez pasado este
delicioso episodio, y borradas que fueron las huellas del placer, el digno
sacerdote se dispuso con su habitual astucia, a sacar provecho de los hechos de
que acababa de tener conocimiento. Su sensual y vicioso cerebro no tardó en
concebir un plan cuya audacia e inquietud yo, un humilde insecto, no sé que haya
sido nunca igualada. Desde luego, en el acto decidió que la joven Julia tenía
algún día que ser suya. Esto era del todo natural. Pero para lograr este
objetivo, y divertirse al mismo tiempo con la pasión que indiscutiblemente Bella
había despertado en el señor Delmont, concibió una doble consumación, que debía
llevarse a cabo por medio del más indecoroso y repulsivo plan que jamás haya
oído el lector. Lo primero que había que hacer era despertar la imaginación de
Julia, y avivar en ella los latentes fuegos de la lujuria. Esta noble tarea la
confiaría el buen sacerdote a Bella, la que, debidamente instruida, se
comprometió fácilmente a realizarla. Puesto que ya se había roto el hielo en su
propio caso, Bella, a decir verdad, no deseaba otra cosa sino conseguir que
Julia fuera tan culpable como ella. Así que se dio a la tarea de corromper a su
joven amiga. Cómo lo logró, vamos a verlo a su debido tiempo.
Fue sólo unos días después de la iniciación de la joven Bella en los deleites
del delito en su forma incestuosa que hemos ya relatado, y en los que no había
tenido mayor experiencia porque el señor Verbouc tuvo que ausentarse del bogar.
A la larga, sin embargo, tenía que presentarse la nueva oportunidad, y Bella se
encontró por segunda vez, sola y serena, en compañía de su tío y del padre
Ambrosio. La tarde era fría, pero en la estancia reinaba un calor-cito
placentero por efecto de una estufa instalada en el lujoso departamento. Los
suaves y mullidos sofás y otomanas que amueblaban la habitación proporcionaban a
la misma un aire de indolencia y abandono. A la brillante luz de una lámpara
exquisitamente perfumada los dos hombres parecían elegantes devotos de Baco y de
Venus cuando se sentaron, ligeros de ropa, después de una suntuosa colación. En
cuanto a Bella, estaba por así decirlo excedida en belleza. Vistiendo un
encantador ‘negligie’, medio descubría y medio ocultaba aquellos encantos en
flor de que tan orgullosa podía mostrarse. Sus brazos, admirablemente bien
torneados, sus suaves piernas revestidas de seda, el seno palpitante, por el que
asomaban dos manzanitas blancas, exquisitamente redondeadas y rematadas en otras
tantas fresas, las bien formadas caderas, y unos diminutos pies aprisionados en
ajustados zapatitos, eran encantos que, sumados a otros muchos, formaban un
delicado y delicioso conjunto con el que se hubieran intoxicado las deidades
mismas, y en las que iban a complacerse los dos lascivos mortales. Se
necesitaba, empero, un pequeño incentivo más para aumentar la excitación de los
infames y anormales deseos de aquellos dos hombres que en dicho momento, con
ojos inyectados por la lujuria, contemplaban a su antojo el despliegue los
tesoros que estaba a su alcance. Seguros de que no habían de ser interrumpidos,
se disponían ambos a hacer los lascivos attouchements que darían satisfacción al
deseo de solazarse con lo que tenían a la vista. Incapaz de contener su
ansiedad, el sensual tío extendió su mano, y atrayendo hacia sí a su sobrina,
deslizó sus dedos entre sus piernas a modo de sondeo. Por su parte el sacerdote
se posesionó de sus dulces senos, para sumir su cara en ellos. Ninguno de los
dos se detuvo en consideraciones de pudor que interfirieran con su placer, así
que los miembros de los dos robustos hombres fueron exhibidos luego en toda su
extensión, y permanecieron excitados y erectos, con las cabezas ardientes por
efecto de la presión sanguínea y la tensión muscular. —¡Oh, qué forma de
tocarme! —murmuró Bella, abriendo voluntariamente sus muslos a las temblorosas
manos de su tío, mientras Ambrosio casi la ahogaba al prodigarle deliciosos
besos con sus gruesos labios, En un momento determinado la complaciente mano de
Bella apresó en el interior de su cálida palma el rígido miembro del vigoroso
sacerdote. —¿Qué, amorcito, no es grande? ¿Y no arde en deseos de expeler su
jugo dentro de ti? ¡Oh, cómo me excitas, hija mía! Tu mano. .. tu dulce mano. ..
¡Ay! ¡Me muero por insertarlo en tu suave vientre! ¡Bésame, Bella! ¡Verbouc, vea
en qué forma me excita su sobrina! —¡Madre santa, qué carajo! ¡Ve, Bella, qué
cabeza la suya! ¡Cómo brilla! ¡Qué tronco tan largo y tan blanco! ¡Y observa
cómo se encorva cual si fuera una serpiente en acecho de su víctima! ¡Ya asoma
una gota en la punta! ¡Mira, Bella! —¡Oh, cuán dura es! ¡Cómo vibra! ¡Cómo
acomete! ¡Apenas puedo abarcarla! ¡ Me matáis con estos besos, me sorbéis la
vida! El señor Verbouc hizo un movimiento hacia adelante, y en el mismo momento
puso al descubierto su propia arma, erecta y al rojo vivo, desnuda y húmeda la
cabeza. Los ojos de Bella se iluminaron ante el prospecto. —Tenemos que
establecer un orden para nuestros placeres, Bella —dijo su tío—. Debemos
prolongar lo más que nos sea posible nuestros éxtasis. Ambrosio es desenfrenado.
¡Qué espléndido animal es! ¡Hay que ver qué miembro! ;Está dotado como un
garañón! ¡Ah, sobrinita mía, mi criatura, con eso va a dilatar tu rendija. La
hundirá hasta tus entrañas, y tras de una buena carrera descargará un torrente
de leche para placer tuyo! —¡Qué gusto! —murmuró Bella—. Anhelo recibirlo hasta
mi cintura. Sí, sí. No apresuremos el delicioso final; trabajemos todos para
ello. Hubiera dicho algo más, pero en aquel momento la roja punta del rígido
miembro del señor Verbouc entró en su boca. Con la mayor avidez Bella recibió el
duro y palpitante objeto entre sus labios de coral, y admitió tanto como pudo de
ella. Comenzó a lamer alrededor con su lengua, y hasta trató de introducirla en
la roja abertura de la extremidad. Estaba excitada hasta el frenesí. Sus
mejillas ardían, su respiración iba y venía con ansiedad espasmódica. Se aferró
más aún al miembro del lúbrico sacerdote, y su juvenil estrecho coño palpitaba
de placer anticipado. Hubiera querido continuar cosquilleando, frotando y
excitando el henchido tronco del lascivo Ambrosio, pero el fornido sacerdote le
hizo seña de que se detuviera. —Aguarda un momento, Bella —suspiró—, vas a hacer
que me venga. Bella soltó el enorme dardo blanco y se echó hacia atrás, de
manera que su tío pudo accionar despaciosamente hacia dentro y hacia fuera de su
boca, sin que la mirada de ella dejara por un solo momento de prestar
ansiosamente atención a las extraordinarias dimensiones del miembro de Ambrosio.
Nunca había gustado Bella con tanto deleite de un pene, corno ahora estaba
disfrutando el respetable miembro de su tío. Por tal razón aplicó sus labios al
mismo con la mayor fruición, sorbiendo morbosamente la secreción que de vez en
cuando exudaba la punta. El señor Verbouc estaba arrobado con sus atentos
servicios. A continuación el cura se arrodilló, y pasando la rasurada cabeza por
entre las piernas de Verbouc, que estaba de pie ante su sobrina, abrió los
rollizos muslos de ésta para apartar después con sus dedos los rojos labios de
su vulva, e introducir su lengua hacia dentro, al tiempo que con sus gruesos
labios cubría sus juveniles y excitadas partes. Bella se estremecía de placer.
Su tío se puso aún más rígido, y empujó fuertemente dentro de la bella boca de
la muchacha, la cual tomó sus testículos entre sus manos para estrujarlos con
suavidad. Retiró hacía atrás la piel del ardiente tronco, y reanudó su succión
con evidente deleite. — Vente ya! —dijo Bella, abandonando por un momento la
viscosa cabeza con objeto de poder hablar y tomar aliento—. ¡Vente, tío! ¡Me
agrada tanto saborearlo! —Podrás hacerlo, queridita, pero todavía no. No debemos
ir tan aprisa. —¡Oh, cómo me mama! ¡Cómo me lame su lengua! ¡Estoy ardiendo! ¡Me
mata! —¡Ah, Bella! Ahora no sientes más que placer: te has reconciliado con los
goces de nuestros contactos incestuosos. —De veras que sí, querido tío. Ponme tu
carajo de nuevo en la boca. —Todavía no, Bella, amor mío.
—No me hagas aguardar demasiado. Me estáis enloqueciendo. ¡Padre! ¡Padre! ¡Oh,
ya viene hacia mí, se prepara para joderme! ¡Dios santo, qué carajo! ¡Piedad!
¡Me partirá en dos! Entretanto Ambrosio, enardecido por el delicioso jugueteo
con el que estuvo entretenido, devino demasiado excitado para permanecer como
estaba, y aprovechando la oportunidad de una momentánea retirada de Verbouc, se
puso de píe y tumbó sobre sus espaldas, en el blando sofá, a la hermosa
muchacha. Verbouc tomó en su mano el formidable pene del santo padre, le dio un
par de sacudidas preliminares, retiro la piel que rodeaba su cabeza en forma de
huevo, y encaminando la punta anchurosa y ardiente hacia la rosada hendidura, la
empujó vigorosamente dentro del vientre de ella. La humedad que lubricaba las
partes nobles de la criatura facilitó la entrada de la cabeza y la parte
delantera, y el arma del sacerdote pronto quedó sumida. Siguieron fuertes
embestidas, y con brutal lujuria reflejada en el rostro, y escasa piedad por la
juventud de su víctima, Ambrosio la ensartó. La excitación de Bella superaba el
dolor, por lo que se abrió de piernas hasta donde le fue posible para permitirle
regodearse según su deseo en la posesión de su belleza. Un ahogado lamento
escapó de los entreabiertos labios de Bella cuando sintió aquella gran arma,
dura como el hierro, presionando su matriz, y dilatándola con su gran tamaño. El
señor Verbouc no perdía detalle del lujurioso espectáculo que se ofrecía a su
vista, y se mantuvo al efecto cerca de la excitada pareja. En un momento dado
depositó su poco menos vigoroso miembro en la mano convulsa de su sobrina.
Ambrosio, tan pronto como se sintió firmemente alojado en el lindo cuerpo que
estaba debajo de él, refrenó su ansiedad. Llamando en auxilio suyo el
extraordinario poder de autocontrol con el que estaba dotado, pasó sus manos
temblorosas sobre las caderas de la muchacha, y apartando sus ropas descubrió su
velludo vientre, con el que a cada sacudida frotaba el mullido monte de ella. De
pronto el sacerdote aceleró su trabajo. Con poderosas y rítmicas embestidas se
enterraba en el tierno cuerpo que yacía debajo de él. Apretó fuertemente hacia
adelante, y Bella enlazó sus blancos brazos en torno a su musculoso cuello. Sus
testículos golpeaban las rechonchas posaderas de ella, su instrumento había
penetrado hasta los pelos que, negros y rizados, cubrían por completo el sexo de
ella. —Ahora lo tiene. Observa, Verbouc, a tu sobrina. Ve cómo disfruta los
ritos eclesiásticos. ¡Ah, qué placer! ¡Cómo me mordisquen con su estrecho
coñito! —¡Oh, querido, querido...! ¡Oh, buen padre, jodedme! Me estoy viniendo.
¡Empujad! ¡Empujad! Matadme con él, si gustáis, pero no dejéis de moveros! ¡Así!
¡Oh! ¡Cielos! ¡Ah! ¡Ah! ¡Cuán grande es! ¡Cómo se adentra en mí! El canapé
crujía a causa de sus rápidas sacudidas. —¡Oh. Dios! —gritó Bella—. ¡Me está
matando.., realmente es demasiado... Me muero... Me estoy viniendo! Y dejando
escapar un grito abogado, la muchacha se vino, inundando el grueso miembro que
tan deliciosamente la estaba jodiendo. El largo pene engruesó y se enardeció
todavía más. También la bola que lo remataba se hinchó, y todo el tremendo
aparato parecía que iba a estallar de lujuria. La joven Bella susurraba frases
incoherentes, de las que sólo se entendía la palabra joder. Ambrosio, también
completamente enardecido, y sintiendo su enorme yerga atrapada en las juveniles
carnes de la muchacha, no pudo aguantar más, y agarrando las nalgas de Bella con
ambas manos, empujó hacia el interior toda la tremenda longitud de su miembro y
descargó, arrojando los espesos chorros de su fluido, uno tras otro, muy adentro
de su compañera de juego. Un bramido como de bestia salvaje escapó de su pecho a
medida que arrojaba su cálida leche. —¡Oh, ya viene! ¡Me está inundando! ¡La
siento! ¡Ah, qué delicia! Mientras tanto el carajo del sacerdote, bien hundido
en el cuerpo de Bella, seguía emitiendo por su henchida cabeza el semen perlino
que inundaba la juvenil matriz de ella. —¡Ah, qué cantidad me estáis dando!
—comentó Bella, mientras se bamboleaba sobre sus pies, y sentía correr en todas
direcciones, piernas abajo, el cálido fluido—. ¡Cuán blanco y viscoso es! Esta
era exactamente la situación que más ansiosamente esperaba el tío, y por lo
tanto procedió sosegadamente a aprovecharla. Miró sus lindas medias de seda
empapadas, metió sus dedos entre los rojos labios de su coño, embarró el semen
exudado sobre su lampiño sexo. Seguidamente, colocando a su sobrina
adecuadamente frente a él, Verbouc exhibió una vez más su tieso y peludo
campeón, y excitado por las excepcionales escenas que tanto le habían deleitado,
contempló con ansioso celo las tiernas partes de la joven Bella, completamente
cubiertas como estaban por las descargas del sacerdote, y exudando todavía
espesas y copiosas gotas de su prolífico fluido. Bella, obedeciendo a sus
deseos, abrió lo más posible sus piernas. Su tío colocó ansiosamente su desnuda
persona entre los rollizos muslos de la joven. —Estate quieta, mi querida
sobrina. Mí carajo no es tan gordo ni tan largo como el del padre Ambrosio, pero
sé muy bien cómo joder, y podrás comprobar sí la leche de tu tío no es tan
espesa y pungente como la de cualquier eclesiástico. Ve cómo estoy de envarado.
..—¡Y cómo me haces esperar! —dijo Bella—. Veo tu querida yerga aguardando
turno. ¡Cuán roja se ve! ¡Empújame, querido tío! Ya estoy lista de nuevo, y el
buen padre Ambrosio te ha aceitado bien el camino. El duro miembro tocó con su
enrojecida cabeza los abiertos labios, todavía completamente resbalosos, y su
punta se afianzó con firmeza. Luego comenzó a penetrar el miembro propiamente
dicho, y tras unas cuantas embestidas firmes aquel ejemplar pariente se había
adentrado hasta los testículos en el vientre de su sobrina, solazándose
lujuriosamente entre el tufo que evidenciaba sus anteriores e impías venidas con
el padre. —Querido tío —exclamó la muchacha—. Acuérdate de quién estás jodiendo.
No se trata de una extraña, es la hija de tu hermano, tu propia sobrina. Jódeme
bien, entonces, tío. Entrégame todo el poder de tu vigoroso carajo. ¡Jódeme!
¡Jódeme hasta que tu incestuosa leche se derrame en mi interior! ¡Ah! ¡Oh! ¡Oh!
Y sin poderse contener ante el conjuro de sus propias ideas lujuriosas, Bella se
entregó a la más desenfrenada sensualidad, con gran deleite de su tío. El
vigoroso hombre, gozando la satisfacción de su lujuria preferida, se dedicó a
efectuar una serie de rápidas y poderosas embestidas. No obstante lo anegada que
se encontraba, la vulva de su linda oponente era de por sí pequeña, y lo
bastante estrecha para pellizcarle deliciosamente en la abertura, y provocar así
que su placer aumentara rápidamente. Verbouc se alzó para lanzarse con rabia
dentro del cuerpo de ella, y la hermosa joven se asió con el apremio de una
lujuria todavía no saciada. Su yerga engrosó y se endureció todavía más. El
cosquilleo se hizo pronto casi insoportable. Bella se entregó por entero al
placer del acto incestuoso, hasta que el señor Verbouc, dejando escapar un
suspiro, se vino dentro de su sobrina, inundando de nuevo la matriz de ella con
su cálido fluido. Bella llegó también al éxtasis, y al propio tiempo que recibía
la poderosa inyección, placenteramente acogida, derramaba una no menos ardiente
prueba de su goce. Habiéndose así completado el acto, se le dio tiempo a Bella
para hacer sus abluciones, y después, tras de apurar un tonificante vaso lleno
de vino hasta los bordes, se sentaron los tres para concertar un diabólico plan
para la violación y el goce de la bella Julia Delmont. Bella confesó que el
señor Delmont la deseaba, y que evidentemente estaba en espera de la oportunidad
para encaminar las cosas hacia la satisfacción de su capricho. Por su parte, el
padre Ambrosio confesó que su miembro se enderezaba a la sola mención del nombre
de la muchacha. La había confesado, y admitió jocosamente que durante la
ceremonia no había podido controlar sus manos, ya que su simple aliento
despertaba en él ansías sensuales incontenibles. El señor Verbouc declaró que
estaba igualmente ansioso de proporcionarse solaz en sus dulces encantos, cuya
sola descripción lo enloquecía. Pero el problema estaba en cómo poner en marcha
el plan. —Si la violara sin preparación, la destrozaría —exclamó el padre
Ambrosio, exhibiendo una vez más su rubicunda máquina, todavía rezumando las
pruebas de su último goce, que aún no había enjugado. —Yo no puedo gozarla
primero. Necesito la excitación de una copulación previa —objetó Verbouc. —Me
gustaría ver a la muchacha bien violada —dijo Bella—. Observaría la operación
con deleite, y cuando el padre Ambrosio hubiese introducido su enorme cosa en el
interior de ella, tú podrías hacer lo mismo conmigo para compensarme el obsequio
que le haríamos a la linda Julia. —Sí, esa combinación podría resultar
deliciosa. —¿Qué habrá que hacer? —inquirió Bella—. ¡Madre santa, cuán tiesa
está de nuevo vuestra yerga, querido padre Ambrosio! —Se me ocurre una idea que
sólo de pensar en ella me provoca una violenta erección. Puesta en práctica
sería el colmo de la lujuria, y por lo tanto del placer. —Veamos de qué se trata
—exclamaron los otros dos al Unísono. —Aguardad un poco —dijo el santo varón,
mientras Bella desnudaba la roja cabeza de su instrumento para cosquillear en el
húmedo orificio con la punta de su lengua. —Escuchadme bien —dijo Ambrosio—. El
señor Delmont está enamorado de Bella. Nosotros lo estamos de su hija, y a esta
criatura que ahora me está chupando la verga, le gustaría ver a la tierna Julia
ensartada en él hasta lo más hondo de sus órganos vitales, con el único y
lujurioso afán de proporcionarse una dosis extra de placer. Hasta aquí todos
estamos de acuerdo. Ahora prestadme atención, y tú, Bella, deja en paz mí
instrumento. He aquí mi plan: me consta que la pequeña Julia no es insensible a
sus instintos animales. En efecto, ese diablito siente ya la comezón de la
carne. Un poco de persuasión y Otro poco de astucia pueden hacer el resto. Julia
accederá a que se le alivien esas angustias del apetito carnal. Bella debe
alentaría al efecto. Entretanto la misma Bella inducirá al señor Delmont a ser
más atrevido. Le permitirá que se le declare, si así lo desea él. En realidad,
ello es indispensable para que el plan resulte. Ese será el momento en que debo
intervenir yo. Le sugeriré a Delmont que el señor Verbouc es un hombre por
encima de los prejuicios vulgares, y que por cierta suma de dinero estará
conforme en entregarle a su hermosa y virginal sobrina para que sacie sus
apetitos. —No alcanzo a entenderlo bien —comentó Bella. —No veo el objeto
—intervino Verbouc—. Ello no nos aproximará más a la consumación de nuestro
plan. —Aguardad un momento —continuó el buen padre—. Hasta este momento todos
hemos estado de acuerdo. Ahora Bella será vendida a Delmont. Se le permitirá que
satisfaga secretamente sus deseos en los hermosos encantos de ella. Pero la
víctima no deberá verlo a él, ni él a ella, a.—fin de guardar las apariencias.
Se le introducirá en una alcoba agradable, podrá ver el cuerpo totalmente
desnudo de una encantadora mujer, se le hará saber que se trata de su víctima, y
que puede gozarla. —¿Yo? —interrumpió Bella—. ¿Para qué todo este misterio? El
padre Ambrosio sonrió malévolamente. —Ya lo sabrás, Bella, ten paciencia. Lo que
deseamos es disfrutar de Julia Delmont, y lo que el señor Delmont quiere es
disfrutar de tu persona. Únicamente podemos alcanzar nuestro objetivo evitando
al propio tiempo toda posibilidad de escándalo. Es preciso que el señor Delmont
sea silenciado, pues de lo contrario podríamos resultar perjudicados por la
violación de su hija. Mi propósito es que el lascivo señor Delmont viole a su
propia hija, en lugar de a Bella, y que una vez que de esta suerte nos haya
abierto el camino, podamos nosotros entregarnos a la satisfacción de nuestra
lujuria. Si Delmont cae en la trampa, podremos revelarle el incesto cometido, y
recompensárselo con la verdadera posesión de Bella, a cambio de la persona de su
hija, o bien actuar de acuerdo con las circunstancias. —¡Oh, casi me estoy
viniendo ya! —gritó el señor Verbouc—. ¡Mi arma está que arde! ¡Qué trampa! ¡Qué
espectáculo tan maravilloso! Ambos hombres se levantaron, y Bella se vio
envuelta en sus abrazos. Dos duros y largos dardos se incrustaban contra su
gentil cuerpo a medida que la trasladaban al canapé. Ambrosio se tumbó sobre sus
espaldas, Bella se le montó encima, y tomó su pene de semental entre las manos
para llevárselo a la vulva. El señor Verbouc contemplaba la escena. Bella se
dejó caer lo bastante para que la enorme arma se adentrara por completo; luego
se acomodó encima del ardiente sacerdote, y comenzó una deliciosa serie de
movimientos Ondulatorios. El señor Verbouc contemplaba sus hermosas nalgas subir
y bajar, abriéndose y cerrándose a cada sucesiva embestida. Ambrosio se había
adentrado hasta la raíz, esto era evidente. Sus grandes testículos estaban
pegados debajo de ella, y los gruesos labios de Bella llegaban a ellos cada vez
que la muchacha se dejaba caer. El espectáculo le sentó muy bien a Verbouc. El
virtuoso tío se subió al canapé, dirigió su largo y henchido pene hacia el
trasero de Bella, y sin gran dificultad consiguió enterrarlo por completo hasta
sus entrañas. El culito de su sobrina era ancho y suave como un guante, y la
piel de las nalgas blanca como el alabastro. Verbouc, empero, no prestaba la
menor atención a estos detalles. Su miembro estaba dentro, y sentía la estrecha
compresión del músculo del pequeño orificio de entrada como algo exquisito. Los
dos carajos se frotaban mutuamente, sólo separados por una tenue membrana. Bella
experimentaba los enloquecedores efectos de este doble deleite. Tras una
terrible excitación llegaron los transportes finales conducentes al alivio, y
chorros de leche inundaron a la grácil Bella. Después Ambrosio descargó por dos
veces en la boca de Bella, en la que también vertió luego su tío su incestuoso
fluido, y asi terminó la sesión. La forma en que Bella realizó sus funciones fue
tal, que mereció sinceros encomios de sus dos compañeros. Sentada en el canto de
una silla, se colocó frente a ambos de manera que los tiesos miembros de uno y
otro quedaron a nivel con sus labios de coral, Luego, tomando entre sus labios
el aterciopelado glande, aplicó ambas manos a frotar, cosquillear y excitar el
falo y sus apéndices. De esta manera puso en acción en todo el poder nervioso de
los miembros de sus compañeros de juego, que, con sus miembros distendidos a su
máximo, pudieron gozar del lascivo cosquilleo hasta que los toquecitos de Bella
se hicieron irresistibles, y entre suspiros de éxtasis su boca y su garganta
fueron inundadas con chorros de semen. La pequeña glotona los bebió por
completo. Y lo mismo habría hecho con los de una docena, si hubiera tenido
oportunidad para ello.
Capítulo VIII
Bella seguía proporcianandome el más delicioso de los
alimentos. Sus juveniles miembros nunca echaron de menos las sangrías carmesí
provocadas por mis piquetes, los que, muy a pesar mío, me veía obligada a dar
para obtener mi sustento. Determiné, por consiguiente, continuar con ella, no
obstante que, a decir verdad, su conducta en los últimos tiempos había devenido
discutible y ligeramente irregular.
Una cosa manifiestamente cierta era que había perdido todo sentido de la
delicadeza y del recato propio de una doncella, y vivía sólo para dar
satisfacción a sus deleites sexuales. Pronto pudo verse que la jovencita no
había desperdiciado ninguna de las instrucciones que se le dieron sobre la parte
que tenía que desempeñar en la conspiración urdida. Ahora me propongo relatar en
qué forma desempeñó su papel. No tardó mucho en encontrarse Bella en la mansión
del se-flor Delmont, y tal vez por azar, o quizás más bien porque así lo había
preparado aquel respetable ciudadano, a solas con él. El señor Delmont advirtió
su oportunidad y cual inteligente general, se dispuso al asalto. Se encontró con
que su linda compañera, o estaba en el limbo en cuanto a sus intenciones, o
estaba bien dispuesta a alentarías. El señor Delmont había ya colocado sus
brazos en torno a la cintura de Bella y, como por accidente la suave mano
derecha de ésta comprimía ya bajo su nerviosa palma el varonil miembro de él. Lo
que Bella podía palpar puso de manifiesto la violencia de su emoción. Un espasmo
recorrió el duro objeto de referencia a todo lo largo, y Bella no dejó de
experimentar otro similar de placer sensual. El enamorado señor Delmont la
atrajo suavemente necia sí, y abrazó su cuerpo complaciente. Rápidamente estampó
un cálido beso en su mejilla y le susurró palabras halagüeñas para apartar su
atención de sus maniobras. Intentó algo más: frotó la mano de Bella sobre el
duro objeto, lo que le permitió a la jovencita advertir que h excitación podría
ser demasiado rápida. Bella se atuvo estrictamente a su papel en todo
momento :era una muchacha inocente y recatada. El señor Delmont, alentado por la
falta de resistencia de parte de su joven amiga, dio otros pasos todavía más
decididos. Su inquieta mano vagó por entre los ligeros vestidos ae Bella, y
acarició sus complacientes pantorrillas. Luego, de repente, al tiempo que besaba
con verdadera pasión sus rojos labios, pasó sus temblorosos dedos por debajo
para tentar su rollizo muslo. Bella lo rechazó. En cualquier otro momento se
hubiera acostado sobre sus espaldas y le hubiera permitido hacer lo peor, pero
recordaba la lección, y desempeñó su papel perfectamente. —¡Oh, qué atrevimiento
el de usted! —gritó la jovencita—. ¡Qué groserías son éstas! ¡No puedo
permitírselas! Mi tío dice que no debo consentir que nadie me toque ahí. En todo
caso nunca antes de... Bella dudó, se detuvo, y su rostro adquirió una expresión
boba. El señor Delmont era tan curioso como enamoradizo. —¿Antes de qué. Bella?
—¡Oh, no debo explicárselo! No debí decir nada al respecto. Sólo sus rudos
modales me lo han hecho olvidar. —¿Olvidar qué? —Algo de lo que me ha hablado a
menudo mi tío —contestó sencillamente Bella. —¿Pero qué es? ¡Dímelo! —No me
atrevo. Además, no entiendo lo que significa. —Te lo explicaré si me dices de
qué se trata. —¿Me promete no contarlo?
- Desde luego. —Bien. Pues lo que él dice es que nunca tengo que permitir que
me pongan las manos ahí, y que sí alguien quiere hacerlo tiene que pagar mucho
por ello. ~¿Dijo eso, realmente? —Sí, claro que sí. Dijo que puedo
proporcionarle una buena suma de dinero, y que hay muchos caballeros ricos que
pagarían por lo que usted quiere hacerme, y dijo también que no era tan estúpido
como para dejar perder semejante oportunidad. —Realmente, Bella, tu tío es un
perfecto hombre de negocios, pero no creí que fuera un hombre de esa clase.
—Pues sí que lo es —gritó Bella—. Está engreído con el dinero, ¿sabe usted?, y
yo apenas si sé lo que ello significa, pero a veces dice que va a vender mi
doncellez. —¿Es posible? —pensó Delmont—. ¡Qué tipo debe ser ése! ¡Qué buen ojo
para los negocios ha de tener! Cuanto más pensaba el señor Delmont acerca de
ello, más convencido estaba de la verdad que encerraba la ingenua explicación
dada por Bella. Estaba en venta, y él iba a comprarla. Era mejor seguir este
camino que arriesgarse a ser descubierto y castigado por sus relaciones
secretas. Antes, empero, de que pudiera terminar de hacerse estas prudentes
reflexiones, se produjo una interrupción provocada por la llegada de su hija
Julia. y, aunque renuentemente, tuvo que dejar la compañía de Bella y componer
sus ropas debidamente. Bella dio pronto una excusa y regresó a su hogar, dejando
que los acontecimientos siguieran su curso. El camino emprendido por la linda
muchachita pasaba a través de praderas, y era un camino de carretas que salía al
camino real muy cerca de la residencia de su tío. En esta ocasión había caído ya
la tarde, y el tiempo era apacible. El sendero tenía varias curvas pronunciadas,
y a medida que Bella seguía camino adelante se entretenía en contemplar el
ganado que pastaba en los alrededores. Llegó a un punto en el que el camino
estaba bordeado por árboles, y donde tina serie de troncos en línea recta
separaba la carretera propiamente dicha del sendero para peatones. En las
praderas próximas vio a varios hombres que cultivaban el campo, y un poco más
lejos a un grupo de mujeres que descansaba un momento de las labores de la
siembra, entretenidas en interesantes coloquios. Al otro lado del camino había
una cerca de setos, y como se le ocurriera mirar hacia allá, vio algo que la
asombró. En la pradera había dos animales, un garañón y una yegua. Evidentemente
el primero se había dedicado a perseguir a la segunda, hasta que consiguió darle
alcance no lejos de donde se encontraba Bella. Pero lo que más sorprendió y
espantó a ésta fue el maravilloso espectáculo del gran miembro parduzco que,
erecto por la excitación, colgaba del vientre del semental, y que de vez en
cuando se encorvaba en impaciente búsqueda del cuerpo de la hembra. Esta debía
haber advertido también aquel miembro palpitante, puesto que se había detenido y
permanecía tranquila, ofreciendo su parte trasera al agresor. El macho estaba
demasiado urgido por sus instintos amorosos para perder mucho tiempo con
requiebros, y ante los maravillados ojos de la jovencita montó sobre la hembra y
trató de introducir su instrumento. Bella contemplaba el espectáculo con el
aliento contenido, y pudo ver cómo, por fin, el largo y henchido miembro del
caballo desaparecía por entero en las partes posteriores de la hembra. Decir que
sus sentimientos sexuales se excitaron no sería más que expresar el resultado
natural del lúbrico espectáculo. En realidad estaba más que excitada; sus
instintos libidinosos se habían desatado. Mesándose las manos clavó la mirada
para observar con todo interés el lascivo espectáculo, y cuando, tras una
carrera rápida y furiosa, el animal retiró su goteante pene, Bella dirigió a
éste una golosa mirada, concibiendo la insania de apoderarse de él para darse
gusto a sí misma. Obsesionada con tal idea, Bella comprendió que tenía que hacer
algo para borrar de su mente la poderosa influencia que la oprimía. Sacando
fuerzas de flaqueza apartó los ojos y reanudó su camino, pero apenas había
avanzado una docena de pasos cuando su mirada tropezó con algo que ciertamente
no iba a aliviar su pasión. Precisamente frente a ella se encontraba un joven
rústico de unos dieciocho años, de facciones bellas, aunque de expresión
bobalicona, con la mirada puesta en los amorosos corceles entregados a su
pasatiempo. Una brecha entre los matorrales que bordeaban el camino le
proporcionaba un excelente ángulo de vista, y estaba entregado a la
contemplación del espectáculo con un interés tan evidente como el de Bella. Pero
lo que encadenó la atención de ésta en el muchacho fue el estado en que aparecía
su vestimenta, y la aparición de un tremendo miembro, de roja y bien
desarrollada cabeza. que desnudo y exhibiéndose en su totalidad, se erguía
impúdico. No cabía duda sobre el efecto que el espectáculo desarrollado en la
pradera había causado en el muchacho, puesto que éste se había desabrochado los
bastos calzones para apresar entre sus nerviosas manos un arma de la que se
hubiera enorgullecido un carmelita. Con ojos ansiosos devoraba la escena que se
desarrollaba en la pradera, mientras que con la mano derecha desnudaba la firme
columna para friccionaría vigorosamente hacia arriba y hacía abajo,
completamente ajeno al hecho de que un espíritu afín era testigo de sus actos.
Una exclamación de sobresalto que involuntariamente se le escapó a Bella motivó
que él mirara en derredor suyo. y descubriera frente a él a la hermosa muchacha,
en el momento en que su lujurioso miembro estaba completamente expuesto en toda
su gloriosa erección. —¡Por Dios! —exclamó Bella tan pronto como pudo recobrar
el habla—. ¡Qué visión tan espantosa! ¡Muchacho desvergonzado! ¿Qué estás
haciendo con esta cosa roja? El mozo, humillado, trató de introducir nuevamente
en su bragueta el objeto que había motivado la pregunta, pero su evidente
confusión y la rigidez adquirida por el miembro hacían difícil la operación. por
no decir que enfadosa. Bella acudió solícita en su auxilio. —¿Qué es esto? Deja
que te ayude. ¿Cómo se salió? ¡Cuán grande y dura es! ¡Y qué larga! ¡A fe mía
que es tremenda tu cosa, muchacho travieso! Uniendo la acción a las palabras, la
jovencita posó su pequeña mano en el erecto pene del muchacho, y estrujándolo en
su cálida palma hizo más difícil aún la posibilidad de poder regresarlo a su
escondite.
Entretanto el muchacho, que gradualmente recobraba su estólida presencia de
ánimo, y advertía la inocencia de su nueva desconocida, se abstuvo de hacer nada
en ayuda de sus loables propósitos de esconder el rígido y ofensivo miembro. En
realidad se hizo imposible, aun cuando hubiera puesto algo de SU parte, ya que
tan pronto corno su mano lo asió adquirió proporciones todavía mayores, al mismo
tiempo que la hinchada y roja cabeza brillaba como una ciruela madura. —¡Ah,
muchacho travieso! —observó Bella—. ¿Qué debo hacer? —siguió diciendo, al tiempo
que dirigía una mirada de enojo a la hermosa faz del rústico muchacho. —¡Ah,
cuán divertido es! —suspiró el mozuelo—. ¿Quién hubiera podido decir que usted
estaba tan cerca de mí cuando me sentí tan mal, y comenzó a palpitar y engrosar
hasta ponerse como está ahora? —Esto es incorrecto —observó la damita-,
apretando más aún y sintiendo que las llamas de la lujuria crecían cada vez mas
dentro de ella—. Esto es terriblemente incorrecto, picaruelo. —¿Vio usted lo que
hacían los caballos en la pradera? —preguntó el muchacho, mirando con aire
interrogativo a Bella, cuya belleza parecía proyectarse sobre su embotada mente
como el sol se cuela al través de un paisaje lluvioso. —Sí, lo vi. —replicó la
muchacha con aire inocente—. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué significaba aquello?
—Estaban jodiendo —repuso el muchacho con una sonrisa de lujuria—. Él deseaba a
la hembra y la hembra deseaba al semental, así es que se juntaron y se dedicaron
a joder. —¡Vaya, qué curioso! —contestó la joven, contemplando con la más
infantil sencillez el gran objeto que todavía estaba entre sus manos, ante el
desconcierto del mozuelo. —De veras que fue divertido, ¿verdad? ¡Y qué
instrumento el suyo! ¿Verdad, señorita? —Inmenso —murmuró Bella sin dejar de
pensar un solo momento en la cosa que estaba frotando de arriba para abajo con
su mano. —¡Oh, cómo me cosquillea! —suspiró su compañero—. ¡Qué hermosa es
usted! ¡Y qué bien lo frota! Por favor, siga, señorita. Tengo ganas de venirme.
—¿De veras? —murmuró Bella—. ¿Puedo hacer que te vengas? Bella miró el henchido
objeto, endurecido por efecto del suave cosquilleo que le estaba aplicando; y
cuya cabeza tumefacta parecía que iba a estallar. El prurito de observar cuál
sería el efecto de su interrumpida fricción se posesionó por completo de ella,
por lo que se aplicó con redoblado empeño a la tarea. —¡Oh, si, por favor!
¡Siga! ¡Estoy próximo a venirme! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué bien lo hace! ¡Apriete más. . .,
frote más aprisa. . . pélela bien. . .! Ahora otra vez.. . ¡Oh, cielos! ¡Oh! El
largo y duro instrumento engrosaba y se calentaba cada vez más a medida que ella
lo frotaba de arriba abajo. —¡Ah! ¡Uf! ¡Ya viene! ¡Uf! ¡Oooh! —exclamó el
rústico entrecortadamente mientras sus rodillas se estremecían y su cuerpo
adquiría rigidez, y entre contorsiones y gritos ahogados su enorme y poderoso
pene expelió un chorro de líquido espeso sobre las manecitas de Bella, que,
ansiosa por bañarlas en el calor del viscoso fluido, rodeó por completo el
enorme dardo, ayudándolo a emitir hasta la última gota de semen. Bella,
sorprendida y gozosa. bombeó cada gota —que hubiera chupado de haberse atrevido—
y extrajo luego su delicado pañuelo de Holanda para limpiar de sus manos la
espesa y perlina masa. Después eí jovenzuelo, humillado y con aire estúpido, se
guardó el desfallecido miembro, y miró a su compañera con una mezcla de
curiosidad y extrañeza. —¿Dónde vives? —preguntó al fin, cuando encontró
palabras para hablar.. —No muy lejos de aquí —repuso Bella—. Pero no debes
seguirme ni tratar de buscarme, ¿sabes? Si lo haces te iría mal —prosiguió la
damita—, porque nunca más volvería a hacértelo, y encima serias castigado. —¿Por
qué no jodemos como el semental y la potranca? —sugirió el joven, cuyo ardor,
apenas apaciguado, comenzaba a manifestarse de nuevo. —Tal vez lo hagamos algún
día, pero ahora, no. Llevo prisa porque estoy retrasada. Tengo que irme
enseguida. —Déjame tentarte por debajo de tus vestidos. Dime, ¿cuándo vendrás de
nuevo? —Ahora no —dijo Bella, retirándose poco a poco—, pero nos encontraremos
otra vez. Bella acariciaba la idea de darse gusto con el formidable objeto que
escondía tras sus calzones. —Dime —preguntó ella—. ¿Alguna vez has. .. has
jodido? —No, pero deseo hacerlo. ¿No me crees? Está bien, entonces te diré que.
.. si, lo he hecho. —¡Qué barbaridad! —comentó la jovencita —A mi padre le
gustaría también joderte —agregó sin titubear ni prestar atención a su
movimiento de retirada. —¿Tu padre? ¡Qué terrible! ¿Y cómo lo sabes? —Porque mi
padre y yo jodemos a las muchachas juntos. Su instrumento es mayor que el mío.
—Eso dices tú. Pero ¿será cierto que tu padre y tú hacéis estas horribles cosas
juntos? —Sí, claro está que cuando se nos presenta la oportunidad. Deberías
verlo joder. ¡ Uyuy! Y rió como un idiota. —No pareces un muchacho muy despierto
—dijo Bella. —Mi padre no es tan listo como yo —replicó el jovenzuelo riendo más
todavía, al tiempo que mostraba otra vez la yerga semienhiesta—. Ahora ya sé
cómo joderte, aunque sólo lo haya hecho una vez. Deberías yerme joder. Lo que
Bella pudo ver fue el gran instrumento del muchacho, palpitante y erguido. —¿Con
quién lo hiciste, malvado muchacho? —Con una jovencita de catorce años. Ambos la
jodimos, mi padre y yo nos la dividimos. —¿Quién fue el primero? —inquirió
Bella. —Yo, y mi padre me sorprendió. Entonces él quiso hacerlo también y me
hizo sujetarla. Lo hubieras visto joder... ¡Uyuy! Unos minutos después Bella
había reanudado su camino, y llegó a su hogar sin posteriores aventuras.
Capítulo IX
CUANDO BELLA RELATO EL RESULTADO DE su entrevista de
aquella tarde con el señor Delmont, unas ahogadas risitas de deleite escaparon
de los labios de los otros dos conspiradores. No habló, sin embargo, del rústico
jovenzuelo con quien había tropezado por el camino. De aquella parte de sus
aventuras del día consideró del todo innecesario informar al astuto padre
Ambrosio o a su no menos sagaz pariente. El complot estaba evidentemente a punto
de tener éxito. La semilla tan discretamente sembrada tenía que fructificar
necesariamente, y cuando el padre Ambrosio pensaba en el delicioso agasajo que
algún día iba a darse en la persona de la hermosa Julia Delmont, se alegraban
por igual su espíritu y sus pasiones animales, solazándose por anticipado con
las tiernas exquisiteces próximas a ser suyas, con el ostensible resultado de
que se produjera una gran distensión de su miembro y que su modo de proceder
denunciara la profunda excitación que se había apoderado de él. Tampoco el señor
Verbouc permanecía impasible. Sensual en grado extremo, se prometía un estupendo
agasajo con los encantos de la hija de su vecino, y el sólo pensamiento de este
convite producía los correspondientes efectos en su temperamento nerviosa.
Empero, quedaban algunos detalles por solucionar. Estaba claro que el simple del
señor Delmont daría los pasos necesarios para averiguar lo que había de cierto
en la afirmación de Bella de que su tío estaba dispuesto a vender su virginidad.
El padre Ambrosio, cuyo conocimiento del hombre le había hecho concebir tal
idea, sabia perfectamente con quién estaba tratando. En efecto, ¿quién, en el
sagrado sacramento de la confesión, no ha revelado lo más intimo de su ser al
pío varón que ha tenido el privilegio de ser su confesor? El padre Ambrosio era
discreto; guardaba al pie de la letra el silencio que le ordenaba su religión.
Pero no tenía empacho en valerse de los hechos de los que tenía conocimiento por
este camino para sus propios fines, y cuáles eran ellos ya los sabe nuestro
lector a estas alturas. El plan quedó, pues, ultimado. Cierto día, a convenir de
común acuerdo, Bella invitaría a Julia a pasar el día en casa de su tío, y se
acordó asimismo que el señor Delmont seria invitado a pasar a recogerla en dicha
ocasión. Después de cierto lapso de inocente coqueteo por parte de Bella,
ateniéndose a lo que previamente se le habría explicado, ella se retiraría, y
bajo el pretexto de que había que tomar algunas precauciones para evitar un
posible escándalo, le seria presentada en una habitación idónea, acostada sobre
un sofá, en el que quedarían a merced suya sus encantos personales. si bien la
cabeza permanecería oculta tras una cortina cuidadosamente corrida. De esta
manera el señor Delmont ansioso de tener el tierno encuentro, podría arrebatar
la codiciada joya que tanto apetecía de su adorable víctima, mientras que ella,
ignorante de quién pudiera ser el agresor, nunca podría acusarlo posteriormente
de violación, ni tampoco avergonzarse delante de él. A Delmont tenía que
explicársele todo esto, y se daba por seguro su consentimiento. Una sola cosa
tenía que ocultársele: el que su propia hija iba a sustituir a Bella. Esto no
debía saberlo hasta que fuera demasiado tarde. Mientras tanto Julia tendría que
ser preparada gradualmente y en secreto sobre lo que iba a ocurrir, sin
mencionar, naturalmente, el final catastrófico y la persona que en realidad
consumaría el acto. En este aspecto, el padre Ambrosio se sentía en su elemento,
y por medio de preguntas bien encaminadas y de gran número de explicaciones en
el confesionario, en realidad innecesarias, había ya puesto a la muchacha en
antecedentes de cosas en las que nunca antes había soñado, todo lo cual Bella se
habría apresurado a explicar y confirmar. Todos los detalles fueron acordados
finalmente en una reunión con junta, y la consideración del caso despertó por
anticipado apetitos tan violentos en ambos hombres, que se dispusieron a
celebrar su buena suerte entregándose a la posesión de la linda y joven Bella
con una pasión nunca alcanzada hasta aquel entonces. La damita, por su parte,
tampoco estaba renuente a prestarse a las fantasías, y como quiera que en
aquellos momentos estaba tendida sobre el blando sofá con un endurecido miembro
en cada mano, sus emociones subieron de intensidad, y se mostraba ansiosa de
entregarse a los vigorosos brazos que sabía estaban a punto de reclamaría. Como
de costumbre, el padre Ambrosio fue el primero. La volteó boca abajo, haciéndola
que exhibiera sus rollizas nalgas lo más posible. Permaneció unos momentos
extasiado en la contemplación de la deliciosa prospectiva, y de la pequeña y
delicada rendija apenas visible debajo de ellas. Su arma, temible y bien
aprovisionada de esencia, se enderezó bravamente, amenazando las dos
encantadoras entradas del amor. El señor Verbouc, como en otras ocasiones, se
aprestaba a ser testigo del desproporcionado asalto, con el evidente objeto de
desempeñar a continuación su papel favorito. El padre Ambrosio contempló con
expresión lasciva los blancos y redondeados promontorios que tenía enfrente. Las
tendencias clericales de su educación lo invitaban a la comisión de un acto de
infidelidad a la diosa, pero sabedor de lo que esperaba de él su amigo y
patrono, se contuvo por el momento. —Las dilaciones son peligrosas —dijo—. Mis
testículos están repletos, la querida niña debe recibir su contenido, y usted,
amigo mío, tiene que deleitarse con la abundante lubricación que puedo
proporcionarle. Esta vez, cuando menos, Ambrosio no había dicho sino la verdad.
Su poderosa arma, en cuya cima aparecía la chata y roja cabeza de amplias
proporciones, y que daba la impresión de un hermoso fruto en sazón, se erguía
frente a su vientre, y sus inmensos testículos, pesados y redondos, se veían
sobrecargados del venenoso licor que se aprestaban a descargar. Una espesa y
opaca gota —un auant courrier del chorro que había de seguir— asomó a la roma
punta de su pene cuando, ardiendo en lujuria el sátiro se aproximaba a su
víctima. Inclinando rápidamente su enorme dardo, Ambrosio llevó la gran nuez de
su extremidad junto a los labios da la tierna vulva de Bella, y comenzó a
empujar hacia adentro. —¡Oh, qué dura! ¡Cuán grande es! —comentó Bella—. ¡Me
hacéis daño! ¡Entra demasiado aprisa! ¡Oh, detenéos! Igual hubiera sido que
Bella implorara a los vientos. Una rápida sucesión de sacudidas, unas cuantas
pausas entre ellas, más esfuerzos, y Bella quedó empalada. —¡Ah! —exclamó el
violador, volviéndose con aire triunfal hacia su coadjutor, con los ojos
centelleantes y sus lujuriosos labios babeando de gusto—. ¡Ah, esto es
verdaderamente sabroso. Cuán estrecha es y, sin embargo, lo tiene todo adentro.
Estoy en su interior hasta los testículos! El señor Verbouc practicó un detenido
examen. Ambrosio estaba en lo cierto. Nada de sus órganos genitales, aparte de
sus grandes bolas, quedaba a la vista, y éstas estaban apretadas contra las
piernas de Bella. Mientras tanto Bella sentía el calor del invasor en su
vientre. Podía darse cuenta de cómo el inmenso miembro que tenía adentro se
descubría y se volvía a cubrir, y acometida en el acto por un acceso de lujuria
se vino profusamente, al tiempo que dejaba escapar un grito desmayado. El señor
Verbouc estaba encantado. —¡Empuja, empuja! —decía—. Ahora le da gusto. Dáselo
todo... ¡Empuja! Ambrosio no necesitaba mayores incentivos, y tomando a Bella
por las caderas se enterraba hasta lo más hondo a cada embestida. El goce llegó
pronto; se hizo atrás hasta retirar todo el pene, salvo la punta, para lanzarse
luego a fondo y emitir un sordo gruñido mientras arrojaba un verdadero diluvio
de caliente fluido en el interior del delicado cuerpo de Bella. La muchacha
sintió el cálido y cosquilléante chorro disparado a toda violencia en su
interior, y una vez más rindió su tributo. Los grandes chorros que a intervalos
inundaban sus órganos vitales, procedentes de las poderosas reservas del padre
Ambrosio —cuyo singular don al respecto expusimos ya anteriormente— le causaban
a Bella las más deliciosas sensaciones, y elevaban su placer al máximo durante
las descargas. Apenas se hubo retirado Ambrosio cuando se posesionó de su
sobrina el señor Verbouc, y comenzó un lento disfrute de sus más secretos
encantos. Un lapso de veinte minutos bien contados transcurrió desde el momento
en que el lujurioso tío inició su goce, hasta que dio completa satisfacción a su
lascivia con una copiosa descarga, la que Bella recibió con estremecimientos de
deleite sólo capaces de ser imaginados por una mente enferma. —Me pregunto —dijo
el señor Verbouc después de haber recobrado el aliento, y de reanimarse con un
buen trago de vino—, me pregunto por qué es que esta querida chiquilla me
inspira tan completo arrobo. En sus brazos me olvido de mí y del mundo entero.
Arrastrado por la embriaguez del momento me transporto hasta el límite del
éxtasis. La observación del tío —o reflexión, llámenle ustedes como gusten— iba
en parte dirigida al buen padre, y en parte era producto de elucubraciones
espirituales interiores que afloraban involuntariamente convertidas en palabras.
—Creo poder decírtelo —repuso Ambrosio sentenciosamente—. Sólo que tal vez no
quieras seguir mi razonamiento. —De todos modos puedes exponérmelo —replicó
Verbouc—. Soy todo oídos, y me interesa mucho saber cuál es la razón, según tú.
—Mí razón, o quizá debiera decir mis razones —observó el padre Ambrosio— te
resultarán evidentes cuando conozcas mi hipótesis. Después, tomando un poco de
rapé —lo cual era un hábito suyo cuando estaba entregado a alguna reflexión
importante— prosiguió: —El placer sensual debe estar siempre en proporción a las
circunstancias que se supone lo producen. Y esto resulta paradójico, ya que
cuando más nos adentramos en la sensualidad y cuanto más voluptuosos se hacen
nuestros gustos, mayor necesidad hay de introducir variación en dichas
circunstancias. Hay que entender bien lo que quiero decir, y por ello trataré de
explicarme más claramente. ¿Por qué tiene que cometer un hombre una violación,
cuando está rodeado de mujeres deseosas de facilitarle el uso de su cuerpo?
Simplemente porque no le satisface estar de acuerdo con la parte opuesta en la
satisfacción de sus apetitos. Precisamente es en la [alta de Consentimiento
donde encuentra el placer. No cabe duda de que en ciertos momentos un hombre de
mente cruel, que busca sólo su satisfacción sensual y no encuentra una mujer que
se preste a saciar sus apetitos, viola a una mujer o una niña, sin mayor motivo
que la inmediata satisfacción de los deseos que lo enloquecen; pero escudriña en
los anales de tales delitos, y encontrarás que la mayor parte de ellos son el
resultado de designios deliberados, planeados y ejecutados en circunstancias que
implican el acceso legal y fácil de medios de satisfacción. La oposición al goce
proyectado sirve para abrir el apetito sexual, y añadir al acto características
de delito, o de violencia que agregan un deleite que de otro modo no existiría.
Es malo, está prohibido, luego vale la pena perseguirlo; se convierte en una
verdadera obsesión poder alcanzarlo. —¿Por qué, también —siguió diciendo— un
hombre de constitución vigorosa y capaz de proporcionar satisfacción a una mujer
adulta prefiere una criatura de apenas catorce años? Contestó: porque el deleite
lo encuentra en lo anormal de la situación, que proporciona placer a su
imaginación, y constituye una exacta adaptación a las circunstancias de que
hablaba. En efecto, lo que trabaja es, desde luego, la imaginación. La ley de
los contrastes opera lo mismo en este caso como en todos los demás. La simple
diferencia de sexos no le basta al sibarita; le es necesario añadir otros
contrastes especiales para perfeccionar la idea que ha concebido. Las variantes
son infinitas, pero todas están regidas por la misma norma; los hombres altos
prefieren las mujeres pequeñas; los bien parecidos, las mujeres feas; los
fuertes seleccionan a las mujeres tiernas y endebles, y éstas, a la inversa,
anhelan compañeros robustos y vigorosos. Los dardos de Cupido llevan la
incompatibilidad en sus puntas, y su plumaje es el de las más increíbles
incongruencias. Nadie, salvo los animales inferiores, los verdaderos brutos, se
entregan a la cópula indiscriminada con el sexo opuesto, e incluso éstos
manifiestan a veces preferencias y deseos tan irregulares como los de los
hombres. ¿Quién no ha visto el comportamiento fuera de lo común de una pareja de
perros callejeros, o no se ha reído de los apuros de la vieja vaca que, llevada
al mercado con su rebaño, desahoga sus instintos sexuales montándose sobre el
lomo de su vecina más próxima? —De esta manera contesto a tus preguntas —terminó
diciendo— y explico tus preferencias por tu sobrina, tu dulce pero prohibida
compañera de juegos, cuyas deliciosas piernas estoy acariciando en estos
momentos. Cuando el padre Ambrosio hubo concluido su disertación, dirigió una
fugaz mirada a la linda muchacha, cosa que bastó para hacer que su gran arma
adquiriera sus mayores dimensiones. —Ven, mi fruto prohibido —dijo él—. Déjame
que te joda; déjame disfrutar de tu persona a plena satisfacción. Ese es mi
mayor placer, mi éxtasis, mi delirante disfrute. Te inundaré de semen, te
poseeré a pesar de los dictados de la sociedad. Eres mía ¡ven! Bella echó una
mirada al enrojecido y rígido miembro de su confesor, y pudo observar la mirada
de él fija en su cuerpo juvenil. Sabedora de sus intenciones, se dispuso a
darles satisfacción. Como ya su majestuoso pene había entrado con frecuencia en
su cuerpo en toda su extensión, el dolor de la distensión había ya cedido su
lugar al placer, y su juvenil y elástica carne se abrió para recibir aquella
gigantesca columna con dificultad apenas limitada a tener que efectuar la
introducción cautelosamente. El buen hombre se detuvo por unos momentos a
contemplar el buen prospecto que tenía ante sí; luego, adelantándose, separó los
rojos labios de la vulva de Bella, y metió entre ellos la lisa bellota que
coronaba su gran arma. Bella la recibió con un estremecimiento de emoción.
Ambrosio siguió penetrando hasta que, tras de unas cuantas embestidas furiosas,
hundió toda la longitud del miembro en el estrecho cuerpo juvenil que lo recibió
hasta los testículos. Siguieron una serie de embestidas, de vigorosas
contorsiones de parte de uno, y de sollozos espasmódicos y gritos ahogados de la
otra. Si el placer del hombre pío era intenso, el de su joven compañera de juego
era por igual inefable, y el duro miembro estaba ya bien lubricado como
consecuencia de las anteriores descargas. Dejando escapar un quejido de intensa
emoción logró una vez más la satisfacción de su apetito, y Bella sintió los
chorros de semen abrasándole violentamente las entrañas. —¡Ah, cómo me habéis
inundado los dos! —dijo Bella. Y mientras hablaba podía observarse un abundante
escurrimiento que, procedente de la conjunción de los muslos, corría por sus
piernas basta llegar al suelo. Antes de que ninguno de los dos pudiera contestar
a la observación, llegó a la tranquila alcoba un griterío procedente del
exterior. que acabó por atraer la atención de todos los presentes, no obstante
que cada vez se debilitaba mas. Llegando a este momento debo poner a mis
lectores en antecedentes de una o dos cosas que hasta ahora, dadas mis
dificultades de desplazamiento, no consideré del caso mencionar. El hecho es que
las pulgas, aunque miembros ágiles de la sociedad, no pueden llegar a todas
partes de inmediato, aunque pueden superar esta desventaja con el despliegue de
una rara agilidad, no común en otros insectos. Debería haber explicado, como
cualquier novelista, aunque tal vez con más veracidad, que la tía de Bella, la
señora Verbouc, que ya presenté a mis lectores someramente en el capítulo
inicial de mi historia, ocupaba una habitación en una de las alas de la casa,
donde, al igual que la señora Delmont, pasaba la mayor parte del tiempo
entregada a quehaceres devotos, y totalmente despreocupada de los asuntos
mundanos, ya que acostumbraba dejar en manos de su sobrina el manejo de los
asuntos domésticos de la casa. El señor Verbouc había ya alcanzado el estado de
indiferencia ante los requiebros de su cara mitad, y rara vez visitaba su
alcoba, o perturbaba su descanso con objeto de ejercitar sus derechos maritales.
La señora Verbouc, sin embargo, era todavía joven —treinta y dos primaveras
habían transcurrido sobre su devota y piadosa cabeza— era hermosa, y había
aportado a su esposo una considerable fortuna. No obstante sus píos
sentimientos, la señora Verbouc apetecía a veces el consuelo más terrenal de los
brazos de su esposo. y saboreaba con verdadero deleite el ejercicio de sus
derechos en las ocasionales visitas que él hacía a su recámara. En esta ocasión
la señora Verbouc se había retirado a la temprana hora en que acostumbraba
hacerlo, y la presente disgresión se hace indispensable para poder explicar lo
que sigue. Dejemos a esta amable señora entregada a los deberes de la toilette,
que ni siquiera una pulga osa profanar, y hablemos de otro y no menos importante
personaje, cuyo comportamiento será también necesario que analicemos. Sucedió,
pues, que el padre Clemente, cuyas proezas en el campo de la diosa del amor
hemos ya tenido ocasión de relatar, estaba resentido por la retirada de la joven
Bella de la Sociedad de la Sacristía, y sabiendo bien quién era ella y dónde
podía encontrarla, rondó durante varios días la residencia del señor Verbouc, a
fin de recobrar la posesión de la deliciosa prenda que el marrullero padre
Ambrosio les había escamoteado a sus confreres Le ayudó en la empresa el
Superior, que lamentaba asimismo amargamente la pérdida sufrida, aunque no
sospechaba el papel que en la misma había desempeñado el padre Ambrosio. Aquella
tarde el padre Clemente se había apostado en las proximidades de la casa, y. en
busca de una oportunidad, se aproximó a una ventana para atisbar al través de
ella, seguro de que era la que daba a la habitación de Bella. ¡Cuán vanos son,
empero, los cálculos humanos! Cuando el desdichado Clemente, a quien le habían
sido arrebatados sus placeres, estaba observando la habitación sin perder
detalle, el objeto de sus cuitas estaba entregado en otra habitación a la
satisfacción de su lujuria, en brazos de sus rivales. Mientras, la noche
avanzaba, y observando Clemente que todo estaba tranquilo, logró empinarse hasta
alcanzar el nivel de la ventana. Una débil luz iluminaba la habitación en la que
el ansioso cure pudo descubrir una dama entregada al pleno disfrute de un sueño
profundo. Sin dudar que sería capaz de ganarse una vez más los favores de Bella
con sólo poder hacer que escuchara sus palabras, y recordando la felicidad que
representó el haber disfrutado de sus encantos, el audaz pícaro abrió
furtivamente la ventana y se adentró en el dormitorio. Bien envuelto en el
holgado hábito monacal, y escondiendo su faz bajo la cogulla, se deslizó dentro
de la cama mientras su gigantesco miembro. ya despierto al placer que se le
prometía, se erguía contra su hirsuto vientre. La señora Verbouc, despertada de
un sueño placentero, y sin siquiera poder sospechar que fuera otro y no su fiel
esposo quien la abrazara tan cálidamente, se volvió con amor hacia el intruso,
y. nada renuente, abrió por propia voluntad sus muslos para facilitar el ataque.
Clemente, por su parte, seguro de que era la joven Bella a quien tenía entre sus
brazos, con mayor motivo dado que no oponía resistencia a sus caricias, apresuró
los preliminares, trepando con la mayor celeridad sobre las piernas de la señora
para llevar su enorme pene a los labios de una vulva bien humedecida. Plenamente
sabedor de las dificultades que esperaba encontrar en una muchacha tan joven,
empujó con fuerza hacia el interior. Hubo un movimiento: dio otro empujón hacia
abajo, se oyó un quejido de la dama, y lentamente, pero de modo seguro, la
gigantesca masa de carne endurecida se fue sumiendo, hasta que quedó
completamente enterrada. Entonces, mientras, entraba, la señora Verbouc advirtió
por vez primera la extraordinaria diferencia: aquel pene era por lo menos de
doble tamaño que el de su esposo. A la duda siguió la certeza. En la penumbra
alzó la cabeza, y pudo ver encima de ella el excitado rostro del feroz padre
Clemente. Instantáneamente se produjo una lucha, un violento alboroto, y una
yana tentativa por parte de la dama para librarse del fuerte abrazo con que la
sujetaba su asaltante. Pero pasara lo que pasara. Clemente estaba en completa
posesión y goce de su persona. No hizo pausa alguna: por el contrario, sordo a
los gritos, hundió el miembro en toda su longitud, y se dio gran prisa en
consumar su horrible victoria. Ciego de ira y de lujuria no advirtió siquiera la
apertura de la puerta de la habitación, ni la lluvia de golpes que caía sobre
sus posaderas, hasta que, con los dientes apretados y el sordo bramido de un
toro, le llegó la crisis, y arrojó un torrente de semen en la renuente matriz de
su víctima. Sólo entonces despertó a la realidad y, temeroso de las
consecuencias de su ultraje, se levantó a toda prisa, escondió su húmeda arma, y
se deslizó fuera de la cama por el lado opuesto a aquel en que se encontraba su
asaltante. Esquivando lo mejor que pudo los golpes del señor Verbouc, y
manteniendo los vuelos de su sayo por encima de la cabeza, a fin de evitar ser
reconocido, corrió hacia la ventana por la cual había entrado, para dar desde
ella un gran brinco. Al fin consiguió desaparecer rápidamente en la oscuridad,
seguido por las imprecaciones del enfurecido marido. Ya antes habíamos dicho que
la señora Verbouc estaba inválida, o por lo menos así lo creía ella, y ya podrá
imaginar el lector el efecto que sobre una persona de nervios desquiciados y de
maneras recatadas había de causar el ultraje inferido. Las enormes proporciones
del hombre, su fuerza y su furia casi la habían matado, y yacía inconsciente
sobre el lecho que fue mudo testigo de su violación. El señor Verbouc no estaba
dotado por la naturaleza con asombrosos atributos de valor personal, y cuando
vio que el asaltante de su esposa se alzaba satisfecho de su proeza, lo dejó
escapar pacíficamente. Mientras, el padre Ambrosio y Bella, que siguieron al
marido ultrajado desde una prudente distancia, presenciaron desde la puerta
entreabierta el desenlace de la extraña escena, Tan pronto como el violador se
levantó tanto Bella como Ambrosio lo reconocieron. La primera desde luego tenía
buenas razones, que ya le constan al lector, para recordar el enorme miembro
oscilante que le colgaba entre las piernas. Mutuamente interesados en guardar el
secreto, fue bastante el intercambio de una mirada para indicar la necesidad de
mantener la reserva, y se retiraron del aposento antes de que cualquier
movimiento de parte de la ultrajada pudiera denunciar su proximidad. Tuvieron
que transcurrir varios días antes de que la pobre señora Verbouc se recuperara y
pudiera abandonar la cama. El choque nervioso había sido espantoso, y sólo la
conciliatoria actitud de su esposo pudo hacerle levantar cabeza. El señor
Verbouc tenía sus propios motivos para dejar que el asunto se olvidara, y no se
detuvo en miramientos para aligerarse del peso del mismo. Al día siguiente de la
catástrofe que acabo de relatar, el señor Verbouc recibió la visita de su
querido amigo y vecino, el señor Delmont, y después de haber permanecido
encerrado con él durante una hora, se separaron con amplias sonrisas en los
labios y los más extravagantes cumplidos. Uno había vendido a su sobrina, y el
otro creyó haber comprado esa preciosa joya llamada doncellez. Cuando por la
noche el tío de Bella anunció que la venta había sido convenida, y que el asunto
estaba arreglado, reinó gran regocijo entre los confabulados. El padre Ambrosio
tomó inmediatamente posesión de la supuesta doncellez, e introduciendo en el
interior de la muchacha toda la longitud de su miembro, procedió, según sus
propias palabras, a mantener el calor en aquel hogar. El señor Verbouc, que como
de costumbre se reservó para entrar en acción después de que hubiere terminado
su confrere. atacó en seguida la misma húmeda fortaleza, como la nombraba él
jocosamente, simplemente para aceitarle el paso a su amigo. Después se ultimó
hasta el postrer detalle, y la reunión se levantó, confiados todos en el éxito
de su estratagema.
Capítulo X
Desde su encuentro con el rústico mozuelo cuya simpleza tanto le había
interesado, en la rústica vereda que la conducía a su casa, Bella no dejó de
pensar en los términos en los que aquél se había expresado, y en la extraña
confesión que el jovenzuelo le había hecho sobre la complicidad de su padre en
sus actos sexuales. Estaba claro que su amante era tan simple que se acercaba a
la idiotez, y, a juzgar por su observación de que "mi padre no es tan listo como
yo" suponía que el defecto era congénito. Y lo que ella se preguntaba era si el
padre de aquel simplón poseía —tal como lo declaró el muchacho— un miembro de
proporciones todavía mayores que las del hijo. Dado su hábito de pensar casi
siempre en voz alta, yo sabía a la perfección que a Bella no le importaba la
opinión de su tío, ni le temía ya al padre Ambrosio. Sin duda alguna estaba
resuelta a seguir su propio camino, pasare lo que pasare, y por lo tanto no me
admiré lo más mínimo cuando al día siguiente, aproximadamente a la misma hora,
la vi encaminarse hacia la pradera. En un campo muy próximo al punto en que
observó el encuentro sexual entre el caballo y la yegua, Bella descubrió al mozo
entregado a una sencilla labor agrícola. Junto a él se encontraba una persona
alta y notablemente morena, de unos cuarenta y cinco años. Casi al mismo tiempo
que ella divisó a los individuos, el jovenzuelo la advirtió a ella, y corrió a
su encuentro, después de que, al parecer, le dijera una palabra de explicación a
su compañero, mostrando su alegría con una amplia sonrisa de satisfacción. —Este
es mi padre —dijo, señalando al que se encontraba a sus espaldas—, ven y
pélasela. —¡Qué desvergüenza es esta, picaruelo! —repuso Bella más inclinada a
reírse que a enojarse—. ¿Cómo te atreves a usar ese lenguaje? —¿A qué viniste?
—preguntó el muchacho—. ¿No fue para joder? En ese momento habían llegado al
punto donde se encontraba el hombre, el cual clavó su azadón en el suelo, y le
sonrió a la muchacha en forma muy parecida a como lo hacía el chico. Era fuerte
y bien formado, y. a juzgar por las apariencias, Bella pudo comprobar que si
poseía los atributos de que su hijo le habló en su primera entrevista. —Mira a
mi padre, ¿no es como te dije? —observó el jovenzuelo—. ¡Deberías verlo joder!
No cabía disimulo. Se entendían entre ellos a la perfección, y sus sonrisas eran
más amplias que nunca. El hombre pareció aceptar las palabras del hijo como un
cumplido, y posó su mirada sobre la delicada jovencita. Probablemente nunca se
había tropezado con una de su clase, y resultaba imposible no advertir en sus
ojos una sensualidad que se reflejaba en el brillo de sus ojazos negros. Bella
comenzó a pensar que hubiera sido mejor no haber ido nunca a aquel lugar. —Me
gustaría enseñarte la macana que tiene mi padre —dijo el jovenzuelo, y, dicho y
hecho, comenzó a desabrochar los pantalones de su respetable progenitor. Bella
se cubrió los ojos e hizo ademán de marcharse. En el acto el hijo le interceptó
el paso, cortándole el acceso al camino. —Me gustaría joderte —exclamó el padre
con voz ronca—. A Tim también le gustaría joderte, de manera que no debes irte.
Quédate y serás jodida. Bella estaba realmente asustada. —No puedo -dijo—. De
veras, debéis dejarme marchar. No podéis sujetarme así. No me arrastréis.
¡Soltadme! ¿A dónde me lleváis? Había una casita en un rincón del campo, y se
encontraban ya a las puertas de la misma. Un segundo después la pareja la había
empujado hacia dentro, cerrando la puerta detrás de ellos, y asegurándola luego
con una gran tranca de madera. Bella echó una mirada en derredor, y pudo ver que
el lugar estaba limpio y lleno de pacas de heno. También pudo darse cuenta de
que era inútil resistir. Sería mejor estarse quieta, y tal vez a fin de cuentas
la pareja aquella no le haría daño. Advirtió, empero, las protuberancias en las
partes delanteras de los pantalones de ambos, y no tuvo la menor duda de que sus
ideas andaban de acuerdo con aquella excitación. —Quiero que veas la yerga de mi
padre ¡y también tienes que ver sus bolas! Y siguió desabrochando los botones de
la bragueta de su progenitor. Asomó el faldón de la camisa, con algo debajo que
abultaba de manera singular. ~¡Oh!, estate ya quieto, padre —susurró el hijo—.
Déjale ver a la señorita tu macana. Dicho esto alzó la camisa, y exhibió a la
vista de Bella un miembro tremendamente erecto, con una cabeza ancha como una
ciruela, muy roja y gruesa, pero no de tamaño muy fuera de lo común. Se
encorvaba considerablemente hacia arriba, y la cabeza, dividida en su mitad por
la tirantez del frenillo, se inclinaba mucho más hacia su velludo vientre. El
arma era sumamente gruesa, bastante aplastada y tremendamente hinchada. La joven
sintió el hormigueo de la sangre a la vista de aquel miembro. La nuez era tan
grande como un huevo, regordeta, de color púrpura, y despedía un fuerte olor. El
muchacho hizo que se acercara, y que con su blanca manecita lo apretara. —¿No le
dije que era mayor que el mío? -siguió diciendo el jovenzuelo—. Véalo, el mío ni
siquiera se aproxima en tamaño al de mi padre. Bella se volvió. El muchacho
había abierto sus pantalones para dejar totalmente a la vista su formidable
pene. Estaba en lo cierto: no podía compararse en tamaño con el del padre. El
mayor de los dos agarró a Bella por la cintura. También Tim intentó hacerlo, así
como meter sus manos por debajo de sus ropas. Entrambos la zarandearon de un
lado a otro, hasta que un repentino empujón la hizo caer sobre el heno. Su falda
no tardó en volar hacia arriba. El vestido de Bella era ligero y amplio, y la
muchacha no llevaba calzones. Tan pronto vio la pareja de hombres sus bien
torneadas y blancas piernas, que dando un resoplido se arrojaron ambos a un
tiempo sobre ella. Siguió una lucha en la que el padre, de más peso y más fuerte
que el muchacho, llevó la ventaja. Sus calzones estaban caídos hasta los talones
y su grande y grueso carajo llegaba muy cerca del ombligo de Bella. Esta se
abrió de piernas, ansiosa de probarlo. Pasó su mano por debajo y lo encontró
caliente como la lumbre, y tan duro como una barra de hierro. El hombre, que
malinterpretó sus propósitos, apartó con rudeza su mano, y sin ayuda colocó la
punta de su pene sobre los rojos labios del sexo de Bella. Esta abrió lo más que
pudo sus juveniles miembros, y el campesino consiguió con varias estocadas
alojarlo hasta la mitad. Llegado este momento se vio abrumado por la excitación
y dejó escapar un terrible torrente de fluido sumamente espeso. Descargó con
violencia y, al tiempo de hacerlo, se introdujo dentro de ella hasta que la gran
cabeza dio contra su matriz, en el interior de la cual virtió parte de su semen.
Me estás matando! —gritó la muchacha, medio sofocada—. ¿Qué es esto que derramas
en mi interior? —Es la leche, eso es lo que es —observó Tim, que se había
agachado para deleitarse con la contemplación del espectáculo—. ¿No te dije que
era bueno para joder? Bella pensó que el hombre la soltaría, y que le permitiría
levantarse, pero estaba equivocada. El largo miembro, que en aquellos momentos
se insertaba hasta lo más hondo de su ser, engrosaba y se envaraba mucho más que
antes. El campesino empezó a moverse hacia adelante y hacía atrás, empujando sin
piedad en las partes íntimas de Bella a cada nueva embestida. Su gozo parecía
ser infinito. La descarga anterior hacía que el miembro se deslizara sin
dificultades en los movimientos de avance y retroceso, y que con la brusquedad
de los mismos alcanzara las regiones más blandas. Poco a poco Bella llegó a un
grado extremo de excitación. Se entreabrió su boca, pasó sus piernas sobre las
espaldas de el y se asió a las mismas convulsivamente. De esta manera pudo
favorecer cualquier movimiento suyo, y se deleitaba al sentir las fieras
sacudidas con que el sensual sujeto hundía su ardiente arma en sus entrañas. Por
espacio de un cuarto de hora se libró una batalla entre ambos. Bella se había
venido con frecuencia, y estaba a punto de hacerlo de nuevo, cuando una furiosa
cascada de semen surgió del miembro del hombre e inundó sus entrañas. El
individuo se levantó después, y retirando su carajo, que todavía exudaba las
últimas gotas de su abundante eyaculación, se quedó contemplando pensativamente
el jadeante cuerpo que acababa de abandonar. Su miembro todavía se alzaba
amenazador frente a ella, vaporizante aún por efecto del calor de la vaina. Tim,
con verdadera devoción filial, procedió a secarlo y a devolverlo, hinchado
todavía por la excitación a que estuvo sometido, a la bragueta del pantalón de
su padre. Hecho esto el joven comenzó a ver con ojos de carnero a Bella, que
seguía acostada en el heno, recuperándose poco a poco. Sin encontrar
resistencia, se fue sobre ella y comenzó a hurgar con sus dedos en las partes
intimas de la muchacha. Esta vez fue el padre quien acudió en su auxilio. Tomó
en su mano el arma del hijo y comenzó a pelarla, con movimientos de avance y
retroceso, hasta que adquirió rigidez. Era una formidable masa de carne que se
bamboleaba frente al rostro de Bella. —¡Que los cielos me amparen! Espero que no
vayas a introducir eso dentro de mí —murmuró Bella. —Claro que si —contestó el
muchacho con una de sus estúpidas sonrisas. Papá me la frota y me da gusto, y
ahora voy a joderte a ti. El padre conducía en aquellos momentos el taladro
hacia los muslos de la muchacha. Su vulva, todavía inundada con las
eyaculaciones que el campesino había vertido en su interior, recibió rápidamente
la roja cabeza. Tim empujó, y doblándose sobre ella introdujo el aparato hasta
que sus pelos rozaron la piel de Bella. —¡Oh, es terriblemente larga! —gritó
ella—. Lo tienes demasiado grande, muchachito tonto. No seas tan violento. ¡Oh,
me matas! ¡Cómo empujas! ¡No puedes ir más adentro ya!
¡Con suavidad, por favor! Está totalmente dentro. Lo siento en la cintura. ¡Oh,
Tim! ¡Muchacho horrible! —Dáselo —murmuró el padre, al mismo tiempo que le
cosquilleaba los testículos y las piernas—. Tiene que caberle entero, Tim. ¿No
es una belleza? ¡Qué coñito tan apretado tiene! ¿no es así muchachito? —¡Uf! No
hables, padre, así no puedo joder. Durante unos minutos se hizo el silencio. No
se oía mas ruido que el que hacían los dos cuerpos en la lucha entablada sobre
el heno. Al cabo, el muchacho se detuvo. Su cara jo, aunque duro como el hierro,
y firme como la cera, no había expelido una sola gota, al parecer. Lo extrajo
completamente enhiesto, vaporoso y reluciente por la humedad. —No puedo venirme
—dijo, apesadumbrado. —Es la masturbación —explicó el padre. —Se la hago tan a
menudo que ahora la extraña. Bella yacía jadeante y en completa exhibición.
Entonces el hombre llevó su mano a la yerga de Tim, y comenzó a frotarla
vigorosamente hacia atrás y hacia adelante. La muchacha esperaba a cada momento
que se viniera sobre su cara. Después de un rato de esta sobreexcitación del
hijo, el padre llevó de repente la ardiente cabeza de la yerga a la vulva de
Bella, y cuando la introducía un verdadero diluvio de esperma salió de ella,
para anegar el interior de la muchacha. Tim empezó a retorcerse y a luchar, y
terminó por mordería en el brazo. Cuando hubo terminado por completo esta
descarga, y el enorme miembro del muchacho dejó de estremerse, el jovenzuelo lo
retiró lentamente del cuerpo de Bella, y ésta pudo levantarse. Sin embargo,
ellos no tenían intención de dejarla marchar, ya que, después de abrir la
puerta, el muchacho miró cautelosamente en torno, y luego, volviendo a colocar
la tranca, se volvió hacia Bella para decirle: —Fue divertido, ¿no? —observó—,
le dije que mi padre era bueno para esto. —Si, me lo dijiste, pero ahora tienes
que dejarme marchar. Anda, sé bueno. Una mueca a modo de sonrisa fue su única
respuesta. Bella miró hacia el hombre y quedó aterrorizada al verlo
completamente desnudo, desprovisto de toda prenda de vestir, excepción hecha de
su camisa y sus zapatos, y en un estado de erección que hacía temer otro asalto
contra sus encantos, todavía más terrible que los anteriores. Su miembro estaba
literalmente lívido por efecto de la tensión, y se erguía hasta tocar su velludo
vientre. La cabeza había engrosado enormemente por efecto de la irritación
previa, y de su punta pendía una gota reluciente. ~¿Me dejarás que te joda de
nuevo? —preguntó el hombre, al tiempo que agarraba a la damita por la cintura y
llevaba la mano de ella a su instrumento. —Haré lo posible —murmuró Bella. Y
viendo que no podía contar con ayuda alguna, sugirió que él se sentara sobre el
heno para montarse ella a caballo sobre sus rodillas y tratar de insertarse la
masa de carne pardusca. Tras de algunas arremetidas y retrocesos entró el
miembro, y comenzó una segunda batalla no menos violenta que la primera.
Transcurrió un cuarto de hora completo. Al parecer, era el de mayor edad el que
ahora no podía lograr la eyaculación. ¡Cuán fastidiosos son!, pensó Bella.
—Frótamelo, querida —dijo el hombre, extrayendo su miembro del interior del
cuerpo de ella, todavía más duro que antes. Bella lo agarró con sus manecitas y
lo frotó hacia arriba y hacia abajo. Tras un rato de esta clase de excitación,
se detuvo al observar que el enorme pomo exudaba un chorrito de semen. Apenas lo
había encajado de nuevo en su interior, cuando un torrente de leche irrumpió en
su seno. Alzándose y dejándose caer sobre él alternativamente, Bella bombeó
hasta que él hubo terminado por completo, después de lo cual la dejaron irse.
Al fin llegó el día; despuntó la mañana fatídica en la que la hermosa Julia
Delmont había de perder el codiciado tesoro que con tanta avidez se solicita por
una parte, y tan irreflexivamente se pierde por otra. Era todavía temprano
cuando Bella oyó sus pasos en las escaleras, y no bien estuvieron juntas cuando
un millar de agradables temas de charla dieron pábulo a tina conversación
animada, hasta que Julia advirtió que habla algo que Bella se reservaba. En
efecto, su hablar animoso no era sino una mas-cara quc escondía algo que se
mostraba renuente a confiar a su compañera. —Adivino que tienes algo qué
decirme, Bella; algo que todavía no me dices, aunque deseas hacerlo. ¿De qué se
trata. Bella? —¿No lo adivinas? —preguntó ésta, con una maliciosa sonrisa que
jugueteaba alrededor de los hoyuelos que se formaban junto a las comisuras de
sus rojos labios. —¿Será algo relacionado con el padre Ambrosio? —preguntó
Julia—. ¡Oh, me siento tan terriblemente culpable y apenada cuando le veo ahora,
no obstante que él me dijo que no había malicia en lo que hizo! —No la había, de
eso puedes estar segura. Pero, ¿qué fue lo que hizo? —¡Oh, si te contara! Me
dijo unas cosas.., y luego pasó su brazo en torno a mi cintura y me besó hasta
casi quitarme el aliento. —¿Y luego? —preguntó Bella. —¡Qué quieres que te diga,
querida! Dijo e hizo mil cosas, ¡hasta llequé a pensar que iba a perder la
razón! —Dime algunas de ellas, cuando menos. —Bueno, pues después de haberme
besado tan fuertemente, metió sus manos por debajo de mis ropas y jugueteó con
mis pies y con mis medias.., y luego deslizó su mano más arriba.., hasta que
creí que me iba a desvanecer. — ¡Ah, picaruela! Estoy segura que en todo momento
te gustaron sus caricias. —Claro que si. ¿Cómo podría ser de otro modo? Me hizo
sentir lo que nunca antes había sentido en toda mi vida. —Vamos, Julia, eso no
fue todo. No se detuvo ahí, tú lo sabes. —¡Oh, no, claro que no! Pero no puedo
hablarte de lo que hizo después. —¡Déjate de niñerías! —exclamó Bella, simulando
estar molesta por la reticencia de su amiga—. ¿Por qué no me lo confiesas todo?
—Supongo que no tiene remedio, pero parecía tan escandaloso, y era todo tan
nuevo para mí, y sin embargo tan sin malicia... Después de haberme hecho sentir
que moría por efecto de un delicioso estremecimiento provocado con sus dedos, de
repente tomó mi mano con la suya y la posó sobre algo que tenía él, y que
parecía como el brazo de un niño. Me invitó a agarrarlo estrechamente. Hice lo
que me indicaba, y luego miré hacía abajo y vi una cosa roja, de piel
completamente blanca y con venas azules, con una curiosa punta redonda color
púrpura, parecida a una ciruela. Después me di cuenta de que aquella cosa salía
entre sus piernas, y que estaba cubierta en su base por una gran mata de pelo
negro y rizado. Julia dudó un instante. —Sigue —le dijo Bella, alentándola.
—Pues bien; mantuvo mi mano sobre ella e hizo que la frotara una y otra vez.
¡Era tan larga, estaba tan rígida y tan caliente! No cabía dudarlo, sometida
como estaba a la excitación por parte de aquella pequeña beldad. —Después tomó
mi otra mano y las puso ambas sobre aquel objeto peludo. Me espanté al ver el
brillo que adquirían sus ojos, y que su respiración se aceleraba, pero él me
tranquilizó. Me llamó querida niña, y, levantándose, me pidió que acariciara
aquella cosa dura con mis senos. Me la mostró muy cerca de mi cara. —¿Fue todo?
-preguntó Bella, en tono persuasivo. —No, no. Desde luego, no fue todo; ¡pero
siento tanta vergüenza...! ¿Debo continuar? ¿Será correcto que divulgue estas
cosas? Bien. Después de haber cobijado aquel monstruo en mí seno por algún
tiempo, durante el cual latía y me presionaba ardiente y deliciosamente, me
pidió que lo besara. Lo complací en el acto. Cuando puse mis labios sobre él,
sentí que exhalaba un aroma sensual. A petición suya seguí besándolo. Me pidió
que abriera mis labios y que frotara la punta de aquella cosa entre ellos.
Enseguida percibí una humedad en mi lengua y unos instantes después un espeso
chorro de cálido fluido se derramó sobre mi boca y bañó luego mi cara y mis
manos. Todavía estaba jugando con aquella cosa, cuando el ruido de una puerta
que se abría en el otro extremo de la iglesia obligó al buen padre a esconder lo
que me había confiado, porque —dijo— la gente vulgar no debe saber lo que tú
sabes, ni hacer lo que yo te he permitido hacer". Sus modales eran tan gentiles
y corteses, que me hicieron sentir que yo era completamente distinta a todas las
demás muchachas. Pero dime querida Bella, ¿cuáles eran las misteriosas noticias
que querías comunicarme? Me muero por saberlas. —Primero quiero saber si el buen
padre Ambrosio te habló o no de los goces... o placeres que proporciona el
objeto con el que estuviste jugueteando, y si te explicó alguna de las maneras
por medio de las cuales tales deleites pueden alcanzarse sin pecar. —Claro que
sí. Me dijo que en determinados casos el entregarse a ellos constituía un
mérito. —Supongo que después de casarse, por ejemplo. —No dijo nada al respecto,
salvo que a veces el matrimonio trae consigo muchas calamidades, y que en
ocasiones es hasta conveniente la ruptura de la promesa matrimonial. Bella
sonrió. Recordó haber oído algo del mismo tenor de los sensuales labios del
cura. —Entonces, ¿en qué circunstancias, según él, estarían permitidos estos
goces? —Sólo cuando la razón se encuentra frente a justos motivos, aparte de los
de complacencia, y esto sólo sucede cuando alguna jovencita, seleccionada por
los demás por sus cualidades anímicas, es dedicada a dar alivio a los servidores
de la religión. —Ya veo —comenté Bella—. Sigue. —Entonces me hizo ver lo buena
que era yo, y lo muy meritorio que sería para mí el ejercicio del privilegio que
me concedía, y que me entregara al alivio de sus sentidos y de los de aquellos
otros a quienes sus votos les prohibían casarse, o la satisfacción por otros
medios de las necesidades que la naturaleza ha dado a todo ser viviente. Pero
Bella, tú tienes algo qué decirme, estoy segura de ello. —Está bien, puesto que
debo decirlo, lo diré; supongo que no hay más remedio. Debes saber, entonces,
que el buen padre Ambrosio decidió que lo mejor para ti sería que te iniciaras
luego, y ha tomado medidas para que ello ocurra hoy. —¡No me digas! ¡Ay de mí!
¡Me dará tanta vergüenza! ¡Soy tan terriblemente tímida! ~¡Oh, no, querida! Se
ha pensado en todo ello. Sólo un hombre tan piadoso y considerado como nuestro
querido confesor hubiera podido disponerlo todo en la forma como la ha hecho. Ha
arreglado las cosas de modo que el buen padre podrá disfrutar de todas las
bellezas que tu encantadora persona puede ofrecerle sin que tú lo veas a él, ni
él te vea a ti. ~¿Cómo? ¿Será en la oscuridad, entonces? —De ninguna manera; eso
impediría darle satisfacción al sentido de la vista, y perderse el gran gusto de
contemplar los deliciosos encantos en cuya posesión tiene puesta su ilusión el
querido padre Ambrosio. —Tus lisonjas me hacen sonrojarme, Bella. Pero entonces,
¿cómo sucederán las cosas? —A plena luz —explicó Bella en el tono en que una
madre se dirige a su hija—. Será en una linda habitación de mi casa; se te
acostará sobre un diván adecuado, y tu cabeza quedará oculta tras una cortina,
la que hará las veces de puerta de una habitación más interior, de modo que
únicamente tu cuerpo, totalmente desnudo, quede a disposición de tu asaltante.
—¡Desnuda! ¡Qué vergüenza! —¡Ah, Julia. mi dulce y tierna Julia! —murmuró
Bella—, al mismo tiempo que un estremecimiento de éxtasis recorría su cuerpo—. ¡
Pronto gozarás grandes delicias! ¡ Despertarás los goces exquisitos reservados
para los inmortales, y te darás así cuenta de que te estás aproximando al
periodo llamado pubertad, cuyos goces estoy segura de que ya necesitas! —¡Por
favor, Bella, no digas eso! —Y cuando al fin —siguió diciendo su compañera, cuya
imaginación la había conducido ya a sueños carnales que exigían imperiosamente
su satisfacción—, termine la lucha, llegue el espasmo, y la gran cosa palpitante
dispare su viscoso torrente de líquido enloquecedor. . . ¡Oh! entonces ella
sentirá el éxtasis, y hará entrega de su propia ofrenda. —¿Qué es lo que
murmuras? Bella se levantó. —Estaba pensando —dijo con aire soñador— en las
delicias de eso de lo que tan mal te expresas tú. Siguió una conversación en
torno a minucias, y mientras la misma se desarrollaba, encontré oportunidad para
oír otro diálogo. no menos interesante para mí, y del cual, sin embargo, no daré
más que un extracto a mis lectores. Sucedió en la biblioteca, y eran los
interlocutores los señores Delmont y Verbouc. Era evidente que había versado,
por increible que ello pudiera parecer, sobre la entrega de la persona de Bella
al señor Delmont, previo pago de determinada cantidad, la cual posteriormente
sería invertida por el complaciente señor Verbouc para provecho de ‘su querida
sobrina No obstante lo bribón y sensual que aquel hombre era, no podía dejar de
sobornar de algún modo su propia conciencia por el infame trato convenido. —Sí
—decía el complaciente y bondadoso tío—, los intereses de mi sobrina están por
encima de todo, estimado señor. No es que sea imposible un matrimonio en el
futuro, pero el pequeño favor que usted pide creo que queda compensado por parte
nuestra —como hombres de mundo que somos, usted me entiende, puramente como
hombres de mundo— por el pago de una suma suficiente para compensaría por la
pérdida de tan frágil pertenencia. En este momento dejó escapar la risa,
principalmente porque su obtuso interlocutor no pudo entenderle. Al fin se llegó
a un acuerdo, y quedaron por arreglarse Únicamente los actos preliminares. El
señor Delmont quedó encantado, saliendo de su torpe y estólida indiferencia
cuando se le informó que la venta debía efectuarse en el acto, y que por
consiguiente tenía que posesionarse de inmediato de la deliciosa virginidad que
durante tanto tiempo anheló conquistar. En el ínterin, el bueno y generoso de
nuestro querido padre Ambrosio hacia ya algún tiempo que se encontraba en
aquella mansión, y tenía lista la habitación donde estaba prevista la
consumación del sacrificio. Llegado este momento, después de un festín a título
de desayuno, el señor Delmont se encontró con que sólo existía una puerta entre
él y la víctima de su lujuria. De lo que no tenía la más remota idea era de
quién iba a ser en realidad su víctima. No pensaba más que en Bella.
Seguidamente dio vuelta a la cerradura y entró en la habitación, cuyo suave
calor templó los estimulados instintos sexuales que estaban a punto de entrar en
acción, ¡Qué maravillosa visión se ofreció a sus ojos extasiados! Frente a él,
recostado sobre un diván y totalmente desnudo, estaba el cuerpo de una
jovencita. Una simple ojeada era suficiente para revelar que era una belleza,
pero se hubieran necesitado varios minutos para describirla en detalle, después
de descubrir por separado cada una de sus deliciosas partes sus bien torneadas
extremidades, de proporciones infantiles; con Unos senos formados por dos de las
más selectas y blancas colinas de suave carne, coronadas con dos rosáceos
botones; las venas azules que corrían serpenteando aquí y allá, que se veían al
través de una superficie nacarada como riachuelos de fluido sanguíneo, y que
daban mayor realce a la deslumbrante blancura de la piel. Y además, ¡oh! además
el punto central por el que suspiran los hombres: los sonrosados y apretados
labios en los que la naturaleza gusta de solozarse, de la que ella nace y a la
que vuelve: ¡la source! Allí estaba, a la vista, en casi toda su infantil
perfección. Todo estaba allí menos.., la cabeza. Esta importante parte se hacia
notar por su ausencia, y las suaves ondulaciones de la hermosa virgen
evidenciaban que para ella no era inconveniente que no estuviera a la vista. El
señor Delmont no se asombró ante aquel fenómeno, ya que había sido preparado
para él, así como para guardar silencio. Se dedicó, en consecuencia, a observar
con deleite los encantos que habían sido preparados para solaz suyo. No bien se
hubo repuesto de la sorpresa y la emoción causadas por su primera visión de la
beldad desnuda, comenzó a sentir los efectos provocados por el espectáculo en
los órganos sexuales que responden bien pronto en hombre de su temperamento a
las emociones que normalmente deben causarlos. Su miembro, duro y henchido, se
destacaba en su bragueta, y amenazaba con salir de su confinamiento. Por lo
tanto lo liberé permitiéndole a la gigantesca arma que apareciera sin
obstáculos, y a su roja punta que se irguiera en presencia de su presa. Lector:
yo no soy más que una pulga, y por lo tanto mis facultades de percepción son
limitadas. Por lo mismo carezco de capacidad para describir los pasos lentos y
la forma cautelosa en que el embelesado violador se fue aproximando gradualmente
a su víctima. Sintiéndose seguro y disfrutando esta confianza, el señor Delmont
recorrió con sus ojos y con sus manos todo el cuerpo. Sus dedos abrieron la
vulva, en la que apenas había florecido un ligero vello, en tanto que la
muchacha se estremeció y contorsionaba al sentir el intruso en sus partes más
intimas, para evitar el manoseo lujurioso, con el recato propio de las
circunstancias. Luego la atrajo hacia si, y posó sus cálidos labios en el bajo
vientre y en los tiernos y sensibles pezones de sus juveniles senos. Con mano
ansiosa la tomó por sus ampulosas caderas, y atrayéndola más hacia él le abrió
las blancas piernas y se colocó en medio de ellas. Lector: acabo de recordarte
que no soy más que una pulga. Pero aun las pulgas tenemos sentimientos, y no
trataré de explicarte cuáles fueron los míos cuando contemplé aquel excitado
miembro aproximarse a los prominentes labios de la húmeda vulva de Julia. Cerré
los ojos. Los instintos sexuales de la pulga macho despertaron en mi, y hubiera
deseado —si, lo hubiera deseado ardientemente— estar en el lugar del señor
Delmont. Mientras tanto, con firmeza y sin miramientos, él se dio a la tarea
demoledora. Dando un repentino brinco trató de adentrarse en las partes vírgenes
de la joven Julia, falló el golpe. Lo intentó de nuevo, y otra vez el frustrado
aparato quedó tieso y jadeante sobre el palpitante vientre de su víctima.
Durante este periodo de prueba Julia hubiera podido sin duda echar a rodar el
complot gritando más o menos fuerte, de no haber sido por las precauciones
tomadas por el prudente corruptor y sacerdote, el padre Ambrosio.
Julia estaba narcotizada. Una vez más Delmont se lanzó al ataque. Empujó con
fuerza hacia adelante, afianzó sus pies en el piso, se enfureció, echó
espumarajos y... ¡por fin! la elástica y suave barrera cedió, permitiéndole
entrar. Dentro, con una sensación de éxtasis triunfal. Dentro, de modo que el
placer de la estrecha y húmeda compresión arrancó a sus labios sellados un
gemido de placer. Dentro, basta que su arma, enterrada hasta los pelos de su
bajo vientre, quedó instalada, palpitante y engruesando por momentos en la funda
de ella, ajustada como un guante. Siguió entonces una lucha que ninguna pulga
sería capaz de describir. Gemidos de dicha y de sensaciones de arrobo escaparon
de sus labios babeantes. Empujó y se inclinó hacia adelante con los ojos
extraviados y los labios entreabiertos, e incapaz de impedir la rápida
consumación de su libidinoso placer, aquel hombrón entregó su alma, y con ella
un torrente de fluido seminal que, disparado con fuerza hacia adentro, bañó la
matriz de su propia hija. De todo ello fue testigo Ambrosio, que se escondió
para presenciar el lujurioso drama, mientras Bella, al otro lado de la cortina,
estaba lista para impedir cualquier comunicación hablada de parte de su joven
visitante. Esta precaución fue, empero, completamente innecesaria, ya que Julia,
lo bastante recobrada de los efectos del narcótico para poder sentir el dolor,
se había desmayado.
Capítulo XI
Tan pronto como hubo acabado el combate, y el vencedor, levantándose del
tembloroso cuerpo de la muchacha, Comenzó a recobrarse del éxtasis provocado por
tan delicioso encuentro, se corrió repentinamente la cortina, y apareció la
propia Bella detrás de la misma. Si de repente una bala de cañón hubiera pasado
junto al atónito señor Delmont, no le habría causado ni la mitad de la
consternación que sintió cuando, sin dar completo crédito a sus ojos, se quedó
boquiabierto contemplando, alternativamente, el cuerpo postrado de su víctima y
la aparición de la que creía que acababa de poseer. Bella, cuyo encantador "negligée"
destacaba a la perfección sus juveniles encantos, aparentó estar igualmente
estupefacta, pero, simulando haberse recuperado, dio un paso atrás con una
perfectamente bien estudiada expresión de alarma. —¿Qué... qué es todo esto?
—preguntó Delmont, cuyo estado de agitación le impidió incluso advertir que
todavía no había puesto orden en su ropa, y que aún colgaba entre sus piernas el
muy importante instrumento con el que acababa de dar satisfacción a sus impulsos
sexuales, todavía abotagado y goteante, plenamente expuesto entre sus piernas.
—¡Cielos! ¿Será posible que haya cometido yo un error tan espantoso? —exclamó
Bella, echando miradas furtivas a lo que constituía una atractiva invitación.
—Por piedad, dime de qué error se trata, y quién está ahí —clamó el
tembloroso violador, señalando mientras hablaba la desnuda persona recostada
frente a él. —¡Oh, retírese! ¡Váyase! —gritó Bella, dirigiéndose rápidamente
hacia la muerta seguida por el señor Delmont, ansioso de que se le explicara el
misterio. Bella se encaminó a un tocador adjunto, cerró la puerta, asegurándola
bien, y se dejó caer sobre un lujoso diván, de manera que quedaran a la vista
sus encantos, al mismo tiempo que simulaba estar tan sobrecogida de horror, que
no se daba cuenta de la indecencia de su postura. —¡Oh! ¿Qué he hecho? ¿Qué he
hecho? —sollozaba, con el rostro escondido entre sus manos, aparentemente
angustiada. Una terrible sospecha cruzó como rayo por la mente de su
acompañante, quien jadeante y semiahogado por la emoción, indagó: —¡Habla!
¿Quién era...? ¿Quién? —No tuve la culpa. No podía saber que era usted el que
habían traído para mí... y no sabiéndolo.., puse a Julia en mi lugar. El señor
Delmont se fue para atrás, tambaleándose. Una sensación todavía confusa de que
algo horrible había sucedido se apoderó de su ser; un vértigo nubló su vista, y
luego, gradualmente, fue despertando a la realidad. Sin embargo, antes de que
pudiera articular una sola palabra, Bella —bien adiestrada sobre la forma en que
tenía que actuar— se apresuró a impedirle que tuviera tiempo de pensar. —¡Chist!
Ella no sabe nada. Ha sido un error, un espantoso error, y nada más. Si está
decepcionado es por culpa mía, no suya. Jamás me pasó por el pensamiento que
pudiera ser usted. Creo —añadió haciendo un lindo puchero, sin dejar por ello de
lanzar una significativa mirada de reojo al todavía protuberante miembro— que
fue muy poco amable de ellos no haberme dicho que se trataba de usted. El señor
Delmont tenía frente a él a la hermosa muchacha. Lo cierto era que,
independientemente del placer que hubiere encontrado en el incesto involuntario,
se había visto frustrado en su intención original, perdiendo algo por lo que
había pagado muy buen precio. ~¡Oh, si ellos descubrieran lo que he hecho!
—murmuró Bella, modificando ligeramente su postura para dejar a la vista una de
sus piernas hasta la altura de la rodilla. Los ojos de Delmont centellearon. A
despecho suyo volvía a sentirse calmado; sus pasiones animales afloraban de
nuevo. —¡Si ellos lo descubrieran! —gimió otra vez Bella. Al tiempo que lo
decía, se medio incorporó para pasar sus lindos brazos en torno al cuello del
engañado padre. El señor Delmont la estrechó en un firme abrazo. —¡Oh, Dios mío!
¿Qué es esto? —susurró Bella, que con una mano había asido el pegajoso dardo de
su acompañante, y se entretenía en estrujarlo y moldearlo con su cálida mano. El
cuitado hombre, sensible a sus toques y a todos sus encantos, y enardecido de
nuevo por la lujuria, consideró que lo mejor que le deparaba su sino era gozar
su juvenil doncellez. —Si tengo que ceder —dijo Bella—, tráteme con blandura. ¡Oh,
qué manera de tocarme ¡Oh, quite de ahí esa mano! ¡Cielos! ¿Qué hace usted? No
tuvo tiempo más que para echar un vistazo a su miembro de cabeza enrojecida,
rígido y más hinchado que nunca, y unos momentos después estaba ya sobre ella.
Bella no ofreció resistencia, y enardecido por su ansia amorosa, el señor
Delmont encontró enseguida el punto exacto. Aprovechándose de su posición
ventajosa empujó violentamente con su pene todavía lubricado hacia el interior
de las tiernas y juveniles partes íntimas de la muchacha. Bella gimió. Poco a
poco el dardo caliente se fue introduciendo más y más adentro, hasta que se
juntaron sus vientres, y estuvo él metido hasta los testículos. Seguidamente dio
comienzo una violenta y deliciosa batalla, en la que Bella desempeñó a la
perfección el papel que le estaba asignado, y excitada por el nuevo instrumento
de placer, se abandonó a un verdadero torrente de deleites. El señor Delmont
siguió pronto su ejemplo, y descargó en el interior de Bella una copiosa
corriente de su prolífica esperma. Durante algunos momentos permanecieron ambos
ausentes, bañados en la exudación de sus mutuos raptos, y jadeantes por el
esfuerzo realizado, hasta que un ligero ruido les devolvió la noción del mundo.
Y antes de que pudieran siquiera intentar una retirada, o un cambio en la
inequívoca postura en que se encontraban, se abrió la puerta del tocador y
aparecieron, casi simultáneamente, tres personas. Estas eran el padre Ambrosio,
el señor Verbouc y la gentil Julia Delmont. Entre los dos hombres sostenían el
semidesvanecido cuerpo de la muchacha, cuya cabeza se inclinaba lánguidamente a
un lado, reposando sobre el robusto hombro del padre, mientras Verbouc, no menos
favorecido por la proximidad de la muchacha, sostenía el liviano cuerpo de ésta
con un brazo nervioso, y contemplaba su cara con mirada de lujuria insatisfecha,
que sólo podría igualar la reencarnación del diablo. Ambos hombres iban en
desabillé apenas decente, y la infortunada Julia estaba desnuda, tal como,
apenas un cuarto de hora antes, había sido violentamente mancillada por su
propio padre. —¡Chist! —susurró Bella, poniendo su mano sobre los labios de su
amoroso compañero—. Por el amor de Dios, no se culpe a si mismo. Ellos no pueden
saber quién hizo esto. Sométase a todo antes que confesar tan espantoso hecho.
No tendría piedad. Estése atento a no desbaratar sus planes. El señor Delmont
pudo ver de inmediato cuán ciertos eran los augurios de Bella. —¡Ve, hombre
lujurioso! —exclamó el piadoso padre Ambrosio—. ¡Contempla el estado en que
hemos encontrado a esta pobre criatura! Y posando su manaza sobre el lampiño
monte de Venus de la joven Julia, exhibió impúdicamente a los otros sus dedos
escurriendo la descarga paternal. —¡Espantoso! —comentó Verbouc—. ¡Y si llegara
a quedar embarazada! —¡Abominable! —gritó el padre Ambrosio—. Desde luego
tenemos que impedirlo. Delmont gemiro Mientras tanto., Ambrosio y su coadjutor
introdujeron a su joven víctima en la habitación, y comenzaron a tentar y a
acariciar todo su cuerpo, y a dedicarse a ejecutar todos los actos lascivos que
preceden a la desenfrenada entrega a la posesión lujuriosa. Julia, aún bajo los
efectos del sedante que le habían administrado, y totalmente confundida por el
proceder de aquella virtuosa pareja, apenas se daba cuenta de la presencia de su
digno padre. que todavía se encontraba sujeto por los blancos brazos de Bella, y
con su miembro empotrado aún en su dulce vientre. ~¡Vean cómo corre la leche
piernas abajo! —exclamó Verbouc, introduciendo nerviosamente su mano entre los
muslos de Julia—. ¡Qué vergüenza! —Ha escurrido hasta sus lindos píececítos
—observó Ambrosio, alzándole una de sus bien torneadas piernas, con la
pretensión de proceder al examen de sus finas botas de cabritilla, sobre las que
se podía ver más de una gota de líquido seminal, al mismo tiempo que con ojos de
fuego exploraba con avidez la rosada grieta que de aquella manera quedó expuesta
a su mirada. Delmont gimió de nuevo. —¡Oh. Dios qué belleza! —gritó Verbouc,
dando una palmada en sus redondas nalgas—. Ambrosio: proceda para evitar
cualquier posible consecuencia de un hecho tan fuera de lo común. Únicamente la
emisión de un hombre vigoroso puede remediar una situación semejante. —Sí, es
cierto, hay que administrársela —murmuró Ambrosio, cuyo estado de excitación
durante este intervalo puede ser mejor imaginado que descrito. Su sotana se
alzaba manifiestamente por la parte delantera, y todo su comportamiento delataba
sus violentas emociones. Ambrosio se despojó de su sotana y dejó en libertad su
enorme miembro, cuya rubicunda e hinchada cabeza parecía amenazar a los cielos.
Julia, terriblemente asustada, inició un débil movimiento de huida mientras el
señor Verbouc, gozoso, la sostenía exhibiéndola en su totalidad. Julia contempló
por segunda vez el miembro terriblemente erecto de su confesor, y. adivinando
sus intenciones por razón de la experiencia de iniciación por la que acababa de
pasar, casi se desvaneció de pánico. Ambrosio, como sí tratara de ofender los
sentimientos de ambos —padre e hija— dejó totalmente expuestos sus tremendos
órganos genitales, y agitó el gigantesco pene en sus rostros. Delmont, presa del
terror, y sintiéndose en manos de los dos complotados, contuvo la respiración y
se refugió tras de Bella, la que, plenamente satisfecha por el éxito de la
trama, se dedicó a aconsejarle que no hiciera nada y les permitiese hacer su
voluntad. Verbouc, que había estado tentando con sus dedos las húmedas partes
íntimas de la pequeña Julia, cedió la muchacha a la furiosa lujuria de su amigo,
disponiéndose a gozar de su pasatiempo favorito de contemplar la violación. El
sacerdote, fuera de sí a causa de la lujuria que lo embargaba, se quitó las
prendas de vestir más íntimas, sin que por ello perdiera rigidez su miembro
durante la operación y procedió a la deliciosa tarea que le esperaba, "Al fin es
mía". murmuro. Ambrosio se apoderó en el acto de su presa, pasó sus brazos en
torno a su cuerpo, y la levantó en vilo para llevar a la temblorosa muchacha al
sofá próximo y lanzarse sobre su cuerpo desnudo. Y se entregó en cuerpo y alma a
darse satisfacción. Su monstruosa arma, dura como el acero, tocaba ya la rajita
rosada, la que, si bien había sido lubricada por el semen del señor Delmont, no
era una funda cómoda para el gigantesco pene que la amenazaba ahora. Ambrosio
proseguía sus esfuerzos, y el señor Delmont sólo podía ver, mientras lz~ figura
del cura se retorcía sobre el cuerpo de su hijita, una ondulante masa negra y
sedosa. Con sobrada experiencia para verse obstaculizado durante mucho rato,
Ambrosio iba ganando terreno, y era también lo bastante dueño de sí para no
dejarse arrastrar demasiado pronto por el placer, venció toda oposición, y un
grito desgarrador de Julia anunció la penetración del inmenso ariete. Grito tras
grito se fueron sucediendo hasta que Ambrosio, al fin firmemente enterrado en el
interior de la jovencita, advirtió que no podía ahondar más, y comenzó los
deliciosos movimientos de bombeo que habían de poner término a su placer, a la
vez que a la tortura de su víctima. Entretanto Verbouc, cuya lujuria había
despertado con violencia a la vista de la escena entre el señor Delmont y su
hija, y la que subsecuentemente protagonizaron aquel insensato hombre y su
sobrina, corrió hacia Bella y, apartándola del abrazo en que la tenía su
desdichado amigo, le abrió de inmediato las piernas, dirigió una mirada a su
orificio, y de un solo empujón hundió su pene en su cuerpo, para disfrutar de
las más intensas emociones, en una vulva ya bien lubricada por la abundancia de
semen que había recibido. Ambas parejas estaban en aquel momento entregadas a su
delirante copulación, en un silencio sólo alterado por los quejidos de la
semiconsciente Julia, el estertor de la respiración del bárbaro Ambrosio, y los
gemidos y sollozos del señor Verbouc. La carrera se hizo más rápida y deliciosa.
Ambrosio, que a la fuerza había adentrado en la estrecha rendija de la jovencita
su gigantesco pene, hasta la mata de pelos negros y rizados que cubrían su raíz,
estaba lívido de lujuria. Empujaba. impelía y embestía con la fuerza de un toro,
y de no haber sido porque al fin la naturaleza la favoreció llevando su éxtasis
a su culminación, hubiera sucumbido a los efectos de tan tremenda excitación,
para caer presa de un ataque que probablemente hubiera imposibilitado para
siempre la repetición de una escena semejante. Un fuerte grito se escapó de la
garganta de Ambrosio. Verbouc sabía bien lo que ello representaba: se estaba
viniendo. Su éxtasis sirvió para apresurar a la otra pareja, y un aullido de
lujuria llenó el ámbito mientras los dos monstruos inundaban a sus víctimas de
líquido seminal. Pero no bastó una, sino que fueron precisas tres descargas de
la prolífica esencia del cura en la matriz de la tierna joven, para que se
apaciguara la fiebre de deseo que había hecho presa de él. Decir simplemente que
Ambrosio había descargado, no daría una idea real de los hechos. Lo que en
realidad hizo fue arrojar verdaderos borbotones de semen en el interior de
Julia, en espesos y fuertes chorros, al tiempo que no cesaba de lanzar gemidos
de éxtasis cada vez que una de aquellas viscosas inyecciones corría a lo largo
de su enorme uretra, y fluían en torrentes en el interior del dilatado
receptáculo. Transcurrieron algunos minutos antes de que todo terminara, y el
brutal cura abandonara su ensangrentada y desgarrada víctima. Al propio tiempo
el señor Verbouc dejaba expuestos los abiertos muslos y la embadurnada vulva de
su sobrina, la cual yacía todavía en el soñoliento trance que sigue al deleite
intenso, despreocupada de la espesa exudación que, gota a gota, iba formando un
charco en el suelo, entre sus piernas enfundadas en seda.
—¡Ah, qué delicia! —exclamó Verbouc—. Después de todo, se encuentra deleite
en el cumplimiento del deber, ¿no es asi, Delmont? Y volviéndose hacia el
anhelado sujeto, continuó: —Si el padre Ambrosio y yo mismo no hubiéramos
mezclado nuestras humildes ofrendas con la prolífica esencia que al parecer
aprovecha usted tan bien, nadie hubiera podido predecir qué entuerto habría
acontecido. ¡Oh, sí!, no hay nada como hacer las cosas debidamente, ¿no es
cierto, Delmont? —No lo sé; me siento enfermo, estoy como en un sueño, sin que
por ello sea insensible a sensaciones que me provocan un renovado deleite. No
puedo dudar de su amistad.., de que sabrán mantener el secreto. He gozado mucho,
y sin embargo, sigo excitado. No sabría decir lo que deseo. ¿Qué será, amigos
míos? El padre Ambrosio se aproximó, y posando su manaza sobre el hombro del
pobre hombre, le dio aliento con unas cuantas palabras susurradas en tono
reconfortante. Como una pulga que soy, no puedo permitirme la libertad de
mencionar cuáles fueron dichas palabras, pero surtieron el efecto de disipar
pronto las nubes de horror que obscurecían la vida del señor Delmont. Se sentó,
y poco a poco fue recobrando la calma. Julia, también recuperada ya, tomó
asiento junto al fornido sacerdote, que al otro lado tenía a Bella. Hacía ya
tiempo que ambas muchachas se sentían más o menos a gusto. El santo varón les
hablaba como un padre bondadoso, y consiguió que el señor Delmont abandonara su
actitud retraída, y que este honorable hombre, tras una copiosa libación de
vino, comen-zara asimismo a sentirse a sus anchas en el medio en que se
encontraba, Pronto los vigorizantes vapores del vino surtieron su efecto en el
señor Delmont, que empezó a lanzar ávidas miradas hacia su hija. Su excitación
era evidente, y se manifestaba en el bulto que se advertía balo sus ropas.
Ambrosio se dio cuenta de su deseo y lo alentó. Lo llevó junto a Julia. la que,
todavía desnuda, no tenía manera de ocultar sus encantos. Su padre la miró con
ojos en los que predominaba la lujuria. Una segunda vez ya no sería tan
pecaminosa, pensó. Ambrosio asintió con la cabeza para alentarlo, mientras Bella
desabrochaba sus pantalones para apoderarse de su rígido pene, y apretarlo
dulcemente entre sus manos. El señor Delmont entendió la posición, y pocos
instantes después estaba encima de su hija. Bella condujo el incestuoso miembro
a los rojos labios del sexo de Julia, y tras unos empujones más, el
semienloquecido padre había penetrado por completo en el interior del cuerpo de
su linda hija. La lucha que siguió se vio intensificada por las circunstancias
de aquella horrible conexión. Tras de un brutal y rápido galope el señor Delmont
descargó, y su hija recibió en lo más recóndito de su juvenil matriz las
culpables emisiones de su desnaturalizado padre. El padre Ambrosio, en quien
predominaba el instinto sexual, tenía otra debilidad más, que era la de
predicar. Lo hizo por espacío de una hora, no tanto sobre temas religiosos, sino
refiriéndose a otras cuestiones más mundanas, y que desde luego no suelen ser
sancionadas por la santa madre iglesia. En esta ocasión pronunció un discurso
que me fue imposible seguir, por lo que decidí echarme a dormir en la axila de
Bella. Ignoro cuánto tiempo más hubiera durado su disertación, pero como en
aquel punto la gentil Bella se posesionó de su enorme colgajo entre sus
manecitas y comenzó a cosquillearlo, el buen hombre se vio obligado a hacer una
pausa, justificada por las sensaciones despertadas por ella, Verbouc, por su
parte, que según se recordará lo único que codiciaba era un coño bien lubricado,
sólo se preocupaba por lo bien aceitadas que estaban las deliciosas partes
íntimas de la recién ganada para la causa, Julia. Además, la presencia del padre
contribuía a aumentar el apetito, en lugar de constituir un impedimento para que
aquellos dos libidinosos hombres se abstuvieran de gozar de los encantos de su
hija. Y Bella, que todavía sentía escurrir el semen de su cálida vulva, era
presa de anhelos que las batallas anteriores no habían conseguido apaciguar del
todo. Verbouc comenzó a ocuparse de nuevo de los infantiles encantos de Julia
aplicándoles lascivos toquecitos, pasando impúdicamente sus manos sobre las
redondeces de sus nalgas, y deslizando de vez en cuando sus dedos entre las
colinas. El padre Ambrosio, no menos activo, había pasado su brazo en torno a la
cintura de Bella, y acercando a él su semidesnudo cuerpo depositaba en sus
lindos labios ardientes besos. A medida que ambos hombres se entregaban a estos
jugueteos, el deseo se comunicaba en sus armas, enrojecidas e inflamadas por
efecto de los anteriores escarceos, y firmemente alzadas con la amenazadora mira
puesta en las jóvenes criaturas que estaban en su poder. Ambrosio, cuya lujuria
nunca requería de grandes incentivos, se apoderé bien pronto de Bella. Esta se
dejó ser acostada sobre el sofá que ya había sido testigo de dos encuentros
anteriores, donde, nada renuente, siguió por el contrario estimulando el desnudo
y llameante carajo. para permitirle después introducirse entre sus muslos,
favoreciendo el desproporcionado ataque lo más que le fue posible, hasta
enterrar por entero en su húmeda hendidura el terrible instrumento. El
espectáculo excité de tal modo los sentimientos del señor Delmont, que se hizo
evidente que no necesitaba ya de mayor estímulo para intentar un segundo coup
una vez que el cura hubiese terminado su asalto. El señor Verbouc, que durante
algún tiempo estuvo lanzando lascivas miradas a la hija del señor Delmont,
estaba también en condiciones de gozar una vez más. Reflexionaba que las
repetidas violaciones que ya había experimentado ella de parte de su padre y del
sacerdote, la habrían dejado preparada para la clase de trabajo que le gustaba
realizar, y se daba cuenta, tanto por la vista como por el tacto, de que sus
partes intimas estaban suficientemente lubricadas para dar satisfacción a sus
más caros antojos, debido a las violentas descargas que habían recibido. Verbouc
lanzó una mirada en dirección al cura, que en aquellos momentos estaba
entretenido en gozar de su sobrina, y acercándose después a la bella Julia la
colocó sobre un canapé en postura idónea para poder hundir hasta los testículos
su rígido miembro en el delicado cuerpo de ella, lo que consiguió, aunque con
considerable esfuerzo. Este nuevo e intenso goce llevó a Verbouc a los bordes de
la enajenación; presionando contra la apretada vulva de la jovencita, que le
ajustaba como un guante, se estremecía de gozo de pies a cabeza. —¡Oh, esto es
el mismo cielo! —murmuró, mientras hundía su qran miembro hasta los testículos
pegados a la base del mismo. ~—¡Dios mío, qué estrechez! ¡Qué lúbrico deleite! Y
otra firme embestida le arrancó un quejido a la pobre Julia. Entretanto el padre
Ambrosio, con los ojos semicerrados, los labios entreabiertos y las ventanas de
la nariz dilatadas, no cesaba de batirse contra las hermosas partes íntimas de
la joven Bella, cuya satisfacción sexual denunciaban sus lamentos de placer. —¡Oh,
Dios mío! ¡Es... es demasiado grande... enorme vuestra inmensa cosa! ¡Ay de mi,
me llega hasta la cintura! ¡Oh! ¡Oh! ¡Es demasiado; no tan recio, querido padre!
¡Cómo empujáis! ¡Me mataréis! Suavemente.., más despacio. . . Siento vuestras
grandes bolas contra mis nalgas. —¡Detente un momento! —gritó Ambrosio, cuyo
placer era ya incontenible, y cuya leche estaba a punto de vertirse—. Hagamos
una pausa. ¿Cambiamos de pareja, amigo mío? Creo que la idea es atractiva. —¡No,
oh, no! ¡Ya no puedo más! Tengo que seguir. Esta hermosa criatura es la delicia
en persona. —Estate quieta, querida Bella, o harás que me venga. No oprimas mi
arma tan arrebatadoramente. —No puedo evitarlo, me matas de placer. Anda, sigue,
pero suavemente. ¡Oh, no tan bruscamente! No empujes tan brutalmente. ¡Cielos,
va a venirse! Sus ojos se cierran, sus labios se abren... ¡Dios mío! Me estáis
matando, me descuartizáis con esa enorme cosa. ¡Ah! ¡Oh! ¡Veníos, entonces!
Veníos querido.., padre... Ambrosio. Dadme vuestra ardiente leche... ¡Oh!
¡Empujad ahora! ¡Más fuerte.., más.., matadme si así lo deseáis! Bella pasó sus
blancos brazos en torno al bronceado cuello de él, abrió lo más que pudo sus
blandos y hermosos muslos, y engulló totalmente el enorme instrumento, hasta
confundir y restregar su vello con el de su monte de Venus. Ambrosio sintió que
estaba a punto de lanzar una gran emisión directamente a los órganos vitales de
la criatura que se encontraba debajo de él.
—¡Empujad, empujad ahora! —gritó Bella, olvidando todo sentido de recato, y
arrojando su propia descarga entre espasmos de placer—. ¡Empujad... empujad...
metedlo bien adentro...! ¡Oh, sí de esa manera! ¡Dios mío, qué tamaño, qué
longitud! Me estáis partiendo en dos, bruto mío. ¡Oh, oh! ¡Os estáis viniendo. .
. lo siento...! ¡Dios ..... . qué leche! iOh, qué chorros! Ambrosio descargaba
furiosamente, como el semental que era, embistiendo con todas sus fuerzas el
cálido vientre que estaba debajo de él. Al fin se levantó de mala gana de encima
de Bella, la cual, libre de sus tenazas, se volteó para ver a la otra pareja. Su
tío estaba administrando una rápida serie de cortas embestidas a su amiguita, y
era evidente que estaba próximo al éxtasis. Julia, por su parte, cuya reciente
violación y el tremendo trato que recibió después a manos del bruto de Ambrosio
la habían lastimado y enervado, no experimentaba el menor gusto, pero dejaba
hacer, como una masa inerte en brazos de su asaltante. Cuando al fin, tras
algunos empujones más, Verbouc cayó hacia adelante al momento de hacer su
voluptuosa descarga, de lo único que ella se dio cuenta fue de que algo caliente
era inyectado con fuerza en su interior, sin que experimentara más sensaciones
que las de languidez y fatiga. Siguió otra pausa tras de este tercer ultraje,
durante la cual el señor Delmont se desplomó en un rincón, y aparentemente se
quedó dormido. Comenzó entonces una serie de actividades eróticas. Ambrosio se
recostó sobre el canapé, e hizo que Bella se arrodillara sobre él con el fin de
aplicar sus labios sobre su húmeda vulva, para llenarla de besos y toques de lo
más lascivo y depravado que imaginarse pueda. El señor Verbouc, no queriendo ser
menos que su compañero, jugueteó de manera igualmente libidinosa con la inocente
Julia. Después la tendieron sobre el sofá, y prodigaron toda clase de caricias a
sus encantos, no ocultando su admiración por su lampiño monte de Venus, y los
rojos labios de su coño juvenil. No tardaron en verse evidenciados sus deseos
por el enderezamiento de dos rígidos miembros, otra vez ansiosos de gustar
placeres tan selectos y extáticos como los gozados anteriormente. Sin embargo,
en aquel momento se puso en ejecución un nuevo programa. Ambrosio fue el primero
en proponerlo. —Ya nos hemos hartado de sus coños —dijo crudamente, volviéndose
hacia Verbouc, que estaba jugueteando con los pezones de Bella—. Ahora veamos de
qué están hechos sus traseros. Esta adorable criatura sería un bocado digno del
propio Papa, y Bella tiene nalgas de terciopelo, y un culo digno de que un
emperador se venga dentro de él. La idea fue aceptada enseguida, y se procedió a
asegurar a las víctimas para poder llevarla a cabo. Resultaba monstruoso. y
parecía imposible el poderlo consumar, a la vista de la desproporción existente.
El enorme miembro del cura quedó apuntando al pequeño orificio posterior de
Julia, en tanto que Verbouc amenazaba a su sobrina en la misma dirección. Un
cuarto de hora se consumió en los preparativos, y después de una espantosa
escena de lujuria y libertinaje, ambas jóvenes recibieron en sus entrañas los
cálidos chorros de las impías descargas. Al fin la calma sucedió a las violentas
emociones que habían hecho presa en los actores de tan monstruosa escena, y la
atención se fijó de nuevo en el señor Delmont. Aquel digno ciudadano, como ya
señalé anteriormente, se había retirado a un rincón apartado, quedando al
parecer vencido por el sueño, o embriagado por el vino, o tal vez por ambas
cosas. —Está muy tranquilo —observó Verbouc. —Una conciencia diabólica es mala
compañía —observó el padre Ambrosio, con su atención concentrada en el lavado de
su oscilante instrumento. —Vamos, amigo, llegó tu turno. He aquí un regalo para
ti —siguió diciendo Verbouc, al tiempo que mostraba en todo su esplendor, para
darle el adecuado ambiente a sus palabras, los encantos más íntimos de la casi
insensible Julia—. Levántate y disfrútalos. ¿Pero, qué ocurre con este hombre?
¡Cielos!, que... ¿qué es esto? Verbouc dio un paso atrás. El padre Ambrosio se
inclinó sobre el desdichado Delmont para auscultar su corazón. —Está muerto
—dijo tranquilamente. Efectivamente, había fallecido.
Capítulo XII
La muerte repentina es un suceso común, especialmente los casos de personas
cuyos antecedentes han hecho suponer la existencia de algún trastorno funcional,
de manera que la sorpresa pronto cede su lugar a los habituales testimonios de
condolencia, y luego a un estado de resignación a un suceso que nada tiene de
extraño.
La transición puede expresarse de la siguiente manera: —¿Quién iba a creerlo?
—¿Es posible? —Siempre lo sospeché. —¡Pobre amigo! —Nadie debe sorprenderse.
Esta interesante fórmula fue debidamente aplicada cuando el infeliz señor
Delmont rindió su tributo a la madre tierra, como dice la frase común. Una
quincena después que el infortunado caballero hubo abandonado esta vida, todos
sus amigos estuvieron acordes en que desde hacia tiempo habían descubierto
síntomas que más tarde o más temprano tenían que resultar fatales. Casi se
enorgullecían de su perspicacia, aun cuando admitían reverentemente los
inescrutables designios de la providencia. Por lo que hace a mí, seguía mi vida
más o menos como de ordinario, salvo que se me figuró que las piernas de Julia
debían tener un saborcillo más picante que las de Bella, y en consecuencia las
sangré regularmente para mi sustento, por la mañana y por la noche. Nada más
natural que Julia pasara la mayor parte de su tiempo junto a su querida amiga
Bella, y que el sensual padre Ambrosio y su protector, el libidinoso pariente de
mi querida Bella, trataran de encontrar el momento oportuno para repetir las
anteriores experiencias con la joven y dócil muchacha. Que asi fue puedo
atestiguarlo bien, ya que mis noches fueron de lo más desagradables e incómodas,
siempre expuesta a interrupciones en mi reposo por las incursiones de largos y
peludos miembros por los vericuetos de las ingles en que me había refugiado yo
temporalmente, y siempre en peligro de yerme arrastrada por los horriblemente
espesos torrentes de viscoso semen animal. En resumen, la joven e impresionable
Julia estaba completamente ahormada, y Ambrosio y su amigo disfrutaban a sus
anchas poseyéndola. Ellos habían alcanzado sus objetivos. ¿Qué les importaban
los sacrificios de ellos? Mientras tanto, otros y muy distintos eran los
pensamientos de Bella, a la que yo había abandonado. Pero a la larga,
sintiéndome hasta cierto punto asqueada por la demasiada frecuencia con que me
entregaba a la nueva dieta, resolví abandonar las medias de la linda Julia, y
retornar —revenir a mon mouton, como dicen los franceses— a la dulce y suculenta
alimentación de la salaz Bella. Así lo hice, y voici le resultat: Una noche
Bella se acostó bastante más temprano que de costumbre. El padre Ambrosio estaba
ausente por haber sido enviado en misión a una apartada parroquia, y su querido
y complaciente tío padecía un fuerte ataque de gota, padecimiento que en los
últimos tiempos lo aquejaba con relativa frecuencia. La muchacha se había ya
arreglado el cabello para pasar la noche, y se había también desprovisto de
algunas de sus ropas. Se estaba quitando su camisa de noche, la que tenía que
pasar por la cabeza, y en el curso de esta operación inadvertidamente se le
cayeron los calzones, dejando al descubierto, frente al espejo, las hermosas
protuberancias y la exquisita suavidad y transparencia de la piel de sus nalgas.
Tanta belleza hubiera enardecido a un anacoreta, pero ¡ay! no había en aquel
momento ningún asceta a la vista susceptible de enardecerse. En cuanto a mí,
poco faltó para que me quebrara la más larga de mis antenas, y me torciera mi
pata derecha en sus contorsiones por extraer la prenda por encima de su cabeza.
Llegados a este punto debo explicar que desde que el astuto padre Clemente se
había visto privado de gozar los encantos de Bella, renovó el bestial y nada
piadoso juramento de que, aunque fuere por sorpresa, se apoderaría de nuevo de
la fortaleza que ya una vez había sido suya. El recuerdo de su felicidad
arrancaba lágrimas a sus sensuales ojitos, al tiempo que, por reflejo, se
distendía su enorme miembro. Clemente formuló el terrible juramento de que
jodería a Bella en estado natural, según sus propias y brutales palabras, y yo,
que no soy más que una pulga, las oí y comprendí su alcance. La noche era oscura
y llovía. Ambrosio estaba ausente y Verbouc enfermo y desamparado. Era forzoso
que Bella estuviera sola. Todas estas circunstancias las conocía bien Clemente,
y obró en consecuencia. Alentado por sus recientes experiencias sobre la
geografía de la vecindad, se encaminó directamente a la ventana de la habitación
de Bella, y habiéndola encontrado como esperaba, sin correr el pestillo y. por
lo tanto, abierta, entró con toda tranquilidad y gateó hasta meterse debajo de
la cama. Desde este punto de vista Clemente contempló con pulso palpitante la
toilette de la hermosa Bella, hasta el momento en que comenzó a quitarse la
camisa en la forma que ya he descrito. Entonces pudo Clemente gozar de la vista
de la muchacha en toda su espléndida desnudez, y mugió ahogadamente como un
toro. En la posición yacente en que se encontraba no tenía dificultad alguna
para ver de cintura abajo la totalidad del cuerpo de ella y sus ojos se
solazaban en la contemplación de los globos gemelos que formaban sus nalgas,
abriéndose y cerrándose a medida que la muchacha retorcía su elástico cuerpo en
el esfuerzo por pasar la camisa por encima de su cabeza. Clemente no pudo
aguantar más tiempo; su deseo alcanzó el punto de ebullición, y sin ruido pero
prontamente, se deslizó fuera de su escondite para alzarse frente a ella, y sin
pérdida de tiempo abrazó el desnudo cuerpo con una de sus manos, mientras
colocaba la otra sobre sus rojos labios. El primer impulso de Bella fue el de
gritar, pero este recurso femenino le estaba vedado. Su segunda idea fue
desmayarse, y es por la que hubiera optado de no haber mediado cierta
circunstancia. Esta circunstancia era el hecho de que mientras el audaz
asaltante la mantenía firmemente sujeta junto a él, algo duro, largo y caliente
presionaba de modo insistente entre sus suaves nalgas, y yacía palpitante entre
la separación de ellas y a lo largo de su espalda. En ese crítico momento los
ojos de Bella tropezaron con la imagen de él en el espejo de la cómoda, y
reconocieron a sus espaldas el feo y abotagado rostro del sensual sacerdote,
coronado por un círculo de rebelde cabello rojo. Bella comprendió la situación
en un abrir y cerrar de ojos. Hacia ya casi una semana que se había desprendido
de los abrazos de Ambrosio y su tío, y tal hecho tuvo mucho que ver, desde
luego, en lo que siguió. Lo que hizo a partir de aquel momento fue puro disimulo
de la lasciva muchacha. Se dejó caer suavemente de espaldas sobre la vigorosa
figura del padre Clemente, y creyendo este feliz individuo que realmente se
desmayaba, al mismo tiempo que retiraba la mano con que le cerraba la boca
empleó ambos brazos para sostenerla. La irresistible belleza de la persona que
sostenía entre sus brazos llevó la excitación de Clemente casi hasta la locura.
Bella estaba prácticamente desnuda, y él deslizó sus manos sobre su pulida piel,
mientras su inmensa arma, ya rígida y distendida por efecto de la impaciencia,
palpitaba vigorosamente al contacto con la hermosa que tenía abrazada.
Tembloroso, Clemente acercó su rostro al de ella, e imprimió un largo y
voluptuoso beso sobre sus dulces labios. Bella se estremeció y abrió los ojos.
Clemente renovó sus caricias. —¡Oh! —exclamó lánguidamente—. ¿Cómo osáis venir
aquí? ¡Por favor, soltadme en el acto! ¡Es vergonzoso! Clemente sonrió con aire
de satisfacción. Siempre había sido feo, pero en aquel momento resultaba
verdaderamente odioso por su terrible lujuria. —Así es —dijo—. Es una vergüenza
tratar de esta manera a una muchacha tan linda, ¡pero es tan delicioso, vida
mía! Bella suspiró. Más besos y un deslizamiento de manos sobre su desnudo
cuerpo. Una mano grande y tosca se posó sobre su monte de Venus, y un atrevido
dedo, separando los húmedos labios, se introdujo en el interior de la cálida
rendija para tocar el sensible clítoris. Bella cerró los ojos y dejó escapar
otro suspiro, al propio tiempo que aquel sensible órgano comenzaba a su vez a
distenderse. En el caso de mi joven amiga no era en modo alguno un órgano
diminuto, ya que a causa del lascivo masaje del feo Clemente se alzó, se puso
rígido, y se asomó partiendo casi los labios por sí solo. Bella estaba ardiendo,
y el brillo del deseo se asomaba a sus ojos. Se había contagiado, y lanzando una
mirada a su seductor pudo ver la terrible mirada de lascivia retratada en su
rostro mientras jugueteaba con sus secretos encantos. La muchacha se agitaba
temblorosa; un ardiente deseo del placer del coito se posesionó de ella, e
incapaz de controlar por más tiempo sus afanes, llevó con rapidez su mano
derecha hacia atrás para asir la inmensa arma que amenazaba sus nalgas, aunque
no pudo hacerlo en toda su envergadura. Se encontraron las miradas de ambos; la
lujuria ardía en ellas. Bella sonrió, Clemente repitió su beso sensual, e
introdujo en la boca de ella su inquieta lengua. La muchacha no tardó en
secundar sus lascivas caricias, y dejó el campo libre tanto a sus inquietas
manos como a sus cálidos besos. Poco a poco la atrajo hacia una silla, en la que
se sentó Bella en impaciente espera de lo que el sacerdote quisiera hacer
después. Clemente se quedó de pie frente a ella. Su sotana de seda negra, que le
llegaba hasta los talones, se alzaba prominente en la parte delantera; sus
mejillas, al rojo vivo por la violencia de sus deseos, sólo encontraban rival en
sus encendidos labios, y su respiración era agitada, como anticipo del éxtasis.
Sabía que no tenía nada que temer y mucho que gozar. —Esto es demasiado —murmuró
Bella—, ¡idos! —Imposible, después de haberme tomado la molestia de entrar.
—Pero podéis ser descubierto, y entonces mi reputación estará arruinada. —No es
probable. Sabes que estamos completamente solos, y que no hay probabilidad
alguna de que nos molesten. Además, eres tan deliciosa, chiquilla mía, tan
fresca, tan juvenil y tan hermosa, que. .. no retires la pierna; únicamente
ponía mi mano sobre tu suave muslo. El hecho es que quiero joderte, querida.
Bella pudo ver cómo el enorme bulto se enderezaba más. —¡Qué obsceno sois! ¡Qué
palabras empleáis! —¿Lo crees así, mi niñita mimada? —dijo Clemente, tomando de
nuevo el sensible clítoris entre sus dedos pulgar e índice, para masajearlo
convenientemente—. Me nacen por el placer de sentir este coñito entreabierto que
trata astutamente de esquivar mis toques. —¡Vergüenza debería daros! —exclamó
Bella, riendo, empero, a su pesar. Clemente se aproximó para inclinarse hacia
ella y tomar su lindo rostro entre sus manos. Al hacerlo, Bella pudo advertir
que la sotana, casi levantada por la fuerza de los deseos comunicados al miembro
del padre, se encontraba a escasos centímetros del pecho de ella, de modo que
podía percibir los latidos que hacían que la prenda de seda negra subiera y
bajara alternativamente.
La tentación resultaba irresistible, y acabó por pasar su delicada manecíta
por debajo de las ropas del cura y subirla lo bastante más arriba para agarrar
una gran masa peluda de la que pendían dos bolas tan grandes como huevos de
gallina. —¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan enorme! —murmuró la muchacha. —Toda llena
de preciosa leche espesa —suspiró Clemente, mientras jugueteaba con los dos
lindos senos tan próximos a él. Bella se acomodó mejor, y de nuevo atrapó con
ambas manos el duro y tieso tronco del enorme pene. —¡Qué espanto! ¡Este es un
monstruo! —exclamó la lasciva muchacha—. ¡De veras que es grande! ¡Qué tamaño el
suyo! —Si; ¿no es un buen carajo? —observó Clemente, adelantándose y alzando la
sotana para poder mostrar mejor el gigantesco miembro. Bella no pudo resistir la
tentación, y alzando todavía más las ropas del cura dejó el pene en completa
libertad y expuesto en toda su longitud. Las pulgas no sabemos mucho de medidas
de espacio y de tiempo, y por ello no puedo daros las dimensiones exactas del
arma en la que la muchacha tenía en aquellos momentos puestos los ojos. Era, sin
embargo, de proporciones gigantescas. Tenía una gran cabeza roma y roja que
emergía en el extremo de un largo tronco parduzco. El agujero que se veía en su
cima, que habitualmente es tan pequeño, era en el caso que consideramos una
verdadera grieta humedecida por el fluido seminal acumulado ahí. A todo lo largo
de aquel tronco corrían gruesas venas azules, y al pie del mismo crecía una
verdadera maraña de hirsutos pelos rojos. Dos grandes testículos colgaban
debajo. —¡Cielos! ¡Madre santa! —murmuró Bella, cerrando sus ojos al tiempo que
les daba un ligero apretón. La ancha y roma cabeza, hinchada y enrojecida por
efecto del exquisito cosquilleo de la muchacha, se encontraba en aquel momento
totalmente desnuda, y emergía tiesa, libre de los pliegues de la piel que Bella
estiraba hacia atrás de la gran columna blanca. Ella jugueteaba gozosa con su
adquisición, y cada vez retiraba más atrás la aterciopelada piel del objeto que
tenía entre sus manos. Clemente suspiró. —¡Qué deliciosa criatura eres! —dijo,
mirándola con ojos centelleantes—. Tengo que joderte enseguida o lo arrojaré
todo sobre ti. —¡No, no debéis desperdiciar ni una gota! —exclamó Bella—. Debéis
estar muy urgido para querer veniros tan pronto. —No puedo evitarlo. Por favor
estate quieta un momento me vendré. —¡Qué cosa tan grande! ¿Cuánta leche dará?
Clemente se detuvo y susurró al oído de la muchacha algo que no pude oír. —
¡Verdaderamente delicioso, pero es increíble! —Es cierto, dame una oportunidad
de probártelo. Estoy ansioso de hacerlo, lindura. ¡Míralo! ¡Tengo que joderte!
Blandió su monstruoso pene colocándolo frente a ella. Después lo inclinó hacia
abajo, para después soltarlo de repente. Saltó hacia arriba como un resorte, y
al hacerlo se descubrió espontáneamente, dejando paso a la roja nuez, que
exudaba una gota de semen por la uretra.
Todo esto sucedió cerca de la cara de Bella, que sintió un sensual olorcillo
emanado del miembro, el que vino a incrementar el trastorno de sus sentidos.
Continuó jugando con el pene, y acariciándolo. —Basta, te lo ruego, querida, o
lo desperdiciaré todo en el aire. Bella se estuvo quieta unos segundos, aunque
asida con toda la fuerza de su mano al carajo de Clemente. Entretanto él se
divertía en moldear con una de sus manos los juveniles senos de la muchacha,
mientras con los dedos de la otra recorría en toda su extensión su húmedo coño.
El jugueteo la enloqueció. Su clítoris se hinchó y devino caliente, se aceleró
su respiración, y las llamas del deseo encendieron su lindo rostro. La nuez se
endurecía cada vez más: brillaba ya como fruta en sazón. Al observar a
hurtadillas el feo y desnudo vientre del hombre, lleno de pelos rojos, y sus
parduscos muslos, velludos como los de un mono, Bella devino carmesí de lujuria.
El gran pene, cada vez más grueso, amenazaba los cielos y provocaba en su ser
las más indescriptibles emociones. Excitada sobremanera, enlazó con sus brazos
el vigoroso cuerpo del gran bruto y lo cubrió de sensuales besos. Su misma
fealdad incrementaba sus sensaciones libidinosas. —No, no debéis desperdiciarlo;
no permitiré que lo desperdiciéis.
Después, deteniéndose por un instante, gimió con un peculiar acento de
placer, y bajando su complaciente cabeza abrió sus rosados labios para recibir
de inmediato lo más que pudo del lascivo manjar. —¡Oh, qué delicia! ¡Cómo
cosquilleas! ¡Qué... qué gusto me das! —No os permitiré desperdiciarlo: beberé
hasta la última gota —susurró Bella apartando por un momento su cabeza de la
reluciente nuez. Después, bajándola de nuevo, posó sus labios, proyectados hacia
adelante, sobre la gran cabeza, y abriéndolos con delicadeza recibió entre ellos
el orificio de la ancha uretra. —¡Madre santa¡ —exclamó Clemente—. ¡Esto es el
cielo! ¡Cómo voy a venirme! ¡ Dios mío, cómo lames y chupas! Bella aplicó su
puntiaguda lengua al orificio, y dio de lengüetazas a todos sus contornos. ~¡Qué
bien sabe! Tenéis que darme todavía una o dos gotas mas. —No puedo seguir, no
puedo —murmuraba el sacerdote, empujando hacia adelante al mismo tiempo que con
sus dedos cosquilleaba el endurecido clítoris de Bella, puesto al alcance de su
mano. Después Bella tomó de nuevo entre sus labios la cabeza de aquella gran
yerga, mas no pudo conseguir que la nuez entrara en su boca por completo, tan
monstruosamente ancho era. Lamiendo y succionando, deslizando con lentos y
deliciosos movimientos la piel que rodeaba el rojo y sensible lomo de la
tremenda yerga, Bella estaba provocando unos resultados que ella sabía no iban a
dilatar mucho en producirse. —¡Ah, madre santa! ¡Casi me estoy viniendo!
Siento.,. ¡Oh. chupa ahora! ¡Vas a recibirlo! Clemente alzó sus brazos al aíre,
su cabeza cayó hacía atrás, abrió las piernas, se retorcieron convulsivamente
sus manos, quedaron en blanco sus ojos, y Bella sintió que un fuerte espasmo
recorría el monstruoso pene. Momentos después fue casi derribada de espaldas por
el chorro continuo que como un torrente arrojaban los órganos genitales del cura
y le corrían garganta abajo. No obstante todos sus deseos y esfuerzos, la voraz
muchacha no pudo evitar que un chorro escapara por la comisura de sus labios
cuando Clemente, fuera de sí por efecto del placer, empujaba hacia adelante con
sacudidas sucesivas, con cada una de las cuales enviaba a la garganta de ella un
nuevo chorro de leche. Bella resistió todos sus empellones, y se mantuvo asida
al arma de la que manaban aquellos borbotones, hasta que todo hubo terminado.
—¿Cuánto dijisteis? —musitó ella—. ¿Una taza de té llena? Fueron dos. —¡Adorable
criatura! —exclamó Clemente cuando al fin pudo recuperar el aliento—. ¡Qué
placer tan divino me proporcionaste! Ahora me toca a mí, y tienes que permitirme
examinar todas estas cositas tuyas que tanto adoro. —¡Ah, qué delicioso fue!
Estoy casi ahogada —comentó Bella—. ¡Cuán viscosa era! ¡Dios mío, qué cantidad!
—Sí, lindura. Te la prometí toda, y me excitaste de tal modo que de seguro
recibiste una buena dosis. Fluía a borbotones. —Sí, efectivamente así fue.
—Ahora verás qué buena lamida te doy, y cuán deliciosa-. mente te joderé
después. Uniendo la acción a la palabra, el sensual cura se colocó entre los
muslos de Bella, blancos como la leche, y adelantando su cara hacia ellos
introdujo su lengua entre los labios de la roja grieta. Después, moviéndola en
torno al endurecido clítoris, la obsequió con un cosquilleo tan exquisito, que
la muchacha difícilmente podía contener sus gritos. —¡Oh, Dios mío! ¡Me chupas
la vida! ¡Oh...! Estoy... ¡Voy a venirme! ¡Me. vengo! Y con un repentino
movimiento de avance hacia la activa lengua, Bella se vino abundantemente en el
rostro de Clemente, el que recibió lo más que pudo dentro de su boca, con
epicúreo deleite. Después el cura se alzó. Su enorme pene, que se había apenas
reblandecido, se encontraba otra vez en tensión viril, y emergía ante él en
estado de terrible erección. Literalmente resoplaba de lujuria a la vista de la
bella y bien dispuesta muchacha. —Ahora tengo que joderte —le dijo al tiempo que
la empujaba hacia la cama—. Tengo que poseerte y darte una probada de esta yerga
en tu cuerpecito. ¡Ah, qué jodida te voy a dar! Despojándose rápidamente de su
sotana y sus prendas interiores, el gran bruto, cuyo cuerpo estaba totalmente
cubierto de pelo y de piel tan morena como la de un mulato, tomó el frágil
cuerpo de la hermosa Bella en sus musculosos brazos y lo depositó suavemente
sobre la cama. Clemente contempló por unos instantes su cuerpo tendido y
palpitante, mitad por efecto del deseo y mitad a causa del terror que le causaba
la furiosa embestida. Luego contempló con aire satisfecho su tremendo pene,
erecto de lujuria, y subiéndose presto al lecho se arrojó sobre ella y se cubrió
con las ropas de la cama. Bella, medio ahogada debajo del gran bruto peludo,
sintió el tieso pene entre sus piernas, y bajó la mano para tentarlo de nuevo.
—¡Cielos, qué tamaño! ¡Nunca me cabrá! —Sí, claro que si: lo tendrás todo:
entrará hasta los testículos, sólo que tendrás que cooperar para que no te
lastime. Bella se ahorró la molestia de contestar, porque enseguida una lengua
ansiosa penetró en su boca hasta casi sofocarla. Después pudo darse cuenta de
que el sacerdote se había levantado poco a poco, y de que la caliente cabeza de
su gigantesco pene estaba tratando de abrirse paso a través de los húmedos
labios de su rosada rendija.
No puedo seguir adelante con el relato detallado de los actos preliminares.
Se llevaron díez minutos, pero al término de ellos el torpe Clemente estaba
enterrado hasta los testículos en el lindo cuerpo de la joven, que, con sus
suaves piernas enlazadas sobre la espalda del moreno sacerdote, recibía las
caricias de éste, que se solazaba sobre su víctima, y daba comienzo a los
lascivos movimientos que habían de conducirle a desembarazarse de su ardiente
fluido.
Veinticinco centímetros, cuando menos, de endurecido músculo habían calado
las partes íntimas de la jovencita, y palpitaban en el interior de ellas, al
propio tiempo que una mata de pelos hirsutos frotaba el delicado monte de la
infeliz Bella.
—¡Oh, Dios mío! ¡Cómo me lastimáis! —se quejó ella—. -Cielos! ¡Me estáis
descuartizando! Clemente inició un movimiento. —¡No lo puedo aguantar!
¡Realmente está demasiado grande! ¡Oh! ¡Sacadlo! ¡Ay, qué embestidas! Clemente
empujó sin piedad dos o tres veces. —Aguarda un momento, diablita; sólo hasta
que te ahogue con mi leche. ¡Oh, cuán estrecha eres! ¡Parece que me estás
sorbiendo la yerga! ¡Al fin! ahora está dentro, ya es todo tuvo. —¡Piedad, por
favor! Clemente embistió duro y rápido, empujón tras empujón al mismo tiempo que
giraba y se contorsionaba sobre el muelle cuerpo de la muchacha, y sufría un
verdadero ataque de lujuria. Su enorme pene amenazaba estallar por la intensidad
de su placer y el enloquecedor deleite del momento. —Ahora por fin te estoy
jodiendo. — ¡Jodedme! —Murmuró Bella, abriéndose todavía más de piernas, a
medida que la intensidad de las sensaciones se iban posesionando de su persona—.
¡Jodedme bien! ¡Más duro!
Y con un hondo gemido de placer inundó a su brutal violador con una copiosa
descarqa, al propio tiempo que se arrojaba hacia adelante para recibir una
formidable embestida del hombre.
Las piernas de Bella se flexionaban espasmódicamente cuando Clemente se lanzó
entre ellas, siguió metiendo y sacando su largo y ardiente miembro entre las
mismas, con movimientos lujuriosos. Algunos suspiros mezclados con besos de los
apretados labios del lascivo invasor; unos quejidos de pacer y las rápidas
vibraciones del armazón de la cama, todo ello denunciaba la excitación de la
escena.
Clemente no necesitaba incentivos. La eyaculación de su complaciente
compañera le había proporcionado el húmedo medio que deseaba, y se aprovechó del
mismo para iniciar una serie de movimientos de entrada y salida que causaron a
Bella tanto placer como dolor. La muchacha lo secundó con todas sus fuerzas.
Atiborrada por completo, suspiraba hondo y se estremecía bajo sus firmes
embestidas. Su respiración se convirtió en un estertor; se cerraron sus-ojos por
efecto del brutal placer que experimentaba en un casi ininterrumpido espasmo de
la emisión. Las posaderas de su rudo amante se abrían y cerraban a cada nuevo
esfuerzo que hacia para asestar estocadas en el cuerpo de la linda chiquilla.
Después de mucho batallar se detuvo un momento. — Ya no puedo aguantar más,
me voy a venir. Toma mi leche, Bella. Vas a recibir torrentes de ella, ricura.
Bella lo .sabía. Todas las venas de su monstruoso cara jo estaban henchidas a su
máxima tensión. Resultaba insoportablemente grande. Parecía el gigantesco
miembro de un asno. Clemente empezó a moverse de nuevo. De sus labios caía la
saliva. Con una sensación de éxtasis, Bella esperaba la corriente seminal.
Clemente asestó uno o dos golpes cortos, pero profundos, lanzó un gemido y se
quedó rígido, estremeciéndose sólo ligeramente de pies a cabeza, y a
continuación salió de su yerga un tremendo chorro de semen que inundó la matriz
de la jovencita. El gran bruto enterró su cabeza en las almohadas, hizo un
postrer esfuerzo para adentrarse más en ella, apoyándose con los pies en el pie
de la cama. —¡Oh, la leche! —chilló Bella—. ¡La siento! ¡Qué torrente! ¡Oh,
dádmela! ¡Padre santo, qué placer! ¡Ahí está! ¡Tómala! -grító el cura mientras,
tras el primer chorro arrojado en el interior de ella, embestía de nuevo
salvajemente hacia adentro, enviando con cada empujón un nuevo torrente de
cálida leche. ¡Oh, qué placer! Aun cuando Bella había anticipado lo peor, no
tuvo idea de la inmensa cantidad de semen que aquel hombre era capaz de emitir.
La arrojaba hacia fuera en espesos borbotones que iban a estrellarse contra su
misma matriz. —¡Oh, me estoy viniendo otra vez! Y Bella se hundió
semidesfallecida bajo el robusto hombre, mientras su ardiente fluido seguía
inundándola con sus chorros viscosos. Otras cinco veces, aquella misma noche,
Bella recibió el contenido de los grandes testículos de Clemente, y de no haber
sido porque la claridad del día les advirtió que era tiempo de que él se
marchara, hubieran empezado de nuevo.
Cuando el astuto Clemente abandonó la casa y se apresuró a retirarse a su
humilde celda, amaneciendo ya, se vio forzado a admitir que había llenado su
vientre de satisfacción, de la misma manera que Bella vio inundadas de leche sus
entrañas. Y suerte tuvo la jovencita de que sus dos protectores estuvieran
incapacitados, porque de otra manera habrían descubierto, por el lastimoso
estado en que se encontraban sus juveniles partes intimas, que un intruso había
traspasado los umbrales de las mismas. La juventud es elástica, todo el mundo lo
sabe. Y Bella era muy joven y muy elástica. Si vosotros hubieseis visto la
inmensa máquina de Clemente, lo habríais aseverado conmigo Su elasticidad
natural le permitió admitir no sólo la introducción de aquel ariete, sino
también dejar de sentir la menor molestia al cabo de un par de días.
Tres días después de este interesante episodio regresó el padre Ambrosio. Una
de sus primeras preocupaciones fue buscar a Bella. Al encontrarla la invitó a
entrar en un boudoir.
—¡Vela! —gritó, mostrándole su instrumento, inflamado y en actitud de
presentar armas—. No he tenido distracción alguna durante una semana, y mi verga
está que arde, querida Bella.
Dos minutos después, la cabeza de Bella reposaba sobre la mesa del
departamento mientras que, con la ropa recogida sobre su espalda, dejaba al
descubierto sus turgentes nalgas, las que el lascivo cura golpeó vigorosamente
con su largo miembro, después de haber solazado su vista en la contemplación de
sus rollizas nalgas.
Tras otro minuto ya su instrumento se había introducido en el coño por
detrás, basta aplastar contra las posaderas el negro y rizado pelo de la base.
Tras sólo unas cuantas embestidas arrojó borbotones de leche hasta la cintura de
ella.
El buen padre estaba demasiado excitado por la larga abstinencia para que con
sólo esto perdiera rigidez su miembro, por lo que retiró aquel instrumento
propio de un semental, todavía resbaladizo y vaporoso, para llevarlo al pequeño
orificio situado entre el par de deliciosas nalgas de su amiga. Bella le ayudó
y, dado lo bien aceitado como estaba, se deslizó hacia adentro, para no tardar
en obsequiar a la muchacha con otra tremenda dosis procedente de sus prolíficos
testículos. Bella sintió la ardiente descarga, y recibió gustosa la cálida leche
proyectada contra sus entrañas. Después la puso de espaldas sobre la mesa y le
succionó el clítoris por espacio de un cuarto de hora, obligándola a venirse dos
veces en su boca. A continuación la jodió en la forma natural. Acto seguido se
retiró Bella a su habitación para lavarse, y tras un ligero descanso se puso su
vestido de calle y se fue.
Aquella noche se informó que el señor Verbouc había empeorado. El ataque
había alcanzado regiones que fueron motivo de alarma para su médico de cabecera.
Bella le deseó a su tío que pasara una buena noche y se retiró a su habitación.
Julia se había instalado en la alcoba de Bella para pasar la noche, y ambas
muchachas, para aquel entonces ya bien enteradas de la naturaleza y las
propiedades del sexo masculino, estaban recostadas intercambiando ideas y
aventuras.
—Pensé que iba a morir —dijo Julia— cuando el padre Ambrosio introdujo su
cosa grande y fea muy adentro de mi pobre cuerpo, y cuando acabó creí que le
había dado un ataque, y no podía entender qué era aquella cosa viscosa, aquella
sustancia caliente que arrojaba dentro de mí. ¡Oh! —Entonces, querida,
comenzaste a sentir la fricción en tu sensible cosita, y la caliente leche del
padre Ambrosio brotó a chorros, cubriéndolo todo.
—Si, así fue, y todavía me siento inundada cuando lo hace. —¡Silencio! ¿No
oíste?
Ambas muchachas se levantaron y se pusieron a escuchar. Bella, más habituada
a las características de su alcoba de lo que pudiera estarlo Julia, concentró su
atención en la ventana. En el momento de hacerlo el postigo cedió gradualmente,
y apareció la cabeza de un hombre. Julia descubrió también al aparecido y estuvo
a punto de gritar, pero Bella le hizo una seña para que guardara silencio. —¡Chist!
No te alarmes —susurró Bella—. No nos quiere comer; sólo que es indebido
molestarle a una de tan cruel manera. —¿Qué quiere? —preguntó Julia,
semiescondiendo su linda cabeza entre sus prendas de dormir, pero sin dejar de
observar con ojo atento al intruso. Durante esta breve conversación el hombre se
estuvo preparando para entrar en la alcoba, y habiendo ya abierto lo bastante la
ventana para poder hacerlo, deslizó su amplia humanidad al través de la
abertura. Al poner pie en el piso de la habitación quedaron al descubierto la
voluminosa figura y las feas facciones del sensual padre Clemente. —¡Madre
santa, un cura! —exclamó la joven huésped de Bella—. ¡Y bien gordo por cierto! ¡Oh
Bella! ¿Qué quiere? —Pronto lo sabremos —susurró la otra. Entretanto Clemente se
había aproximado a la cama. —¿Qué? ¿Será posible? ¿Un doble agasajo? —exclamó
él—. ¡ Encantadora Bella! Es realmente un placer inesperado. —¡Qué vergüenza,
padre Clemente! Julia había desaparecido bajo las ropas de la cama. En dos
minutos se despojó el cura de sus vestimentas, y sin esperar a que se le
invitara a hacerlo, se lanzó como rayo sobre la cama. —¡Oh! —gritó Julia—. ¡Me
está tentando! — ¡Ah, sí! Las dos seremos bien manoseadas, te lo aseguro
—murmuró Bella al sentir la enorme arma de Clemente presionando su espalda—.
¡Que vergonzoso comportamiento el de usted, al entrar sin nuestro permiso! —En
tal caso, ¿puedo entrar, preciosidad? —repuso el cura, al tiempo que ponía en
manos de Bella su tieso instrumento. —Puede quedarse, puesto que ya está dentro.
—Gracias —murmuro Clemente, apartando las piernas de Bella e insertando la
enorme cabeza de su pene entre ellas.
Bella sintió la estocada, y mecánicamente pasó sus brazos en torno al dorso
de Julia.
Clemente empujó de nuevo, pero Bella se escabulló de un brinco. Se levantó, y
apartando las ropas de la cama dejó al descubierto el peludo cuerpo del
sacerdote y la gentil figura de su compañera. Julia se volvió instintivamente y
se encontró con que, apuntando en línea recta a su nariz, se enderezaba el
rígido pene del buen padre, que parecía próximo a estallar a causa de la lujuria
despertada en su poseedor por la compañía en que se encontraba. —Tiéntalo
—susurró Bella. Sin atemorizarse, Julia lo agarró con su blanca manita. —¡Cómo
late! Se va haciendo cada vez mayor, a fe mía. Ambas muchachas se bajaron
entonces de la cama, y ansiosas por divertirse comenzaron a estrujar y a frotar
el voluminoso pene del sacerdote, hasta que éste estuvo a punto de venirse.
— ¡ Esto es el cielo! —dijo el padre Clemente con la mirada perdida, y un
ligero movimiento convulsivo en sus dedos que denotaba su placer. —Basta,
querida, de lo contrario se vendrá —observó Bella, adoptando un aire de persona
experimentada, al que creía tener derecho, según ella, en virtud de sus
anteriores relaciones con el monstruo. Por su parte, el padre Clemente no estaba
dispuesto a desperdiciar sus disparos cuando estaban a su alcance dos objetivos
tan lindos. Permaneció inactivo durante el manoseo al que las muchachas
sometieron su pene, pero ahora había atraído suavemente hacia si a la joven
Julia, para alzarle la camisa y dejar a la vista todos sus secretos encantos.
Deslizó sus ansiosas manos en torno a los adorables muslos y las nalgas de la
muchacha, y con los pulgares abrió después la rosada vulva, para introducir su
lasciva lengua en su interior, y besarla en forma por demás excitante en la
misma matriz.
Julia no podía permanecer insensible a este tratamiento y cuando al fin,
tembloroso de deseo y de desenfrenada lujuria, el osado cura la puso de espaldas
sobre la cama, abrió sus juveniles muslos y le permitió ver los sonrosados
bordes de su bien ajustada rendija. Clemente se metió entre sus piernas, y
adelantándose hacia ella mojó la gruesa punta de su miembro en los húmedos
labios del coño. Bella prestó entonces su ayuda, y tomando entre sus manos el
inmenso pene, le descubrió y encaminó adecuadamente hacia el orificio.
Julia contuvo el aliento y se mordió los labios. Clemente asestó una violenta
estocada. Julia, brava como una leona, aguantó el golpe, y la cabeza se
introdujo. Más empujones, mayor presión, y en menos tiempo que toma para
escribirlo Julia había engullido totalmente el enorme pene del sacerdote.
Una vez cómodamente posesionado de su cuerpo, Clemente inició una serie de
rítmicas embestidas a fondo, y Julia, presa de sensaciones indescriptibles, echó
hacia atrás la cabeza, y se cubrió el rostro con una mano mientras con la otra
se asía de la cintura de Bella. —¡Oh, es enorme, pero qué gusto me da! — ¡ Está
completamente dentro! ¡ Se ha enterrado hasta las bolas! —exclamó Bella. —¡Ah!
¡Qué delicia! ¡Voy a venirme! ¡No puedo aguantar! ¡Su vientre es como
terciopelo! ¡Toma! ¡Toma esto! Aquí siguió una feroz embestida. —¡Oh! —exclamó
Julia.
En aquel momento se le ocurrió una fantasía al libidinoso gigante, y
extrayendo el vaporizante miembro de las partes íntimas de Julia. se lanzó entre
las piernas de Bella y lo alojó en el interior de su deliciosa vulva. El
palpitante objeto se metió muy adentro de su juvenil coño, mientras el
propietario del mismo babeaba de gusto por la tarea a que estaba entregado.
Julia veía asombrada la aparente facilidad con que el padre hundía su gran
yerga en el interior del blanco cuerpo de su amiga.
Tras de pasar un cuarto de hora en esta erótica postura, tiempo en el cual
Bella oprimió al padre contra su pecho y rindió por dos veces su cálido tributo
sobre la cabeza de la enorme vara, una vez más se retira Clemente, y buscó
calmar el ardor que le consumía derramando su caliente leche en el interior de
la delicada personita de Julia.
Tomó a la damita entre sus brazos, de nuevo se montó sobre su cuerpo, y sin
gran dificultad, presionando su ardiente yerga contra el suave coño de ella, se
dispuso a inundarlo con una lasciva descarga.
Siguió una furiosa serie de estocadas rápidas pero profundas, al final de las
cuales Clemente, al tiempo que dejaba escapar un hondo suspiro, empujó hasta lo
más hondo de la delicada muchacha, y comenzó a vomitar en su interior un
verdadero diluvio de semen. Chorro tras chorro brotaba de su pene mientras él,
con los ojos en blanco y los labios temblorosos, llegaba al éxtasis.
La excitación de Julia había alcanzado su máximo, y se sumó al goce de su
violador en el paroxismo final, a un grado de terrible enajenación que no hay
pulga capaz de describir.
Las orgías que siguieron en esta lasciva noche fueron algo que excede también
mis capacidades narrativas. Tan pronto como Clemente se hubo recobrado de su
primera eyaculación, anunció con palabras de grueso calibre su propósito de
gozar de Bella. Y, dicho y hecho, puso inmediatamente manos a la obra.
Durante un largo cuarto de hora permaneció enterrado hasta los pelos en el
coño de ella, conteniéndose hasta que la naturaleza se impuso, para que Bella
recibiera la descarga en su matriz.
El padre sacó su pañuelo de Holanda, con el que enjugó los chorreantes coños
de ambas beldades. Entonces las dos muchachas asieron el miembro del sacerdote,
y le aplicaron tantos tiernos y lascivos toques que excitaron de nuevo el fogoso
temperamento del sacerdote, hasta el punto de lograr infundirle nuevas fuerzas y
virilidad imposibles de describir. Su enorme pene, enrojecido y engrosado en
virtud de los ejercicios anteriores, veía amenazador a la pareja que lo
manoseaba llevándolo ora a un lado, ora a otro. Varias veces Bella chupó la
enardecida cabeza y cosquilleó con la punta de su lengua el orificio de la
uretra. Esta era, por lo visto, una de las formas favoritas de gozar de
Clemente. ya que rápidamente introdujo lo más que pudo la cabeza de su gran
yerga en la boca de la muchacha.
Después las hizo rodar una y otra vez, desnudas tal como vinieron al mundo,
pegando sus gruesos labios en sus chorreantes coños, una y otra vez. Besó
ruidosamente y manoteó las redondeces de sus nalgas, introduciendo de vez en
cuando uno de sus dedos en los orificios de los culos.
Luego Clemente y Bella, ambos a una, convencieron a Julia para que le
permitiera al padre meter en su boca la punta de su pene, y tras un buen rato de
cosquillear y excitar al monstruoso carajo, vomitó tal torrente en la garganta
de la muchacha, que casi la ahogó. Siguió un corto intervalo, y de nuevo el
inusitado hecho de poder gozar de dos muchachas tan tentadoras y espirituales
despertó todo el vigor de Clemente.
Colocándolas una junto a otra comenzó a introducir su miembro
alternativamente en cada una, y tras de algunas brutales embestidas lo retiraba
de un coño para meterlo en el otro. Después se tumbó sobre su espalda, y
atrayendo a las muchachas sobre él le chupó el coño a una mientras la otra se
enterraba en su yerga hasta juntarse los pelos de ambos cuerpos. Una y otra vez
arrojó en el interior de ellas su prolífica esencia.
Sólo el alba puso término a aquellas escenas de orgía. Mientras tales escenas
se desarrollaban en aquella casa, otra muy diferente tenía lugar en la alcoba
del señor Verbouc, y cuando tres días más tarde el padre Ambrosio regresaba de
otra de sus ausencias, encontró a su amigo y protector al borde de la muerte.
Unas pocas horas bastaron para poner término a la vida y aventuras de tan
excéntrico caballero.
Después de su deceso su viuda, que nunca se distinguió por sus luces
intelectuales, comenzó a presentar síntomas de locura, y en el paroxismo de su
desvarío nunca dejaba de llamar al sacerdote. Pero cuando en cierta ocasión un
anciano y respetable padre fue llamado de urgencia, la buena señora negó
indignada que aquel hombre pudiera ser un sacerdote, y pidió a gritos que se le
enviara "el del gran instrumento". Su lenguaje y su comportamiento fueron motivo
de escándalo general, por lo que se la tuvo que encerrar en un asilo, en el que
sigue delirando en demanda del gran pene.
Bella, que de esta suerte se quedó sin protectores, bien pronto prestó oídos
a los consejos de su confesor, y aceptó tomar los velos. Julia, huérfana
también, resolvió compartir la suerte de su amiga, y como quiera que su madre
otorgó enseguida su consentimiento, ambas jóvenes fueron recibidas en los brazos
de la Santa Madre Iglesia el mismo día, y una vez pasado el noviciado hicieron a
un tiempo los votos definitivos. Cómo fueron observados estos votos de castidad
no es cosa que yo, una humilde pulga, deba juzgar. Únicamente puedo decir que al
terminar la ceremonia ambas muchachas fueron trasladadas privadamente al
seminario, en el que las aguardaban catorce curas.
Sin darles apenas tiempo a las nuevas devotas a desvestirse, los canallas,
enfervorecidos por la perspectiva de tan preciada recompensa, se lanzaron sobre
ellas, y uno tras otro saciaron su diabólica lujuria. Bella recibió arriba de
veinte férvidas descargas en todas las posturas imaginables, y Julia, apenas
menos vigorosamente asaltada, acabó por desmayarse, exhausta por la rudeza del
trato a que se vio sometida. La habitación estaba bien asegurada, por lo que no
había que temer interrupciones, y la sensual comunidad, reunida para honrar a
las recién admitidas hermanas, disfrutó de sus encantos a sus anchas. También
Ambrosio estaba allí, ya que hacía tiempo que se había convencido de la
imposibilidad de conservar a Bella para él solo, y a mayor abundamiento temía la
animosidad de sus cofrades Clemente también formaba parte de su equipo, y su
enorme miembro causaba estragos en los juveniles encantos que atacaba. El
Superior tenía asimismo oportunidad de dar rienda suelta a sus perversos gustos,
y ni siquiera la recién desflorada y débil Julia escapó a la ordalía de sus
ataques. Tuvo que someterse y permitir que, entre indescriptibles emociones
placenteras, arrojara su viscoso semen en sus entrañas.
Los gritos de los que se venían, la respiración entrecortada de aquellos
otros que estaban entregados al acto sensual, el chirriar y crujir del
mobiliario, las apagadas voces y las interrumpidas conversaciones de los
observadores, todo tendía a dar mayor magnitud a la monstruosidad de las
libidinosas escenas, y a hacer más repulsivos los detalles de esta batahola
eclesiástica.
Obsesionada por estas ideas, y disgustada sobremanera por las proporciones de
la orgía, huí, y no me detuve hasta no haber puesto muchos kilómetros de
distancia entre mi ser y los protagonistas de esta odiosa historia, ni tampoco,
desde aquel momento, acaricié la idea de volver a entrar en relaciones de
familiaridad con Bella o con Julia. Bien sé que ellas vinieron a ser los medios
normales de dar satisfacción a los internados en el seminario. Sin duda la
constante y fuerte excitación sexual que tenían que resentir había de marchitar
en poco tiempo los hermosos encantos juveniles que tanta admiración me
inspiraron. Pero, hasta donde cabe. mi tarea ha terminado, he cumplido mi
promesa y se han terminado mis primeras memorias. Y si bien no es atributo de
una pulga el moralizar, sí está en su mano escoger su propio alimento.
Hastiada de aquellas mujercitas sobre las que he disertado, hice lo que hacen
tantos otros que, no obstante no ser pulgas, tal como lo recordé a mis lectores
al comenzar esta primera narración, hacen lo mismo, chupar la sangre: emigré,
con la nueva promesa a mis lectores de un segundo volumen, en el peregrinar por
escoger mi propio alimento.
FIN