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Memorias de una pulga

autor anónimo


Capítulo I

Nací, pero como no sabría decir como, cuándo o dónde, y por lo tanto debo permitirle al lector que acepte esta afirmación mía y que la crea si bien le parece. Otra cosa es asimismo cierta: el hecho de mi nacimiento no es ni siquiera un átomo menos cierto que la veracidad de estas memorias, y si el estudiante inteligente que profundice en estas páginas se pregunta cómo sucedió que en el transcurso de mi paso por la vida —o tal vez hubiera debido decir mi brinco por ella— estuve dotada de inteligencia, dotes de observación y poderes retentivos de memoria que me permitieron conservar el recuerdo de los maravillosos hechos y descubrimientos que voy a relatar, únicamente podré contestarle que hay inteligencias insospechadas por el vulgo, y leyes naturales cuya existencia no ha podido ser descubierta todavía por los más avanzados científicos del mundo. Oí decir en alguna parte que mi destino era pasarme la vida chupando sangre. En modo alguno soy el más insignificante de los seres que pertenecen a esta fraternidad universal, y si llevo una existencia precaria en los cuerpos de aquellos con quienes entro en contacto, mi propia experiencia demuestra que lo hago de una manera notablemente peculiar, ya que hago una advertencia de mi ocupación que raramente ofrecen otros seres de otros grados en mi misma profesión. Pero mi creencia es que persigo objetivos más nobles que el de la simple sustentación de mi ser por medio de las contribuciones de los incautos. Me he dado cuenta de este defecto original mío, y con un alma que está muy por encima de los vulgares instintos de los seres de mi raza, he ido escalando alturas de percepción mental y de erudición que me colocaron para siempre en el pináculo de la grandeza en el mundo de los insectos. Es el hecho de haber alcanzado tal esclarecimiento mental el que quiero evocar al describir las escenas que presencié, y en las que incluso tomé parte. No he de detenerme para exponer por qué medios fui dotada de poderes humanos de observación y de discernimiento. Séales permitido simplemente darse cuenta, al través de mis elucubraciones, de que los poseo, y procedamos en consecuencia. De esta suerte se darán ustedes cuenta de que no soy una pulga vulgar. En efecto, cuando se tienen en cuenta las compañías que estoy acostumbrado a frecuentar, la familiaridad conque he conllevado el trato con las más altas personalidades, y la forma en que trabé conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudará en convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente de los insectos. Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba en el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos y monótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces he aprendido a calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y las actitudes de los devotos las tomo ahora como manifestaciones exteriores de un estado emocional interno, por lo general inexistente. Estaba entregado a mi tarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita de alrededor de catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así como el aroma de su... pero estoy divagando. Poco después de haber dado comienzo tranquila y amistosamente a mis pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de la congregación, se levantó y se fue. Como es natural, decidí acompañarla. Tengo muy aguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momento en que cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de la jovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre Bella, bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí, y pude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta de amor. Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no me interesaba entrar en relaciones de intimidad. Bella era una preciosidad de apenas catorce años, y de figura perfecta. No obstante su juventud, sus dulces senos en capullo empezaban ya a adquirir proporciones como las que placen al sexo opuesto. Su rostro acusaba una candidez encantadora; su aliento era suave como los perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. Bella sabía, desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabeza con tanto orgullo y coquetería como pudiera hacerlo una reina. No resultaba difícil ver que despertaba admiración al observar las miradas de anhelo y lujuria que le dirigían los jóvenes, y a veces también los hombres ya más maduros. En el exterior del templo se produjo un silencio general, y todos los rostros se volvieron a mirar a la linda Bella, manifestaciones que hablaban mejor que las palabras de que era la más admirada por todos los ojos, y la más deseada por los corazones masculinos. Sin embargo, sin prestar la menor atención a lo que era evidentemente un suceso de todos los días, la damita se encaminó con paso decidido hacia su hogar, en compañía de su tía, y al llegar a su pulcra y elegante morada se dirigió rápidamente a su alcoba. No diré que la seguí, puesto que iba con ella, y pude contemplar cómo la gentil jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzaría sobre la otra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla. Brinqué sobre la alfombra y me di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin apartar una de otra sus rollizas pantorrillas, Bella se quedó viendo la misiva plegada que yo advertí que el joven había depositado secretamente en sus manos. Observándolo todo desde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se desplegaban hacia arriba hasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse luego en la oscuridad, donde uno y otro se juntaban en el punto en que se reunían con su hermoso bajo vientre para casi impedir la vista de una fina hendidura color durazno, que apenas asomaba sus labios por entre las sombras. De pronto Bella dejó caer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad de leerla también. los incautos. Me he dado cuenta de este defecto original mío, y con un alma que está muy por encima de los vulgares instintos de los seres de mi raza, he ido escalando alturas de percepción mental y de erudición que me colocaron para siempre en el pináculo de la grandeza en el mundo de los insectos. Es el hecho de haber alcanzado tal esclarecimiento mental el que quiero evocar al describir las escenas que presencié, y en las que incluso tomé parte. No he de detenerme para exponer por qué medios fui dotada de poderes humanos de observación y de discernimiento. Séales permitido simplemente darse cuenta, al través de mis elucubraciones, de que los poseo, y procedamos en consecuencia. De esta suerte se darán ustedes cuenta de que no soy una pulga vulgar. En efecto, cuando se tienen en cuenta las compañías que estoy acostumbrado a frecuentar, la familiaridad conque he conllevado el trato con las más altas personalidades, y la forma en que trabé conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudará en convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente de los insectos.

Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba en el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos y monótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces he aprendido a calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y las actitudes de los devotos las tomo ahora como manifestaciones exteriores de un estado emocional interno, por lo general inexistente. Estaba entregado a mi tarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita de alrededor de catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así como el aroma de su... pero estoy divagando. Poco después de haber dado comienzo tranquila y amistosamente a mis pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de la congregación, se levantó y se fue. Como es natural, decidí acompañarla. Tengo muy aguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momento en que cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de la jovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre Bella, bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí, y pude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta de amor. Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no me interesaba entrar en relaciones de intimidad. Bella era una preciosidad de apenas catorce años, y de figura perfecta. No obstante su juventud, sus dulces senos en capullo empezaban ya a adquirir proporciones como las que placen al sexo opuesto. Su rostro acusaba una candidez encantadora; su aliento era suave como los perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. Bella sabía, desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabeza con tanto orgullo y coquetería como pudiera hacerlo una reina. No resultaba difícil ver que despertaba admiración al observar las miradas de anhelo y lujuria que le dirigían los jóvenes, y a veces también los hombres ya más maduros. En el exterior del templo se produjo un silencio general, y todos los rostros se volvieron a mirar a la linda Bella, manifestaciones que hablaban mejor que las palabras de que era la más admirada por todos los ojos, y la más deseada por los corazones masculinos. Sin embargo, sin prestar la menor atención a lo que era evidentemente un suceso de todos los días, la damita se encaminó con paso decidido hacia su hogar, en compañía de su tía, y al llegar a su pulcra y elegante morada se dirigió rápidamente a su alcoba. No diré que la seguí, puesto que iba con ella, y pude contemplar cómo la gentil jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzaría sobre la otra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla. Brinqué sobre la alfombra y me di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin apartar una de otra sus rollizas pantorrillas, Bella se quedó viendo la misiva plegada que yo advertí que el joven había depositado secretamente en sus manos. Observándolo todo desde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se desplegaban hacia arriba hasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse luego en la oscuridad, donde uno y otro se juntaban en el punto en que se reunían con su hermoso bajo vientre para casi impedir la vista de una fina hendidura color durazno, que apenas asomaba sus labios por entre las sombras. De pronto Bella dejó caer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad de leerla también.

"Esta noche, a las ocho, estaré en el antiguo lugar". Eran las únicas palabras escritas en el papel, pero al parecer tenían un particular interés para ella. puesto que se mantuvo en la misma postura por algún tiempo en actitud pensativa. Se había despertado mi curiosidad, y deseosa de saber más acerca de la interesante joven, lo que me proporcionaba la agradable oportunidad de continuar en tan placentera promiscuidad, me apresuré a permanecer tranquilamente oculta en un lugar recóndito y cómodo, aunque algo húmedo, y no salí del mismo, con el fin de observar el desarrollo de los acontecimientos, hasta que se aproximó la hora de la cita. Bella se vistió con meticulosa atención, y se dispuso a trasladarse al jardín que rodeaba la casa de campo donde moraba, fui con ella. Al llegar al extremo de una larga y sombreada avenida la muchacha se sentó en una banca rústica, y esperó la llegada de la persona con la que tenía que encontrarse. No pasaron más de unos cuantos minutos antes de que se presentara el joven que por la mañana se había puesto en comunicación con mi deliciosa amiguita. Se entabló una conversación que, sí debo juzgar por la abstracción que en ella se hacía de todo cuanto no se relacionara con ellos mismos, tenía un interés especial para ambos. Anochecía, y estábamos entre dos luces. Soplaba un airecillo caliente y confortable, y la joven pareja se mantenía entrelazada en el banco, olvidados de todo lo que no fuera su felicidad mutua. —No sabes cuánto te quiero, Bella -murmuró el joven, sellando tiernamente su declaración con un beso depositado sobre los labios que ella ofrecía. —Sí, lo sé —contestó ella con aire inocente—. ¿No me lo estás diciendo constantemente? Llegaré a cansarme de oír esa canción. Bella agitaba inquietamente sus lindos pies, y se veía meditabunda. —¿Cuándo me explicarás y enseñarás todas esas cosas divertidas de que me has hablado? —preguntó ella por fin, dirigiéndole una mirada, para volver luego a clavar la vista en el suelo. —Ahora —repuso el joven—. Ahora, querida Bella, que estamos a solas y libres de interrupciones. ¿Sabes, Bella? Ya no somos unos chiquillos. Bella asintió con un movimiento de cabeza. —Bien; hay cosas que los niños no saben, y que los amantes no sólo deben conocer, sino también practicar. —¡Válgame Dios! —dijo ella, muy seria. — Sí —continuó su compañero—. Hay entre los que se aman cosas secretas que los hacen felices, y que son causa de la dicha de amar y ser amado. —¡Dios mío! —exclamó Bella—. ¡Qué sentimental te has vuelto, Carlos! Todavía recuerdo cuando me decías que el sentimentalismo no era más que una patraña. —Así lo creía, hasta que me enamoré de ti —replicó el joven. —¡Tonterías! —repuso Bella—. Pero sigamos adelante, y i cuéntame lo que me tienes prometido. —No te lo puedo decir si al mismo tiempo no te lo enseño —contestó Carlos—. Los conocimientos sólo se aprenden observándolos en la práctica. —¡Anda, pues! ¡Sigue adelante y enséñame! —exclamó la muchacha, en cuya brillante mirada y ardientes mejillas creí- descubrir que tenía perfecto conocimiento de la clase de instrucción que demandaba. En su impaciencia había un no sé qué cautivador. El joven cedió a este atractivo y, cubriendo con su cuerpo el de la bella damita, acercó sus labios a los de ella y la besó embelesado. Bella no opuso resistencia; por el contrario colaboró devolviendo las caricias de su amado. Entretanto la noche avanzaba; los árboles desaparecían tras. la oscuridad, y extendían sus altas copas como para proteger a los jóvenes contra la luz que se desvanecía. De pronto Carlos se deslizó a un lado de ella y efectuó un ligero movimiento. Sin oposición de parte de Bella pasó su mano por debajo de las enaguas de la muchacha. No satisfecho con el goce que le causó tener a su alcance sus medias de seda, intentó seguir más arriba, y sus inquisitivos dedos entraron en contacto con las suaves y temblorosas carnes de los muslos de la muchacha. El ritmo de la respiración de Bella se apresuró ante este poco delicado ataque a sus encantos. Estaba, empero, muy lejos de resistirse; indudablemente le placía el excitante jugueteo. -Tócalo -murmuró—. Te lo permito. Carlos no necesitaba otra invitación. En realidad se disponía a seguir adelante, y captando en el acto el alcance del permiso, introdujo sus dedos más adentro. La complaciente muchacha abrió sus muslos cuando él lo hizo, y de inmediato su mano alcanzó los delicados labios rosados de su linda rendija. Durante los diez minutos siguientes la pareja permaneció con los labios pegados, olvidada de todo. Sólo su respiración denotaba la intensidad de las sensaciones que los embargaba en aquella embriaguez de lascivia. Carlos sintió un delicado objeto que adquiría rigidez bajo sus ágiles dedos, y que sobresalía de un modo que le era desconocido. En aquel momento Bella cerró sus ojos, y dejando caer su cabeza hacia atrás se estremeció ligeramente, al tiempo que su cuerpo devenía ligero y lánguido, y su cabeza buscaba apoyo en el brazo de su amado. —¡Oh, Carlos! —murmuró—. ¿Qué me estás haciendo? ¡Qué deliciosas sensaciones me proporcionas! El muchacho no permaneció ocioso, pero habiendo ya explorado todo lo que le permitía la postura forzada en que se encontraba, se levantó, y comprendiendo la necesidad de satisfacer la pasión que con sus actos había despertado, le rogó a su compañera que le permitiera conducir su mano hacia un objeto querido, que le aseguró era capaz de producirle mucho mayor placer que el que le habían proporcionado sus dedos. Nada renuente, Bella se asió a un nuevo y delicioso objeto y, ya fuere porque experimentaba la curiosidad que simulaba, o porque realmente se sentía transportada por deseos recién nacidos, no pudo negarse a llevar de la sombra a la luz el erecto objeto de su amigo. Aquellos de mis lectores que se hayan encontrado en una situación similar, podrán comprender rápidamente el calor puesto en empuñar la nueva adquisición, y la mirada de bienvenida con que acogió su primera aparición en público.

Era la primera vez que Bella contemplaba un miembro masculino en plena manifestación de poderío, y aunque no hubiera sido así, el que yo podía ver cómodamente era de tamaño formidable. Lo que más le incitaba a profundizar en sus conocimientos era la blancura del tronco y su roja cabeza, de la que se retiraba la suave piel cuando ella ejercía presión. Carlos estaba igualmente enternecido. Sus ojos brillaban y su mano seguía recorriendo el juvenil tesoro del que había tomado posesión. Mientras tanto los jugueteos de la manecita sobre el juvenil miembro con el que había entrado en contacto habían producido los efectos que suelen observarse en circunstancias semejantes en cualquier organismo sano y vigoroso, como el del caso que nos ocupa. Arrobado por la suave presión de la mano, los dulces y deliciosos apretones, y la inexperiencia con que la jovencita tiraba hacia atrás los pliegues que cubrían la exuberante fruta, para descubrir su roja cabeza encendida por el deseo, y con su diminuto orificio en espera de la oportunidad de expeler su viscosa ofrenda, el joven estaba enloquecido de lujuria, y Bella era presa de nuevas y raras sensaciones que la arrastraban hacia un torbellino de apasionada excitación que la hacía anhelar un desahogo todavía desconocido. Con sus hermosos ojos entornados, entreabiertos sus húmedos labios, la piel caliente y enardecida a causa de los desconocidos impulsos que se habían apoderado de su persona, era víctima propicia para quienquiera que tuviese aquel momento la oportunidad. y quisiera lograr sus favores y arrancarle su delicada rosa juvenil. No obstante su juventud. Carlos no era tan ciego como para dejar escapar tan brillante oportunidad. Además su pasión, ahora a su máximo, lo incitaba a seguir adelante, desoyendo los consejos de prudencia que de otra manera hubiera escuchado. Encontró palpitante y bien húmedo el centro que se agitaba bajo sus dedos; contempló a la hermosa muchacha tendida en una invitación al deporte del amor, observó sus hondos suspiros, que hacían subir y bajar sus senos, y las fuertes emociones sensuales que daban vida a las radiantes formas de su joven compañera. Las suaves y turgentes piernas de la muchacha estaban expuestas a las apasionadas miradas del joven. A medida que iba alzando cuidadosamente sus ropas íntimas, Carlos descubría los secretos encantos de su adorable compañera, hasta que sus ojos en llamas se posaron en los rollizos miembros rematados en las blancas caderas y el vientre palpitante. Su ardiente mirada se posó entonces en el centro mismo de atracción, en la rosada hendidura escondida al pie de un turgente monte de Venus, apenas sombreado por el más suave de los vellos. El cosquilleo que le había administrado, y las caricias dispensadas al objeto codiciado, habían provocado el flujo de humedad que suele suceder a la excitación, y Bella ofrecía una rendija que se antojaba un durazno, bien rociado por el mejor y más dulce lubricante que pueda ofrecer la naturaleza. Carlos captó su oportunidad, y apartando suavemente la mano con que ella le asía el miembro, se lanzó furiosamente, sobre la reclinada figura de ella. Apresó con su brazo izquierdo su breve cintura; abrazó las mejillas de la muchacha con su cálido aliento, y sus labios apretaron los de ella en un largo, apasionado y apremiante beso. Tras de liberar a su mano izquierda, trató de juntar los cuerpos lo más posible en aquellas partes que desempeñan el papel activo en el placer sensual, esforzándose ansiosamente por completar la unión. Bella sintió por primera vez en su vida el contacto mágico del órgano masculino con los labios de su rosado orificio. Tan pronto como percibió el ardiente contacto con la dura cabeza del miembro de Carlos se estremeció perceptiblemente, y anticipándose a los placeres de los actos venéreos, dejó escapar una abundante muestra de su susceptible naturaleza. Carlos estaba embelesado, y se esforzaba en buscar la máxima perfección en la consumación del acto. Pero la naturaleza, que tanto había influido en el desarrolló de las pasiones sexuales de Bella, había dispuesto, que algo tenía que realizarse antes de que fuera cortado tan fácilmente un capullo tan tempranero. Ella era muy joven, inmadura —incluso en el sentido de estas visitas mensuales que señalan el comienzo de la pubertad— y sus partes, aun cuando estaban llenas de perfecciones

y de frescura, estaban poco preparadas para la admisión de los miembros masculinos, aun los tan moderados como el que, con su redonda cabeza intrusa, se luchaba en aquel momento por buscar alojamiento en ellas. En vano se esforzaba Carlos presionando con su excitado miembro hacia el interior de las delicadas partes de la adorable muchachita. Los rosados pliegues del estrecho orificio resistían todas las tentativas de penetración en la mística gruta. En vano también la linda Bella, en aquellos momentos inflamada por una excitación que rayaba en la furia, y semienloquecida por efecto del cosquilleo que ya había resentido, secundaba por todos los medios los audaces esfuerzos de su joven amante. La membrana era fuerte y resistía bravamente. Al fin, en un esfuerzo desesperado por alcanzar el objetivo propuesto, el joven se hizo atrás por un momento, para lanzarse luego con todas sus fuerzas hacia adelante, con lo que consiguió abrirse paso taladrando en la obstrucción, y adelantar la cabeza y parte de su endurecido miembro en el sexo de la muchacha que yacía bajo él. Bella dejó escapar un pequeño grito al sentir forzada la puerta que conducía a sus secretos encantos, pero lo delicioso del contacto le dio fuerzas para resistir el dolor con la esperanza del alivio que parecía estar a punto de llegar. Se ha dicho que ce n’est que le premier coup qui coute, pero cabe alegar que también es perfectamente posible que quelquejois il cauto trops, como puede inferir el lector conmigo en el caso presente. Sin embargo. y por muy extraño que pueda parecer, ninguno de nuestros amantes tenía la menor idea al respecto, pues entregados por entero a las deliciosas sensaciones que se habían apoderado de ellos, unían sus esfuerzos para llevar a cabo ardientes movimientos que ambos sentían que iban a llevarlos a un éxtasis. Todo el cuerpo de Bella se estremecía de delirante impaciencia, y de sus labios rojos se escapaban cortas exclamaciones delatoras del supremo deleite; estaba entregada en cuerpo y alma a las delicias del coito. Sus contracciones musculares en el arma que en aquellos momentos la tenía ya ensartada, el firme abrazo con que sujetaba el contorsionado cuerpo del muchacho, la delicada estrechez de la húmeda funda, ajustada como un guante, todo ello excitaba los sentidos de Carlos hasta la locura. Hundió su instrumento hasta la raíz en el cuerpo de ella, hasta que los dos globos que abastecían de masculinidad al campeón alcanzaron contacto con los firmes cachetes de las nalgas de ella. No pudo avanzar más, y se entregó de lleno a recoger la cosecha de sus esfuerzos.

Pero Bella, insaciable en su pasión, tan pronto como vio realizada la completa unión Que deseaba, entregándose al ansia de placer que el rígido y caliente miembro le proporcionaba, estaba demasiado excitada para interesarse o preocuparse por lo que pudiera ocurrir después. Poseída por locos espasmos de lujuria, se apretujaba contra el objeto de su placer y, acogiéndose a los brazos de su amado, con apagados quejidos de intensa emoción extática y grititos de sorpresa y deleite, dejo escapar una copiosa emisión que, en busca de salida, inundó los testículos de Carlos. Tan pronto como el joven pudo comprobar el placer que le procuraba a la hermosa Bella, y advirtió el flujo que tan profusamente había derramado sobre él, fue presa también de un acceso de furia lujuriosa. Un rabioso torrente de deseo pareció inundarle las venas. Su instrumento se encontraba totalmente hundido en las entrañas de ella. Echándose hacia atrás, extrajo el ardiente miembro casi hasta la cabeza y volvió a hundirlo. Sintió un cosquilleo crispante, enloquecedor. Apretó el abrazo que le mantenía unido a su joven amante, y en el mismo instante en que otro grito de arrebatado placer se escapaba del palpitante pecho de ella, sintió su propio jadeo sobre el seno de Bella, mientras derramaba en el interior de su agradecida matriz un verdadero torrente de vigor juvenil. Un apagado gemido de lujuria satisfecha escapó de los labios entreabiertos de Bella, al sentir en su interior el derrame de fluido seminal. Al propio tiempo el lascivo frenesí de la emisión le arrancó a Carlos un grito penetrante y apasionado mientras quedaba tendido con los ojos en blanco, como el acto final del drama sensual. El grito fue la señal para una interrupción tan repentina como inesperada. Entre las ramas de los arbustos próximos se coló la siniestra figura de un hombre que se situó de pie delante de los jóvenes amantes.

El horror heló la sangre de ambos. Carlos, escabulléndose del que había sido su lúbrico y cálido refugio, y con un esfuerzo por mantenerse en pie, retrocedió ante la aparición, como quien huye de una espantosa serpiente. Por su parte la gentil Bella, tan pronto como advirtió la presencia del intruso se cubrió el rostro con las manos, encogiéndose en el banco que había sido mudo testigo de su goce, e incapaz de emitir sonido alguno a causa del temor, se dispuso a esperar la tormenta que sin duda iba a desatarse, para enfrentarse, a ella con toda la presencia de ánimo de que era capaz. No se prolongó mucho su incertidumbre. Avanzando rápidamente hacia la pareja culpable, el recién llegado tomó al jovencito por el brazo, mientras con una dura mirada autoritaria le ordenaba que pusiera orden en su vestimenta. —¡Muchacho imprudente! —murmuró entre dientes—. ¿Qué hiciste? ¿Hasta qué extremos te ha arrastrado tu pasión loca y salvaje? ¿Cómo podrás enfrentarte a la ira de tu ofendido padre? ¿Cómo apaciguarás su justo resentimiento cuando yo, en el ejercicio de mi deber moral, le haga saber el daño causado por la mano de su único hijo? Cuando terminó de hablar, manteniendo a Carlos todavía sujeto por la muñeca, la luz de la luna descubrió la figura de un hombre de aproximadamente cuarenta y cinco años, bajo, gordo y más bien corpulento. Su rostro, francamente hermoso, resultaba todavía más atractivo por efecto de un par de ojos brillantes que, negros como el azabache, lanzaban en torno a él adustas miradas de apasionado resentimiento. Vestía hábitos clericales, cuyo sombrío aspecto y limpieza hacían resaltar todavía más sus notables proporciones musculares y su sorprendente fisonomía, Carlos estaba confundido por completo, y se sintió egoísta e infinitamente aliviado cuando el fiero intruso se volvió hacia su joven compañera de goces libidinosos.

—En cuanto a ti, infeliz muchacha, sólo puedo expresarte mi máximo horror y mí justa indignación. Olvidándote de los preceptos de nuestra santa madre iglesia, sin importarte el honor, has permitido a este perverso y presuntuoso muchacho que pruebe la fruta prohibida. ¿Qué te queda ahora? Escarnecida por tus amigos y arrojada del hogar de tu tío, tendrás que asociarte con las bestias del campo, y. como Nabucodonosor, serás eludida por los tuyos para evitar la contaminación, y tendrás que implorar por los caminos del Señor un miserable sustento. ¡Ah, hija del pecado, criatura entregada a la lujuria y a Satán! Yo te digo que... El extraño había ido tan lejos en su amonestación a la infortunada muchacha, que Bella, abandonando su actitud encogida y levantándose, unió lágrimas y súplicas en demanda de perdón para ella y para su joven amante, —No digas más —siguió, al cabo. el fiero sacerdote—. No digas más. Las confesiones no son válidas, y las humillaciones sólo añaden lodo a tu ofensa. Mi mente no acierta a concretar cuál sea mi obligación en este sucio asunto, pero si obedeciera los dictados de mis actuales inclinaciones me encaminaría directamente hacia tus custodios naturales para hacerlas saber de inmediato las infamias que por azar he descubierto. —;Por piedad! ¡Compadeceos de mí! —suplicó Bella, cuyas lágrimas se deslizaban por unas mejillas que hacía poco habían resplandecido de placer. —¡Perdonadnos. padre! ¡Perdonadnos a los dos! Haremos cuanto esté en nuestras manos como penitencia. Se dirán seis misas y muchos padrenuestros sufragados por nosotros, Se emprenderá sin duda la peregrinación al sepulcro de San Engulfo, del que me hablabais el otro día. Estoy dispuesto a cualquier sacrificio si perdonáis a mi querida Bella. El sacerdote impuso silencio con un ademán. Después tomó la palabra, a veces en un tono piadoso que contrastaba con sus maneras resueltas y su natural duro. —¡Basta! —dijo—. Necesito tiempo. Necesito invocar la ayuda de la Virgen bendita, que no conoce e] pecado, pero que, sin experimentar el placer carnal de la copulación de los mortales, trajo al mundo al niño Jesús en el establo de Belén. Pasa a yerme mañana a la sacristía, Bella. Allí, en el recinto adecuado, te revelaré cuál es la voluntad divina con respecto a tu pecado. En cuanto a ti, joven impetuoso, me reservo todo juicio y toda acción hasta el día siguiente, en el que te espero a la misma hora. Miles de gracias surgieron de las gargantas de ambos penitentes cuando el padre les advirtió que debían marcharse ya. La noche hacía mucho que había caído, y se levantaba el relente. —Entretanto, buenas noches, y que la paz sea con vosotros. Vuestro secreto está a salvo conmigo hasta que nos volvamos a ver —dijo el padre antes de desaparecer.


Capítulo II

Curiosa por saber el desarrollo de una aventura en la que ya estaba verdaderamente interesada, al propio tiempo que por la suerte de la gentil y amable Bella, me sentí obligada a permanecer junto a ella, y por lo tanto tuve buen cuidado de no molestarla con mis atenciones, no fuera a despertar su resistencia y a desencadenar un ataque a destiempo, en un momento en el que para el buen éxito de mis propósitos necesitaba estar en el propio campo de operaciones de la joven. No trataré de describiros el mal rato que pasó mi joven protegida en el intervalo transcurrido desde el momento en que se produjo el enojoso descubrimiento del padre confesor y la hora señalada por éste para visitarle en la sacristía, con el fin de decidir sobre el sino de la infortunada Bella. Con paso incierto y la mirada fija en el suelo, la asustada muchacha se presentó ante la puerta de aquélla y llamó. La puerta se abrió y apareció el padre en el umbral. A un signo del sacerdote Bella entró, permaneciendo de pie frente a la imponente figura del santo varón. Siguió un embarazoso silencio que se prolongó por algunos segundos. El padre Ambrosio lo rompió al fin para decir: —Has hecho bien en acudir tan puntualmente, hija mía. La estricta obediencia del penitente es el primer signo espiritual que conduce al perdón divino. Al oír aquellas bondadosas palabras Bella cobró aliento y pareció descargarse de un peso que oprimía su corazón.

El padre Ambrosio siguió hablando, al tiempo que se sentaba sobre un largo cojín que cubría una gran arca de roble. —He pensado mucho en ti, y también rogado por cuenta tuya, hija mía. Durante algún tiempo no encontré manera alguna de dejar a mi conciencia libre de culpa, salvo la de acudir a tu protector natural para revelarle el espantoso secreto que involuntariamente llegué a poseer. Hizo una pausa, y Bella, que sabía muy bien el severo carácter de su tío, de quien además dependía por completo, se echó a temblar al oír tales palabras. Tomándola de la mano y atrayéndola de manera que tuvo que arrodillarse ante él, mientras su mano derecha presionaba su bien torneado hombro, continuó el padre: —Pero me dolía pensar en los espantosos resultados que hubieran seguido a tal revelación, y pedí a la Virgen Santísima que me asistiera en tal tribulación. Ella me señaló un camino que, al propio tiempo que sirve a las finalidades de la sagrada iglesia, evita las consecuencias que acarrearía el que el hecho llegase a conocimiento de tu tío. Sin embargo, la primera condición necesaria para que podamos seguir este camino es la obediencia absoluta. Bella, aliviada de su angustia al oír que había un camino de salvación, prometió en el acto obedecer ciegamente las órdenes de su padre espiritual. La jovencita estaba arrodillada a sus pies. El padre Ambrosio inclinó su gran cabeza sobre la postrada figura de ella. Un tinte de color enrojecía sus mejillas, y un fuego extraño iluminaba sus ojos. Sus manos temblaban ligeramente cuando se apoyaron sobre los hombros de su penitente, pero no perdió su compostura. Indudablemente su espíritu estaba conturbado por el conflicto nacido de la necesidad de seguir adelante con el cumplimiento estricto de su deber, y los tortuosos pasos con que pretendía evitar su cruel exposición. El santo padre comenzó luego un largo sermón sobre la virtud de la obediencia, y de la absoluta sumisión a las normas dictadas por el ministro de la santa iglesia. Bella reiteró la seguridad de que seria muy paciente, y de que obedecería todo cuanto se le ordenara. Entretanto resultaba evidente para mí que el sacerdote era víctima de un espíritu controlado pero rebelde, que a veces asomaba en su persona y se apoderaba totalmente de ella, reflejándose en sus ojos centelleantes y sus apasionados y ardientes labios. El padre Ambrosio atrajo más y más a su hermosa penitente, hasta que sus lindos brazos descansaron sobre sus rodillas y su rostro se inclinó hacia abajo con piadosa resignación, casi sumido entre sus manos. —Y ahora, hija mía —siguió diciendo el santo varón— ha llegado el momento de que te revele los medios que me han sido señalados por la Virgen bendita como los únicos que me autorizan a absolverte de la ofensa. Hay espíritus a quienes se ha confiado el alivio de aquellas pasiones y exigencias que la mayoría de los siervos de la iglesia tienen prohibido confesar abiertamente, pero que sin duda necesitan satisfacer. Se encuentran estos pocos elegidos entre aquellos que ya han seguido el camino del desahogo carnal. A ellos se les confiere el solemne y sagrado deber de atenuar los deseos terrenales de nuestra comunidad religiosa, dentro del más estricto secreto. Con voz temblorosa por la emoción, y al tiempo que sus amplias manos descendían de los hombros de la muchacha hasta su cintura, el padre susurró: —Para ti, que ya probaste el supremo placer de la copulación, está indicado el recurso a este sagrado oficio. De esta manera no sólo te será borrado y perdonado el pecado cometido, sino que se te permitirá disfrutar legítimamente de esos deliciosos éxtasis, de esas insuperables sensaciones de dicha arrobadora que en todo momento encontrarás en los brazos de sus fieles servidores. Nadarás en un mar de placeres sensuales, sin incurrir en las penalidades resultantes de los amores ilícitos. La absolución seguirá a cada uno de los abandonos de tu dulce cuerpo para recompensar a la iglesia a través de sus ministros, y serás premiada y sostenida en tu piadosa labor por la contemplación —o mejor dicho, Bella, por la participación en ellas— de las intensas y fervientes emociones que el delicioso disfrute de tu hermosa persona tiene que provocar. Bella oyó la insidiosa proposición con sentimientos mezclados de sorpresa y placer. Los poderosos y lascivos impulsos de su ardiente naturaleza despertaron en el acto ante la descripción ofrecida a su fértil imaginación. ¿Cómo dudar? El piadoso sacerdote acercó su complaciente cuerpo hacia ella, y estampó un largo y cálido beso en sus rosados labios. —Madre Santa —murmuró Bella, sintiendo cada vez más excitados sus instintos sexuales—. ¡Es demasiado para que pueda soportarlo! Yo quisiera... me pregunto... ¡no sé qué decir! —Inocente y dulce criatura. Es misión mía la de instruirte. En mi persona encontrarás el mejor y más apto preceptor para la realización dc los ejercicios que de hoy en adelante tendrás que llevar a cabo. El padre Ambrosio cambió de postura. En aquel momento Bella advirtió por vez primera su ardiente mirada de sensualidad, y casi le causó temor descubrirla. También fue en aquel instante cuando se dio cuenta de la enorme protuberancia que descollaba en la parte frontal de la sotana del padre santo. El excitado sacerdote apenas se tomaba ya el trabajo de disimular su estado y sus intenciones. Tomando a la hermosa muchacha entre sus brazos la besó larga y apasionadamente. Apretó el suave cuerpo de ella contra su voluminosa persona, y la atrajo fuertemente para entrar en contacto cada vez más íntimo con su grácil figura. Al cabo, consumido por la lujuria, perdió los estribos, y dejando a Bella parcialmente en libertad, abrió el frente de su sotana y dejó expuesto a los atónitos ojos de su joven penitente y sin el menor rubor, un miembro cuyas gigantescas proporciones, erección y rigidez la dejaron completamente confundida. Es imposible describir las sensaciones despertadas en Bella por el repentino descubrimiento de aquel formidable instrumento. Su mirada se fijó instantáneamente en él, al tiempo que el padre, advirtiendo su asombro, pero descubriendo que en él no había mezcla alguna de alarma o de temor, lo colocó tranquilamente entre sus manos. El entablar contacto con tan tremenda cosa se apoderó de Bella un terrible estado de excitación. Como quiera que hasta entonces no había visto más que el miembro de moderadas proporciones de Carlos, tan notable fenómeno despertó rápidamente en ella la mayor de las sensaciones lascivas, y asiendo el inmenso objeto lo mejor que pudo con sus manecitas se acercó a él embargada por un deleite sensual verdaderamente extático. —Santo Dios! ¡Esto es casi el cielo! —murmuró Bella—. ¡Oh, padre, quién hubiera creído que iba yo a ser escogida para semejante dicha! Esto era demasiado para el padre Ambrosio. Estaba encantado con la lujuria de su linda penitente y por el éxito de su infame treta. (En efecto, él lo había planeado todo, puesto que facilitó la entrevista de los jóvenes, y con ella la oportunidad de que se entregasen a sus ardorosos juegos, a escondidas de todos menos de él, que se agazapó cerca del lugar de la cita para contemplar con centelleantes ojos el combate amoroso). Levantándose rápidamente alzó el ligero cuerpo de la joven Bella, y colocándola sobre el cojín en el que estuvo sentado él momentos antes levantó sus rollizas piernas y separando lo más que pudo sus complacientes muslos, contempló por un instante la deliciosa hendidura rosada que aparecía debajo del blanco vientre. Luego, sin decir palabra, avanzó su rostro hacía ella, e introduciendo su impúdica lengua tan adentro como pudo en la húmeda vaina dióse a succionar tan deliciosamente, que Bella, en un gran éxtasis pasional, y sacudido su joven cuerpo por espasmódicas contracciones de placer, eyaculó abundantemente, emisión que el santo padre engulló cual si fuera un flan. Siguieron unos instantes de calma. Bella reposaba sobre su espalda. con los brazos extendidos a ambos lados y la cabeza caída hacia atrás, en actitud de delicioso agotamiento tras las violentas emociones provocas por el lujurioso proceder del reverendo padre. Su pecho se agitaba todavía bajo la violencia de sus transportes, y sus hermosos ojos permanecían entornados en lánguido reposo. El padre Ambrosio era de los contados hombres capaces de controlar sus instintos pasionales en circunstancias como las presentes. Continuos hábitos de paciencia en espera de alcanzar los objetos propuestos, el empleo de la tenacidad en todos sus actos, y la cautela convencional propia de la orden a la que pertenecía, no se habían borrado por completo no obstante su temperamento fogoso, y aunque de natural incompatible con la vocación sacerdotal, y de deseos tan violentos que caían fuera de lo común, había aprendido a controlar sus pasiones hasta la mortificación. Ya es hora de que descorramos el velo que cubre el verdadero carácter de este hombre. Lo hago respetuosamente, pero la verdad debe ser dicha. El padre Ambrosio era la personificación viviente de la lujuria. Su mente estaba en realidad entregada a satisfacerla, y sus fuertes instintos animales, su ardiente y vigorosa constitución, al igual que su indomable naturaleza, lo identificaban con la imagen física y mental del sátiro de la antigüedad. Pero Bella sólo lo conocía como el padre santo que no sólo le había perdonado su grave delito, sino que le habla también abierto el camino por el que podía dirigirse, sin pecado, a gozar de los placeres que tan firmemente tenía fijos en su juvenil imaginación. El osado sacerdote, sumamente complacido por el éxito de una estratagema que había puesto en sus manos lujuriosas una víctima y también por la extraordinaria sensualidad de la naturaleza de la joven, y el evidente deleite con que se entregaba a la satisfacción de sus deseos, se disponía en aquellos momentos a cosechar los frutos de su superchería, y disfrutaba lo indecible con la idea de que iba a poseer todos los delicados encantos que Bella podía ofrecerle para mitigar su espantosa lujuria. Al fin era suya, y al tiempo que se retiraba de su cuerpo tembloroso, conservando todavía en sus labios la muestra de la participación que había tenido en el placer experimentado por ella, su miembro, todavía hinchado y rígido, presentaba una cabeza reluciente a causa de la presión de la sangre y el endurecimiento de los músculos. Tan pronto como la joven Bella se hubo recuperado del ataque que acabamos de describir, inferido por su confesor en las partes más sensibles de su persona, y alzó la cabeza de la posición inclinada en que reposaba, sus ojos volvieron a tropezar con el gran tronco que el padre mantenía impúdicamente expuesto. Bella pudo ver el largo y grueso mástil blanco, y la mata de negros pelos rizados de donde emergía, oscilando rígidamente hacia arriba, y la cabeza en forma de huevo que sobresalía en el extremo, roja y desnuda, y que parecía invitar el contacto de su mano. Contemplaba aquella gruesa y rígida masa de músculo y carne, e incapaz de resistir la tentación la tomó de nuevo entre sus manos. La apretó, la estrujó, y deslizó hacia atrás los pliegues de piel que la cubrían para observar la gran nuez que la coronaba. Maravillada, contempló el agujerito que aparecía en su extremo, y tomándolo con ambas manos lo mantuvo, palpitante, junto a su cara. —¡Oh. padre! ¡Qué cosa tan maravillosa! —exclamó—. ¡Qué grande! ¡ Por favor, padre Ambrosio, decidme cómo debo proceder para aliviar a nuestros santos ministros religiosos de esos sentimientos que según usted tanto los inquietan, y que hasta dolor les causan! El padre Ambrosio estaba demasiado excitado para poder contestar, pero tomando la mano de ella con la suya le enseñó a la inocente muchacha cómo tenía que mover sus dedos de atrás y adelante en su enorme objeto. Su placer era intenso, y el de Bella no parecía ser menor. Siguió frotando el miembro entre las suaves palmas de sus manos, mientras contemplaba con aire inocente la cara de él. Después le preguntó en voz queda si ello le proporcionaba gran placer, y si por lo tanto tenía qué seguir actuando tal como lo hacía. Entretanto, el gran pene del padre Ambrosio engordaba y crecía todavía más por efecto del excitante cosquilleo al que lo sometía la jovencita. —Espera un momento. Si sigues frotándolo de esta manera me voy a venir —dijo por lo bajo—. Será mejor retardarlo todavía un poco. —¿Se vendrá, padrecito? —inquirió Bella ávidamente—. ¿Qué quiere decir eso? —¡Ah, mi dulce niña, tan adorable por tu belleza como por tu inocencia! ¡Cuán divinamente llevas a cabo tu excelsa misión! —exclamó Ambrosio, encantado de abusar de la evidente inexperiencia de su joven penitente, y de poder así envilecería—. Venirse significa completar el acto por medio del cual se disfruta en su totalidad del placer venéreo y supone el escape de una gran cantidad de fluido blanco y espeso del interior de la cosa que sostienes entre tus manos, y que al ser expelido proporciona igual placer al que la arroja que a la persona que, en el modo que sea, la recibe. Bella recordó a Carlos y su éxtasis, y entendió enseguida a lo que el padre se refería. —¿Y este derrame le proporcionaría alivio, padre? —Claro que sí, hija mía, y por ello deseo ofrecerte la oportunidad de que me proporciones ese alivio bienhechor, como bendito sacrificio de uno de los más humildes servidores de la iglesia. —¡Qué delicia! —murmuró Bella—. Por obra mía correrá esa rica corriente, y es únicamente a mí a quien el santo varón reserva ese final placentero. ¡Cuánta felicidad me proporciona poderle causar semejante dicha! Después de expresar apasionadamente estos pensamientos, inclinó la cabeza. El objeto de su adoración exhalaba un perfume difícil de definir. Depositó sus húmedos labios sobre su extremo superior, cubrió con su adorable boca el pequeño orificio, y luego besó ardientemente el reluciente miembro. —¿Cómo se llama ese fluido? —preguntó Bella, alzando una vez más su lindo rostro. —--Tiene varios nombres —replicó el santo varón—. Depende de la clase social a la que pertenezca la persona que lo menciona. Pero entre nosotros, hija mía, lo llamaremos leche. —¿Leche? —repitió Bella inocentemente, dejando escapar el erótico vocablo por entre sus dulces labios, con una unción que en aquellas circunstancias resultaba natural. —Sí, hija mía, la palabra es leche. Por lo menos así quisiera que lo llamaras tú. Y enseguida te inundaré con esta esencia tan preciosa. —¿Cómo tengo que recibirla? —preguntó Bella, pensando en Carlos, y en la tremenda diferencia relativa entre su instrumento y el gigantesco pene que en aquellos instantes tenía ante sí. —Hay varios modos para ello, todos los cuales tienes que aprender. Pero ahora no estamos bien acomodados para el principal de los actos del rito venéreo, la copulación permitida de la que ya hemos hablado. Por consiguiente debemos sustituirlo por otro medio más sencillo, así que en lugar de que descargue esta esencia llamada leche en el interior de tu cuerpo, teniendo en cuenta que la suma estrechez de tu hendidura provocaría que fluyera con extrema abundancia, empezaremos con la fricción por medio de tus obedientes dedos, hasta que llegue el momento en que se aproximen los espasmos que acompañan a la emisión. Llegado el instante, a una señal mía tomarás entre tus labios lo más que quepa en ellos de la cabeza de este objeto. hasta que, expelida la última gota, me retire satisfecho, por lo menos temporalmente. Bella, cuyo lujurioso instinto le había permitido disfrutar la descripción hecha por el confesor, y que estaba tan ansiosa como él mismo por llevar a cumplimiento el atrevido programa, manifestó rápidamente su voluntad de complacer. Ambrosio colocó una vez más su enorme pene en manos de Bella. Excitada tanto por la vista como por el contacto de tan notable objeto, que tenía asido entre ambas manos con verdadero deleite, la joven se dio a cosquillear. frotar y exprimir el enorme y tieso miembro, de manera que proporcionaba al licencioso cura el mayor de los goces. No contenta con friccionarlo con sus delicados dedos, Bella, dejando escapar palabras de devoción y satisfacción, llevó la espumeante cabeza a sus rosados labios, y la introdujo hasta donde le fue posible, con la esperanza de provocar con sus toques y con las suaves caricias de su lengua la deliciosa eyaculación que debía sobrevenir. Esto era más de lo que el santo varón había esperado, ya que nunca supuso que iba a encontrar una discípula tan bien dispuesta para el irregular ataque que había propuesto. Despertadas al máximo sus sensaciones por el delicioso cosquilleo de que era objeto, se disponía a inundar la boca y la garganta de la muchachita con el flujo de su poderosa descarga. Ambrosio comenzó a sentir que no tardaría en venirse, con lo que iba a terminar su placer. Era uno de esos seres excepcionales, cuya abundante eyaculación seminal es mucho mayor que la de los individuos normales. No sólo estaba dotado del singular don de poder repetir el acto venéreo con intervalos cortos, sino que la cantidad con que terminaba su placer era tan tremenda como desusada. La superabundancia parecía estar en relación con la proporción con que hubieran sido despertadas sus pasiones animales, y cuando sus deseos libidinosos habían sido prolongados e intensos, sus emisiones de semen lo eran igualmente. Fue en estas circunstancias que la dulce Bella había emprendido la tarea de dejar escapar los contenidos torrentes de lujuria de aquel hombre. Iba a ser su dulce boca la receptora de los espesos y viscosos torrentes que hasta el momento no había experimentado, e ignorante como se encontraba de los resultados del alivio que tan ansiosa estaba de administrar, la hermosa doncella deseaba la consumación de su labor, y el derrame de leche del que le había hablado el buen padre. El exuberante miembro engrosaba y se enardecía cada vez más, a medida que los excitantes labios de Bella apresaban su anchurosa cabeza y su lengua jugueteaba en torno al pequeño orificio. Sus blancas manos lo privaban de su dúctil piel, o cosquilleaban alternativamente su extremo inferior. Dos veces retirá Ambrosio la cabeza de su miembro de los rosados labios de la muchacha, incapaz ya de aguantar los deseos de venirse al delicioso contacto de los mismos. Al fin Bella, impaciente por el retraso, y habiendo al parecer alcanzado un máximo de perfección en su técnica, presionó con mayor energía que antes el tieso dardo. Instantáneamente se produjo un envaramiento en las extremidades del buen padre. Sus piernas se abrieron ampliamente a ambos lados de su penitente. Sus manos se agarraron convulsivamente del cojín. Su cuerpo se proyectó hacia delante y se enderezó. —¡Dios santo! ¡Me voy a venir! —exclamó al tiempo que con los labios entreabiertos y los ojos vidriosos lanzaba una última mirada a su inocente víctima. Después se estremeció profundamente, y entre lamentos y entrecortados gritos histéricos su pene, por efecto de la provocación de la jovencita, comenzó a expeler torrentes de espeso y viscoso fluido. Bella, comprendiendo por los chorros que uno tras otro inundaban su boca y resbalaban garganta abajo, así como por los gritos de su compañero, que éste disfrutaba al máximo los efectos de lo que ella había provocado, siguió succionando y apretujando hasta que, llena de las descargas viscosas, y semiasfixiada por su abundancia, se vio obligada a soltar aquella jeringa humana que continuaba eyaculando a chorros sobre su rostro. -¡Madre santa! —exclamó Bella, cuyos labios y cara estaban inundados de la leche del padre—. ¡Qué placer me ha provocado! Y a usted, padre mío, ¿no le he proporcionado el preciado alivio que necesitaba? El padre Ambrosio, demasiado agitado para poder contestar, atrajo a la gentil muchacha hacia sus brazos, y comprimiendo sus chorreantes labios los cubrió con húmedos besos de gratitud y de placer. Transcurrió un cuarto de hora en reposo tranquilo, que ningún signo de turbación exterior vino a interrumpir. La puerta estaba bajo cerrojo, y el padre había escogido bien el momento. Mientras tanto Bella, terriblemente excitada por la escena que hemos tratado de describir, había concebido el extravagante deseo de que el rígido miembro de Ambrosio realizara con ella misma la operación que había sufrido con el arma de moderadas proporciones de Carlos. Pasando sus brazos en torno al robusto cuello de su confesor, le susurró tiernas palabras de invitación, observando, al hacerlo, el efecto que causaban en el instrumento que adquiría ya rigidez entre sus piernas. —Me dijisteis que la estrechez de esta hendidura —y Bella colocó la ancha mano de él sobre la misma, presionándola luego suavemente— os haría descargar una abundante cantidad de leche que poseéis. ¿Por qué no he de poder, padre mío, sentirla derramarse dentro de mi cuerpo por la punta de esta cosa roja? Era evidente lo mucho que la hermosura de la joven Bella, así como la inocencia e ingenuidad de su carácter, inflamaban el natural ya de por sí sensual del sacerdote. Saberse triunfador, tenerla absolutamente impotente entre sus manos, la delicadeza y refinamiento de la muchacha, todo ello conspiraba al máximo para despertar sus licenciosos instintos y desenfrenados deseos. Era suya, suya para gozarla a voluntad, suya para satisfacer cualquier capricho de su terrible lujuria, y estaba lista a entregarse a la más desenfrenada sensualidad. —¡Por Dios, esto es demasiado! —exclamó Ambrosio, cuya lujuria, de nuevo encendida, volvía a asaltarle violentamente ante tal solicitud—. Dulce muchachita, no sabes lo que pides. La desproporción es terrible, y sufrirás demasiado al intentarlo. —Lo soportaré todo —replicó Bella— con tal de poder sentir esta cosa terrible dentro de mí, y gustar de los chorros de leche. —¡Santa madre de Dios! Es demasiado para ti, Bella. No tienes idea de las medidas de esta máquina, una vez hinchada, adorable criatura, nadarían en un océano de leche caliente. —-Oh padrecito! ¡Qué dicha celestial! —Desnúdate, Bella. Quítate todo lo que pueda entorpecer nuestros movimientos, que te prometo serán en extremo violentos. Cumpliendo la orden, Bella se despojó rápidamente de sus vestidos, y buscando complacer a su confesor con la plena exhibición de sus encantos, a fin de que su miembro se alargara en proporción a lo que ella mostrara de sus desnudeces, se despojó de hasta la más mínima prenda interior, para quedar tal como vino al mundo. El padre Ambrosio quedó atónito ante la contemplación de los encantos que se ofrecían a su vista. La amplitud de sus caderas, los capullos de sus senos, la nívea blancura de su piel, suave como el satín, la redondez de sus nalgas y lo rotundo de sus muslos, el blanco y plano vientre con su adorable monte, y, por sobre todo, la encantadora hendidura rosada que destacaba debajo del mismo, asomándose tímidamente entre los rollizos muslos, hicieron que él se lanzara sobre la joven con un rugido de lujuria. Ambrosio atrapó a su víctima entre sus brazos. Oprimió su cuerpo suave y deslumbrante contra el suyo. La cubrió de besos lúbricos, y dando rienda suelta a su licenciosa lengua prometió a la jovencita todos los goces del paraíso mediante la introducción de su gran aparato en el interior de su vulva. Bella acogió estas palabras con un gritito de éxtasis, y cuando su excitado estuprador la acostó sobre sus espaldas sentía ya la anchurosa y tumefacta cabeza del pene gigantesco presionando los calientes y húmedos labios de su orificio casi virginal. El santo varón, encontrando placer en el contacto de su pene con los calientes labios de la vulva de Bella, comenzó a empujar hacia adentro con todas sus fuerzas, hasta que la gran nuez de la punta se llenó de humedad secretada por la sensible vaina. La pasión enfervorizaba a Bella. Los esfuerzos del padre Ambrosio por alojar la cabeza de su miembro entre los húmedos labios de su rendija en lugar de disuadiría la espoleaban hasta la locura, y finalmente, profiriendo un débil grito, se inclinó hacia adelante y expulsó el viscoso tributo de su lascivo temperamento. Esto era exactamente lo que esperaba el desvergonzado cura. Cuando la dulce y caliente emisión inundó su enormemente desarrollado pene, empujó resueltamente, y de un solo golpe introdujo la mitad de su voluminoso apéndice en el interior de la hermosa muchacha. Tan pronto como Bella se sintió empalada por la entrada del terrible miembro en el interior de su tierno cuerpo, perdió el poco control que conservaba, y olvidándose del dolor que sufría rodeó con sus piernas las espaldas de él, y alentó a su enorme invasor a no guardarle consideraciones. —Mi tierna y dulce chiquilla —murmuró el lascivo sacerdote—. Mis brazos te rodean, mi arma está hundida a medias en tu vientre. Pronto serán para ti los goces del paraíso. —Lo sé; lo siento. No os hagáis hacia atrás; dadme el delicioso objeto hasta donde podáis. —Toma, pues. Empujo, aprieto, pero estoy demasiado bien dotado para poder penetrarte fácilmente. Tal vez te reviente. pero ahora ya es demasiado tarde. Tengo que poseerte... o morir. Las partes de Bella se relajaron un poco, y Ambrosio pudo penetrar unos centímetros más. Su palpitante miembro, húmedo y desnudo, había recorrido la mitad del camino hacia el interior de la jovencita. Su placer era intenso, y la cabeza de su instrumento estaba deliciosamente comprimida por la vaina de Bella. —Adelante, padrecito. Estoy en espera de la leche que me habéis prometido. El confesor no necesitaba de este aliento para inducirlo a poner en acción todos sus tremendos poderes copulatorios. Empujó frenéticamente hacia adelante, y con cada nuevo esfuerzo sumió su cálido pene más adentro, hasta que, por fin, con un golpe poderoso lo enterró hasta los testículos en el interior de la vulva de Bella. Esta furiosa introducción por parte del brutal sacerdote fue más de lo que su frágil víctima, animada por sus propios deseos, pudo soportar. Con un desmayado grito de angustia física, Bella anunció que su estuprador había vencido toda la resistencia que su juventud había opuesto a la entrada de su miembro, y la tortura de la forzada introducción de aquella masa borro la sensación de placer con que en un principio había soportado el ataque. Ambrosio lanzó un grito de alegría al contemplar la hermosa presa que su serpiente había mordido. Gozaba con la víctima que tenía empalada con su enorme ariete. Sentía el enloquecedor contacto con inexpresable placer. Veía a la muchacha estremecerse por la angustia de su violación. Su natural impetuoso había despertado por entero. Pasare lo que pasare, disfrutaría hasta el máximo. Así pues, estrechó entre sus brazos el cuerpo de la hermosa muchacha, y la agasajó con toda la extensión de su inmenso miembro. —Hermosa mía, realmente eres incitante. Tú también tienes que disfrutar. Te daré la leche de que te hablaba. Pero antes tengo que despertar mi naturaleza con este lujurioso cosquilleo. Bésame, Bella, y luego la tendrás. Y cuando mi caliente leche me deje para adentrarse en tus juveniles entrañas, experimentarás los exquisitos deleites que estoy sintiendo yo. ¡Aprieta. Bella! Déjame también empujar, chiquilla mía! Ahora entra de nuevo, ¡Oh...! ¡Oh...! Ambrosio se levantó por un momento y pudo ver el inmenso émbolo a causa del cual la linda hendidura de Bella estaba en aquellos momentos extraordinariamente distendida. Firmemente empotrado en aquella lujuriosa vaina, y saboreando profundamente la suma estrechez de los cálidos pliegues de carne en los que estaba encajado, empujó sin preocuparse del dolor que su miembro provocaba, y sólo ansioso de procurarse el máximo deleite posible. No era hombre que fuera a detenerse en tales casos ante falsos conceptos de piedad, en aquellos momentos empujaba hacia dentro lo más posible, mientras que febrilmente rociaba de besos los abiertos y temblorosos labios de la pobre Bella. Por espacio de unos minutos no se oyó Otra cosa que los jadeos y sacudidas con que el lascivo sacerdote se entregaba a darse satisfacción, y el glu-glu de su inmenso pene cuando alternativamente entraba y salía del sexo de la bella penitente. No cabe suponer que un hombre como Ambrosio ignorara el tremendo poder de goce que su miembro podía suscitar en una persona del sexo opuesto, ni que su tamaño y capacidad de descarga eran capaces de provocar las más excitantes emociones en la joven sobre la que estaba accionando. Pero la naturaleza hacía valer sus derechos también en la persona de la joven Bella. El dolor de la dilatación se vio bien pronto atenuado por la intensa sensación de placer provocada por la vigorosa arma del santo varón, y no tardaron los quejidos y lamentos de la linda chiquilla en entremezclarse con sonidos medio sofocados en lo más hondo de su ser, que expresaban su deleite. —¡Padre mío! ¡Padrecito, mi querido y generoso padrecito! Empujad, empujad: puedo soportarlo. Lo deseo. Estoy en el cielo. ¡El bendito instrumento tiene una cabeza tan ardiente! ¡Oh, corazón mío! ¡Oh... oh! Madre bendita, ¿qué es lo que siento? Ambrosio veía el efecto que provocaba. Su propio placer llegaba a toda prisa. Se meneaba furiosamente hacia atrás y hacia adelante, agasajando a Bella a cada nueva embestida con todo el largo de su miembro, que se hundía hasta los rizados pelos que cubrían sus testículos. Al cabo, Bella no pudo resistir más, y obsequió al arrebatado violador con una cálida emisión que inundó todo su rígido miembro. Resulta imposible describir el frenesí de lujuria que en aquellos momentos se apoderó de la joven y encantadora Bella. Se aferró con desesperación al fornido cuerpo del sacerdote, que agasajaba a su voluptuoso angelical cuerpo con toda la fuerza y poderío de sus viriles estocadas, y lo alojó en su estrecha y resbalosa vaina hasta los testículos. Pero ni aún en su éxtasis Bella perdió nunca de vista la perfección del goce. El santo varón tenía que expeler su semen en el interior de ella, tal como lo había hecho Carlos, y la sola idea de ello añadió combustible al fuego de su lujuria. Cuando, por consiguiente, el padre Ambrosio pasó sus brazos en torno a su esbelta cintura, y hundió hasta los pelos su pene de semental en la vulva de Bella, para anunciar entre suspiros que al fin llegaba la leche, la excitada muchacha se abrió de piernas todo lo que pudo, y en medio de gritos de placer recibió los chorros de su emisión en sus órganos vitales.
Así permaneció él por espacio de dos minutos enteros, durante los que se iban sucediendo las descargas, cada una de las cuales era recibida por Bella con profundas manifestaciones de placer, traducidas en gritos y contorsiones.


Capítulo III

No creo que en ninguan otra ocasión haya tenido que sonrojarme con mayor motivo que en esta oportunidad. Y es que hasta una pulga tenía que sentirse avergonzada ante la proterva visión de lo que acabo de dejar registrado. Una muchacha tan joven, de apariencia tan inocente, y sin embargo, de inclinaciones y deseos tan lascivos. Una persona de frescura y belleza infinitas; una mente de llameante sensualidad convertida por el accidental curso de los acontecimientos en un activo volcán de lujuria. Muy bien hubiera podido exclamar con el poeta de la antigüedad: ‘¡Oh, Moisés!", o como el más práctico descendiente del patriarca: "¡Por las barbas del profeta!" No es necesario hablar del cambio que se produjo en Bella después de las experiencias relatadas. Eran del todo evidentes en su porte y su conducta. Lo que pasó con su juvenil amante, lamas me he preocupado por averiguarlo, pero me inclino a creer que el padre Ambrosio no permanecía al margen de esos gustos irregulares que tan ampliamente le han sido atribuidos a su orden, y que también el muchacho se vio inducido poco a poco, al igual que su joven amiga, a darle satisfacción a los insensatos deseos del sacerdote. Pero volvamos a mis observaciones directas en lo que concierne a la linda Bella. Si bien a una pulga no le es posible sonrojarse, sí puede observar, y me impuse la obligación de encomendar a la pluma y a la tinta la descripción de todos los pasajes amatorios que consideré pudieran tener interés para los buscadores de la verdad. Podemos escribir —por lo menos puede hacerlo esta pulga, pues de otro modo estas páginas no estarían bajo los ojos del lector— y eso basta. Transcurrieron varios días antes de que Bella encontrara la oportunidad de volver a visitar a su clerical admirador, pero al fin se presentó la ocasión, y ni qué decir tiene que ella la aprovechó de inmediato. Había encontrado el medio de hacerle saber a Ambrosio que se proponía visitarlo, y en consecuencia el astuto individuo pudo disponer de antemano las cosas para recibir a su linda huésped como la vez anterior. Tan pronto como Bella se encontró a solas con su seductor se arrojó en sus brazos, y apresando su gran humanidad contra su frágil cuerpo le prodigó las más tiernas caricias. Ambrosio no se hizo rogar para devolver todo el calor de su abrazo, y así sucedió que la pareja se encontró de inmediato entregada a un intercambio de cálidos besos, y reclinada, cara a cara, sobre el cofre acojinado a que aludimos anteriormente. Pero Bella no iba a conformarse con besos solamente; deseaba algo más sólido, por experiencia sabía que el padre podía proporcionárselo. Ambrosio no estaba menos excitado. Su sangre afluía rápidamente, sus negros ojos llameaban por efecto de una lujuria incontrolable, y la protuberancia que podía observarse en su hábito denunciaba a las claras el estado de sus sentidos. Bella advirtió la situación: ni sus miradas ansiosas, ni su evidente erección, que el padre no se preocupaba por disimular, podían escapársele. Pero pensó en avivar mayormente su deseo, antes que en apaciguarlo. Sin embargo, pronto demostró Ambrosio que no requería incentivos mayores, y deliberadamente exhibió su arma, bárbaramente dilatada en forma tal, que su sola vista despertó deseos frenéticos en Bella. En cualquiera otra ocasión Ambrosio hubiera sido mucho más prudente en darse gusto, pero en esta oportunidad sus alborotados sentidos habían superado su capacidad de controlar el deseo de regodearse lo antes posible en los juveniles encantos que se le ofrecían. Estaba ya sobre su cuerpo. Su gran humanidad cubría por completo el cuerpo de ella. Su miembro en erección se clavaba en el vientre de Bella, cuyas ropas estaban recogidas hasta la cintura. Con una mano temblorosa llegó Ambrosio al centro de la hendidura objeto de su deseo; ansiosamente llevó la punta caliente y carmesí hacia los abiertos y húmedos labios. Empujó, luchó por entrar.., y lo consiguió. La inmensa máquina entró con paso lento pero firme. La cabeza y parte del miembro ya estaban dentro. Unas cuantas firmes y decididas embestidas completaron la conjunción, y Bella recibió en toda su longitud el inmenso y excitado miembro de Ambrosio. El estuprador yacía jadeante sobre ella, en completa posesión de sus más íntimos encantos. Bella, dentro de cuyo vientre se había acomodado aquella vigorosa masa, sentía al máximo los efectos del intruso, cálido y palpitante. Entretanto Ambrosio había comenzado a moverse hacia atrás y hacia adelante. Bella trenzó sus blancos brazos en torno a su cuello, y enroscó sus lindas piernas enfundadas en seda sobre sus espaldas, presa de la mayor lujuria. —¡Qué delicia! —murmuró Bella, besando arrolladoramente sus gruesos labios—. Empujad más.., todavía más. ¡Oh, cómo me forzáis a abrirme, y cuán largo es! ¡Cuán cálido. cuan.., oh... oh! Y soltó un chorro de su almacén, en respuesta a las embestidas del hombre, al mismo tiempo que su cabeza caía hacia atrás y su boca se abría en el espasmo del coito. El sacerdote se contuvo e hizo una breve pausa. Los latidos de su enorme miembro anunciaban suficientemente el estado en que el mismo se encontraba, y quería prolongar su placer hasta el máximo. Bella comprimió el terrible dardo introducido hasta lo más intimo de su persona, y sintió crecer y endurecerse todavía más, en tanto que su enrojecida cabeza presionaba su juvenil matriz. Casi inmediatamente después su pesado amante, incapaz de controlarse por más tiempo, sucumbió a la intensidad de las sensaciones, y dejó escapar el torrente de su viscoso líquido. —¡Oh, viene de vos! —gritó la excitada muchacha—. Lo siento a chorros. ¡Oh, dadme ....... más! ¡Derramadlo en mi interior.., empujad más, no me compadezcáis. . .! ¡Oh, otro chorro! ¡Empujad! -Desgarradme si queréis, pero dadme toda vuestra leche! Antes hablé de la cantidad de semen que el padre Ambrosio era capaz de derramar, pero en esta ocasión se excedió a sí mismo. Había estado almacenado por espacio de una semana, y Bella recibía en aquellos momentos una corriente tan tremenda, que aquella descarga parecía más bien emitida por una jeringa, que la eyaculación de los órganos genitales de un hombre. Al fin Ambrosio desmontó de su cabalgadura, y cuando Bella se puso de pie nuevamente sintió deslizarse una corriente de líquido pegajoso que descendía por sus rollizos muslos. Apenas se había separado el padre Ambrosio cuando se abrió la puerta que conducía a la iglesia, y aparecieron en el portal otros dos sacerdotes. El disimulo resultaba imposible. —Ambrosio —exclamó el de más edad de los dos, un hombre que andaría entre los treinta y los cuarenta años—. Esto va en contra de las normas y privilegios de nuestra orden, que disponen que toda clase de juegos han de practicarse en común. —Tomadla entonces —refunfuñó el aludido—. Todavía no es demasiado tarde. Iba a comunicaros lo que había conseguido cuando... —. . . cuando la deliciosa tentación de esta rosa fue demasiado fuerte para ti, amigo nuestro —interrumpió el otro, apoderándose de la atónita Bella al tiempo que hablaba, e introduciendo su enorme mano debajo de sus vestimentas para tentar los suaves muslos de ella. —Lo he visto todo al través del ojo de la cerradura —susurró el bruto a su oído—. No tienes nada qué temer; únicamente queremos hacer lo mismo contigo. Bella recordó las condiciones en que se le había ofrecido consuelo en la iglesia, y supuso que ello formaba parte de sus nuevas obligaciones. Por lo tanto permaneció en los brazos del recién llegado sin oponer resistencia. En el ínterin su compañero había pasado su fuerte brazo en torno a la cintura de Bella, y cubría de besos las mejillas de ésta. Ambrosio lo contemplaba todo estupefacto y confundido. Así fue como la jovencita se encontró entre dos fuegos, por no decir nada de la desbordante pasión de su posesor original. En vano miraba a uno y después a otro en demanda de respiro, o de algún medio de escapar del predicamento en que se encontraba. A pesar de que estaba completamente resignada al papel al que la había reducido el astuto padre Ambrosio, se sentía en aquellos momentos invadida por un poderoso sentimiento de debilidad y de miedo hacia los nuevos asaltantes. Bella no leía en la mirada de los nuevos intrusos más que deseo rabioso, en tanto que la impasibilidad de Ambrosio la hacía perder cualquier esperanza de que el mismo fuera a ofrecer la menor resistencia. Entre los dos hombres la tenían emparedada, y en tanto que el que habló primero deslizaba su mano hasta su rosada vulva, el otro no perdió tiempo en posesionarse de los redondeados cachetes de sus nalgas. Entrambos, a Bella le era imposible resistir. —Aguardad un momento —dijo al cabo Ambrosio—. Sí tenéis prisa por poseerla cuando menos desnudadla sin estropear su vestimenta, como al parecer pretendéis hacerlo. —Desnúdate, Bella —siguió diciendo—. Según parece, todos tenemos que compartirte, de manera que disponte a ser instrumento voluntario de nuestros deseos comunes. En nuestro convento se encuentran otros cofrades no menos exigentes que yo, y tu tarea no será en modo alguno una sinecura, así que será mejor que recuerdes en todo momento los privilegios que estás destinada a cumplir, y te dispongas a aliviar a estos santos varones de los apremiantes deseos que ahora ya sabes cómo suavizar. Así planteado el asunto, no quedaba alternativa. Bella quedó de píe, desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes, y levantó un murmullo general de admiración cuando en aquel estado se adelantó hacía ellos. Tan pronto como el que había llevado la voz cantante de los recién llegados —el cual, evidentemente, parecía ser el Superior de los tres— advirtió la hermosa desnudez que estaba ante su ardiente mirada, sin dudarlo un instante abrió su sotana para poner en libertad un largo y anchuroso miembro, tomó en sus brazos a la muchacha, la puso de espaldas sobre el gran cofre acojinado, brincó sobre ella, se colocó entre sus lindos muslos, y apuntando rápidamente la cabeza de su rabioso campeón hacia el suave orificio de ella, empujó hacia adelante para hundirlo por completo hasta los testículos. Bella dejó escapar un pequeño grito de éxtasis al sentirse empalada por aquella nueva y poderosa arma. Para el hombre la posesión entera de la hermosa muchacha suponía un momento extático, y la sensación de que su erecto pene estaba totalmente enterrado en el cuerpo de ella le producía una emoción inefable. No creyó poder penetrar tan rápidamente en sus jóvenes partes, pues no había tomado en cuenta la lubricación producida por el flujo de semen que ya había recibido. El Superior, no obstante, no le dio oportunidad de reflexionar, pues dióse a atacar con tanta energía, que sus poderosas embestidas desde largo produjeron pleno efecto en su cálido temperamento, y provocaron casi de inmediato la dulce emisión. Esto fue demasiado para el disoluto sacerdote. Ya firmemente encajado en la estrecha hendidura, que te quedaba tan ajustada como un guante, tan luego como sintió la cálida emisión dejó escapar un fuerte gruñido y descargó con furia. Bella disfrutó el torrente de lujuria de aquel hombre, y abriendo las piernas cuanto pudo lo recibió en lo más hondo de sus entrañas, permitiéndole que saciara su lujuria arrojando las descargas de su impetuosa naturaleza. Los sentimientos lascivos más fuertes de Bella se reavivaron con este segundo y firme ataque contra su persona, y su excitable naturaleza recibió con exquisito agrado la abundancia de líquido que el membrudo campeón había derramado en su interior. Pero, por salaz que fuera, la jovencita se sentía exhausta por esta continua corriente, y por ello recibió con desmayo al segundo de los intrusos que se disponía a ocupar el puesto recién abandonado por el superior. Pero Bella quedó atónita ante las proporciones del falo que el sacerdote ofrecía ante ella. Aún no había acabado de quitarse la ropa, y ya surgía de su parte delantera un erecto miembro ante cuyo tamaño hasta el padre Ambrosio tenía que ceder el paso.

De entre los rizos de rojo pelo emergía la blanca columna de carne, coronada por una brillante cabeza colorada, cuyo orificio parecía constreñido para evitar una prematura expulsión de jugos. Dos grandes y peludas bolas colgaban de su base, y completaban un cuadro a la vista del cual comenzó a hervir de nuevo la sangre de Bella, cuyo juvenil espíritu se aprestó a librar un nuevo y desproporcionado combate. —¡Oh, padrecito ¡ ¿Cómo podré jamás albergar tamaña cosa dentro de mi personita? —Preguntó acongojada—. ¿Cómo me será posible soportarlo una vez que esté dentro de mí? Temo que me va a dañar terriblemente. —Tendré mucho cuidado, hija mía. Iré despacio. Ahora estás bien preparada por los jugos de los santos varones que tuvieron la buena fortuna de precederme. Bella tentó el gigantesco pene. El sacerdote era endiabladamente feo, bajo y obeso, pero sus espaldas parecían las de un Hércules. La muchacha estaba poseída por una especie de locura erótica. La fealdad de aquel hombre sólo servía para acentuar su deseo sensual. Sus manos no bastaban para abarcar todo el grosor del miembro. Sin embargo, no lo soltaba; lo presionaba y le dispensaba inconscientemente caricias que incrementaban su rigidez. Parecía una barra de acero entre sus suaves manos. Un momento después el tercer asaltante estaba encima de ella, y la joven, casi tan excitada como el padre, luchaba por empalarse con aquella terrible arma. Durante algunos minutos la proeza pareció imposible, no obstante la buena lubricación que ella había recibido con las anteriores inundaciones de su vaina. Al cabo, con una furiosa embestida, introdujo la enorme cabeza y Bella lanzó un grito de dolor. Otra arremetida y otra más; el infeliz bruto, ciego a todo lo que no fuera darse satisfacción, seguía penetrando. Bella gritaba de angustia, y hacía esfuerzos sobrehumanos por deshacerse del salvaje atacante. Otra arremetida, otro grito de la víctima, y el sacerdote penetró hasta lo más profundo en su interior. Bella se había desmayado. Los dos espectadores de este monstruoso acto de corrupción parecieron en un principio estar prestos a intervenir, pero al propio tiempo daban la impresión de experimentar un cruel placer al presenciar aquel espectáculo. Y ciertamente así era, como lo evidenciaron después sus lascivos movimientos y el interés que pusieron en observar el más minucioso de los detalles. Correré un velo sobre las escenas de lujuria que siguieron, sobre los estremecimientos de aquel salvaje a medida que, seguro de estar en posesión de la persona de la joven y bella muchacha, prolongó lentamente su gocé hasta que su enorme y férvida descarga puso fin a aquel éxtasis, y cedió el paso a un intervalo para devolver la vida a la pobre muchacha. El fornido padre había descargado por dos veces en su interior antes de retirar su largo y vaporoso miembro, y el volumen de semen expelido fue tal, que cayó con ruido acompasado hasta formar un charco sobre el suelo de madera. Cuando por fin Bella se recobró lo bastante para poder moverse, pudo hacerse el lavado que los abundantes derrames en sus delicadas partes hacían del todo necesario.



Capítulo IV

Se sacaron algunas botellas de vino, de una cosecha rara y añeja, y bajo su poderosa influencia Bella fue recobrando poco a poco su fortaleza. Transcurrida una hora, los tres curas consideraron que había tenido tiempo bastante para recuperarse, y comenzaron de nuevo a presentar síntomas de que deseaban volver a gozar de su persona. Excitada tanto por los efectos del vino como por la vista y el contacto con sus lascivos compañeros, la jovencita comenzó a extraer de debajo las sotanas los miembros de los tres curas. los cuales estaban evidentemente divertidos con la escena, puesto que no daban muestra alguna de recato. En menos de un minuto Bella tuvo a la vista los tres grandes y enhiestos objetos. Los besó y jugueteó con ellos, aspirando la rara fragancia que emanaba de cada uno, y manoseando aquellos enardecidos dardos con toda el ansia de una consumada Chipriota. —Déjanos joderte —exclamó piadosamente el Superior, cuyo pene se encontraba en aquellos momentos en los labios de Bella. —Amén —cantó Ambrosio. El tercer eclesiástico permaneció silencioso, pero su enorme artefacto amenazaba al cielo. Bella fue invitada a escoger su primer asaltante en esta segunda vuelta. Eligió a Ambrosio, pero el Superior interfirió.


Entretanto, aseguradas las puertas, los tres sacerdotes se desnudaron, ofreciendo así a la mirada de Bella tres vigorosos campeones en la plenitud de la vida, armado cada uno de ellos con un membrudo dardo que, una vez más, surgía enhiesto de su parte frontal, y que oscilaba amenazante. —~Uf! ;Vaya monstruos! —exclamó la jovencita, cuya vergüenza no le impedía ir tentando, alternativamente, cada uno de aquellos temibles aparatos. A continuación la sentaron en el borde de la mesa, y uno tras otro succionaron sus partes nobles, describiendo círculos con sus cálidas lenguas en torno a la húmeda hendidura colorada. en la que poco antes habían apaciguado su lujuria. Bella se abandonó complacida a este juego, y abrió sus piernas cuanto pudo para agradecerlo. —Sugiero que nos lo chupe uno tras otro —propuso el Superior. —Bien dicho —corroboró el padre Clemente, el pelirrojo de temible erección—. Pero hasta el final. Yo quiero poseerla una vez mas. —De ninguna manera, Clemente —dijo el Superior—. Ya lo hiciste dos veces; ahora tienes que pasar a través de su garganta, o conformarte con nada. Bella no quería en modo alguno verse sometida a otro ataque de parte de Clemente, por lo cual cortó la conversación por lo sano asiendo su voluminoso miembro, e introduciendo lo más que pudo de él entre sus lindos labios. La muchacha succionaba suavemente hacia arriba y hacia abajo de la azulada nuez, haciendo pausas de vez en cuando para contener lo más posible en el interior de sus húmedos labios. Sus lindas manos se cerraban alrededor del largo y voluminoso dardo, y lo agarraban en un trémulo abrazo, mientras ella contemplaba cómo el monstruoso pene se endurecía cada vez más por efecto de las intensas sensaciones transmitidas por medio de sus toques. No tardó Clemente ni cinco minutos en empezar a lanzar aullidos que más se asemejaban a los lamentos de una bestia salvaje que a las exclamaciones surgidas de pulmones humanos, para acabar expeliendo semen en grandes cantidades a través de la garganta de la muchacha.

Bella retiró la piel del dardo para facilitar la emisión del chorro basta la última gota. El fluido de Clemente era tan espeso y cálido como abundante. y chorro tras chorro derramó todo el líquido en la boca de ella. Bella se lo tragó todo.

—He aquí una nueva experiencia sobre la que tengo que instruirte, hija mía —dijo el Superior cuando, a continuación, Bella aplicó sus dulces labios a su ardiente miembro. —Hallarás en ella mayor motivo de dolor que de placer, pero los caminos de Venus son difíciles, y tienen que ser aprendidos y gozados gradualmente. —Me someteré a todas las pruebas, padrecito —replicó la muchacha—. Ahora ya tengo una idea más clara de mis deberes, y sé que soy una de las elegidas para aliviar los deseos de los buenos padres. —Así es, hija mía, y recibes por anticipado la bendición del cielo citando obedeces nuestros más insignificantes deseos, y te sometes a todas nuestras indicaciones, por extrañas e irregulares que parezcan. Dicho esto, tomó a la muchacha entre sus robustos brazos y la llevó una vez más al cofre acojinado, colocándola de cara a él, de manera que dejara expuestas sus desnudas y hermosas nalgas a los tres santos varones. Seguidamente, colocándose entre los muslos de su víctima, apuntó la cabeza de su tieso miembro hacía el pequeño orificio situado entre las rotundas nalgas de Bella, y empujando su bien lubricada arma poco a poco comenzó a penetrar en su orificio, de manera novedosa y antinatural. —¡Oh, Dios! —gritó Bella—. No es ése el camino. Las-....... ¡Por favor...! ¡Oh, por favor...! ¡Ah...! ¡Tened piedad! ¡Ob, compadeceos de mí! . . . ¡Madre santa! . . . ¡Me muero! Esta última exclamación le fue arrancada por una repentina y vigorosa embestida del Superior, la que provocó la introducción de su miembro de semental hasta la raíz. Bella sintió que se había metido en el interior de su cuerpo hasta los testículos. Pasando su fuerte brazo en torno a sus caderas, se apretó Contra su dorso, y comenzó a restregarse contra sus nalgas con el miembro insertado tan adentro del recto de ella como le era posible penetrar. Las palpitaciones de placer se hacían sentir a todo lo largo del henchido miembro y, Bella, mordiéndose los labios, aguardaba los movimientos del macho que bien sabía iban a comenzar para llevar su placer hasta el máximo. Los otros dos sacerdotes vejan aquello con envidiosa lujuria, mientras iniciaban una lenta masturbación. El Superior, enloquecido de placer por la estrechez de aquella nueva y deliciosa vaina, accioné en torno a las nalgas de Bella hasta que, con una embestida final, llenó sus entrañas con una cálida descarga. Después, al tiempo que extraía del cuerpo de ella, su miembro, todavía erecto y vaporizante, declaré que había abierto una nueva ruta para el placer, y recomendó al padre Ambrosio que la aprovechara. Ambrosio, cuyos sentimientos en aquellos momentos deben ser mejor imaginados que descritos, ardía de deseo. El espectáculo del placer que habían experimentado sus cofrades le había provocado gradualmente un estado de excitación erótica que exigía perentoria satisfacción. —De acuerdo —grité—. Me introduciré por el templo de Sodoma, mientras tú llenarás con tu robusto centinela el de Venus. —Di mejor que con placer legítimo —repuso el Superior con una mueca sarcástica—. Sea como dices. Me placerá disfrutar nuevamente esta estrecha hendidura Bella yacía todavía sobre su vientre, encima del lecho improvisado, con sus redondeces posteriores totalmente expuestas, más muerta que viva como consecuencia del brutal ataque que acababa de sufrir. Ni una sola gota del semen que con tanta abundancia había sido derramado en su oscuro nicho había salido del mismo, pero por debajo su raja destilaba todavía la mezcla de las emisiones de ambos sacerdotes. Ambrosio la sujetó. Colocada a través de los muslos del Superior, Bella se encontré con el llamado del todavía vigoroso miembro contra su colorada vulva. Lentamente lo guió hacia su interior, hundiéndose sobre él. Al fin entré totalmente, basta la raíz. Pero en ese momento el vigoroso Superior pasó sus brazos en torno a su cintura, para atraerla sobre sí y dejar sus amplias y deliciosas nalgas frente al ansioso miembro de Ambrosio, que se encaminó directamente hacía la ya bien humedecida abertura entre las dos lomas. Hubo que vencer las mil dificultades que se presentaron, pero al cabo el lascivo Ambrosio se sintió enterrado dentro de las entrañas de su víctima. Lentamente comenzó a moverse hacia atrás y hacia adelante del bien lubricado canal. Retardé lo más posible su desahogo. Y pudo así gozar de las vigorosas arremetidas con que el Superior embestía a Bella por delante. De pronto, exhalando un profundo suspiro, el Superior llegó al final, y Bella sintió su sexo rápidamente invadido por la leche. No pudo resistir más y se vino abundantemente, mezclándose su derrame con los de sus asaltantes. Ambrosio, empero, no había malgastado todos sus recursos, y seguía manteniendo a la linda muchacha fuertemente empalada. Clemente no pudo resistir la oportunidad que le ofrecía el hecho de que el Superior se hubiera retirado para asearse, y se lanzó sobre el regazo de Bella para conseguir casi enseguida penetrar en su interior, ahora liberalmente bañado de viscosos residuos. Con todo y lo enorme que era el monstruo del pelirrojo, Bella encontré la manera de recibirlo y durante unos cuantos de los minutos que siguieron no se oyó otra cosa que los suspiros y los voluptuosos quejidos de los combatientes. En un momento dado sus movimientos se hicieron más agitados. Bella sentía como que cada momento era su último instante. El enorme miembro de Ambrosio estaba insertado en su conducto posterior hasta los testículos, mientras que el gigantesco tronco de Clemente echaba espuma de nuevo en el interior de su vagina. La joven era sostenida por los dos hombres, con los pies bien levantados del suelo, y sustentada por la presión, ora del (rente, ora de atrás, como resultado de las embestidas con que los sacerdotes introducían sus excitados miembros por sus respectivos orificios. Cuando Bella estaba a punto de perder el conocimiento, advirtió por el jadeo y la tremenda rigidez del bruto que tenía delante, que éste estaba a punto de descargar, y unos momentos después sintió la cálida inyección de flujo que el gigantesco pene enviaba en viscosos chorros. —¡Ah...! ¡Me vengo! —gritó Clemente, y diciendo esto inundó el interior de Bella, con gran deleite de parte de ésta. —¡A mí también me llega! —gritó Ambrosio, alojando más adentro su poderoso miembro, al tiempo que lanzaba un chorro de leche dentro de los intestinos de Bella. Así siguieron ambos vomitando el prolífico contenido de sus cuerpos en el interior del de Bella, a la que proporcionaron con esta doble sensación un verdadero diluvio de goces. Cualquiera puede comprender que una pulga de inteligencia mediana tenía que estar ya asqueada de espectáculos tan desagradables como los que presencié y que creí era mi deber revelarlos. Pero ciertos sentimientos de amistad y de simpatía por la joven Bella me impulsaron a permanecer aún en su compañía. Los sucesos vinieron a darme la razón y, como veremos mas tarde, determinaron mis movimientos en el futuro. No habían transcurrido más de tres días cuando la joven, a petición de ellos, se reunió con los tres sacerdotes en el mismo lugar. En esta oportunidad Bella había puesto mucha atención en su "toilette", y como resultado de ello aparecía más atractiva que nunca, vestida con sedas preciosas, ajustadas botas de cabritilla, y unos guantes pequeñísimos que hacían magnífico juego con el resto de las vestimentas. Los tres hombres quedaron arrobados a la vista de su persona, y la recibieron tan calurosamente, que pronto su sangre juvenil le afluyó a] rostro, inflamándolo de deseo. Se aseguró la puerta de inmediato, y enseguida cayeron al suelo los paños menores de Ion sacerdotes, y Bella se vio rodeada por el trío y sometida a las más diversas caricias, al tiempo que contemplaba sus miembros desvergonzadamente desnudos y amenazadores. El Superior fue el primero en adelantarse con intención de gozar de Bella. Colocándose descaradamente frente a ella la tomó en sus brazos, y cubrió de cálidos besos sus labios y su rostro. Bella estaba tan excitada como él. Accediendo a su deseo, la muchacha se despojó de sus prendas interiores, conservando puestos su exquisito vestido, sus medias de seda y sus lindos zapatitos de cabritilla. Así se ofreció a la admiración y al lascivo manoseo de los padres. No pasó mucho antes de que el Superior, sumiéndose deliciosamente sobre su reclinada figura, se entregara por completo a sus juveniles encantos, y se diera a calar la estrecha hendidura, con resultados evidentemente satisfactorios. Empujando, prensando, restregándose contra ella, el Superior inició deliciosos movimientos, que dieron como resultado despertar tanto su susceptibilidad como la de su compañera. Lo revelaba su pene, cada vez más duro y de mayor tamaño. —¡Empuja! Oh, empuja más hondo! —murmuró Bella. Entretanto Ambrosio y Clemente, cuyo deseo no admitía espera, trataron de apoderarse de alguna parte de la muchacha. Clemente puso su enorme miembro en la dulce mano de ella, y Ambrosio, sin acobardarse, trepó sobre el cofre y llevó la punta de su voluminoso pene a sus delicados labios. Al cabo de un momento el Superior dejó de asumir su lasciva posición. Bella se alzó sobre el canto del cofre. Ante ella se encontraban los tres hombres, cada uno de ellos con el miembro erecto, presentando armas. La cabeza del enorme aparato de Clemente estaba casi volteada contra su craso vientre. El vestido de Bella estaba recogido hasta su cintura, dejando expuestas sus piernas y muslos, y entre éstos la rosada y lujuriosa fisura, en aquellos momentos enrojecida y excitada por los rápidos movimientos de entrada y salida del miembro del Superior. —¡Un momento! —ordenó éste—. Vamos a poner orden en nuestros goces. Esta hermosa muchacha nos tiene que dar satisfacción a los tres: por lo tanto es menester que regulemos nuestros placeres permitiéndole que pueda soportar los ataques que desencadenemos. Por mi parte no me importa ser el primero o el segundo, pero como Ambrosio se viene como un asno, y llena de humo todas las regiones donde penetra, propongo pasar yo por delante. Desde luego, Clemente debería ocupar el tercer lugar, ya que con su enorme miembro puede partir en dos a la muchacha, y echaremos a perder nuestro juego. —La vez anterior yo fui el tercero —exclamó Clemente—. No veo razón alguna para que sea yo siempre el último. Reclamo el segundo lugar. —Está bien, así será —declaró el Superior—. Tú, Ambrosio, compartirás un nido resbaladizo. —No estoy conforme —replicó el decidido eclesiástico....... Si tú vas por delante, y Clemente tiene que ser el segundo, pasando por delante de mí, yo atacaré la retaguardia, y así verteré mi ofrenda por otra vía. —¡Hacerlo como os plazca! —gritó Bella—. Lo aguantaré todo; pero, padrecitos, daos prisa en comenzar. Una vez más el Superior introdujo su arma, inserción que Bella recibió con todo agrado. Lo abrazó, se apretó contra él, y recibió los chorros de su eyaculación con verdadera pasión extática de su parte. Seguidamente se presentó Clemente. Su monstruoso instrumento se encontraba ya entre las rollizas piernas de la joven Bella. La desproporción resultaba evidente, pero el cura era tan fuerte y lujurioso como enorme en su tamaño, y tras de varias tentativas violentas e infructuosas, consiguió introducir-se. y comenzó a profundizar en las partes de ella con su miembro de mulo. No es posible dar una idea de la forma en que las terribles proporciones del pene de aquel hombre excitaban la lasciva imaginación de Bella, como vano sería también intentar describir la frenética pasión que le despertaba el sentirse ensartada y distendida por el inmenso órgano genital del padre Clemente. Después de una lucha que se llevó diez minutos completos, Bella acabó por recibir aquella ingente masa hasta los testículos, que se comprimían contra su ano. Bella se abrió de piernas lo más posible, y le permitió al bruto que gozara a su antojo de sus encantos. Clemente no se mostraba ansioso por terminar con su deleite, y tardó un cuarto de hora en poner fin a su goce por medio de dos violentas descargas. Bella las recibió con profundas muestras de deleite, y mezcló una copiosa emisión de su parte con los espesos derrames del lujurioso padre. Apenas había retirado Clemente su monstruoso miembro del interior de Bella, cuando ésta cayó en los también poderosos brazos de Ambrosio, De acuerdo con lo que había manifestado anteriormente, Ambrosio dirigió su ataque a las nalgas, y con bárbara violencia introdujo la palpitante cabeza de su instrumento entre los tiernos pliegues del orificio trasero. En vano batallaba para poder alojarlo. La ancha cabeza de su arma era rechazada a cada nuevo asalto, no obstante la brutal lujuria con que trataba de introducirse, y el inconveniente que representaba el que se encontraban de pie. Pero Ambrosio no era fácil de derrotar. Lo intentó una y otra vez, hasta que en uno de sus ataques consiguió alojar la punta del pene en el delicioso orificio. Una vigorosa sacudida consiguió hacerlo penetrar unos cuantos centímetros más, y de una sola embestida el lascivo sacerdote consiguió enterrarlo hasta los testículos. Las hermosas nalgas de Bella ejercían un especial atractivo sobre el lascivo sacerdote. Una vez que hubo logrado la penetración gracias a sus brutales esfuerzos, se sintió excitado en grado extremo, Empujó el largo y grueso miembro hacia adentro con verdadero éxtasis, sin importarle el dolor que provocaba con la dilatación, con tal de poder experimentar la delicia que le causaban las contracciones de las delicadas y juveniles partes íntimas de ella. Bella lanzó un grito aterrador al sentirse empalada por el tieso miembro de su brutal violador, y empezó una desesperada lucha por escapar, pero Ambrosio la retuvo, pasando sus forzudos brazos en torno a su breve cintura, y consiguió mantenerse en el interior del febricitante cuerpo de Bella, sin cejar en su esfuerzo invasor. Paso a paso, empeñada en esta lucha, la jovencita cruzó toda la estancia, sin que Ambrosio dejara de tenerla empalada por detrás. Como es lógico. este lascivo espectáculo tenía que surtir efecto en los espectadores. Un estallido de risas surgió de las gargantas de éstos, que comenzaron a aplaudir el vigor de su compañero, cuyo rostro, rojo y contraído, testimoniaba ampliamente sus placenteras emociones. Pero el espectáculo despertó. además de la hilaridad, los deseos de los dos testigos. cuyos miembros comenzaron a dar muestras de que en modo alguno se consideraban satisfechos. En su caminata, Bella había llegado cerca del Superior, el cual la tomó en sus brazos, circunstancias que aprovechó Ambrosio para comenzar a mover su miembro dentro de las entrañas de ella, cuyo intenso calor le proporcionaba el mayor de los deleites. La posición en que se encontraban ponía los encantos naturales de Bella a la altura de los labios del Superior, el cual instantáneamente los pegó a aquellos, dándose a succionar en la húmeda rendija. Pero la excitación provocada de esta manera exigía un disfrute más sólido, por lo que, tirando de la muchacha para que se arrodillara, al mismo tiempo que él tomaba asiento en su silla, puso en libertad a su ardiente miembro, y lo introdujo rápidamente dentro del suave vientre de ella. Así, Bella se encontró de nuevo entre dos fuegos, y las fieras embestidas del padre Ambrosio por la retaguardia se vieron complementadas con los tórridos esfuerzos del padre Superior en otra dirección. Ambos nadaban en un mar de deleites sensuales: ambos se entregaban de lleno en las deliciosas sensaciones que experimentaban, mientras que su víctima, perforada por delante y por detrás por sus engrosados miembros, tenía que soportar de la mejor manera posible sus excitados movimientos. Pero todavía le aguardaba a la hermosa otra prueba de fuego, pues no bien el vigoroso Clemente pudo atestiguar la estrecha conjunción de sus compañeros, se sintió inflamado por la pasión, se montó en la silla por detrás del Superior, y tomando la cabeza de la pobre Bella depositó su ardiente arma en sus rosados labios. Después avanzando su punta, en cuya estrecha apertura se apercibían ya prematuras gotas, la introdujo en la linda boca de la muchacha, mientras hacía que con su suave mano le frotara el duro y largo tronco. Entretanto Ambrosio sintió en el suyo los efectos del miembro introducido por delante por el Superior, mientras que el de éste, igualmente excitado por la acción trasera del padre, sentía aproximarse los espasmos que acompañan a la eyaculación. Empero, Clemente fue el primero en descargar, y arrojó un abundante chaparrón en la garganta de la pequeña Bella. Le siguió Ambrosio, que, echándose sobre sus espaldas, lanzó un torrente de leche en sus intestinos, al propio tiempo que el Superior inundaba su matriz.
Así rodeada, Bella recibió la descarga unida de los tres vigorosos sacerdotes.



Capítulo V

Tres días despues de los acontecimientos relatados en las páginas precedentes, Bella compareció tan sonrosada y encantadora como siempre en el salón de recibimiento de su tío. En el ínterin, mis movimientos habían sido erráticos, ya que en modo alguno era escaso mi apetito, y cualquier nuevo semblante posee para mí siempre cierto atractivo, que me hace no prolongar demasiado la residencia en un solo punto. Fue así como alcancé a oír una conversación que no dejó de sorprenderme algo, y que no vacilo en revelar pues está directamente relacionada con los sucesos que refiero. Por medio de ella tuve conocimiento del fondo y la sutileza de carácter del astuto padre Ambrosio. No voy a reproducir aquí su discurso, tal como lo oí desde mi posición ventajosa. Bastará con que mencione los puntos principales de su exposición, y que informe acerca de sus objetivos. Era manifestó que Ambrosio estaba inconforme y desconcertado por la súbita participación de sus cofrades en la última de sus adquisiciones, y maquinó un osado y diabólico plan para frustrar su interferencia, al mismo tiempo que para presentarlo a él como completamente ajeno a la maniobra. En resumen, y con tal fin, Ambrosio acudió directamente al tío de Bella, y le relató cómo había sorprendido a su sobrina y a su joven amante en el abrazo de Cupido, en forma que no dejaba duda acerca de que había recibido el último testimonio de la pasión del muchacho, y correspondido a ella. Al dar este paso el malvado sacerdote presequía una finalidad ulterior. Conocía sobradamente el carácter del hombre con el que trataba, y también sabía que una parte importante de su propia vida real no era del todo desconocida del tío. En efecto, la pareja se entendía a la perfección. Ambrosio era hombre de fuertes pasiones, sumamente erótico, y lo mismo suceda con el tío de Bella. Este último se había confesado a fondo con Ambrosio, y en el curso de sus confesiones había revelado unos deseos tan irregulares, que el sacerdote no tenía duda alguna de que lograría hacerle partícipe del plan que había imaginado. Los ojos del señor Verbouc hacía tiempo que habían codiciado en secreto a su sobrina. Se lo había confesado. Ahora Ambrosio le aportaba pruebas que abrían sus ojos a la realidad de que ella había comenzado a abrigar sentimientos de la misma naturaleza hacia el sexo opuesto. La condición de Ambrosio se le vino a la mente. Era su confesor espiritual, y le pidió consejo . El santo varón le dio a entender que había llegado su oportunidad, y que redundaría en ventaja para ambos compartir el premio. Esta proposición tocó una fibra sensible en el carácter de Verbouc, la cual Ambrosio no ignoraba. Si algo podía proporcionarle un verdadero goce sensual, o ponerle más encanto al mismo, era presenciar el acto de la cópula carnal, y completar luego su satisfacción con una segunda penetración de su parte, para eyacular en el cuerpo del propio paciente. El pacto quedó así sellado. Se buscó la oportunidad que garantizara el necesario secreto (la tía de Bella era una minusválida que no salía de su habitación>, y Ambrosio preparó a Bella para el suceso que iba a desarrollarse. Después de un discurso preliminar, en el que le advirtió que no debía decir una sola palabra acerca de su intimidad anterior, y tras de informarle que su tío había sabido, quién sabe por qué conducto, lo ocurrido con su novio, le fue revelando poco a poco los proyectos que había elaborado. Incluso le habló de la pasión que había despertado en su tío, para decirle después, lisa y llanamente, que la mejor manera de evitar su profundo resentimiento sería mostrarse obediente a sus requerimientos, fuesen los que fuesen. El señor Verbouc era un hombre sano y de robusta constitución, que rondaba los cincuenta años. Como tío suyo que era, siempre le había inspirado profundo respeto a Bella, sentimiento en el que estaba mezclado algo de temor por su autoritaria presencia. Se había hecho cargo de ella desde la muerte de su hermano, y la trató siempre, si no con afecto, tampoco con despego, aunque con reservas que eran naturales dado su carácter. Evidentemente Bella no tenía razón alguna para esperar clemencia de su parte en una ocasión tal, ni siquiera que su pariente encontrara una excusa para ella. No me explayaré en el primer cuarto de hora, las lágrimas de Bella, el embarazo con que recibió los abrazos demasiado tiernos de su tío, y las bien merecidas censuras. La interesante comedia siguió por pasos contados, hasta que el señor Verbouc colocó a su hermosa sobrina sobre sus piernas, para revelarle audazmente el propósito que se había formulado de poseerla.

—No debes ofrecer una resistencia tonta, Bella —explicó su tío—. No dudaré ni aparentaré recato. Basta con que este buen padre haya santificado la operación, para que posea tu cuerpo de igual manera que tu imprudente compañerito lo gozó ya con tu consentimiento. Bella estaba profundamente confundida. Aunque sensual, como hemos visto ya, y hasta un punto que no es habitual en una edad tan tierna como la suya, se había educado en el seno de las estrictas conveniencias creadas por el severo y repelente carácter de su pariente. Todo lo espantoso del delito que se le proponía aparecía ante sus ojos. Ni siquiera la presencia y supuesta aquiescencia del padre Ambrosio podían aminorar el recelo con que contemplaba la terrible proposición que se le hacía abiertamente. Bella temblaba de sorpresa y de terror ante la naturaleza del delito propuesto. Esta nueva actitud la ofendía. El cambio habido entre el reservado y severo tío, cuya cólera siempre había lamentado y temido, y cuyos preceptos estaba habituada a recibir con reverencia, y aquel ardiente admirador, sediento de los favores que ella acababa de conceder a otro, la afectó profundamente, aturdiéndola y disgustándola Entretanto el señor Verbouc, que evidentemente no estaba dispuesto a concederle tiempo para reflexionar. y cuya excitación era visible en múltiples aspectos, tomó a su joven sobrina en sus brazos, y no obstante su renuencia, cubrió su cara y su garganta de besos apasionados y prohibidos. Ambrosio, hacia el cual se había vuelto la muchacha ante esta exigencia, no le proporcionó alivio; antes al contrario, con una torva sonrisa provocada por la emoción ajena, alentaba a aquél con secretas miradas a seguir adelante con la satisfacción de su placer y su lujuria. En tales circunstancias adversas toda resistencia se hacía difícil. Bella era joven e infinitamente impotente, por comparación. bajo el firme abrazo de su pariente. Llevado al frenesí por el contacto y las obscenas caricias que se permitía, Verbouc se dispuso con redoblado afán a posesionarse de la persona de su sobrina. Sus nerviosos dedos apresaban va el hermoso satín de sus muslos. Otro empujón firme, y no obstante que Bella sequía cerrándolos firmemente en defensa de su sexo, la lasciva mano alcanzó los rosados labios del mismo, y los dedos temblorosos separaron la cerrada y húmeda hendidura, fortificación que defendía su recato.

Hasta ese momento Ambrosio no había sido más que un callado observador del excitante conflicto. Pero no llegar a este punto se adelantó también, y pasando su poderoso brazo izquierdo en torno a la esbelta cintura de la muchacha, encerró en su derecha las dos pequeñas manos de ella, las que, así sujetas, la dejaban fácilmente a merced de las lascivas caricias de su pariente. —Por caridad —suplico ella, jadeante por sus esfuerzos—. ¡Soltadme! ¡Es demasiado horrible! ¡Es monstruoso! ¿Cómo podéis ser tan crueles? ¡Estoy perdida! —En modo alguno estás perdida linda sobrina —replicó el tío—. Sólo despierta a los placeres que Venus reserva para sus devotos, y cuyo amor guarda para aquellos que tienen la valentía de disfrutadlos mientras les es posible hacerlo. —He sido espantosamente engañada —gritó Bella, poco convencida por esta ingeniosa explicación—. Lo veo todo claramente. ¡Qué vergüenza! No puedo permitíroslo. no puedo! ¡Oh, no de ninguna manera! ¡Madre santa! ¡Soltadme, tío! ¡Oh! ¡Oh! —Estate tranquila, Bella, Tienes que someterte. Sí no me lo permites de otra manera, lo tomaré por la fuerza. Así que abre estas lindas piernas; déjame sentir el exquisito calorcito de estos suaves y lascivos muslos; permíteme que ponga mí mano sobre este divino vientre... ¡Estate quieta, loquita! Al fin eres mía. ¡Oh, cuánto he esperado esto, Bella! Sin embargo, Bella ofrecía todavía cierta resistencia, que sólo servía para excitar todavía más el anormal apetito de su asaltante, mientras Ambrosio la seguía sujetando firmemente. —¡Oh, qué hermosas nalgas! —exclamó Verbouc, mientras deslizaba sus intrusas manos por los aterciopelados muslos de la pobre Bella, y acariciaba los redondos mofletes de sus posaderas—. ¡Ah, qué glorioso coño! Ahora es todo para mí, y será debidamente festejado en el momento oportuno. —¡Soltadme! —gritaba Bella—. ;Oh. oh! Estas últimas exclamaciones surgieron de la garganta de la atormentada muchacha mientras entre los dos hombres se la forzaba a ponerla de espaldas sobre un sofá próximo. Cuando cayó sobre él se vio obligada a recostarse, por obra del forzudo Ambrosio, mientras el señor Verbouc, que había levantado los vestidos de ella para poner al descubierto sus piernas enfundadas en medias de seda, y las formas exquisitas de su sobrina, se hacía para atrás por un momento para disfrutar la indecente exhibición que Bella se veía forzada a hacer. —Tío ¿estáis loco? -gritó Bella una vez más, mientras que con sus temblorosas extremidades luchaba en vano por esconder las lujuriosas desnudeces exhibidas en toda su crudeza—. ¡Por favor, soltadme! —Sí, Bella, estoy loco, loco de pasión por ti, loco de lujuria por poseerte, por disfrutarte, por saciarme con tu cuerpo. La resistencia es inútil. Se hará mi voluntad, y disfrutaré de estos lindos encantos; en el interior de esta estrecha y pequeña funda. Al tiempo que decía esto, el señor Verbouc se aprestaba al acto final del incestuoso drama. Desabrochó sus prendas inferiores, y sin consideración alguna de recato exhibió licenciosamente ante los ojos de su sobrina las voluminosas y rubicundas proporciones de su excitado miembro que, erecto y radiante, veía hacia ella con aire amenazador. Un instante después se arrojó sobre su presa, firmemente sostenida sobre sus espaldas por el sacerdote, y aplicando su arma rampante contra el tierno orificio, trató de realizar la conjunción insertando aquel miembro de largas y anchas proporciones en el cuerpo de su sobrina. Pero las continuas contorsiones del lindo cuerpo de Bella, el disgusto y horror que se habían apoderado de la misma, y las inadecuadas dimensiones de sus no maduras partes, constituían efectivos impedimentos para que el tío alcanzara la victoria que esperó conseguir fácilmente, Nunca deseé más ardientemente que en aquellos momentos contribuir a desarmar a un campeón, y enternecida por los lamentos de la gentil Bella, con el cuerpo de una pulga, pero con el alma de una avispa, me lancé de un brinco al rescate. Hundir mi lanceta en la sensible cubierta del escroto del señor Verbouc fue cuestión de un segundo, y surtió el efecto deseado. Una aguda sensación de dolor y comezón le hicieron detenerse. El intervalo fue fatal, ya que unos momentos después los muslos y el vientre de la joven Bella se vieron cubiertos por el líquido que atestiguaba el vigor de su incestuoso pariente. Las maldiciones, dichas no en voz alta, pero sí desde lo más hondo, siguieron a este inesperado contratiempo. El aspirante a violador tuvo que retirarse de su ventajosa posición e, incapaz de proseguir la batalla, retiró el arma inútil. No bien hubo librado el señor Verbouc a su sobrina de la molesta situación en que se encontraba, cuando el padre Ambrosio comenzó a manifestar la violencia de su propia excitación, provocada por la pasiva contemplación de la erótica escena. Mientras daba satisfacción al sentido del acto, manteniendo firmemente asida con su poderoso abrazo a Bella, su hábito no pedía disimular por la parte delantera del estado de rigidez que su miembro había adquirido. Su temible arma, desdeñando al parecer las limitaciones impuestas por la ropa, se abrió paso entre ellas para aparecer protuberante, con su redonda cabeza desnuda y palpitante por el ansia de disfrute. —¡Ah! exclamó el otro, lanzando una lasciva mirada al distendido miembro de su confesor—. He aquí un campeón que no conocerá la derrota, lo garantizo —y tomándolo deliberadamente en sus manos, dióse a manipularlo con evidente deleite. — ;Qué monstruo! ¡Cuán fuerte es y cuán tieso se mantiene! El padre Ambrosio se levantó, denunciando la intensidad de su deseo por lo encendido cíe1 rostro, y colocando a la asustada Bella en posición más propicia, llevó su roja protuberancia a la húmeda abertura, y procedió a introducirla dentro con desesperado esfuerzo. Dolor, excitación y anhelo vehemente recorrían todo el sistema nervioso de la víctima de su lujuria a cada nuevo empujón. Aunque no era esta la primera vez que el padre Ambrosio haba tocado entradas como aquélla, cubierta de musgo, el hecho de que estuviera presente su tío, lo indecoroso de toda la escena, el profundo convencimiento —que por vez primera se le hacía presente— del engaño de que habla sido víctima por parte del padre y de su egoísmo, fueron elementos que se combinaron para sofocar en su interior aquellas extremas sensaciones de placer que tan poderosamente se habían manifestado otrora. Pero la actuación de Ambrosio no le dio tiempo a Bella para reflexionar, ya que al sentir la suave presión, como la de un guante, de su delicada vaina, se apresuró a completar la conjunción lanzándose con unas pocas vigorosas y diestras embestidas a hundir su miembro en el cuerpo de ella hasta los testículos. Siguió un intervalo de refocilamiento bárbaro, de rápidas acometidas y presiones, firmes y continuas, hasta que un murmullo sordo en la garganta de Bella anunció que la naturaleza reclamaba en ella sus derechos, y que el combate amoroso había llegado a la crisis exquisita, en la que espasmos de indescriptible placer recorren rápida y voluptuosamente el sistema nervioso; con la cabeza echada hacia atrás, los labios partidos y los dedos crispados, su cuerpo adquirió la rigidez inherente a estos absorbentes efectos, en el curso de los cuales la ninfa derrama su juvenil esencia para mezclarla con los chorros evacuados por su amante. El contorsionado cuerpo de Bella, sus ojos vidriosos y sus manos temblorosas, revelaban a las claras su estado, sin necesidad de que lo delatara también el susurro de éxtasis que se escapaba trabajosamente de sus labios temblorosos. La masa entera de aquella potente arma, ahora bien lubricada, trabajaba deliciosamente en sus juveniles partes. La excitación de Ambrosio iba en aumento por momentos, y su miembro, rígido como el hierro, amenazaba a cada empujón con descargar su viscosa esencia. —¡Oh, no puedo aguantar más! ¡Siento que me viene la leche, Verbouc! Tiene usted que joderla. Es deliciosa. Su vaina me ajusta como un guante. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Más vigorosas y más frecuentes embestidas —un brinco poderoso— una verdadera sumersión del robusto hombre dentro de la débil figurita de ella, un abrazo apretado, y Bella, con inefable placer, sintió la cálida inyección que su violador derramaba en chorros espesos y viscosos muy adentro de sus tiernas entrañas. Ambrosio retiro su vaporizante pene con evidente desgano, dejando expuestas las relucientes partes de la jovencita, de las cuales manaba una espesa masa de secreciones. —Bien —exclamó Verbouc, sobre quien la escena había producido efectos sumamente excitantes—. Ahora me llegó el turno, buen padre Ambrosio. Ha gozado usted a mi sobrina bajo mis ojos conforme lo deseaba, y a fe mía que ha sido bien violada. Ella ha compartido los placeres con usted; mis previsiones se han visto confirmadas; puede recibir y puede disfrutar, y uno puede saciarse en su cuerpo. Bien. Voy a empezar. Al fin llegó mi oportunidad; ahora no puede escapárseme. Daré satisfacción a un deseo largamente acariciado. Apaciguaré esa insaciable sed de lujuria que despierta en mí la hija de mí hermano. Observad este miembro; ahora levanta su roja cabeza. Expresa mi deseo por ti, Bella. Siente, mi querida sobrina, cuánto se han endurecido los testículos de tu tío. Se han llenado para ti. Eres tú quien ha logrado que esta cosa se haya agrandado y enderezado tanto: eres tú la destinada a proporcionarle alivio. ¡Descubre su cabeza, Bella! Tranquila, mi chiquilla; permitidme llevar tu mano. ¡Oh, déjate de tonterías! Sin rubores ni recato. Sin resistencia. ¿Puedes advertir su longitud? Tienes que recibirlo todo en esa caliente rendija que el padre Ambrosio acaba de rellenar tan bien. ¿Puedes ver los grandes globos que penden por debajo, Bella? Están llenos del semen que voy a descargar para goce tuyo y mío. Sí, Bella, en el vientre de la hija de mi hermano. La idea del terrible incesto que se proponía consumar ana-día combustible al fuego de su excitación, y le provocaba una superabundante sensación de lasciva impaciencia, revelada tanto por su enrojecida apariencia, como por la erección del dardo con el que amenazaba las húmedas partes de Bella. El señor Verbouc tomó medidas de seguridad. No había, en realidad, y tal como lo había dicho, escapatoria para Bella. Se subió sobre su cuerpo y le abrió las piernas, mientras Ambrosio la mantenía firmemente sujeta. El violador vio llegada la oportunidad. El camino estaba abierto, los blancos muslos bien separados, los rojos y húmedos labios del coño de la linda jovencita frente a él. No podía esperar más. Abriendo los labios del sexo de su sobrina, y apuntando la roja cabeza de su arma hacia la prominente vulva, se movió hacia adelante, y de un empujón y con un alarido de placer sensual la hundió en toda su longitud en el vientre de Bella. —¡Oh, Dios! ¡Por fin estoy dentro de ella! —chillaba Verbouc—. ¡Oh! ¡Ah! ¡Qué placer! ¡Cuán hermosa es! ¡Cuán estrecho! ¡Oh! El buen padre Ambrosio sujetó a Bella más firmemente. Esta hizo un esfuerzo violento, y dejó escapar un grito de dolor y de espanto cuando sintió entrar el turgente miembro de su tío que, firmemente encajado en la cálida persona de su víctima, comenzó una rápida y briosa carrera hacia un placer egoísta. Era el cordero en las fauces del lobo, la paloma en las garras del águila. Sin piedad ni atención siquiera por los sentimientos de ella, atacó por encima de todo hasta que, demasiado pronto para su propio afán lascivo, dando un grito de placentero arrobo, descargó en el interior de su sobrina un abundante torrente de su incestuoso fluido. Una y otra vez los dos infelices disfrutaron de su víctima. Su fogosa lujuria, estimulada por la contemplación del placer experimentado por el otro, los arrastró a la insania. Bien pronto trató Ambrosio de atacar a Bella por las nalgas, pero Verbouc, que sin duda tenía sus motivos para prohibírselos, se opuso a ello. El sacerdote, empero. sin cohibirse, bajó la cabeza de su enorme instrumento para introducirlo por detrás en el sexo de ella. Verbouc se arrodilló por delante para contemplar el acto, al concluir el cual —con verdadero deleite— dióse a succionar los labios del bien relleno coño de su sobrina. Aquella noche acompañé a Bella a la cama, pues a pesar de que mis nervios habían sufrido el impacto de un espantoso choque, no por ello había disminuido mi apetito, y fue una fortuna que mi joven protegida no poseyera una piel tan irritable como para escocerse demasiado por mis afanes para satisfacer mi natural apetito. El descanso siguió a la cena con que repuse mis energías, y hubiera encontrado un retiro seguro y deliciosamente cálido en el tierno musgo que cubría el túmulo de la linda Bella, de no haber sido porque, a medianoche, un violento alboroto vino a trastornar mi digno reposo. La jovencita había sido sujetada por un abrazo rudo y poderoso, y una pesada humanidad apisonaba fuertemente su delicado cuerpo. Un grito ahogado acudió a los atemorizados labios de ella, y en medio de sus vanos esfuerzos por escapar, y de sus no más afortunadas medidas para impedir la consumación de los propósitos de su asaltante, reconocí la voz y la persona del señor Verbouc. La sorpresa había sido completa, y al cabo tenía que resultar inútil la débil resistencia que ella podía ofrecer. Su tío, con prisa febril y terrible excitación provocada por el contacto con sus aterciopeladas extremidades, tomó posesión de sus más secretos encantos y presa de su odiosa lujuria adentró su pene rampante en su joven sobrina. Siguió a continuación una furiosa lucha, en la que cada uno desempeñaba un papel distinto. El violador, igualmente enardecido por las dificultades de su conquista, y por las exquisitas sensaciones que estaba experimentando, enterró su tieso miembro en la lasciva funda, y trató por medio de ansiosas acometidas de facilitar una copiosa descarga, mientras que Bella, cuyo temperamento no era lo suficientemente prudente como para resistir la prueba de aquel violento y lascivo ataque, se esforzaba en vano por contener los violentos imperativos de la naturaleza despertados por la excitante fricción, que amenazaban con traicionaría, hasta que al cabo, con grandes estremecimientos en sus miembros y la respiración entrecortada, se rindió y descargó su derrame sobre el henchido dardo que tan deliciosamente palpitaba en su interior.

El señor Verbouc tenía plena conciencia de lo ventajoso de su situación, y cambiando de táctica como general prudente, tuvo buen cuidado de no expeler todas sus reservas, y provoco un nuevo avance de parte de su gentil adversaria. Verbouc no tuvo gran dificultad en lograr su propósito, si bien la pugna pareció excitarlo hasta el frenesí. La cama se mecía y se cimbraba: la habitación entera vibraba con la trémula energía de su lascivo ataque; ambos cuerpos se encabritaban y rodaban, convirtiéndose en una sola masa. La injuria, fogosa e impaciente, los llevaba hasta el paroxismo en ambos lados. El daba estocadas, empujaba, embestía, se retiraba hasta dejar ver la ancha cabeza enrojecida de su hinchado pene junto a los rojos labios de las cálidas partes de Bella, para hundirlo luego hasta los negros pelos que le nacían en el vientre, y se enredaban con el suave y húmedo musgo que cubría el monte de Venus de su sobrina, hasta que un suspiro entrecortado delató el dolor y el placer de ella. De nuevo el triunfo le había correspondido a él, y mientras su vigoroso miembro se envainaba hasta las raíces en el suave cuerpo de ella, un tierno, apagado y doloroso grito habló de su éxtasis cuando, una vez más, el espasmo de placer recorrió todo su sistema nervioso. Finalmente, con un brutal gruñido de triunfo, descargó una tórrida corriente de líquido viscoso en lo más recóndito de la matriz de ella. Poseído por el frenesí de un deseo recién renacido y todavía no satisfecho con la posesión de tan linda flor, el brutal Verbouc dio vuelta al cuerpo de su semidesmayada sobrina, para dejar a la vista sus atractivas nalgas. Su objeto era evidente, y lo fue más cuando, untando el ano de ella con la leche que inundaba su sexo, empujó su índice lo más adentro que pudo. Su pasión había llegado de nuevo a un punto febril. Encaminó su pene hacia las rotundas nalgas, y encimándose sobre su cuerpo recostado, situó su reluciente cabeza sobre el pequeño orificio, esforzándose luego por adentrarse en él. Al cabo consiguió su propósito, y Bella recibió en su recto, en toda su extensión, la vara de su tío. La estrechez de su ano proporcionó al mismo el mayor de los placeres, y siguió trabajando lentamente de atrás hacía adelante durante un cuarto de hora por lo menos, al cabo de cuyo lapso su aparato habla adquirido la rigidez del hierro, y descargó en las entrañas de su sobrina torrentes de leche. Ya había amanecido cuando el señor Verbouc soltó a su sobrina del abrazo lujurioso en que había saciado su pasión, logrado lo cual se deslizó exhausto para buscar abrigo en su trío lecho. Bella, por su parte, ahíta y rendida, se sumió en un pesado sueño, del que no despertó hasta bien avanzado el día. Cuando salió de nuevo de su alcoba. Bella había experimentado un cambio que no le importaba ni se esforzaba en lo más mínimo por analizar. La pasión se había posesionado de ella para formar parte de su carácter; se habían despertado en su interior fuertes emociones sexuales, y les había dado satisfacción. El refinamiento en la entrega a las mismas había generado la lujuria, y la lascivia había facilitado el camino hacia la satisfacción de los sentidos sin comedimiento, e incluso por vías no naturales. —Bella —casi una chiquilla inocente hasta bacía bien poco— se había convertido de repente en una mujer de pasiones vio-. lentas y de lujuria incontenible.


Capítulo VI

No he de incomodar al lector con el relato de cómo sucedió que un día me encontré cómodamente oculto en la persona del buen padre Clemente; ni me detendré a explicar cómo fue que estuve presente cuando el mismo eclesiástico recibió en confesión a una elegante damita de unos veinte años de edad. Pronto descubrí, por la marcha de su conversación, que aunque relacionada de cerca con personas de rango, la dama no poseía títulos, si bien estaba casada con uno de los más ricos terratenientes de la población. Los nombres no interesan aquí. Por lo tanto suprimo el de esta linda penitente. Después que el confesor hubo impartido su bendición tras de poner fin a la ceremonia por medio de la cual había entrado en posesión de lo más selecto de los secretos de la joven se-flora, nada renuente, la condujo de la nave de la iglesia a la misma pequeña sacristía donde Bella recibió su primera lección de copulación santificada. Pasó el cerrojo a la puerta y no se perdió tiempo. La dama se despojó de sus ropas, y el fornido confesor abrió su sotana para dejar al descubierto su enorme arma, cuya enrojecida cabeza se alzaba con aire amenazador. No bien se dio cuenta de esta aparición, la dama se apoderó del miembro, como quien se posesiona a como dé lugar de un objeto de deleite que no le es de ninguna manera desconocido. Su delicada mano estrujó gentilmente el enhiesto pilar que constituía aquel tieso músculo, mientras con los ojos lo devoraba en toda su extensión y sus henchidas proporciones. —Tienes que metérmelo por detrás —comentó la dama—. En leorette. Pero debes tener mucho cuidado, ¡es tan terriblemente grande! Los ojos del padre Clemente centelleaban en su pelirroja cabezota, y en su enorme arma se produjo un latido espasmódico que hubiera podido alzar una silla. Un segundo después la damita se había arrodillado sobre la silla, y el padre Clemente, aproximándose a ella, levantó sus finas y blancas ropas interiores para dejar expuesto un rechoncho y redondeado trasero, bajo el cual, medio escondido entre unos turgentes muslos, se veían los rojos labios de una deliciosa vulva, profusamente sombreada por matas de pelos castaños que se rizaban en torno a ella. Clemente no esperó mayores incentivos. Escupiendo en la punta de su miembro, colocó su cálida cabeza entre los húmedos labios y después, tras muchas embestidas y esfuerzos, consiguió hacerlo entrar hasta los testículos. Se adentró más... y más.., y más, hasta que dio la impresión de que el hermoso recipiente no podría admitir más sin peligro de sufrir daño en sus órganos vitales, Entre tanto el rostro de ella reflejaba el extraordinario placer que le provocaba el gigantesco miembro. De pronto el padre Clemente se detuvo. Estaba dentro hasta los testículos. Sus pelos rojos y crispados acosaban los orondos cachetes de las nalgas de la dama. Esta había recibido en el interior de su cuerpo, en toda su longitud, la vaina del cura. Entonces comenzó un encuentro que sacudía la banca y todos los muebles de la habitación. Asiéndose con ambos brazos en torno al frágil cuerpo de ella, el sensual sacerdote se tiraba a fondo en cada embestida, sin retirar más que la mitad de la longitud de su miembro, para poder adentrarse mejor en cada ataque, hasta que la dama comenzó a estremecerse por efecto de las exquisitas sensaciones que le proporcionaba un asalto de tal naturaleza. A poco, con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia adelante, derramé sobre el invasor la cálida esencia de su naturaleza, El padre Clemente, entretanto, seguía accionando en el interior de la caliente vaina, y a cada momento su arma se endurecía más, hasta llegar a asemejarse a una barra de acero sólido. Pero todo tiene su fin, y también lo tuvo el placer del buen sacerdote, ya que después de haber empujado, luchado, apretado y batido con furia, su vara no pudo resistir más, y sintió alcanzar el punto de la descarga de su savia, llegando de esta suerte al éxtasis. Llego por fin. Dejando escapar un grito hundió hasta la raíz su miembro en el interior de la dama, y derramé en su matriz un abundante chorro de leche. Todo había terminado, había pasado el último espasmo. había sido derramada la última gota, y Clemente yacía como muerto. El lector no imaginará que el buen padre Clemente iba a quedar satisfecho con sólo este único coup que acababa de asestar con tan excelentes efectos, ni tampoco que la dama, cuyos licenciosos apetitos habían sido tan poderosamente apaciguados, no deseaba ya nuevos escarceos. Por el contrarío, esta cópula no había hecho más que despertar las adormecidas facultades sensuales de ambos, y de nuevo sintieron despertar la llama del deseo. La dama yacía sobre su espalda; su fornido violador se lanzó sobre ella, y hundiendo su ariete hasta que se juntaron los pelos de ambos, se vino de nuevo, llenando su matriz de un viscoso torrente. Todavía insatisfecha, la lasciva pareja continué en su excitante pasatiempo. Esta vez Clemente se recosté sobre su espalda, y la damita, tras de juguetear lascivamente con sus enormes órganos genitales, tomó la roja cabeza de su pene entre sus rosados labios, al tiempo que lo estimulaba con toquecitos enloquecedores hasta conseguir el máximo de tensión, todo ello con una avidez que acabé por provocar una abundante descarga de fluido espeso y caliente, que esta vez inundé su linda boca y corrió garganta abajo. Luego la dama, cuya lascivia era por lo menos igual a la de su confesor, se colocó sobre la corpulenta figura de éste, y tras de haber asegurado otra gran erección, se empalé en el palpitante dardo hasta no dejar a la vista nada más que las grandes bolas que colgaban debajo de la endurecida arma. De esta manera succionó hasta conseguir una cuarta descarga de Clemente. Exhalando un fuerte olor a semen, en virtud de las abundantes eyaculaciones del sacerdote, y fatigada por la excepcional duración del entretenimiento, dióse luego a contemplar cómodamente las monstruosas proporciones y la capacidad fuera de lo común de su gigantesco confesor.



Capítulo VII


Bella tenía una amiga, una damita sólo unos pocos meses mayor que ella, hija de un adinerado caballero, que vivía cerca del señor Verbouc. Julia, sin embargo. era de temperamento menos ardiente y voluptuoso. y Bella comprendió pronto que no habla madurado lo bastante para entender los sentimientos pasionales, ni comprender los fuertes instintos que despierta el placer.
Julia era ligeramente más alta que su joven amiga, algo menos rolliza, pero con formas capaces de deleitar los ojos y cautivar el corazón de un artista por lo perfecto de su corte y lo exquisito de sus detalles. Se supone que una pulga no puede describir la belleza de las personas. ni siquiera la de aquellas que la alimentan. Todo lo que puedo decir, por lo tanto, es que Julia Delmont constituía a mi modo de ver un estupendo regalo, y algún día lo sería para alguien del sexo opuesto. ya que estaba hecha para despertar el deseo del más insensible de los hombres, y para encantar con sus graciosos modales y su siempre placentera figura al más exigente adorador de Venus. El padre de Julia poseía, como hemos dicho, amplios recursos; su madre era una bobalicona que se ocupaba bien poco de su hija, o de otra cosa que no fueran sus deberes religiosos, en el ejercicio de los cuales empleaba la mayor parte de su tiempo, así como en visitar a las viejas devotas de la vecindad que estimulaban sus predilecciones. El señor Delmont era relativamente joven. De constitución robusta, estaba lleno de vida, y como quiera que su piadosa cónyuge estaba demasiado ocupada para permitirle los goces matrimoniales a los que el pobre hombre tenía derecho, éste los buscaba por Otros lados. El señor Delmont tenía una amiga, una muchacha joven y linda que, según deduje, no estaba satisfecha con limitarse a su adinerado protector. El señor Delmont en modo alguno limitaba sus atenciones a su amiga; sus costumbres eran erráticas, y sus inclinaciones francamente eróticas. En tales circunstancias, nada tiene de extraño que sus ojos se fijaran en el hermoso cuerpo de aquel capullo en flor que era la sobrina de su amigo, Bella. Ya había tenido oportunidad de oprimir su enguantada mano, de besar —desde luego con aire paternal— su blanca mejilla, e incluso de colocar su mano temblorosa —claro que por accidente— sobre sus rollizos muslos. En realidad, Bella, mucho más experimentada que la mayoría de las muchachas de su tierna edad, se había dado cuenta de que el señor Delmont sólo esperaba una oportunidad para llevar las cosas a sus últimos extremos. Y esto era precisamente lo que hubiera complacido a Bella, pero era vigilada demasiado de cerca, y la nueva y desdichada situación en que acababa de entrar acaparaba todos sus pensamientos . El padre Ambrosio, empero, se percataba bien de la necesidad de permanecer sobre aviso, y no dejaba pasar oportunidad alguna, cuando la joven acudía a su confesionario, para hacer preguntas directas y pertinentes acerca de su comportamiento para con los demás, y de la conducta que los otros observaban con su penitente. Así fue como Bella llegó a confesarle a su guía espiritual los sentimientos engendrados en ella por el lúbrico proceder del señor Delmont. El padre Ambrosio le dio buenos consejos, y puso inmediatamente a Bella a la tarea de succionarle el pene. Una vez pasado este delicioso episodio, y borradas que fueron las huellas del placer, el digno sacerdote se dispuso con su habitual astucia, a sacar provecho de los hechos de que acababa de tener conocimiento. Su sensual y vicioso cerebro no tardó en concebir un plan cuya audacia e inquietud yo, un humilde insecto, no sé que haya sido nunca igualada. Desde luego, en el acto decidió que la joven Julia tenía algún día que ser suya. Esto era del todo natural. Pero para lograr este objetivo, y divertirse al mismo tiempo con la pasión que indiscutiblemente Bella había despertado en el señor Delmont, concibió una doble consumación, que debía llevarse a cabo por medio del más indecoroso y repulsivo plan que jamás haya oído el lector. Lo primero que había que hacer era despertar la imaginación de Julia, y avivar en ella los latentes fuegos de la lujuria. Esta noble tarea la confiaría el buen sacerdote a Bella, la que, debidamente instruida, se comprometió fácilmente a realizarla. Puesto que ya se había roto el hielo en su propio caso, Bella, a decir verdad, no deseaba otra cosa sino conseguir que Julia fuera tan culpable como ella. Así que se dio a la tarea de corromper a su joven amiga. Cómo lo logró, vamos a verlo a su debido tiempo.

Fue sólo unos días después de la iniciación de la joven Bella en los deleites del delito en su forma incestuosa que hemos ya relatado, y en los que no había tenido mayor experiencia porque el señor Verbouc tuvo que ausentarse del bogar. A la larga, sin embargo, tenía que presentarse la nueva oportunidad, y Bella se encontró por segunda vez, sola y serena, en compañía de su tío y del padre Ambrosio. La tarde era fría, pero en la estancia reinaba un calor-cito placentero por efecto de una estufa instalada en el lujoso departamento. Los suaves y mullidos sofás y otomanas que amueblaban la habitación proporcionaban a la misma un aire de indolencia y abandono. A la brillante luz de una lámpara exquisitamente perfumada los dos hombres parecían elegantes devotos de Baco y de Venus cuando se sentaron, ligeros de ropa, después de una suntuosa colación. En cuanto a Bella, estaba por así decirlo excedida en belleza. Vistiendo un encantador ‘negligie’, medio descubría y medio ocultaba aquellos encantos en flor de que tan orgullosa podía mostrarse. Sus brazos, admirablemente bien torneados, sus suaves piernas revestidas de seda, el seno palpitante, por el que asomaban dos manzanitas blancas, exquisitamente redondeadas y rematadas en otras tantas fresas, las bien formadas caderas, y unos diminutos pies aprisionados en ajustados zapatitos, eran encantos que, sumados a otros muchos, formaban un delicado y delicioso conjunto con el que se hubieran intoxicado las deidades mismas, y en las que iban a complacerse los dos lascivos mortales. Se necesitaba, empero, un pequeño incentivo más para aumentar la excitación de los infames y anormales deseos de aquellos dos hombres que en dicho momento, con ojos inyectados por la lujuria, contemplaban a su antojo el despliegue los tesoros que estaba a su alcance. Seguros de que no habían de ser interrumpidos, se disponían ambos a hacer los lascivos attouchements que darían satisfacción al deseo de solazarse con lo que tenían a la vista. Incapaz de contener su ansiedad, el sensual tío extendió su mano, y atrayendo hacia sí a su sobrina, deslizó sus dedos entre sus piernas a modo de sondeo. Por su parte el sacerdote se posesionó de sus dulces senos, para sumir su cara en ellos. Ninguno de los dos se detuvo en consideraciones de pudor que interfirieran con su placer, así que los miembros de los dos robustos hombres fueron exhibidos luego en toda su extensión, y permanecieron excitados y erectos, con las cabezas ardientes por efecto de la presión sanguínea y la tensión muscular. —¡Oh, qué forma de tocarme! —murmuró Bella, abriendo voluntariamente sus muslos a las temblorosas manos de su tío, mientras Ambrosio casi la ahogaba al prodigarle deliciosos besos con sus gruesos labios, En un momento determinado la complaciente mano de Bella apresó en el interior de su cálida palma el rígido miembro del vigoroso sacerdote. —¿Qué, amorcito, no es grande? ¿Y no arde en deseos de expeler su jugo dentro de ti? ¡Oh, cómo me excitas, hija mía! Tu mano. .. tu dulce mano. .. ¡Ay! ¡Me muero por insertarlo en tu suave vientre! ¡Bésame, Bella! ¡Verbouc, vea en qué forma me excita su sobrina! —¡Madre santa, qué carajo! ¡Ve, Bella, qué cabeza la suya! ¡Cómo brilla! ¡Qué tronco tan largo y tan blanco! ¡Y observa cómo se encorva cual si fuera una serpiente en acecho de su víctima! ¡Ya asoma una gota en la punta! ¡Mira, Bella! —¡Oh, cuán dura es! ¡Cómo vibra! ¡Cómo acomete! ¡Apenas puedo abarcarla! ¡ Me matáis con estos besos, me sorbéis la vida! El señor Verbouc hizo un movimiento hacia adelante, y en el mismo momento puso al descubierto su propia arma, erecta y al rojo vivo, desnuda y húmeda la cabeza. Los ojos de Bella se iluminaron ante el prospecto. —Tenemos que establecer un orden para nuestros placeres, Bella —dijo su tío—. Debemos prolongar lo más que nos sea posible nuestros éxtasis. Ambrosio es desenfrenado. ¡Qué espléndido animal es! ¡Hay que ver qué miembro! ;Está dotado como un garañón! ¡Ah, sobrinita mía, mi criatura, con eso va a dilatar tu rendija. La hundirá hasta tus entrañas, y tras de una buena carrera descargará un torrente de leche para placer tuyo! —¡Qué gusto! —murmuró Bella—. Anhelo recibirlo hasta mi cintura. Sí, sí. No apresuremos el delicioso final; trabajemos todos para ello. Hubiera dicho algo más, pero en aquel momento la roja punta del rígido miembro del señor Verbouc entró en su boca. Con la mayor avidez Bella recibió el duro y palpitante objeto entre sus labios de coral, y admitió tanto como pudo de ella. Comenzó a lamer alrededor con su lengua, y hasta trató de introducirla en la roja abertura de la extremidad. Estaba excitada hasta el frenesí. Sus mejillas ardían, su respiración iba y venía con ansiedad espasmódica. Se aferró más aún al miembro del lúbrico sacerdote, y su juvenil estrecho coño palpitaba de placer anticipado. Hubiera querido continuar cosquilleando, frotando y excitando el henchido tronco del lascivo Ambrosio, pero el fornido sacerdote le hizo seña de que se detuviera. —Aguarda un momento, Bella —suspiró—, vas a hacer que me venga. Bella soltó el enorme dardo blanco y se echó hacia atrás, de manera que su tío pudo accionar despaciosamente hacia dentro y hacia fuera de su boca, sin que la mirada de ella dejara por un solo momento de prestar ansiosamente atención a las extraordinarias dimensiones del miembro de Ambrosio. Nunca había gustado Bella con tanto deleite de un pene, corno ahora estaba disfrutando el respetable miembro de su tío. Por tal razón aplicó sus labios al mismo con la mayor fruición, sorbiendo morbosamente la secreción que de vez en cuando exudaba la punta. El señor Verbouc estaba arrobado con sus atentos servicios. A continuación el cura se arrodilló, y pasando la rasurada cabeza por entre las piernas de Verbouc, que estaba de pie ante su sobrina, abrió los rollizos muslos de ésta para apartar después con sus dedos los rojos labios de su vulva, e introducir su lengua hacia dentro, al tiempo que con sus gruesos labios cubría sus juveniles y excitadas partes. Bella se estremecía de placer. Su tío se puso aún más rígido, y empujó fuertemente dentro de la bella boca de la muchacha, la cual tomó sus testículos entre sus manos para estrujarlos con suavidad. Retiró hacía atrás la piel del ardiente tronco, y reanudó su succión con evidente deleite. — Vente ya! —dijo Bella, abandonando por un momento la viscosa cabeza con objeto de poder hablar y tomar aliento—. ¡Vente, tío! ¡Me agrada tanto saborearlo! —Podrás hacerlo, queridita, pero todavía no. No debemos ir tan aprisa. —¡Oh, cómo me mama! ¡Cómo me lame su lengua! ¡Estoy ardiendo! ¡Me mata! —¡Ah, Bella! Ahora no sientes más que placer: te has reconciliado con los goces de nuestros contactos incestuosos. —De veras que sí, querido tío. Ponme tu carajo de nuevo en la boca. —Todavía no, Bella, amor mío.

—No me hagas aguardar demasiado. Me estáis enloqueciendo. ¡Padre! ¡Padre! ¡Oh, ya viene hacia mí, se prepara para joderme! ¡Dios santo, qué carajo! ¡Piedad! ¡Me partirá en dos! Entretanto Ambrosio, enardecido por el delicioso jugueteo con el que estuvo entretenido, devino demasiado excitado para permanecer como estaba, y aprovechando la oportunidad de una momentánea retirada de Verbouc, se puso de píe y tumbó sobre sus espaldas, en el blando sofá, a la hermosa muchacha. Verbouc tomó en su mano el formidable pene del santo padre, le dio un par de sacudidas preliminares, retiro la piel que rodeaba su cabeza en forma de huevo, y encaminando la punta anchurosa y ardiente hacia la rosada hendidura, la empujó vigorosamente dentro del vientre de ella. La humedad que lubricaba las partes nobles de la criatura facilitó la entrada de la cabeza y la parte delantera, y el arma del sacerdote pronto quedó sumida. Siguieron fuertes embestidas, y con brutal lujuria reflejada en el rostro, y escasa piedad por la juventud de su víctima, Ambrosio la ensartó. La excitación de Bella superaba el dolor, por lo que se abrió de piernas hasta donde le fue posible para permitirle regodearse según su deseo en la posesión de su belleza. Un ahogado lamento escapó de los entreabiertos labios de Bella cuando sintió aquella gran arma, dura como el hierro, presionando su matriz, y dilatándola con su gran tamaño. El señor Verbouc no perdía detalle del lujurioso espectáculo que se ofrecía a su vista, y se mantuvo al efecto cerca de la excitada pareja. En un momento dado depositó su poco menos vigoroso miembro en la mano convulsa de su sobrina. Ambrosio, tan pronto como se sintió firmemente alojado en el lindo cuerpo que estaba debajo de él, refrenó su ansiedad. Llamando en auxilio suyo el extraordinario poder de autocontrol con el que estaba dotado, pasó sus manos temblorosas sobre las caderas de la muchacha, y apartando sus ropas descubrió su velludo vientre, con el que a cada sacudida frotaba el mullido monte de ella. De pronto el sacerdote aceleró su trabajo. Con poderosas y rítmicas embestidas se enterraba en el tierno cuerpo que yacía debajo de él. Apretó fuertemente hacia adelante, y Bella enlazó sus blancos brazos en torno a su musculoso cuello. Sus testículos golpeaban las rechonchas posaderas de ella, su instrumento había penetrado hasta los pelos que, negros y rizados, cubrían por completo el sexo de ella. —Ahora lo tiene. Observa, Verbouc, a tu sobrina. Ve cómo disfruta los ritos eclesiásticos. ¡Ah, qué placer! ¡Cómo me mordisquen con su estrecho coñito! —¡Oh, querido, querido...! ¡Oh, buen padre, jodedme! Me estoy viniendo. ¡Empujad! ¡Empujad! Matadme con él, si gustáis, pero no dejéis de moveros! ¡Así! ¡Oh! ¡Cielos! ¡Ah! ¡Ah! ¡Cuán grande es! ¡Cómo se adentra en mí! El canapé crujía a causa de sus rápidas sacudidas. —¡Oh. Dios! —gritó Bella—. ¡Me está matando.., realmente es demasiado... Me muero... Me estoy viniendo! Y dejando escapar un grito abogado, la muchacha se vino, inundando el grueso miembro que tan deliciosamente la estaba jodiendo. El largo pene engruesó y se enardeció todavía más. También la bola que lo remataba se hinchó, y todo el tremendo aparato parecía que iba a estallar de lujuria. La joven Bella susurraba frases incoherentes, de las que sólo se entendía la palabra joder. Ambrosio, también completamente enardecido, y sintiendo su enorme yerga atrapada en las juveniles carnes de la muchacha, no pudo aguantar más, y agarrando las nalgas de Bella con ambas manos, empujó hacia el interior toda la tremenda longitud de su miembro y descargó, arrojando los espesos chorros de su fluido, uno tras otro, muy adentro de su compañera de juego. Un bramido como de bestia salvaje escapó de su pecho a medida que arrojaba su cálida leche. —¡Oh, ya viene! ¡Me está inundando! ¡La siento! ¡Ah, qué delicia! Mientras tanto el carajo del sacerdote, bien hundido en el cuerpo de Bella, seguía emitiendo por su henchida cabeza el semen perlino que inundaba la juvenil matriz de ella. —¡Ah, qué cantidad me estáis dando! —comentó Bella, mientras se bamboleaba sobre sus pies, y sentía correr en todas direcciones, piernas abajo, el cálido fluido—. ¡Cuán blanco y viscoso es! Esta era exactamente la situación que más ansiosamente esperaba el tío, y por lo tanto procedió sosegadamente a aprovecharla. Miró sus lindas medias de seda empapadas, metió sus dedos entre los rojos labios de su coño, embarró el semen exudado sobre su lampiño sexo. Seguidamente, colocando a su sobrina adecuadamente frente a él, Verbouc exhibió una vez más su tieso y peludo campeón, y excitado por las excepcionales escenas que tanto le habían deleitado, contempló con ansioso celo las tiernas partes de la joven Bella, completamente cubiertas como estaban por las descargas del sacerdote, y exudando todavía espesas y copiosas gotas de su prolífico fluido. Bella, obedeciendo a sus deseos, abrió lo más posible sus piernas. Su tío colocó ansiosamente su desnuda persona entre los rollizos muslos de la joven. —Estate quieta, mi querida sobrina. Mí carajo no es tan gordo ni tan largo como el del padre Ambrosio, pero sé muy bien cómo joder, y podrás comprobar sí la leche de tu tío no es tan espesa y pungente como la de cualquier eclesiástico. Ve cómo estoy de envarado. ..—¡Y cómo me haces esperar! —dijo Bella—. Veo tu querida yerga aguardando turno. ¡Cuán roja se ve! ¡Empújame, querido tío! Ya estoy lista de nuevo, y el buen padre Ambrosio te ha aceitado bien el camino. El duro miembro tocó con su enrojecida cabeza los abiertos labios, todavía completamente resbalosos, y su punta se afianzó con firmeza. Luego comenzó a penetrar el miembro propiamente dicho, y tras unas cuantas embestidas firmes aquel ejemplar pariente se había adentrado hasta los testículos en el vientre de su sobrina, solazándose lujuriosamente entre el tufo que evidenciaba sus anteriores e impías venidas con el padre. —Querido tío —exclamó la muchacha—. Acuérdate de quién estás jodiendo. No se trata de una extraña, es la hija de tu hermano, tu propia sobrina. Jódeme bien, entonces, tío. Entrégame todo el poder de tu vigoroso carajo. ¡Jódeme! ¡Jódeme hasta que tu incestuosa leche se derrame en mi interior! ¡Ah! ¡Oh! ¡Oh! Y sin poderse contener ante el conjuro de sus propias ideas lujuriosas, Bella se entregó a la más desenfrenada sensualidad, con gran deleite de su tío. El vigoroso hombre, gozando la satisfacción de su lujuria preferida, se dedicó a efectuar una serie de rápidas y poderosas embestidas. No obstante lo anegada que se encontraba, la vulva de su linda oponente era de por sí pequeña, y lo bastante estrecha para pellizcarle deliciosamente en la abertura, y provocar así que su placer aumentara rápidamente. Verbouc se alzó para lanzarse con rabia dentro del cuerpo de ella, y la hermosa joven se asió con el apremio de una lujuria todavía no saciada. Su yerga engrosó y se endureció todavía más. El cosquilleo se hizo pronto casi insoportable. Bella se entregó por entero al placer del acto incestuoso, hasta que el señor Verbouc, dejando escapar un suspiro, se vino dentro de su sobrina, inundando de nuevo la matriz de ella con su cálido fluido. Bella llegó también al éxtasis, y al propio tiempo que recibía la poderosa inyección, placenteramente acogida, derramaba una no menos ardiente prueba de su goce. Habiéndose así completado el acto, se le dio tiempo a Bella para hacer sus abluciones, y después, tras de apurar un tonificante vaso lleno de vino hasta los bordes, se sentaron los tres para concertar un diabólico plan para la violación y el goce de la bella Julia Delmont. Bella confesó que el señor Delmont la deseaba, y que evidentemente estaba en espera de la oportunidad para encaminar las cosas hacia la satisfacción de su capricho. Por su parte, el padre Ambrosio confesó que su miembro se enderezaba a la sola mención del nombre de la muchacha. La había confesado, y admitió jocosamente que durante la ceremonia no había podido controlar sus manos, ya que su simple aliento despertaba en él ansías sensuales incontenibles. El señor Verbouc declaró que estaba igualmente ansioso de proporcionarse solaz en sus dulces encantos, cuya sola descripción lo enloquecía. Pero el problema estaba en cómo poner en marcha el plan. —Si la violara sin preparación, la destrozaría —exclamó el padre Ambrosio, exhibiendo una vez más su rubicunda máquina, todavía rezumando las pruebas de su último goce, que aún no había enjugado. —Yo no puedo gozarla primero. Necesito la excitación de una copulación previa —objetó Verbouc. —Me gustaría ver a la muchacha bien violada —dijo Bella—. Observaría la operación con deleite, y cuando el padre Ambrosio hubiese introducido su enorme cosa en el interior de ella, tú podrías hacer lo mismo conmigo para compensarme el obsequio que le haríamos a la linda Julia. —Sí, esa combinación podría resultar deliciosa. —¿Qué habrá que hacer? —inquirió Bella—. ¡Madre santa, cuán tiesa está de nuevo vuestra yerga, querido padre Ambrosio! —Se me ocurre una idea que sólo de pensar en ella me provoca una violenta erección. Puesta en práctica sería el colmo de la lujuria, y por lo tanto del placer. —Veamos de qué se trata —exclamaron los otros dos al Unísono. —Aguardad un poco —dijo el santo varón, mientras Bella desnudaba la roja cabeza de su instrumento para cosquillear en el húmedo orificio con la punta de su lengua. —Escuchadme bien —dijo Ambrosio—. El señor Delmont está enamorado de Bella. Nosotros lo estamos de su hija, y a esta criatura que ahora me está chupando la verga, le gustaría ver a la tierna Julia ensartada en él hasta lo más hondo de sus órganos vitales, con el único y lujurioso afán de proporcionarse una dosis extra de placer. Hasta aquí todos estamos de acuerdo. Ahora prestadme atención, y tú, Bella, deja en paz mí instrumento. He aquí mi plan: me consta que la pequeña Julia no es insensible a sus instintos animales. En efecto, ese diablito siente ya la comezón de la carne. Un poco de persuasión y Otro poco de astucia pueden hacer el resto. Julia accederá a que se le alivien esas angustias del apetito carnal. Bella debe alentaría al efecto. Entretanto la misma Bella inducirá al señor Delmont a ser más atrevido. Le permitirá que se le declare, si así lo desea él. En realidad, ello es indispensable para que el plan resulte. Ese será el momento en que debo intervenir yo. Le sugeriré a Delmont que el señor Verbouc es un hombre por encima de los prejuicios vulgares, y que por cierta suma de dinero estará conforme en entregarle a su hermosa y virginal sobrina para que sacie sus apetitos. —No alcanzo a entenderlo bien —comentó Bella. —No veo el objeto —intervino Verbouc—. Ello no nos aproximará más a la consumación de nuestro plan. —Aguardad un momento —continuó el buen padre—. Hasta este momento todos hemos estado de acuerdo. Ahora Bella será vendida a Delmont. Se le permitirá que satisfaga secretamente sus deseos en los hermosos encantos de ella. Pero la víctima no deberá verlo a él, ni él a ella, a.—fin de guardar las apariencias. Se le introducirá en una alcoba agradable, podrá ver el cuerpo totalmente desnudo de una encantadora mujer, se le hará saber que se trata de su víctima, y que puede gozarla. —¿Yo? —interrumpió Bella—. ¿Para qué todo este misterio? El padre Ambrosio sonrió malévolamente. —Ya lo sabrás, Bella, ten paciencia. Lo que deseamos es disfrutar de Julia Delmont, y lo que el señor Delmont quiere es disfrutar de tu persona. Únicamente podemos alcanzar nuestro objetivo evitando al propio tiempo toda posibilidad de escándalo. Es preciso que el señor Delmont sea silenciado, pues de lo contrario podríamos resultar perjudicados por la violación de su hija. Mi propósito es que el lascivo señor Delmont viole a su propia hija, en lugar de a Bella, y que una vez que de esta suerte nos haya abierto el camino, podamos nosotros entregarnos a la satisfacción de nuestra lujuria. Si Delmont cae en la trampa, podremos revelarle el incesto cometido, y recompensárselo con la verdadera posesión de Bella, a cambio de la persona de su hija, o bien actuar de acuerdo con las circunstancias. —¡Oh, casi me estoy viniendo ya! —gritó el señor Verbouc—. ¡Mi arma está que arde! ¡Qué trampa! ¡Qué espectáculo tan maravilloso! Ambos hombres se levantaron, y Bella se vio envuelta en sus abrazos. Dos duros y largos dardos se incrustaban contra su gentil cuerpo a medida que la trasladaban al canapé. Ambrosio se tumbó sobre sus espaldas, Bella se le montó encima, y tomó su pene de semental entre las manos para llevárselo a la vulva. El señor Verbouc contemplaba la escena. Bella se dejó caer lo bastante para que la enorme arma se adentrara por completo; luego se acomodó encima del ardiente sacerdote, y comenzó una deliciosa serie de movimientos Ondulatorios. El señor Verbouc contemplaba sus hermosas nalgas subir y bajar, abriéndose y cerrándose a cada sucesiva embestida. Ambrosio se había adentrado hasta la raíz, esto era evidente. Sus grandes testículos estaban pegados debajo de ella, y los gruesos labios de Bella llegaban a ellos cada vez que la muchacha se dejaba caer. El espectáculo le sentó muy bien a Verbouc. El virtuoso tío se subió al canapé, dirigió su largo y henchido pene hacia el trasero de Bella, y sin gran dificultad consiguió enterrarlo por completo hasta sus entrañas. El culito de su sobrina era ancho y suave como un guante, y la piel de las nalgas blanca como el alabastro. Verbouc, empero, no prestaba la menor atención a estos detalles. Su miembro estaba dentro, y sentía la estrecha compresión del músculo del pequeño orificio de entrada como algo exquisito. Los dos carajos se frotaban mutuamente, sólo separados por una tenue membrana. Bella experimentaba los enloquecedores efectos de este doble deleite. Tras una terrible excitación llegaron los transportes finales conducentes al alivio, y chorros de leche inundaron a la grácil Bella. Después Ambrosio descargó por dos veces en la boca de Bella, en la que también vertió luego su tío su incestuoso fluido, y asi terminó la sesión. La forma en que Bella realizó sus funciones fue tal, que mereció sinceros encomios de sus dos compañeros. Sentada en el canto de una silla, se colocó frente a ambos de manera que los tiesos miembros de uno y otro quedaron a nivel con sus labios de coral, Luego, tomando entre sus labios el aterciopelado glande, aplicó ambas manos a frotar, cosquillear y excitar el falo y sus apéndices. De esta manera puso en acción en todo el poder nervioso de los miembros de sus compañeros de juego, que, con sus miembros distendidos a su máximo, pudieron gozar del lascivo cosquilleo hasta que los toquecitos de Bella se hicieron irresistibles, y entre suspiros de éxtasis su boca y su garganta fueron inundadas con chorros de semen. La pequeña glotona los bebió por completo. Y lo mismo habría hecho con los de una docena, si hubiera tenido oportunidad para ello.



Capítulo VIII


Bella seguía proporcianandome el más delicioso de los alimentos. Sus juveniles miembros nunca echaron de menos las sangrías carmesí provocadas por mis piquetes, los que, muy a pesar mío, me veía obligada a dar para obtener mi sustento. Determiné, por consiguiente, continuar con ella, no obstante que, a decir verdad, su conducta en los últimos tiempos había devenido discutible y ligeramente irregular.

Una cosa manifiestamente cierta era que había perdido todo sentido de la delicadeza y del recato propio de una doncella, y vivía sólo para dar satisfacción a sus deleites sexuales. Pronto pudo verse que la jovencita no había desperdiciado ninguna de las instrucciones que se le dieron sobre la parte que tenía que desempeñar en la conspiración urdida. Ahora me propongo relatar en qué forma desempeñó su papel. No tardó mucho en encontrarse Bella en la mansión del se-flor Delmont, y tal vez por azar, o quizás más bien porque así lo había preparado aquel respetable ciudadano, a solas con él. El señor Delmont advirtió su oportunidad y cual inteligente general, se dispuso al asalto. Se encontró con que su linda compañera, o estaba en el limbo en cuanto a sus intenciones, o estaba bien dispuesta a alentarías. El señor Delmont había ya colocado sus brazos en torno a la cintura de Bella y, como por accidente la suave mano derecha de ésta comprimía ya bajo su nerviosa palma el varonil miembro de él. Lo que Bella podía palpar puso de manifiesto la violencia de su emoción. Un espasmo recorrió el duro objeto de referencia a todo lo largo, y Bella no dejó de experimentar otro similar de placer sensual. El enamorado señor Delmont la atrajo suavemente necia sí, y abrazó su cuerpo complaciente. Rápidamente estampó un cálido beso en su mejilla y le susurró palabras halagüeñas para apartar su atención de sus maniobras. Intentó algo más: frotó la mano de Bella sobre el duro objeto, lo que le permitió a la jovencita advertir que h excitación podría ser demasiado rápida. Bella se atuvo estrictamente a su papel en todo momento :era una muchacha inocente y recatada. El señor Delmont, alentado por la falta de resistencia de parte de su joven amiga, dio otros pasos todavía más decididos. Su inquieta mano vagó por entre los ligeros vestidos ae Bella, y acarició sus complacientes pantorrillas. Luego, de repente, al tiempo que besaba con verdadera pasión sus rojos labios, pasó sus temblorosos dedos por debajo para tentar su rollizo muslo. Bella lo rechazó. En cualquier otro momento se hubiera acostado sobre sus espaldas y le hubiera permitido hacer lo peor, pero recordaba la lección, y desempeñó su papel perfectamente. —¡Oh, qué atrevimiento el de usted! —gritó la jovencita—. ¡Qué groserías son éstas! ¡No puedo permitírselas! Mi tío dice que no debo consentir que nadie me toque ahí. En todo caso nunca antes de... Bella dudó, se detuvo, y su rostro adquirió una expresión boba. El señor Delmont era tan curioso como enamoradizo. —¿Antes de qué. Bella? —¡Oh, no debo explicárselo! No debí decir nada al respecto. Sólo sus rudos modales me lo han hecho olvidar. —¿Olvidar qué? —Algo de lo que me ha hablado a menudo mi tío —contestó sencillamente Bella. —¿Pero qué es? ¡Dímelo! —No me atrevo. Además, no entiendo lo que significa. —Te lo explicaré si me dices de qué se trata. —¿Me promete no contarlo?

- Desde luego. —Bien. Pues lo que él dice es que nunca tengo que permitir que me pongan las manos ahí, y que sí alguien quiere hacerlo tiene que pagar mucho por ello. ~¿Dijo eso, realmente? —Sí, claro que sí. Dijo que puedo proporcionarle una buena suma de dinero, y que hay muchos caballeros ricos que pagarían por lo que usted quiere hacerme, y dijo también que no era tan estúpido como para dejar perder semejante oportunidad. —Realmente, Bella, tu tío es un perfecto hombre de negocios, pero no creí que fuera un hombre de esa clase. —Pues sí que lo es —gritó Bella—. Está engreído con el dinero, ¿sabe usted?, y yo apenas si sé lo que ello significa, pero a veces dice que va a vender mi doncellez. —¿Es posible? —pensó Delmont—. ¡Qué tipo debe ser ése! ¡Qué buen ojo para los negocios ha de tener! Cuanto más pensaba el señor Delmont acerca de ello, más convencido estaba de la verdad que encerraba la ingenua explicación dada por Bella. Estaba en venta, y él iba a comprarla. Era mejor seguir este camino que arriesgarse a ser descubierto y castigado por sus relaciones secretas. Antes, empero, de que pudiera terminar de hacerse estas prudentes reflexiones, se produjo una interrupción provocada por la llegada de su hija Julia. y, aunque renuentemente, tuvo que dejar la compañía de Bella y componer sus ropas debidamente. Bella dio pronto una excusa y regresó a su hogar, dejando que los acontecimientos siguieran su curso. El camino emprendido por la linda muchachita pasaba a través de praderas, y era un camino de carretas que salía al camino real muy cerca de la residencia de su tío. En esta ocasión había caído ya la tarde, y el tiempo era apacible. El sendero tenía varias curvas pronunciadas, y a medida que Bella seguía camino adelante se entretenía en contemplar el ganado que pastaba en los alrededores. Llegó a un punto en el que el camino estaba bordeado por árboles, y donde tina serie de troncos en línea recta separaba la carretera propiamente dicha del sendero para peatones. En las praderas próximas vio a varios hombres que cultivaban el campo, y un poco más lejos a un grupo de mujeres que descansaba un momento de las labores de la siembra, entretenidas en interesantes coloquios. Al otro lado del camino había una cerca de setos, y como se le ocurriera mirar hacia allá, vio algo que la asombró. En la pradera había dos animales, un garañón y una yegua. Evidentemente el primero se había dedicado a perseguir a la segunda, hasta que consiguió darle alcance no lejos de donde se encontraba Bella. Pero lo que más sorprendió y espantó a ésta fue el maravilloso espectáculo del gran miembro parduzco que, erecto por la excitación, colgaba del vientre del semental, y que de vez en cuando se encorvaba en impaciente búsqueda del cuerpo de la hembra. Esta debía haber advertido también aquel miembro palpitante, puesto que se había detenido y permanecía tranquila, ofreciendo su parte trasera al agresor. El macho estaba demasiado urgido por sus instintos amorosos para perder mucho tiempo con requiebros, y ante los maravillados ojos de la jovencita montó sobre la hembra y trató de introducir su instrumento. Bella contemplaba el espectáculo con el aliento contenido, y pudo ver cómo, por fin, el largo y henchido miembro del caballo desaparecía por entero en las partes posteriores de la hembra. Decir que sus sentimientos sexuales se excitaron no sería más que expresar el resultado natural del lúbrico espectáculo. En realidad estaba más que excitada; sus instintos libidinosos se habían desatado. Mesándose las manos clavó la mirada para observar con todo interés el lascivo espectáculo, y cuando, tras una carrera rápida y furiosa, el animal retiró su goteante pene, Bella dirigió a éste una golosa mirada, concibiendo la insania de apoderarse de él para darse gusto a sí misma. Obsesionada con tal idea, Bella comprendió que tenía que hacer algo para borrar de su mente la poderosa influencia que la oprimía. Sacando fuerzas de flaqueza apartó los ojos y reanudó su camino, pero apenas había avanzado una docena de pasos cuando su mirada tropezó con algo que ciertamente no iba a aliviar su pasión. Precisamente frente a ella se encontraba un joven rústico de unos dieciocho años, de facciones bellas, aunque de expresión bobalicona, con la mirada puesta en los amorosos corceles entregados a su pasatiempo. Una brecha entre los matorrales que bordeaban el camino le proporcionaba un excelente ángulo de vista, y estaba entregado a la contemplación del espectáculo con un interés tan evidente como el de Bella. Pero lo que encadenó la atención de ésta en el muchacho fue el estado en que aparecía su vestimenta, y la aparición de un tremendo miembro, de roja y bien desarrollada cabeza. que desnudo y exhibiéndose en su totalidad, se erguía impúdico. No cabía duda sobre el efecto que el espectáculo desarrollado en la pradera había causado en el muchacho, puesto que éste se había desabrochado los bastos calzones para apresar entre sus nerviosas manos un arma de la que se hubiera enorgullecido un carmelita. Con ojos ansiosos devoraba la escena que se desarrollaba en la pradera, mientras que con la mano derecha desnudaba la firme columna para friccionaría vigorosamente hacia arriba y hacía abajo, completamente ajeno al hecho de que un espíritu afín era testigo de sus actos. Una exclamación de sobresalto que involuntariamente se le escapó a Bella motivó que él mirara en derredor suyo. y descubriera frente a él a la hermosa muchacha, en el momento en que su lujurioso miembro estaba completamente expuesto en toda su gloriosa erección. —¡Por Dios! —exclamó Bella tan pronto como pudo recobrar el habla—. ¡Qué visión tan espantosa! ¡Muchacho desvergonzado! ¿Qué estás haciendo con esta cosa roja? El mozo, humillado, trató de introducir nuevamente en su bragueta el objeto que había motivado la pregunta, pero su evidente confusión y la rigidez adquirida por el miembro hacían difícil la operación. por no decir que enfadosa. Bella acudió solícita en su auxilio. —¿Qué es esto? Deja que te ayude. ¿Cómo se salió? ¡Cuán grande y dura es! ¡Y qué larga! ¡A fe mía que es tremenda tu cosa, muchacho travieso! Uniendo la acción a las palabras, la jovencita posó su pequeña mano en el erecto pene del muchacho, y estrujándolo en su cálida palma hizo más difícil aún la posibilidad de poder regresarlo a su escondite.
Entretanto el muchacho, que gradualmente recobraba su estólida presencia de ánimo, y advertía la inocencia de su nueva desconocida, se abstuvo de hacer nada en ayuda de sus loables propósitos de esconder el rígido y ofensivo miembro. En realidad se hizo imposible, aun cuando hubiera puesto algo de SU parte, ya que tan pronto corno su mano lo asió adquirió proporciones todavía mayores, al mismo tiempo que la hinchada y roja cabeza brillaba como una ciruela madura. —¡Ah, muchacho travieso! —observó Bella—. ¿Qué debo hacer? —siguió diciendo, al tiempo que dirigía una mirada de enojo a la hermosa faz del rústico muchacho. —¡Ah, cuán divertido es! —suspiró el mozuelo—. ¿Quién hubiera podido decir que usted estaba tan cerca de mí cuando me sentí tan mal, y comenzó a palpitar y engrosar hasta ponerse como está ahora? —Esto es incorrecto —observó la damita-, apretando más aún y sintiendo que las llamas de la lujuria crecían cada vez mas dentro de ella—. Esto es terriblemente incorrecto, picaruelo. —¿Vio usted lo que hacían los caballos en la pradera? —preguntó el muchacho, mirando con aire interrogativo a Bella, cuya belleza parecía proyectarse sobre su embotada mente como el sol se cuela al través de un paisaje lluvioso. —Sí, lo vi. —replicó la muchacha con aire inocente—. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué significaba aquello? —Estaban jodiendo —repuso el muchacho con una sonrisa de lujuria—. Él deseaba a la hembra y la hembra deseaba al semental, así es que se juntaron y se dedicaron a joder. —¡Vaya, qué curioso! —contestó la joven, contemplando con la más infantil sencillez el gran objeto que todavía estaba entre sus manos, ante el desconcierto del mozuelo. —De veras que fue divertido, ¿verdad? ¡Y qué instrumento el suyo! ¿Verdad, señorita? —Inmenso —murmuró Bella sin dejar de pensar un solo momento en la cosa que estaba frotando de arriba para abajo con su mano. —¡Oh, cómo me cosquillea! —suspiró su compañero—. ¡Qué hermosa es usted! ¡Y qué bien lo frota! Por favor, siga, señorita. Tengo ganas de venirme. —¿De veras? —murmuró Bella—. ¿Puedo hacer que te vengas? Bella miró el henchido objeto, endurecido por efecto del suave cosquilleo que le estaba aplicando; y cuya cabeza tumefacta parecía que iba a estallar. El prurito de observar cuál sería el efecto de su interrumpida fricción se posesionó por completo de ella, por lo que se aplicó con redoblado empeño a la tarea. —¡Oh, si, por favor! ¡Siga! ¡Estoy próximo a venirme! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué bien lo hace! ¡Apriete más. . ., frote más aprisa. . . pélela bien. . .! Ahora otra vez.. . ¡Oh, cielos! ¡Oh! El largo y duro instrumento engrosaba y se calentaba cada vez más a medida que ella lo frotaba de arriba abajo. —¡Ah! ¡Uf! ¡Ya viene! ¡Uf! ¡Oooh! —exclamó el rústico entrecortadamente mientras sus rodillas se estremecían y su cuerpo adquiría rigidez, y entre contorsiones y gritos ahogados su enorme y poderoso pene expelió un chorro de líquido espeso sobre las manecitas de Bella, que, ansiosa por bañarlas en el calor del viscoso fluido, rodeó por completo el enorme dardo, ayudándolo a emitir hasta la última gota de semen. Bella, sorprendida y gozosa. bombeó cada gota —que hubiera chupado de haberse atrevido— y extrajo luego su delicado pañuelo de Holanda para limpiar de sus manos la espesa y perlina masa. Después eí jovenzuelo, humillado y con aire estúpido, se guardó el desfallecido miembro, y miró a su compañera con una mezcla de curiosidad y extrañeza. —¿Dónde vives? —preguntó al fin, cuando encontró palabras para hablar.. —No muy lejos de aquí —repuso Bella—. Pero no debes seguirme ni tratar de buscarme, ¿sabes? Si lo haces te iría mal —prosiguió la damita—, porque nunca más volvería a hacértelo, y encima serias castigado. —¿Por qué no jodemos como el semental y la potranca? —sugirió el joven, cuyo ardor, apenas apaciguado, comenzaba a manifestarse de nuevo. —Tal vez lo hagamos algún día, pero ahora, no. Llevo prisa porque estoy retrasada. Tengo que irme enseguida. —Déjame tentarte por debajo de tus vestidos. Dime, ¿cuándo vendrás de nuevo? —Ahora no —dijo Bella, retirándose poco a poco—, pero nos encontraremos otra vez. Bella acariciaba la idea de darse gusto con el formidable objeto que escondía tras sus calzones. —Dime —preguntó ella—. ¿Alguna vez has. .. has jodido? —No, pero deseo hacerlo. ¿No me crees? Está bien, entonces te diré que. .. si, lo he hecho. —¡Qué barbaridad! —comentó la jovencita —A mi padre le gustaría también joderte —agregó sin titubear ni prestar atención a su movimiento de retirada. —¿Tu padre? ¡Qué terrible! ¿Y cómo lo sabes? —Porque mi padre y yo jodemos a las muchachas juntos. Su instrumento es mayor que el mío. —Eso dices tú. Pero ¿será cierto que tu padre y tú hacéis estas horribles cosas juntos? —Sí, claro está que cuando se nos presenta la oportunidad. Deberías verlo joder. ¡ Uyuy! Y rió como un idiota. —No pareces un muchacho muy despierto —dijo Bella. —Mi padre no es tan listo como yo —replicó el jovenzuelo riendo más todavía, al tiempo que mostraba otra vez la yerga semienhiesta—. Ahora ya sé cómo joderte, aunque sólo lo haya hecho una vez. Deberías yerme joder. Lo que Bella pudo ver fue el gran instrumento del muchacho, palpitante y erguido. —¿Con quién lo hiciste, malvado muchacho? —Con una jovencita de catorce años. Ambos la jodimos, mi padre y yo nos la dividimos. —¿Quién fue el primero? —inquirió Bella. —Yo, y mi padre me sorprendió. Entonces él quiso hacerlo también y me hizo sujetarla. Lo hubieras visto joder... ¡Uyuy! Unos minutos después Bella había reanudado su camino, y llegó a su hogar sin posteriores aventuras.



Capítulo IX

CUANDO BELLA RELATO EL RESULTADO DE su entrevista de aquella tarde con el señor Delmont, unas ahogadas risitas de deleite escaparon de los labios de los otros dos conspiradores. No habló, sin embargo, del rústico jovenzuelo con quien había tropezado por el camino. De aquella parte de sus aventuras del día consideró del todo innecesario informar al astuto padre Ambrosio o a su no menos sagaz pariente. El complot estaba evidentemente a punto de tener éxito. La semilla tan discretamente sembrada tenía que fructificar necesariamente, y cuando el padre Ambrosio pensaba en el delicioso agasajo que algún día iba a darse en la persona de la hermosa Julia Delmont, se alegraban por igual su espíritu y sus pasiones animales, solazándose por anticipado con las tiernas exquisiteces próximas a ser suyas, con el ostensible resultado de que se produjera una gran distensión de su miembro y que su modo de proceder denunciara la profunda excitación que se había apoderado de él. Tampoco el señor Verbouc permanecía impasible. Sensual en grado extremo, se prometía un estupendo agasajo con los encantos de la hija de su vecino, y el sólo pensamiento de este convite producía los correspondientes efectos en su temperamento nerviosa. Empero, quedaban algunos detalles por solucionar. Estaba claro que el simple del señor Delmont daría los pasos necesarios para averiguar lo que había de cierto en la afirmación de Bella de que su tío estaba dispuesto a vender su virginidad. El padre Ambrosio, cuyo conocimiento del hombre le había hecho concebir tal idea, sabia perfectamente con quién estaba tratando. En efecto, ¿quién, en el sagrado sacramento de la confesión, no ha revelado lo más intimo de su ser al pío varón que ha tenido el privilegio de ser su confesor? El padre Ambrosio era discreto; guardaba al pie de la letra el silencio que le ordenaba su religión. Pero no tenía empacho en valerse de los hechos de los que tenía conocimiento por este camino para sus propios fines, y cuáles eran ellos ya los sabe nuestro lector a estas alturas. El plan quedó, pues, ultimado. Cierto día, a convenir de común acuerdo, Bella invitaría a Julia a pasar el día en casa de su tío, y se acordó asimismo que el señor Delmont seria invitado a pasar a recogerla en dicha ocasión. Después de cierto lapso de inocente coqueteo por parte de Bella, ateniéndose a lo que previamente se le habría explicado, ella se retiraría, y bajo el pretexto de que había que tomar algunas precauciones para evitar un posible escándalo, le seria presentada en una habitación idónea, acostada sobre un sofá, en el que quedarían a merced suya sus encantos personales. si bien la cabeza permanecería oculta tras una cortina cuidadosamente corrida. De esta manera el señor Delmont ansioso de tener el tierno encuentro, podría arrebatar la codiciada joya que tanto apetecía de su adorable víctima, mientras que ella, ignorante de quién pudiera ser el agresor, nunca podría acusarlo posteriormente de violación, ni tampoco avergonzarse delante de él. A Delmont tenía que explicársele todo esto, y se daba por seguro su consentimiento. Una sola cosa tenía que ocultársele: el que su propia hija iba a sustituir a Bella. Esto no debía saberlo hasta que fuera demasiado tarde. Mientras tanto Julia tendría que ser preparada gradualmente y en secreto sobre lo que iba a ocurrir, sin mencionar, naturalmente, el final catastrófico y la persona que en realidad consumaría el acto. En este aspecto, el padre Ambrosio se sentía en su elemento, y por medio de preguntas bien encaminadas y de gran número de explicaciones en el confesionario, en realidad innecesarias, había ya puesto a la muchacha en antecedentes de cosas en las que nunca antes había soñado, todo lo cual Bella se habría apresurado a explicar y confirmar. Todos los detalles fueron acordados finalmente en una reunión con junta, y la consideración del caso despertó por anticipado apetitos tan violentos en ambos hombres, que se dispusieron a celebrar su buena suerte entregándose a la posesión de la linda y joven Bella con una pasión nunca alcanzada hasta aquel entonces. La damita, por su parte, tampoco estaba renuente a prestarse a las fantasías, y como quiera que en aquellos momentos estaba tendida sobre el blando sofá con un endurecido miembro en cada mano, sus emociones subieron de intensidad, y se mostraba ansiosa de entregarse a los vigorosos brazos que sabía estaban a punto de reclamaría. Como de costumbre, el padre Ambrosio fue el primero. La volteó boca abajo, haciéndola que exhibiera sus rollizas nalgas lo más posible. Permaneció unos momentos extasiado en la contemplación de la deliciosa prospectiva, y de la pequeña y delicada rendija apenas visible debajo de ellas. Su arma, temible y bien aprovisionada de esencia, se enderezó bravamente, amenazando las dos encantadoras entradas del amor. El señor Verbouc, como en otras ocasiones, se aprestaba a ser testigo del desproporcionado asalto, con el evidente objeto de desempeñar a continuación su papel favorito. El padre Ambrosio contempló con expresión lasciva los blancos y redondeados promontorios que tenía enfrente. Las tendencias clericales de su educación lo invitaban a la comisión de un acto de infidelidad a la diosa, pero sabedor de lo que esperaba de él su amigo y patrono, se contuvo por el momento. —Las dilaciones son peligrosas —dijo—. Mis testículos están repletos, la querida niña debe recibir su contenido, y usted, amigo mío, tiene que deleitarse con la abundante lubricación que puedo proporcionarle. Esta vez, cuando menos, Ambrosio no había dicho sino la verdad. Su poderosa arma, en cuya cima aparecía la chata y roja cabeza de amplias proporciones, y que daba la impresión de un hermoso fruto en sazón, se erguía frente a su vientre, y sus inmensos testículos, pesados y redondos, se veían sobrecargados del venenoso licor que se aprestaban a descargar. Una espesa y opaca gota —un auant courrier del chorro que había de seguir— asomó a la roma punta de su pene cuando, ardiendo en lujuria el sátiro se aproximaba a su víctima. Inclinando rápidamente su enorme dardo, Ambrosio llevó la gran nuez de su extremidad junto a los labios da la tierna vulva de Bella, y comenzó a empujar hacia adentro. —¡Oh, qué dura! ¡Cuán grande es! —comentó Bella—. ¡Me hacéis daño! ¡Entra demasiado aprisa! ¡Oh, detenéos! Igual hubiera sido que Bella implorara a los vientos. Una rápida sucesión de sacudidas, unas cuantas pausas entre ellas, más esfuerzos, y Bella quedó empalada. —¡Ah! —exclamó el violador, volviéndose con aire triunfal hacia su coadjutor, con los ojos centelleantes y sus lujuriosos labios babeando de gusto—. ¡Ah, esto es verdaderamente sabroso. Cuán estrecha es y, sin embargo, lo tiene todo adentro. Estoy en su interior hasta los testículos! El señor Verbouc practicó un detenido examen. Ambrosio estaba en lo cierto. Nada de sus órganos genitales, aparte de sus grandes bolas, quedaba a la vista, y éstas estaban apretadas contra las piernas de Bella. Mientras tanto Bella sentía el calor del invasor en su vientre. Podía darse cuenta de cómo el inmenso miembro que tenía adentro se descubría y se volvía a cubrir, y acometida en el acto por un acceso de lujuria se vino profusamente, al tiempo que dejaba escapar un grito desmayado. El señor Verbouc estaba encantado. —¡Empuja, empuja! —decía—. Ahora le da gusto. Dáselo todo... ¡Empuja! Ambrosio no necesitaba mayores incentivos, y tomando a Bella por las caderas se enterraba hasta lo más hondo a cada embestida. El goce llegó pronto; se hizo atrás hasta retirar todo el pene, salvo la punta, para lanzarse luego a fondo y emitir un sordo gruñido mientras arrojaba un verdadero diluvio de caliente fluido en el interior del delicado cuerpo de Bella. La muchacha sintió el cálido y cosquilléante chorro disparado a toda violencia en su interior, y una vez más rindió su tributo. Los grandes chorros que a intervalos inundaban sus órganos vitales, procedentes de las poderosas reservas del padre Ambrosio —cuyo singular don al respecto expusimos ya anteriormente— le causaban a Bella las más deliciosas sensaciones, y elevaban su placer al máximo durante las descargas. Apenas se hubo retirado Ambrosio cuando se posesionó de su sobrina el señor Verbouc, y comenzó un lento disfrute de sus más secretos encantos. Un lapso de veinte minutos bien contados transcurrió desde el momento en que el lujurioso tío inició su goce, hasta que dio completa satisfacción a su lascivia con una copiosa descarga, la que Bella recibió con estremecimientos de deleite sólo capaces de ser imaginados por una mente enferma. —Me pregunto —dijo el señor Verbouc después de haber recobrado el aliento, y de reanimarse con un buen trago de vino—, me pregunto por qué es que esta querida chiquilla me inspira tan completo arrobo. En sus brazos me olvido de mí y del mundo entero. Arrastrado por la embriaguez del momento me transporto hasta el límite del éxtasis. La observación del tío —o reflexión, llámenle ustedes como gusten— iba en parte dirigida al buen padre, y en parte era producto de elucubraciones espirituales interiores que afloraban involuntariamente convertidas en palabras. —Creo poder decírtelo —repuso Ambrosio sentenciosamente—. Sólo que tal vez no quieras seguir mi razonamiento. —De todos modos puedes exponérmelo —replicó Verbouc—. Soy todo oídos, y me interesa mucho saber cuál es la razón, según tú. —Mí razón, o quizá debiera decir mis razones —observó el padre Ambrosio— te resultarán evidentes cuando conozcas mi hipótesis. Después, tomando un poco de rapé —lo cual era un hábito suyo cuando estaba entregado a alguna reflexión importante— prosiguió: —El placer sensual debe estar siempre en proporción a las circunstancias que se supone lo producen. Y esto resulta paradójico, ya que cuando más nos adentramos en la sensualidad y cuanto más voluptuosos se hacen nuestros gustos, mayor necesidad hay de introducir variación en dichas circunstancias. Hay que entender bien lo que quiero decir, y por ello trataré de explicarme más claramente. ¿Por qué tiene que cometer un hombre una violación, cuando está rodeado de mujeres deseosas de facilitarle el uso de su cuerpo? Simplemente porque no le satisface estar de acuerdo con la parte opuesta en la satisfacción de sus apetitos. Precisamente es en la [alta de Consentimiento donde encuentra el placer. No cabe duda de que en ciertos momentos un hombre de mente cruel, que busca sólo su satisfacción sensual y no encuentra una mujer que se preste a saciar sus apetitos, viola a una mujer o una niña, sin mayor motivo que la inmediata satisfacción de los deseos que lo enloquecen; pero escudriña en los anales de tales delitos, y encontrarás que la mayor parte de ellos son el resultado de designios deliberados, planeados y ejecutados en circunstancias que implican el acceso legal y fácil de medios de satisfacción. La oposición al goce proyectado sirve para abrir el apetito sexual, y añadir al acto características de delito, o de violencia que agregan un deleite que de otro modo no existiría. Es malo, está prohibido, luego vale la pena perseguirlo; se convierte en una verdadera obsesión poder alcanzarlo. —¿Por qué, también —siguió diciendo— un hombre de constitución vigorosa y capaz de proporcionar satisfacción a una mujer adulta prefiere una criatura de apenas catorce años? Contestó: porque el deleite lo encuentra en lo anormal de la situación, que proporciona placer a su imaginación, y constituye una exacta adaptación a las circunstancias de que hablaba. En efecto, lo que trabaja es, desde luego, la imaginación. La ley de los contrastes opera lo mismo en este caso como en todos los demás. La simple diferencia de sexos no le basta al sibarita; le es necesario añadir otros contrastes especiales para perfeccionar la idea que ha concebido. Las variantes son infinitas, pero todas están regidas por la misma norma; los hombres altos prefieren las mujeres pequeñas; los bien parecidos, las mujeres feas; los fuertes seleccionan a las mujeres tiernas y endebles, y éstas, a la inversa, anhelan compañeros robustos y vigorosos. Los dardos de Cupido llevan la incompatibilidad en sus puntas, y su plumaje es el de las más increíbles incongruencias. Nadie, salvo los animales inferiores, los verdaderos brutos, se entregan a la cópula indiscriminada con el sexo opuesto, e incluso éstos manifiestan a veces preferencias y deseos tan irregulares como los de los hombres. ¿Quién no ha visto el comportamiento fuera de lo común de una pareja de perros callejeros, o no se ha reído de los apuros de la vieja vaca que, llevada al mercado con su rebaño, desahoga sus instintos sexuales montándose sobre el lomo de su vecina más próxima? —De esta manera contesto a tus preguntas —terminó diciendo— y explico tus preferencias por tu sobrina, tu dulce pero prohibida compañera de juegos, cuyas deliciosas piernas estoy acariciando en estos momentos. Cuando el padre Ambrosio hubo concluido su disertación, dirigió una fugaz mirada a la linda muchacha, cosa que bastó para hacer que su gran arma adquiriera sus mayores dimensiones. —Ven, mi fruto prohibido —dijo él—. Déjame que te joda; déjame disfrutar de tu persona a plena satisfacción. Ese es mi mayor placer, mi éxtasis, mi delirante disfrute. Te inundaré de semen, te poseeré a pesar de los dictados de la sociedad. Eres mía ¡ven! Bella echó una mirada al enrojecido y rígido miembro de su confesor, y pudo observar la mirada de él fija en su cuerpo juvenil. Sabedora de sus intenciones, se dispuso a darles satisfacción. Como ya su majestuoso pene había entrado con frecuencia en su cuerpo en toda su extensión, el dolor de la distensión había ya cedido su lugar al placer, y su juvenil y elástica carne se abrió para recibir aquella gigantesca columna con dificultad apenas limitada a tener que efectuar la introducción cautelosamente. El buen hombre se detuvo por unos momentos a contemplar el buen prospecto que tenía ante sí; luego, adelantándose, separó los rojos labios de la vulva de Bella, y metió entre ellos la lisa bellota que coronaba su gran arma. Bella la recibió con un estremecimiento de emoción. Ambrosio siguió penetrando hasta que, tras de unas cuantas embestidas furiosas, hundió toda la longitud del miembro en el estrecho cuerpo juvenil que lo recibió hasta los testículos. Siguieron una serie de embestidas, de vigorosas contorsiones de parte de uno, y de sollozos espasmódicos y gritos ahogados de la otra. Si el placer del hombre pío era intenso, el de su joven compañera de juego era por igual inefable, y el duro miembro estaba ya bien lubricado como consecuencia de las anteriores descargas. Dejando escapar un quejido de intensa emoción logró una vez más la satisfacción de su apetito, y Bella sintió los chorros de semen abrasándole violentamente las entrañas. —¡Ah, cómo me habéis inundado los dos! —dijo Bella. Y mientras hablaba podía observarse un abundante escurrimiento que, procedente de la conjunción de los muslos, corría por sus piernas basta llegar al suelo. Antes de que ninguno de los dos pudiera contestar a la observación, llegó a la tranquila alcoba un griterío procedente del exterior. que acabó por atraer la atención de todos los presentes, no obstante que cada vez se debilitaba mas. Llegando a este momento debo poner a mis lectores en antecedentes de una o dos cosas que hasta ahora, dadas mis dificultades de desplazamiento, no consideré del caso mencionar. El hecho es que las pulgas, aunque miembros ágiles de la sociedad, no pueden llegar a todas partes de inmediato, aunque pueden superar esta desventaja con el despliegue de una rara agilidad, no común en otros insectos. Debería haber explicado, como cualquier novelista, aunque tal vez con más veracidad, que la tía de Bella, la señora Verbouc, que ya presenté a mis lectores someramente en el capítulo inicial de mi historia, ocupaba una habitación en una de las alas de la casa, donde, al igual que la señora Delmont, pasaba la mayor parte del tiempo entregada a quehaceres devotos, y totalmente despreocupada de los asuntos mundanos, ya que acostumbraba dejar en manos de su sobrina el manejo de los asuntos domésticos de la casa. El señor Verbouc había ya alcanzado el estado de indiferencia ante los requiebros de su cara mitad, y rara vez visitaba su alcoba, o perturbaba su descanso con objeto de ejercitar sus derechos maritales. La señora Verbouc, sin embargo, era todavía joven —treinta y dos primaveras habían transcurrido sobre su devota y piadosa cabeza— era hermosa, y había aportado a su esposo una considerable fortuna. No obstante sus píos sentimientos, la señora Verbouc apetecía a veces el consuelo más terrenal de los brazos de su esposo. y saboreaba con verdadero deleite el ejercicio de sus derechos en las ocasionales visitas que él hacía a su recámara. En esta ocasión la señora Verbouc se había retirado a la temprana hora en que acostumbraba hacerlo, y la presente disgresión se hace indispensable para poder explicar lo que sigue. Dejemos a esta amable señora entregada a los deberes de la toilette, que ni siquiera una pulga osa profanar, y hablemos de otro y no menos importante personaje, cuyo comportamiento será también necesario que analicemos. Sucedió, pues, que el padre Clemente, cuyas proezas en el campo de la diosa del amor hemos ya tenido ocasión de relatar, estaba resentido por la retirada de la joven Bella de la Sociedad de la Sacristía, y sabiendo bien quién era ella y dónde podía encontrarla, rondó durante varios días la residencia del señor Verbouc, a fin de recobrar la posesión de la deliciosa prenda que el marrullero padre Ambrosio les había escamoteado a sus confreres Le ayudó en la empresa el Superior, que lamentaba asimismo amargamente la pérdida sufrida, aunque no sospechaba el papel que en la misma había desempeñado el padre Ambrosio. Aquella tarde el padre Clemente se había apostado en las proximidades de la casa, y. en busca de una oportunidad, se aproximó a una ventana para atisbar al través de ella, seguro de que era la que daba a la habitación de Bella. ¡Cuán vanos son, empero, los cálculos humanos! Cuando el desdichado Clemente, a quien le habían sido arrebatados sus placeres, estaba observando la habitación sin perder detalle, el objeto de sus cuitas estaba entregado en otra habitación a la satisfacción de su lujuria, en brazos de sus rivales. Mientras, la noche avanzaba, y observando Clemente que todo estaba tranquilo, logró empinarse hasta alcanzar el nivel de la ventana. Una débil luz iluminaba la habitación en la que el ansioso cure pudo descubrir una dama entregada al pleno disfrute de un sueño profundo. Sin dudar que sería capaz de ganarse una vez más los favores de Bella con sólo poder hacer que escuchara sus palabras, y recordando la felicidad que representó el haber disfrutado de sus encantos, el audaz pícaro abrió furtivamente la ventana y se adentró en el dormitorio. Bien envuelto en el holgado hábito monacal, y escondiendo su faz bajo la cogulla, se deslizó dentro de la cama mientras su gigantesco miembro. ya despierto al placer que se le prometía, se erguía contra su hirsuto vientre. La señora Verbouc, despertada de un sueño placentero, y sin siquiera poder sospechar que fuera otro y no su fiel esposo quien la abrazara tan cálidamente, se volvió con amor hacia el intruso, y. nada renuente, abrió por propia voluntad sus muslos para facilitar el ataque. Clemente, por su parte, seguro de que era la joven Bella a quien tenía entre sus brazos, con mayor motivo dado que no oponía resistencia a sus caricias, apresuró los preliminares, trepando con la mayor celeridad sobre las piernas de la señora para llevar su enorme pene a los labios de una vulva bien humedecida. Plenamente sabedor de las dificultades que esperaba encontrar en una muchacha tan joven, empujó con fuerza hacia el interior. Hubo un movimiento: dio otro empujón hacia abajo, se oyó un quejido de la dama, y lentamente, pero de modo seguro, la gigantesca masa de carne endurecida se fue sumiendo, hasta que quedó completamente enterrada. Entonces, mientras, entraba, la señora Verbouc advirtió por vez primera la extraordinaria diferencia: aquel pene era por lo menos de doble tamaño que el de su esposo. A la duda siguió la certeza. En la penumbra alzó la cabeza, y pudo ver encima de ella el excitado rostro del feroz padre Clemente. Instantáneamente se produjo una lucha, un violento alboroto, y una yana tentativa por parte de la dama para librarse del fuerte abrazo con que la sujetaba su asaltante. Pero pasara lo que pasara. Clemente estaba en completa posesión y goce de su persona. No hizo pausa alguna: por el contrario, sordo a los gritos, hundió el miembro en toda su longitud, y se dio gran prisa en consumar su horrible victoria. Ciego de ira y de lujuria no advirtió siquiera la apertura de la puerta de la habitación, ni la lluvia de golpes que caía sobre sus posaderas, hasta que, con los dientes apretados y el sordo bramido de un toro, le llegó la crisis, y arrojó un torrente de semen en la renuente matriz de su víctima. Sólo entonces despertó a la realidad y, temeroso de las consecuencias de su ultraje, se levantó a toda prisa, escondió su húmeda arma, y se deslizó fuera de la cama por el lado opuesto a aquel en que se encontraba su asaltante. Esquivando lo mejor que pudo los golpes del señor Verbouc, y manteniendo los vuelos de su sayo por encima de la cabeza, a fin de evitar ser reconocido, corrió hacia la ventana por la cual había entrado, para dar desde ella un gran brinco. Al fin consiguió desaparecer rápidamente en la oscuridad, seguido por las imprecaciones del enfurecido marido. Ya antes habíamos dicho que la señora Verbouc estaba inválida, o por lo menos así lo creía ella, y ya podrá imaginar el lector el efecto que sobre una persona de nervios desquiciados y de maneras recatadas había de causar el ultraje inferido. Las enormes proporciones del hombre, su fuerza y su furia casi la habían matado, y yacía inconsciente sobre el lecho que fue mudo testigo de su violación. El señor Verbouc no estaba dotado por la naturaleza con asombrosos atributos de valor personal, y cuando vio que el asaltante de su esposa se alzaba satisfecho de su proeza, lo dejó escapar pacíficamente. Mientras, el padre Ambrosio y Bella, que siguieron al marido ultrajado desde una prudente distancia, presenciaron desde la puerta entreabierta el desenlace de la extraña escena, Tan pronto como el violador se levantó tanto Bella como Ambrosio lo reconocieron. La primera desde luego tenía buenas razones, que ya le constan al lector, para recordar el enorme miembro oscilante que le colgaba entre las piernas. Mutuamente interesados en guardar el secreto, fue bastante el intercambio de una mirada para indicar la necesidad de mantener la reserva, y se retiraron del aposento antes de que cualquier movimiento de parte de la ultrajada pudiera denunciar su proximidad. Tuvieron que transcurrir varios días antes de que la pobre señora Verbouc se recuperara y pudiera abandonar la cama. El choque nervioso había sido espantoso, y sólo la conciliatoria actitud de su esposo pudo hacerle levantar cabeza. El señor Verbouc tenía sus propios motivos para dejar que el asunto se olvidara, y no se detuvo en miramientos para aligerarse del peso del mismo. Al día siguiente de la catástrofe que acabo de relatar, el señor Verbouc recibió la visita de su querido amigo y vecino, el señor Delmont, y después de haber permanecido encerrado con él durante una hora, se separaron con amplias sonrisas en los labios y los más extravagantes cumplidos. Uno había vendido a su sobrina, y el otro creyó haber comprado esa preciosa joya llamada doncellez. Cuando por la noche el tío de Bella anunció que la venta había sido convenida, y que el asunto estaba arreglado, reinó gran regocijo entre los confabulados. El padre Ambrosio tomó inmediatamente posesión de la supuesta doncellez, e introduciendo en el interior de la muchacha toda la longitud de su miembro, procedió, según sus propias palabras, a mantener el calor en aquel hogar. El señor Verbouc, que como de costumbre se reservó para entrar en acción después de que hubiere terminado su confrere. atacó en seguida la misma húmeda fortaleza, como la nombraba él jocosamente, simplemente para aceitarle el paso a su amigo. Después se ultimó hasta el postrer detalle, y la reunión se levantó, confiados todos en el éxito de su estratagema.


Capítulo X

Desde su encuentro con el rústico mozuelo cuya simpleza tanto le había interesado, en la rústica vereda que la conducía a su casa, Bella no dejó de pensar en los términos en los que aquél se había expresado, y en la extraña confesión que el jovenzuelo le había hecho sobre la complicidad de su padre en sus actos sexuales. Estaba claro que su amante era tan simple que se acercaba a la idiotez, y, a juzgar por su observación de que "mi padre no es tan listo como yo" suponía que el defecto era congénito. Y lo que ella se preguntaba era si el padre de aquel simplón poseía —tal como lo declaró el muchacho— un miembro de proporciones todavía mayores que las del hijo. Dado su hábito de pensar casi siempre en voz alta, yo sabía a la perfección que a Bella no le importaba la opinión de su tío, ni le temía ya al padre Ambrosio. Sin duda alguna estaba resuelta a seguir su propio camino, pasare lo que pasare, y por lo tanto no me admiré lo más mínimo cuando al día siguiente, aproximadamente a la misma hora, la vi encaminarse hacia la pradera. En un campo muy próximo al punto en que observó el encuentro sexual entre el caballo y la yegua, Bella descubrió al mozo entregado a una sencilla labor agrícola. Junto a él se encontraba una persona alta y notablemente morena, de unos cuarenta y cinco años. Casi al mismo tiempo que ella divisó a los individuos, el jovenzuelo la advirtió a ella, y corrió a su encuentro, después de que, al parecer, le dijera una palabra de explicación a su compañero, mostrando su alegría con una amplia sonrisa de satisfacción. —Este es mi padre —dijo, señalando al que se encontraba a sus espaldas—, ven y pélasela. —¡Qué desvergüenza es esta, picaruelo! —repuso Bella más inclinada a reírse que a enojarse—. ¿Cómo te atreves a usar ese lenguaje? —¿A qué viniste? —preguntó el muchacho—. ¿No fue para joder? En ese momento habían llegado al punto donde se encontraba el hombre, el cual clavó su azadón en el suelo, y le sonrió a la muchacha en forma muy parecida a como lo hacía el chico. Era fuerte y bien formado, y. a juzgar por las apariencias, Bella pudo comprobar que si poseía los atributos de que su hijo le habló en su primera entrevista. —Mira a mi padre, ¿no es como te dije? —observó el jovenzuelo—. ¡Deberías verlo joder! No cabía disimulo. Se entendían entre ellos a la perfección, y sus sonrisas eran más amplias que nunca. El hombre pareció aceptar las palabras del hijo como un cumplido, y posó su mirada sobre la delicada jovencita. Probablemente nunca se había tropezado con una de su clase, y resultaba imposible no advertir en sus ojos una sensualidad que se reflejaba en el brillo de sus ojazos negros. Bella comenzó a pensar que hubiera sido mejor no haber ido nunca a aquel lugar. —Me gustaría enseñarte la macana que tiene mi padre —dijo el jovenzuelo, y, dicho y hecho, comenzó a desabrochar los pantalones de su respetable progenitor. Bella se cubrió los ojos e hizo ademán de marcharse. En el acto el hijo le interceptó el paso, cortándole el acceso al camino. —Me gustaría joderte —exclamó el padre con voz ronca—. A Tim también le gustaría joderte, de manera que no debes irte. Quédate y serás jodida. Bella estaba realmente asustada. —No puedo -dijo—. De veras, debéis dejarme marchar. No podéis sujetarme así. No me arrastréis. ¡Soltadme! ¿A dónde me lleváis? Había una casita en un rincón del campo, y se encontraban ya a las puertas de la misma. Un segundo después la pareja la había empujado hacia dentro, cerrando la puerta detrás de ellos, y asegurándola luego con una gran tranca de madera. Bella echó una mirada en derredor, y pudo ver que el lugar estaba limpio y lleno de pacas de heno. También pudo darse cuenta de que era inútil resistir. Sería mejor estarse quieta, y tal vez a fin de cuentas la pareja aquella no le haría daño. Advirtió, empero, las protuberancias en las partes delanteras de los pantalones de ambos, y no tuvo la menor duda de que sus ideas andaban de acuerdo con aquella excitación. —Quiero que veas la yerga de mi padre ¡y también tienes que ver sus bolas! Y siguió desabrochando los botones de la bragueta de su progenitor. Asomó el faldón de la camisa, con algo debajo que abultaba de manera singular. ~¡Oh!, estate ya quieto, padre —susurró el hijo—. Déjale ver a la señorita tu macana. Dicho esto alzó la camisa, y exhibió a la vista de Bella un miembro tremendamente erecto, con una cabeza ancha como una ciruela, muy roja y gruesa, pero no de tamaño muy fuera de lo común. Se encorvaba considerablemente hacia arriba, y la cabeza, dividida en su mitad por la tirantez del frenillo, se inclinaba mucho más hacia su velludo vientre. El arma era sumamente gruesa, bastante aplastada y tremendamente hinchada. La joven sintió el hormigueo de la sangre a la vista de aquel miembro. La nuez era tan grande como un huevo, regordeta, de color púrpura, y despedía un fuerte olor. El muchacho hizo que se acercara, y que con su blanca manecita lo apretara. —¿No le dije que era mayor que el mío? -siguió diciendo el jovenzuelo—. Véalo, el mío ni siquiera se aproxima en tamaño al de mi padre. Bella se volvió. El muchacho había abierto sus pantalones para dejar totalmente a la vista su formidable pene. Estaba en lo cierto: no podía compararse en tamaño con el del padre. El mayor de los dos agarró a Bella por la cintura. También Tim intentó hacerlo, así como meter sus manos por debajo de sus ropas. Entrambos la zarandearon de un lado a otro, hasta que un repentino empujón la hizo caer sobre el heno. Su falda no tardó en volar hacia arriba. El vestido de Bella era ligero y amplio, y la muchacha no llevaba calzones. Tan pronto vio la pareja de hombres sus bien torneadas y blancas piernas, que dando un resoplido se arrojaron ambos a un tiempo sobre ella. Siguió una lucha en la que el padre, de más peso y más fuerte que el muchacho, llevó la ventaja. Sus calzones estaban caídos hasta los talones y su grande y grueso carajo llegaba muy cerca del ombligo de Bella. Esta se abrió de piernas, ansiosa de probarlo. Pasó su mano por debajo y lo encontró caliente como la lumbre, y tan duro como una barra de hierro. El hombre, que malinterpretó sus propósitos, apartó con rudeza su mano, y sin ayuda colocó la punta de su pene sobre los rojos labios del sexo de Bella. Esta abrió lo más que pudo sus juveniles miembros, y el campesino consiguió con varias estocadas alojarlo hasta la mitad. Llegado este momento se vio abrumado por la excitación y dejó escapar un terrible torrente de fluido sumamente espeso. Descargó con violencia y, al tiempo de hacerlo, se introdujo dentro de ella hasta que la gran cabeza dio contra su matriz, en el interior de la cual virtió parte de su semen. Me estás matando! —gritó la muchacha, medio sofocada—. ¿Qué es esto que derramas en mi interior? —Es la leche, eso es lo que es —observó Tim, que se había agachado para deleitarse con la contemplación del espectáculo—. ¿No te dije que era bueno para joder? Bella pensó que el hombre la soltaría, y que le permitiría levantarse, pero estaba equivocada. El largo miembro, que en aquellos momentos se insertaba hasta lo más hondo de su ser, engrosaba y se envaraba mucho más que antes. El campesino empezó a moverse hacia adelante y hacía atrás, empujando sin piedad en las partes íntimas de Bella a cada nueva embestida. Su gozo parecía ser infinito. La descarga anterior hacía que el miembro se deslizara sin dificultades en los movimientos de avance y retroceso, y que con la brusquedad de los mismos alcanzara las regiones más blandas. Poco a poco Bella llegó a un grado extremo de excitación. Se entreabrió su boca, pasó sus piernas sobre las espaldas de el y se asió a las mismas convulsivamente. De esta manera pudo favorecer cualquier movimiento suyo, y se deleitaba al sentir las fieras sacudidas con que el sensual sujeto hundía su ardiente arma en sus entrañas. Por espacio de un cuarto de hora se libró una batalla entre ambos. Bella se había venido con frecuencia, y estaba a punto de hacerlo de nuevo, cuando una furiosa cascada de semen surgió del miembro del hombre e inundó sus entrañas. El individuo se levantó después, y retirando su carajo, que todavía exudaba las últimas gotas de su abundante eyaculación, se quedó contemplando pensativamente el jadeante cuerpo que acababa de abandonar. Su miembro todavía se alzaba amenazador frente a ella, vaporizante aún por efecto del calor de la vaina. Tim, con verdadera devoción filial, procedió a secarlo y a devolverlo, hinchado todavía por la excitación a que estuvo sometido, a la bragueta del pantalón de su padre. Hecho esto el joven comenzó a ver con ojos de carnero a Bella, que seguía acostada en el heno, recuperándose poco a poco. Sin encontrar resistencia, se fue sobre ella y comenzó a hurgar con sus dedos en las partes intimas de la muchacha. Esta vez fue el padre quien acudió en su auxilio. Tomó en su mano el arma del hijo y comenzó a pelarla, con movimientos de avance y retroceso, hasta que adquirió rigidez. Era una formidable masa de carne que se bamboleaba frente al rostro de Bella. —¡Que los cielos me amparen! Espero que no vayas a introducir eso dentro de mí —murmuró Bella. —Claro que si —contestó el muchacho con una de sus estúpidas sonrisas. Papá me la frota y me da gusto, y ahora voy a joderte a ti. El padre conducía en aquellos momentos el taladro hacia los muslos de la muchacha. Su vulva, todavía inundada con las eyaculaciones que el campesino había vertido en su interior, recibió rápidamente la roja cabeza. Tim empujó, y doblándose sobre ella introdujo el aparato hasta que sus pelos rozaron la piel de Bella. —¡Oh, es terriblemente larga! —gritó ella—. Lo tienes demasiado grande, muchachito tonto. No seas tan violento. ¡Oh, me matas! ¡Cómo empujas! ¡No puedes ir más adentro ya!

¡Con suavidad, por favor! Está totalmente dentro. Lo siento en la cintura. ¡Oh, Tim! ¡Muchacho horrible! —Dáselo —murmuró el padre, al mismo tiempo que le cosquilleaba los testículos y las piernas—. Tiene que caberle entero, Tim. ¿No es una belleza? ¡Qué coñito tan apretado tiene! ¿no es así muchachito? —¡Uf! No hables, padre, así no puedo joder. Durante unos minutos se hizo el silencio. No se oía mas ruido que el que hacían los dos cuerpos en la lucha entablada sobre el heno. Al cabo, el muchacho se detuvo. Su cara jo, aunque duro como el hierro, y firme como la cera, no había expelido una sola gota, al parecer. Lo extrajo completamente enhiesto, vaporoso y reluciente por la humedad. —No puedo venirme —dijo, apesadumbrado. —Es la masturbación —explicó el padre. —Se la hago tan a menudo que ahora la extraña. Bella yacía jadeante y en completa exhibición. Entonces el hombre llevó su mano a la yerga de Tim, y comenzó a frotarla vigorosamente hacia atrás y hacia adelante. La muchacha esperaba a cada momento que se viniera sobre su cara. Después de un rato de esta sobreexcitación del hijo, el padre llevó de repente la ardiente cabeza de la yerga a la vulva de Bella, y cuando la introducía un verdadero diluvio de esperma salió de ella, para anegar el interior de la muchacha. Tim empezó a retorcerse y a luchar, y terminó por mordería en el brazo. Cuando hubo terminado por completo esta descarga, y el enorme miembro del muchacho dejó de estremerse, el jovenzuelo lo retiró lentamente del cuerpo de Bella, y ésta pudo levantarse. Sin embargo, ellos no tenían intención de dejarla marchar, ya que, después de abrir la puerta, el muchacho miró cautelosamente en torno, y luego, volviendo a colocar la tranca, se volvió hacia Bella para decirle: —Fue divertido, ¿no? —observó—, le dije que mi padre era bueno para esto. —Si, me lo dijiste, pero ahora tienes que dejarme marchar. Anda, sé bueno. Una mueca a modo de sonrisa fue su única respuesta. Bella miró hacia el hombre y quedó aterrorizada al verlo completamente desnudo, desprovisto de toda prenda de vestir, excepción hecha de su camisa y sus zapatos, y en un estado de erección que hacía temer otro asalto contra sus encantos, todavía más terrible que los anteriores. Su miembro estaba literalmente lívido por efecto de la tensión, y se erguía hasta tocar su velludo vientre. La cabeza había engrosado enormemente por efecto de la irritación previa, y de su punta pendía una gota reluciente. ~¿Me dejarás que te joda de nuevo? —preguntó el hombre, al tiempo que agarraba a la damita por la cintura y llevaba la mano de ella a su instrumento. —Haré lo posible —murmuró Bella. Y viendo que no podía contar con ayuda alguna, sugirió que él se sentara sobre el heno para montarse ella a caballo sobre sus rodillas y tratar de insertarse la masa de carne pardusca. Tras de algunas arremetidas y retrocesos entró el miembro, y comenzó una segunda batalla no menos violenta que la primera. Transcurrió un cuarto de hora completo. Al parecer, era el de mayor edad el que ahora no podía lograr la eyaculación. ¡Cuán fastidiosos son!, pensó Bella. —Frótamelo, querida —dijo el hombre, extrayendo su miembro del interior del cuerpo de ella, todavía más duro que antes. Bella lo agarró con sus manecitas y lo frotó hacia arriba y hacia abajo. Tras un rato de esta clase de excitación, se detuvo al observar que el enorme pomo exudaba un chorrito de semen. Apenas lo había encajado de nuevo en su interior, cuando un torrente de leche irrumpió en su seno. Alzándose y dejándose caer sobre él alternativamente, Bella bombeó hasta que él hubo terminado por completo, después de lo cual la dejaron irse.

Al fin llegó el día; despuntó la mañana fatídica en la que la hermosa Julia Delmont había de perder el codiciado tesoro que con tanta avidez se solicita por una parte, y tan irreflexivamente se pierde por otra. Era todavía temprano cuando Bella oyó sus pasos en las escaleras, y no bien estuvieron juntas cuando un millar de agradables temas de charla dieron pábulo a tina conversación animada, hasta que Julia advirtió que habla algo que Bella se reservaba. En efecto, su hablar animoso no era sino una mas-cara quc escondía algo que se mostraba renuente a confiar a su compañera. —Adivino que tienes algo qué decirme, Bella; algo que todavía no me dices, aunque deseas hacerlo. ¿De qué se trata. Bella? —¿No lo adivinas? —preguntó ésta, con una maliciosa sonrisa que jugueteaba alrededor de los hoyuelos que se formaban junto a las comisuras de sus rojos labios. —¿Será algo relacionado con el padre Ambrosio? —preguntó Julia—. ¡Oh, me siento tan terriblemente culpable y apenada cuando le veo ahora, no obstante que él me dijo que no había malicia en lo que hizo! —No la había, de eso puedes estar segura. Pero, ¿qué fue lo que hizo? —¡Oh, si te contara! Me dijo unas cosas.., y luego pasó su brazo en torno a mi cintura y me besó hasta casi quitarme el aliento. —¿Y luego? —preguntó Bella. —¡Qué quieres que te diga, querida! Dijo e hizo mil cosas, ¡hasta llequé a pensar que iba a perder la razón! —Dime algunas de ellas, cuando menos. —Bueno, pues después de haberme besado tan fuertemente, metió sus manos por debajo de mis ropas y jugueteó con mis pies y con mis medias.., y luego deslizó su mano más arriba.., hasta que creí que me iba a desvanecer. — ¡Ah, picaruela! Estoy segura que en todo momento te gustaron sus caricias. —Claro que si. ¿Cómo podría ser de otro modo? Me hizo sentir lo que nunca antes había sentido en toda mi vida. —Vamos, Julia, eso no fue todo. No se detuvo ahí, tú lo sabes. —¡Oh, no, claro que no! Pero no puedo hablarte de lo que hizo después. —¡Déjate de niñerías! —exclamó Bella, simulando estar molesta por la reticencia de su amiga—. ¿Por qué no me lo confiesas todo? —Supongo que no tiene remedio, pero parecía tan escandaloso, y era todo tan nuevo para mí, y sin embargo tan sin malicia... Después de haberme hecho sentir que moría por efecto de un delicioso estremecimiento provocado con sus dedos, de repente tomó mi mano con la suya y la posó sobre algo que tenía él, y que parecía como el brazo de un niño. Me invitó a agarrarlo estrechamente. Hice lo que me indicaba, y luego miré hacía abajo y vi una cosa roja, de piel completamente blanca y con venas azules, con una curiosa punta redonda color púrpura, parecida a una ciruela. Después me di cuenta de que aquella cosa salía entre sus piernas, y que estaba cubierta en su base por una gran mata de pelo negro y rizado. Julia dudó un instante. —Sigue —le dijo Bella, alentándola. —Pues bien; mantuvo mi mano sobre ella e hizo que la frotara una y otra vez. ¡Era tan larga, estaba tan rígida y tan caliente! No cabía dudarlo, sometida como estaba a la excitación por parte de aquella pequeña beldad. —Después tomó mi otra mano y las puso ambas sobre aquel objeto peludo. Me espanté al ver el brillo que adquirían sus ojos, y que su respiración se aceleraba, pero él me tranquilizó. Me llamó querida niña, y, levantándose, me pidió que acariciara aquella cosa dura con mis senos. Me la mostró muy cerca de mi cara. —¿Fue todo? -preguntó Bella, en tono persuasivo. —No, no. Desde luego, no fue todo; ¡pero siento tanta vergüenza...! ¿Debo continuar? ¿Será correcto que divulgue estas cosas? Bien. Después de haber cobijado aquel monstruo en mí seno por algún tiempo, durante el cual latía y me presionaba ardiente y deliciosamente, me pidió que lo besara. Lo complací en el acto. Cuando puse mis labios sobre él, sentí que exhalaba un aroma sensual. A petición suya seguí besándolo. Me pidió que abriera mis labios y que frotara la punta de aquella cosa entre ellos. Enseguida percibí una humedad en mi lengua y unos instantes después un espeso chorro de cálido fluido se derramó sobre mi boca y bañó luego mi cara y mis manos. Todavía estaba jugando con aquella cosa, cuando el ruido de una puerta que se abría en el otro extremo de la iglesia obligó al buen padre a esconder lo que me había confiado, porque —dijo— la gente vulgar no debe saber lo que tú sabes, ni hacer lo que yo te he permitido hacer". Sus modales eran tan gentiles y corteses, que me hicieron sentir que yo era completamente distinta a todas las demás muchachas. Pero dime querida Bella, ¿cuáles eran las misteriosas noticias que querías comunicarme? Me muero por saberlas. —Primero quiero saber si el buen padre Ambrosio te habló o no de los goces... o placeres que proporciona el objeto con el que estuviste jugueteando, y si te explicó alguna de las maneras por medio de las cuales tales deleites pueden alcanzarse sin pecar. —Claro que sí. Me dijo que en determinados casos el entregarse a ellos constituía un mérito. —Supongo que después de casarse, por ejemplo. —No dijo nada al respecto, salvo que a veces el matrimonio trae consigo muchas calamidades, y que en ocasiones es hasta conveniente la ruptura de la promesa matrimonial. Bella sonrió. Recordó haber oído algo del mismo tenor de los sensuales labios del cura. —Entonces, ¿en qué circunstancias, según él, estarían permitidos estos goces? —Sólo cuando la razón se encuentra frente a justos motivos, aparte de los de complacencia, y esto sólo sucede cuando alguna jovencita, seleccionada por los demás por sus cualidades anímicas, es dedicada a dar alivio a los servidores de la religión. —Ya veo —comenté Bella—. Sigue. —Entonces me hizo ver lo buena que era yo, y lo muy meritorio que sería para mí el ejercicio del privilegio que me concedía, y que me entregara al alivio de sus sentidos y de los de aquellos otros a quienes sus votos les prohibían casarse, o la satisfacción por otros medios de las necesidades que la naturaleza ha dado a todo ser viviente. Pero Bella, tú tienes algo qué decirme, estoy segura de ello. —Está bien, puesto que debo decirlo, lo diré; supongo que no hay más remedio. Debes saber, entonces, que el buen padre Ambrosio decidió que lo mejor para ti sería que te iniciaras luego, y ha tomado medidas para que ello ocurra hoy. —¡No me digas! ¡Ay de mí! ¡Me dará tanta vergüenza! ¡Soy tan terriblemente tímida! ~¡Oh, no, querida! Se ha pensado en todo ello. Sólo un hombre tan piadoso y considerado como nuestro querido confesor hubiera podido disponerlo todo en la forma como la ha hecho. Ha arreglado las cosas de modo que el buen padre podrá disfrutar de todas las bellezas que tu encantadora persona puede ofrecerle sin que tú lo veas a él, ni él te vea a ti. ~¿Cómo? ¿Será en la oscuridad, entonces? —De ninguna manera; eso impediría darle satisfacción al sentido de la vista, y perderse el gran gusto de contemplar los deliciosos encantos en cuya posesión tiene puesta su ilusión el querido padre Ambrosio. —Tus lisonjas me hacen sonrojarme, Bella. Pero entonces, ¿cómo sucederán las cosas? —A plena luz —explicó Bella en el tono en que una madre se dirige a su hija—. Será en una linda habitación de mi casa; se te acostará sobre un diván adecuado, y tu cabeza quedará oculta tras una cortina, la que hará las veces de puerta de una habitación más interior, de modo que únicamente tu cuerpo, totalmente desnudo, quede a disposición de tu asaltante. —¡Desnuda! ¡Qué vergüenza! —¡Ah, Julia. mi dulce y tierna Julia! —murmuró Bella—, al mismo tiempo que un estremecimiento de éxtasis recorría su cuerpo—. ¡ Pronto gozarás grandes delicias! ¡ Despertarás los goces exquisitos reservados para los inmortales, y te darás así cuenta de que te estás aproximando al periodo llamado pubertad, cuyos goces estoy segura de que ya necesitas! —¡Por favor, Bella, no digas eso! —Y cuando al fin —siguió diciendo su compañera, cuya imaginación la había conducido ya a sueños carnales que exigían imperiosamente su satisfacción—, termine la lucha, llegue el espasmo, y la gran cosa palpitante dispare su viscoso torrente de líquido enloquecedor. . . ¡Oh! entonces ella sentirá el éxtasis, y hará entrega de su propia ofrenda. —¿Qué es lo que murmuras? Bella se levantó. —Estaba pensando —dijo con aire soñador— en las delicias de eso de lo que tan mal te expresas tú. Siguió una conversación en torno a minucias, y mientras la misma se desarrollaba, encontré oportunidad para oír otro diálogo. no menos interesante para mí, y del cual, sin embargo, no daré más que un extracto a mis lectores. Sucedió en la biblioteca, y eran los interlocutores los señores Delmont y Verbouc. Era evidente que había versado, por increible que ello pudiera parecer, sobre la entrega de la persona de Bella al señor Delmont, previo pago de determinada cantidad, la cual posteriormente sería invertida por el complaciente señor Verbouc para provecho de ‘su querida sobrina No obstante lo bribón y sensual que aquel hombre era, no podía dejar de sobornar de algún modo su propia conciencia por el infame trato convenido. —Sí —decía el complaciente y bondadoso tío—, los intereses de mi sobrina están por encima de todo, estimado señor. No es que sea imposible un matrimonio en el futuro, pero el pequeño favor que usted pide creo que queda compensado por parte nuestra —como hombres de mundo que somos, usted me entiende, puramente como hombres de mundo— por el pago de una suma suficiente para compensaría por la pérdida de tan frágil pertenencia. En este momento dejó escapar la risa, principalmente porque su obtuso interlocutor no pudo entenderle. Al fin se llegó a un acuerdo, y quedaron por arreglarse Únicamente los actos preliminares. El señor Delmont quedó encantado, saliendo de su torpe y estólida indiferencia cuando se le informó que la venta debía efectuarse en el acto, y que por consiguiente tenía que posesionarse de inmediato de la deliciosa virginidad que durante tanto tiempo anheló conquistar. En el ínterin, el bueno y generoso de nuestro querido padre Ambrosio hacia ya algún tiempo que se encontraba en aquella mansión, y tenía lista la habitación donde estaba prevista la consumación del sacrificio. Llegado este momento, después de un festín a título de desayuno, el señor Delmont se encontró con que sólo existía una puerta entre él y la víctima de su lujuria. De lo que no tenía la más remota idea era de quién iba a ser en realidad su víctima. No pensaba más que en Bella. Seguidamente dio vuelta a la cerradura y entró en la habitación, cuyo suave calor templó los estimulados instintos sexuales que estaban a punto de entrar en acción, ¡Qué maravillosa visión se ofreció a sus ojos extasiados! Frente a él, recostado sobre un diván y totalmente desnudo, estaba el cuerpo de una jovencita. Una simple ojeada era suficiente para revelar que era una belleza, pero se hubieran necesitado varios minutos para describirla en detalle, después de descubrir por separado cada una de sus deliciosas partes sus bien torneadas extremidades, de proporciones infantiles; con Unos senos formados por dos de las más selectas y blancas colinas de suave carne, coronadas con dos rosáceos botones; las venas azules que corrían serpenteando aquí y allá, que se veían al través de una superficie nacarada como riachuelos de fluido sanguíneo, y que daban mayor realce a la deslumbrante blancura de la piel. Y además, ¡oh! además el punto central por el que suspiran los hombres: los sonrosados y apretados labios en los que la naturaleza gusta de solozarse, de la que ella nace y a la que vuelve: ¡la source! Allí estaba, a la vista, en casi toda su infantil perfección. Todo estaba allí menos.., la cabeza. Esta importante parte se hacia notar por su ausencia, y las suaves ondulaciones de la hermosa virgen evidenciaban que para ella no era inconveniente que no estuviera a la vista. El señor Delmont no se asombró ante aquel fenómeno, ya que había sido preparado para él, así como para guardar silencio. Se dedicó, en consecuencia, a observar con deleite los encantos que habían sido preparados para solaz suyo. No bien se hubo repuesto de la sorpresa y la emoción causadas por su primera visión de la beldad desnuda, comenzó a sentir los efectos provocados por el espectáculo en los órganos sexuales que responden bien pronto en hombre de su temperamento a las emociones que normalmente deben causarlos. Su miembro, duro y henchido, se destacaba en su bragueta, y amenazaba con salir de su confinamiento. Por lo tanto lo liberé permitiéndole a la gigantesca arma que apareciera sin obstáculos, y a su roja punta que se irguiera en presencia de su presa. Lector: yo no soy más que una pulga, y por lo tanto mis facultades de percepción son limitadas. Por lo mismo carezco de capacidad para describir los pasos lentos y la forma cautelosa en que el embelesado violador se fue aproximando gradualmente a su víctima. Sintiéndose seguro y disfrutando esta confianza, el señor Delmont recorrió con sus ojos y con sus manos todo el cuerpo. Sus dedos abrieron la vulva, en la que apenas había florecido un ligero vello, en tanto que la muchacha se estremeció y contorsionaba al sentir el intruso en sus partes más intimas, para evitar el manoseo lujurioso, con el recato propio de las circunstancias. Luego la atrajo hacia si, y posó sus cálidos labios en el bajo vientre y en los tiernos y sensibles pezones de sus juveniles senos. Con mano ansiosa la tomó por sus ampulosas caderas, y atrayéndola más hacia él le abrió las blancas piernas y se colocó en medio de ellas. Lector: acabo de recordarte que no soy más que una pulga. Pero aun las pulgas tenemos sentimientos, y no trataré de explicarte cuáles fueron los míos cuando contemplé aquel excitado miembro aproximarse a los prominentes labios de la húmeda vulva de Julia. Cerré los ojos. Los instintos sexuales de la pulga macho despertaron en mi, y hubiera deseado —si, lo hubiera deseado ardientemente— estar en el lugar del señor Delmont. Mientras tanto, con firmeza y sin miramientos, él se dio a la tarea demoledora. Dando un repentino brinco trató de adentrarse en las partes vírgenes de la joven Julia, falló el golpe. Lo intentó de nuevo, y otra vez el frustrado aparato quedó tieso y jadeante sobre el palpitante vientre de su víctima. Durante este periodo de prueba Julia hubiera podido sin duda echar a rodar el complot gritando más o menos fuerte, de no haber sido por las precauciones tomadas por el prudente corruptor y sacerdote, el padre Ambrosio.

Julia estaba narcotizada. Una vez más Delmont se lanzó al ataque. Empujó con fuerza hacia adelante, afianzó sus pies en el piso, se enfureció, echó espumarajos y... ¡por fin! la elástica y suave barrera cedió, permitiéndole entrar. Dentro, con una sensación de éxtasis triunfal. Dentro, de modo que el placer de la estrecha y húmeda compresión arrancó a sus labios sellados un gemido de placer. Dentro, basta que su arma, enterrada hasta los pelos de su bajo vientre, quedó instalada, palpitante y engruesando por momentos en la funda de ella, ajustada como un guante. Siguió entonces una lucha que ninguna pulga sería capaz de describir. Gemidos de dicha y de sensaciones de arrobo escaparon de sus labios babeantes. Empujó y se inclinó hacia adelante con los ojos extraviados y los labios entreabiertos, e incapaz de impedir la rápida consumación de su libidinoso placer, aquel hombrón entregó su alma, y con ella un torrente de fluido seminal que, disparado con fuerza hacia adentro, bañó la matriz de su propia hija. De todo ello fue testigo Ambrosio, que se escondió para presenciar el lujurioso drama, mientras Bella, al otro lado de la cortina, estaba lista para impedir cualquier comunicación hablada de parte de su joven visitante. Esta precaución fue, empero, completamente innecesaria, ya que Julia, lo bastante recobrada de los efectos del narcótico para poder sentir el dolor, se había desmayado.


Capítulo XI

Tan pronto como hubo acabado el combate, y el vencedor, levantándose del tembloroso cuerpo de la muchacha, Comenzó a recobrarse del éxtasis provocado por tan delicioso encuentro, se corrió repentinamente la cortina, y apareció la propia Bella detrás de la misma. Si de repente una bala de cañón hubiera pasado junto al atónito señor Delmont, no le habría causado ni la mitad de la consternación que sintió cuando, sin dar completo crédito a sus ojos, se quedó boquiabierto contemplando, alternativamente, el cuerpo postrado de su víctima y la aparición de la que creía que acababa de poseer. Bella, cuyo encantador "negligée" destacaba a la perfección sus juveniles encantos, aparentó estar igualmente estupefacta, pero, simulando haberse recuperado, dio un paso atrás con una perfectamente bien estudiada expresión de alarma. —¿Qué... qué es todo esto? —preguntó Delmont, cuyo estado de agitación le impidió incluso advertir que todavía no había puesto orden en su ropa, y que aún colgaba entre sus piernas el muy importante instrumento con el que acababa de dar satisfacción a sus impulsos sexuales, todavía abotagado y goteante, plenamente expuesto entre sus piernas. —¡Cielos! ¿Será posible que haya cometido yo un error tan espantoso? —exclamó Bella, echando miradas furtivas a lo que constituía una atractiva invitación.

—Por piedad, dime de qué error se trata, y quién está ahí —clamó el tembloroso violador, señalando mientras hablaba la desnuda persona recostada frente a él. —¡Oh, retírese! ¡Váyase! —gritó Bella, dirigiéndose rápidamente hacia la muerta seguida por el señor Delmont, ansioso de que se le explicara el misterio. Bella se encaminó a un tocador adjunto, cerró la puerta, asegurándola bien, y se dejó caer sobre un lujoso diván, de manera que quedaran a la vista sus encantos, al mismo tiempo que simulaba estar tan sobrecogida de horror, que no se daba cuenta de la indecencia de su postura. —¡Oh! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? —sollozaba, con el rostro escondido entre sus manos, aparentemente angustiada. Una terrible sospecha cruzó como rayo por la mente de su acompañante, quien jadeante y semiahogado por la emoción, indagó: —¡Habla! ¿Quién era...? ¿Quién? —No tuve la culpa. No podía saber que era usted el que habían traído para mí... y no sabiéndolo.., puse a Julia en mi lugar. El señor Delmont se fue para atrás, tambaleándose. Una sensación todavía confusa de que algo horrible había sucedido se apoderó de su ser; un vértigo nubló su vista, y luego, gradualmente, fue despertando a la realidad. Sin embargo, antes de que pudiera articular una sola palabra, Bella —bien adiestrada sobre la forma en que tenía que actuar— se apresuró a impedirle que tuviera tiempo de pensar. —¡Chist! Ella no sabe nada. Ha sido un error, un espantoso error, y nada más. Si está decepcionado es por culpa mía, no suya. Jamás me pasó por el pensamiento que pudiera ser usted. Creo —añadió haciendo un lindo puchero, sin dejar por ello de lanzar una significativa mirada de reojo al todavía protuberante miembro— que fue muy poco amable de ellos no haberme dicho que se trataba de usted. El señor Delmont tenía frente a él a la hermosa muchacha. Lo cierto era que, independientemente del placer que hubiere encontrado en el incesto involuntario, se había visto frustrado en su intención original, perdiendo algo por lo que había pagado muy buen precio. ~¡Oh, si ellos descubrieran lo que he hecho! —murmuró Bella, modificando ligeramente su postura para dejar a la vista una de sus piernas hasta la altura de la rodilla. Los ojos de Delmont centellearon. A despecho suyo volvía a sentirse calmado; sus pasiones animales afloraban de nuevo. —¡Si ellos lo descubrieran! —gimió otra vez Bella. Al tiempo que lo decía, se medio incorporó para pasar sus lindos brazos en torno al cuello del engañado padre. El señor Delmont la estrechó en un firme abrazo. —¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto? —susurró Bella, que con una mano había asido el pegajoso dardo de su acompañante, y se entretenía en estrujarlo y moldearlo con su cálida mano. El cuitado hombre, sensible a sus toques y a todos sus encantos, y enardecido de nuevo por la lujuria, consideró que lo mejor que le deparaba su sino era gozar su juvenil doncellez. —Si tengo que ceder —dijo Bella—, tráteme con blandura. ¡Oh, qué manera de tocarme ¡Oh, quite de ahí esa mano! ¡Cielos! ¿Qué hace usted? No tuvo tiempo más que para echar un vistazo a su miembro de cabeza enrojecida, rígido y más hinchado que nunca, y unos momentos después estaba ya sobre ella. Bella no ofreció resistencia, y enardecido por su ansia amorosa, el señor Delmont encontró enseguida el punto exacto. Aprovechándose de su posición ventajosa empujó violentamente con su pene todavía lubricado hacia el interior de las tiernas y juveniles partes íntimas de la muchacha. Bella gimió. Poco a poco el dardo caliente se fue introduciendo más y más adentro, hasta que se juntaron sus vientres, y estuvo él metido hasta los testículos. Seguidamente dio comienzo una violenta y deliciosa batalla, en la que Bella desempeñó a la perfección el papel que le estaba asignado, y excitada por el nuevo instrumento de placer, se abandonó a un verdadero torrente de deleites. El señor Delmont siguió pronto su ejemplo, y descargó en el interior de Bella una copiosa corriente de su prolífica esperma. Durante algunos momentos permanecieron ambos ausentes, bañados en la exudación de sus mutuos raptos, y jadeantes por el esfuerzo realizado, hasta que un ligero ruido les devolvió la noción del mundo. Y antes de que pudieran siquiera intentar una retirada, o un cambio en la inequívoca postura en que se encontraban, se abrió la puerta del tocador y aparecieron, casi simultáneamente, tres personas. Estas eran el padre Ambrosio, el señor Verbouc y la gentil Julia Delmont. Entre los dos hombres sostenían el semidesvanecido cuerpo de la muchacha, cuya cabeza se inclinaba lánguidamente a un lado, reposando sobre el robusto hombro del padre, mientras Verbouc, no menos favorecido por la proximidad de la muchacha, sostenía el liviano cuerpo de ésta con un brazo nervioso, y contemplaba su cara con mirada de lujuria insatisfecha, que sólo podría igualar la reencarnación del diablo. Ambos hombres iban en desabillé apenas decente, y la infortunada Julia estaba desnuda, tal como, apenas un cuarto de hora antes, había sido violentamente mancillada por su propio padre. —¡Chist! —susurró Bella, poniendo su mano sobre los labios de su amoroso compañero—. Por el amor de Dios, no se culpe a si mismo. Ellos no pueden saber quién hizo esto. Sométase a todo antes que confesar tan espantoso hecho. No tendría piedad. Estése atento a no desbaratar sus planes. El señor Delmont pudo ver de inmediato cuán ciertos eran los augurios de Bella. —¡Ve, hombre lujurioso! —exclamó el piadoso padre Ambrosio—. ¡Contempla el estado en que hemos encontrado a esta pobre criatura! Y posando su manaza sobre el lampiño monte de Venus de la joven Julia, exhibió impúdicamente a los otros sus dedos escurriendo la descarga paternal. —¡Espantoso! —comentó Verbouc—. ¡Y si llegara a quedar embarazada! —¡Abominable! —gritó el padre Ambrosio—. Desde luego tenemos que impedirlo. Delmont gemiro Mientras tanto., Ambrosio y su coadjutor introdujeron a su joven víctima en la habitación, y comenzaron a tentar y a acariciar todo su cuerpo, y a dedicarse a ejecutar todos los actos lascivos que preceden a la desenfrenada entrega a la posesión lujuriosa. Julia, aún bajo los efectos del sedante que le habían administrado, y totalmente confundida por el proceder de aquella virtuosa pareja, apenas se daba cuenta de la presencia de su digno padre. que todavía se encontraba sujeto por los blancos brazos de Bella, y con su miembro empotrado aún en su dulce vientre. ~¡Vean cómo corre la leche piernas abajo! —exclamó Verbouc, introduciendo nerviosamente su mano entre los muslos de Julia—. ¡Qué vergüenza! —Ha escurrido hasta sus lindos píececítos —observó Ambrosio, alzándole una de sus bien torneadas piernas, con la pretensión de proceder al examen de sus finas botas de cabritilla, sobre las que se podía ver más de una gota de líquido seminal, al mismo tiempo que con ojos de fuego exploraba con avidez la rosada grieta que de aquella manera quedó expuesta a su mirada. Delmont gimió de nuevo. —¡Oh. Dios qué belleza! —gritó Verbouc, dando una palmada en sus redondas nalgas—. Ambrosio: proceda para evitar cualquier posible consecuencia de un hecho tan fuera de lo común. Únicamente la emisión de un hombre vigoroso puede remediar una situación semejante. —Sí, es cierto, hay que administrársela —murmuró Ambrosio, cuyo estado de excitación durante este intervalo puede ser mejor imaginado que descrito. Su sotana se alzaba manifiestamente por la parte delantera, y todo su comportamiento delataba sus violentas emociones. Ambrosio se despojó de su sotana y dejó en libertad su enorme miembro, cuya rubicunda e hinchada cabeza parecía amenazar a los cielos. Julia, terriblemente asustada, inició un débil movimiento de huida mientras el señor Verbouc, gozoso, la sostenía exhibiéndola en su totalidad. Julia contempló por segunda vez el miembro terriblemente erecto de su confesor, y. adivinando sus intenciones por razón de la experiencia de iniciación por la que acababa de pasar, casi se desvaneció de pánico. Ambrosio, como sí tratara de ofender los sentimientos de ambos —padre e hija— dejó totalmente expuestos sus tremendos órganos genitales, y agitó el gigantesco pene en sus rostros. Delmont, presa del terror, y sintiéndose en manos de los dos complotados, contuvo la respiración y se refugió tras de Bella, la que, plenamente satisfecha por el éxito de la trama, se dedicó a aconsejarle que no hiciera nada y les permitiese hacer su voluntad. Verbouc, que había estado tentando con sus dedos las húmedas partes íntimas de la pequeña Julia, cedió la muchacha a la furiosa lujuria de su amigo, disponiéndose a gozar de su pasatiempo favorito de contemplar la violación. El sacerdote, fuera de sí a causa de la lujuria que lo embargaba, se quitó las prendas de vestir más íntimas, sin que por ello perdiera rigidez su miembro durante la operación y procedió a la deliciosa tarea que le esperaba, "Al fin es mía". murmuro. Ambrosio se apoderó en el acto de su presa, pasó sus brazos en torno a su cuerpo, y la levantó en vilo para llevar a la temblorosa muchacha al sofá próximo y lanzarse sobre su cuerpo desnudo. Y se entregó en cuerpo y alma a darse satisfacción. Su monstruosa arma, dura como el acero, tocaba ya la rajita rosada, la que, si bien había sido lubricada por el semen del señor Delmont, no era una funda cómoda para el gigantesco pene que la amenazaba ahora. Ambrosio proseguía sus esfuerzos, y el señor Delmont sólo podía ver, mientras lz~ figura del cura se retorcía sobre el cuerpo de su hijita, una ondulante masa negra y sedosa. Con sobrada experiencia para verse obstaculizado durante mucho rato, Ambrosio iba ganando terreno, y era también lo bastante dueño de sí para no dejarse arrastrar demasiado pronto por el placer, venció toda oposición, y un grito desgarrador de Julia anunció la penetración del inmenso ariete. Grito tras grito se fueron sucediendo hasta que Ambrosio, al fin firmemente enterrado en el interior de la jovencita, advirtió que no podía ahondar más, y comenzó los deliciosos movimientos de bombeo que habían de poner término a su placer, a la vez que a la tortura de su víctima. Entretanto Verbouc, cuya lujuria había despertado con violencia a la vista de la escena entre el señor Delmont y su hija, y la que subsecuentemente protagonizaron aquel insensato hombre y su sobrina, corrió hacia Bella y, apartándola del abrazo en que la tenía su desdichado amigo, le abrió de inmediato las piernas, dirigió una mirada a su orificio, y de un solo empujón hundió su pene en su cuerpo, para disfrutar de las más intensas emociones, en una vulva ya bien lubricada por la abundancia de semen que había recibido. Ambas parejas estaban en aquel momento entregadas a su delirante copulación, en un silencio sólo alterado por los quejidos de la semiconsciente Julia, el estertor de la respiración del bárbaro Ambrosio, y los gemidos y sollozos del señor Verbouc. La carrera se hizo más rápida y deliciosa. Ambrosio, que a la fuerza había adentrado en la estrecha rendija de la jovencita su gigantesco pene, hasta la mata de pelos negros y rizados que cubrían su raíz, estaba lívido de lujuria. Empujaba. impelía y embestía con la fuerza de un toro, y de no haber sido porque al fin la naturaleza la favoreció llevando su éxtasis a su culminación, hubiera sucumbido a los efectos de tan tremenda excitación, para caer presa de un ataque que probablemente hubiera imposibilitado para siempre la repetición de una escena semejante. Un fuerte grito se escapó de la garganta de Ambrosio. Verbouc sabía bien lo que ello representaba: se estaba viniendo. Su éxtasis sirvió para apresurar a la otra pareja, y un aullido de lujuria llenó el ámbito mientras los dos monstruos inundaban a sus víctimas de líquido seminal. Pero no bastó una, sino que fueron precisas tres descargas de la prolífica esencia del cura en la matriz de la tierna joven, para que se apaciguara la fiebre de deseo que había hecho presa de él. Decir simplemente que Ambrosio había descargado, no daría una idea real de los hechos. Lo que en realidad hizo fue arrojar verdaderos borbotones de semen en el interior de Julia, en espesos y fuertes chorros, al tiempo que no cesaba de lanzar gemidos de éxtasis cada vez que una de aquellas viscosas inyecciones corría a lo largo de su enorme uretra, y fluían en torrentes en el interior del dilatado receptáculo. Transcurrieron algunos minutos antes de que todo terminara, y el brutal cura abandonara su ensangrentada y desgarrada víctima. Al propio tiempo el señor Verbouc dejaba expuestos los abiertos muslos y la embadurnada vulva de su sobrina, la cual yacía todavía en el soñoliento trance que sigue al deleite intenso, despreocupada de la espesa exudación que, gota a gota, iba formando un charco en el suelo, entre sus piernas enfundadas en seda.

—¡Ah, qué delicia! —exclamó Verbouc—. Después de todo, se encuentra deleite en el cumplimiento del deber, ¿no es asi, Delmont? Y volviéndose hacia el anhelado sujeto, continuó: —Si el padre Ambrosio y yo mismo no hubiéramos mezclado nuestras humildes ofrendas con la prolífica esencia que al parecer aprovecha usted tan bien, nadie hubiera podido predecir qué entuerto habría acontecido. ¡Oh, sí!, no hay nada como hacer las cosas debidamente, ¿no es cierto, Delmont? —No lo sé; me siento enfermo, estoy como en un sueño, sin que por ello sea insensible a sensaciones que me provocan un renovado deleite. No puedo dudar de su amistad.., de que sabrán mantener el secreto. He gozado mucho, y sin embargo, sigo excitado. No sabría decir lo que deseo. ¿Qué será, amigos míos? El padre Ambrosio se aproximó, y posando su manaza sobre el hombro del pobre hombre, le dio aliento con unas cuantas palabras susurradas en tono reconfortante. Como una pulga que soy, no puedo permitirme la libertad de mencionar cuáles fueron dichas palabras, pero surtieron el efecto de disipar pronto las nubes de horror que obscurecían la vida del señor Delmont. Se sentó, y poco a poco fue recobrando la calma. Julia, también recuperada ya, tomó asiento junto al fornido sacerdote, que al otro lado tenía a Bella. Hacía ya tiempo que ambas muchachas se sentían más o menos a gusto. El santo varón les hablaba como un padre bondadoso, y consiguió que el señor Delmont abandonara su actitud retraída, y que este honorable hombre, tras una copiosa libación de vino, comen-zara asimismo a sentirse a sus anchas en el medio en que se encontraba, Pronto los vigorizantes vapores del vino surtieron su efecto en el señor Delmont, que empezó a lanzar ávidas miradas hacia su hija. Su excitación era evidente, y se manifestaba en el bulto que se advertía balo sus ropas. Ambrosio se dio cuenta de su deseo y lo alentó. Lo llevó junto a Julia. la que, todavía desnuda, no tenía manera de ocultar sus encantos. Su padre la miró con ojos en los que predominaba la lujuria. Una segunda vez ya no sería tan pecaminosa, pensó. Ambrosio asintió con la cabeza para alentarlo, mientras Bella desabrochaba sus pantalones para apoderarse de su rígido pene, y apretarlo dulcemente entre sus manos. El señor Delmont entendió la posición, y pocos instantes después estaba encima de su hija. Bella condujo el incestuoso miembro a los rojos labios del sexo de Julia, y tras unos empujones más, el semienloquecido padre había penetrado por completo en el interior del cuerpo de su linda hija. La lucha que siguió se vio intensificada por las circunstancias de aquella horrible conexión. Tras de un brutal y rápido galope el señor Delmont descargó, y su hija recibió en lo más recóndito de su juvenil matriz las culpables emisiones de su desnaturalizado padre. El padre Ambrosio, en quien predominaba el instinto sexual, tenía otra debilidad más, que era la de predicar. Lo hizo por espacío de una hora, no tanto sobre temas religiosos, sino refiriéndose a otras cuestiones más mundanas, y que desde luego no suelen ser sancionadas por la santa madre iglesia. En esta ocasión pronunció un discurso que me fue imposible seguir, por lo que decidí echarme a dormir en la axila de Bella. Ignoro cuánto tiempo más hubiera durado su disertación, pero como en aquel punto la gentil Bella se posesionó de su enorme colgajo entre sus manecitas y comenzó a cosquillearlo, el buen hombre se vio obligado a hacer una pausa, justificada por las sensaciones despertadas por ella, Verbouc, por su parte, que según se recordará lo único que codiciaba era un coño bien lubricado, sólo se preocupaba por lo bien aceitadas que estaban las deliciosas partes íntimas de la recién ganada para la causa, Julia. Además, la presencia del padre contribuía a aumentar el apetito, en lugar de constituir un impedimento para que aquellos dos libidinosos hombres se abstuvieran de gozar de los encantos de su hija. Y Bella, que todavía sentía escurrir el semen de su cálida vulva, era presa de anhelos que las batallas anteriores no habían conseguido apaciguar del todo. Verbouc comenzó a ocuparse de nuevo de los infantiles encantos de Julia aplicándoles lascivos toquecitos, pasando impúdicamente sus manos sobre las redondeces de sus nalgas, y deslizando de vez en cuando sus dedos entre las colinas. El padre Ambrosio, no menos activo, había pasado su brazo en torno a la cintura de Bella, y acercando a él su semidesnudo cuerpo depositaba en sus lindos labios ardientes besos. A medida que ambos hombres se entregaban a estos jugueteos, el deseo se comunicaba en sus armas, enrojecidas e inflamadas por efecto de los anteriores escarceos, y firmemente alzadas con la amenazadora mira puesta en las jóvenes criaturas que estaban en su poder. Ambrosio, cuya lujuria nunca requería de grandes incentivos, se apoderé bien pronto de Bella. Esta se dejó ser acostada sobre el sofá que ya había sido testigo de dos encuentros anteriores, donde, nada renuente, siguió por el contrario estimulando el desnudo y llameante carajo. para permitirle después introducirse entre sus muslos, favoreciendo el desproporcionado ataque lo más que le fue posible, hasta enterrar por entero en su húmeda hendidura el terrible instrumento. El espectáculo excité de tal modo los sentimientos del señor Delmont, que se hizo evidente que no necesitaba ya de mayor estímulo para intentar un segundo coup una vez que el cura hubiese terminado su asalto. El señor Verbouc, que durante algún tiempo estuvo lanzando lascivas miradas a la hija del señor Delmont, estaba también en condiciones de gozar una vez más. Reflexionaba que las repetidas violaciones que ya había experimentado ella de parte de su padre y del sacerdote, la habrían dejado preparada para la clase de trabajo que le gustaba realizar, y se daba cuenta, tanto por la vista como por el tacto, de que sus partes intimas estaban suficientemente lubricadas para dar satisfacción a sus más caros antojos, debido a las violentas descargas que habían recibido. Verbouc lanzó una mirada en dirección al cura, que en aquellos momentos estaba entretenido en gozar de su sobrina, y acercándose después a la bella Julia la colocó sobre un canapé en postura idónea para poder hundir hasta los testículos su rígido miembro en el delicado cuerpo de ella, lo que consiguió, aunque con considerable esfuerzo. Este nuevo e intenso goce llevó a Verbouc a los bordes de la enajenación; presionando contra la apretada vulva de la jovencita, que le ajustaba como un guante, se estremecía de gozo de pies a cabeza. —¡Oh, esto es el mismo cielo! —murmuró, mientras hundía su qran miembro hasta los testículos pegados a la base del mismo. ~—¡Dios mío, qué estrechez! ¡Qué lúbrico deleite! Y otra firme embestida le arrancó un quejido a la pobre Julia. Entretanto el padre Ambrosio, con los ojos semicerrados, los labios entreabiertos y las ventanas de la nariz dilatadas, no cesaba de batirse contra las hermosas partes íntimas de la joven Bella, cuya satisfacción sexual denunciaban sus lamentos de placer. —¡Oh, Dios mío! ¡Es... es demasiado grande... enorme vuestra inmensa cosa! ¡Ay de mi, me llega hasta la cintura! ¡Oh! ¡Oh! ¡Es demasiado; no tan recio, querido padre! ¡Cómo empujáis! ¡Me mataréis! Suavemente.., más despacio. . . Siento vuestras grandes bolas contra mis nalgas. —¡Detente un momento! —gritó Ambrosio, cuyo placer era ya incontenible, y cuya leche estaba a punto de vertirse—. Hagamos una pausa. ¿Cambiamos de pareja, amigo mío? Creo que la idea es atractiva. —¡No, oh, no! ¡Ya no puedo más! Tengo que seguir. Esta hermosa criatura es la delicia en persona. —Estate quieta, querida Bella, o harás que me venga. No oprimas mi arma tan arrebatadoramente. —No puedo evitarlo, me matas de placer. Anda, sigue, pero suavemente. ¡Oh, no tan bruscamente! No empujes tan brutalmente. ¡Cielos, va a venirse! Sus ojos se cierran, sus labios se abren... ¡Dios mío! Me estáis matando, me descuartizáis con esa enorme cosa. ¡Ah! ¡Oh! ¡Veníos, entonces! Veníos querido.., padre... Ambrosio. Dadme vuestra ardiente leche... ¡Oh! ¡Empujad ahora! ¡Más fuerte.., más.., matadme si así lo deseáis! Bella pasó sus blancos brazos en torno al bronceado cuello de él, abrió lo más que pudo sus blandos y hermosos muslos, y engulló totalmente el enorme instrumento, hasta confundir y restregar su vello con el de su monte de Venus. Ambrosio sintió que estaba a punto de lanzar una gran emisión directamente a los órganos vitales de la criatura que se encontraba debajo de él.

—¡Empujad, empujad ahora! —gritó Bella, olvidando todo sentido de recato, y arrojando su propia descarga entre espasmos de placer—. ¡Empujad... empujad... metedlo bien adentro...! ¡Oh, sí de esa manera! ¡Dios mío, qué tamaño, qué longitud! Me estáis partiendo en dos, bruto mío. ¡Oh, oh! ¡Os estáis viniendo. . . lo siento...! ¡Dios ..... . qué leche! iOh, qué chorros! Ambrosio descargaba furiosamente, como el semental que era, embistiendo con todas sus fuerzas el cálido vientre que estaba debajo de él. Al fin se levantó de mala gana de encima de Bella, la cual, libre de sus tenazas, se volteó para ver a la otra pareja. Su tío estaba administrando una rápida serie de cortas embestidas a su amiguita, y era evidente que estaba próximo al éxtasis. Julia, por su parte, cuya reciente violación y el tremendo trato que recibió después a manos del bruto de Ambrosio la habían lastimado y enervado, no experimentaba el menor gusto, pero dejaba hacer, como una masa inerte en brazos de su asaltante. Cuando al fin, tras algunos empujones más, Verbouc cayó hacia adelante al momento de hacer su voluptuosa descarga, de lo único que ella se dio cuenta fue de que algo caliente era inyectado con fuerza en su interior, sin que experimentara más sensaciones que las de languidez y fatiga. Siguió otra pausa tras de este tercer ultraje, durante la cual el señor Delmont se desplomó en un rincón, y aparentemente se quedó dormido. Comenzó entonces una serie de actividades eróticas. Ambrosio se recostó sobre el canapé, e hizo que Bella se arrodillara sobre él con el fin de aplicar sus labios sobre su húmeda vulva, para llenarla de besos y toques de lo más lascivo y depravado que imaginarse pueda. El señor Verbouc, no queriendo ser menos que su compañero, jugueteó de manera igualmente libidinosa con la inocente Julia. Después la tendieron sobre el sofá, y prodigaron toda clase de caricias a sus encantos, no ocultando su admiración por su lampiño monte de Venus, y los rojos labios de su coño juvenil. No tardaron en verse evidenciados sus deseos por el enderezamiento de dos rígidos miembros, otra vez ansiosos de gustar placeres tan selectos y extáticos como los gozados anteriormente. Sin embargo, en aquel momento se puso en ejecución un nuevo programa. Ambrosio fue el primero en proponerlo. —Ya nos hemos hartado de sus coños —dijo crudamente, volviéndose hacia Verbouc, que estaba jugueteando con los pezones de Bella—. Ahora veamos de qué están hechos sus traseros. Esta adorable criatura sería un bocado digno del propio Papa, y Bella tiene nalgas de terciopelo, y un culo digno de que un emperador se venga dentro de él. La idea fue aceptada enseguida, y se procedió a asegurar a las víctimas para poder llevarla a cabo. Resultaba monstruoso. y parecía imposible el poderlo consumar, a la vista de la desproporción existente. El enorme miembro del cura quedó apuntando al pequeño orificio posterior de Julia, en tanto que Verbouc amenazaba a su sobrina en la misma dirección. Un cuarto de hora se consumió en los preparativos, y después de una espantosa escena de lujuria y libertinaje, ambas jóvenes recibieron en sus entrañas los cálidos chorros de las impías descargas. Al fin la calma sucedió a las violentas emociones que habían hecho presa en los actores de tan monstruosa escena, y la atención se fijó de nuevo en el señor Delmont. Aquel digno ciudadano, como ya señalé anteriormente, se había retirado a un rincón apartado, quedando al parecer vencido por el sueño, o embriagado por el vino, o tal vez por ambas cosas. —Está muy tranquilo —observó Verbouc. —Una conciencia diabólica es mala compañía —observó el padre Ambrosio, con su atención concentrada en el lavado de su oscilante instrumento. —Vamos, amigo, llegó tu turno. He aquí un regalo para ti —siguió diciendo Verbouc, al tiempo que mostraba en todo su esplendor, para darle el adecuado ambiente a sus palabras, los encantos más íntimos de la casi insensible Julia—. Levántate y disfrútalos. ¿Pero, qué ocurre con este hombre? ¡Cielos!, que... ¿qué es esto? Verbouc dio un paso atrás. El padre Ambrosio se inclinó sobre el desdichado Delmont para auscultar su corazón. —Está muerto —dijo tranquilamente. Efectivamente, había fallecido.



Capítulo XII

La muerte repentina es un suceso común, especialmente los casos de personas cuyos antecedentes han hecho suponer la existencia de algún trastorno funcional, de manera que la sorpresa pronto cede su lugar a los habituales testimonios de condolencia, y luego a un estado de resignación a un suceso que nada tiene de extraño.
La transición puede expresarse de la siguiente manera: —¿Quién iba a creerlo? —¿Es posible? —Siempre lo sospeché. —¡Pobre amigo! —Nadie debe sorprenderse. Esta interesante fórmula fue debidamente aplicada cuando el infeliz señor Delmont rindió su tributo a la madre tierra, como dice la frase común. Una quincena después que el infortunado caballero hubo abandonado esta vida, todos sus amigos estuvieron acordes en que desde hacia tiempo habían descubierto síntomas que más tarde o más temprano tenían que resultar fatales. Casi se enorgullecían de su perspicacia, aun cuando admitían reverentemente los inescrutables designios de la providencia. Por lo que hace a mí, seguía mi vida más o menos como de ordinario, salvo que se me figuró que las piernas de Julia debían tener un saborcillo más picante que las de Bella, y en consecuencia las sangré regularmente para mi sustento, por la mañana y por la noche. Nada más natural que Julia pasara la mayor parte de su tiempo junto a su querida amiga Bella, y que el sensual padre Ambrosio y su protector, el libidinoso pariente de mi querida Bella, trataran de encontrar el momento oportuno para repetir las anteriores experiencias con la joven y dócil muchacha. Que asi fue puedo atestiguarlo bien, ya que mis noches fueron de lo más desagradables e incómodas, siempre expuesta a interrupciones en mi reposo por las incursiones de largos y peludos miembros por los vericuetos de las ingles en que me había refugiado yo temporalmente, y siempre en peligro de yerme arrastrada por los horriblemente espesos torrentes de viscoso semen animal. En resumen, la joven e impresionable Julia estaba completamente ahormada, y Ambrosio y su amigo disfrutaban a sus anchas poseyéndola. Ellos habían alcanzado sus objetivos. ¿Qué les importaban los sacrificios de ellos? Mientras tanto, otros y muy distintos eran los pensamientos de Bella, a la que yo había abandonado. Pero a la larga, sintiéndome hasta cierto punto asqueada por la demasiada frecuencia con que me entregaba a la nueva dieta, resolví abandonar las medias de la linda Julia, y retornar —revenir a mon mouton, como dicen los franceses— a la dulce y suculenta alimentación de la salaz Bella. Así lo hice, y voici le resultat: Una noche Bella se acostó bastante más temprano que de costumbre. El padre Ambrosio estaba ausente por haber sido enviado en misión a una apartada parroquia, y su querido y complaciente tío padecía un fuerte ataque de gota, padecimiento que en los últimos tiempos lo aquejaba con relativa frecuencia. La muchacha se había ya arreglado el cabello para pasar la noche, y se había también desprovisto de algunas de sus ropas. Se estaba quitando su camisa de noche, la que tenía que pasar por la cabeza, y en el curso de esta operación inadvertidamente se le cayeron los calzones, dejando al descubierto, frente al espejo, las hermosas protuberancias y la exquisita suavidad y transparencia de la piel de sus nalgas. Tanta belleza hubiera enardecido a un anacoreta, pero ¡ay! no había en aquel momento ningún asceta a la vista susceptible de enardecerse. En cuanto a mí, poco faltó para que me quebrara la más larga de mis antenas, y me torciera mi pata derecha en sus contorsiones por extraer la prenda por encima de su cabeza. Llegados a este punto debo explicar que desde que el astuto padre Clemente se había visto privado de gozar los encantos de Bella, renovó el bestial y nada piadoso juramento de que, aunque fuere por sorpresa, se apoderaría de nuevo de la fortaleza que ya una vez había sido suya. El recuerdo de su felicidad arrancaba lágrimas a sus sensuales ojitos, al tiempo que, por reflejo, se distendía su enorme miembro. Clemente formuló el terrible juramento de que jodería a Bella en estado natural, según sus propias y brutales palabras, y yo, que no soy más que una pulga, las oí y comprendí su alcance. La noche era oscura y llovía. Ambrosio estaba ausente y Verbouc enfermo y desamparado. Era forzoso que Bella estuviera sola. Todas estas circunstancias las conocía bien Clemente, y obró en consecuencia. Alentado por sus recientes experiencias sobre la geografía de la vecindad, se encaminó directamente a la ventana de la habitación de Bella, y habiéndola encontrado como esperaba, sin correr el pestillo y. por lo tanto, abierta, entró con toda tranquilidad y gateó hasta meterse debajo de la cama. Desde este punto de vista Clemente contempló con pulso palpitante la toilette de la hermosa Bella, hasta el momento en que comenzó a quitarse la camisa en la forma que ya he descrito. Entonces pudo Clemente gozar de la vista de la muchacha en toda su espléndida desnudez, y mugió ahogadamente como un toro. En la posición yacente en que se encontraba no tenía dificultad alguna para ver de cintura abajo la totalidad del cuerpo de ella y sus ojos se solazaban en la contemplación de los globos gemelos que formaban sus nalgas, abriéndose y cerrándose a medida que la muchacha retorcía su elástico cuerpo en el esfuerzo por pasar la camisa por encima de su cabeza. Clemente no pudo aguantar más tiempo; su deseo alcanzó el punto de ebullición, y sin ruido pero prontamente, se deslizó fuera de su escondite para alzarse frente a ella, y sin pérdida de tiempo abrazó el desnudo cuerpo con una de sus manos, mientras colocaba la otra sobre sus rojos labios. El primer impulso de Bella fue el de gritar, pero este recurso femenino le estaba vedado. Su segunda idea fue desmayarse, y es por la que hubiera optado de no haber mediado cierta circunstancia. Esta circunstancia era el hecho de que mientras el audaz asaltante la mantenía firmemente sujeta junto a él, algo duro, largo y caliente presionaba de modo insistente entre sus suaves nalgas, y yacía palpitante entre la separación de ellas y a lo largo de su espalda. En ese crítico momento los ojos de Bella tropezaron con la imagen de él en el espejo de la cómoda, y reconocieron a sus espaldas el feo y abotagado rostro del sensual sacerdote, coronado por un círculo de rebelde cabello rojo. Bella comprendió la situación en un abrir y cerrar de ojos. Hacia ya casi una semana que se había desprendido de los abrazos de Ambrosio y su tío, y tal hecho tuvo mucho que ver, desde luego, en lo que siguió. Lo que hizo a partir de aquel momento fue puro disimulo de la lasciva muchacha. Se dejó caer suavemente de espaldas sobre la vigorosa figura del padre Clemente, y creyendo este feliz individuo que realmente se desmayaba, al mismo tiempo que retiraba la mano con que le cerraba la boca empleó ambos brazos para sostenerla. La irresistible belleza de la persona que sostenía entre sus brazos llevó la excitación de Clemente casi hasta la locura. Bella estaba prácticamente desnuda, y él deslizó sus manos sobre su pulida piel, mientras su inmensa arma, ya rígida y distendida por efecto de la impaciencia, palpitaba vigorosamente al contacto con la hermosa que tenía abrazada. Tembloroso, Clemente acercó su rostro al de ella, e imprimió un largo y voluptuoso beso sobre sus dulces labios. Bella se estremeció y abrió los ojos. Clemente renovó sus caricias. —¡Oh! —exclamó lánguidamente—. ¿Cómo osáis venir aquí? ¡Por favor, soltadme en el acto! ¡Es vergonzoso! Clemente sonrió con aire de satisfacción. Siempre había sido feo, pero en aquel momento resultaba verdaderamente odioso por su terrible lujuria. —Así es —dijo—. Es una vergüenza tratar de esta manera a una muchacha tan linda, ¡pero es tan delicioso, vida mía! Bella suspiró. Más besos y un deslizamiento de manos sobre su desnudo cuerpo. Una mano grande y tosca se posó sobre su monte de Venus, y un atrevido dedo, separando los húmedos labios, se introdujo en el interior de la cálida rendija para tocar el sensible clítoris. Bella cerró los ojos y dejó escapar otro suspiro, al propio tiempo que aquel sensible órgano comenzaba a su vez a distenderse. En el caso de mi joven amiga no era en modo alguno un órgano diminuto, ya que a causa del lascivo masaje del feo Clemente se alzó, se puso rígido, y se asomó partiendo casi los labios por sí solo. Bella estaba ardiendo, y el brillo del deseo se asomaba a sus ojos. Se había contagiado, y lanzando una mirada a su seductor pudo ver la terrible mirada de lascivia retratada en su rostro mientras jugueteaba con sus secretos encantos. La muchacha se agitaba temblorosa; un ardiente deseo del placer del coito se posesionó de ella, e incapaz de controlar por más tiempo sus afanes, llevó con rapidez su mano derecha hacia atrás para asir la inmensa arma que amenazaba sus nalgas, aunque no pudo hacerlo en toda su envergadura. Se encontraron las miradas de ambos; la lujuria ardía en ellas. Bella sonrió, Clemente repitió su beso sensual, e introdujo en la boca de ella su inquieta lengua. La muchacha no tardó en secundar sus lascivas caricias, y dejó el campo libre tanto a sus inquietas manos como a sus cálidos besos. Poco a poco la atrajo hacia una silla, en la que se sentó Bella en impaciente espera de lo que el sacerdote quisiera hacer después. Clemente se quedó de pie frente a ella. Su sotana de seda negra, que le llegaba hasta los talones, se alzaba prominente en la parte delantera; sus mejillas, al rojo vivo por la violencia de sus deseos, sólo encontraban rival en sus encendidos labios, y su respiración era agitada, como anticipo del éxtasis. Sabía que no tenía nada que temer y mucho que gozar. —Esto es demasiado —murmuró Bella—, ¡idos! —Imposible, después de haberme tomado la molestia de entrar. —Pero podéis ser descubierto, y entonces mi reputación estará arruinada. —No es probable. Sabes que estamos completamente solos, y que no hay probabilidad alguna de que nos molesten. Además, eres tan deliciosa, chiquilla mía, tan fresca, tan juvenil y tan hermosa, que. .. no retires la pierna; únicamente ponía mi mano sobre tu suave muslo. El hecho es que quiero joderte, querida. Bella pudo ver cómo el enorme bulto se enderezaba más. —¡Qué obsceno sois! ¡Qué palabras empleáis! —¿Lo crees así, mi niñita mimada? —dijo Clemente, tomando de nuevo el sensible clítoris entre sus dedos pulgar e índice, para masajearlo convenientemente—. Me nacen por el placer de sentir este coñito entreabierto que trata astutamente de esquivar mis toques. —¡Vergüenza debería daros! —exclamó Bella, riendo, empero, a su pesar. Clemente se aproximó para inclinarse hacia ella y tomar su lindo rostro entre sus manos. Al hacerlo, Bella pudo advertir que la sotana, casi levantada por la fuerza de los deseos comunicados al miembro del padre, se encontraba a escasos centímetros del pecho de ella, de modo que podía percibir los latidos que hacían que la prenda de seda negra subiera y bajara alternativamente.

La tentación resultaba irresistible, y acabó por pasar su delicada manecíta por debajo de las ropas del cura y subirla lo bastante más arriba para agarrar una gran masa peluda de la que pendían dos bolas tan grandes como huevos de gallina. —¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan enorme! —murmuró la muchacha. —Toda llena de preciosa leche espesa —suspiró Clemente, mientras jugueteaba con los dos lindos senos tan próximos a él. Bella se acomodó mejor, y de nuevo atrapó con ambas manos el duro y tieso tronco del enorme pene. —¡Qué espanto! ¡Este es un monstruo! —exclamó la lasciva muchacha—. ¡De veras que es grande! ¡Qué tamaño el suyo! —Si; ¿no es un buen carajo? —observó Clemente, adelantándose y alzando la sotana para poder mostrar mejor el gigantesco miembro. Bella no pudo resistir la tentación, y alzando todavía más las ropas del cura dejó el pene en completa libertad y expuesto en toda su longitud. Las pulgas no sabemos mucho de medidas de espacio y de tiempo, y por ello no puedo daros las dimensiones exactas del arma en la que la muchacha tenía en aquellos momentos puestos los ojos. Era, sin embargo, de proporciones gigantescas. Tenía una gran cabeza roma y roja que emergía en el extremo de un largo tronco parduzco. El agujero que se veía en su cima, que habitualmente es tan pequeño, era en el caso que consideramos una verdadera grieta humedecida por el fluido seminal acumulado ahí. A todo lo largo de aquel tronco corrían gruesas venas azules, y al pie del mismo crecía una verdadera maraña de hirsutos pelos rojos. Dos grandes testículos colgaban debajo. —¡Cielos! ¡Madre santa! —murmuró Bella, cerrando sus ojos al tiempo que les daba un ligero apretón. La ancha y roma cabeza, hinchada y enrojecida por efecto del exquisito cosquilleo de la muchacha, se encontraba en aquel momento totalmente desnuda, y emergía tiesa, libre de los pliegues de la piel que Bella estiraba hacia atrás de la gran columna blanca. Ella jugueteaba gozosa con su adquisición, y cada vez retiraba más atrás la aterciopelada piel del objeto que tenía entre sus manos. Clemente suspiró. —¡Qué deliciosa criatura eres! —dijo, mirándola con ojos centelleantes—. Tengo que joderte enseguida o lo arrojaré todo sobre ti. —¡No, no debéis desperdiciar ni una gota! —exclamó Bella—. Debéis estar muy urgido para querer veniros tan pronto. —No puedo evitarlo. Por favor estate quieta un momento me vendré. —¡Qué cosa tan grande! ¿Cuánta leche dará? Clemente se detuvo y susurró al oído de la muchacha algo que no pude oír. — ¡Verdaderamente delicioso, pero es increíble! —Es cierto, dame una oportunidad de probártelo. Estoy ansioso de hacerlo, lindura. ¡Míralo! ¡Tengo que joderte! Blandió su monstruoso pene colocándolo frente a ella. Después lo inclinó hacia abajo, para después soltarlo de repente. Saltó hacia arriba como un resorte, y al hacerlo se descubrió espontáneamente, dejando paso a la roja nuez, que exudaba una gota de semen por la uretra.

Todo esto sucedió cerca de la cara de Bella, que sintió un sensual olorcillo emanado del miembro, el que vino a incrementar el trastorno de sus sentidos. Continuó jugando con el pene, y acariciándolo. —Basta, te lo ruego, querida, o lo desperdiciaré todo en el aire. Bella se estuvo quieta unos segundos, aunque asida con toda la fuerza de su mano al carajo de Clemente. Entretanto él se divertía en moldear con una de sus manos los juveniles senos de la muchacha, mientras con los dedos de la otra recorría en toda su extensión su húmedo coño. El jugueteo la enloqueció. Su clítoris se hinchó y devino caliente, se aceleró su respiración, y las llamas del deseo encendieron su lindo rostro. La nuez se endurecía cada vez más: brillaba ya como fruta en sazón. Al observar a hurtadillas el feo y desnudo vientre del hombre, lleno de pelos rojos, y sus parduscos muslos, velludos como los de un mono, Bella devino carmesí de lujuria. El gran pene, cada vez más grueso, amenazaba los cielos y provocaba en su ser las más indescriptibles emociones. Excitada sobremanera, enlazó con sus brazos el vigoroso cuerpo del gran bruto y lo cubrió de sensuales besos. Su misma fealdad incrementaba sus sensaciones libidinosas. —No, no debéis desperdiciarlo; no permitiré que lo desperdiciéis.

Después, deteniéndose por un instante, gimió con un peculiar acento de placer, y bajando su complaciente cabeza abrió sus rosados labios para recibir de inmediato lo más que pudo del lascivo manjar. —¡Oh, qué delicia! ¡Cómo cosquilleas! ¡Qué... qué gusto me das! —No os permitiré desperdiciarlo: beberé hasta la última gota —susurró Bella apartando por un momento su cabeza de la reluciente nuez. Después, bajándola de nuevo, posó sus labios, proyectados hacia adelante, sobre la gran cabeza, y abriéndolos con delicadeza recibió entre ellos el orificio de la ancha uretra. —¡Madre santa¡ —exclamó Clemente—. ¡Esto es el cielo! ¡Cómo voy a venirme! ¡ Dios mío, cómo lames y chupas! Bella aplicó su puntiaguda lengua al orificio, y dio de lengüetazas a todos sus contornos. ~¡Qué bien sabe! Tenéis que darme todavía una o dos gotas mas. —No puedo seguir, no puedo —murmuraba el sacerdote, empujando hacia adelante al mismo tiempo que con sus dedos cosquilleaba el endurecido clítoris de Bella, puesto al alcance de su mano. Después Bella tomó de nuevo entre sus labios la cabeza de aquella gran yerga, mas no pudo conseguir que la nuez entrara en su boca por completo, tan monstruosamente ancho era. Lamiendo y succionando, deslizando con lentos y deliciosos movimientos la piel que rodeaba el rojo y sensible lomo de la tremenda yerga, Bella estaba provocando unos resultados que ella sabía no iban a dilatar mucho en producirse. —¡Ah, madre santa! ¡Casi me estoy viniendo! Siento.,. ¡Oh. chupa ahora! ¡Vas a recibirlo! Clemente alzó sus brazos al aíre, su cabeza cayó hacía atrás, abrió las piernas, se retorcieron convulsivamente sus manos, quedaron en blanco sus ojos, y Bella sintió que un fuerte espasmo recorría el monstruoso pene. Momentos después fue casi derribada de espaldas por el chorro continuo que como un torrente arrojaban los órganos genitales del cura y le corrían garganta abajo. No obstante todos sus deseos y esfuerzos, la voraz muchacha no pudo evitar que un chorro escapara por la comisura de sus labios cuando Clemente, fuera de sí por efecto del placer, empujaba hacia adelante con sacudidas sucesivas, con cada una de las cuales enviaba a la garganta de ella un nuevo chorro de leche. Bella resistió todos sus empellones, y se mantuvo asida al arma de la que manaban aquellos borbotones, hasta que todo hubo terminado. —¿Cuánto dijisteis? —musitó ella—. ¿Una taza de té llena? Fueron dos. —¡Adorable criatura! —exclamó Clemente cuando al fin pudo recuperar el aliento—. ¡Qué placer tan divino me proporcionaste! Ahora me toca a mí, y tienes que permitirme examinar todas estas cositas tuyas que tanto adoro. —¡Ah, qué delicioso fue! Estoy casi ahogada —comentó Bella—. ¡Cuán viscosa era! ¡Dios mío, qué cantidad!

—Sí, lindura. Te la prometí toda, y me excitaste de tal modo que de seguro recibiste una buena dosis. Fluía a borbotones. —Sí, efectivamente así fue. —Ahora verás qué buena lamida te doy, y cuán deliciosa-. mente te joderé después. Uniendo la acción a la palabra, el sensual cura se colocó entre los muslos de Bella, blancos como la leche, y adelantando su cara hacia ellos introdujo su lengua entre los labios de la roja grieta. Después, moviéndola en torno al endurecido clítoris, la obsequió con un cosquilleo tan exquisito, que la muchacha difícilmente podía contener sus gritos. —¡Oh, Dios mío! ¡Me chupas la vida! ¡Oh...! Estoy... ¡Voy a venirme! ¡Me. vengo! Y con un repentino movimiento de avance hacia la activa lengua, Bella se vino abundantemente en el rostro de Clemente, el que recibió lo más que pudo dentro de su boca, con epicúreo deleite. Después el cura se alzó. Su enorme pene, que se había apenas reblandecido, se encontraba otra vez en tensión viril, y emergía ante él en estado de terrible erección. Literalmente resoplaba de lujuria a la vista de la bella y bien dispuesta muchacha. —Ahora tengo que joderte —le dijo al tiempo que la empujaba hacia la cama—. Tengo que poseerte y darte una probada de esta yerga en tu cuerpecito. ¡Ah, qué jodida te voy a dar! Despojándose rápidamente de su sotana y sus prendas interiores, el gran bruto, cuyo cuerpo estaba totalmente cubierto de pelo y de piel tan morena como la de un mulato, tomó el frágil cuerpo de la hermosa Bella en sus musculosos brazos y lo depositó suavemente sobre la cama. Clemente contempló por unos instantes su cuerpo tendido y palpitante, mitad por efecto del deseo y mitad a causa del terror que le causaba la furiosa embestida. Luego contempló con aire satisfecho su tremendo pene, erecto de lujuria, y subiéndose presto al lecho se arrojó sobre ella y se cubrió con las ropas de la cama. Bella, medio ahogada debajo del gran bruto peludo, sintió el tieso pene entre sus piernas, y bajó la mano para tentarlo de nuevo. —¡Cielos, qué tamaño! ¡Nunca me cabrá! —Sí, claro que si: lo tendrás todo: entrará hasta los testículos, sólo que tendrás que cooperar para que no te lastime. Bella se ahorró la molestia de contestar, porque enseguida una lengua ansiosa penetró en su boca hasta casi sofocarla. Después pudo darse cuenta de que el sacerdote se había levantado poco a poco, y de que la caliente cabeza de su gigantesco pene estaba tratando de abrirse paso a través de los húmedos labios de su rosada rendija.

No puedo seguir adelante con el relato detallado de los actos preliminares. Se llevaron díez minutos, pero al término de ellos el torpe Clemente estaba enterrado hasta los testículos en el lindo cuerpo de la joven, que, con sus suaves piernas enlazadas sobre la espalda del moreno sacerdote, recibía las caricias de éste, que se solazaba sobre su víctima, y daba comienzo a los lascivos movimientos que habían de conducirle a desembarazarse de su ardiente fluido.

Veinticinco centímetros, cuando menos, de endurecido músculo habían calado las partes íntimas de la jovencita, y palpitaban en el interior de ellas, al propio tiempo que una mata de pelos hirsutos frotaba el delicado monte de la infeliz Bella.

—¡Oh, Dios mío! ¡Cómo me lastimáis! —se quejó ella—. -Cielos! ¡Me estáis descuartizando! Clemente inició un movimiento. —¡No lo puedo aguantar! ¡Realmente está demasiado grande! ¡Oh! ¡Sacadlo! ¡Ay, qué embestidas! Clemente empujó sin piedad dos o tres veces. —Aguarda un momento, diablita; sólo hasta que te ahogue con mi leche. ¡Oh, cuán estrecha eres! ¡Parece que me estás sorbiendo la yerga! ¡Al fin! ahora está dentro, ya es todo tuvo. —¡Piedad, por favor! Clemente embistió duro y rápido, empujón tras empujón al mismo tiempo que giraba y se contorsionaba sobre el muelle cuerpo de la muchacha, y sufría un verdadero ataque de lujuria. Su enorme pene amenazaba estallar por la intensidad de su placer y el enloquecedor deleite del momento. —Ahora por fin te estoy jodiendo. — ¡Jodedme! —Murmuró Bella, abriéndose todavía más de piernas, a medida que la intensidad de las sensaciones se iban posesionando de su persona—. ¡Jodedme bien! ¡Más duro!

Y con un hondo gemido de placer inundó a su brutal violador con una copiosa descarqa, al propio tiempo que se arrojaba hacia adelante para recibir una formidable embestida del hombre.

Las piernas de Bella se flexionaban espasmódicamente cuando Clemente se lanzó entre ellas, siguió metiendo y sacando su largo y ardiente miembro entre las mismas, con movimientos lujuriosos. Algunos suspiros mezclados con besos de los apretados labios del lascivo invasor; unos quejidos de pacer y las rápidas vibraciones del armazón de la cama, todo ello denunciaba la excitación de la escena.

Clemente no necesitaba incentivos. La eyaculación de su complaciente compañera le había proporcionado el húmedo medio que deseaba, y se aprovechó del mismo para iniciar una serie de movimientos de entrada y salida que causaron a Bella tanto placer como dolor. La muchacha lo secundó con todas sus fuerzas. Atiborrada por completo, suspiraba hondo y se estremecía bajo sus firmes embestidas. Su respiración se convirtió en un estertor; se cerraron sus-ojos por efecto del brutal placer que experimentaba en un casi ininterrumpido espasmo de la emisión. Las posaderas de su rudo amante se abrían y cerraban a cada nuevo esfuerzo que hacia para asestar estocadas en el cuerpo de la linda chiquilla.

Después de mucho batallar se detuvo un momento. — Ya no puedo aguantar más, me voy a venir. Toma mi leche, Bella. Vas a recibir torrentes de ella, ricura. Bella lo .sabía. Todas las venas de su monstruoso cara jo estaban henchidas a su máxima tensión. Resultaba insoportablemente grande. Parecía el gigantesco miembro de un asno. Clemente empezó a moverse de nuevo. De sus labios caía la saliva. Con una sensación de éxtasis, Bella esperaba la corriente seminal. Clemente asestó uno o dos golpes cortos, pero profundos, lanzó un gemido y se quedó rígido, estremeciéndose sólo ligeramente de pies a cabeza, y a continuación salió de su yerga un tremendo chorro de semen que inundó la matriz de la jovencita. El gran bruto enterró su cabeza en las almohadas, hizo un postrer esfuerzo para adentrarse más en ella, apoyándose con los pies en el pie de la cama. —¡Oh, la leche! —chilló Bella—. ¡La siento! ¡Qué torrente! ¡Oh, dádmela! ¡Padre santo, qué placer! ¡Ahí está! ¡Tómala! -grító el cura mientras, tras el primer chorro arrojado en el interior de ella, embestía de nuevo salvajemente hacia adentro, enviando con cada empujón un nuevo torrente de cálida leche. ¡Oh, qué placer! Aun cuando Bella había anticipado lo peor, no tuvo idea de la inmensa cantidad de semen que aquel hombre era capaz de emitir. La arrojaba hacia fuera en espesos borbotones que iban a estrellarse contra su misma matriz. —¡Oh, me estoy viniendo otra vez! Y Bella se hundió semidesfallecida bajo el robusto hombre, mientras su ardiente fluido seguía inundándola con sus chorros viscosos. Otras cinco veces, aquella misma noche, Bella recibió el contenido de los grandes testículos de Clemente, y de no haber sido porque la claridad del día les advirtió que era tiempo de que él se marchara, hubieran empezado de nuevo.

Cuando el astuto Clemente abandonó la casa y se apresuró a retirarse a su humilde celda, amaneciendo ya, se vio forzado a admitir que había llenado su vientre de satisfacción, de la misma manera que Bella vio inundadas de leche sus entrañas. Y suerte tuvo la jovencita de que sus dos protectores estuvieran incapacitados, porque de otra manera habrían descubierto, por el lastimoso estado en que se encontraban sus juveniles partes intimas, que un intruso había traspasado los umbrales de las mismas. La juventud es elástica, todo el mundo lo sabe. Y Bella era muy joven y muy elástica. Si vosotros hubieseis visto la inmensa máquina de Clemente, lo habríais aseverado conmigo Su elasticidad natural le permitió admitir no sólo la introducción de aquel ariete, sino también dejar de sentir la menor molestia al cabo de un par de días.

Tres días después de este interesante episodio regresó el padre Ambrosio. Una de sus primeras preocupaciones fue buscar a Bella. Al encontrarla la invitó a entrar en un boudoir.

—¡Vela! —gritó, mostrándole su instrumento, inflamado y en actitud de presentar armas—. No he tenido distracción alguna durante una semana, y mi verga está que arde, querida Bella.

Dos minutos después, la cabeza de Bella reposaba sobre la mesa del departamento mientras que, con la ropa recogida sobre su espalda, dejaba al descubierto sus turgentes nalgas, las que el lascivo cura golpeó vigorosamente con su largo miembro, después de haber solazado su vista en la contemplación de sus rollizas nalgas.

Tras otro minuto ya su instrumento se había introducido en el coño por detrás, basta aplastar contra las posaderas el negro y rizado pelo de la base. Tras sólo unas cuantas embestidas arrojó borbotones de leche hasta la cintura de ella.

El buen padre estaba demasiado excitado por la larga abstinencia para que con sólo esto perdiera rigidez su miembro, por lo que retiró aquel instrumento propio de un semental, todavía resbaladizo y vaporoso, para llevarlo al pequeño orificio situado entre el par de deliciosas nalgas de su amiga. Bella le ayudó y, dado lo bien aceitado como estaba, se deslizó hacia adentro, para no tardar en obsequiar a la muchacha con otra tremenda dosis procedente de sus prolíficos testículos. Bella sintió la ardiente descarga, y recibió gustosa la cálida leche proyectada contra sus entrañas. Después la puso de espaldas sobre la mesa y le succionó el clítoris por espacio de un cuarto de hora, obligándola a venirse dos veces en su boca. A continuación la jodió en la forma natural. Acto seguido se retiró Bella a su habitación para lavarse, y tras un ligero descanso se puso su vestido de calle y se fue.

Aquella noche se informó que el señor Verbouc había empeorado. El ataque había alcanzado regiones que fueron motivo de alarma para su médico de cabecera. Bella le deseó a su tío que pasara una buena noche y se retiró a su habitación.

Julia se había instalado en la alcoba de Bella para pasar la noche, y ambas muchachas, para aquel entonces ya bien enteradas de la naturaleza y las propiedades del sexo masculino, estaban recostadas intercambiando ideas y aventuras.

—Pensé que iba a morir —dijo Julia— cuando el padre Ambrosio introdujo su cosa grande y fea muy adentro de mi pobre cuerpo, y cuando acabó creí que le había dado un ataque, y no podía entender qué era aquella cosa viscosa, aquella sustancia caliente que arrojaba dentro de mí. ¡Oh! —Entonces, querida, comenzaste a sentir la fricción en tu sensible cosita, y la caliente leche del padre Ambrosio brotó a chorros, cubriéndolo todo.

—Si, así fue, y todavía me siento inundada cuando lo hace. —¡Silencio! ¿No oíste?

Ambas muchachas se levantaron y se pusieron a escuchar. Bella, más habituada a las características de su alcoba de lo que pudiera estarlo Julia, concentró su atención en la ventana. En el momento de hacerlo el postigo cedió gradualmente, y apareció la cabeza de un hombre. Julia descubrió también al aparecido y estuvo a punto de gritar, pero Bella le hizo una seña para que guardara silencio. —¡Chist! No te alarmes —susurró Bella—. No nos quiere comer; sólo que es indebido molestarle a una de tan cruel manera. —¿Qué quiere? —preguntó Julia, semiescondiendo su linda cabeza entre sus prendas de dormir, pero sin dejar de observar con ojo atento al intruso. Durante esta breve conversación el hombre se estuvo preparando para entrar en la alcoba, y habiendo ya abierto lo bastante la ventana para poder hacerlo, deslizó su amplia humanidad al través de la abertura. Al poner pie en el piso de la habitación quedaron al descubierto la voluminosa figura y las feas facciones del sensual padre Clemente. —¡Madre santa, un cura! —exclamó la joven huésped de Bella—. ¡Y bien gordo por cierto! ¡Oh Bella! ¿Qué quiere? —Pronto lo sabremos —susurró la otra. Entretanto Clemente se había aproximado a la cama. —¿Qué? ¿Será posible? ¿Un doble agasajo? —exclamó él—. ¡ Encantadora Bella! Es realmente un placer inesperado. —¡Qué vergüenza, padre Clemente! Julia había desaparecido bajo las ropas de la cama. En dos minutos se despojó el cura de sus vestimentas, y sin esperar a que se le invitara a hacerlo, se lanzó como rayo sobre la cama. —¡Oh! —gritó Julia—. ¡Me está tentando! — ¡Ah, sí! Las dos seremos bien manoseadas, te lo aseguro —murmuró Bella al sentir la enorme arma de Clemente presionando su espalda—. ¡Que vergonzoso comportamiento el de usted, al entrar sin nuestro permiso! —En tal caso, ¿puedo entrar, preciosidad? —repuso el cura, al tiempo que ponía en manos de Bella su tieso instrumento. —Puede quedarse, puesto que ya está dentro. —Gracias —murmuro Clemente, apartando las piernas de Bella e insertando la enorme cabeza de su pene entre ellas.

Bella sintió la estocada, y mecánicamente pasó sus brazos en torno al dorso de Julia.

Clemente empujó de nuevo, pero Bella se escabulló de un brinco. Se levantó, y apartando las ropas de la cama dejó al descubierto el peludo cuerpo del sacerdote y la gentil figura de su compañera. Julia se volvió instintivamente y se encontró con que, apuntando en línea recta a su nariz, se enderezaba el rígido pene del buen padre, que parecía próximo a estallar a causa de la lujuria despertada en su poseedor por la compañía en que se encontraba. —Tiéntalo —susurró Bella. Sin atemorizarse, Julia lo agarró con su blanca manita. —¡Cómo late! Se va haciendo cada vez mayor, a fe mía. Ambas muchachas se bajaron entonces de la cama, y ansiosas por divertirse comenzaron a estrujar y a frotar el voluminoso pene del sacerdote, hasta que éste estuvo a punto de venirse.

— ¡ Esto es el cielo! —dijo el padre Clemente con la mirada perdida, y un ligero movimiento convulsivo en sus dedos que denotaba su placer. —Basta, querida, de lo contrario se vendrá —observó Bella, adoptando un aire de persona experimentada, al que creía tener derecho, según ella, en virtud de sus anteriores relaciones con el monstruo. Por su parte, el padre Clemente no estaba dispuesto a desperdiciar sus disparos cuando estaban a su alcance dos objetivos tan lindos. Permaneció inactivo durante el manoseo al que las muchachas sometieron su pene, pero ahora había atraído suavemente hacia si a la joven Julia, para alzarle la camisa y dejar a la vista todos sus secretos encantos. Deslizó sus ansiosas manos en torno a los adorables muslos y las nalgas de la muchacha, y con los pulgares abrió después la rosada vulva, para introducir su lasciva lengua en su interior, y besarla en forma por demás excitante en la misma matriz.

Julia no podía permanecer insensible a este tratamiento y cuando al fin, tembloroso de deseo y de desenfrenada lujuria, el osado cura la puso de espaldas sobre la cama, abrió sus juveniles muslos y le permitió ver los sonrosados bordes de su bien ajustada rendija. Clemente se metió entre sus piernas, y adelantándose hacia ella mojó la gruesa punta de su miembro en los húmedos labios del coño. Bella prestó entonces su ayuda, y tomando entre sus manos el inmenso pene, le descubrió y encaminó adecuadamente hacia el orificio.

Julia contuvo el aliento y se mordió los labios. Clemente asestó una violenta estocada. Julia, brava como una leona, aguantó el golpe, y la cabeza se introdujo. Más empujones, mayor presión, y en menos tiempo que toma para escribirlo Julia había engullido totalmente el enorme pene del sacerdote.

Una vez cómodamente posesionado de su cuerpo, Clemente inició una serie de rítmicas embestidas a fondo, y Julia, presa de sensaciones indescriptibles, echó hacia atrás la cabeza, y se cubrió el rostro con una mano mientras con la otra se asía de la cintura de Bella. —¡Oh, es enorme, pero qué gusto me da! — ¡ Está completamente dentro! ¡ Se ha enterrado hasta las bolas! —exclamó Bella. —¡Ah! ¡Qué delicia! ¡Voy a venirme! ¡No puedo aguantar! ¡Su vientre es como terciopelo! ¡Toma! ¡Toma esto! Aquí siguió una feroz embestida. —¡Oh! —exclamó Julia.

En aquel momento se le ocurrió una fantasía al libidinoso gigante, y extrayendo el vaporizante miembro de las partes íntimas de Julia. se lanzó entre las piernas de Bella y lo alojó en el interior de su deliciosa vulva. El palpitante objeto se metió muy adentro de su juvenil coño, mientras el propietario del mismo babeaba de gusto por la tarea a que estaba entregado.

Julia veía asombrada la aparente facilidad con que el padre hundía su gran yerga en el interior del blanco cuerpo de su amiga.

Tras de pasar un cuarto de hora en esta erótica postura, tiempo en el cual Bella oprimió al padre contra su pecho y rindió por dos veces su cálido tributo sobre la cabeza de la enorme vara, una vez más se retira Clemente, y buscó calmar el ardor que le consumía derramando su caliente leche en el interior de la delicada personita de Julia.

Tomó a la damita entre sus brazos, de nuevo se montó sobre su cuerpo, y sin gran dificultad, presionando su ardiente yerga contra el suave coño de ella, se dispuso a inundarlo con una lasciva descarga.

Siguió una furiosa serie de estocadas rápidas pero profundas, al final de las cuales Clemente, al tiempo que dejaba escapar un hondo suspiro, empujó hasta lo más hondo de la delicada muchacha, y comenzó a vomitar en su interior un verdadero diluvio de semen. Chorro tras chorro brotaba de su pene mientras él, con los ojos en blanco y los labios temblorosos, llegaba al éxtasis.

La excitación de Julia había alcanzado su máximo, y se sumó al goce de su violador en el paroxismo final, a un grado de terrible enajenación que no hay pulga capaz de describir.

Las orgías que siguieron en esta lasciva noche fueron algo que excede también mis capacidades narrativas. Tan pronto como Clemente se hubo recobrado de su primera eyaculación, anunció con palabras de grueso calibre su propósito de gozar de Bella. Y, dicho y hecho, puso inmediatamente manos a la obra.

Durante un largo cuarto de hora permaneció enterrado hasta los pelos en el coño de ella, conteniéndose hasta que la naturaleza se impuso, para que Bella recibiera la descarga en su matriz.

El padre sacó su pañuelo de Holanda, con el que enjugó los chorreantes coños de ambas beldades. Entonces las dos muchachas asieron el miembro del sacerdote, y le aplicaron tantos tiernos y lascivos toques que excitaron de nuevo el fogoso temperamento del sacerdote, hasta el punto de lograr infundirle nuevas fuerzas y virilidad imposibles de describir. Su enorme pene, enrojecido y engrosado en virtud de los ejercicios anteriores, veía amenazador a la pareja que lo manoseaba llevándolo ora a un lado, ora a otro. Varias veces Bella chupó la enardecida cabeza y cosquilleó con la punta de su lengua el orificio de la uretra. Esta era, por lo visto, una de las formas favoritas de gozar de Clemente. ya que rápidamente introdujo lo más que pudo la cabeza de su gran yerga en la boca de la muchacha.

Después las hizo rodar una y otra vez, desnudas tal como vinieron al mundo, pegando sus gruesos labios en sus chorreantes coños, una y otra vez. Besó ruidosamente y manoteó las redondeces de sus nalgas, introduciendo de vez en cuando uno de sus dedos en los orificios de los culos.

Luego Clemente y Bella, ambos a una, convencieron a Julia para que le permitiera al padre meter en su boca la punta de su pene, y tras un buen rato de cosquillear y excitar al monstruoso carajo, vomitó tal torrente en la garganta de la muchacha, que casi la ahogó. Siguió un corto intervalo, y de nuevo el inusitado hecho de poder gozar de dos muchachas tan tentadoras y espirituales despertó todo el vigor de Clemente.

Colocándolas una junto a otra comenzó a introducir su miembro alternativamente en cada una, y tras de algunas brutales embestidas lo retiraba de un coño para meterlo en el otro. Después se tumbó sobre su espalda, y atrayendo a las muchachas sobre él le chupó el coño a una mientras la otra se enterraba en su yerga hasta juntarse los pelos de ambos cuerpos. Una y otra vez arrojó en el interior de ellas su prolífica esencia.

Sólo el alba puso término a aquellas escenas de orgía. Mientras tales escenas se desarrollaban en aquella casa, otra muy diferente tenía lugar en la alcoba del señor Verbouc, y cuando tres días más tarde el padre Ambrosio regresaba de otra de sus ausencias, encontró a su amigo y protector al borde de la muerte. Unas pocas horas bastaron para poner término a la vida y aventuras de tan excéntrico caballero.

Después de su deceso su viuda, que nunca se distinguió por sus luces intelectuales, comenzó a presentar síntomas de locura, y en el paroxismo de su desvarío nunca dejaba de llamar al sacerdote. Pero cuando en cierta ocasión un anciano y respetable padre fue llamado de urgencia, la buena señora negó indignada que aquel hombre pudiera ser un sacerdote, y pidió a gritos que se le enviara "el del gran instrumento". Su lenguaje y su comportamiento fueron motivo de escándalo general, por lo que se la tuvo que encerrar en un asilo, en el que sigue delirando en demanda del gran pene.

Bella, que de esta suerte se quedó sin protectores, bien pronto prestó oídos a los consejos de su confesor, y aceptó tomar los velos. Julia, huérfana también, resolvió compartir la suerte de su amiga, y como quiera que su madre otorgó enseguida su consentimiento, ambas jóvenes fueron recibidas en los brazos de la Santa Madre Iglesia el mismo día, y una vez pasado el noviciado hicieron a un tiempo los votos definitivos. Cómo fueron observados estos votos de castidad no es cosa que yo, una humilde pulga, deba juzgar. Únicamente puedo decir que al terminar la ceremonia ambas muchachas fueron trasladadas privadamente al seminario, en el que las aguardaban catorce curas.

Sin darles apenas tiempo a las nuevas devotas a desvestirse, los canallas, enfervorecidos por la perspectiva de tan preciada recompensa, se lanzaron sobre ellas, y uno tras otro saciaron su diabólica lujuria. Bella recibió arriba de veinte férvidas descargas en todas las posturas imaginables, y Julia, apenas menos vigorosamente asaltada, acabó por desmayarse, exhausta por la rudeza del trato a que se vio sometida. La habitación estaba bien asegurada, por lo que no había que temer interrupciones, y la sensual comunidad, reunida para honrar a las recién admitidas hermanas, disfrutó de sus encantos a sus anchas. También Ambrosio estaba allí, ya que hacía tiempo que se había convencido de la imposibilidad de conservar a Bella para él solo, y a mayor abundamiento temía la animosidad de sus cofrades Clemente también formaba parte de su equipo, y su enorme miembro causaba estragos en los juveniles encantos que atacaba. El Superior tenía asimismo oportunidad de dar rienda suelta a sus perversos gustos, y ni siquiera la recién desflorada y débil Julia escapó a la ordalía de sus ataques. Tuvo que someterse y permitir que, entre indescriptibles emociones placenteras, arrojara su viscoso semen en sus entrañas.

Los gritos de los que se venían, la respiración entrecortada de aquellos otros que estaban entregados al acto sensual, el chirriar y crujir del mobiliario, las apagadas voces y las interrumpidas conversaciones de los observadores, todo tendía a dar mayor magnitud a la monstruosidad de las libidinosas escenas, y a hacer más repulsivos los detalles de esta batahola eclesiástica.

Obsesionada por estas ideas, y disgustada sobremanera por las proporciones de la orgía, huí, y no me detuve hasta no haber puesto muchos kilómetros de distancia entre mi ser y los protagonistas de esta odiosa historia, ni tampoco, desde aquel momento, acaricié la idea de volver a entrar en relaciones de familiaridad con Bella o con Julia. Bien sé que ellas vinieron a ser los medios normales de dar satisfacción a los internados en el seminario. Sin duda la constante y fuerte excitación sexual que tenían que resentir había de marchitar en poco tiempo los hermosos encantos juveniles que tanta admiración me inspiraron. Pero, hasta donde cabe. mi tarea ha terminado, he cumplido mi promesa y se han terminado mis primeras memorias. Y si bien no es atributo de una pulga el moralizar, sí está en su mano escoger su propio alimento.

Hastiada de aquellas mujercitas sobre las que he disertado, hice lo que hacen tantos otros que, no obstante no ser pulgas, tal como lo recordé a mis lectores al comenzar esta primera narración, hacen lo mismo, chupar la sangre: emigré, con la nueva promesa a mis lectores de un segundo volumen, en el peregrinar por escoger mi propio alimento.

FIN

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