Polibio

 

 

Polibio

HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA ROMANA
 

Libro X

 

 


CAPÍTULO PRIMERO
A pesar de que la costa de Italia, desde el estrecho hasta Tarento carece de puertos, esta ciudad posee uno excelente y cómodamente ubicado para su opulencia.

No obstante que la costa de Italia, que está opuesta al mar de Sicilia y mira a la Grecia se extiende desde el estrecho y ciudad de Regio hasta Tarento por espacio de más de dos mil estadios, con todo no tiene puerto alguno, a excepción del de Tarento. Está poblada de muchísimas naciones bárbaras, y los griegos tienen en ella las ciudades más célebres. Los brucios, los lucanos, una parte de los samnitas, los calabros y otros muchos habitan esta región: Regio, Caulón, Locres, Crotona, Metaponte y Turio, ciudades griegas, pueblan su costa. De suerte que cualquiera que venga de Grecia a uno de los pueblos mencionados, por precisión ha de fondear en el puerto de Tarento y celebrar aquí los cambios y negociaciones que tenga con todas las demás ciudades de esta costa. Se puede inferir la bella situación de esta ciudad por la fortuna que hicieron en otro tiempo los crotonianos; los cuales, no teniendo más que unos fondeaderos de verano, adonde abordaban poquísimas embarcaciones, consiguieron sin embargo inmensas riquezas, no por otra causa, en el concepto común, sino por la oportunidad del lugar, la cual de ningún modo merece entrar en parangón con la de Tarento. Aun el día de hoy es excelente la disposición en que se halla respecto de los puertos del mar Adriático, pero estuvo mucho más en tiempos pasados. Porque como entonces no estaba aún fundada Brudusio, ninguno venía de los países de la región opuesta que hay desde el promontorio Iapige hasta Siponte, que no pasase por Tarento para entrar en Italia, y no se sirviese de esta plaza como de mercado para sus permutas y cambios. Por eso Fabio, que conocía la importancia de este pasaje, pospuesto todo otro propósito, se aplicó únicamente a conservarlo.



CAPÍTULO II
Proceder de Escipión el Africano para adquirir tanto renombre.- La religión de que Licurgo y Escipión hubieron de valerse para sus propósitos.- Primera acción memorable de aquel.- Solicitud que hace a la dignidad de Edil y obtención de ésta.- La plebe atribuye a designio divino lo que sólo era resultado de su prudencia y sagacidad.

Me parece oportuno, antes de referir las empresas de Publio Escipión en España, y en general cuanto en su vida realizó, describir el carácter y genio de este gran ciudadano. Siendo superior a casi todos los hombres célebres de la antigüedad, es general el deseo de conocer este héroe, su carácter, sus costumbres, y de qué suerte llegó a efectuar tan grandes cosas. Los escritores que hasta ahora hablaron de él se apartan de la verdad, librando al lector de la ignorancia para inducirle a error. El curso de mi narración lo probará así a cuantos desean conocer y saben estimar las grandes y nobles acciones.
Algunos desean saber de este general qué conducta siguió para hacerse tan famoso (219 años antes de J. C.), y qué cualidades naturales o adquiridas para emprender tal carrera. Todos los demás escritores nos lo pintan como un hombre afortunado, en quien la temeridad y el azar tuvieron la mayor parte para el logro de sus ideas. En opinión de éstos, semejantes héroes como que tienen más de divino y portentoso que los que gobiernan sus acciones por la razón. Ignoran que en el paralelo antecedente una cosa es lo laudable y otra lo feliz; que esto es común a cualquiera de la plebe, pero aquello sólo peculiar de los hombres prudentes y juiciosos, a quienes debemos mirar propiamente como divinos y favorecidos de los dioses. A mi entender, Escipión tuvo una índole y conducta semejante a la de Licurgo, legislador de Lacedemonia. Porque ni se debe presumir que éste, nimiamente supersticioso, se atuviese en un todo a la Pitia para establecer el gobierno de Esparta, ni que aquél se dejase llevar de los sueños y presagios para adquirir tan gran poder en su patria. Por el contrario, conociendo uno y otro que el común de las gentes ni admite con docilidad lo extraordinario, ni osa arrostrar los peligros sin la esperanza de la asistencia de algún dios, Licurgo autorizaba siempre sus pensamientos con el oráculo de la Pitia para hacer más aceptables y fidedignas sus decisiones; y Escipión del mismo modo fomentaba siempre en el pueblo la creencia de que obraba asistido de algún dios, con lo cual inspiraba más confianza y aliento en sus tropas para los mayores empeños. Pero la consecuencia manifestará que este cónsul se condujo siempre por la razón y prudencia, y que todas sus acciones tuvieron un éxito proporcionado a los medios.
Se conviene desde luego en que era liberal y magnánimo; pero en cuanto a la penetración, sobriedad e intensidad en los negocios, ninguno acaso le concederá estas virtudes, sino los que vivieron con él y contemplaron de cerca su índole. Cayo Lelio fue uno de éstos, y asimismo el que me hizo concebir esta idea, tanto más justa, cuanto que, habiendo sido testigo desde muchacho de todas sus obras y palabras hasta la muerte, me pareció que la relación correspondía exactamente con sus acciones.
Refería que el primer hecho señalado que Escipión hizo fue cuando su padre sostuvo aquel combate de caballería con Aníbal en las márgenes del Pó. Contaba entonces, según parece, diecisiete años; era ésta la primera campaña a que salía; el padre le había dado una escuadra de caballos escogidos para su custodia; pero viendo a su padre en peligro, rodeado con otros dos o tres caballeros por los contrarios y gravemente herido, por el pronto exhortó a los suyos a acudir al socorro; mas notando el temor que tenían por el gran número de los enemigos, él mismo embistió al contrario con temeridad y arrojo, los suyos se ven en la precisión de hacer lo mismo; el enemigo, arredrado, se retira, y salvando el padre contra toda esperanza, confiesa éste en alta voz, en presencia de todos, que debe la vida al hijo. Adquirida una reputación general de valor por esta acción, de allí adelante no hubo peligro a que personalmente no se expusiese, siempre que la patria le confió el remedio de su salud. En verdad que esto no es propio do un general afortunado, sino de quien tiene capacidad.
Poco después excogitó otra acción semejante (213 años antes de J. C.) Tenía un hermano mayor llamado Lucio Escipión, que pretendía la edilidad, cargo el más honroso entre la juventud romana. Había la costumbre de nombrar dos patricios para esta dignidad, y a la sazón eran muchos los pretendientes. Al principio Publio no se atrevió a declararse competidor de la misma magistratura con su hermano. Pero llegado el día de los comicios, conjeturando por las disposiciones del pueblo que no era fácil a Lucio obtener el cargo, según el grande afecto que a él le profesaba, discurrió que el único medio de conseguir la edilidad para el hermano era si convenidos ambos a dos la pretendían a un tiempo. Para esto, habiendo advertido que su madre (sólo había que ganar a ésta, porque el padre había sido a la sazón enviado a España con el mando de los negocios) andaba de templo en templo sacrificando a los dioses por Lucio, y que le tenía en grande inquietud este acontecimiento, le dijo: que le parecía haber visto dos veces en sueños a él y a su hermano creados ediles, volver de la plaza a casa, y que ella salía a recibirlos a la puerta para abrazarlos y besarlos. A estas palabras la madre, llevada del afecto de mujer, exclamó: «¡Ah! ¿Y llegaré yo a ver ese día?- ¿Queréis, la respondió Escipión, que hagamos la experiencia?» La madre accedió, creyendo que jamás se atrevería a esto y tomándolo por juguete propio de la temprana edad que entonces tenía. Pero él al momento ordenó le dispongan una toga blanca, hábito propio de los que pretendían los cargos; y una mañana que su madre se hallaba en la cama, sin acordarse siquiera de lo que había pasado, toma su vestidura y se presenta en la plaza. El pueblo, que ya de antemano le quería bien, recibió con admiración una acción tan extraordinaria. Pero él después echa a andar al sitio señalado de los candidatos, se pone al lado de su hermano, el pueblo le confiere el cargo, no sólo a él, sino a su hermano en atención suya, vuelven los dos a casa creados ediles, y la madre, fuera de sí con la repentina noticia del suceso, sale a la puerta a abrazar con ternura a sus dos hijos. De suerte que aquellos que ya habían oído hablar de los sueños de Escipión, con este suceso creyeron ahora que no sólo en sueños sino realmente y de día conversaba con los dioses. Mas lo cierto es que Escipión no había tenido sueño alguno; sólo sí, benéfico, liberal y afable con todo el mundo, había sabido conciliarse el afecto de la plebe. De esta forma, aprovechándose con maña de las disposiciones del pueblo y de la ocasión que su madre le presentaba, logró no sólo su deseo, sino que hizo creer que obraba inspirado de algún dios. Efectivamente, cuando no se saben discernir a fondo las ocasiones, las causas y diversidad de circunstancias de cada cosa, bien sea por vicio de la naturaleza, bien por falta de experiencia o por desidia, regularmente se atribuyen a los dioses y a la fortuna las acciones que sólo son debidas a la sagacidad, hija del entendimiento y de la prudencia. He advertido esto a mis lectores, no fuese que, prevenidos de la falsa y común opinión que de Escipión se tiene, desatendiesen lo más brillante y estimable que en él hubo, esto es, la sagacidad e intensidad en los negocios. Pero sus mismos hechos harán esto más palpable.



CAPÍTULO III
Razones que tuvo Escipión para acometer los negocios de la España y especialmente el asedio de Cartagena. Ubicación de Cartagena e increíble ocupación de esta ciudad en un solo día.- Disciplina de los romanos en el saqueo de las ciudades conquistadas.- Ejemplos de prudencia, templanza y moderación que dio Escipión en la ocupación de Cartagena.

Una vez que Escipión tuvo reunidas sus tropas (212 años antes de J. C.), les dijo: que no había que acobardarse por la derrota precedente, pues no era el valor de los cartagineses el que había vencido a los romanos, sino la perfidia de los celtíberos y la ligereza con que los jefes se habían separado unos de otros por fiarse de la alianza de éstos; que al presente se hallaban los contrarios en una y otra circunstancia, pues acampaban a mucha distancia unos de otros, y con el mal trato habían enajenado los ánimos de todos los aliados y les habían convertido en otros tantos enemigos; que a este fin habían ya tratado con él algunos de ellos, y los demás, al primer viso de esperanza, o así que viesen a los romanos del otro lado del Ebro, se vendrían con gusto, no tanto por amor que les profesasen, cuanto por vengarse de la insolencia de los cartagineses; y sobre todo, que estando discordes entre sí los jefes de los enemigos, no querrían venir juntos a atacarle, y si lo hacían separados, con facilidad serían vencidos. Por lo cual les exhortaba que en vista de estas razones pasasen el Ebro con confianza, y lo demás lo dejasen a su cargo y al de los otros jefes. Dicho esto, dejó a Marco Silano, que mandaba con él, en el paso del Ebro con tres mil infantes y quinientos caballos para cubrir a los aliados de esta parte del río. Él pasó del otro lado con el resto del ejército, sin descubrir a nadie su propósito. Tenía decidido no hacer nada de cuanto había dicho a los soldados; por el contrario, estaba en ánimo de sitiar de improviso a Cartagena, rasgo primero y principal de la descripción que hicimos poco ha de este grande hombre. Contaba entonces Escipión veintisiete años, cuando se encargó de unos negocios que por la magnitud de las pérdidas precedentes pasaban por desesperados en opinión de todos; y ya que se hubo encargado, abandona los caminos trillados y sabidos, y excogita y se propone uno desconocido de sus contrarios y... predecesores. En verdad que esto no lo podía hacer sin una reflexión muy madura.
Desde que tomó el mando, y antes de salir de Roma, inquirió y se informó con cuidado de la traición delos celtíberos y de la división de las legiones romanas; y sacando por consecuencia que de aquí había provenido la derrota de su padre, desde entonces ya no temió a los cartagineses ni se abatió su espíritu, como lo estaba el común de las gentes. Después habiendo sabido que los aliados de esta parte del Ebro permanecían fieles a Roma, que los jefes cartagineses no estaban de acuerdo entre sí, y que trataban duramente a sus súbditos, se dispuso con buen ánimo para la partida, fiado no en la fortuna, sino en sus reflexiones. No bien llegó a España, cuando todo lo puso en movimiento, e informado con detalle del estado delos enemigos, halló que tenían divididas sus fuerzas. Supo que la una, a cargo de Magón, se hallaba de esta parte de las columnas de Hércules, en unos pueblos llamados Conios; que la otra, al mando de Asdrúbal, hijo de Giscón, acampaba en la embocadura del Tajo, en la Lusitania; que el otro Asdrúbal, con la tercera, sitiaba cierta ciudad en la Carpetania, y que ninguna de ellas distaba menos de diez días de camino de Cartagena. Desde luego reflexionó que, si se proponía venir fa una batalla con los contrarios todos juntos, era aventurarlo todo, tanto por las derrotas precedentes, como porque los enemigos tenían mucha más gente; y si pensaba en atacarlos separados, temía que, ahuyentando el uno y venidos los demás a su socorro, no le encerrasen y cayese en las mismas desgracias que Cneio su tío y Publio su padre.
En vista de esto, desechado este partido, se informó de las grandes ventajas que acarreaba Cartagena a los contrarios, del mucho perjuicio que le podría causaren la guerra presente, y se instruyó muy minuciosamente durante el cuartel de invierno por los prisioneros de todo lo concerniente a esta ciudad. Supo que era la única plaza casi de España que tenía un puerto capaz para una escuadra y una armada naval; que se hallaba cómodamente situada, tanto para venir de África, como para pasar del otro lado; que éste era el almacén del dinero y equipajes de todos los ejércitos, y que allí se guardaban los rehenes de toda España; y lo que era más importante, que sólo defendían la ciudadela mil hombres de armas, por no haber ni la más leve sospecha de que, dueños los cartagineses casi de toda España, se le pasase siquiera a alguno por la imaginación poner sitio a esta ciudad; que el demás vecindario, aunque en sí muy numeroso, todo se componía de artesanos, menestrales, gentes de mar, todos inexpertos en materia de guerra, y que servirían de daño a la ciudad si se presentaba de improviso. No ignoraba la situación de la plaza, el estado de sus municiones, ni el estero que la circunda. Se había informado de ciertos pescadores que se ganaban la vida en aquellos parajes, que el estero en general era pantanoso, en muchas partes vadeable, y por lo regular todos los días, a la caída de la tarde, se retiraba la marea. De aquí infería que si salía con su intento, no sólo perjudicaría a sus enemigos, sino que haría tomar un grande ascendiente a sus negocios; y si se le frustraba la empresa, podría, dueño del mar, sacar salvas sus gentes, únicamente con tener bien fortificado el campo; cosa bien fácil, atenta la gran distancia a que estaban los ejércitos contrarios. Por lo cual, abandonados otros negocios, solamente se entregó a los preparativos de éste durante el invierno.
Ocupado Escipión en este propósito, a pesar de no tener más edad que la que hemos dicho, a nadie descubrió el secreto sino a C. Lelio, hasta que le pareció hacerlo público. Todos los historiadores están de acuerdo que éstas fueron las medidas que tomó; y, no obstante, cuando llegan a referir el hecho, sin saber por qué atribuyen el buen éxito de la empresa, no a la prudencia del que la condujo, sino a los dioses y a la fortuna; y esto sin alegar razón alguna probable, ni haber testigos contemporáneos que lo digan, antes por el contrario, habiendo una carta del mismo Escipión a Filipo, en que expresamente le dice que todo el plan de operaciones en España, y en particular el sitio de Cartagena, lo había formado sobre las reflexiones que hemos apuntado. Una vez que hubo ordenado en secreto a C. Lelio, comandante de la escuadra y el único que sabía su propósito, que dirigiese el rumbo hacia Cartagena (211 años antes de J. C.), él, a la cabeza de sus tropas de tierra, compuestas de veinticinco mil infantes y dos mil quinientos caballos, se puso en mancha a largas jornadas. A los siete días de camino llegó a la ciudad y acampó al lado del Septentrión. Por detrás del campamento hizo tirar dos fosos y dos trincheras de mar a mar, y por delante, mirando a la ciudad, lo dejó sin defensa, porque la misma naturaleza del terreno le ponía bastante a cubierto de todo insulto. Pero pues vamos a referir el sitio y toma de esta plaza, será conveniente demos alguna noticia a los lectores de su situación y contornos. Yace Cartagena a la mitad de la costa de España, opuesta al viento de África, en un golfo que, introduciéndose tierra adentro por espacio de veinte estadios, sólo tiene diez de anchura a la entrada; causa porque todo él forma la figura de un puerto. En la embocadura misma se halla una isla, que por uno y otro lado franquea sólo un pasaje estrecho para la entrada. En esta isla vienen a estrellarse las olas del mar, de que proviene que todo el golfo está siempre tranquilo, a menos que soplen por una y otra boca los vientos de África y alteren las olas. Con todos los de-más vientos el puerto está siempre en calma, por estar rodeado del continente. Desde el fondo del golfo se va elevando una montaña a manera de península, sobre la cual está fundada la ciudad, rodeada al Oriente y Mediodía por el mar, y al Occidente por un estero que aun toca algún tanto con el Septentrión; de suerte que el restante espacio que existe desde el estero al mar, y une la ciudad con el continente, no tiene más que dos estadios. El centro de la ciudad está en hondo. Por el lado de Mediodía tiene una entrada llana viniendo del mar; pero por las partes restantes está rodeada de colinas, dos altas y escabrosas, y otras tres mucho más bajas, bien que están llenas de cavernas y malos pasos. De éstas, la mayor está al Oriente, se extiende hasta el mar, y sobre ella se ve el templo de Esculapio. Hacia el Occidente la corresponde otra de igual situación, sobre la cual está erigido un magnífico palacio, obra, según dicen, de Asdrúbal cuando afectaba la monarquía. Las otras colinas menos altas circundan la ciudad por el Septentrión. De las tres, la que mira al Oriente se llama la colina de Vulcano; la contigua a ésta se llama la de Aletes, quien por haber hallado las minas de plata, según dicen, alcanzó los honores divinos; y la tercera tiene el nombre de Saturno. El estero inmediato al mar se comunica con éste por medio de una obra que se ha hecho para comodidad de las gentes de playa; y sobre la lengua de tierra que separa al uno del otro, se ha construido un puente para transportar por él en bestias y carros lo necesario desde la campiña.
A la vista de una disposición de terreno semejante, aun sin defensa alguna, estaba bien asegurado el campo romano de parte de la ciudad, sólo con tener a un lado el estero y al otro la mar. El espacio intermedio que unía la ciudad con el continente, y venía a parar al centro de su campo, lo dejó sin trinchera alguna, bien fuese por aterrar a los sitiados, bien porque conviniese a su intento no tener estorbos para las salidas y retiradas al campamento. El circuito de la ciudad no tenía antiguamente más que veinte estadios. No ignoro que muchos la dan hasta cuarenta, pero se engañan. Pues nosotros no hablamos de oídas, sino que la hemos examinado atentamente con nuestros propios ojos. Al presente aún es más reducida.
Una vez que llegó la escuadra al tiempo oportuno, Escipión reunió sus tropas y empezó a animarlas, valiéndose para esto no de otras razones que las que a él mismo le habían persuadido, y que ya hemos referido en detalle. Después de haberlas hecho ver que la empresa era posible, y haberlas mostrado en pocas palabras los perjuicios que se seguirían de su buen éxito a los cartagineses y ventajas a los romanos, prometió coronas de oro a los que primero montasen el muro, ofreció los premios acostumbrados a los que se distinguiesen, y, por último, dijo que Neptuno se le había aparecido en sueños desde el principio, le había inspirado este pensamiento y le había ofrecido que le asistiría tan visiblemente en lo crítico del lance, que todo el ejército conocería los efectos de su presencia. Las razones que expuso en la arenga, las sólidas reflexiones con que las mezcló, las promesas de las coronas de oro, y sobre todo la providencia del dios, inspiraron en los soldados un extraordinario ardor y alegría.
Al día siguiente, después de provista la escuadra de todo género de tiros, dio orden a Lelio, que la mandaba, para que bloquease la ciudad por el lado del mar. Él por tierra, elegidos dos mil hombres, los más esforzados, para que apoyasen a los que llevaban las escalas, emprendió el asedio a la tercera hora del día. Magón, gobernador que era de la ciudad, dividió los mil hombres que tenía, dejó la mitad en la ciudadela, y apostó el resto en la colina que está al Oriente. Dos mil ciudadanos, los más robustos, a quienes proveyó de las armas que había en la plaza, fueron situados en la puerta que conducía por el istmo al campo enemigo. Los restantes tuvieron orden de acudir como pudiesen a cualquier parte del muro que fuese necesario. Lo mismo fue dar Escipión la señal con las trompetas para el ataque, que sacar Magón los dos mil hombres que guardaban la puerta, persuadido a que aterraría al contrario y frustraría del todo su propósito. Estas tropas dieron con valor sobre los romanos, que estaban formados en batalla sobre el istmo. Se trabó un atroz combate y una terca emulación por ambas partes, animando tanto los del campo como los de la ciudad cada uno a los suyos. Pero los refuerzos que acudían no obraban igual efecto. Los de los cartagineses no podían salir sino por una puerta, y tenían que andar casi dos estadios hasta el campo de batalla; por el contrario, los de los romanos estaban a la mano y podían venir por muchas partes, lo que hacía desigual el combate. Escipión de propósito había formado los suyos al pie del mismo campo, a fin de atraer al enemigo a la mayor distancia. Estaba bien seguro que una vez deshechos éstos que eran como la flor de los ciudadanos, se llenaría de confusión toda la ciudad y ninguno de los sitiados se atrevería a salir por la puerta. Sin embargo, como por una y otra parte peleaban tropas escogidas, estuvo por un rato neutral la batalla; pero finalmente, rechazados los cartagineses con los poderosos refuerzos que acudían desde el campo, tuvieron que volver la espalda. Muchos murieron en el campo de batalla y en la retirada, pero los más se atropellaron unos a otros a la entrada de la puerta. Este accidente consternó tanto a todo el vecindario, que aun los que guarnecían la muralla desampararon sus puestos, y poco faltó para que los romanos no entrasen en tropel con los que huían, aunque aseguraron al muro las escalas sin peligro. Escipión estuvo presente en el combate, pero con el resguardo posible de su persona. Llevaba consigo tres soldados armados, los cuales cubriéndole y defendiéndole con sus broqueles de los tiros que venían del muro, procuraban su seguridad. Así unas veces dejándose ver en los costados, otra sobre los lugares eminentes, contribuía infinito al buen éxito del combate. Porque al paso que veía lo que sucedía, y era visto de todos, inspiraba ardor en los combatientes. De aquí provenía que nada era omitido de cuanto podía conducir para el caso; por el contrario, lo mismo era presentarla la ocasión algún proyecto, que al momento era efectuado como convenía. Los primeros que intentaron con osadía subir por las escalas, no tuvieron que sufrir tanto de la multitud de defensores al aproximarse, como de la altura de los muros. Los que coronaban las murallas conocieron bien la incomodidad que ésta causaba a los romanos, y eso mismo les infundió más aliento. Efectivamente, como las escalas eran altas y subían muchos a un tiempo, algunas se hacían pedazos. En otras sucedía que después de estar arriba los primeros, la misma elevación les hacía perder la vista, y si a esto se añadía el más leve impulso de los defensores, venían rodando por la escalera abajo. Si se arrojaba por las almenas alguna viga o cosa semejante, entonces todos a un tiempo eran derribados y estrellados contra el suelo. A pesar de estos obstáculos, nada era bastante a contener el ímpetu y vigor de los romanos; al contrario, derribados los primeros, subían a ocupar su lugar los inmediatos; hasta que ya entrado el día, y fatigada la tropa con el trabajo, el general mandó tocar a retirada.
Con esto los sitiados se alegraron muchísimo, creyendo que ya habían alejado el peligro. Pero Escipión, que ya estaba aguardando el tiempo del reflujo, tenía dispuestos quinientos hombres con escalas por el lado del estero. En la puerta de tierra y frente del istmo había puesto tropas de refresco, y después de exhortadas las había dado más escalas que antes, para que a un tiempo se montase el muro por todas partes. Lo mismo fue darse la señal de acometer, y aplicarse al muro las escalas para subir con intrepidez por todas partes, que todo fue confusión y alboroto dentro de la ciudad. Ya se creían libres del infortunio, cuando he aquí nuevo peligro y nuevo ataque, que junto con la falta de tiros y el desaliento que les causaba tanto número de muertos, les puso en un gran conflicto, bien que se defendieron lo mejor que pudieron. En lo recio del combate de la escalada llegó el reflujo. Las aguas fueron dejando en seco poco a poco las orillas del estero, pero congregadas en la boca salían con ímpetu al mar contiguo, de suerte que los que ignoraban la causa, tenían por increíble este fenómeno. Escipión entonces, que ya tenía dispuestas las guías, ordena entrar por la laguna sin recelo a los que ya estaban prevenidos para esta acción. Entre otras dotes, no parece sino que la naturaleza la había criado especialmente para inspirar ardor e impresionar de los mismos afectos a los que exhortaba. La tropa obedece, se pone en marcha con emulación por el pantano, y se persuade que esto es efecto de alguna providencia divina. Efectivamente, acordándose de lo que Escipión les había dicho en la arenga de Neptuno y de su asistencia, se inflamó tanto su espíritu, que hecha la tortuga, arremeten contra la puerta, e intentan por defuera hacerla pedazos con hachas y azuelas. Los que iban andando por el pantano, como hallaron desiertas las almenas, no sólo aplicaron las escalas sin peligro, sino que subieron y se apoderaron del muro sin sacar la espada. Estaban tan ocupados los sitiados en la conservación de otros puestos, particularmente del istmo y de la puerta contigua; era tan inesperado el caso de que el enemigo se acercase a la muralla por el lado del estero; y sobre todo, era tan excesiva la gritería y confuso tropel del populacho, que ni entender ni ver podían lo que pedía la urgencia.
Apoderados del muro los romanos, sin dilación discurrieron por todas partes a fin de llamar la atención del contrario, para lo cual les sirvió muchísimo su modo de armarse. Una vez que estuvieron en la puerta, bajaron unos a romper los cerrojos, y penetraron en la ciudad los que se hallaban fuera. Los que por el lado del istmo intentaban subir por las escalas, vencidos los defensores, atacaron las almenas. De esta forma fue ocupada por último toda la muralla. Los que entraron por la puerta tomaron la colina de parte del Oriente, después de desalojados los que la guarnecían Escipión, cuando ya le pareció que habían entrado los suficientes, destacó la mayor parte contra los vecinos según costumbre, con orden de matar a cuantos encontrasen, sin dar cartel a ninguno ni distraerse con el saqueo, antes que se diese la señal.

En mi opinión, obran así por infundir terror. Por eso se ha visto muchas veces que los romanos en la toma de las ciudades, no sólo quitan la vida a los hombres, sino que abren en canal los perros, y hacen trozos los demás animales; costumbre que en especialidad observaron entonces, por el gran número que habían capturado. Después Escipión se dirigió con mil hombres a la ciudadela. A su llegada, Magón intentó por el pronto ponerse en defensa; pero considerando después que la ciudad estaba ya enteramente tomada, pidió seguridad para su persona, y entregó la ciudadela. Tomada ésta, se dio la señal para que cesase la carnicería y se entregaron al saqueo. Llegada la noche permanecieron en el campamento los que tenían esta orden. El general con los mil pasó la noche en la ciudadela. A los demás se dio orden, por medio de los tribunos, para que saliesen de las casas, y reunido en la plaza todo el botín que se había conseguido, hiciesen allí la guardia por cohortes. Se trajo del campamento a los flecheros y se les apostó en la colina que estaba al Oriente. De este modo se apoderaron los romanos de Cartagena en España.
Al día siguiente, reunido en la plaza el equipaje de la guarnición cartaginesa y todas las alhajas de los ciudadanos y menestrales, pasaron los tribunos a hacer la distribución entre sus legiones según costumbre. Tal es la economía que observan los romanos en la toma de las ciudades. Cada día se saca para este efecto, bien de las legiones en general, bien de las cohortes en particular, un número de hombres según la extensión de la ciudad, pero nunca se destina más de la mitad. Los demás quedan de guardia en sus puestos, unas veces fuera de la ciudad, otras dentro, según lo exige la necesidad. Como regularmente está dividido su ejército en dos legiones romanas y dos aliadas, bien que tal vez aunque rara se junten las cuatro, todos los que se destinan para el saqueo traen lo que cogen cada uno a su legión. Después de vendido el botín, los tribunos lo distribuyen por partes iguales entre todos, no sólo los que han quedado de centinela, sino también los que han custodiado las tiendas, los enfermos y los que han sido destacados a algún ministerio. Para que no se defraude cosa del despojo, se hace jurar a todos, el primer día que se reúnen en los reales para salir a campaña, que se observará fidelidad; pero de este ramo de policía ya hemos hablado con más detenimiento cuando tratamos de su gobierno. Sucede, pues, que como la mitad del ejército se emplea en el saqueo, y la otra mitad queda guardando sus puestos para cubrir a éstos, jamás la codicia ha puesto en peligro las empresas de los romanos. Porque el no temer ser defraudado del botín, antes bien reinar una esperanza cierta de que tanto los que quedan de centinela como los que van al pillaje han de tener su parte, hace que ninguno desampare los puestos: cosa que a otras naciones ha acarreado muchas veces graves perjuicios. Efectivamente, por lo común el hombre sufre el trabajo y se expone al peligro por la esperanza del lucro; y es evidente que cuando se presenta una ocasión semejante, el que queda apostado o de guardia en el campo lleva muy a mal abstenerse de una ganancia que las más de las naciones conceden al primero que la coge. Porque por más diligencia que ponga un rey o un general en que de todos los despojos se haga una cantidad común, sin embargo, lo que se puede ocultar se reputa por propio. Por eso cuando todos se dejan llevar de la codicia, si ésta no se puede reprimir, se arriesga la salud de todo el ejército. Se han visto muchos capitanes que después de conseguida su empresa, ya entrando en un campo enemigo, ya tomando una ciudad, no sólo han sido desalojados, sino completamente derrotados, y por ninguna otra causa más que por la que hemos manifestado. Por tanto, de nada deben cuidar y atender tanto los generales, como de que en lo posible reine en todos la esperanza de que el botín, en llegando la ocasión, se dividirá por partes iguales.
Mientras los tribunos se ocupaban en repartir los despojos, el cónsul romano, congregados los prisioneros en número poco menos de diez mil, ordenó separar a un lado los ciudadanos, sus mujeres y niños, y a otro puso los artesanos. Efectuado esto, exhortó a los primeros a que fuesen afectos al pueblo romano, y tuviesen presente el beneficio que les hacía, con lo cual los despidió todos a sus casas. Ellos, a la vista de una salud tan inesperada, con lágrimas en los ojos de pura alegría, le hicieron una humilde reverencia y se retiraron. Por lo que hace a los artesanos, les dijo que por ahora quedaban siervos públicos del pueblo romano; pero si mostraban amor e inclinación a Roma, cada uno en su oficio, les prometía la libertad, después de concluida felizmente la guerra con los cartagineses. Para esto ordenó que todos ellos, en número de dos mil, llevasen sus nombres al cuestor, y divididos de treinta en treinta, los puso un romano por curador. Del resto de prisioneros escogió los más robustos, más bien hechos y de edad más floreciente, y los aplicó a su marina, con lo cual, aumentada ésta una mitad más, tripuló también los navíos apresados; de suerte que cada buque vino a tener poco menos del doble de remeros que antes tenía. Porque los navíos apresados eran dieciocho, y los que él tenía, treinta y cinco. Asimismo prometió también a éstos la libertad después de vencidos los cartagineses, si servían a Roma con fidelidad y afecto. Este modo de portarse con los prisioneros concilió para sí y para su república la benevolencia y fidelidad de los ciudadanos, e inspiró en los artesanos grande ardor de servirle por la esperanza de la libertad, sin contar con la mitad más de fuerzas navales que aumentó con la sabia conducta de que usó en este lance.
Separó después a un lado a Magón y a los cartagineses que con él se hallaban. Había entre ellos dos del Consejo de los Ancianos, y quince senadores. Los entregó a C. Lelio, previniéndole el correspondiente cuidado de estos personajes. Después ordenó venir a los rehenes, que ascendían a más de trescientos, y fue llamando y acariciando uno por uno a los niños, prometiéndoles para su consuelo que dentro de poco verían a sus padres. Mandó a los demás tener buen ánimo, y que cada uno escribiese a su patria que estaban salvos, que lo pasaban bien, y que los romanos estaban prontos a remitirlos todos con seguridad a sus casas, con tal que sus parientes abrazasen la alianza del pueblo romano. Cuando dijo esto ya tenía preparadas de antemano aquellas alhajas de botín que más podían conducir a su propósito, y las comenzó a regalar a cada uno según su sexo y edad; a las niñas retratos y pulseras, y a los niños puñales y espadas.
Durante este tiempo vino a echarse a sus pies la mujer de Mandonio, hermana de Indibilis, rey de los llergetes, para suplicarle con lágrimas que cuidase de que se guardase más decoro con las prisioneras que el que habían tenido los cartagineses. Escipión, compadecido de ver a sus pies una dama de avanzada edad, y que aparecía en su rostro un cierto aire venerable y majestuoso, le preguntó qué le faltaba delo necesario. Pero viendo que callaba, envió a llamar a los que habían sido encargados del cuidado de las mujeres, los cuales le dijeron que los cartagineses las habían provisto con abundancia de todo lo preciso. A pesar de esto, como la dama volviese a abrazarle de las rodillas y a repetirle la misma arenga, Escipión entró más en confusión, y sospechando si habría habido algún descuido, y los comisionados de aquel encargo no le contaban por ahora la verdad, le dijo: «Sosegaos, señora, yo os prometo nombrar otras personas que cuiden de que no os falte lo necesario.- Vos no habéis penetrado el fondo de mis palabras, replicó la señora después de un breve silencio, si creéis que nuestra súplica se reduce ahora a la comida.» Entonces, comprendiendo Escipión lo que quería decir la dama, y reparando en la hermosura de las hijas de Indibilis y de otros muchos potentados, no pudo contener las lágrimas al ver que en una sola palabra le había dado una idea de su triste situación. Y así, dándole a entender que había penetrado su pensamiento, la cogió de la mano, procuró consolarla, y lo mismo a las demás, prometiendo que en adelante él mismo las cuidaría como si fueran sus hermanas o hijas, y las pondría hombres de probidad para su custodia.
Después de esto entregó a los cuestores todo el dinero que había hallado en el erario de los cartagineses, cuya suma ascendía a más de seiscientos talentos, que junto a los cuatrocientos que él había traído de Roma, componían en total la cantidad de más de mil talentos para los gastos de la guerra.
A esta sazón, ciertos jóvenes romanos, bien instruidos de la inclinación de su general al otro sexo, trajeron a su presencia una doncella en la flor de su edad, y de peregrina hermosura, suplicándole admitiese este obsequio. Escipión, absorto con tan raro prodigio de belleza: «Si fuera simple soldado, dijo, no me pudierais hacer presente más dulce; pero siendo general, ninguno más despreciable»; dando a entender, en mi opinión, con este dicho, que en ciertos momentos de descanso y ocio hallan los jóvenes con el sexo un dulce pasatiempo y alivio de los cuidados; pero en tiempo de negocios, semejantes recreos perturban la tranquilidad del cuerpo y del espíritu. Sin embargo, dio gracias a los jóvenes, y enviando a llamar al padre de la doncella, se la entregó al momento y le ordenó la diese estado con el ciudadano que más gustase. Este rasgo de continencia y moderación le dio mucho honor entre sus soldados.
Arregladas estas cosas y entregado el resto de prisioneros a los tribunos, despachó a Roma a C. Lelio en una galera de cinco órdenes, con otros cartagineses de los más ilustres que se habían capturado, para que llevase a su patria la noticia. Sabía ciertamente que como por lo común en Roma se tenían por perdidas; las cosas de España, con esta nueva se recobrarían los ánimos y se entregarían con más intensidad a estos negocios.



CAPÍTULO IV
Forma que tuvo Escipión de ejercitar la infantería durante su estancia en Cartagena.- Evoluciones que fue necesario enseñar a la caballería.- Costumbre en adiestrar sus tropas.

En el corto período de tiempo que Escipión permaneció en Cartagena se ocupó en hacer maniobrar de continuo su armada, y enseñar a los tribunos de qué modo habían de ejercitar las tropas de tierra. El primer día ordenó a las legiones hacer una marcha de treinta estadios con sus armas; el segundo bruñir, limpiar y pasar revista de todo el armamento delante de las tiendas; el tercero descansar y holgar; el cuarto combatir a unos con espadas de madera cubiertas de cuero y botón en la punta, y a otros lanzar chuzos también con botón; el quinto repetir la misma carrera que el primer día. Para que en ningún acontecimiento le faltasen armas, ya para los ejercicios, ya para las batallas verdaderas, hacía un grande aprecio de esta clase de artesanos. Por eso, no obstante que tenía señaladas gentes que privativamente cuidasen de este ramo, iba él, sin embargo, a visitarlos todos los días, y por su mano proveía a cada uno lo necesario. Al ver las tropas de tierra ejercitarse y disciplinarse delante de los muros de la ciudad, las de mar maniobrar y ensayarse en el remo, los de la ciudad aguzar unos, trabajar otros en hierro o madera, y, en una palabra, ocuparse todos en fabricar armas, no podía menos de aplicarse a Cartagena la expresión de Jenofonte, que era un taller de guerra. Una vez que le pareció que todo estaba en buen estado, y las tropas suficientemente disciplinadas para cualquier función, levantó el campo con los dos ejércitos de mar y tierra, después de asegurada la ciudad con buena guarnición y reparados sus muros, y se dirigió hacia Tarragona, llevándose consigo los rehenes.
Las evoluciones que, en su opinión, eran más oportunas para toda ocasión, y en que debía estar instruida la caballería eran tornar el caballo a izquierda o a derecha y retroceder. En cuanto a los escuadrones enteros, los enseñaba a dar un cuarto de conversión, a recobrar su puesto, a dar media vuelta en dos tiempos, a darla entera en tres, a partir prontamente de las alas o del centro divididos en una o dos escuadras, y a volverse a reunir sin perder el orden en sus escuadrones, bandas o compañías. A más de esto, los hacía formar sobre una y otra ala, a veces por el frente, y a veces dando un giro por detrás del ejército. No cuidaba mucho de las conversiones de una parte a otra por trozos separados, porque creía que en cierto modo se asemejaban a cuando un ejército va de marcha. A este tenor en todas las evoluciones, bien fuese para avanzar al enemigo, bien para retirarse, los había disciplinado de manera que jamás, aun en la mayor aceleración, se perdiese la latitud y longitud, y al mismo tiempo se guardase siempre de escuadrón a escuadrón el mismo intervalo. Porque no hay cosa más inútil y peligrosa que poner en acción por escuadrones una caballería que ya tiene rotas sus líneas. Después de haber instruido así a los soldados y a los oficiales, recorrió las ciudades para examinar primeramente si el pueblo entraba bien en lo que había ordenado, y en segundo lugar si los gobernadores de las ciudades eran capaces de dar un sentido claro y conveniente a sus mandatos. Porque entendía que para el buen éxito de una empresa nada había más importante que la capacidad de los subalternos.
Preparadas de este modo todas las cosas, sacó de las ciudades la caballería y la congregó en un sitio donde él mismo realizaba las evoluciones y hacía a su vista todo el manejo del arma. Para esto no se ponía a la cabeza, como hacen los capitanes de hoy día, en cuya opinión el primer lugar es el más propio del que manda. Arguye ignorancia, y está muy expuesto un comandante que es visto de todos sus soldados y él no ve a ninguno. En semejantes ejercicios no se trata tanto de hacer ostentación de la autoridad como de la pericia y capacidad para mandar las tropas, poniéndose ya en la vanguardia, ya en la retaguardia, ya en el centro. Esto era lo que hacía Escipión; discurría de escuadra en escuadra, lo veía todo por sí mismo, explicaba las dudas y corregía sobre la marcha cualquier defecto, bien que éstos eran muy leves y raros, por el esmero que había puesto antes en disciplinar en particular a sus soldados. Demetrio Falereo explicó esto mismo en un discurso: así como, decía, en un edificio del cuidado que se pone en situar bien cada ladrillo y trabar una orden con otra, resulta que la fábrica no tenga hendiduras; del mismo modo en un ejército, del esmero que se tiene con cada soldado y con cada compañía, proviene el vigor de toda una armada.



CAPÍTULO V
Resentimiento de los etolios contra los romanos, explicado en un parangón por un personaje nada afecto a los etolios.

Decía que lo que ahora sucede se asemeja mucho a la disposición y mecanismo de un ejército formado en batalla. Así como en éste, por lo regular, se sitúa al frente para que perezca primero la infantería ligera y las tropas más expeditas, mientras que a la falange y a los pesadamente armados se atribuye todo el honor de la victoria; del mismo modo al presente los etolios, y los pueblos del Peloponeso que sostienen su partido, están expuestos los primeros al peligro, y los romanos, a manera de falange, hacen veces de tropas de reserva. Si los etolios son vencidos, los romanos alzarán la mano y escaparán sin lesión alguna; y si aquellos salen vencedores, lo que no permitan los dioses, entonces éstos reducirán a su dominio a ellos y a los demás pueblos de la Grecia.

Las sociedades democráticas necesitan aliados, porque la multitud puede verse con frecuencia impulsada a realizar actos insensatos que pondrían en peligro un Estado sin defensa.



CAPÍTULO VI
Filopemen.

Ciertamente, Eurileón, pretor de los aqueos, era hombre sin valor y sin conocimiento de la guerra. Llegamos al instante en que Filopemen aparece en escena, y justo es que por él hagamos lo mismo que por los otros grandes ciudadanos, dando a conocer su carácter y la escuela en que había sido instruido. Son para mí, en verdad, insufribles los historiadores que refieren larga y minuciosamente el origen de las ciudades, cómo, dónde y por quién fueron fundadas y construidas, y cuáles las variaciones que han tenido, y descuidan decir quiénes fueron los grandes hombres que administraron la república y por cuáles estudios y trabajos llegaron a puesto tan eminente. ¡Cuánto más útil es esto que aquello! La descripción de un edificio en nada contribuye a nuestra emulación o instrucción moral; pero al estudiar las inclinaciones de un grande hombre, nos sentimos impulsados a imitarle, tomándole por ejemplo. Por tal motivo, si no hubiese tratado ya en un volumen especial de Filopemen, relatando lo que llegó a ser, quiénes fueron sus maestros, cuáles los estudios que le formaron en la juventud, creeríame obligado a entrar aquí en estos detalles; pero referidas en los tres libros que consagré a su memoria su educación y sus acciones más famosas, justo es que omita en esta historia general lo relativo a sus primeros años, y explique con nuevos detalles cuanto hizo en la madura edad, cosa tratada de paso en mi obra precedente. De este modo ambos trabajos obedecerán a las reglas del arte. En el primero sólo podía exigírseme un cuadro entusiasta de sus acciones, porque me propuse hacer un elogio, no una historia; pero al presente escribo la historia, donde el elogio y la censura tienen justo lugar y donde los hechos deben ser verdaderos, apoyados con pruebas y acompañados de reflexiones. Entremos, pues, en materia. Hijo de padres ilustres, procedía Filopemen de las familias más distinguidas. Fue su primer maestro Cleandro, noble de Mantinea, que tenía derecho a la hospitalidad en casa de su padre y que se hallaba entonces desterrado de su patria. En la adolescencia recibió lecciones do Ecdemo y Demófanes, que, naturales de Megalópolis y desterrados ambos de su patria por odio a la tiranía, vivían en casa del filósofo Arcesilao. Habiendo tramado durante su fuga una conspiración contra Aristodemo, devolvieron la libertad a su patria y prestaron eficaz auxilio a Arato para librar a los sicionianos de su tirano Nicocles. Llamados después por los cirenenses gobernaron este pueblo con gran sabiduría, manteniendo en él la libertad.
Instruido por estos dos megalopolitanos, sobresalió Filopemen desde la juventud, tanto en la caza como en la guerra, por su valor e infatigable ardimiento, siendo sobrio en la comida y en el vestir modesto. De sus maestros aprendió que el hombre descuidado en lo que personalmente le atañe es incapaz de gobernar bien los asuntos de un Estado, y que quien gaste para vivir más de lo que sus rentas le producen, pronto vivirá a costa del público. Nombrado por los aqueos jefe de la caballería, encontró esta fuerza completamente desmoralizada, sin disciplina y sin valor, y de tal mono supo excitar en ella la emulación que la hizo no sólo mejor que antes, sino superior a la de los contrarios. La mayoría de los que ocupan este mando, sin conocer los movimientos de la caballería no se atreven a dar órdenes. Hay quienes ambicionan la pretura complaciendo a todo el mundo y procurándose de antemano los sufragios, para lo cual ni reprimen ni castigan con la justa severidad, cuya ausencia pone a un Estado en peligro de ruina. No sólo dispensan las faltas, sino que por hacer un pequeño favor causan infinito daño a quienes les confían el mando. Hay, finalmente, otros bravos, hábiles, desinteresados y sin ambición, pero que por inoportuno y extremado rigor hacen más daño a la tropa que los que no tienen ninguno.



CAPÍTULO VII
Filipo, rey de Macedonia.

Una vez celebrados los juegos neemenios, regresó este príncipe a Argos, donde, quitándose púrpura y diadema, quiso tratarse de igual a igual con todo el mundo, y alardeó de maneras sencillas y populares. Pero cuanto más se identificó con el pueblo por las vestiduras, mayor y más soberano era el poder que ejercía. Apenas hubo viuda o casada a quien no intentara corromper. La que le agradaba recibía orden de ir a verle, y si alguna no le obedecía, inmediatamente penetraba en su casa con un grupo de hombres ebrios, y la violaba. Con fútiles pretextos hacía conducir a su morada los hijos de unas, los maridos de otras, intimándoles con amenazas. No hubo, pues, desorden ni injusticia que no cometiera. Tales excesos irritaron mucho a los aqueos sobre todo a los más sensatos; pero amenazados de guerras por todos lados, preciso les fue sufrir con paciencia el desenfreno de este príncipe.



CAPÍTULO VIII
Más sobre Filipo.

En verdad no existió rey de mayor talento para reinar que Filipo, ni tampoco quien deshonrase el trono con mayores vicios. Creo que el talento lo recibió de la naturaleza y los defectos los adquirió con los años, como ocurre a los caballos cuando envejecen. Ni de sus méritos ni de sus vicios hablamos al empezar su historia, como hacen otros historiadores, por reservar las reflexiones para unirlas a los hechos en el momento de exponerlos. Este método que empleamos, lo mismo respecto a los reyes que a todos los personajes notables, es, en nuestra opinión, el que más conviene a la historia y el más útil para quienes la leen.



CAPÍTULO IX
Superioridad de la Media sobre los demás Estados del Asia.- Increíbles riquezas del palacio real de Ecbatana en la Media.- Incursión de Antíoco contra Arsaces, uno de los primeros fundadores del imperio de los Partos.

Constituye la Media el más poderoso reino del Asia, tanto por la extensión del país como por el número y valor ya de hombres, ya de caballos. Provee esta provincia a casi toda el Asia de esta especie de animales, y por sus buenos pastos mantienen aquí los demás reyes sus crías de caballos al cuidado de los modos. Se halla rodeada toda de ciudades griegas, precaución que tomó Alejandro para ponerla a cubierto de los bárbaros, sus vecinos, menos Ecbatana. Esta ciudad está fundada al septentrión de la Media, y domina los países de Asia inmediatos a la laguna Meotis y al Ponto Euxino. Fue en otro tiempo corte de los reyes modos, y, según parece, excedió con mucho a las demás ciudades en riquezas y magnificencia de edificios. Situada en la falda del monte Oro, no tiene muros, pero posee una ciudadela que el ingenio ha hecho de una fortaleza prodigiosa, a cuyo pie se halla el palacio real. Tanto el hablar con detalle de las rarezas de esta ciudad como el pasarlas del todo en silencio tiene sus dificultades. Porque así como a los que aman publicar maravillas y acostumbran hablar con exageración y hacer digresiones abre el más ameno campo Ecbatana, así también a los que en todas sus producciones son reservados y circunspectos todo lo que excede los límites de lo corriente sirve de dificultad y embarazo.
Sin embargo, diré que el palacio real tiene casi siete estadios de circunferencia, y que la magnificencia de la fábrica en cada una de sus partes da una grande idea de la riqueza de sus primeros fundadores. Pues a pesar de que todo él era de madera de cedro y de ciprés, no obstante no tenía parte alguna descubierta. Las vigas, los artesonados y las columnas que sostenían los pórticos y atrios unas estaban vestidas de planchas de plata y otras de oro. Las tejas todas eran de plata. La mayor parte de estos adornos fueron descortezados en la irrupción de Alejandro y los macedonios, y el resto en el gobierno de Antígono y de Seleuco Nicanor. Aunque cuando vino Antíoco el templo de Ena tenía aún las columnas cubiertas todo alrededor de oro, se encontraban en él muchas tejas de plata y duraban aún algunos ladrillos, bien que pocos, de oro y muchos de plata. De todas estas riquezas se acuñó moneda con el busto de Antíoco, cuya suma ascendió casi a cuatro mil talentos.
Arsaces bien creía que Antíoco llegaría hasta estos países, pero no el que se atreviese a cruzar con tan numeroso ejército el desierto inmediato a ellos, especialmente siendo tan escaso de agua. Efectivamente, lo que es en la superficie no se ve allí siquiera una gota, pero por bajo de tierra existen muchos conductos y pozos, desconocidos a los que ignoran el país. Sobre esto hay una tradición verdadera entre los naturales, y es, que cuando los persas se apoderaron del Asia dieron a los que hiciesen venir agua perenne a ciertos lugares que antes no la tenían el usufructo de aquellos campos por cinco generaciones; y como del monte Tauro se desprenden tantos y tan copiosos raudales, los habitantes no perdonaron gastos ni fatigas para construir acueductos desde tan lejos; de suerte que hoy día ni aun los que beben el agua saben el origen de estos conductos subterráneos, ni de dónde provengan. Cuando Arsaces vio que Antíoco comenzaba a atravesar el desierto, al punto ordenó cegar y corromper los pozos. Mas el rey, informado de esto, destacó allá a Nicomedes con mil caballos, los cuales, llegando a tiempo que ya Arsaces estaba de vuelta con su ejército, solamente encontraron alguna caballería que tapaba las bocas de los acueductos, y forzada ésta a volver la espalda al primer encuentro, se retiraron también ellos a su campo. Antíoco atravesó el desierto y llegó a Hecatompila, ciudad situada en medio de la Partia y a quien se dio este nombre por la concurrencia de caminos que parten desde aquí a todas las regiones del contorno.
Aquí, después de haber dado descanso al soldado, reflexionó que si Arsaces estuviera en estado de aventurar con él una batalla no hubiera abandonado y dejado su país, ni andaría buscando lugar más acomodado a sus tropas para el combate que las cercanías de Hecatompila. Y puesto que con su retiro había manifestado al buen entendedor que se hablaba de diverso parecer, decidió pasar a la Hircania. Llegado a Tagas, supo de los naturales la escabrosidad del camino que tenía que atravesar para llegar a las cumbres del monte Labuta que miran a la Hircania y la multitud de bárbaros que ocupaban aquellos desfiladeros. Con este aviso se propuso dividir en varios cuerpos su infantería ligera, y señalar a sus jefes la ruta que cada uno había de tomar. Lo mismo hizo con los gastadores que debían acompañar a los armados a la ligera y hacer transitable el lugar que éstos ocupasen para que pasase la falange y las bestias de carga. Tomada esta decisión, puso a Diógenes en la vanguardia, compuesta de flecheros, honderos y aquellos montañeses más peritos en disparar dardos y piedras, porque esta clase de gentes, no guardando nunca formación, sino batiéndose de hombre a hombre, según la ocasión y el sitio lo requiere, son de sumo provecho en los desfiladeros. Detrás de éstos situó dos mil rodeleros cretenses, bajo la conducción de Polixenidas el rodio, y en la retaguardia iban los armados de loriga y escudo, al mando de Nicomedes, de la isla de Cos, y de Nicolao el etolio.
No bien habían avanzado algún terreno, cuando se descubrió que la escabrosidad y estrechura de éste era más difícil que la que el rey se había imaginado. La subida toda se extendía a casi trescientos estadios. En la mayor parte de ésta era preciso caminar por un profundo barranco que un torrente había socavado, en el cual había muchos peñascos desprendidos naturalmente de lo alto de las rocas, y árboles que imposibilitaban el paso. A esta dificultad se añadían otras muchas por los bárbaros. Habían cortado infinidad de árboles, amontonado multitud de grandes peñascos, y a más tenían ocupadas a todo lo largo de esta concavidad las alturas más oportunas y capaces de contribuir a su defensa; de suerte que, a no haber ellos tomado mal sus medidas, desanimado del todo Antíoco, hubiera tenido que desistir del empeño. Porque los bárbaros, en la inteligencia de que todo el ejército enemigo había de subir por precisión por el barranco mismo, se habían preparado, y ocupado los puestos con este objeto. Pero no advirtieron que aunque la falange y el bagaje no podían pasar por otra parte que la que ellos tenían pensada, porque las montañas próximas les eran inaccesibles, la infantería ligera y expedita era capaz de gatear por los más pelados peñascos. Y así lo mismo fue Diógenes, que había emprendido la subida por parte afuera del barranco, dar sobre el primer cuerpo de guardia de los enemigos, que tomar otro aspecto las cosas. Porque advirtiéndole el lance mismo al primer choque lo que tenía que hacer, pasa adelante, supera aquellas eminencias por caminos extraviados, y puesto de parte arriba de los contrarios, los acribilla con una nube de flechas y piedras arrojadas a mano. Lo que más incomodó a los bárbaros fueron las piedras que despedían las hondas desde lejos. Una vez que estuvieron desalojados los primeros y ocupado su puesto, se dio el encargo a los gastadores de desembarazar y aplanar con seguridad el camino que tenían por delante, operación que se realizó brevemente por las muchas manos que había. De este modo los honderos, ballesteros y flecheros marchan a pelotones por aquellas eminencias, se incorporan y ocupan los puestos ventajosos, mientras que, formados los pesadamente armados, van subiendo poco a poco por el barranco mismo en buen orden. Los bárbaros, lejos de esperar, desampararon todos sus puestos y se acogieron en la cumbre. Antíoco, finalmente atraviesa el desfiladero sin pérdida, bien que con lentitud y mucho trabajo, pues casi empleó ocho días en llegar a la cima de la montaña. Allí, reunidos los bárbaros con la esperanza do que impedirían la subida al enemigo, se dio un recio combate, donde fueron rechazados; porque aunque, formados a manera de cuña, pelearon con valor contra la falange, lo mismo fue ver que los armados a la ligera, dado un largo rodeo durante la noche, se habían apoderado de los puestos superiores que caían a su espalda, que al punto desmayaron y emprendieron la huida. El rey, que quería que el ejército bajase reunido y en buen orden a la Hircania, prohibió que se siguiese el alcance y ordenó tocar a retirada. Reglada la marcha como deseaba, llegó a Tambrace, ciudad sin muros, pero de grande extensión y con un palacio real, donde hizo alto. Mas como la mayor parte de bárbaros que habían escapado de la batalla y de aquellos con-tornos se hubiesen retirado a Siringe, ciudad poco distante de Tambrace y que por su fortaleza y demás comodidad era como la corte de la Hircania, resolvió reducirla por la fuerza. Efectivamente, se dirigió allá con el ejército, y acampado en sus alrededores, comenzó el asedio. La principal fuerza para la consecución de su propósito consistía en tortugas de terraplenar. Porque la ciudad se hallaba rodeada de tres fosos poco menos de treinta codos de anchos y quince de profundos, sobre cuyos bordes había un doble vallado y por remate un fuerte muro. Se daban continuos combates en torno a las obras, donde ni los unos ni los otros bastaban a transportar sus muertos y heridos, porque no sólo se peleaba sobre tierra, sino también por bajo en las minas. Sin embargo, la mucha gente y la actividad del rey hizo que rápidamente se cegasen los fosos y viniese abajo la muralla socavada con las minas. Este accidente desconcertó del todo a los bárbaros, y degollando a los griegos que había en la ciudad, robaron lo más precioso de sus muebles y huyeron durante la noche. Antíoco, informado de esto, destacó en su alcance a Hiperbasis con las tropas mercenarias. Efectivamente, éste los alcanza, ellos arrojaron los equipajes y se acogen otra vez en la ciudad; con lo cual, forzada después con vigor la brecha por los pesadamente armados, privados de toda esperanza, se rindieron.



CAPÍTULO X
Las ciudades de Achriana y Calliope.

Achriana, ciudad de Hircania...

Calliope, ciudad del país de los partos...



CAPÍTULO XI
ucumben los cónsules Claudio Marcelo y Crispino por impericia en el arte militar.- Un general no debe entrar en acción que no sea decisiva.- Alabanza de Aníbal.

Deseosos, los cónsules Claudio Marcelo y T. Quint. Crispino, de inspeccionar con sus ojos el declive de una montaña que caía hacia el campo enemigo, ordenaron a los demás que permaneciesen dentro del real, y ellos con dos bandas de caballería, los vélites y hasta treinta líctores, marcharon a reconocer el terreno. Por casualidad, algunos númidas, acostumbrados a tender asechanzas a los que salen a escaramuzar, y, en una palabra, a todo el que su aparta del campamento, se habían emboscado al pie de la montaña. Lo mismo fue hacerles la señal el vigía de que por encima de ellos venía aproximándose a la cima de la montaña alguna tropa, que salen y, dando un gran rodeo, cortan a los cónsules y les cierran el paso para su campo. Al primer encuentro perdió la vida Marcelo y algunos otros que le acompañaban; los demás, cubiertos de heridas, se vieron precisados a huir por aquellos derrumbaderos, unos por una parte y otros por otra; y el hijo de este cónsul, también gravemente herido, salió de la refriega como por milagro. Los romanos estaban viendo desde el campo lo que ocurría, pero no pudieron acudir al socorro. Mientras unos daban voces, otros extrañaban el fracaso, unos enfrentaban los caballos y otros tomaban sus armas, la acción se concluyó. Marcelo en esta ocasión pareció más simple e incauto que prudente y hábil capitán, por cuyo motivo le vino esta desgracia. No puedo menos de apuntar a cada paso por toda mi obra a los lectores esta clase de defectos, para que adviertan que entre otros muchos en que pueden incurrir los generales éste es el más corriente, y en donde se ve más palpable la ignorancia. Porque ¿qué se puede esperar de un jefe o de un general que no sabe que el que manda ha de hallarse muy distante de toda refriega particular que no decida completamente el asunto? ¿Y qué nos debemos prometer de un jefe que ignora que aun cuando las circunstancias le estrechen a mezclarse en una acción particular vale más que perezcan antes muchos soldados que no que alcance el daño al que gobierna? Si se ha de arriesgar algo, dice el adagio, sea antes la mano que la cabeza. Porque decir, yo no lo pensaba, o quién había de presumirse esto, es, en mi opinión, la señal más evidente de la ignorancia y falta de talento de un comandante. He aquí por qué reputo a Aníbal por gran capitán en muchas maneras. Pero especialmente se deja ver en esta: que no obstante haber pasado tantos años con las armas en la mano y haber visto tantos y tan diversos aspectos de la fortuna, su astucia engañó repetidas veces a sus contrarios en encuentros particulares; pero jamás fue él engañado, a pesar de tantos y tan considerables combates como sostuvo: tanta era la precaución que ponía en el resguardo de su persona. Y en verdad que con sobrado fundamento. Porque libre y salvo un comandante, aunque todo el ejército perezca, la fortuna le ofrecerá mil ocasiones de resarcir sus pérdidas; pero muerto éste, sucede lo mismo que a una nave sin piloto: por más que el ejército gane la victoria contra sus contrarios, nada se adelanta, porque todas las esperanzas de los particulares dependen de las de los jefes. Hemos apuntado esto para aquellos generales que, o por vanagloria, o por ligereza juvenil, o por impericia, o por menosprecio del enemigo, incurren en tales infortunios; porque las muertes de los generales siempre provienen de uno de estos defectos.



CAPÍTULO XII
Medios de que se vale Escipión durante el cuartel de invierno para conseguir la amistad de los españoles.- Edecón, Indibilis y Mandonio, poderosos caudillos de la España.- Más habilidad y prudencia se precisa para usar bien de la victoria que para vencer.- Consideración de Polibio sobre este punto.- Asdrúbal, hermano de Aníbal, derrotado por Escipión, sale de España.- Magnanimidad admirable de Escipión al rehusar el reino que le ofrecían los españoles.

Así, en España, el cónsul Escipión, sentado su cuartel de invierno en Tarragona (209 años antes de J. C.), como hemos dicho anteriormente, empezó por ganar al pueblo romano la amistad y confianza de los españoles, devolviéndoles a cada uno sus rehenes. La casualidad hizo que para esto le sirviese de mucho Edecón, poderoso régulo del país. Este príncipe, tan pronto como supo la toma de Cartagena, y que Escipión se había apoderado de su mujer y sus hijos, presumiéndose la deserción que harían los españoles al partido de los romanos, se propuso ser él el autor de esta mudanza, persuadido principalmente, a que de este modo recobraría su mujer y sus hijos, y daría a entender al cónsul que abrazaba voluntariamente el partido de los romanos sin que la necesidad le forzase. Efectivamente, sucedió así. Porque cuando ya se hallaban las tropas en cuarteles de invierno, llegó él a Tarragona con sus parientes y amigos. Acudió a una conferencia con Escipión y le dijo: que daba las mayores gracias a los dioses de que fuese él el primero de los señores del país que hubiese venido a su presencia; que los otros potentados, aunque daban la mano a los romanos, mantenían aún correspondencia con los cartagineses, y miraban con inclinación sus asuntos; pero que él había venido a entregar no sólo su persona, sino sus amigos y parientes a la fe de los romanos; en cuyo supuesto, si merecía ser admitido por su amigo y aliado, le prestaría grandes servicios, tanto en la actualidad como en el futuro: en la actualidad, porque al ver los españoles que él había sido admitido y había alcanzado lo que pedía, todos seguirían su ejemplo, llevados del deseo de recobrar sus parientes y entrar en la alianza de los romanos; y en el futuro, porque inducidos de semejante honor y humanidad, le serían unos indefectibles apoyos de las expediciones que le restaban. «Por lo cual os ruego me devolváis mi mujer y mis hijos, y contado en el número de vuestros amigos, me dejéis volver a mi casa, hasta que se presente ocasión oportuna en que yo y mis amigos mostremos cuanto esté de nuestra parte, el reconocimiento a vuestra persona y a los intereses de Roma.» Así terminó Edecón su discurso. Escipión, que ya de tiempos atrás se hallaba inclinado a esta entrega, y mucho antes había reflexionado lo mismo que Edecón le decía, entregó a este príncipe su mujer y sus hijos, concertó con él alianza, y cuando ya tuvo ganado, por varios modos que la conversación misma le ofreció, el afecto del español y hecho concebir a sus amigos magníficas esperanzas para el porvenir, los despachó para sus casas. Divulgado prontamente este convenio, todos los pueblos del Ebro para acá que antes no favorecían a los romanos, de común acuerdo abrazaron su partido. Cumplido en esta parte el deseo de Escipión, después de haber resuelto estos asuntos, despidió las tropas navales, visto que no había quien le contrarrestase por parte del mar; pero escogió de ellos los más aptos y los distribuyó en las compañías, con lo cual aumentó el ejército de tierra.
Ya hacía tiempo que Indibilis y Mandonio, los dos más poderosos potentados de la España por aquella era, y tenidos por los más finos amigos de los cartagineses, andaban maquinando ocultamente y aguardando la ocasión de abandonarlos desde aquel lance en que Asdrúbal, bajo pretexto de asegurarse de su fidelidad, les había exigido en rehenes una gran suma de dinero, sus mujeres e hijas, como hemos dicho antes. Entonces, pareciéndoles tiempo oportuno, sacaron una noche sus tropas del campo de los cartagineses, y se retiraron a unos lugares fuertes y capaces de ponerles a cubierto. Esta deserción fue seguida de otros muchos más españoles, que disgustados ya de la altanería de los cartagineses, no aguardaban más que la primera ocasión de hacer públicas sus intenciones, desgracia que ha sucedido a otros muchos.
Hemos manifestado repetidas veces lo importante que es conducir con acierto una guerra, y superar a los contrarios en sus propósitos; pero se requiere mucha más habilidad y prudencia para usar bien de la victoria. Se encuentran muchos más ejemplos de victoriosos, que no de que hayan sabido aprovecharse de esta ventaja. Buen ejemplo tenemos en lo que entonces sucedió a los cartagineses. Después de haber vencido los ejércitos romanos, después de haber muerto a ambos cónsules Publio y Cneio Escipión, en la opinión de que ya era suya la España sin disputa, trataron con dureza a sus naturales. Y ¿qué ocurrió? que en vez de aliados y amigos se crearon tantos enemigos como súbditos. Era indispensable que así ocurriese a hombres que creían que de un modo se debía conseguir el mando y de otro conservarle. No sabían que el mejor modo de conservar los imperios es mantener constantemente la misma constitución con que se estableció al principio. Es evidente, y comprobado con muchos ejemplos, que se adquiere el mando con beneficios y larguezas a sus semejantes; pero si después de conseguido se obra mal y se gobierna con despotismo, no hay que extrañar que con la mudanza de máximas en los que mandan, se cambien también las voluntades en los que obedecen. Esto es exactamente lo que entonces sucedió a los cartagineses. En tan horribles circunstancias, Asdrúbal se veía agitado de mil pensamientos sobre el éxito de los negocios que tenía a su cargo. Le acongojaba la deserción de Indibilis, le afligía la oposición y contrariedad de pareceres que reinaba entre los demás oficiales, temía la venida de Escipión, ya le parecía que le tenía delante con su ejército, veía que le habían abandonado los españoles, y que todos unánimes se habían pasado a los romanos. En vista de esto recapacitó, y decidió reunir todas las fuerzas posibles y dar una batalla al enemigo. Si la fortuna le hacía salir victorioso, decía, consultaría después tranquilamente sobre lo que había de hacer; y si quedaba vencido, se retiraría a la Galia con los restos de la acción, y tomando de allí el mayor número de bárbaros que pudiese, pasaría al socorro de Italia y correría una misma suerte con su hermano Aníbal. En estas consideraciones estaba ocupado Asdrúbal, cuando Escipión, instruido de las intenciones del Senado con la llegada de C. Lelio, saca sus tropas de los cuarteles de invierno, se pone en marcha, y encuentra sobre el camino a los españoles, que venían alegres y dispuestos a ofrecerle sus servicios. Indibilis, que con anticipación le habían avisado, cuando le vio acercar salió del campo con sus amigos, y en la conversación que con él tuvo le refirió la amistad que había tenido con los cartagineses, le manifestó los servicios y fidelidad que siempre les había prestado, y le expuso las injurias y afrentas que había sufrido. En cuya atención le rogaba se constituyese juez de sus razones; y si hallase ser injusta la acusación que hacía contra los cartagineses, fallase seguramente que tampoco sabría guardar fe a los romanos; pero si a la vista de tantos ultrajes como había contado, la necesidad le había forzado a apartarse de su amistad, se lisonjease de que el que ahora abrazaba el partido de los romanos les guardaría un afecto inviolable. Dichas otras muchas más razones al mismo intento, terminó Indibilis, y tomando la palabra Escipión, le respondió que no dudaba de sus palabras, que conocía el genio altanero de los cartagineses, tanto por el desprecio que habían hecho de los otros españoles, como por la insolencia de que habían usado para con sus mujeres e hijas; por el contrario que él, habiéndolas tomado, no en calidad de rehenes, sino de prisioneras y esclavas, las había guardado tal decoro, que ni ellos con ser padres hubieran hecho acaso otro tanto. Indibilis confesó que así estaba persuadido, le hizo una profunda reverencia, y le saludó por rey. Todos los presentes aplaudieron el dicho; pero Escipión, rehusando semejante nombre, les dijo que tuviesen buen ánimo, que ellos hallarían todo buen tratamiento de parte de los romanos, y sin dilación les devolvió sus mujeres e hijas. Al día siguiente concertó con ellos un tratado, cuyas principales condiciones eran que seguirían a los cónsules romanos y obedecerían sus órdenes. Con esto se retiraron a sus respectivos campos, tomaron sus tropas, volvieron a Escipión, y acampados juntos con los romanos, marcharon contra Asdrúbal. Este general acampaba entonces en los alrededores de Castulón, cerca de la ciudad de Betula y no lejos de las minas de plata. Informado de la llegada de los romanos, cambió de campamento, donde resguardadas las espaldas con un río, tenía por delante del real un espacioso llano, que coronado todo en redondo de una colina, tenía la bastante profundidad para ponerle a cubierto y la suficiente extensión para formar el ejército en batalla. Allí permanecía quieto, contento sólo con tener apostados ciertos cuerpos de guardia sobre la colina. El primer deseo de Escipión, cuando estuvo cerca, fue batirse; pero se veía perplejo a la vista de la seguridad que la ventajosa situación prestaba al enemigo. Sin embargo, al cabo de dos días de deliberación, temiendo no viniese Magnón y Asdrúbal hijo de Giscón, y le cerrasen por todas partes, decidió probar fortuna y tentar al contrario.
Dada la orden de que estuviese pronto el ejército, él se quedó dentro de las trincheras con las demás tropas, y únicamente destacó los vélites y extraordinarios de infantería para atacar la colina y provocar a los cuerpos de guardia que había en ella. Ejecutada esta orden con vigor, el general cartaginés esperaba al principio el éxito de la refriega; pero viendo oprimidos y malparados a los suyos por el valor de los romanos, fiado en la naturaleza del terreno, saca su ejército y le forma en batalla sobre la colina. En este momento Escipión destaca allá toda la infantería ligera para apoyar a los que primero habían trabado el combate y divididas en dos mitades las tropas restantes, él con la una, dando un rodeo a la colina, acomete al enemigo por la izquierda, y entrega a Lelio la otra para que igualmente haga un ataque por la derecha. Ya se estaba efectuando, cuando Asdrúbal iba aun sacando sus tropas del campamento, porque hasta entonces había permanecido quieto fiado en el terreno, y persuadido a que jamás osarían los romanos atacarle. Por eso, invadido cuando menos lo pensaba, ya no llegó a tiempo de formar sus haces. Por el contrario, los romanos, dando sobre los flancos de los cartagineses antes que éstos hubiesen ocupado sus puestos en las alas, no sólo ascienden la colina sin peligro, sino que trabada la acción mientras que el enemigo se hallaba aun en movimiento para ordenarse, matan a los que venían a formarse acometiéndolos por el costado, y obligan a volver la espalda a los que estaban formados. Asdrúbal, según su primer propósito, cuando vio arrolladas y puestas en fuga sus tropas, no quiso empeñarse hasta el último aliento. Cogió sus tesoros y elefantes, y reuniendo de los fugitivos los más que pudo, se retiró a las inmediaciones del Tajo para atravesar los Pirineos y llegar a los galos que habitan aquella comarca: Escipión no tuvo por conveniente seguir el alcance, por temor de que los otros generales no le atacasen, pero dio licencia al soldado para que saquease el campo contrario.
Al día siguiente, congregados todos los prisioneros, en número de diez mil infantes y más de dos mil caballos, trató de su arreglo. Todos los españoles que habían tomado las armas por los cartagineses en aquella jornada, vinieron a rendir sus personas a la fe de los romanos, y en las conversaciones que tuvieron dieron a Escipión el nombre de rey. El primero que hizo esto, y le reverenció como a tal, fue Edecón, y después Indibilis siguió su ejemplo. Hasta entonces había corrido la voz sin advertirlo Escipión, pero viendo que después de la batalla todos le apellidaban rey, reparó en el asunto. Y así, habiendo hecho reunir a los españoles, les manifestó que quería que todos le tuviesen por un hombre de ánimo real, y serio en efecto, pero que no quería ser rey ni que nadie se lo llamase, y en adelante les ordenaba lo diesen el tratamiento de general. Con justa razón admirará cualquiera la grandeza de alma de un hombre que, en la flor de su edad, y favorecido de la fortuna hasta el extremo de prorrumpir voluntariamente todos los que estaban bajo sus órdenes en la manía de proclamarle rey, con todo mete la mano en su pecho y desprecia el acaloramiento y oropel con que le quiere honrar el vulgo. Pero más se admirará aún el exceso de magnanimidad de este cónsul, si se vuelve los ojos a los últimos tiempos de su vida. Después de las expediciones hechas en España; después de haber vencido a los cartagineses y reducido bajo el poder de su patria las mayores y más bellas provincias del África, desde los altares de Fileno hasta las columnas de Hércules; después de haber conquistado el Asia, destronado los reyes de Asiria, y sometido a Roma la más hermosa y considerable parte del universo, ¿en cuántas ocasiones no se pudiera haber proclamado rey? Sin duda que en cuantos países del mundo hubiera pensado o querido. Porque ciertamente una fortuna semejante es capaz de tentar y llenar de orgullo, no digo el corazón humano, pero aun el divino, si me es lícito hablar de este modo. Con todo, Escipión fue tan superior a los demás hombres en grandeza de ánimo, que la mayor dicha que se puede conseguir de los dioses, esto es, la dignidad real, sólo le sirvió para desprecio, no obstante de habérsela ofrecido repetidas veces la fortuna; y pudo más en él la patria y la fe que la había prestado, que no la brillante y feliz soberanía.
Escipión, pues, habiendo separado del número de prisioneros a los españoles, los despachó todos a sus casas sin rescate. Ordenó a Indibilis que eligiese trescientos caballos, y el resto lo dio a los que estaban desmontados. Después, trasladado su campo al de los cartagineses por lo ventajoso del lugar; él se detuvo allí aguardando a los otros generales cartagineses, y destacó alguna tropa a las cumbres de los Pirineos para observar los pasos de Asdrúbal. Pero estando ya a fines del estío, se retiró con el ejército a Tarragona con ánimo de pasar allí el invierno.



CAPÍTULO XIII
Embajadas que llegan a Filipo de casi toda la Grecia, a causa de haberse afiliado los romanos con los etolios.- Filipo se supera a sí mismo en las desgracias.- Digresión de Polibio acerca de las ahumadas, que comprende las diferentes formas de hacer fuego, y expone la utilidad de esta invención.- Sencillez de los fuegos de los antiguos, generalmente de poco provecho.- Progresos que efectuó sobre los antiguos fuegos Eneas en sus libros De Officio Imperatoris, y lo mucho que le faltó para perfeccionarlos, no obstante mejorarlos en algún modo.- Otros progresos acerca de esta materia ideados por otros autores, pero perfeccionados por el mismo Polibio.- El ejercicio hace fáciles cosas al parecer imposibles.- Debida admiración que produce la lectura a los que no saben leer.

Llenos de soberbia los etolios con la llegada que acababan de hacer a su país los romanos y el rey Attalo (209 años antes de J. C.), tenían atemorizada toda la Grecia, e insultaban a todos por tierra, mientras que Attalo y P. Sulpicio hacían lo mismo por mar. Esto fue causa de que los aqueos fuesen a implorar el socorro de Filipo, no sólo porque temían a los etolios, sino también a Macanidas, que amenazaba las fronteras de Argos con un ejército. Los beocios, por temor a la escuadra enemiga, le pidieron tropas y quien las mandase. Los que con más instancia le rogaron tomase alguna providencia contra el enemigo, fueron los habitantes de la Eubea; el mismo ruego hicieron los acarnanios. Le llegó al mismo tiempo una embajada de parte de los epirotas. Corría la voz de que Scerdilaidas y Pleurato sacaban sus tropas a campaña, y que los traces limítrofes de la Macedonia, y especialmente los medos, tenían propósito de invadir este reino así que Filipo se alejase algún tanto. Finalmente, los etolios se habían apoderado de los desfiladeros de las Termópilas, y los habían fortificado con foso, trinchera y buenas guarniciones, persuadidos a que de esta forma cerrarían el paso a Filipo y le impedirían absolutamente llevar socorro a los aliados que tenía de esta parte de las Pilas. Me parece que circunstancias tan críticas y tan propias para experimentar y hacer un juicio nada equívoco de las fuerzas... así intelectuales como corporales de los grandes capitanes, pararán con justa razón la atención y consideración de los lectores. Así como en las cacerías, entonces se manifiesta el ardor y valentía de las fieras, cuando las amenaza el peligro por todas partes; lo mismo sucede a los generales. Buen ejemplo nos ofrece Filipo en el comportamiento que observó por aquel tiempo. Despidió las embajadas ofreciéndoles a todas que haría cuanto pudiese, y dedicó todos sus cuidados a la guerra para observar por dónde y contra quién había de romper primero. Durante este tiempo, informado de que Attalo había pasado a Europa, y que anclado en la isla de Pepareto ocupaba la campiña, envió contra él gentes que custodiasen la ciudad. Destacó a Polifantes con un cuerpo de tropas suficiente para cubrir el país de los focenses y beocios. Despachó a Menippo con mil hombres armados de escudo, y quinientos agrianos, para defender a Calcis y el resto de la Eubea. Él se dirigió hacia Scotusa, a donde había ordenado acudir asimismo a los macedonios. Allí con la noticia que tuvo de que Attalo había fondeado en Nicea, y que los jefes etolios se habían reunido en Heraclea para conferenciar sobre el estado presente, tomó su ejército y partió de Scotusa con la mayor diligencia que pudo, para sorprender y disolver el congreso. Pero ya era tarde cuando llegó; sin embargo, taló una parte y robó otra de las mieses de los habitantes del golfo Eniense, con lo cual se volvió a Scotusa. Allí, dejado el ejército, se encaminó a Demetriades con sólo la infantería ligera y una banda de guardias de su persona, donde se detuvo para observar los propósitos de los enemigos. Y para que no se le ocultase cosa de cuantas hiciesen, envió orden a los peparetios, focidenses y eubeos, para que le avisasen de cuanto ocurriese por medio de fuegos encendidos sobre el Tiseo, monte de la Tesalia cómodamente situado para dar desde allí estos avisos. Pero puesto que el modo de hacer señales con fuegos, tan provechoso en la guerra, ha sido tratado hasta aquí con poco detalle, juzgo del caso tratarle con detenimiento, para dar de él un conocimiento correspondiente. Todos saben que la ocasión tiene una buena parte en las empresas, pero sobre todo en las que conciernen a la guerra, y para su consecución ningún invento más eficaz que el de los fuegos. Tanto lo que acaba de suceder, como lo que está sucediendo lo puede saber el curioso, aunque esté a tres o cuatro jornadas de distancia, y a veces más; de suerte que se admirará de recibir siempre el socorro con oportunidad por medio de las señales que hacen los fuegos. En otro tiempo este modo de avisar era muy sencillo, y por lo regular de ninguna utilidad a los que lo usaban. Porque para ocasionar alguna, era preciso estar convenido en ciertas señales; y como son innumerables los negocios que ocurren, los más no se podían significar por los fuegos. Por ejemplo, en el asunto mismo de que estamos tratando, era fácil advertir, estando convenidos en las señales, que había arribado una escuadra a Oreo, a Pepareto o a Calcis; pero otros acontecimientos que están sucediendo cada día sin poderse prever, y por lo mismo que son inopinados piden una rápida determinación y remedio, como una deserción, una traición, una muerte, u otra cosa semejante, estas cosas, digo, no se podían anunciar por ahumadas. Porque lo que no era posible prever, menos se podría expresar con señales. Æneas, de quien tenemos una obra sobre el arte de conducir los ejércitos, se propuso remediar este inconveniente. No tiene duda que hizo algún adelantamiento, pero le faltó mucho para perfeccionar la idea; y si no, véase lo que sigue.
Aquellos, dice, que se han de informar mutuamente por fuegos de lo que ocurra, deberán construir unos vasos de barro, exactamente iguales en su anchura y profundidad. Bastará que la altura sea de tres codos, y la latitud de uno. Se tomarán después unos corchos, poco menos anchos que las bocas de los vasos, y en su centro se fijará un bastón, el cual estará señalado por espacios iguales de tres en tres dedos... con alguna inscripción todo en redondo que se pueda distinguir bien en cada una de sus partes. En cada uno de estos intervalos estarán escritas aquellas cosas más notables y generales que acontecen en una guerra. Por ejemplo: en el primero, la caballería ha entrado en el país; en el segundo, la infantería pesadamente armada; en el tercero, la infantería ligera; en el cuarto, la infantería y la caballería; en el quinto, los navíos; después, los víveres, y así sucesivamente, hasta que se haya escrito en todos los espacios aquello que probablemente se presume que sucederá, y que atento a la guerra actual puede acaecer. Hecho esto, previene el autor se pongan en ambos vasos unos cañoncitos tan sumamente iguales, que despidan igual porción de agua el uno que el otro; que se llenen los vasos de agua, y se pongan encima los corchos con sus bastones; y que después se dejen correr los cañoncitos a un tiempo. Esto así dispuesto, no hay duda que siendo iguales y semejantes las vasijas, a proporción que vaya saliendo el agua, han de ir por precisión descendiendo los corchos y ocultándose los bastones en los vasos. Cuando ya esté hecho el ensayo de todo lo que hemos dicho con igual prontitud y de concierto, entonces se llevarán los vasos a aquellos sitios en donde han de observar unos y otros las señales por los fuegos, y se pondrán en ambos los corchos con sus bastones. Después, conforme vaya sucediendo alguna cosa de las que están escritas en los bastones, se levantará un fanal y subsistirá levantado hasta que correspondan con otro de la otra parte; e informados ya unos y otros por los fanales, se quitarán, y al momento se destaparán los cañoncitos. Cuando con el descenso del corcho y del bastón haya venido a estar la inscripción de que se quiere informar a nivel con la boca del vaso, se levantará un fanal, y los de la otra parte taparán al instante los cañoncitos, y verán la inscripción que tiene el bastón enfrente del borde del vaso. Si en ambas partes se ha ejecutado con igual prontitud, unos y otros leerán lo mismo.
Este método, aunque algo diferente del anterior que se hacía por ahumadas, no obstante es imperfecto. Porque ciertamente no se puede prever todo lo que ha de ocurrir, y aunque se pudiese, era imposible escribirlo en un bastón. Y así no hay duda que, si acaeciese alguna cosa inesperada, no bastará para advertiría esta invención. Fuera de que ni aun lo mismo que se halla escrito en el bastón, está bastante especificado. Porque no se puede saber cuánta es la caballería que ha venido, cuánta la infantería, en qué parte del país se encuentra, cuántos navíos, ni cuántos víveres. Antes que sucedan estas particularidades, no se pueden prever, como ni tampoco estar de acuerdo en las señales, y entre tanto esto es lo principal del asunto. Porque ¿cómo se ha de consultar de enviar el socorro si no se sabe el número de enemigos que ha llegado, ni a qué parte? ¿Cómo confiar o desconfiar en sus fuerzas, y, en una palabra, cómo tomar sus medidas sin saber el número de navíos, ni la cantidad de víveres que ha venido de parte de los aliados? El último método tiene por autor a Cleóxenes, o como quieren otros a Demóclito, pero nosotros le hemos perfeccionado. Es cierto y determinado, de suerte que con él se puede dar parte con exactitud de todo lo que urja; pero para su manejo se requiere mayor exactitud y vigilancia. Es, pues, de este modo. Se toma todo el alfabeto por su orden, y se divide en cinco partes, cada una de cinco letras. En la última parte faltará una letra, pero esto no importa para el asunto. Después los que quieran informarse mutuamente por los fuegos, prevendrán cinco tablillas, y en cada una de ellas escribirán la parte de letras que toque por su orden. Se convendrán también entre sí en que el primero que haya de dar la señal, levantará dos fanales a un tiempo y los mantendrá levantados hasta que el otro le corresponda con otros dos. Esto servirá sólo para estar de acuerdo entre sí desde cuándo ha de empezar la atención. Quitados estos fuegos, el que ha de dar la señal levantará primero fanales a su izquierda, para significar qué tabla se ha de mirar, si se ha de mirar la primera uno, si la segunda dos, y así de las demás. Del mismo modo levantará después fanales a su derecha, para dar a entender al que reciba la señal a qué letra ha de acudir de las escritas en la tabla.
Después de convenidos en estas señales, y retirados ambos a sus respectivas atalayas, será preciso que el que da la señal tenga una dioptra con dos fístulas o cañoncitos, que con la una pueda distinguir la derecha, y con la otra la izquierda del que ha de corresponderle. Alrededor de la dioptra se pondrán rectas las tablillas, y se hará un cerco a derecha e izquierda de diez pies de ancho y la estatura de un hombre de alto, a fin de que elevados sobre él los fanales, hagan una luz nada equívoca, y bajados se puedan ocultar. Dispuesto todo de una y otra parte, cuando se quiera advertir, por ejemplo, que cerca de cien soldados auxiliares se han pasado a los enemigos, se elegirán primero aquellas voces que con menor número de letras signifiquen lo mismo; como en vez de lo dicho, kretenses ciento nos han dejado, que con la mitad menos de letras explica lo mismo. Escrito esto en una tablilla, se harán las señales de esta forma. La primera letra es una k, que está en la segunda parte y en la segunda tablilla. Se levantarán a la izquierda dos fanales, para que el que reciba la señal entienda que ha de mirar la segunda tablilla; y cinco a la derecha, para que conozca que es una k, esto es, la quinta letra de la segunda parte, que apuntará en una tablilla. Después levantará cuatro a la izquierda, porque la letra r está en la cuarta tablilla; y dos a la derecha, porque la r ocupa el segundo lugar de la cuarta parte, que al instante debe apuntar, y así de las demás letras. Con este invento se puede anunciar cuanto suceda a punto fijo. Es cierto que es mucho el número de fanales, porque cada letra necesita ser indicada dos veces, pero para eso si se aplican los requisitos convenientes, se conseguirá lo que se desea. En uno y otro método necesitan estar ensayados de antemano los que lo han de manejar, para que, cuando llegue el caso, se puedan dar mutuamente las señales sin error. Fácilmente se convencerá cualquiera de la gran diferencia que se encuentra en una misma cosa, cuando se presenta la primera vez, o cuando ya se tiene de ella algún uso. Lo que al principio parece no sólo difícil sino aun imposible, con el tiempo y el ejercicio viene a ser lo más fácil. Entre innumerables ejemplos que se pudieran traer para prueba de esto, el más convincente es el de la lectura. Supongamos que delante de un hombre que no conoce las letras ni la gramática, pero por otra parte de buen entendimiento, se presenta un muchacho instruido en este arte, y que se le da un libro para que lea: ciertamente este hombre no se podrá persuadir a que para leer se necesita parar la atención, primero en la figura de cada letra, segundo en su valor, tercero en el nexo de una con otra, operaciones todas que cada una pide su tiempo. Y así, cuando vea que el muchacho sin detenerse y sin tomar aliento despacha cinco o siete líneas, no será fácil hacerle creer que no tenía de antemano repasada la lección. Y si a esto se añade la gesticulación, los diversos sentidos, y la diferencia de espíritus ásperos y suaves, acabará de confirmarse en que es imposible. Por tanto, no debemos desistir de lo que es útil, por dificultades que se presenten a primera vista; por el contrario, debemos poner nuestro esfuerzo, principalmente en aquello de donde depende muchas veces nuestra conservación. Con la perseverancia no hay cosa bella ni honesta que no sea asequible al hombre. Hemos dicho esto de conformidad con lo que ya hemos anunciado antes, que todas las ciencias han tomado en nuestra era tal incremento, que las más se pueden aprender por principios ciertos y sistemáticos; ventaja que compone la parte más útil de una historia bien ordenada.



CAPÍTULO XIV
De qué modo los aspasios númidas cruzan el río Oxo, y se trasladan a pie enjuto a la Hircania con sus caballos.

El pueblo de aspasios númidas habita entre el río Oxo y el Tanais, de los cuales el primero desemboca en el mar de Hircania, y el segundo penetra en la laguna Meotis, ambos tan caudalosos, que se pueden navegar. Parece cosa maravillosa cómo cruzan los númidas el Oxo y entran a pie en la Hircania con sus caballos. Esto se cuenta de dos formas, la una verosímil, y la otra portentosa, aunque no imposible. Y es, que naciendo el Oxo en el monte Cáucaso, y engrosando mucho en la Bactriana con las aguas que recoge, corre por una llana campiña con ancha y cenagosa madre; y cuando llega a unos peñascos escarpados que hay en cierto desierto, despide con tanta fuerza el agua por ser tanta y caer desde tan alto, que salva más de un estadio las peñas que están por debajo. Por este sitio arrimados a la misma peña y por bajo de la violencia del río, dicen que los aspasios pasan a pie a la Hircania con sus caballos. El otro modo tiene fundamento más verosímil que el anterior. Cuentan que el lugar donde viene a despeñarse el río tiene unas grandes concavidades que la violencia del agua ha socavado; y habiéndose abierto un paso muy profundo, corre por bajo de tierra un corto espacio, y vuelve después a descubrirse. Por este lugar que deja en seco, los bárbaros que conocen el país atraviesan a caballo a la Hircania.



CAPÍTULO XV
Victoria del rey Antíoco lograda contra el rebelde Eutidemo.-Valor que demostró el rey en el combate.

Llegada la noticia de que Eutidemo acampaba con su ejército en torno a Taguria (209 años antes de J. C.), y que en las márgenes del Ario había diez mil caballos para defender el paso, Antíoco, desesperanzado del asedio, tomó la decisión de atravesar el río y dirigirse directamente al enemigo. Distaba de allí el río tres días de camino. Los dos primeros los anduvo a un paso moderado, pero el tercero después de cenar ordenó a la falange que al amanecer levantase el campo, y él con la caballería, la infantería ligera y diez mil rodeleros se puso en marcha durante la noche con diligencia. Tenía noticia de que la caballería enemiga cubría las márgenes del río durante el día, pero por la noche se retiraba a cierta ciudad, distante poco menos de veinte estadios. Andado el camino que le restaba en el silencio de la noche, como que iba por terreno llano y cómodo para la caballería, cuando amaneció tenía ya del otro lado del Ario la mayor parte del ejército que le acompañaba. La caballería bactriana, informada de lo sucedido por sus vigías, acudió al socorro, y se encontró con el enemigo sobre el camino. El rey, viéndose en la precisión de tener que recibir el primer choque de los contrarios, anima a los dos mil caballeros que solían pelear alrededor de su persona; ordena a los demás que se formen por banderas y escuadrones y que ocupe cada uno su puesto acostumbrado; y él, saliendo al encuentro con los dos mil caballos, viene a las manos con los primeros que se presentan. Dicen que Antíoco sobresalió en esta jornada más que ninguno. Muchos perdieron la vida de una y otra parte, pero la primera banda de caballería bactriana fue vencida. Entrada en la acción la segunda y la tercera, arrollaron y pusieron en mal estado a los del rey; pero entonces Panetolo, ordenando avanzar a su caballería cuya mayor parte tenía ya formada en batalla, sacó al rey y a los suyos del peligro en que se hallaban, y obligó a volver la espalda a los bactrianos que acometían de tropel y sin orden. Los enemigos, viendo que Panetolo venía en su alcance, y que había muerto la mayor parte de los suyos, no pararon hasta que se reunieron con Eutidemo. Los del rey, después de haber hecho una gran carnicería, y haber capturado muchos prisioneros, se retiraron, y pasaron aquella noche en las márgenes del río. En esta batalla mataron un caballo a Antíoco, y él recibió un golpe en la boca que le quitó algunos dientes. En una palabra, en esta jornada fue donde adquirió más renombre su valor. Después de la batalla, Eutidemo acobardado se acogió con el ejército en Zariaspa, ciudad de la Bactriana.

 

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