Cicerón - BRUTO, o DE LOS ILUSTRES ORADORES.
DIÁLOGO DE LOS ILUSTRES ORADORES.

 

 

Cuando volví de Cilicia á Rodas, y supe la muerte de Quinto Hortensio, sentí más grave dolor que lo que nadie puede imaginarse. Porque con la pérdida de tal amigo, no sólo me veia privado de su dulcísima comunicación y trato, sino que me parecía menoscabada la dignidad de nuestro colegio de los augures. Recordaba yo que él me habia recibido en aquel colegio y hecho la ceremonia de la inauguración, y prestado juramento en favor mió, por todo lo cual, según la costumbre de los augures, debia yo considerarle como padre. Aumentaba mi aflicción el observar que en tanta penuria de sabios y buenos ciudadanos, en tiempo tan calamitoso para la república, hubiera venido á morir aquel varón egregio, partícipe de todos mis propósitos y deliberaciones, haciéndonos sentir tanto la falta de su autoridad y prudencia. Y dolíame por haber perdido en él no á un adversario (como muchos creían), ni á un émulo de mi fama, sino á un compañero y hermano en el trabajo y en la gloria. Si de otros artífices en materia más leve, de los poetas, vg., se cuenta que lloraron la muerte de sus iguales, ¿cuánto no debí sentir yo la de aquel con quien era más glorioso pelear que dejar de tenerle por contrario? 236 . Cuanto más que nunca puso él estorbos en mi carrera, ni yo en la suya, sino que mutuamente nos ayudamos, comunicándonos y favoreciéndonos. Pero ya que vivió en perpetua felicidad, y pasó de esta vida, oportunamente para él ya que no para los ciudadanos, en tiempo en que más bien hubiera debido llorar la suerte de la república que aliviarla; y puesto que vivió tan largo tiempo cuanto se pudo vivir quieta y pacíficamente en nuestra ciudad, lloremos, si es necesario, nuestra propia pérdida y detrimento, y recordemos con benevolencia antes que con misericordia lo oportuno de su muerte, como si le amáramos á él más que á nosotros mismos. Porque si nos dolemos de no poder disfrutar ya de su palabra, desgracia nuestra es que debemos tolerar con resignación, para que no parezca que vence en nosotros á la amistad el ínteres privado. Y lejos de compadecernos de Hortensio, envidiemos su extraordinaria felicidad. «O Ciertamente que de haber vivido más tiempo, pocas cosas le hubieran afligido tanto (de igual modo que á todos los buenos y rectos ciudadanos) como ver el foro romano (que habia sido teatro de su ingenio) huérfano y despojado. Angustia mi alma el ver que la república ya no echa de menos las armas del consejo, del ingenio y de la autoridad, en que yo tanto me habia ejercitado, y que tan dignas eran de un varón de levantados pensamientos y de una ciudad bien constituida. Y si hubo algún tiempo en que la autoridad y la palabra de un buen ciudadano pudiera arrancar las armas de manos de las irritadas muchedumbres, fué precisamente cuando el error ó el miedo hicieron imposible la paz. Yo mismo tuve que arrojarme al campo, cuando ya mi edad, cansada de luchas y de honores, hubiera debido refugiarse en el puerto, no de la inercia ni de la desidia, sino del ocio moderado y honesto, y cuando ya mi estilo iba encaneciendo, y acercándose no á la madurez sino á la senectud. Entonces tuve que tomar 237 .as armas, cuando los mismos que gloriosamente las habían usado no sabian cómo emplearlas con provecho. Por eso me parecen felices y bien afortunados los que en cualquiera ciudad, pero sobre todo en la nuestra, pudieron disfrutar, á la vez que de la autoridad y de la gloria adquirida con ínclitos hechos, del lauro y prez de la sabiduría. El recuerdo de tales hombres me sirve de gran consuelo en mis mayores tribulaciones, y ahora ha venido á refrescarle una conversación reciente. 3 Estando ocioso en mi casa, paseándome por el pórtico, vinieron á mí, según su costumbre, Marco Bruto y Tito Pomponio, grandes amigos entre sí, y que tanto lo son míos, que bastó su vista para hacerme olvidar los tristes pensamientos que me sugería el estado de la república. Después de saludarnos, les pregunté: «Qué novedad os trae por aquí?
—Nada de particular traemos que decirte, respondió Bruto.» Y Ático añadió: aliemos venido con intención de guardar silencio sobre las cosas de la república, y oir algo de tu boca, más bien que molestarte con nuestros discursos.
—Lejos de eso, Ático, le respondí: vuestra presencia viene á quitarme un grave pesar, y hasta en ausencia me fueron vuestras cartas de gran consuelo, y por ellas volví á mis primeros estudios.
—Leí, contestó Ático, la carta que desde el Asia te e s cribió Bruto, y parecióme que te aconsejaba con prudencia, y te consolaba amistosamente.
—Bien dices, le respondí, porque después de leida aquella carta, torné, digámoslo así, á nueva vida. Y así como después del estrago de Cannas empezó á levantar cabeza el pueblo romano con la victoria de Marcelo en Ñola, y siguiéronse después muchos sucesos prósperos: asi después de tantas calamidades públicas y privadas,
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nada, sino la epístola de Bruto, vino á aliviar, siquiera en parte, mis angustias y cuidados.
—En verdad que eso pretendí con mi carta, replicó Bruto, y grande es el fruto que logro en haber conseguido lo que deseaba. Pero quisiera saber qué cartas de Ático fueron esas que tanto te deleitaron.
—Y no sólo me deleitaron, sino que en cierto modo me volvieron la vida, repliqué.
—¿La vida? preguntó él. ¿Qué género de cartas es ese tan excelente?
—¿Pudo, dije yo, serme tan agradable en estos tiempos ninguna dedicatoria como la del libro con que Ático vino á despertarme?
—¿Hablas del libro en que rápidamente, y á mi modo de ver, con mucha exactitud y diligencia, recopiló los hechos pasados?
—Ese mismo libro, ¡oh Bruto! es el que digo que me restituyó á la vida. J*f
—Muy grato es lo que me dices, interrumpió Ático; pero, ¿qué pudiste hallar en ese libro de nuevo ó de útil?
—Nuevas encontré muchas cosas, y saqué de todo la utilidad que buscaba, viendo, gracias al orden cronológico, de una sola ojeada todos los acontecimientos. Y la lectura de tu libro me sugirió la idea de remunerarte con un don, si no igual, á lo menos agradable: por más que sea tan c e lebrado entre los doctos el dicho de Hesiodo, que «conviene pagar los beneficios en la misma moneda, ó en mejor, si se puede.» Yo te pagaré con buena voluntad; pero no con un don equivalente, y ruégote que me lo perdones. No puedo ofrecerte frutos nuevos, porque toda la pompa y verdor de mi antigua riqueza se ha agostado y perdido; ni puedo darte tampoco los frutos escondidos y cosechados hace largo tiempo, porque tengo cerrado todo camino para hallarlos, yo que era antes casi el único en poseerlos. Sembremos, no obstante, algo, aunque sea en inculto y desde- . 239 nado suelo, y cultivémoslo con tal amor y diligencia, que con los frutos podamos corresponder á la riqueza de tus dones. Quizá suceda á nuestro ingenio lo que al campo, «que suele producir mejores frutos después de haber descansado muchos años.» A esto replicó Ático: «Esperaré que cumplas tu promesa, y muy grato me será verla cumplida, no tanto por mi bien, como por el tuyo.
—Yo también, continuó Bruto, me holgaré de que cumplas lo que á Ático tienes prometido, y quizá me convierta voluntariamente en procurador suyo, aunque él no quiera eligirte el forzoso cumplimiento. ^ .
—No pagaré tal deuda, Bruto, repliqué, si antes no me prometes no empeñarte en peticiones ajenas.
—A fe que ni aun eso me atrevo á prometerte, contestó, porque conozco que este mismo, que no quiere pasar por importuno solicitador, ha de ser, sin embargo, asiduo y molesto hasta que alcance de tí lo que desea.
—Verdad dice Bruto, añadió Pomponio, y ya que te encuentro más alegre que de ordinario, y Bruto se ha encargado de reclamar en mi nombre lo que me debes, vuelvo á unir mis ruegos á los suyos.

—¿Qué queréis, pues?

—Que escribas algo, ya que hace tanto tiempo callas. Nada tuyo hemos recibido después de aquellos libros Be la República, que despertaron en nosotros el deseo de compendiar los antiguos anales. Ahora, si tienes espacio y el ánimo tranquilo, responde á lo que te preguntaremos.
—¿Y qué es ello? dije.
—Lo que en el Tusculano comenzaste acerca de la historia de los oradores; cuándo comenzaron á florecer, y cuál es el mérito de cada uno. Me acuerdo que referí á Bruto esta conversación tuya, ó, por mejor decir, nuestra, y manifestó grandes deseos de volver á oiría. Para eso elegimos este dia, que sabíamos que tenías desocupado. Repítenos, 240 pues, á Bruto y á mí, si no te es molesto, lo que entonces comenzaste á tratar.
—Procuraré satisfaceros, si puedo.
—Podrás ciertamente, si por un breve rato sosiegas tu ánimo.
—Acuerdóme, Pomponio, que aquella conversación nació de haber dicho yo que Bruto habia defendido elocuentísimamente la causa del fidelísimo y óptimo rey Deyotaro. £
—Por ahí comenzaste, dijo Ático, lamentándote de la suerte de Bruto, y de la soledad y abandono de la tribuna y del foro.
—Sí que lo hice, y con frecuencia torno á considerar, oh Bruto, qué suerte estará deparada á tu admirable genio, exquisita doctrina y aplicación singular. Cuando estabas versado en los más altos negocios, y nuestra edad se inclinaba, digámoslo así, en tu presencia, y abatía las fasces ante tí, comenzó á decaer todo en nuestra ciudad y á enmudecer la elocuencia.
—Siento, respondió Bruto, las demás calamidades, y mucho debemos dolemos de ellas; pero en cuanto á la elocuencia, no me deleita tanto el fruto y la gloria como el estudio mismo y el ejercicio, y esto nadie me lo podrá arrebatar, sobre todo abundando tú en las mismas aficiones. Nadie puede hablar bien, sino el que juzga rectamente. Por eso el que ama y procura la verdadera elocuencia, anhela también la sabiduría, de la eual nadie puede prescindir impunemente, aun en medio de las luchas más encarnizadas. ;
—Bien dices, Bruto, interrumpí yo, y tanto más me agrada ese elogio de la oratoria, cuanto que nadie hay tan humilde que no espere alcanzar ó no juzgue haber alcanzado las demás cosas que se tienen por de grande honra en la república; pero á nadie le ha hecho elocuente la victoria. Mas si os place que nuestra conversación sea detenida y sosegada, sentémonos ante todo."
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Parecióles bien lo que yo decia, y tomamos asiento en el prado junto á la estatua de Platón. Entonces comencé á decir: «No es propio de este lugar ni necesario hacer el elogio de la oratoria, ni ponderar su fuerza y la gloria y dignidad que procura á los que en ella se aventajan. Solo diré, sin ninguna duda, que adquiérase por el arte, por el ejercicio ó por la naturaleza, es la cosa más difícil de todas. Cada una de las cinco partes en que suelen dividirla, es por sí un arte muy dificultoso. Juzgad cuánto lo será el llegar á reunir las cinco. ^ «Testigo sea la Grecia. Con haber sido tan amante de la elocuencia y haberse aventajado en ella á los demás pueblos, vio florecer y fructificar todas las artes antes que la copia y gala del bien decir. Cuando en ella pienso, amigo Ático, vuela mi mente á tu querida Atenas, donde por primera vez brillaron oradores y empezó á conservarse por escrito su poderosa palabra. Y con todo, antes de Perícles, de quien quedan algunos discursos, y de Tucídides (los cuales, uno y otro, florecieron no en los orígenes sino en el apogeo de Atenas), no hay escrito alguno en prosa que tenga ornato de dicción y merezca el nombre de oratorio. Es común opinión, sin embargo, que Pisistrato, anterior á éstos en muchos años, y Solón, que todavía lo fué más, y después Clístenes hablaron tan bien cuanto lo permitía su época. Algunos años-despues, según puede conjeturarse por los monumentos áticos, floreció Temístocles, tan insigne por la fuerza de la palabra como por la prudencia. Á éste sucedió Perícles, por tantas razones celebrado, y más que por ninguna, por ésta. El mismo tiempo alcanzó Cleon, ciudadano turbulento, pero elocuente. A su lado brillaron Alcibiades, Critias, Terámenes.
Del gusto que en esta edad reinaba, puede juzgarse por los escritos de Tucídides, que también escribió entonces. Solemnes en las palabras, abundantes en las sentencias, breves y concisos, y, por lo mismo, oscuros á veces.
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"Entonces también, observando el valor que tenía todo bien elaborado discurso, surgieron los primeros maestros de retórica: Gorgias Leontino, Trasímaco de Calcedonia, Protágoras de Abdera, Pródico de Ceo, Hipias de Elea, y otros muchos que prometían con arrogancia enseñar el arte de hacer superior, por el modo de defenderla, la causa inferior. »Á ello se opuso Sócrates, que refutaba las pretensiones de éstos con cierta agudeza de dicción. De su enseñanza salieron doctísimos varones, y entonces, según dicen, nació la verdadera filosofía, no la que trata de las cosas naturales (que esta era más antigua), sino la que discurre acerca de los vicios y virtudes, y vida y costumbres de los hombres. Pero como este género difiere tanto del que ahora estudiamos, guardemos á los filósofos para mejor ocasión, y volvamos á los oradores. «Con la vejez de los ya citados coincidió la aparición de Isócrates, cuya escuela fué como el taller y oficina para toda la Grecia. Grande orador, gran maestro, aunque nunca se encendió con el sol del foro, y vivió encerrado entre paredes. Así y todo, consiguió tal gloria, que nadie le ha igualado después. Escribió mucho y muy bien; adoctrinó á muchos, y entre las cosas que supo primero que nadie, debe contarse el arte de dar número y armonía á la prosa, sin tropezar en el metro. Antes de él, nadie habia hecho estudio de la estructura de las palabras, y de la construcción de los períodos, y si alguna vez acertaban, parecía acierto casual, y por esto mismo más laudable que si se fundase en razón y observaciones. La naturaleza misma cierra y redondea los períodos, y hace que las cadencias sean armoniosas. El oido distingue y se complace en lo que es lleno y numeroso, y el aliento mismo señala necesariamente ciertas pausas, que no se pueden infringir sin grave y reprensible defecto. «Entonces floreció también Lisias, no versado tampoco
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en las causas forenses, pero agudo y elegante escritor, á quien casi puede llamarse orador perfecto, sólo inferior á Demóstenes, porque á éste falta muy poco para la soberana •perfección. En las causas que dejó escritas, no se echa de menos ningún género de agudeza, de habilidad ó ingenio: nadie ha hablado con más lucidez, sobriedad, corrección y agrado: nadie tampoco ha sido más grandioso, más vehemente y arrebatado, ni más pródigo en riquezas y esplendores de dicción. »No lejos de él descuellan Hipérides, Esquines, Licurgo, Dinarco, Démades (de quien no queda ningún escrito), y otros muchos. Esta edad fué la más rica de todas, y hasta ella se mantuvo incorrupto el vigor y la sangre del estilo, la natural y no postiza elegancia. »A estos ancianos sucedió el joven Demetrio Falereo, más erudito en verdad que todos, pero hábil para la palestra y no para las armas. Por eso deleitaba á los Atenienses y no los inflamaba. Habia salido al sol y al polvo, no desde una tienda militar, sino de la sombría escuela del doctísimo Teofrasto. Él fué el primero en hacer muelle y femenina la oración: quiso ser elegante más que elocuente, y su elegancia fué de la que adormece los ánimos, no de la que los conmueve y deja clavado el aguijón en la memoria de los oyentes, como de Pericles escribió Eúpolis. ¿Veis cuánto tardó en desarrollarse la elocuencia en la misma ciudad donde fué nacida y educada? ¿Veis que hasta el tiempo de Solón y de Pisistrato, nadie logró fama de elocuente? Y éstos, aunque antiguos, comparados con la edad del pueblo romano, son modernos respecto de la antigüedad de Atenas, y aunque vivieron en .tiempo de Servio Tulio, ya llevaba Atenas muchos más siglos de existencia que los que tiene Roma al presente. Creo, sin embargo, que fué grande en todos tiempos el poder de la palabra. De otra suerte, ¿cómo hubiera encarecido tanto Homero la elocuencia de Ulíses y de Néstor, atribuyendo al uno energía, 244 . y al otro suavidad, si entonces no hubieran estado en grande aprecio las facultades oratorias? El mismo Homero hubiera sido un grande orador. Y aunque la época en que floreció es incierta, consta siempre que fué muchos años antes que Rómulo, y antes que el primer Licurgo, legislador de Lacedemonia. «Aún se vislumbra que debió de ser mayor el estudio y el arte en Pisistrato. Un siglo más adelante florece Temístocles, muy antiguo para nosotros, moderno para los Atenienses. Alcanzó los mejores tiempos de Grecia, mientras que nosotros apenas acabábamos de libertarnos de la tiranía de los reyes. La guerra de los Volscos, en que intervino el desterrado Coriolano, es casi contemporánea de la guerra de los Persas, y los varones que en una y otra intervinieron parécense en la mala fortuna,.porque entrambos, con ser ilustres ciudadanos, se pasaron al enemigo movidos por la injusticia de su pueblo, y sólo dieron reposo á sus iras con voluntaria muerte. Pues aunque tú, Ático, refieras de otra manera la muerte de Coriolano, me has de permitir que siga la común opinión.« f | Entonces me interrumpió riéndose: «Por mí puedes hacerlo, si gustas, ya que siempre fué lícito á los retóricos mentir algo en cosas de historia, para hacer más amenos sus discursos. Lo que dices de Coriolano, lo fingieron también de Temístocles Clitarco y Stratocles. Y por más que Tucídides, que era Ateniense y de noble familia, y muy bien informado y no muy posterior, dice tan sólo que Temístocles murió y fué enterrado secretamente en el Ática, y que corrieron sospechas de que se habia suicidado con veneno, añaden éstos que inmoló un loro, y recogió la sangre en una copa, y habiéndola bebido murió. Sin duda les pareció esta muerte retórica y trágica, al paso que la otra muerte vulgar no ofrecia materia alguna de exornación. Pero si te cuadra sostener que todo fué igual en Temístocles y en Coriolano, por mi parte te cedo todo, incluso la copa y la víc- 245 tima, para que en todo sea Coriolano otro Temístoeles.
—Sea como gustares, contesté, y de aquí en adelante estudiaré con más cautela la historia romana, siguiéndote á ti, á quien puedo llamar el más concienzudo de los analistas. Volviendo á mi asunto, diré que Perícles, hijo de Xantipo, fué el primero en aplicar los conocimientos filosóficos á la elúcuencia, y educado por el físico Anaxágoras, descendió de las materias más recónditas y abstrusas al foro y á las causas populares. Su elegancia encantó á los Atenienses, y admiraron la riqueza y copia de su estilo, su fuerza en el decir y el terror que infundía. elocuencia produjo, pues, en Atenas un orador casi perfecto. Porque no en los que constituyen y organizan la república, ni en los que hacen la guerra, ni en los que viven sometidos á la dominación de los reyes suele nacer jamás el anhelo de la elocuencia. Esta es compañera de la paz y de la libertad; es como alumna de las ciudades bien constituidas. Por eso dice Aristóteles, que cuando fueron desterrados de Sicilia los tiranos, y tornó, tras largo intervalo, la libertad de los juicios; el natural y despierto ingenio de los Sicilianos, dados á toda controversia y disputa, hizo nacer el arte y los preceptos, que escribieron Córax y Tisias. Porque antes nadie hablaba con arle y esmero, aunque muchos escribieron admirablemente. Protágoras dejó una colección áñdispniaciones ó lugares comunes, que decimos ahora. Gorgias compuso elogios y vituperios de muchas cosas, porque creia que el principal oficio del orador es encarecer el valor de una cosa con alabanzas ó rebajarla con vituperios. Cosas por el estilo escribió Antifon Piamnusio, de quien dejó consignado su discípulo Tucídides que nadie se defendió mejor que él de una acusación capital en causa propia. Lisias fué el primero en sostener que habia un arte oratorio; después prescindió del arte y se dio á escribir oraciones para otros, viendo que Teodoro era docto en el arte, pero pobrísimo 246 en los discursos. Por el contrario, Isócrates sostuvo al principio que semejante arte no existia, y se ejercitó en componer discursos para quien se los encargaba; pero habiendo sido llamado á juicio como contraventor de la ley, que mandaba que cada uno defendiese su causa, dejó de hacer oraciones, y se dedicó enteramente al arte. /JoYa ves los orígenes de la elocuencia entre los Griegos, antiguos si se comparan con nuestros anales, modernoscon relación á los suyos. Antes que Atenas cobrara amor á la elocuencia, habia llevado á cabo muchas y memorables acciones en paz y en guerra. Y aun ese estudio no era c o mún en Grecia, sino propio y exclusivo de los Atenienses. ¿Quién tiene noticia de ningún orador argivo, corintio ó tebano, á no ser que contemos en ese número al docto Epaminondas? De Lacedemonia no sé que saliera ninguno hasta nuestros tiempos.
A Menelao le elogia Homero, como a hombre de pocas aunque dulces palabras. Y aunque la brevedad merezca alabanza en algunas partes del discurso, no así en su totalidad.
«Fuera de Grecia, no dejó de haber grandes estudios deRetórica, y alcanzó el nombre de orador gloria no pequeña.
Mas así que la elocuencia salió del Pireo, peregrinó todas las islas y llegó hasta el Asia, se fué contagiando con las costumbres extranjeras, y perdiendo aquella sanidad y pureza de la dicción ática. Y no por eso son despreciables los oradores asiáticos: tienen rapidez y elegancia, pero son redundantes y nada sobrios. Los Rodios son de mejor gusto y se parecen más á los Áticos.
Pero baste ya de los Griegos» aunque esto mismo no era necesario para nuestro propósito.
—No sé si era necesario, respondió Bruto; pero ciertamente ha sido agradable, y se nos ha hecho muy corta la digresión.
—Sea en hora buena, dije yo; pero vengamos á los nuestros, de quienes es difícil conjeturar más de lo poco que resulte de los monumentos.  247 «¿Quién creerá que faltó prontitud é ingenio á Lucio Bruto, cabeza de vuestra familia, el que tan aguda y atinadamente interpretó el oráculo de Apolo, cuando le mandaba besar á su madre, y ocultó con apariencias de locura su prudencia suma; y expulsó á un rey poderosísimo, hijo de otro rey todavía más ilustre, y librando la ciudad de una dominación perpetua, la sujetó á magistrados anuales, á leyes y fórmulas de juicios; y destituyó del poder á su colega para borrar de la ciudad hasta la memoria del nombre real; todo lo cual no hubiera podido conseguir ciertamente sin el poder de la palabra? »Vemos también que pocos años después de la expulsión de los reyes, cuando la plebe se retiró á la orilla del Anio, junto al tercer miliario, y ocupó el monte que llaman Sacro, el dictador Marco Valerio calmó con su palabra la discordia, y por esto se le tributaron grandísimos honores y fué el primero que recibió el nombre de Máximo. Ni creo que faltó elocuencia á Lucio Valerio Potito, que con leyes y oraciones mitigó la indignación del pueblo contra los senadores, después de la tiranía de los decenviros. «Podemos sospechar también que era elocuente Apio Claudio, puesto que hizo mudar de parecer al Senado, que se inclinaba ya á la paz con Pirro. Y debió de serlo también Cayo Fabricio, que fué de embajador á Pirro para tratar del canje de los prisioneros; y Tito Coruncanio, de quien consta por los anales de los Pontífices que fué de grande ingenio; y Marco Curio, que siendo tribuno de la plebe, y celebrando el interrey Apio el Ciego comicios contra ley, cuando no había cónsules plebeyos, obligó á los senadores á anular aquel acto, lo cual fué grande atrevimiento, porque aún no se había promulgado la ley Menia. «También puede conjeturarse algo del ingenio de Marco Popilio, que siendo cónsul, y haciendo un sacrificio público, como Flamen Carmental que era, recibió noticia de que la plebe estaba amotinada contra los patricios, y en 248 . seguida, vestido aún con el traje sacerdotal, se presentó en el foro y calmó la sedición con su autoridad y con su palabra. Pero no me acuerdo de haber leido que á ninguno de éstos se los llamara entonces oradores, ni que hubiera premio alguno para la elocuencia; sólo por conjeturas me inclino á sospecharlo. «Dícese también que Cayo Flaminio, el que, siendo tribuno de la plebe, dio una ley sobre la partición del campo Gálico y Piceno, y siendo cónsul murió en la batalla del lago Trasimeno, dominaba al pueblo con su palabra. En aquel tiempo pasaban también por oradores Quinto Máximo Verrucoso, y Quinto Mételo, que en la segunda guerra púnica fué cónsul con Lucio Veturio Filón. conste que fué elocuente, y que se le tuvo por tal, es Marco Cornelio Cetego, de cuya elocuencia testifica un tan excelente juez como Quinto Ennio, que le habia oido y que le elogió cuando ya Cetego habia muerto: lo cual aleja toda sospecha de que la amistad le cegara. Dice así, si mal no recuerdo, en el libro nono de sus Anales: «El orador de »suave palabra, Marco Cornelio Cetego, colega de Tuditano, hijo de Marco.» Le llama orador, le atribuye suavidad de palabra, cualidad que ahora mismo es muy rara, porque los oradores ladran más bien que hablan. En verdad que no es éste el menor elogio que de un orador puede hacerse. Y prosigue Ennio: «A éste llamaron los hombres de aquella »edad la flor y la nata del pueblo.» Y con razón en verdad. Pues así como la gloria de un hombre es el ingenio, así la luz del ingenio es la elocuencia, y al varón que en ella sobresalía, acertaron los antiguos en llamarle flor del pueblo. Y añade Ennio que también le llamaban Médula de la per' suasión, á la manera que Eúpolis dejó escrito que la diosa de la persuasión moraba en los labios de Perícles. Este Cetego fué cónsul con Publio Tuditano en la segunda guerra púnica, siendo cuestor Marco Catón, es decir, ciento cua- . 249 renta años untes de mi consulado, y á no ser por el testimonio de Ennio, hubiera sepultado el olvido su memoria como la de tantos oíros. Cuál era el estilo de aquella edad, puede juzgarse por los escritos de Nevio, que murió en ese consulado, según resulta de los antiguos anales, por más que nuestro Varron, diligentísimo investigador de la antigüedad, piense que en esto hay error, y alargue más la vida de Nevio. Porque Plauto murió siendo censor Catón, en el consulado do Publio Claudio y Lucio Porcio, veinte años después que los cónsules que antes dije. A este Cetego sigue en antigüedad Calón, que fué cónsul nueve años después de él, y murió en el consulado de Lucio Marcio y Marco Manilio, ochenta y tres años antes de ser yo cónsul. '£»No puedo presentar escritos de ningún orador antiguo, como no sea la oración de Apio el Ciego sobre Pirro, y algunos elogios fúnebres; y á fe mia que de éstos quedan muchos, porque las mismas familias los guardaban como recuerdos y monumentos, ya para hacer uso de ellos cuando alguno del mismo linaje moría, ya para memoria de sus hazañas domésticas, ya para testimonio de su nobleza. Estos elogios sólo han servido para llenar de mentiras nuestra historia. En ellos están escritas mil cosas que nunca fueron: falsos triunfos, muchos consulados y genealogías falsas; como que no pocos hombres de la ínfima plebe se atribuían el nombre y la gloria de ilustres familias, como si yo dijera que descendía del patricio Marco Tulio, que fué cónsul con Servio Sulpicio diez años después de la expulsión de los reyes. «Las oraciones de Catón no son menos que las del ático Lisias. Y le llamo Ático, porque ciertamente nació y vivió y murió en Atenas; aunque Timeo, como si se fundase en la ley Licinia ó Mucia, quiere hacerle Siracusano: y hasta en esto hay alguna semejanza entre Catón y Lisias. Los dos son agudos, elegantes, ingeniosos y concisos; pero el Griego es más afortunado en todo. Tiene ciertos 280 . admiradores que no se fijan tanto en el gallardo arreo de sus discursos como en la elegancia, y se contentan con aquel estilo tenue y sutil, por más que Lisias tenga á veces tanto nervio como cualquier otro orador. I ^»Pero á Catón, ¿quién de nuestros oradores actuales le lee, ni le conoce siquiera? Y sin embargo, ¡qué hombre tan grande, oh Dioses! No le considero ahora como ciudadano, como senador ó como general. Hablo sólo del orador. ¿Quién más grave que él en los elogios? ¿Quién más aere en los vituperios, más agudo en las sentencias, más sutil en el razonamiento? Conozco de él más de ciento cincuenta oraciones llenas de palabras y sentencias notables. Eligiéndolas con buen gusto, se hallarán en él todas las cualidades oratorias. ¿Y sus Orígenes carecen por ventura de alguna flor ó lumbre de elocuencia? Ya sé que le faltan aficionados, como faltan hace mucho siglos á Philisto Siracusano, y al mismo Tucídides.
Porque la concisión, á veces oscura, de éstos, y su brevedad y excesiva agudeza las oscureció Teopompo con la alteza y esplendidez de sus discursos, y lo mismo ha sucedido á Catón con los que después en estilo más elevado y pomposo han escrito. Y aquí es de notar, que ponderando tanto la agudeza de los Áticos en Hipérides y en Lisias, no la quieren reconocer en Catón. Dicen que se deleitan con el estilo ático. Hacen bien; pero ojalá que imitasen no sólo los huesos sino también la sangre. Agrádame, sin embargo, lo que pretenden. Pero ¿por qué admiran tanto á Hipérides y á Lisias y no se acuerdan de Catón? Se dirá que su lenguaje es anticuado, y rudas sus palabras. Así se hablaba entonces. Corrige tú lo que él no pudo corregir, añade la armonía y la composición de las palabras, de que los mismos Griegos antiguos no se cuidaban, y no encontrarás ninguno superior á Catón. Es admirable el acierto y la frecuencia con que emplea las traslaciones que los Griegos llaman tropos, y las figuras de dicción y de sentencia que apellidan schemas. . 251 No ignoro que todavía no es un orador culto, y que se concibe mayor perfección, como que es tan antiguo comparado con nosotros, que antes de él no hay escrito alguno digno de leerse. En todas las artes se estima mucho á los que dieron los primeros pasos.
¿Quién no conoce que las estatuas de Canaco son demasiado rígidas, y no imitan con verdad? Las de Calamis son todavía duras, pero menos que las de Canaco: las de Mirón se acercan más á la verdad, y casi pueden llamarse bellas: las de Polícleto son todavía más hermosas y casi pueden decirse perfectas. Lo mismo sucede en la pintura, donde aplaudimos las formas y las líneas de Ceusis, de Polígnoto, de Timantes y de todos los demás que sólo usaron cuatro colores. Pero en Aecio, Nicomaco, Protógenes y Apeles, es ya todo perfecto. Pienso que en todas las demás artes sucede lo mismo, porque nada ha sido inventado y perfeccionado en un día. »No ha de dudarse que antes de Homero hubo poetas, según puede colegirse por los versos que supone que se cantaban en la mesa del rey de los Feacios, y en la de los pretendientes dePenélope. ¿Y dónde están nuestros antiguos versos «los que en otro tiempo cantaban los Faunos y los sacerdotes, cuando nadie habia superado los escollos de las musas, ni era estudioso del ritmo?» Así dice Ennio, y se gloría no sin razón, porque las cosas pasaron como él las cuenta. La Odisea latina es como el laberinto de Dédalo, y las fábulas de Livio Andrónico no valen la pena de leerse dos veces. Este Livio fué el primero que escribió una comedia, un año antes que naciera Ennio, en el consulado de Cayo Clodio (hijo del Ciego), y de Marco Tuditano, el año 514 de la fundación de Roma, según dice Ático, á quien yo sigo, ya que hay controversia entre los escritores sobre la cuenta de los años. Accio escribe que Livio fué hecho prisionero por Quinto Máximo en la toma de Tarento, treinta años después de la fecha en que ponen la representación de aquella comedia Ático y los anales antiguos, y sostiene 252 . que fué representada once años después, en el consulado de Cayo Cornelio y Quinto Minucio, en los juegos que Livio Salinator habia prometido con ocasión de la batalla de Sena. En esto Accio cometió un grave yerro, porque en tiempo de esos cónsules tenia once años Ennio, y en ese caso hubiera sido Livio posterior á Plauto y á Nevio, que habian escrito muchas comedias antes de ese consulado. / $ » Y si esto no te parece pertinente al asunto, oh Bruto, echa la culpa á Ático, que excitó en mí el deseo de estudiar la cronología de las vidas de los grandes hombres.
—A mí, dijo Bruto, me deleita mucho esa cronología, y creo que para la claridad es muy conveniente dividir en épocas á los oradores.
—Bien dices, contesté, Bruto, y ojalá existiesen aquellos versos que, según nos dejó escrito Catón en sus Orígenes, se cantaban muchos siglos antes de él en los convites. Y la misma guerra púnica de Nevio, á quien cuenta Ennio entre los faunos y profetas, nos deleita como si fuese una obra de Mirón. Sea en buen hora Ennio más perfecto, pero de seguro que si hubiera despreciado absolutamente á su predecesor, no hubiera omitido la primera guerra púnica entre tantas como describió. Él alega por razón que ya otros la habian escrito en verso. Ciertamente que sí, y en buenos versos, aunque menos cultos que los suyos, que tomó muchas cosas de Nevio, confesándolo, ó las robó sin confesarlo. nEn tiempo de Catón florecieron, aunque eran de más edad que él, Cayo Flaminio, Cayo Varron, Quinto Máximo, Quinto Mételo, Publio Léntulo, Publio Craso, que fué cónsul con Escipion el primer Africano. Sabemos que el mismo Escipion no era torpe, ni inculto para hablar. Su hijo, el que adoptó al otro Escipion hijo de Paulo Emilio, hubiera pasado por muy elocuente si las dotes del cuerpo le hubiesen acompañado. Así lo indican sus breves oraciones, y la historia que escribió en griego, en estilo muy dulce. . 253 ^Tampoco debe omitirse á Sexto Elio, sapientísimo en el derecho civil, pero al mismo tiempo hábil en la oratoria. Entre los de menor edad ha de conf.arse á Cayo Sulpicio Galo, que se dedicó más que ningún otro patricio á las letras griegas, y pasó por buen orador y por hombre culto y elegante en lodo. Su estilo era ya más fogoso y espléndido. Siendo él pretor, y celebrando los juegos de Apolo, en el consulado de Quinto Marcio y Cneo Servilio, murió Ennio poco tiempo después de haber hecho representar su tragedia de Uestes. »E1 mismo tiempo alcanzó Tiberio Graco, hijo de Publio, que fué dos veces cónsul y censor, y del cual se conserva una oración griega pronunciada ante los Rodios. Consta que fué grande y elocuente ciudadano. Tuvieron también fama de elocuentes Publio Escipion Nasica, por sobrenombre Córculo, el cual fué dos veces cónsul y censor; Lucio Léntulo, que fué cónsul juntamente con Cayo Fígulo, , Quinto Nobilior, hijo de Marco, dedicado como su padre al estudio de las letras, el cual, siendo triunviro para establecer una colonia, otorgó el derecho de ciudadanía á Quinto Ennio, que habia militado con su padre en Etolia; y Tito Annio Lusco, colega de Quinto Fulvio. «También Lucio Paulo, padre del Africano, hablaba como conviene á un varón principal. Alcanzó la era de Catón, que murió á los sesenta y cinco años, habiendo pronunciado ante el pueblo el mismo año de su muerte una tremenda inventiva contra Servio Galba, la cual conservamos hoy escrita. i¿pf «Envida de Catón florecieron á un tiempo muchos oradores más jóvenes que él. Aulo Albino, el que escribió en griego una historia, y fué cónsul con Lucio Lúculo, tuvo reputación de hombre literato y docto, y también Servio Fulvio, y Servio Fabio Pictor, muy versado en el derecho y en las letras, y en la antigüedad; Quinto Fabio Labeon obtuvo casi las mismas alabanzas. Y fué tenido por exce- 254 . lente orador Quinto Mételo (cuyos cuatro hijos fueron cónsules), que defendió á Lucio Cota de las acusaciones de Escipion el Africano. Quedan otras oraciones suyas, entre ellas una contra Tiberio Graco, copiada en los anales de Cayo Fannio. »No alcanzaron menos fama de elocuentes el mismo Lucio Cota, y Cayo Lelio, y Publio Escipion el Africano, de quienes quedan algunos discursos, bastantes para juzgar de su ingenio. Pero á todos los de su tiempo se aventajó sin controversia Servio Galba, que fué el primero de los latinos en lograr todos los efectos oratorios, el primero en atender al ornato del discurso, en deleitar los ánimos, en conmover, en amplificar, en excitar las pasiones y en usar délos lugares comunes. Pero no sé por qué fatalidad los discursos suyos que hoy tenemos son más áridos y tienen más aire de antigüedad que los de Lelio, los de Escipion ó los del mismo Catón: por eso están casi olvidados. »Aunque lo mismo á Lelio que á Escipion se les concede por todos el lauro del ingenio, no ha de negarse que Lelio lo merece más. Y, sin embargo, la oración de Lelio sobre los colegios sacerdotales no es mejor que cualquiera de las de Escipion, y no porque deje de tener austeridad r e ligiosa, sino porque el estilo es mucho más hórrido y vetusto que el de Escipion. Depende esto, á mi ver, de que Lelio se inclinaba más á la imitación de los antiguos y le agradaba usar de palabras arcaicas. «Pero suelen resistirse los hombres á reconocer en una sola persona actitudes diversas. Y asi como todos confiesan la superioridad militar de Escipion el Africano, por más que sepamos que Lelio demostró gran valor y pericia en la guerra de Viriato, así lps antiguos atribuyen á Lelio la superioridad en ingenio, letras, elocuencia y sabiduría; y pienso que no sólo por el juicio ajeno sino por el de ellos mismos, vino á hacerse esta especie de distribución. Porque como era entonces la gente más modesta 255 y candorosa, fácilmente otorgaba á cada uno lo suyo. ^uRecuerdo haber oido contar en Esmirna á Publio Rutilio Rufo, que siendo él muy joven, se mandó por senalusconsulto que los cónsules Publio Scipion y Décimo Bruto hiciesen información sobre un crimen grave y atroz. Era el caso que en la selva Stancia se habia dado muerte á ciertos hombres muy conocidos, y se sospechaba de los siervos, y aun de algunos hombres libres que tenian la contrata de la pez, otorgada por los censores Publio Cornelio y Lucio Mummio. Defendió Lelio la causa de los arrendadores con tanto esmero y elegancia como solia. Habiendo prolongado los cónsules la decisión de la causa, volvió á los pocos dias Lelio á hablar todavía mejor y con más arte, y tornaron los cónsules á dilatar el negocio. Al volver á su casa Lelio, acompañado de sus amigos que le daban las gracias y le rogaban que no se fatigase, díjoles que habia puesto todo esmero en la defensa por tratarse del honor de ellos, pero que creia que aquella causa debia defenderla Servio Galba, porque tenía más fuerza y vehemencia en el decir. Y así, movidos por la autoridad de Cayo Lelio, los publícanos llevaron la causa á Galba. Él dudó en aceptarla, por tener que hablar después de tan gran varón como Lelio. Pasó medio dia en considerar y meditar la causa, y en la mañana del dia señalado para la vista, el mismo Rutilio vino á casa de Galba á ruego de sus compañeros para recordarle que se pasaba el tiempo, y le encontró con algunos siervos ocupados en escribir lo que él les dictaba, pues podia dictar á varios á un tiempo. Cuando llegó la hora, salió de su casa con tal calor y tales ojos, que parecía que habia defendido ya la causa. Con él salieron sus escribientes fatigados de tanto trabajo. ¿Y qué más? Con grande expectación de todos, en presencia de muchos y entre ellos el mismo Lelio, defendió su causa Galba con tanta fuerza y gravedad, que casi ninguna parte de su discurso fué oida en silencio, y de tal manera logró 256 mover la compasión, que aquel dia salvó de toda pena á ¡sus defendidos. P »De esta narración de Rutilio puede inferirse que siendo dos las principales cualidades del orador, la una disputar sutilmente, y la otra conmover los ánimos de los oyentes, lo cual es de efecto mucho más seguro, tuvo Lelio elegancia, Galba fuerza; lo cual se conoció principalmente cuando habiendo dado muerte á muchos Lusitanos contra la fe de los tratados, siendo pretor, le acusó ante el pueblo el tribuno Lucio Libón, y Marco Catón, ya en su extrema vejez, pronunció contra él un largo discurso, que reprodujo en sus Orígenes pocos dias ó meses antes de morir. Entonces Galba, renunciando al derecho de propia defensa é implorando la fe del pueblo romano, le presentó llorando á sus hijos y al de Cayo Galo, cuyas lágrimas movieron á compasión al pueblo, por la reciente memoria de su ilustre padre. Sólo así pudo escapar Galba del suplicio, como dejó escrito Catón en sus Orígenes. Del mismo Libón consta que no carecía de facultades oratorias, según podemos juzgar por sus discursos. «Habiendo hecho yo una pausa después de decir esto, preguntó Bruto:
—¿Cuál es la causa de que habiendo tenido Galba tales condiciones de orador, no resplandecen éstas en los discursos suyos que hoy tenemos, ya que nada podemos juzgar de los que nada absolutamente dejaron escrito? ¿ 4 - N o es la misma, respondí yo, la causa de no escribir y la de no escribir tan bien como se habla. Vemos que algunos oradores no escriben nada por desidia, para que el trabajo doméstico no se agregue al forense, y la mayor parte de las oraciones se escriben después de pronunciadas, no para pronunciarse. Otros no trabajan por mejorar su estilo, aunque nada hay que le perfeccione tanto como el escribir, ni se empeñan en dejar á los venideros memoria de su ingenio, antes creen haber conseguido ya bastante . 257 gloria ó temen que ésta venga á monos si se divulgan y juzgan sus escritos. Otros piensan que escribiendo no harán nunca el mismo efecto que hablando, y esto les sucede á hombres ingeniosos pero indoctos, como el mismo Galba, á quien por ventura, no sólo el poder de su ingenio, sino cierto calor natural de alma le inflamaba y hacía que su estilo fuese grave, arrebatado y vehemente, poro cuando tomaba la pluma, todo aquel fuego se extinguía, y su discurso resultaba lánguido. Esto no suele acontecer á los que ponen esmero en la forma, y ni hablando ni escribiendo dejan de guiarse por la sana razón. Porque el ardor del alma no puede ser perpetuo, y cuando se apaga en oradores como Galba, toda su fuerza y brillantez desaparece. Por eso el alma de Lelio vive en sus escritos, pero los de Galba son obra muerta. —Pero qué, ¿es de Fannio ese discurso? Porque siendo yo niño, habia sobre esto opiniones muy diversas. Unos decían que habia sido escrito por Cayo Persio, hombre literato y muy docto, si hemos de atenernos al testimonio de Lucilio: otros creían que muchos buenos oradores ha- . 259 Man contribuido, cada cual por su parte, á este discurso.
—Yo también lo he oido decir á muchos ancianos, le respondí, pero nunca he llegado á creerlo, y pienso que.la causa de esta sospecha fué que Fannio pasaba por mediano orador, y aquel discurso era el mejor de cuantos entonces se pronunciaron ó escribieron. Pero no puede ser obra de muchos, porque el estilo es todo de una misma mano. Y caso de ser Persio el autor, no lo hubiera callado Graco, cuando Fannio le echó en cara lo de Menelao Marateno. Y además Fannio nunca pasó por hombre indoct o . Habia defendido muchas causas, y su tribunado no careció de gloria, aunque seguia en todo la voluntad de Publio Escipion el Africano. »E1 otro Cayo Fannio, hijo de Marco y yerno de Cayo Lelio, fué, así en su carácter como en su estilo, mucho más duro. Quería poco á su suegro, porque no le habia recibido en el colegio de los Augures, y además porque Lelio habia preferido para marido de su hija mayor á Quinto Scévola, que era de menor edad que él. Sin embargo, por consejo de su suegro oyó las lecciones de Panecio. Las condiciones de estilo que tuvo pueden juzgarse por su historia, escrita no sin elegancia, aunque tampoco del todo bien. »E1 augur Mucio decia, y no mal, lo que pensaba, verbigracia, en la causa de peculado contra Tito Albucio. No se le cuenta en el número de los oradores; pero fué aventajado en el conocimiento del derecho civil y en todo género de prudencia. Lucio Celio Antipatro fué para aquellos tiempos escritor bastante copioso, y docto en el derecho civil, y maestro de muchos, entre ellos de Lucio Craso. ¿Ojalá que Tiberio Graco y Cayo Carbón hubieran tenido tamo entendimiento para gobernar la república como ingenio para bien decir. Nadie les hubiera aventajado en gloria. Pero el uno, por su sedicioso tribunado, al cual le habia llevado su indignación con todos los buenos á consecuencia del tratado de Numancia, fué sentenciado á 260 . muerte por la misma república: y el otro, por su perpetua ligereza en la administración de los negocios populares, escapó con muerte voluntaria de la severidad de sus jueces; pero uno y otro fueron grandes oradores. Así consta por unánime testimonio de nuestros padres. Tenemos oraciones de Carbón y de Graco, todavía no bastante espléndidas en las palabras, pero agudas y muy llenas de prudencia. Graco, por diligencia de su madre Cornelia, fué educado desde niño en las letras griegas, y tuvo siempre excelentes maestros, entre ellos á Diófanes de Mitilene, que era entonces el más diserto de Grecia. Pero logró poco tiempo para desarrollar y dar muestras de su ingenio. Carbón se dio á conocer durante toda su vida en muchos juicios y causas. Los hombres de buen gusto que le oyeron, y entre ellos nuestro familiar Lucio Gelio, que decia haber sido camarada suyo en tiempo de su consulado, le tenian por orador de voz sonora y flexible, bastante agudo y vehemente y á la par dulce y gracioso. A esto se agregaba el cuidadoso esmero que ponia en los ejercicios y en la preparación. Tuvo en su tiempo reputación de excelente abogado, y en su juventud se establecieron las cuestiones perpetuas (porque Lucio Pisón, tribuno de la plebe, dio la primera ley sobre la concusión en el consulado de Censorino y Manilio, y este mismo Pisón defendió causas, y fué autor ó contradictor de muchas leyes, y dejó oraciones que ya se han perdido, y anales bastante pobremente escritos), y se hicieron también reformas en los juicios populares en que tanto solia intervenir Carbón, mediante una ley dada por Lucio Casio en el consulado de Lépido y Mancino. (¿^"También Décimo Bruto, de vuestra familia, hijo de Marco, solia hablar no de un modo inculto, y era bastante docto en letras griegas y latinas para lo que aquellos tiempos consentían: así se lo oí-contar muchas veces á mí f a miliar el poeta Lucio Accio, que extendía este mismo elogio á Quinto Máximo, sobrino de Lucio Paulo. Y aun dicen . 261 que aquel Máximo Escipion, autor de la muerte de Tiberio Graco, así como fué vehemente en todo, lo era también en sus discursos. «También de P. Léntulo, príncipe del Senado, que floreció por entonces, cuentan que tuvo la facilidad de decir necesaria para el gobierno de la república. Lucio Furio Filón hablaba muy bien el latin, y con más literatura que los demás. Publio Escévola con mucha prudencia, cuidado y aun abundancia, y no menos Marco Manilio. El estilo de Apio Claudio era flexible, y á veces encendido y arrebatado. No pasaron de medianos Marco Fulvio Flaco, y Cayo Catón, hijo de una hermana de Escipion el Africano. Los escritos de Flaco son como de un aficionado á las letras. Émulo de Flaco fué Publio Decio, tan turbulento en sus discursos como en su vida. «Marco Druso, hijo de Cayo, que en su tribunado venció á Cayo Graco, tribuno entonces por segunda vez, fué varón grave en letras y autoridad, y lo mismo Cayo Druso, su hermano. Poca más edad tenía Marco Penno (de tu familia, Bruto), que también en su tribunado hizo la oposición á Graco. Fué tribuno en el consulado de Marco Lépido y Lucio Orestes, siendo cuestor Graco. Era hijo Penno de aquel Marco que fué cónsul con Quinto Elio. Esperaba los más altos honores; pero murió siendo edil. y í j » ^ estos nombres deben añadirse los de Cayo Curion, Marco Scauro, Publio Rutilio y Cayo Graco. De Scauro y Rutilio hay que de~cir algo, aunque sea brevemente, porque ni uno ni otro tuvieron fama de grandes oradores, aunque los dos defendieron muchas causas. No les faltó ingenio; pero sí ingenio oratorio. No basta saber lo que so va á decir, sino cómo se puede decir con elegancia y soltura. Y aun no basta esto, sino que es necesario que vaya «ompuesto y aderezado con la voz, el ademan y el gesto. ¿Y qué diré de la doctrina y del arte? Sin él, aunque la na- 262 turaleza inspire rasgos felices, será por casualidad, y muy de tarde en tarde. »En los discursos de Scauro, hombre de sabiduría y r e c titud, advertíase mucha y natural gravedad, de tal suerte que no parecía que defendía á un reo, sino que daba testimonio enjuicio. Este modo de decir no es muy propio de las causas forenses; pero lo es mucho del Senado, del cual fué príncipe. Mostraba no sólo su prudencia, sino la buena fe, que daba prestigio á sus palabras. Habia recibido de la naturaleza lo que el arte no puede dar, aunque sobre esto mismo se hayan querido formular preceptos. Quedan de él oraciones, y tres libros á Lucio Fufidio acerca de su vida, muy útiles aunque nadie los lee. Leen en cambio la vida y educación de Ciro,, obra, á la verdad, excelente; pero no tan acomodada á nuestras costumbres, ni tan digna de alabanza como la de Scauro. El mismo Fufidio tuvo alguna reputación de abogado. 3$>Rutilio se ejercitó en un género de elocuencia, triste y severo, aunque era por naturaleza vehemente y acre, lo mismo que Scauro. Y por eso cuando pretendieron juntos el consulado, no sólo acusó el vencido á su competidor de soborno, sino que, absuelto Scauro, llamó á juicio á Rutilio. Grande fué la actividad y laboriosidad de éste, y tanto más de aplaudir, cuanto que vivia ocupado en la tarea de responder á las consultas. Hay de él oraciones en estilo muy árido, y buenos escritos de Derecho. Fué varón docto y sabedor de las letras griegas, discípulo de Panecío, casi perfecto en la disciplina estoica, cuyo estilo es muy agudo y lleno de arte, pero seco y no acomodado á los oidos del pueblo. Además, el concepto que estos filósofos tienen de sí mismos estaba tan arraigado en este hombre, que habiendo sido capitalmente acusado con ser hombre inocentísimo, no quiso tomar por defensores á Lucio Craso ni á Marco Antonio, elocuentísimos varones de aquella edad. Habló él por sí, y algo dijo también en. 263 defensa suya Cayo Cota, hijo de su hermana, y á lo menos éste habló como orador, aunque era todavía muy joven. Quinto Mucio estuvo elegante y culto como solia; pero no tuvo aquella fuerza y abundancia que pedia la naturaleza y el peligro de la causa. Rutilio fué, pues, un orador estoico; Scauro un orador á la antigua. Alabemos á entrambos, que gracias á ellos, ni siquiera de esos '.dos géneros careció nuestra ciudad. Yo gusto de que en el foro como en la escena aparezcan, no sólo veloces corredores y ágiles atletas, sino los que llaman starios (reposados), que muestren la verdad sencilla y desnuda. } |»Y ya que hemos hecho mención de los Estoicos, no omitiré á Quinto Elio Tuberon, hijo de Paulo, que tuvo poco de orador, pero que en lo austero de su vida se ajustó bien con la doctrina que profesaba. Siendo triunviro sentenció, contra el parecer de su tio Escipion el Africano, que los augures no debían tener vacaciones mientras hubiere juicios. Fué, así en la vida como en los discursos, duro, hórrido, inculto, y por esto no alcanzó los honores de sus antepasados. Por lo demás, bueno y constante ciudadano, grande adversario de Cayo Graco, como lo da á entender una oración del mismo Graco contra él. También las hay de Tuberon contra Graco. Fué mediano en el decir, habilísimo en la disputa.» Entonces dijo Bruto: «¿Cuál será la razón de que lo mismo entre los nuestros que entre los Griegos, casi todos los Estoicos son prudentísimos en sus razonamientos y los hacen con arte, y son casi artífices de palabras, y en llegando á la disputa, resultan pobres é insípidos? Exceptúo solamente á Catón, que es, á la vez, perfectísimo estoico y orador eminente; pero ni en Fannio ni en Rutilio hallo grande elocuencia, y en Tuberon casi ninguna.
—Y no sin causa, Bruto, le respondí, porque consumen todo su estudio en la Dialéctica y no se dedican á este otro modo de decir vago, copioso y múltiple. Tu abuelo tiene, 264 . como sabes, todo lo que de los estoicos puede tomarse; pero aprendió á hablar bien con los maestros de retórica, y siguió sus enseñanzas. Y si hubiéramos de atenernos á los preceptos de los filósofos, mejor haríamos en seguir á los Peripatéticos. Y por eso aplaudo tu buen juicio en haber seguido la secta de los filósofos de la Academia antigua, que supieron unir la doctrina y los preceptos con la elegancia y copia del lenguaje. Aunque ni el mérito de los Peripatéticos ni el de los Académicos basta por sí para hacer un orador perfecto; ni tampoco lo será ninguno si permanece extraño á esos estudios. Por lo demás, así como el modo de decir de los estoicos es demasiado severo y ceñido para lo que consienten los oidos del pueblo; así el de los otros filósofos es más libre y extenso que lo que permite la costumbre en los juicios y el foro. «¿Quién más rico de estilo que Platón? Dicen los filósofos que si Júpiter hablara en griego, hablaría como él. ¿Quién tiene más nervio que Aristóteles, quién más dulzura que Teofrasto? Dicen que Demóstenes oyó muy atentamente las lecciones de Platón, y que leia sin cesar sus libros, y bien se conoce en la alteza de sus ideas y palabras. Él mismo lo confiesa en una epístola. Pero el estilo de Demóstenes, aplicado á la filosofía, parecía demasiado contencioso y batallador, y el de ellos, aplicado á las causas judiciales, demasiado tganquilo y calmoso. 3 ^Ahora hemos de recorrer, si os place, el catálogo de los demás oradores según su edad respectiva.
—Mucho que nos agrada; respondió Ático, y lo digo en mi nombre y en el de Bruto.
—Por el mismo tiempo floreció Curion, orador bastante ilustre, según podemos conjeturar por los discursos que de él nos restan. El más notable es la defensa de Servio Fulvio en una causa de incesto. En nuestra niñez pasaba esta oración por admirable: hoy está casi olvidada en medio de tantos volúmenes nuevos. . 26o
—Bien sé, dijo Bruto, á quién aludes en eso de los volúmenes.
—Y yo también te entiendo, Bruto. Yo sé que he traido algún bien á la juventud introduciendo una manera de hablar más rica y elegante que la que en otros tiempos hubo, pero quizá le he hecho también un daño, porque después de mis discursos han dejado de leer los de los antiguos oradores, con ser superiores á los mios.
—Cuéntame á mí, dijo Bruto, entre ios que no los leen. Aunque la conversación de hoy ha do ser parte á que yo me dedique á la lecLura de muchas cosas que antes despreciaba.
—Esa oración del incesto, continué, tan alabada tiene muchas cosas pueriles: lugares comunes muy mal traídos, del amor, del tormento, de la fama; pero como todavía no estaban educados los oidos de nuestros ciudadanos, podian ser entonces tolerables. Escribió algunas otras cosas, y pronunció muchas con grande aplauso, y tuvo fama de abogado: tanto, que me admiro que habiendo sido hombre de tan larga vida y buena reputación y familia, nunca llegase al consulado. ¿ ^)Pero ahora se nos presenta un varón de peregrino ingenio, de ardiente é infatigable estudio desde su niñez: Cayo Graco. Créeme, Bruto: nunca hubo nadie que tuviera más riqueza y plenitud en el decir.
—Así lo creo, respondió Bruto, y es de los antiguos casi el único que leo.
—Bien haces en leerle. Pérdida grande fué su temprana muerte para la república romana y para las letras latinas. ¡Ojalá que hubiera antepuesto el amor de la patria al de su hermano! ¡Cuan fácilmente hubiera alcanzado con el ingenio que tenía, la gloria de su padre ó la de su abuelo, si él hubiera vivido más tiempo! No sé si ha tenido igual en la elocuencia. Es grande en las palabras, sabio en las sentencias, noble y majestuoso en todo el discurso. No dio la 266 . última mano á sus obras: dejó muchas cosas bien empezadas; pocas acabadas. Así y todo, es, oh Bruto, el orador que más debe leer la juventud. Puede no sólo aguzar sino alimentar el ingenio. «A este sucedió Cayo Galba, hijo del elocuentísimo Servio, y yerno del elocuente y jurisperito Publio Craso. Le • alababan mucho nuestros mayores; le favorecían por la memoria de su padre; pero cayó rendido antes del fin de la carrera, cuando, á consecuencia de la rogación Mamilia, tuvo que defenderse en causa propia acusado de la conjuración Jugurtina, y fué vencido en el debate. Queda una peroración ó epílogo suyo tan famoso que, cuando niños, lo aprendíamos todos de memoria. Fué el primero desde la fundación de Roma que, perteneciendo al colegio sacerdotal, fuese condenado en juicio público. v^'Publio Escipion, que murió siendo cónsul, hablaba pocas veces y con brevedad; pero en pureza de lengua latina era igual á los mejores, y vencia á todos en sales y facecias. Su colega Lucio Bestia, varón agudo y no indocto, que entró con buenos auspicios en el tribunado, restituyendo por una ley su dignidad á Publio Popilio, violentamente expulsado por Graco, terminó tristemente su consulado. Porque apoyados en la odiosa ley Mamilia, los jueces adictos á Graco condenaron á los cuatro consulares Lucio Bestia, Cayo Catón, Spurio Albino y al sacerdote CayoGalba, y al ilustre Lucio Opimio (matador de Graco), que habia sido absuelto por el pueblo, á pesar de haber obrado contra sus intereses. »No careció de alguna elocuencia Cayo Licinio Nerva, perverso ciudadano, tan desemejante del anterior en su tribunado y en todo el resto de su vida. Cayo Fimbria alcanzó los mismos tiempos, aunque era un poco más anciano que éstos. Fué buen abogado, áspero, maldiciente, férvido y arrebatado en su decir; pero notable por la integridad de su vida y por el acierto de sus pareceres en el 267 Senado. No ignoraba el derecho civil. Su estilo era fácil, y algo desaliñado como su niodo de ser. Cuando niños leíamos mucho sus oraciones, que ahora se han hecho raras, y apenas se encuentran. «Ingenio y habla elegante tuvo Cayo Sextio Calvino, aunque por la molesta enfermedad de sus pies, casi nunca podia asistir á los juicios. De su consejo se valían los ciudadanos cuando quedan; de su patrocinio, cuando podían. »Del mismo tiempo fué Marco Bruto, deshonra grande de vuestro linaje: el cual, con ser de tan alta estirpe y haber tenido un tan excelente padre y tan sabio en el derecho, tomó el oficio de acusador público, como en Atenas Licurgo. Nunca pretendió magistraturas; pero fué acusador vehemente y molesto. Notábase en él un buen ingenio n a tural, echado á perder por su voluntad depravada. «Por el mismo tiempo fué acusador el plebeyo Lucio Cesuleno, á quien oí, siendo él muy anciano, cuando pedia contra Lucio Sabelio una multa, fundado en la ley Aquilia, de injuria. No hubiera hecho mención de tan ínfimo personaje, si no fuera por la circunstancia de no haber oido nunca á hombre más odioso ni de más perversa intención. j ^ D o c t o fué en las letras griegas Tito Albucio, ó, por mejor decir, casi griego. Podéis juzgarlo por sus discursos. En su adolescencia vivió en Atenas, y salió perfecto Epicúreo: mala escuela para un orador. «Ya Quinto Catulo fué erudito, no al modo de los antiguos, sino al nuestro, y quizá de un modo más perfecto. Tuvo muchas letras: exquisita cortesía y elegancia, así en su vida como en sus discursos: incorrupta pureza de latinidad, como puede juzgarse, no sólo por sus oraciones, sino mejor todavía, por la historia que compuso de los hechos de su consulado, en el blando estilo de Xenofonte, y que dedicó al poeta Aulo Furio, familiar suyo: el cualli- 268 bro, sin embargo, está tan olvidado como los tres de Escauro, que antes he citado.
—Yo, dijo Bruto, ni aun de nombre los conocía; pero no es mia la culpa, porque nunca cayeron en mis manos. Ahora me haces entrar en curiosidad de buscarlos y conocerlos.
—Tuvo, pues, Catulo pureza latina, que no es el menor elogio en un orador, y que casi todos desdeñan-. En cuanto < á la suavidad con que pronunciaba las letras, nada tengo que decirte, porque conoces á su hijo, á quien no se cuenta en el número de los oradores, por más que no le falten ni prudencia en sus dictámenes, ni elegancia y cultura en el decir. Ni tampoco su padre Catulo pasaba por el mejor abogado de su tiempo; pero era tal, que, si habiendo oido á los mejores de entonces, parecía inferior, oyéndole á él sólo, no solamente quedabas contento, sino que no echabas de menos cualidad alguna. «Quinto Mételo Numidico, y su colega Marco Silano, hablaban de los negocios de la república de un modo no indigno de tales hombres y de la dignidad consular. «Marco Aurelio Escauro hablaba pocas veces, pero con mucha elegancia de lengua. El mismo elogio merecen el Mmen Aulo Albino, y Quinto Cepion, hombre atrevido y fuerte, para quien la fortuna de la guerra trocóse en crimen, y el odio del pueblo en calamidad propia. 3é?^ y° y Lucio Memmio fueron medianos oradores; pero acusadores vehementes y acerbos. Llamaron á juicio capital á muchos, pero defendieron á muy pocos. En el género popular se distinguió bastante Spurio Thorio, que abolió una ley inútil y viciosa sobre los tributos del ager publicus. Marco Marcelo, padre de Esemino, no figuró entre los abogados, pero sí entre los fáciles improvisadores, lo mismo que su hijo Publio Léntulo. «Lucio Cota, que habia sido pretor, no tuvo mucho crédito oratorio; pero de industria, así en las palabras como a . 269 en la pronunciación casi rústica, quería imitar á los antiguos. Y aquí debo decir por qué incluyo á este Cota y á otros tales en el número de los hombres disertos. Mi propósito es hacer memoria de todos los que en nuestra edad han* hecho profesión de oradores; pero por la manera como de ellos hablo, puede juzgarse del mérito de cada uno y cuan lejanos anduvieron de la perfección, tan difícil en todas las cosas. ¡Cuántos oradores hemos nombrado ya, y cuánto nos hemos detenido en su enumeración, antes de encontrarnos con Antonio y Craso, que son entre los nuestros como Demóstenes é Hipérides entre los Griegos. Pienso que estos dos fueron nuestros más insignes oradores, y que en ellos se igualó por vez primera el arte de los Griegos con la facilidad de los Latinos. J^í>Todo lo tenía presente Antonio: todo se le ocurría á su tiempo, cuando podia valer y* aprovechar más. Así como el general distribuye los jinetes, los infantes y los de leve armadura, así él distribuía los argumentos en las diversas partes de la oración. Tenía gran memoria, y no se le conocía el trabajo de la meditación. Parecía siempre desprevenido, pero estaba tan preparado que los jueces eran los que se encontraban desarmados ante las asechanzas de su palabra. No era muy esmerado en la elección de las palabras: faltóle este mérito, aunque tampoco hablaba con mucha incorrección. Y su abandono no procedía de voluntad propia, sino del general descuido con que se mira la pureza de lengua, con ser una de las primeras condiciones del orador. No es tan honroso el hablar bien el latin, como torpe el no saber hablarlo. Deber es éste, no ya del buen orador, sino del ciudadano romano. Antonio, sin embargo, guiábase por cierto modo de prudencia y arte aun en la misma elección de las palabras (en que no atendía tanto á la gracia como á la fuerza), en su colocación, en la formación de las cláusulas, pero sobre todo en las figuras de sentencia. Porque en ellas se aventajó á todos Demóstenes, 270 le conceden muchos el principado de la elocuencia. Los schemas, como dicen los Griegos, son grande aliño oratorio, no tanto para adornar las palabras, como para iluminar las sentencias. grandes eran todas estas cualidades en Antonio, \ún era más singular la acción, que podemos considerar dividida en gesto y voz. El gesto no sólo acompañaba las palabras, sino que convenia con las palabras mismas, y era un nuevo lenguaje. Las manos, los hombros, los costados, el pié, el andar, el sentarse y todos sus movimientos se ajustaban, como por encanto, á sus ideas y palabras: la voz era resistente, aunque áspera por naturaleza; pero él habia convertido en ventaja este defecto. Tomaba un acento flébil en las quejas y conmiseraciones, y no sólo convencía sino que excitaba la misericordia. En él se cumplía lo que cuentan que dijo Demóstenes; preguntándole cuál era la primera cualidad en un orador respondió, por tres veces que la acción. Nada penetra más los ánimos; los mueve, agita y modifica á su albedrío. Sin ella jamás conseguirá el orador el efecto que desea. «Algunos le igualaban, otros le anteponían á Lucio Craso. Todos convenían en que teniendo por abogado á cualquiera de los dos, no podia echarse de menos el ingenio de ningún otro. Y aunque yo admiro á Antonio tanto como antes di á entender, también afirmo que no puede concebirse nada más perfecto que Craso. Habia en él suma gravedad, y junto con ella un donaire urbano y oratorio, no truhanesco y chocarrero; una cuidadosa y no afectada elegancia de lengua latina: mucha claridad en la disputa, y copia grande de símiles y argumentos. 3%'Y así como Antonio tenía increíble poder para calmar ó excitar las sospechas, así en la interpretación, en la definición y en la explicación de las leyes, nadie habia superior á Craso. Y esto pudo juzgarse sobre todo en la causa de Marco Curio ante los centunviros. Tantas razones se le DE LOS ILUSTItliS ORADORES. 271 ocurrieron en defensa de la equidad y de la justicia contra la ley escrita, que al mismo Quinto Scévola, hombre agudísimo y muy docto en el derecho, sobre el cual versaba aquella causa, logró confundirle á fuerza de argumentos y de ejemplos, y de tal manera fué defendida aquella causa por estos dos tan grandes abogados (y los dos varones consulares), que todo el mundo tuvo á Craso por el más jurisconsulto de los oradores, y á Scévola. por el más elocuente de los jurisconsultos. Era Scévola muy agudo para discernir lo verdadero de lo falso en la ley ó en la equidad, y encerraba con claridad muchas ideas en pocas palabras. Tengámosle, pues, por admirable orador en este género de interpretar, explanar y discutir; pero en la amplificación, en el ornato y en la refutación, era un juez temible más bien que un admirable orador. Pero volvamos á Craso.» ¿ ^ E n t o n c e s dijo Bruto: «Aunque yo creia saber algo de Scévola por lo que habia oido de él á Cayo Rutilio, no tenía noticia de sus facultades oratorias. Mucho me alegro de que tan ilustre varón y tan excelente ingenio haya florecido en nuestra república.
—Ten entendido, Bruto, le contesté, que nunca ha habido en nuestra ciudad nada más excelente que estos dos hombres. Ya he dicho que el uno era el más elocuente de los jurisconsultos, y el otro el más jurisconsulto de los oradores. En todo lo demás eran tan diversos, que apenas podrías determinar á cuál de los dos quisieras más parecerte. Craso era el más sobrio entre los oradores elegantes; Scévola el más elegante entre los oradores sencillos. Craso juntaba á su extremada cortesía no poca severidad, á Scévola no le faltaba urbanidad y gracia en medio de lo severo de su oratoria. Si toda virtud consiste, como dijeron los filósofos de vuestra academia, Bruto, en un término medio, cada uno de éstos le buscaba; pero de tal suerte, que el uno alcanzaba una parte de la gloria del otro, y total é íntegra la suya.» 272 . Interrumpióme Bruto: «De tus palabras, que me han dado á conocer perfectamente á Craso y á Scévola, infiero qué tú y Servio Sulpicio, tenéis alguna semejanza con ellos.
—¿Por qué? dije yo.
—Por que tú has aprendido del derecho civil todo lo que necesita un orador, y Servio ha tomado de la elocuencia todo lo que puede ilustrar el derecho civil, y vuestras edades lo mismo que las de ellos difieren poco ó nada. <4 *i-De mí, contesté, no debo decir nada: de Servio, dices bien, y te diré lo que siento. No es fácil aplicar más estudio que el que ha puesto él en el arte de bien decir, y en toda enseñanza útil. Fuimos condiscípulos cuando niños, y luego él también fué á Rodas para hacerse mejor y más docto; cuando volvió de allí, quiso más ser el segundo en un arte secundaria, que el primero en la principal. Y pienso que hubiera podido igualar á los primeros; pero quizá prefirió, y tengo para mí que con fortuna, ser el primero entre todos los jurisconsultos, no sólo de su tiempo, sino de los anteriores.
—¿Qué dices? replicó Bruto. ¿Antepones nuestro Servio al mismo Quinto Scévola?
—Sí, contesté, porque Scévola y otros muchos tuvieron la práctica del derecho civil; pero sólo Servio ha tenido la ciencia, á la cual nunca hubiera llegado, sin aprender antes el arte de dividir un asunto, explicar y definir, explanar é interpretar las cosas oscuras, distinguir las ambiguas, y, finalmente, tener una regla para separar lo verdadero de lo falso, y las consecuencias reales de las ilegítimas. Él trajo la luz de este arte, el primero y más excelente de todos, á las confusas respuestas y consultas de los jurisconsultos anteriores. 4 ^-¿Hablas de la dialéctica? dijo Bruto.
—De esa hablo, respondí yo. Pero á ella agregó la ciencia de las letras y cierta elegancia de hablar, la cual en . "273 sus escritos, que no tienen igual, puede verse. Y habiendo aprendido con dos preceptores muy doctos, Lucio Lucilio Balbo y Cayo Aquilio Galo, venció en rapidez, prontitud y sutileza de ingenio á Galo, hombre muy agudo en las respuestas, y venció asimismo á Balbo, hombre docto y erudito, en reposo y prudencia; de suerte que tiene las cualidades que cada uno de ellos tuvo, y además las que á uno y otro faltaron. Y así cqmo Craso obró con más prudencia que Scévola, porque éste se encargaba de las causas, en lo cual Craso le superaba, y Craso no quería encargarse de las consullas para no ser en nada inferior á Scévola; a?í obró Servio sapientísimamente. Pues teniendo las dos artes civiles y forenses tanto mérito y gloria, prefirió aventajarse en la una, tomando sólo de la olra lo necesario para exornar el derecho civil y para obtener la dignidad consular. «4 §-Esa misma opinión es la misma que yo tenía, dijo Bruto. Hace poco oí sus lecciones en Sámos, porque quería yo aprender de él la parte de derecho civil que se relaciona con nuestro derecho pontificio. Ahora confirmo mucho más mi juicio con el teslimouio y juicio tuyo, y al mismo tiempo me alegro de que el ser vosotros de una misma edad y el haber llegado á los mismos honores, y la semejanza de artes y estudios, lejos de producir entre vosotros esa emulación y envidia que suele devorar á muchos, haya contribuido á estrechar los vínculos de vuestra amistad. La misma buena voluntad que le tienes y el juicio que de él formas, tiene él de tí, según yo puedo entender. Duélome por eso de que tanto tiempo carezca el pueblo romano de tu consejo y de tu palabra ; y duélome tanto más, considerando á qué manos ha venido á parar el poder, no á qué manos ha sido trasladado.
—Ya dije desde el principio, interrumpió Ático, que habíamos de guardar profundo silencio sobre las cosas de la república. Cumplámoslo, pues, porque si empezamos á laTOMO II. 18 274 MARGO TULIO CICERÓN. mentarnos y á echar de menos muchas cosas, nunca tendrán fin nuestras quejas. •43-Continuemos, dije entonces yo, y sigamos el orden ya anunciado. Venía preparado Craso, se le esperaba, se le oia, y desde el exordio (que él cuidaba siempre mucho), parecía digno de aquella expectación. Nada de movimientos bruscos del cuerpo, ni de extraordinarias inflexiones de voz, ni de andar de una parte á otra, ni de dar golpes con el pié: sus discursos eran vehementes, y á veces llenos de ira y justo dolor: sus chistes eran muchos, aunque sin menoscabo de la gravedad, y lograba una cosa muy difícil: ser á la vez elegante y breve. En la discusión no tuvo igual: estaba versado en todo género de causas: llegó muy pronto á ocupar el primer puesto entre los oradores. Siendo todavía muy joven, acusó á Cayo Carbón, hombre elocuentísimo, y obtuvo no sólo aplauso, sino grande admiración. Defendió después, cuando tenía veintisiete años, á la doncella Lacinia, y también entonces estuvo muy elocuente. Dejó escritas algunas partes de este discurso. Todavía en su juventud quiso en el negocio de la colonia Narbonense ensayar algo que se pareciera á oratoria popular. Y pronunció contra aquella ley un discurso demasiado grave para ser un mozo de tan poca edad. Muchas causas defendió luégó; pero su tribunado fué tan poco ruidoso, que si durante él no hubiera comido una vez en casa del pregonero Granio, y no nos lo hubiese contado Lucilio, ni siquiera sabríamos que habia sido tribuno de la plebe.
—Así es, dijo Bruto; pero tampoco he oido hablar nunca del tribunado de Scévola, y eso que creo que fué colega de Craso.
—Lo fué en todas las demás magistraturas, contesté yo, pero tribuno no fué hasta el año siguiente, en que Craso defendió la ley Servilia. También fué censor sin que lo fuera Scévola, porque nunca pretendió Scévola esa magistratura. Pero cuando hizo Craso esa oración, que yo sé DE LOS ILUSTRES ORADORES. 275 •de cierto que tú has léido muchas veces, tenía treinta y cuatro años, y me llevaba á mí otros tantos. Defendió esa ley en el consulado en que yo nací, y él habia nacido siendo Cónsules Quinto Cepion y Cayo Lelio. Tenía, por consiguiente, tres años menos que Antonio. Y advierto esto, para que se note bien la época en que llegó la elocuencia latina á tal madurez y perfección, que apenas podia añadirle nada sino quien estuviese muy instruido en la filosofía, en el derecho civil y en la historia. Jt'^f-iSetÁ por ventura Craso, dijo Marco Bruto, el orador perfecto que buscabas?
—No lo sé, dije. Pero hay de Lucio Craso una defensa que hizo de Quinto Cepion en su consulado. No es breve como elogio, pero sí como discurso. Es el'último que pronunció siendo censor. En todas sus oraciones resplandece la verdad sin afectación alguna; las cláusulas y los períodos eran en él concisos y breves, divididos en esas partes pequeñas que llaman los Griegos KaXa.
—Al oirte elogiar tanto á esos oradores, dijo Bruto, me lamento mucho más de que Antonio nada dejara escrito, fuera de aquel libro tan breve de retórica, y de que Craso escribiera tan poco.
—Sólo así, hubieran dejado perpetua memoria de su elocuencia y del arte que. en sus discursos les guiaba. La elegancia de Scévola la conocemos bien por las oraciones que dejó, y yo casi desde mi niñez tuve por obra maestra aquel discurso contra la ley de Cepion, en que tanto se defiende la autoridad del Senado, y de tal manera se concita la indignación del pueblo contra la facción de los acusadores y jefes. Hay en aquel discurso muchos rasgos de estilo grave, muchos de elegancia, muchos de dureza, no pocos chistes. Debió ser mucho más larga que como hoy la tenemos escrita, según puede inferirse de algunos puntos que están indicados y no explicados. La misma acusación censoria contra su colega Cneo 276 MARCO T U M O CICERÓN. Domicio, no es oración, sino resumen y argumento un poco extenso. Nunca hubo más ruidoso altercado. Y realmente sobresalió este orador en el género popular. El e s tilo de Antonio es mucho más acomodado á las defensas * * * * VJ - judiciales que á las deliberaciones/filo omitiré en este lugar á Domicio, pues aunque no fué orador, tuvo bastante ingenio y facilidad de palabra para sostener sin desdoro la dignidad consular. Lo mismo digo de Cayo Celio, que tuvo mucha ciencia y grandes virtudes: de elocuencia sólo aquello que necesitaba para defender á sus amigos en los negocios privados y para la dignidad que tenía en la república. «Por el mismo tiempo mereció ser contado entre los oradores medianos, pero que hablaban bien el latín, Marco Herennio, que, sin embargo, venció en la pretensión del consulado á Lucio Filipo, hombre de mucha nobleza, muy bien emparentado, de mucha clientela y grande elocuencia. Tampoco pasaba de la medianía Cayo Clodio, distinguido por su nobleza y singular poder. Casi al mismo tiempo floreció el caballero romano Cayo Ticio, que á mi parecer llegó á donde puede llegar un orador latino sin letras griegas y sin mja'cha 'práctica. Sus oraciones tienen tanta agudeza y urbanidad, que parecen escritas en estilo ático. Usó esas mismas agudezas en sus tragedias, aunque en modo poco trágico. A éste quería imitar el poeta Lucio Afranio, hombre agudísimo, en sus comedías. Fué también acusador acre y vehemente Quinto Rubrio Varron, que fué proscrito por el Senado juntamente con Cayo Mario. »En el mismo género se distinguió bastante nuestro pariente Marco Gratidio, docto en letras griegas y de buenas disposiciones naturales, muy amigo de Marco Antonio, de quien era prefecto en Silicia cuando fué muerto. Él acusó á Cayo Fimbria. Era padre de Marco Mario Gratidiano. ^ « T a m b i é n entre los aliados y entre los Latinos pasaron DE LOS I L U S T R E S ORADORES. 277 por oradores Quinto Vectio Vcctiano, de la tierra de los Marsos, hombre prudente y breve en el decir (le recuerdo bien); Quinto y Décimo Valerio Sorano, vecinos y familiares mios, no tan admirables en el decir, como doctos en letras griegas y latinas; Cayo Rusticello, de Bolonia, hombre de flexible y ejercitada naturaleza. Pero el más elocuente de todos, fuera de la ciudad, fué Tito Batucio Barro Ásculano, de quien quedan algunas oraciones pronunciadas en Ascoli, y una bastante buena que dijo en Roma contra Cepion, á la cual respondió, en nombre de Cepion, Elio, que también escribió muchas oraciones, pero nunca fué orador. Entre nuestros mayores, pasaba por muy facundo Lucio. Papirio Fregelano, del Lacio, contemporáneo de Tiberio Graco, hijo de Publio. Queda de él una oración pronunciada en el Senado en defensa de los Fregelanos y de las colonias latinas.» Entonces dijo Bruto: «¿Qué cualidades concedes á estos oradores extraños?
—Las mismas que á los nuestros, respondí, fuera de una sola, y es cierta urbanidad que falta en los que no han nacido en Roma.
—¿Y qué especie de urbanidad es esa? dijo Bruto.
—No lo sé, respondí. Sólo sé que existe, y ya lo entenderás cuando vayas á las Galias. Allí has de oír palabras que no se usan en Roma; pero estas pueden mudarse y olvidarse. Lo que importa más, es que en la pronunciación de nuestros oradores, hay cierta suavidad y sonido urbano. Y no sólo en los oradores sino .en todos los demas. Yo recuerdo que Marco Tinca Placentino, hombre muy gracioso, solia competir en materia de chistes con nuestro familiar Quinto Granio.
—¿Aquel de quien tanto escribió Lucilio? dijo Bruto.
—El mismo, respondí. Y aunque Tinca decia gracias no menores que las de Granio, éste le vencia en cierto sabor urbano; y por eso no me admiro de lo que cuentan 278 . que le sucedió á Teofrasto, cuando regateaba con una vieja sobre el precio de una cosa, y ella le respondió: «No puede ser menos, forastero.» Él llevó muy á mal que le tuvieran por forastero, cuando habia vivido tanto tiempo en Atenas y escribía tan bien Creo, pues, que hay en ¡os nuestros, lo mismo que en los Áticos, cierto modo de decir propio de la ciudad. Pero volvamos á los nuestros. t^pA los dos más excelentes, es decir, á Craso y Antonio, seguia, aunque alarga distancia, Lucio Filipo. Y aunque nadie habia que se le antepusiera, no me atrevo á llamarle el segundo ni aun el tercero. Porque tampoco debe llamarse el segundo en la cuadriga, al que apenas acaba de salir cuando ya el primero ha obtenido la palma; ni entre los oradores, al que dista tanto del primero, que apenas parece estar en la misma carrera. Habia, sin embargo, en Filipo cualidades que podian llamarse grandes, si no se le comparaba con otros oradores: mucha libertad en el decir, no pocos chistes, prontitud en las respuestas, soltura en la explicación de las sentencias. Era además tan docto en letras griegas como aquellos tiempos lo consentían: en la discusión era maldiciente y punzante. Casi la misma edad que él tenía •Lucio Gelio, orador no tan notable que no se le conociera lo que le faltaba. Y eso que no era indocto, ni tardo en la invención, ni ignorante de las cosas romanas, y tenía bastante facilidad; pero no brilló mucho por haber nacido en tiempo de tan grandes oradores. Prestó, no obstante, muchos y muy buenos servicios á sus amigos, y como vivió tan largo tiempo, tuvo muchas causas en que ejercitarse. «Alcanzó el mismo tiempo Décimo Bruto, que fué cónsul con Mamerco, hombre docto en letras griegas y latinas. Tampoco hablaba mal Lucio Escipion, y tenía algún nombre Cneo Pompeyo, hijo de Sexto. Su hermano Sexto habia dedicado su excelente ingenio al derecho civil, y á la perfecta geometría y á la doctrina de los estoicos. En el DE LOS ILUSTRES ORADORES. 279 derecho se distinguió, antes que éstos, Marco Bruto, y poco después Cayo Bilieno, hombre grande por sus propios méritos, que le habrían llevado al consulado, á no ser por los tumultos y sediciones del tiempo de Mario. La elocuencia de Cneo Octavio, que era ignorada antes de su consulado, se probó después en muchas ocasiones. Pero volvamos á los verdaderos oradores.
—Bien dices, interrumpió Ático, porque buscamos hombres elocuentes, no hombres que supiesen hablar. jp-En el gracejo y en los chistes, Cayo Julio, hijo de Lucio, se aventajó á todos los anteriores y á los de su tiempo, y fué orador nada vehemente, pero á quien nadie excedió en urbanidad, saber y elegancia. Hay de él algunas oraciones en las cuales, lo mismo que en sus tragedias, reina una suavidad falta de nervio. «Contemporáneo suyo fué Publio Cetego, que siempre tenía algo oportuno que decir de los negocios de la república, porque los conocía muy á fondo. «En las causas privadas, Quinto Lucrecio Vespilio era agudo y buen jurisconsulto. Por el contrario, Aphilia sobresalía más en las deliberaciones del Senado que en los juicios. También Tito Annio Velina era prudente, y en las causas de ese género orador muy tolerable. «Animismo se aventajaba en ellas Tito Juvencio, hombre muy lento en el decir y algo frió, pero ingenioso y astuto para sorprender al adversario, y fuera de esto, muy inteligente en el derecho civil. «Su discípulo Publio Orbio, que era casi de mi edad, fué poco feliz en la oratoria, pero no inferior á su maestro en el derecho civil. Tito Aufldio, que llegó á la extrema vejez, quería imitar á éstos, y era buen varón ó inocente, pero hablaba poco; y no mucho más su hermano Marco Virgilio, que siendo tribuno de la plebe, citó á juicio al victorioso Lucio Sila. Su colega Publio Magio era algo más copioso en el decir. 280 MARCO TÜLIO CICERÓN. «Pero de todos los oradores ó Rábulas que fueron enteramente indoctos, y urbanos y rústicos, el más suelto en la palabra y el más agudo que yo recuerdo, fué de nuestro orden Quinto Sertorio, y del orden ecuestre Cayo Gorgonio. Fué también fácil en el decir, y tuvo una vida muy brillante é ingenio digno de alabanza, Tito Junio, hijo de Lucio, varón tribunicio que acusó de cohecho á Publio Sextio, pretor electo, y logró hacerle condenar: hubiera llegado muy adelante en los honores á no ser por la falta de salud que le aquejó siempre o bien sé que estoy r e cordando muchos que ni pasaron por oradores, ni lo fueron realmente, y que quizá omito algunos de los antiguos, dignos de conmemoración y loor; pero esto es por ignorancia. ¿Qué se puede escribir de hombres de quienes ningún monumento propio ni ajeno habla? De los que yo he visto y oido hablar alguna vez, creo que á ninguno omito. Quiero que se sepa que en una república tan antigua, y donde tan grandes premios se han ofrecido á la elocuencia, todos han deseado ser oradores, muchos lo han intentado, pocos lo han conseguido. Por la manera como yo hablo de ellos, puede entenderse á quién tengo por declamador, á quién por orador. «Casi al mismo tiempo florecieron, y eran en edad poco menores que Julio, Cayo Cola, Publio Sulpicio, Quinto Vario, Cneo Pomponio, Cayo Curion, Lucio Fusio, Marco Druso, Publio Antistio. En ninguna edad hubo tan rica cosecha de oradores. Entre estos Cota y Sulpicio, á mi juicio y al de todos, obtienen fácilmente la primacía.
—¿Por qué dices, replicó Ático, á mi juicio y al de to.dos? ¿Por ventura, al apreciar el mérito ó el demérito de un orador, conviene siempre el juicio del vulgo con el de los inteligentes? ¿ 0 son unos los oradores que aprueba la multitud y otros los que aplauden los doctos?
—Discreta es la pregunta, Ático; pero quizás oirás de mí juicios que no apruebes. DE LOS ILUSTRES ORADORES. 281
—¿Y á tí qué te importa, dijo Ático, con tal que los apruebe Bruto?
—Ciertamente que me agradaría, Ático, que mi opinión sobre el mérito ó demérito de un orador os agradase á tí y á Bruto, pero quiero que mi elocuencia agrade al pueblo. Necesario es obtener al mismo tiempo el aplauso de la muchedumbre y el de los doctos. Lo que es bueno ó malo en un discurso, yo lo juzgaré, si es que puedo y sé juzgarlo; pero cuál sea el mérito del orador, sólo por el efecto de sus discursos puede conjeturarse. Tres son los fines que puede proponerse: convencer al auditorio, deleitarle ó excitar sus afectos. Qué cualidades ha de tener el orador para lograr esto, ó qué vicios le impedirán conseguirlo, cualquier conocedor del arte puede juzgarlo. Pero entender si el orador ha alcanzado ó nó lo que se proponía, sólo el parecer del vulgo y la aprobación popular puede decirlo. Por eso nunca hubo división de pareceres entre los doctos y el pueblo sobre juzgar quién es bueno ó mal orador. § |j»¿Crees que mientras florecieron los oradores que antes dije, no tuvieron la misma estimación en el juicio del vulgo que en el de los doctos? Si hubieran preguntado á uno del pueblo: «¿cuál es el más elocuente de esta ciudad?» ó hubiera dudado entre Antonio'y Craso, ó' se hubiera decidido por el uno ó por el otro. Y nadie les hubiera antepuesto á Filipo, con ser orador tan elegante, tan grave, tan chistoso, á quien nosotros mismos, que procedemos con el rigor del arte, damos un lugar muy inmediato al de ellos. Porque es condición de grande orador el parecérselo al pueblo. Y así como el flautista Antigénidas dijo á un discípulo, á quien el pueblo oia con desden: «canta para mí y para las Musas,» así yo diré á Bruto cuando hable, como suele, ante la multitud: «canta para mí y para el pueblo, oh Bruto,» para que los oyenLes juzguen del efecto, y yo de los r e cursos con que se ha producido. Cuando el auditorio se 282 . convence de la verdad que el orador sustenta, ¿qué más puede pedir el arte? Cuando la muchedumbre se deleita y conmueve con un discurso, ¿qué más se puede apetecer? Si goza y se duele, y rie y llora, y ama y odia, y desprecia y envidia, y se mueve á compasión, á vergüenza, á arrepentimiento, á admiración, á temor ó á esperanza, ¿qué falta hace la aprobación de los sabios? Lo que aprueba la multitud, han de aprobarlo necesariamente los doctos. Y es una prueba de lo recto del juicio popular el que nunca ha estado en oposición con el de los sabios. Floreciendo tantos oradores en géneros tan distintos, ¿cuándo ha habido alguno que no sobresaliera á la vez en el concepto público y en el de los inteligentes? ¿Quién de nuestros mayores habría dudado en elegir por patrono á Craso ó á Antonio? ¿Quién, en nuestra adolescencia, cuando brillaban Cota y Hortensio, se atrevía á anteponerles ningún otro, con tal que tuviese libertad de elegir? ^
— ¿ P o r qué hablas de otros, me interrumpió Bruto, y nó de tí mismo? ¿No veíamos todos el juicio que de tí hacía Hortensio, el cual siempre que defendía contigo alguna causa, te dejaba la parte de la peroración, donde se concentra la mayor fuerza del discurso?
—Sí que lo hacía, llevado de su benevolencia. Pero yo ignoro cuál sea la op'inion del pueblo acerca de mí: de los demás, afirmo que siempre el juicio de los que más saben ha tenido por oradores elocuentísimos á los que el vulgo juzgaba tales. Y nunca hubiera podido decir Demóstenes lo que cuentan que dijo el poeta Antímaco de Claros, cuando habiendo leido delante de un numeroso auditorio aquel gran volumen suyo que conocéis, le dejaron solo todos á mitad de la lectura, menos-Platón. «Seguiré leyendo, dijo, porque Platón vale para mí más que todos los restantes juntos.» Y tenía razón. Las bellezas de un poema son cosa recóndita, y que juzgan pocos; pero la oratoria debe acomodarse al sentir del vulgo. Tanto, que si Demos- DE LOS I L U S T R E S ORADORES. 283 tenes se hubiera visto abandonado por el pueblo sin tener más oyente que Platón, no hubiera acertado á decir una sola palabra. ¿Y qué harías tú, Bruto, si la multitud te dejara como dejó una vez á Curion?
—Yo, dijo él, para confesártelo todo, te diré que hasta en aquellas causas en que me dirijo á los jueces y no al pueblo, nada acierto á decir si no me veo rodeado de un numeroso concurso.
—Así es, respondí. A la manera que el flautista debe arrojar el instrumento si no suena, así debe el orador guiarse por los oidos del pueblo, y si el caballo no quiere mol e r s e , no se empeñe el jinete en llevarle adelante. 3\§Pero á veces el vulgo aplaude sin comparación, y se deleita con oradores medianos y hasta malos: no ve nada mejor, y lo aprueba todo. También entretiene un orador mediano, con tal que tenga ciertas cualidades, y nada influye tanto en el ánimo de los hombres como el orden y elegancia del discurso. Por ejemplo, ¿quién de los que oyeron á Quinto Scévola en la defensa de Marco Coponio, que antes citó, pudo imaginar nada más culto, más elegante ni mejor: cuando quiso probar que Marco Curio, que habia sido instituido heredero, en el caso de que el pupilo no hubiera salido de la tutela, no podia heredar por no haber nacido el pupilo? ¡Qué cosas dijo del derecho de testamentos y de las antiguas fórmulas! ¡Cómo demostró lo capcioso que era para el pueblo el no atenerse á lo escrito y guiarse por opiniones de jurisconsultos que pervertían y, alteraban la letra de las disposiciones más sencillas! ¡Cómo invocó la autoridad de su padre, que siempre habia defendido el derecho civil, y cómo encareció la necesidad de conservarlo! Todo esto dicho culta y sabiamente, con brevedad y precisión, con bastante elegancia de estilo. ¿Quién de los oyentes, repito, pudo imaginar nada m ejor? rJo 'Pero cuando Craso empezó con el ejemplo del joven delicado, que por haber visto una barca en la ribera, se 284 . propuso fabricar una nave, y dijo que de la misma manera Scévola habia querido convertir la barquilla de la Oaption en un juicio centumviral de herencia; y después de este exordio, amenizó su discurso con muchas sentencias del mismo género; y convirtió de la severidad á la alegría los ánimos de los oyentes; y luego comenzó á probar que la intención del testador habia sido que Curio heredase, en el caso de no haber hijo, ora por no haber nacido, ora por no haber salido de tutela, y que este género de disposiciones testamentarias eran muy frecuentes, y siempre se habian respetado; y siguió defendiendo por razones de aequo et bono la voluntad del testador, y combatiendo la esclavitud de la letra, hasta decir que nadie osaría hacer testamentos si el parecer de Scévola y la autoridad que se habia arrogado prevaleciesen; y todo esto lo ilustró con gravedad y copia de ejemplos, con lluvia de chistes y sales: produjo tal admiración y entusiasmo que pareció que nadie habia hablado en contra. De esta suerte cumpliólos tres oficios del orador: deleitar, convencer y persuadir. Y los mismos del pueblo que antes habian aplaudido á Scévola, reconocieron la superioridad de su.adversario y el error en que habian estado. Un hombre inteligente hubiera conocido, al oir á Scévola, que aún podia darse otro género de oratoria más.rico y persuasivo. Pero si después de la peroración se hubiese preguntado á todos cuál de los dos oradores era superior, no hubiera discrepado por cierto el juicio del vulgo del de los doctos. £*fy»¿En qué se distingue, pues, el inteligente del indocto? En una cosa grande y difícil: en saber cómo se alcanzan ó se pierden los triunfos oratorios; en darse cuenta de lo que aplaude. Se aventaja además el sabio al ignorante, en que sabe discernir cuál es el mejor estilo, cuando hay dos ó más oradores que agradan al pueblo. Ya he dicho que lo que el pueblo no aplaude, tampoco parecerá nunca bien á los doctos. Y así como por el son de las cuerdas en DE LOS ILUSTRES ORADORES. 285 el instrumento, suele entenderse la destreza con que están tañidas, asi por los movimientos del ánimo se calcula el arte del orador en moverlos. Por eso el crítico inteligente no necesita sentarse ni oir atentamente, sino que de una mirada sola, y como de paso, juzga muchas veces del orador. Vé bostezando al juez, hablando al oido con otro, ó dando vueltas ó suspendiendo la se.sion, y conoce en seguida que el orador en aquella causa no ha sabido tocar las fibras del alma del juez. Ve, por el contrario, al pasar, á los jueces levantados y oyendo con atención y muestras de aprobarlo que se dice, suspensos, ó lo que es mejor aún, movidos á compasión, odio, amor ó cualquiera otra pasión, y con sólo ver esto, aunque nada oiga, comprende que el orador ha triunfado, y que su obra va á cumplirse ó está ya cumplida.» ^/Asintieron mis dos amigos á mis palabras, y yo prosiguiendo mi razonamiento, dije: «Ya que de Cota y Sulpicio ha procedido esta digresión, puesto que ellos fueron los más celebrados oradores de su tiempo, vuelvo á tratar de ellos, y luego hablaré por su orden de todos los demás. Dos estilos oratorios hay dignos de aplauso: uno rápido y coneiso, otro amplio y espléndido; y aunque éste parezca superior, todo lo que es excelente en cualquier género merece aplauso. El orador conciso debe huir de la sequedad y la pobreza: el copioso y magnífico, de la hinchazón y redundancia. Cota era agudo en la invención, hablaba con pureza y soltura, y como por sus condiciones físicas, no podia levantar mucho la voz, acomodaba á la debilidad de sus fuerzas el tono de su oratoria. Nada habia en sus arengas que no fuese castizo, sano y puro, y aunque no podia dominar con la vehemencia el ánimo de los jueces, lograba por modo suave tan gran efecto como Sulpicio. Fué Sulpicio el orador más trágico (digámoslo así) que yo he oído. Su voz era agradable, sonora y espléndida: el gesto y movimiento del cuerpo elegante, pero nacido no 286 . para la escena, sino para el foro; la palabra arrebatada, flexible, y sin embargo no redundante ni difusa. Quena imitar á Craso, mientras que Cota se inclinaba á la imitatacion de Antonio; pero al uno le faltaba la fuerza de Antonio, al otro la gracia de Craso. i 4
—¡0 arte admirable, dijo Bruto, pues á éstos, con ser grandes oradores, les faltó á cada uno una de las cualidades principales.
—Y en estos oradores es de advertir que pueden ser excelentes los que entre sí son desemejantes. Porque nada hubo tan distinto como Sulpicio de Cota, y uno y otro se aventajaron mucho á todos los de su edad. Por eso debe el maestro inteligente estudiar la índole de cada uno de sus discípulos, y encaminarla bien, á la manera que Isócrates, viendo el agudo y prestísimo ingenio de Teopompo y el sosegado de Ephoro, aplicaba al uno el freno y al otro la espuela. »Las oraciones que corren á nombre de Sulpicio dicen que las escribió después de su muerte Publio Canutio, hombre de mi edad, y á mi juicio, el más diserto de cuantos han florecido fuera de nuestro orden. No queda ningún discurso de Sulpicio, y muchas veces le oí decir que ni tenía costumbre de escribir ni podia. La defensa de la ley Varia, que anda á nombre de Cota, la escribió, á ruegos suyos, Lucio Élio, varón ilustre y caballero romano muy honrado, eruditísimo en letras griegas y latinas, gran conocedor de la antigüedad y de los escritos de nuestros mayores. Nuestro Varron, hombre de admirable ingenio y universal doctrina, adquirió de él los rudimentos de su ciencia, que luego acrecentó por sí. Élio quiso ser estoico, pero nunca fué ni pensó ser orador. Escribía, sin embargo, oraciones para que otros las pronunciasen, vg., para Quinto Mételo, hijo, para Quinto Cepion, para Quinto Pompeyo Rufo, y aunque éste escribió algunas por sí, nunca sin ayuda de Élio. De esto soy testigo, porque en mi adolesQ . 287 cencia iba mucho a casa de Élio, y le oia con mucho gusto y atención. Pero nunca acabo de admirarme que un tan grande orador consintiera en que pasasen por suyas las pobres oraciones de Élio. < 5 ^ ¡ E » N o era fácil decidir quién era el tercero después de estos oradores; pero á mí me agradaba Pomponio, ó por mejor decir, no me desagradaba. En las causas de importancia no quedaba lugar más que para los ya referidos, porque Antonio era fácil en aceptar negocios, y Craso, aunque lo repugnaba más, al fin los admitía. El que no contaba con ninguno de estos acudía á Filipo ó á César, á Cota ó á Sulpicio. Estos seis abogados defendían las causas más ruidosas, y no habia tantos juicios como ahora, ni se encargaban muchos de una misma causa, como en el dia sucede, y es intolerable vicio. Respondemos á los que no hemos oido: muchas veces se refiere el hecho de distinta manera á cada abogado, é importa mucho ver lo que el adversario afirma sobre cada punto. Pero nada hay más vicioso que debiendo ser uno sólo el cuerpo de la defensa, vuelva á tomarse el hilo de la causa, cuando ya está defendida por otro. Todas las causas tienen un exordio y una peroración natural: las demás partes ó miembros, cada uno en su. lugar, tienen su valor é importancia. Y si es difícil en un largo discurso conservar la unidad, ¿cuánto no lo será evitar la incongruencia con los discursos de otro que haya hablado antes? Pero como es un trabajo mucho mayor encargase de toda la defensa que de una parte, y como es mayor la ganancia si se defiende á un tiempo á muchos dientes, por eso ha cundido tanto esa costumbre. ¡) $ »A algunos les parecía el tercer orador de aquella época Curion, quizá porque usaba de palabras más espléndidas, y porque no hablaba mal el latin, sin duda por el uso doméstico , pues ignoraba del todo las letras humanas. Mucho influye lo que cada dia oye en su casa el niño á sus padres ó pedagogos. Leed las cartas de Cornelia, madre 88 . de los Gracos: parece que éstos fueron educados en su lengua, como en su seno. Muchas veces hemos oido á Lelia, 'a hija de Cayo, que tenía toda la elegancia de su padre, y á las dos hijas de Mucio, y á las dos nietas de Licinio, á una de las cuales pienso que tú mismo, Bruto, alcanzaste.
—Sí que la oí muchas veces, dijo Bruto, y con tanto más gusto, cuanto que era hija de Lucio Craso.
—¿Y qué piensas de Craso, el hijo de esta Licinia, que fué adoptado en el testamento de Craso?
—También de éste se dice que fué de grande ingenio. Y este mismo Scipion colega mió habla bien, á mi juicio.
—Razón tienes, Bruto. Y parece que esta familia tiene vinculado el don de la sabiduría. Ya hemos hablado de los dos abuelos, Scipion y Craso, y de los tres bisabuelos, 0_. Mételo, P. Scipion, que siendo hombre particular libertó la República de la dominación de Tiberio Graco, y 0_. Scévola, augur, tan perito en el derecho y hombre de tanta cortesanía. ¡Y cuan ilustre es el nombre de sus t e r ceros abuelos, Publio Scipion, que fué dos veces cónsul (llamado por sobrenombre dórenlo), y Cayo Lelio, el más sabio de todos! ¡Oh generosa estirpe, donde ha germinado y florecido todo linaje de glorias! p S í a Y comparando ahora lo pequeño con lo grande, algo por el estilo debió acontecerle á Curion, en cuanto á avezarse desde niño á hablar con pureza: lo cual es tanto más de admirar, cuanto que nunca conocí á nadie tan indocto y rudo como él, en las artes liberales, entre cuantos tuvieron algún nombre y fama. No conocía ningún poeta; no habia leido á ningún orador; no conservaba memoria alguna de la antigüedad; no sabía el derecho público ni el privado ó civil: aunque esta falta la tuvieron también otros oradores señalados, como Sulpicio y Antonio. Pero éstos, al menos poseian el arte de bien decir, y como éste'consta de cinco partes conocidísimas, ninguno dejaba de aventajarse en cualquiera de ellas. Y no por claudicar en alguna "289 de las otras, dejaba de ser orador. Antonio sobresalía en la invención, en la disposición, en la memoria y en la a c ción. En alguna de estas cosas igualaba a Craso; en otras era superior. Craso sobresalía más por la brillantez de su elocuencia. Ni podemos decir que á Sulpicio, ni á Cola, ni & ningún otro orador le faltase del todo alguna de estas cinco partes. Pero de Curion podemos decir con verdad que en ninguna cosa se distinguió más que en el esplendor y c o pia de las palabras. Era tardo en el pensamiento é inhábil en la construcción del d i s c u r s o ^ su carencia absoluta de acción y de memoria era tal, que movia á risa á los espectadores. Los movimientos consistían en balancear el cuerpo de una parte á otra; de lo cual tanto se burlaron Cayo Julio (diciéndole que parecía que Jiablaba desde un barco]; y Cneo Sicinio, hombre impuro, pero muy chistoso. Éste, siendo tribuno de la plebe, presentó al pueblo á los dos cónsules Curion y Octavio. Curion habló largamente, mientras que su colega Cn. Octavio permanecía sentado y lleno de vendajes por el agudo dolor que sentía en las articulaciones. «Nunca, le dijo Sicinio, darás bastantes gracias á tu colega: á no haber sido por sus continuos movimientos, te hubieran comido hoy las moscas.» »Su memoria era tan nula, que con frecuencia después de haber dividido la proposición en tres partes, anadia una cuarta ó buscaba la tercera. En un juicio privado, pero de grande importancia, en que yo defendía á Titinia y él á Sexto Nevio contra mí, se olvidó súbitamente de la causa, y atribuía este olvido á los hechizos y encantos de Titinia. Grandes pruebas son estas de desmemoriado, pero nada más torpe que olvidarse en sus escritos de lo que poco antes habia dicho. Asi sucede en aquel libro en donde supone una conversación, que tuvo al salir del Senado con nuestro Pansa y con Curion hijo, siendo el cónsul César quien habia convocado el Senado. Nace todo aquel diálogo de preguntarle su hijo qué habia pasado en la sesión. TOMO n. 19 *290 . Y después de desatarse Curion en muchas invectivas contra César, se pone á reprender como en profecía las cosas que el mismo César hizo el año siguiente en las Galias. G{
— ¿ T grande fué su falta de memoria, dijo admirado Bruto, que ni aun releyendo su libro, conoció el desatino enorme que habia cometido?
—¿Y qué cosa más necia, Bruto, que dar al diálogo una fecha muy'anterior á las cosas que en él quería censurar? Y hasta tal punto yerra, que se atreve á afirmar que él nunca iba al Senado siendo cónsul César, y esto, poco después de haber dicho que salió con él del Senado. Quien en esta facultad del alma, que es custodia de todas las restantes, era tan débil, que en un escrito se le iba de la memoria lo que acababa de decir, mucho más habia de tropezar cuando hablaba de repente. Y así, aunque no le faltaban cargos públicos ni deseos de hablar, muy pocas causas venían á él. En su tiempo se le tenía, á pesar de todo, por orador próximo á los buenos, sólo por la pureza de las palabras y por su expedita y fácil locuacidad. Creo que sus oraciones valen la pena de leerse. Son algo lánguidas, pero pueden educar y desarrollar la única facultad que medianamente poseía, la cual tiene tanto precio que por sí sola dio á Curion apariencias de orador. Volvamos al asunto. a n ©^«Cayo Carbón, hijo de aquel elocuentísimo varón de que antes hicimos mérito, no era orador muy agudo, pero tampoco merece ser olvidado. Habia en sus palabras gravedad, era fácil y tenía cierta autoridad natural. Q. Vario era más agudo en la invención y no monos expedito en la palabra: vehemente en la acción y no pobre ni abyecto en el estilo. Podemos, sin reparo, llamarle orador. Cn. Pomponio, á fuerza de pulmones, hacía algún efecto. Era acre y odioso. «Mucho se diferenciaba de estos L. Fusio, que logró el fruto de su diligencia en la acusación de Marco Aquilio. . 291 En cuanto á tu tío Marco Druso, orador grave siempre que trataba de los negocios de la república; Lucio Lúculo, que hablaba con agudeza; tu padre, tan docto en el derecho público y privado; M. Lúculo; M. Octavio, hijo de Cneo, que tuvo tanta autoridad y crédito que logró abolir por sufragios del pueblo la ley frumentaria, de Sempronio; Cn. Octavio, hijo de Marco; M. Catón, padre, y el hijo de Quinto Cátulo, yo los separo de la haz de los declamadores judiciales, y los pongo entre los más ilustres defensores de la república. »En el mismo número colocaría á Q. Cepion si, por demasiado adicto al urden ecuestre, no se hubiese apartado del Senado; á Cn. Carbón, á M. Mario y á muchos más. no tan hábiles para lisonjear los oidos de un auditorio elegante, como para una asamblea tumultuosa. Así era (aunque alteremos un poco el orden) en tiempos más cercanos L. Quincio, y Palicano todavía más acepto á los oidos del vulgo. Y ya que hacemos mención de hombres sediciosos, el más elocuente después de los Gracos fué L. Apuleyo Saturnino, que, sin embargo, arrebataba más por el ademan y el movimiento y hasta por el traje, que por la abundancia de su palabra ni por su escasa prudencia. Hombre de los más perversos que han existido fué Cayo Servilio Glaucia, pero astuto é ingenioso y de no poco chiste. Se fué levantando desde la mayor ignominia y bajeza hasta la pretura, y hubiera sido cónsul, si se le hubiese admitido á la elección, porque tenía á la plebe por suya, y se habia hecho favorable al orden ecuestre con sus leyes. Fué muerto siendo pretor, el mismo dia que murió también el tribuno Saturnino, en el consulado de Mario y Flaco. Era Glaucia parecido al ateniense Hipérbolo, cuya maldad notaron y reprendieron tanto los cómicos áticos. - »A estos siguió Sexto Ticio, hombre locuaz y bastante agudo; pero tan afeminado en el gesto, que para remedarle se inventó una danza llamada Ticia. Ha de evitarse mucho 292 . en la acción todo lo que pueda dar lugar á imitaciones r e prensibles. Q f¡ «Volvamos á la época de que habíamos empezado á hablar. Contemporáneo de Sulpicio fué P. Antistio, rábula bastante tolerable, que después de haber estado en silencio por muchos años, y de haber sido objeto de desprecio y aun de risa, tuvo ocasión en.su tribunado de atacar con brillantez la injusta y extraordinaria pretensión del tribunado, de C. Julio. Y lució tanto más, cuanto que habiendo defendido la misma causa su colega Sulpicio, no dijo cosas tan agudas como él. Y si antes de su tribunado tenía muchas causas, luego acudieron á él casi todos los litigantes. Veia bien los asuntos, componía con agudeza, tenía buena memoria: sus palabras no eran elegantes, pero tampoco rastreras. Sus discursos, fáciles y fluidos. Su ademan no era inurbano. La acción flaqueaba algo, por falta de voz y de gesto. Floreció en el tiempo trascurrido desde la renuncia y la vuelta de Sila, en que faltó de la república toda dignidad y justicia. Agradaba Antistio tanto más, cuanto que estaba desierto de oradores el foro. Sulpicio habia muerto: se hallaban ausentes Cota y Curion: de los demás abogados de este tiempo vivían sólo Carbón y Pomponio: á cualquiera de los dos fácilmente superaba. ¿¿^«Seguíale en edad L. Sisena, varón docto y de buenos estudios, que hablaba bien el latin, conocía los negocios de la república y no estaba falto de cierto chiste; pero trabajaba poco y carecía de práctica forense. Colocado entre dos edades, la de Sulpicio y la de Hortensio, no podia competir con el primero, y habia de ceder forzosamente el puesto al segundo. Sus facultades pueden conocerse por su historia, que con exceder bastante á los anteriores, está aún muy lejos de la perfección, y prueba que este género ha sido todavía poco cultivado en las letras latinas. »En cuanto al ingenio de Q_. Hortensio, aun en su juventud, era como una estatua de Fidias, que apenas se la ve, es- DE LOS I L U S T R E S ORADORES . 293 admirada. Se presentó por primera vez en el foro siendo cónsules L. Craso y Q. Scévola, y por juicio de todos, incluso de los mismos cónsules eme tanto excedían á los demás en inteligencia, se consideró su discurso como de primer orden. Tenía entonces veintiún años. Murió en el consulado de L. Paulo y Q. Marcelo, por donde vemos que ejerció la abogacía cuarenta y cuatro años. De sus méritos oratorios hablaré después. Ahora sólo he querido fijar su edad, porque, como fué larga, descolló al lado de oradores mucho mayores que él y de otros algo más jóvenes. Así como Accio dio al teatro una comedia el mismo año que Pacuvio, teniendo el uno ochenta años y el otro treinta, así Hortensio no sólo pertenece á su época, sino también á la mia y á la tuya, Bruto, del mismo modo que á otra muy anterior. Ya solía hablar en tiempo de Craso y de Antonio, y. del anciano Filipo, y viviendo todos ellos defendió la causa de los bienes de Cneo Pompeyo, aventajándose, con ser muy joven, á los contemporáneos .de Sulpicio, y á sus iguales M. Pisón, M. Craso, Cn. Léntulo y P. Sura: y por muchos años se ejercitó en el foro conmigo, que tenía ocho menos que él, y defendió contra tí la causa de Apio Claudio, poco antes de su muerte. 0"»¿Ves cómo ya hemos llegado á tí, Bruto, considerado como orador, á pesar de haber florecido tantos entre el comienzo de mi carrera y el de la tuya? Hablaré sólo de los muertos.
—No hay razón, replicó Bruto, para omitir á los vivos. Lo harás porque temes que nosotros divulguemos esta conversación y se enojen contigo algunos.
—¿Y qué, no podéis callar?
—Fácilmente callaremos; pero sin duda prefieres callar tú mismo, y no poner á prueba nuestra discreción.
—Te diré la verdad, Bruto: nunca creí llegar en esta enumeración hasta nuestros tiempos; pero de tal manera 294 . se ha ido tejiendo el hilo cronológico, que he venido á parar en los más modernos.
—Habla, pues, de los intermedios: luego vendremos á tí y á Hortensio.
—A Hortensio sólo: de mí dirán otros lo que quieran.
—Nada de eso. Aunque tanto me interesa todo lo que vas diciendo, nada espero con tanta curiosidad como lo referente á tí; no acerca de tus cualidades oratorias, que bien conocidas son de todos, y más de mí, sino por saber los pasos, digámoslo así, y el método que seguiste en el cultivo de tu arte.
—Te complaceré, pues lo que deseas no es que hable de mi ingenio, sino de mis trabajos. Pero antes mencionaré á otros, empezando por Marco Craso. ¿é'>Éste tenía pocas cualidades naturales, y no muchas de las que da el estudio. Gracias á su laboriosidad, diligencia y afable condición, fué por algunos años uno de los principales abogados. Su frase era correcta y latina; las palabras no triviales ni humildes; la composición discreta; pero no habia en sus discursos una ñor ni un rayo de luz. Tenía ardor en el alma, pero la voz apagada, á tal punto,, que decía todas las cosas de la misma manera: aunque su enemigo Cayo Fimbria no podia jactarse mucho de aventajarle, porque lo decia todo á gritos y con rapidez grandísima, de tal suerte, que, dejando fríos á los oyentes, parecía un loco entre cuerdos. »Cn. Léntulo logró por la acción más fama de orador que la que merecía, porque ni era agudo, aunque su rostro indicaba talento, ni abundante en las palabras, aunque también en esto engañaba, y con pausas y exclamaciones y con una voz suave y canora inflamaba de tal modo al auditorio, que no echaba de ver las cualidades de que carecía. Y así como Curion, por la copia de palabras, sin otra alguna cualidad, tuvo nombre de orador, así Cn. Léntulo disimuló con la acción, en que fué excelente, la m e - . 295 dianía de sus otras cualidades. Y lo mismo hizo P. Léntulo, cuya torpeza en inventar y pobreza de elocución estaba suplida por la dignidad de su aspecto, por el ademan lleno do arte y gracia, y por la suavidad y cuerpo de la voz. No tuvo más cualidad que la acción: en todo lo demás era inferior al otro. jL>M. Pisón debió todas sus ventajas al estudio, y era más docto en letras griegas que cuantos le precedieron. Tuvo naturalmente cierto género de agudeza, limada por el arte. Era en la elección de las palabras discreto y cuidadoso; pero á veces tanto aliño resultaba indigesto ó frió. En ocasiones tenía chiste. No resistió mucho tiempo el trabajo forense, porque era de cuerpo débil, y además no podia sufrir las inepcias y majaderías de los hombres que tiene que tolerar el abogado, y los despedía con ingenuo y libre fastidio ó con expresiones iracundas. Brilló de joven, pero se oscureció luego. Obtuvo más adelante no poca fama con el juicio de las Vestales, y volviendo desde entonces á su crédito, le conservó tanto tiempo cuanto pudo resistir el trabajo. Después perdió de gloria, cuanto ganó de descanso. »P. Murena era de mediano ingenio, pero de grande e s tudio de las cosas antiguas, estudioso y no indocto er. las amenas letras; hombre de mucha industria y diligencia. Cayo Censorino supo muy bien las letras griegas: e x plicaba con claridad lo que queria, no le faltaba gracia en la acción; pero era muy perezoso y enemigo del foro. L. Furio, con poco ingenio pero con mucho trabajo, hablaba con frecuencia, y decia lo que podia. Le faltaron pocas centurias en una elección para el consulado. «Cayo Macro nunca tuvo autoridad, pero fué abogado muy inteligente: si su vida y costumbres, y hasta su semblante, no hubiesen echado á perder el mérito de su ingenio, hubiera logrado más fama entre los abogados. No era abundante, ni tampoco seco y pobre: no muy brillante, 296 - pero tampoco desaliñado: la voz, el gesto y toda la acción, en suma, no carecían de gracia:»en la invención y composición de las palabras era muy cuidadoso. Aunque se le oia con gusto en las causas públicas, era más celebrado en las privadas. *3> » C Pisón era orador copioso en palabras, y no tardo en la invención; pero su rostro daba á entender más agudeza y malicia que la que realmente tenía. A Marco Glabrion, aunque bien educado por su abuelo Scévola, le echó á perder lo indolente de su naturaleza. También L. Torcuato era elegante en el decir, en el juzgar muy prudente, en todo muy urbano. »0_. Pompeyo, que era casi de mi edad, varón nacido para toda grandeza, hubiera tenido fama oratoria si el deseo de una gloria mayor no le hubiese llevado á las empresas bélicas. Era en sus discursos bastante espléndido: veia con prudencia los negocios. En la acción era muy aventajado: tenía suma dignidad en la voz y en los movimientos. »D. Silano no tuvo mucho estudio, pero sí bastante agudeza y facilidad. Q_. Pompeyo, hijo de Aulo, llamado el Bitínico, que venía á tener dos años menos que yo, era hombre de infatigable estudio, lo cual puedo saber porque tuvo conmigo y con M. Pisón grande amistad y estudios comunes. Su acción no realzaba mucho su oratoria: ésta tenía bastante abundancia: á la otra le faltaba gracia. »P. Antronio no tenía de recomendable más que una voz vibrante y aguda. Lo mismo L. Octavio Reatino, que murió joven, cuando ya habia defendido muchas causas. Hablaba coii más audacia que preparación. Cayo Staleno, que se habia adoptado á sí mismo, y de Staleno se habia hecho Élio, tenía un estilo férvido, petulante y furioso, aunque grato á muchos. Hubiera alcanzado los primeros honores, á no haber sido sorprendido en un crimen que hizo caer sobre él el rigor de las leyes. DE LOS I L U S T R E S O R A D O R E S . 297 6 ¿f»El mismo tiempo alcanzaron los hermanos Cepasios, €ayo y Lucio, hombres oscuros y desconocidos, que de repente llegaron a la cuestura, sólo por su modo de decir desusado y campesino. Añadiré, para no omitir á nadie de los que entonces hablaban, á Cayo Cosconio Calidiano, que sin cualidades de ningún género, pero con grandes gritos y extraño gesto, decia al pueblo lo que buenamente se le ocurría. Lo mismo hacía Q. Arrio, que fué como el segundo de Marco Craso. Él es un ejemplo de cuánto vale en esta ciudad acomodarse al tiempo y servir á muchos en los honores ó en el peligro. Nacido de ínfima clase, no sólo alcanzó dignidades, riqueza y favor, sino que llegó á tener cierta reputación de abogado, aunque carecía totalmente de doctrina é ingenio. Y así como los púgiles mal ejercitados, que ansian la palma de Olimpia, pueden sufrir los golpes y las puñadas, pero no resisten el sol; así éste, después de haberle salido bien todas las cosas, no pudo resistir la inclemencia del año judicial.
—Mucho tiempo hace, me interrumpió Ático, que estás revolviendo heces, y me callaba, pero nunca creí que descenderías hasta los Slalenos y los Antronios.
—No pensarás que lo hago por ambición é interés propio, ya que se trata de muertos, pero como sigo el orden cronológico, tengo que encontrarme con todos, y además quiero que se vea cuan pocos son, entre los que se han arrojado á hablar en público, los dignos de memoria. Vuelvo á mi propósito. L$»T. Torcuato, hijo de Tito y discípulo de Molón, el cual hubiera sido cónsul á no ser por su repentina muerte, tenía disposiciones y facultades naturales más bien que inclinación á la oratoria. No habló más que en el Senado ó en negocios de sus amigos. «También Marco Pontidio, natural del mismo municipio que yo, defendió muchas causas privadas, y no era torpe en ellas, pero hablaba siempre con excesivo arrebato, in- 298 . dignación y vehemencia, de modo que parecía que no sólodisputaba con el adversario, sino también con el juez, á quien siempre ha de procurar tener propicio el orador. M. Mésala, menor que nosotros, no era pobre en el lenguaje, aunque tampoco muy adornado; prudente, agudo, nada incauto, abogado diligente para enterarse de los negocios, hombre de mucho trabajo y que defendió muchas causas. «Los dos Mételos, Celer y Nepos, nada versados en las causas, ni faltos de ingenio ni indoctos, habían seguido el género y estilo popular. También Cn. Léntulo Marcelino pareció muy elocuente en su consulado, rico en palabras y en chistes, y sonoro en la voz. Cayo Memmio, hijo de Lucio, consumado en las letras griegas, pero despreciador de las latinas, orador agudo y suave, pero que tema el trabajo de hablar y aun el de pensar. M
—¡Cuánto desearía, me interrumpió Bruto, que nos hablaras de los oradores que aun viven, y ya que no de los otros, á lo menos de César y Marcelo!
—¿Y por qué? le respondí. ¿A qué he de formar yo juicio de oradores que conoces tan bien como yo?
—Mucho conozco á Marcelo, pero á César poco. Al primero le oí muchas veces; el segundo, cuando yo podia formar algún juicio, estaba ya ausente de Roma.
—¿Qué juzgas, pues, de Marcelo á quien Lantas veces has oido?
—¿Qué he de juzgar sino que se parece mucho á ti? Agrádame y no sin causa. Ha hecho buenos estudios, y prescindiendo de los demás, á éste se ha dedicado con especial ahinco y diarios ejercicios. Usa de palabras escogidas y brillantes, y su voz y la dignidad de sus movimientos realza todo, lo que dice. Diríase que no le falla ninguna de las cualidades propias de un orador. Y es tanto más digno.de alabanza, cuanto que en este tiempo, en esta común y fatal desgracia nuestra, puede consolarse con el DE LOS I L U S T R E S O R A D O R E S . 299 testimonio de su buena conciencia y con nuevos estudios. Le oí en Mitilene hace poco, y vi en él á un hombre de veras. Y así como antes me parecía semejante á tí en el decir, ahora me parece émulo del doctísimo Cratipo, muy amigo tuyo, según entiendo.
—Aunque mucho me deleitan esas alabanzas de tan gran varón y amigo mió, hácenme traer á la memoria nuestras presentes miserias; para olvidarme de las cuales, he ido prolongando esta conversación. Pero quiero oaber antes el juicio de Ático sobre César. ^— Bien haces, interrumpió Bruto, en no querer hablar tu mismo de los que ahora viven, y á fe mia que si procedieras con ellos como con los muertos, no omitiendo á nadie, habias de tropezar con muchos Antronios y Stalenos. Sin duda has querido evitar este peligro, ó temes que alguno se queje de verse omitido ó no bastante, alabado. Pero de César puedes hablar con libertad, por ser conocidísimo el juicio que formas de su ingenio, y él del tuyo.
—Mi juicio acerca de César, dijo Ático, conviene con el de este severísimo juez de tales cosas, y es que casi ningún orador ha hablado con más elegancia el latin. Y esto no sólo por la costumbre doméstica, como se dice de las familias de los Léntulos y Mucios, sino por haber perfeccionado esta primera enseñanza con muchas letras recónditas y exquisitas, y con grande estudio y diligencia. Como que en medio de sus mayores ocupaciones, ha escrito, dedicado á tí (esto lo dijo Ático mirándome) su excelente libro De la propiedad de la lengua latina, y al principio dice que la buena elección de palabras es el fundamento de la elocuencia, y allí, Bruto mió, tributa á nuestro Cicerón este singular elogio: «A tí, príncipe é inventor de la abundancia del lenguaje, debemos juzgarte por benemérito . d e la dignidad del pueblo romano.» Y-d
—Magnífico elogio es ese, dijo Bruto, pues no sólo te llama inventor y principe de la riqueza de elocución, sino 300 MARCO TVJLIO CICERÓN. benemérito del pueblo romano. Por ti, esto solo en que nos vencían- los vencidos Griegos, les ha sido arrebatado, 6 á lo menos compartido con nosotros. Esta alabanza y testimonio de César debes anteponerla á todos los triunfos
—Y con razón, Bruto, si es que ha de tomarse por juicio de César, y no por testimonio de su benevolencia. Por que más acrecentó la gloria del pueblo el primero, quienquiera que fuere, si es que hubo alguno, que introdujo en nuestra ciudad esta abundancia de lenguaje, que los que expugnaron los castillos de Liguria, y lograron por ende tantos triunfos. »Y en verdad, que si dejamos aparte las heroicas r e soluciones con que alguna vez han salvado grandes generales á su pueblo en la paz ó en la guerra, mucho excede un buen orador á los generales medianos. Diréis que es más útil un general. Cierto, y sin embargo (y me habéis de permitir que hable con libertad), preferiria yo ser autor de la oración de Lucio Craso en defensa de Marco Curion, á haber logrado dos triunfos por la conquista de otros tantos castillos. Diréis que más ventajas reportó á la república la toma de los castillos de Liguria que la defensa de M. Curion. Verdad es. Pero también les importaba más á los Atenienses tener domicilios seguros, que no una estatua de Minerva, labrada de marfil por mano de Fidias, y no obstante, yo más quisiera ser Fidias que el mejor maestro de obras. No se ha de estimar la utilidad de las cosas, sino su valor absoluto. Pocos son los buenos pintores ó escultores; pero nunca faltarán buenos artífices y operarioslíjpntinúa, amigo Pomponio, diciéndoros lo que juzgas de César. Mt-El fundamento de su oratoria es una elocución pura y latina. Los pocos que antes la habían logrado, no era por razón ó ciencia, sino por buena costumbre. Omito á Cayo Lelio y á Publio Escipion: el hablar bien el latin era mérito propio de su tiempo, como la inocencia, y aun así DE LOS I L U S T R E S ORADORES. 301 no en todos. Porque sus contemporáneos Cecilio y Pacuvio bien mal hablaban. Pero lo general era hablar bien, entre todos los que no habían vivido fuera de la ciudad, ni habian tenido en casa ninguna sombra de barbarie, ya que lo mismo en Roma que en Atenas vinieron muchos de fuera hablando mal, y corrompieron la lengua. Así se requiere gran corrección y una regla inmutable, que no sea la de la costumbre. «Todos conocimos, cuando niños, á Tito Flaminio, que fué cónsul con Q. Mételo. Pasaba por buen hablista, pero ignoraba las letras. Catulo no era enteramente indocto, como tú mismo has dicho, hace poco; pero la suavidad de su voz y la fácil pronunciación de las letras habian bastado á darle nombre de orador. Cota, que prolongaba mucho las letras por separarse de la costumbre griega, produciendo un son agreste y desapacible, habia llegado por este inculto y silvestre camino á la misma fama. Sisena. se habia propuesto ser corrector de los vicios de lenguaje, y ni siquiera el acusador C. Rusio pudo apartarle de la manía de usar voces anticuadas.
—¿Qué quiere decir eso, interrumpió Bruto, ó quién era ese C. Rusio?
—Un antiguo acusador, que atacaba á Chritilio, á quien defendía Sisena. Éste dijo que sus crímenes eran sputatilica. Á lo cual respondió C. Rusio: «Oh jueces, temo alguna asechanza, si no me socorréis. Sisena debe de tenderme algún lazo, porque no entiendo lo que dice. ¿Qué quiere decir sputatilica. Entiendo el sputa, pero el tilica, no.» Hubo grandes risas; pero aquel amigo mió siguió creyendo que el hablar bien era lo mismo que el hablar de un modo inusitado. f $ «César ha tenido el buen gusto de ciosa costumbre con una incorrupta eso cuando añade á esta elegancia cesaria no sólo en un orador, sino corregir la mala y viy pura locución. Por de lengua latina (neen todo bien nacido 302 . ciudadano romano) los demás ornatos de la elocuencia, parece que coloca á buena luz cuadros bien pintados. Su modo de decir es espléndido y nada vulgar: la voz, el movimiento, el ademan, todo tiene algo de magnifico y generoso.
—Mucho me agradan sus oraciones, dijo Bruto: he leido muchas. También ha escrito unos comentarios de su vida, muy dignos de aplauso. Son de una belleza sencilla y desnuda, sin aparato alguno oratorio, como despojada de toda vestidura y cendal. Quiso dar materiales para que otros •escribieran, y acaso hizo un favor á los ignorantes que quieran ejercitar su pluma en tal empresa; pero de fijo quitó las ganas á los varones prudentes. Porque nada hay más agradable en la historia que la pura y clara brevedad. Volvamos, si os place, á los que ya murieron. ^f'íg-C. Sicinio, proseguí, nieto de Q. Pompeyo, el que fué censor, llegó á la cuestura, y fué orador estimable, versado en el arte de Hermágoras, que es de poca utilidad para el ornato, mas no para la invención; da preceptos y reglas infalibles, aunque pobres, sobre el método, y á lo menos no consiente andar vagando el ánimo del orador. Observándolos él y viniendo preparado á las causas, nunca se encontraba ayuno de palabra, y gracias á esta saludable enseñanza y disciplina, tuvo crédito entre los abogados. «También era muy docto mi primo C. Visellio Varron, casi de la misma edad que Sicinio. Murió después de haber sido edil curul, y confieso que en cuanto á él difirió siempre mi juicio del que formaba el pueblo. Este le aplaudía poco, porque sus oraciones eran arrebatadas y oscuras por la copia de agudezas y por lo rápido de la pronunciación; pero nunca vi otro más feliz en las palabras ni más fecundo en las sentencias. Además había aprendido perfectamente de su padre Acúleo el derecho civil. «Quedan todavía, entre los muertos, L. Torcuato, á quien . 303 más bien que orador (y eso que no le faltaban condiciones) podíamos llamar, con un vocablo griego, político. Era hombre de muchas letras y no vulgares, sino extrañas y recónditas, de divina memoria, de mucha elegancia y cortesía, á todo lo cual se agregaba lo íntegro y puro de su vida. «También me agradaba mucho el estilo de Triario, tan sesudo en medio de su juventud. ¡Cuánta severidad en su rostro! ¡qué peso en sus palabras! ¡cuánto meditaba todo lo que salia de sus labios!» Entonces Bruto, conmovido por la mención que yo habia hecho de Torcuata y Triario, á quienes él tanto habia amado, añadió: «Entre otras innumerables razones que tengo para dolerme de que no durase eternamente tu sistema de paz, es que no hubiera perdido la república á estos dos y á otros excelentes ciudadanos.
—Silencio, Bruto: no acrecentemos con esas consideraciones nuestro dolor. Acerbo es el recuerdo de los males pasados, y aún más el de los futuros. Dejemos de lamentarnos, y fijémonos sólo en las cualidades oratorias que tuvo cada cual. LSt,»Entre los que murieron en la misma guerra podemos citar á M. Bibulo, que escribía con cuidado aunque no era orador, y procedió siempre como varón constante; á tu suegro Apio Claudio, colega y familiar mió, hombre bastante estudioso, orador ejercitado, y muy docto en la ciencia augural, en el derecho público y en las antigüedades; • á Lucio Domicio, que hablaba sin arte alguna, pero en buen latin y con libertad; á los dos Léntulos, consulares, de los cuales Publio, mi salvador y vengador de mis injurias, debió al arte todas sus cualidades. No las tenía naturales, pero era tal la grandeza de su ánimo que logró asimilarse las dotes más singulares de los esclarecidos oradores. L. Léntulo tenía fuerza oratoria, pero no queria tomarse el trabajo de pensar. Su voz era sonora, sus palabras no des- 804 MARCO TULIO CICERRON. agradables. Infundía á las veces confianza ó terror. En las causas judiciales podia desearse cosa mejor: no en las deliberaciones públicas. Tampoco era orador político despreciable T. Postumio, tan batallador en sus discursos como en sus actos, desenfrenado y acre, pero muy conocedor del derecho público y de las costumbres antiguas.
—Si vivieran todos esos, dijo Ático, juraría que tus observaciones procedían de mala intención. Nombras á t o dos los que alguna vez se han atrevido á hablar, tanto, que me admiro que hayas omitido á M. Servilio. No ignoro, Pomponio, que ha habido muchos que nunca han hablado en público, con poder hacerlo harto mejor que éstos que llevo enumerados, pero con recordarlos logro que conozcáis cuan pocos se han atrevido á hablar en público, y aun entre éstos cuan pocos hay dignos de alabanza. Por eso ni siquiera he hecho mención de esos c a balleros romanos, amigos nuestros, que han muerto hace poco: P. Cominio Spoletino, que acusó á Cayo Cornelio, á quien yo defendía, y tuvo un género de oratoria aliñado, vehemente y fácil; T. Accio de Pésaro, á cuya acusación contra Cluencio respondí yo. Era orador bastante copioso y docto en los preceptos de Hermágoras. »En estudio nadie aventajó, ni quizá en ingenio, á mi yerno C. Pisón. No tenía un momento ocioso: ó se ocupaba en los negocios forenses, ó estudiaba en su casa, ó escribía, ó meditaba. Parecía que en el trabajo volaba, más bien que corría. Era elegante en la elección de las palabras, rotundo en los períodos: encontraba muchos y fortísimos argumentos, y frecuentes y agudas sentencias. En el gesto era por naturaleza tan aventajado, que simulaba un arte que no tenía. Temo por mi amor hacia él exagerar sus méritos, pero no es así. Aún merece alabanzas mayores. Ni en la continencia, ni en la piedad, ni en otra alguna virtud hallo ninguno de su tiempo que sea comparable con él. «Tampoco creo que debe omitirse á M. Celio, cualquiera 305 que fuese el triste resultado a que le llevaron sus propósitos ó su fortuna. Mientras obedeció á mi autoridad, fué tan excelente tribuno de la plebe, que nadie se opuso con tal fortaleza, en defensa del Senado y de la causa de los buenos, a la popular y turbulenta demencia de algunos perdidos ciudadanos. A lo excelente de su acción se unia un estilo espléndido, solemne, y á las veces gracioso y urbano. Tres fueron sus principales acusaciones, y todas en pro de la república: sus defensas, aunque no valian tanto, no eran tampoco despreciables. Con grande aplauso de todos los buenos fué elegido edil curul; pero no sé cómo, durante mi ausencia se mostró inconsecuente consigo mismo, y se perdió por imitar á aquellos que tanto habia censurado. «Digamos algo de M. Calidio, que no fué orador vulgar, sino casi singular entre muchos: de tal suerte ilustraba sus recónditas y exquisitas ideas lo brillante de su elocución. Nada tan suave como sus cláusulas, nada tan flexible; la frase se modelaba á su arbitrio, como ningún otro orador lo consiguió nunca: tan pura y fluida era su palabra: no habia un solo vocablo que no estuviera bien colocado en su lugar, tanqmm iti vermiculato emllemate, (fue dijo Lucilio. Ni habia tampoco palabra alguna dura, insolente, humilde ó traída de lejos. Casi nunca usaba de voces propias, sino de las trasladadas; pero de suerte que no parecían arrancadas por fuerza, sino que por su propia voluntad habian trasmigrado. No era por eso desaliñado é incorrecto, sino armonioso, aunque no cerraba siempre de igual modo sus cláusulas. Frecuentes eran en él las figuras de palabras y sentencias, que llaman los Griegos schemas, y que vienen á ser como lumbres y matices de la oración. Conocía perfectamente las fórmulas de los jurisconsultos, y sabía aplicarlas. A todo esto se anadia el orden lleno de arte, la acción culta y hermosa, y todo el estilo plácido y sano. TOMO I I . 20 306 MARCO TUIIO CICERÓN. 5 y»Si el colmo de la perfección fuera hablar con dulzura, nada más podria desearse. Pero ya he dicho antes que tres cosas ha de procurar el orador: enseñar, deleitar y conmover. Logró Calidio dos de ellas: ilustrar con claridad el asunto, y entretener sabrosamente los ánimos de su auditorio. Faltóle el tercer mérito: conmover y arrastrar. «No tenía fuerza ni arranque alguno: ya procediera esto de que juzgaba locos y delirantes á los oradores de palabra fogosa y acción vehemente; ya de que la naturaleza le hubiera negado estas cualidades; ya de falta de costumbre. Recuerdo que acusando á Q. Galio de haber querido envenenarle, y presentando testigos, documentos, indicios y pruebas de todo género, bastantes á dar fe del hecho, yo en la respuesta alegué como uno de los argumentos la serenidad, lentitud y sangre fria con que él habia hablado de una cosa que tan de cerca le tocaba: del peligro de su vida. «¿Habías de hablar así, M. Calidio, si no fingieras lo que dices? ¿Tú que con tanta elocuencia defiendes á otros, tan frió en causa propia? ¿Dónde está el dolor que suele arrancar voces y querellas hasta á los niños? Ni tu alma ni tu cuerpo se han conmovido en lo más mínimo: ni tu frente ni tus piernas han vacilado: no has herido la tierra con el pié. Tan lejos has estado de inflamar nuestros ánimos, que casi nos hemos dormido.» Así la serenidad ó el defecto de este excelente orador me sirvió de argumento contrae!.
—¿Y cómo dudar, interrumpió Bruto, que esa serenidad era un vicio? ¿Quién no confesará que siendo el mayor triunfo del orador conmover ó inflamar á los oyentes, el que esto no consigue no ha conseguido nada? "*? ^
—Sea como quieras, y pasemos á Hortensio, el único que nos queda. Luego, ya que te empeñas en eso, Bruto, hablaré de mí mismo, aunque sea con brevedad. Antes debo hacer mención de dos jóvenes que, á haber vivido más tiempo, hubieran alcanzado fama grande de elocuencia. 307
—Lo dirás por Cayo Curion y Cayo Licinio Calvo, interrumpió Bruto.
—Bien dices. El uno de ellos era tan fácil y suelto, tan agudo en las palabras y en las sentencias, que no era fácil hallar nada más elegante y expedito. Poco le instruyeron sus maestros; pero tuvo una disposición admirable para la oratoria. De su estudio nada digo: si hubiera querido hacerme caso, habria preferido de seguro los honores á las riquezas.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Fácil es entenderme. Siendo el honor un premio de la virtud otorgado á alguno por el juicio y unánime voluntad de los ciudadanos, sólo el que legítimamente le alcanza me parece glorioso y honrado. El que aprovechándose de una ocasión feliz obtiene el poder aun contra la voluntad de sus conciudadanos, logra el nombre del honor, no el honor. Si Curion me hubiera creido, fácil le fuera llegar con gloria á todos los grados de la magistratura, como habia llegado su padre y cual él otros ilustres varones. Recuerdo que las mismas exhortaciones para que siguiera el camino recto, trillado por sus mayores, hice á P. Craso, hijo de Marco, cuando en su juventud buscó mi amistad. Habia recibido esmerada educación: era verdaderamente erudito, de ingenio agudo y palabra elegante: grave sin arrogancia, y modesto sin timidez. »Pero también á éste le envolvieron las olas de la vanagloria, vicio tan común en los jóvenes; y como siendo soldado habia hecho obras de general, quiso ser general á toda costa, cargo al cual reservaban nuestros mayores edad cierta, ó incierta suerte. Y así, por desdicha suya, empeñado en ser rival de César y Alejandro, resultó muy desemejante de Lucio Craso y de todos los Crasos. ^ ¿ ^ P e r o volvamos á Calvo, que así como era más literato que Curion, tenía también un estilo más esmerado y elegante, aunque peinaba demasiado sus discursos, y se e s - 308 . cuchaba cuando hablaba, y queriendo huir de los defectos,, perdia la sangre y el jugo. Por eso los doctos oian con atención sus limados discursos, pero no la muchedumbre y el foro, para quien se ha hecho la elocuencia.
—Es que Calvo, interrumpió Bruto, quería ser ático, y /de ahí la pobreza de sus discursos. /
—AsLlo pretendía, pero se equivocaba, é indujo á muchos al mismo error, Si se llama áticos á los que no hablan con ineptitud ni torpeza, todo buen orador será ático. ¿Quién de buen gusto no odia la insulsez y la insolencia, y la tiene por locura en un orador, ó quién no admira con religioso respeto la sobriedad y pureza? Y todavía, si comprenden en el género ático la misma sequedad de estilo, con tal que sea culta, urbana y elegante, pase; pero como entre los áticos hay unos mejores que otros, preciso es conocer los grados y las desemejanzas, y la fuerza y la variedad de los áticos. Se dice: «Quiero imitar á los áticos.» ¿A cuáies? porque no pertenecen á un género sólo. ¿Qué cosa hay menos parecida que Demóstenes y Lisias, ó que Lisias ó llipérides, ó que cualquiera de ellos y Esquines? ¿A quién imitas, pues? Si á uno sólo, los demás no serán áticos. Y si á todos, ¿cómo puedes, siendo tan desemejantes entre sí? ¿Tienes por ático á Demetrio Falereo? Me parece que en sus oraciones respira la misma A t e nas. Y sin embargo, es más florido que llipérides y que Lisias. ^ « P o r el mismo tiempo hubo dos nada parecidos, aunque áticos entrambos: Charisio, que escribía muchas oraciones para otros, y tenía pretensiones de imitar á Lisias; Democáres, hijo de una hermana de Demóstenes, el cual compuso algunas oraciones, y una historia de las cosas que habían pasado en Atenas en su tiempo, en estilo más oratorio que histórico. A Charisio quiso imitar Hegésias, que se juzga ático y tiene á todos los demás por agrestes. ¡Y sin embargo, qué cosa más descosida y pueril, en medio de su 309 elegancia, son sus discursos! «Queremos imitar á los Áticos..» En hora buena. ¿Pero son oradores áticos éstos? ¿Quién lo puede negar? A éstos imitamos. ¿Cómo, si se parecen tan poco? Imitamos á Tucídides. Está bien, pero será escribiendo historia, no defendiendo causas; porque Tucídides fué grande y excelente narrador, pero nunca se ejercitó en el género forense. En cuanto alas muchas oraciones que intercala en su historia, yo las alabo mucho, pero ni podría imitarlas, si quisiera, ni quizá querría, aunque pudiera: de la misma suerte que nos deleita el vino de Falerno, no tan nuevo que haya nacido en tiempo de los últimos cónsules, ni tan viejo que se remonte al consulado de Opimio y Anicio. Dirás que estas son buenas marcas. Cierto, pero la excesiva antigüedad no tiene la dulzura que buscamos, ni siquiera es tolerable. En todo ha de haber un término razonable. Huyase del mosto nuevo é hirviente del estilo de los modernos, pero tampoco se persiga la marca anticuada de Tucídides, que lo es tanto como la de Anicio. El mismo Tucídides, si hubiera vivido más tarde, sería mejor y más suave. Demóstenes, ¡oh dioses inmortales! ¿Y qué oirá cosa hacemos, ni qué más podemos desear? Pero no lo conseguiremos. No parece sino que esos pretendidos áticos consiguen todo lo que se les antoja. Y ni siquiera entienden que fué necesario (y no en vano se cuenta) que toda la Grecia concurriese á oír á Demóstenes. Y estos áticos, por el contrario, no sólo se ven abandonados por el concurso, sino hasta por sus clientes. Si el hablar seca y pobremente es de áticos, séanlo en hora buena, pero vengan á los comicios, hablen á un juez sentado. El foro pide más grandeza y plenitud de dicción. «Quiero que al sólo anuncio de que el orador va á hablar, se llenen los asientos y el tribunal, no se den punto de reposo los escribas para colocar á los oyentes, se apiñe el concurso, los jueces estén en pié, y apenas se levante 310 . el orador, guarden todos profundo silencio, y estallen luego las muestras de aprobación, y las de admiración, y de vez en cuando la risa ó el llanto; de suerte que el que se halle lejos, aunque no oiga de qué se trata, comprenda que el orador está feliz, y que domina la escena como si fuera unRoscio. Al que estos efectos consiga, tenedle por ático, que esto hacían Pericles, Hipérides, Esquines y, sobre todo, Demóslenes. »Si llaman ático el estilo discreto, agudo, sencillo, s ó lido, pero algo desprovisto de galas y ornatos, también lo acepto. También parala modesta elegancia hay lugar en el arte. Por eso, no todos los que hablan en estilo ático, hablan bien, pero todos los que hablan bien, son áticos. Volvamos á Hortensio. "S¿"
—Bien, dijo Bruto, aunque esta digresión ha sido para mí muy agradable.
—Muchas veces he querido interrumpirte, añadió Ático, pero nunca me he atrevido. Ahora que te vas acercando á la peroración, quiero hacerlo.
—Di lo que quieras, Tito.
—Siempre me ha parecido muy bien aquella elegante y chistosa ironía con que habla Sócrates en los libros de Platón, Xenophonte y Esquines. Es propio de un hombre culto y chistoso, cuando se disputa acerca de la sabiduría, atribuírsela á los otros, y así Sócrates, en los diálogos de Platón, ensalza mucho á Protágoras, Hipias, Pródico, Gorgias, y él se confiesa ignorante y rudo. Yo encuentro esto muy bien, aunque Epicuro lo reprenda. Pero en la historia (é historia has hecho, al exponer los méritos de cada orador), temóme mucho que la ironía sea tan vituperable como en el testimonio.
—¿Por qué dices esto? No lo entiendo.
—En primer lugar, porquehas alabado á muchos oradores de un modo que puede inducir á error á los ignorantes. Apenas podia yo contener la risa, cuando comparabas coa DE LOS I L U S T R E S ORADORES. 311 el ático Lisias á nuestro Catón, hombre grande, á le mia, ó más bien excelente y consumado varón, que esto nadie lo ha de negar, pero ¿orador? ¿pero semejante á Lisias, prodigio de elegancia? Bella ironía, si hablásemos en burlas, pero hablando en serio, creo que debemos proceder con la misma religiosa escrupulosidad que en un testimonio. «Yo á tu amigo Catón le aplaudo como ciudadano, como senador, como general, como hombre, en suma, de admirable prudencia, y adornado de todo género de virtudes. Las oraciones, para ser de aquel tiempo, no me parecen mal. Demuestran algún ingenio, aunque imperfecto y rudo. El elogio que hiciste de sus Orígenes, comparándolos con los escritos de Filisto y Tucídídes, ¿crees que ni Bruto ni yo podemos aprobarle ? ¿ Osas comparar con escritores que los Griegos mismos juzgaron inimitables, á un hombre Tusculano, que ni siquiera sospechaba aun lo que es abundancia y primor de estilo? ^¡¡¿.«Alabas á Galba: si como el mejor de aquella edad, estoy de acuerdo contigo, porque así lo hemos aprendido todos; pero si ensalzas su mérito en absoluto, toma sus oraciones, que existen aún, y di de buena fe si quisieras hablar ó escribir de aquel modo. Aplaudes las oraciones de Lópido: está bien si las alabas por antiguas, y lo mismo te digo de Escipion el Africano, y de Lelio, aunque estimas por superior á lodo la dulzura de sus oraciones. Quieres sin duda engañarnos con el nombre de un varón tan ilustre, y con las justísimas alabanzas de su gloriosa vida. Pero prescinde de esto y verás que ese estilo suyo tan dulce y decantado es tan rastrero, que apenas se puede tolerar. Sé que Carbón tuvo fama de orador, pero en esto, como en todo, pasa por bueno lo mediano, cuando no hay otra cosa mejor. «Lo mismo digo de los Gracos, aunque estoy conforme con algunas de las cosas que de ellos afirmas. Omito á los 312 . demás, y vengo á Craso y á Antonio, en quienes supones ya perfecta la elocuencia, y que fueron sin duda grandes oradores. Haces bien en elogiarlos, pero no tanto que digas que la oración de Craso en defensa de la ley Servilia, fué tu modelo, á la manera que Lisipo decia que lo habia sido de él el Boriphoro de Polycleto: esto es verdadera ironía, y no te diré por qué, para que no creas que te adulo. «Prescindo de todo lo demás que has dicho de Cota, de Sulpicio, de Celio y de los restantes. «Estos al cabo fueron oradores. Tu verás qué mérito tuvieron. Y no me cuido de que hayas enumerado á todos los operarios de este arte. De fijo que algunos querrían morirse, sólo porque los incluyeras en el número de los oradores.» jLA esto le contesté: «Largo razonamiento has empezado, Ático, y digno de tratarse en otro coloquio, que r e servaremos para mejor ocasión. Entonces hemos de recorrer los libros de Catón y de algún otro, para que te convenzas de que no falta en ellos ningún ornato ni ñor alguna, fuera de las postizas y contrahechas que se inventaron después. En cuanto al estilo de Craso, juzgo que quizá él mismo pudo escribir mejor, pero que ninguno otro hubiera podido hacerlo. Ni tengas por ironía el haber dicho yo que su oración me sirvió de modelo, aunque formes tan alto juicio de mis facultades oratorias, lo cierto es que, cuando jóvenes, no teníamos entre los Latinos ningún modelo mejor que imitar. Y si nombré á tantos, ya he dicho que fué para que se entendiera cuan pocos hubo dignos de memoria entre tantos como se arrojaron á hablar. No quisiera pasar por irónico, aunque el mismo Publio Escipion el Africano lo fué, según dice Fannio en su historia.
—Como quieras, dijo Ático. Yo no juzgaba impropia de tí una cualidad que tuvieron Escipion el Africano y Sócrates. DE LOS I L U S T R E S ORADORES. 313
—De esto hablaremos después, dijo Bruto mirándome. ¿Pero cuándo nos explicarás esas antiguas oraciones?
—Cuando estemos en Cumas ó en el Tusculano, puesto que en una y otra parle somos vecinos^Volvamos á nuestro asunto. 0 ^ » U o r t c n s i o , que habia llegado muy joven al foro, empezó muy pronto á encargarse de causas de importancia. Aunque sus principios coincidían con el esplendor de Cola y Sulpicio, y brillaban aún Craso y Antonio, Filipo y Julio, competía ventajosamente con cualquiera de ellos. Su memoria era tal, como yo no la he visto en ninguno otro; sin escribir nada, repetía palabra por palabra lo que en su casa habia pensado. Esta memoria prodigiosa le servía para recordar sus palabras y las de los adversarios, y todo género de documentos. Su afición al foro era ardentísima é incomparable; no se pasaba dia sin que hablase ó preparase algo, y á veces trabajaba en dos causas el mismo dia. Su oratoria nada tenía de vulgar, y entre otras introdujo dos cosas, que ningún otro habia usado: las divisiones de lo que iba á decir, y recapitulaciones de lo que se habia dicho en contra y de lo que él había respondido. Era elegante y espléndido en las palabras, fácil en la composición, discreto en los argumentos, y habia logrado todo esto á fuerza de ingenio y ejercicio. Recordaba bien las cosas, dividía con agudeza y no omitía casi nada de lo que en la causa podia ser útil para la confirmación ó la refutación. Su voz era dulce y sonora, el movimiento y el gesto tenían más arte que el que conviene á un orador. Mientras él florecía, Craso murió, Cota fué desterrado, los juicios se interrumpieron por la guerra, y yo me presenté en el foro. ^ «Hortensio estaba en la guerra, donde al segundo año le hicieron tribuno militar; Sulpicio y Marco Antonio eran lugartenientes; todo juicio se celebraba conforme á la ley Varia, porque las demás estaban interrumpidas á conse- 314 . cuencia de la guerra: no hablaban los principales oradores, como Lucio Memmio y Quinto Pompeyo, sino ciertos acusadores, al modo de Filipo, que tenian abundancia y vehemencia. Los demás que pasaban enlónees por principales eran magistrados, y cada dia teníamos ocasión de oirlos. Cayo Curion era tribuno de la plebe, y entonces callaba, desde que una vez le habia abandonado todo el auditorio. Quinto Mételo Céler no era orador, pero tampoco carecía de palabra. Eran disertos Qinto Vario, Cayo Carbón, Cneo Pomponio, pero éstos hablaban siempre en los Rostros. Cayo Julio, edil curul, pronunciaba cada dia ingeniosos discursos. Yo, que tantos deseos tenía de oír á todos, sentí gran pesar cuando fué desterrado Cota. A los demás los oia con frecuencia, escribiendo, leyendo y meditando sus disc.ursos, si bien nunca me contentaban del todo estos ejercicios oratorios. Al año siguiente fué condenado Quinto Vario, á consecuencia de su ley, y salió para el destierro. Yo entonces me dedicaba al derecho civil, bajo la dirección de Quinto Scévola, hijo de Publio, que aunque ho ejercía la enseñanza privada, respondía á las consultas de los estudiosos. Al año siguiente, en que fueron cónsules Sila y Pompeyo, tuve ocasión de conocer la oratoria de Publio Sulpicio, durante su tribunado. Por este tiempo, y á causa de la guerra de Mitrídates, tuvo que salir de su patria y refugiarse en Roma con otros Atenienses principales, Filón, jefe de la Academia, y yo me puse bajo su dirección, dedicándome con inusitado ardor al estudio de la filosofía, no sólo porque me deleitaba mucho la variedad y grandeza de las cesas que en ella se tratan, sino porque parecía que el foro habia enmudecidopara siempre. Sulpicio habia muerto aquel año, y sucesivamente habian perecido á hierro tres ilustres oradores: Quinto Cátulo, Marco Antonio y Cayo Julio. El mismo año empecé á oir las lecciones de Molón de Rodas, gran defensor de causas y maestro en el arte de bien decir. DE LOS I L U S T R E S ORADORES 315 ' 0 »Aunque todo esto parece impropio del asunto, lo he dicho para que Bruto sepa (porque tú, Ático, bien los coneces) los pasos que di siguiendo las huellas de Quinto Hortensio. «Tres años duró la paz, pero por muerte, destierro ó fuga de los oradores (pues aun los más jóvenes, como Marco Craso y los dos Léntulos, estaban ausentes), era Lénlulo el principal entre los que defendían causas, y cada dia lograba mayor aplauso Antistio. Pisón hablaba con frecuencia; Pomponio, monos; rara vez Carbón; una ó dos Filipo. Yo por este tiempo pasaba los días y las noches en el estudio. Vivia con el estoico Diodoto, que murió hace -poco tiempo en mi casa, donde casi siempre habia morado. Con él me ejercitaba en la dialéctica, que viene á ser una elocuencia breve y concisa, sin la cual tú mismo, Bruto, no crees posible alcanzar aquella perfecta elocuencia, que podemos llamar dialéctica amplificada. Con tal ahinco me dedicaba á esto maestro y á estas artes, que mngun dia me quedaba libre para ejercicios oratorios. De vez en cuando declamaba, ya con Marco Pisón, ya con Quinto Pompeyo, ya con algún otro, y lo hacía muchas veces en latin, pero más en griego, ya porque la lengua griega, como más rica, me daba primores y formas nuevas que aplicar á la latina, ya porque los maestros griegos no podían corregirme ni enseñarme, si no hablaba en griego. Vinieron después los tumultos para recuperar la libertad de la república, y la muerte cruel de tres oradores, Scévola, Carbón y Antistio, el regreso de Cota, Curion, Craso, los dos Léntulos y Pompeyo; la libertad restituida á los juicios y á las leyes. Sólo se echaba de menos en el número de los oradores á Pomponio, Censorino y Murena. Entonces yo, por vez primera, empecé á defender causas privadas y públicas, no para aprender en el foro, como hicieron muchos, sino para venir al foro, ya instruido. Por este tiempo era yo discípulo de Molón, que habia venido 316 . de embajador de los Rodios, siendo dictador Sila. Y tuvo tanto aplauso mi primera defensa pública, la de Sexto Roscio, que desde entonces no hubo causa ninguna de importancia que no se me encomendara. Yo trabajaba mis oraciones con el mayor esmero que podia. j «Y ya que queréis verme de cuerpo entero, os diré algunas cosas, quizá innecesarias. Tenía yo entonces un cuerpo flaco y débil, el cuello largo y delgado, lo cual parece indicar peligro para la vida, si á esto se agrega el trabajo y el esfuerzo de los pulmones. Y esto infundía tanto más temor á mis amigos, cuanto que yo hablaba con pocas pausas, sin variedad, en tono muy alto y con grandes esfuerzos de voz. Y exhortándome mis amigos y médicos á que me apartase del foro, preferí exponerme á cualquier peligro antes que renunciar ala gloria tan apetecida. Pero creyendo que con moderarme en la voz y con mudar de estilo podría evitar el peligro, determiné mudar de género, y este fué el motivo de mi viaje al Asia. Y habiéndome ejercitado por dos años en las causas, y siendo ya celebrado mi nombre en el foro, salí de Roma y me dirigí á Atenas. «Allí estuve seis meses con Antíoco, ilustre y prudentísimo maestro de la Academia antigua, y renové el estudio de la filosofía, nunca abandonado desde mi primera adolescencia. «También solia concurrir á la escuela de Demetrio el Sirio, viejo y no despreciable maestro de retórica. Después recorrí toda el Asia, oyendo á los más excelentes oradores, de los cuales era entonces el principal, á mi juicio» Menipo Eslratonicense, que merece contarse entre los áticos, si es que el estilo ático consiste en huir de vulgaridades ó insulseces. «Conmigo estaban casi siempre Dionisio Magnes, Esquilo Cnidio, Xenocles Adramyteno, que pasaban entonces en el Asia por los principales retóricos. Y no contento aún, me dirigí á Rodas á la escuela de Molón, á quien ya habia DE LOS I L U S T R E S O R A D O R E S . 317 oido en Roma, buen orador en causas verdaderas, y escritor excelente, sobre todo para notar y reprenderlos vicios y para instruir y enseñar. Él procuró (no sé si llegó á conseguirlo) corregirme de cierta redundancia y superfluidad juvenil, y encerrar el curso de mi dicción en su legitimo cauce. Dos años después estaba yo no sólo más instruido, sino también casi variado: ya no tenía que hacer aquellos esfuerzos de voz; mis pulmones habian cobrado fuerzas, y el gesto y adornan se habian modificado mucho, j ¿/"Sobresalían entonces dos oradores que despertaban en mí codicia de imitarlos, Cota y Hortensio: el primero, aunque propio en las palabras y diestro en la construcción de los períodos, era blando y remiso: el otro era elegante, agudo, y no como tú, oh Bruto, ya en su vejez le conociste, sino mucho más vehemente en la acción y en las palabras. Por eso quería yo más bien competir con Hortensio, que tenía un estilo más semejante al mió y era casi do mi edad. Yo habia visto que en las mismas causas en que Cota era el abogado principal, vg., la de Marco Canuleyo, y la del consular Cneo Dolabela, en que Cota era el abogado principal, brillaba, sin embargo, en primer termino Hortensio. Porque el concurso y estrepito del foro requiere un orador acre, fogoso, de voz sonora y poderoso en la acción. »Uii año después de haber vuelto del Asia tuve una defensa ruidosa, pretendiendo, yo la cuestura, Cota el consulado y Hortensio la edilidad. Yo tuve que ir de cuestor á Sicilia; Cota, durante su consulado, á las Galias: el principal de todos era Hortensio, y en tal concepto se le tenía. El año que volví de Sicilia, juzgué ya que mis facultades oratorias, cualesquiera que ellas fuesen, habian llegado á su perfección y madurez. Harto prolijo he sido en hablar de mí mismo: sírvanme de disculpa el que no ha sido por mostrar mi ingenio y elocuencia (de lo cual estoy muy l e jos), sino mi trabajo é industria. Habiéndome, pues, ejer- 318 . citado cerca de cinco años en muchas causas y con los principales abogados, tuve que entrar en lid con Hortensio, defendiendo yo á los Sicilianos contra Vérres. Hortensio era entóneos cónsul electo, y yo estaba designado edil. 3 «Pero como este discurso nuestro no se limita á la enumeración de los oradores, sino que requiere ciertos preceptos, veamos con verdad lo que hay que notar y advertir en Hortensio. «Después de su consulado, como veia que ninguno de los consulares era comparable con él, y despreciaba á los que no habían sido cónsules, interrumpió aquellos estudios, que desde niño habia profesado con tanto ahinco, y quiso vivir en la abundancia, más feliz (según él decia); á mi parecer, más ocioso y descuidado. i El primero, el segundo año y el tercero, fué quitando no poco color á sus antiguas pinturas, aunque esto no podia conocerlo cualquiera del pueblo, sino un juez inteligente y docto. Y luego fué decayendo tanto en las de mas partes de la elocuencia, sobre todo en la rapidez y en el enlace de las palabras, que cada dia iba siendo más desemejante de sí mismo. . »Yo, por el contrario, no dejaba de perfeccionar mi estilo, como quiera que él sea, con todo género de ejercicios, principalmente con el de escribir. En los años que siguieron á mí edilidad, fui elegido pretor con increíble voluntad del pueblo. Los ánimos estaban dispuestos en mi favor, tanto por la asiduidad en las causas como por el modo de decir escogido y nada vulgar- Nada diré de mí, pero de los otros oradores, nadie habia que hubiera estudiado con diligencia algo más que vulgar las buenas letras, que son la fuente de la perfecta elocuencia: nadie se habia dedicado á la filosofía, madre de todas las buenas acciones y de todas las frases felices: nadie conocía el derecho civil, tan necesario para las causas privadas: nadie la historia romana, para poder invocar como testigos á los DE LOS I L U S T R E S ORADORES 319 héroes ya difuntos: nadie conocía el arte de ir estrechando breve y agudamente al adversario, ni de hacer pasar el ánimo de los jueces de la severidad á la risa: nadie sabía amplificar ni dar á las cuestiones particulares en que hay designación de persona y tiempo, el interés de una cuestión universal: nadie amenizaba la causa con digresiones: nadie sabía mover á indignación á los jueces ni arrancarles el llanto: nadie gobernar á su albedrío los ánimos: verdadero triunfo del orador. j¿f «Cuando Hortensio estaba ya casi oscurecido, fui elegido yo cónsul, seis años después de su consulado, y entonces volvió él á sus antiguos estudios, para que siendo iguales en honor, no fuésemos desiguales en mérito. Así, doce años después de mi consulado, nos ejercitamos los dos en las causas más señaladas, viviendo siempre en grande amistad y armonía, porque yo le tenía por superior á mí, y él de mí juzgaba lo mismo, y se habia convertido en grande admirador de los. hechos de mi consulado, que al principio le habia sido algo molesto/Bien p j conocerse lo que uno y otro éramos, poco antes de que el estruendo de las armas hiciese enmudecer del todo este nuestro estudio. Cuando la ley de Pompeyo concedia sólo tres horas para hablar, y todos los dias veníamos á defender causas nuevas aunque muy semejantes entre sí, tú también, Bruto, tomaste en ellas parto y defendiste muchas, ya solo, ya con nosotros. Hortensio habia empezado su práctica forense diez años antes que tú nacieras, y todavía á los sesenta y cuatro años, muy pocos días antes que su muer^te, defendió contigo á tu suegro Apio. U ( 0 «Cuál fué el estilo de uno y otro, nuestras oraciones lo dirán á los venideros. Pero si se pregunta por qué Hortensio brilló más en su juventud que en su vejez, podrán alegarse dos causas principales: 1 . Que su estilo era asiático, más propio de la adolescencia que de la senectud. Dos géneros hay de estilo asiático: uno sentencioso y agudo, de a 320 . sentencias no tan graves y severas como elegantes y graciosas. Así era en la historia Timeo: así eran en la oratoria Hiérocles Alabandeo y su hermano Menéeles, cuyas oraciones son de las mejores dentro del género asiático. El otro estilo no se distingue tanto por lo copioso de las sentencias como por el fácil y arrebatado curso de las palabras. Tal es el estilo que hoy domina en toda el Asia, y el que seguían Esquilo Cnidio y mi contemporáneo Esquines do Mileto. En éstos el curso de la oración era admirable, pero no lo eran las sentencias. Ya he dicho que estos géneros son propios de la juventud, y no tienen gravedad en los viejos. Así Hortensio, que se distinguía en uno y otro, arrancaba estrepitosos clamores cuando joven. Tenía la misma afición que Menéeles á las sentencias, aunque fuesen á veces más elegantes y graciosas que necesarias y útiles. Sus discursos eran al mismo tiempo arrebatados y vibrantes, cultos y agudos; no gustaban de ellos los viejos, y yo vi muchas veces reirse de ellos y aun enfadarse á Filipo, pero los admiraban los jóvenes, y la multitud se conmovía. > > A juicio del vulgo, tenía cuando joven la primacía. Y aunque su estilo no fuera muy severo, parecía propio de su edad, y como brillaba su ingenio donde quiera, y era perfecta la construcción de los períodos, excitaba admiración suma. Pero cuando ya los honores que había obtenido y su autoridad de anciano requerían algo más grave, persistió inoportunamente en el mismo estilo, y abandonando el ejercicio y el estudio, que en él habia sido grande, conservó la riqueza de sentencias, pero no aquella elegancia de dicción con que antes lo adornaba todo. «Por eso, Bruto, te agradó quizá menos que te hubiera agradado si le hubieses conocido en el apogeo de sus facultades. (ff
—Comprendo lo que afirmas, respondió Bruto, y siempre tuve por grande orador á Hortensio, sobretodo cuando hizo, en ausencia tuya, la defensa de Mésala. DE LOS ILUSTRES ORADORES. 321
—Así lo cuentan, y así lo declara á cada paso aquella oración. Él floreció desde el consulado de Craso y Scévola hasta el de Paulo y Marcelo: yo desde el dictador Sila hasta los mismos cónsules. La muerte hizo enmudecer la voz de 0_. Hortensio; la calamidad pública la mia.
—No hagamos tan tristes predicciones, dijo Bruto.
—Sea como quieras, y esto no tanto por mi causa como por la tuya. ¡Feliz Hortensio, que murió antes de ver cumplidas las cosas que habia predicho! Muchas veces deploramos juntos las calamidades que se acercaban, cuando veíamos las causas de la guerra civil en las ambiciones dé los particulares, y ninguna esperanza de paz en las instituciones públicas. La felicidad que le acompañó siempre, le mató á tiempo para que no viera estas miserias. «Nosotros, Bruto, ya que después de la muerte de Hortensio hemos venido á quedar como únicos tutores de la huérfana elocuencia, guardémosla en casa con liberal custodia y religioso respeto, y alejemos de ella a esos desconocidos é impudentes amadores, y defendamos de sus ímpetus á la casta y ya adulta virgen. Y aunque siento haber entrado en el camino de la vida demasiado tarde, sumergiéndome, antes de morir, en esta oscura noche de la república, vivo, sin embargo, con las esperanzas que tú, Bruto, me diste en tu dulcísima carta, donde me exhortabas á tener buen ánimo y fortaleza, puesto que habia hecho ya tales cosas que, aunque yo callase, hablarían por mí, y vivirían después de mi muerte. • > • «Perc cuando me acuerdo de tí, Bruto, crece mi dolor, al ver que en medio de los laureles de la juventud se ha visto atropellada tu cuadriga por esta adversa fortuna de la república. Esto es lo que más me angustia, y también á nuestro Ático, partícipe de mi amor y estimación hacia tí. Mucho te amamos: mucho es nuestro deseo de ver premiadas tus virtudes y de que puedas renovar y hacer aún más ilustre la memoria de dos esclarecidos linajes. El foro TOMO I I . 21 322 . era tu campo de batalla: tú eras el único que á él habia llegado, no sólo después de asiduos ejercicios oratorios, sino juntando á la elocuencia todo el esplendor de las virtudes, y enriquecido con todo linaje de ciencias y disciplinas. Dos cosas me angustian: que carezcas tú de la república, y la república de tí. Pero aunque oprima el curso de tu ingenio esta importuna calamidad civil, enciérrate en tus perennes estudios, y sigue la senda que has comenzado para no verte confundido con la turba de abogados de que aquí he hecho mérito. Ni esto sería digno de tí, adornado de tan copiosa enseñanza, la cual fuiste á buscar á Atenas, morada y templo de las arles. ¿Para qué te ejercitó Pammenes, varón el más elocuente de Grecia, y aquel Antisto, huésped y familiar mió, heredero de la Academia antigua, sino para que fueras desemejante del vulgo de los oradores? ¿No vemos que apenas ha habido en cada época dos oradores tolerables? Galba sobresalió entre todos sus contemporáneos. El mismo Catón, el anciano, reconocía su superioridad, y lo mismo Lópido y Carbón, que eran más jóvenes. Los Graeos usaban un estilo más libre y fácil, pero en su tiempo todavía no llegó á madurez la elocuencia. Todavía florecieron después Antonio, Craso, Cola, Sulpicio, Hortensio, y yo mismo, si merezco ser comprendido en el número.» E L A O R A D O R . B R U T O M A R C O EL Á ORADOR. B R U T O . MARCO Mucho he dudado, Bruto, si era más difícil negarte lo que tantas veces me pediste 6 hacer lo que me rogabas. El negarme á quien tanto quiero y que tanto me ama, especialmente en una petición tan justa, me era muy duro, y el tomar á mi cargo una cosa tan importante que nc sólo era difícil conseguir, sino abarcar con el pensamiento, me parecía digno de incurrir en la reprensión de los varones doctos y prudentes. Habiendo entre los buenos oradores tanta desemejanza, ¿quién podrá juzgar cuál es el mejor estilo y manera de decir? Pero ya que tanto me lo ruegas, lo intentaré, no con la esperanza de llevarlo á cabo, sino con la voluntad de probarlo. Más quiero que me acuses de falta de prudencia porque he accedido á tus deseos, que de falta de benevolencia porque no lo he hecho. Muchas veces me has preguntado qué género de elocuencia me agrada más y cuál me parece el más perfecto y acabado, en términos que nada pueda añadírsele. Pero temo que si hago lo que deseas, y trazo la imagen del orador que buscas, retarde los estudios de muchos que, perdiendo toda esperanza, no querrán intentar lo que des- 326 . confian de poder conseguir. Pero necesario es que lo prueben todo los que se arrojan á grandes y difíciles empresas. • Y si á alguno le faltare disposición natural ó condiciones de ingenio, ó estuviere poco instruido en las artes liberales, siga, no obstante la carrera, hasta donde pueda. Aunque siempre se desea el primer lugar, no es vergonzoso quedarse en el segundo ó en el tercero. Entre los poetas (limitándome ahora á los griegos), no sólo hay lugarpara Homero, para Arquíloco, Sófocles ó Píndaro, sino para los segundos después da éstos, y aun para los inferiores después de los segundos. Ni á Aristóteles le apartó de escribir de filosofía el amplio estilo de Platón, ni el mismo Aristóteles, á pesar de su admirable ciencia y riqueza de conocimientos, atajó los estudios de los que vinieron después. ^ Y no sólo acontece esto en las más altas especulaciones y en las artes superiores, sino que lo mismo sucede con los artífices, aunque no logren imitar la hermosura del Yaliso de Rodas ó de la Venus de Cos. Ni el simulacro de Júpiter Olímpico, ni la estatua del Doriforo, fueron parte á que otros dejasen de probar hasta dónde podrían llegar sus fuerzas, y hubo tantos escultores, y de tanto mérito cada uno en su género, que admirando lo perfecto, no dejamos por eso de aplaudir lo inferior. De los oradores griegos es de admirar cuánto sobresale uno entre todos los restantes. Este es Demóstenes; pero antes de el hubo muchos é ilustres oradores, y después tampoco faltaron. No hay razón para que se pierda la esperanza ó para que desmayen en el trabajo los que se han dedicado al estudio de la elocuencia. Ni ha de desesperarse de la perfección misma, porque en casos tan difíciles, todavía es buen lugar el que estácerca del primero. Yo me propongo hacer un orador como quizá no le hubo nunca; no busco el orador que ha existido, sino la idea.de la perfección suma, que no sé si se ha logrado todavía en el conjunto del discurso, por más que. EL ORADOR. 327 brille en algunas partes con más ó menos frecuencia ó rareza. Creo que nada hay tan hermoso en ningún género que no ceda su hermosura á aquella idea de que es imagen y que no puede percibirse ni por los ojos, ni por los oidos,. ni por ningún sentido, sino sólo por el pensamiento y la inteligencia. Todavía podemos concebir estatuas más perfectas que las de Fidias, aunque sean éstas las más acabadas que en su género hemos visto, y pinturas más hermosas que las que nombré antes. Y por eso aquel artífice, cuando hacía la estatua de Jove ó de Minerva, no contemplaba ningún modelo del cual tomase la semejanza, sino que habitaba en su mente un admirable dechado de perfección, á cuya semejanza, y sin apartar de ella los ojos, dirigía su arte y su mano. Así como en las formas y en las figuras hay algo perfecto y excelente que sirve de regla para imitar y juzgar los objetos visibles, así llevamos en la mente la idea de la perfecta elocuencia, y con los oidos buscamos su imagen.
— A estas formas de las cosas llama ideas aquel sapientísimo autor y maestro no sólo de filosofía, sino de elocuencia, Platón, y dice que nunca nacieron, y que son eternas y están contenidas en la razón y en la inteligencia, y que todo lo demás nace, muere, corre, se desliza y nunca permanece en el mismo ser y estado. Cualquiera que sea la materia de que se dispute, ha de referirse siempre á la última forma y especie de su genero. Pero veo que este preámbulo mió no está tomado de las disputas oratorias, sino de lo más hondo de la filosofía, y tanto por antigua como por oscura ha de merecer reprensión ó á lo menos admiración de'parte de muchos. Se admirarán algunos diciendo que esto no pertenece al asunto de que tratamos; pero ya les desengañará la cosa misma, y comprenderán por qué hemos traído de tan lejos el principio. Otros nos reprenderán porque abrimos inusitadas vias y dejamos las comunes y trilladas. Yo, sin embargo, creo decir cosas Q 328 . nuevas cuando repito las antiguas y ya desconocidas para muchos, y confieso que como orador (si es que lo soy), y sea cualquiera el valor de mi oratoria, no he salido de las oficinas de los retóricos, sino de los jardines de la Academia. En todo lo que allí se dice se ve todavía impresa la huella de Platón; su doctrina y la de los demás filósofos inflaman y ayudan mucho al orador. Ellos agotaron, digámoslo así, toda la riqueza y descuajaron toda la selva oratoria; pero dejaron las causas forenses para musas más agrestes y menos cultas, como ellos mismos solian decir. Así la elocuencia forense, despreciada y repudiada por los filósofos, careció de muchos y grandes auxilios; mas con el ornato de palabras y sentencias, logró aplausos entre el pueblo y no temió el juicio y reprensión de unos pocos. Así á los doctos faltó la elocuencia popular, y á los disertos la elegante doctrina. J~f Establezcamos ante todo (y esto se entenderá mejor después) que sin la filosofía nadie puede ser elocuente; no porque en la filosofía se encuentre todo, sino porque ayuda al orador como la palestra al histrión, si es lícito comparar las cosas pequeñas con las grandes. Sin la filosofía, nadie puede discurrir ni hablar de grandes y variadas cosas con extensión y abundancia. Por eso en el Fedro de Platón dice Sócrates que Feríeles aventajó á los demás oradores, por haber sido oyente del físico Anaxágoras, del cual aprendió muchas y excelentes cosas, y en cuya escuela adquirió riqueza, fecundidad y buen gusto en el estilo, lo cual es el pricipal mérito de la elocuencia, y el arte de atraer los ánimos á donde quería. Lo mismo puede decirse de Demóstenes, pues vemos por sus epístolas que fué asiduo discípulo de Platón. Y en verdad que sin la ciencia de los filósofos no podemos distinguir el género y la especie de cada cosa, ni definirla, ni EL ORADOR. 329 dividirla, ni separar lo verdadero de lo falso, ni rechazar lo inconsecuente, repugnante y ambiguo. ¿Y qué diré del estudio de la naturaleza, que tantos tesoros proporciona al discurso? ¿Qué puede saberse de la vida, de los deberes, de la virtud, de las costumbres, sin un grande estudio de la filosofía? J) A todo esto se han de añadir innumerables ornatos de dicción, que antes enseñaban sólo los filósofos. De aquí que nadie consiga la verdadera y absoluta elocuencia, porque una es la ciencia del razonar y otra la del bien decir, y unos buscan la doctrina de las cosas y otros la de las palabras. Así Marco Antonio, á quien nuestros padres concedieron la palma de la elocuencia, varón de ingenio muy agudo y prudente, dícenos en el único libro que nos dejó, que habia visto muchos oradores disertos, pero ninguno elocuente. Y es que habia en su entendimiento un modelo de elocuencia que veia con los ojos del alma, pero no en el mundo real. Aquel varón de tan extremado ingenio echaba de m e nos muchas cualidades en sí y en los otros, y no veia á nadie á quien con justicia pudiera llamar elocuente. Y si no so tuvo por elocuente á sí propio, ni tuvo á Lucio Craso, es porque habia concebido una forma de la elocuencia á la cual nada faltaba y en la cual no podia incluir á los que carecían de alguna ó de muchas cualidades. Investiguemos, pues, Bruto, quién era ese orador que nunca vio Antonio, y que quizá no existió nunca, y si no podemos imitarle y expresar su imagen, porque esto, según él decia, solo á Dios está concedido, podremos decir á lo menos cómo debe ser este orador perfecto.^res son los principales estilos, y en cada uno de ellos han florecido insignes oradores; pero muy pocos han descollado por igual en todos, que es lo que buscamos. Ha habido oradores grandilocuentes, fogosos, variados, graves, ricos y majestuosos en las palabras, hábiles para conmover y arrastrar los áni- 330 . mos; otros, dentro del mismo estilo, han sido ásperos, tristes, hórridos, y sin corrección ni acabamiento; otros, en el estilo sencillo se han mostrado agudos, lúcidos, más atentos á la claridad que á la magnificencia, limados, sutiles y tersos en el estilo. Y, por el contrario, en el mismo género donde ellos habian puesto gracia, viveza y sencillos ornatos, otros han sido incultos, aunque hábiles, y han querido de intento hablar como la gente ruda é imperita. Hay un estilo medio y templado, que no tiene la agudeza del segundo ni los rayos del primero, sino que participa de los dos, ó más bien, si buscamos lo cierto, difiere mucho de uno y otro. Unas veces fluye apaciblemente mostrando sólo facilidad y llaneza; otras veces añade á la oración ligeros adornos de palabras y sentenciasU-Los que en cada uno de estos géneros han conseguido ía perfección, tienen gran fama entre los oradores. Investiguemos ahora si han logrado lo que deseaban. Vemos á algunos que han sabido hablar con ornato y majestad, y al mismo tiempo aguda y sutilmente. ¡Ojalá que entre los Latinos pudiésemos encontrar este género de oradores! Gran cosa sería no tener que buscar ejemplos extraños, sino contentarnos con los propios. Pero yo, que en el diálogo Bruto he concedido tanto á los Latinos, ya por amor á los nuestros, ya por alentarlos, me acuerdo que sobre todos pongo a Demóstenes, por haber sabido acomodar su elocuencia á la idea de perfección que yo tengo, y á la que en otros he visto y conocido. Nunca ha habido ninguno más grave, ni más ingenioso, ni más templado. Y por eso debo advertir á los que por el desaliño de su estilo quieren ser llamados áticos, ó pretenden hablar áticamente, que admiren este dechado de perfección, el cual fué más ático que la misma Atenas. Aprendan en él lo que es estilo ático, y midan la elocuencia por las fuerzas de Demóstenes, y no por su propia debilidad. Ahora EL ORADOR. 331 cada uno alaba tan sólo lo que tiene esperanza de poder imitar. Sin embargo, no juzgo inoportuno para los que tienen grande estudio, pero juicio poco firme, explicar en qué consiste el mérito propio de los áticos. ^ Siempre fué norma del estilo de los oradores la cultura de los oyentes. Todos los que quieren ser alabados, tienen en cuenta la voluntad del auditorio, y á ella y á su arbitrio y gusto lo amoldan todo. Asi la Caria, la Frigia y la Misia, por ser menos cultas y elegantes, adoptaron cierto género de dicción abundante, aunque pingüe y craso, el cual nunca aceptaron sus vecinos los Rodios (separados de ellos por tan poco espacio do mar), ni los Griegos mucho menos, y que los Atenienses rechazaron del todo, porque su recto y seguro criterio no les permitía oir nada que no fuera elegante y severo. Esclavo de este respeto el orador, no se atrevía á usar ninguna palabra insolente ni odiosa. Por eso aquel de quien decimos que se aventajó á lodos los restantes, en su admirable discurso en defensa de Tesifon empieza en tono muy sencillo; después se va animando al hablar de las leyes, y finalmente, cuando ve á los jueces conmovidos, procede con ardorosa elocuencia. Y sin embargo, en este mismo orador que pesaba tan bien el valor de todas las palabras, reprende y censura Esquines algunas cosas, y las tiene por duras é intolerables. Y al llamarle bestia, parece dudar si aquellas palabras son monstruosas; de suerte que, en concepto de Esquines, ni el mismo Demóstenes fué verdaderamente ático. Fácil es notar alguna palabra demasiado vehemente (digámoslo así) y burlarse de olla cuando ya está apagado el incendio en los ánimos. ¿De qué modo se hubiera tolerado en Atenas á un Misio ó á un Frigio, cuando hallaban que reprender en el mismo Demóstenes? ¿Quién hubiera podido sufrir al que comenzase á hablar á la manera de los asiáticos, con voz indignada y aullante? 232 . f Han de, llamarse, pues, áticos los que en el decir se acomodan á los oidos severos y ejercitados de los Áticos. Yhay muchos géneros de aticismo,aunque éstos imitadores sólo saben la existencia de uno. Se equivocan en creer que es solo; no se equivocan en creer que es ático. Ajuicio de éstos, si solo el estilo que ellos ensalzan fuese ático, no lo hubiera sido el mismo Pericles, á quien sin controversia otorgaban todos la primacía. Si se hubiera contentado con el estilo sencillo, nunca hubiera podido decir de él el poeta Aristófanes que tronaba, relampagueaba y confundía la Grecia. Sea en buen hora ático el elegante y cultísimo Lisias. ¿Quién lo puede negar? Pero entendemos que el aticismo de Lisias no consiste en ser sencillo y poco adornado, sino en no tener palabra alguna desusada ó impropia. El hablar con ornato, majestad y abundancia será también ático, ó no lo serán ni Esquines ni Demóstenes. Algunos hay que se dicen imitadores de Tucídides: nuevo é inaudito género de ignorancia, porque al menos los que siguen á Lisias, siguen á un abogado, no por cierto arrebatado ni grandilocuente, sino elegante y agudo, y tal que en las causas forenses puede ser buen modelo. Pero Tucídides narra las batallas y demás hechos militares y políticos con admirable estilo ciertamente, pero que ninguna aplicación tiene á la práctica forense ó al juicio público. Sus mismos discursos tienen muchas sentencias oscuras y recónditas que apenas se entienden, lo cual es vicio grande en un orador civil. ¿No sería un absurdo en los hombres que, después de inventado el alimento, comiesen todavía bellotas? ¿Pudo perfeccionarse el alimento, y no habrán podido los Atenienses perfeccionar el discurso? ¿Quién de los retóricos griegos aprendió nada de Tucídides? Y sin embargo le alaban todos, lo confieso; pero le alaban como expositor prudente, severo y grave de las cosas; no como orador judicial, sino como narrador de historias y de guerras. Por eso ni aun le cuen- EL ORADOR. 333 tan en el número de los oradores. No quiero decir con esto que su nombre no viviría aunque no hubiese escrito historia, porque siempre hubiera sido notable y celebrado personaje. Nadie imita su gravedad de palabras y sentencias; pero hay algunos que apenas han dicho cuatro frases mutiladas é incoherentes, como pudieran hacerlo sin maestro, ya se creen hermanos de Tucídides. No falta asimismo quien pretenda imitar á Jenofonte, cuyo estilo es más dulce que la miel, pero muy apartado del estrépito forense.^olvamos á la materia empezada, y hablemos de esa elocuencia perfecta que en nadie pudo encontrar Antonio. Obra grande y difícil acometemos, Bruto; pero nada hay difícil para el amor que tengo y tuve siempre á tu ingenio, estudios y costumbres. Cada dia me enciendo más, no sólo en el deseo de verte y disfrutar de tu doctísima conversación, sino también con la admirable fama de tus increíbles virtudes, que, diversas en especie, se unen con el lazo de la prudencia. ¿Qué cosas hay más apartadas entre sí que la severidad y la cortesanía? ¿Y quién es á la vez más severo y más dulce que tú? ¿Qué cosa hay más difícil que ser amado por todos cuando se juzgan controversias de muchos? Y tú consigues dejar contentos á los mismos contra quienes sentencias. De suerte que, no haciendo nada por gracia, resulta agradable todo lo que haces. Por eso de todas las tierras sólo la Galia es la que no participa hoy del común incendio. ¿Y cuánto no es de estimar el que, en medio de las mayores ocupaciones, nunca interrumpes los estudios y siempre escribes algo ó me convidas á escribir? Por eso he comenzado este libro apenas acabé la defensa de Catón, la cual nunca hubiera emprendido por ser estos tiempos tan enemigos de la virtud, si tú no me hubieras exhortado y su sagrada memoria no me diera voces, pareciéndome nefando desoirías. Pero testifico que, á rué- 33-4 . gos tuyos y contra mi voluntad, me he arrojado á escribir esto. Quiero compartir contigo este crimen, para que, si no'puedo defenderme de la acusación, sea tuya la culpa de haberme impuesto tan pesada carga, mia la de haberla aceptado. Así podré disculpar el error de mi juicio con el mérito de haberme dado tú este encargo. '/ En todas las cosas es muy difícil exponer la forma, ó como dicen los Griegos, el carácter de lo perfecto, porque á unos les parece perfecta una cosa y á otros otra. A mí me deleita Ennio, dice uno, porque no se aparta del común modo de hablar; á mí Pacuvio, responde otro, porque todos sus versos son cultos y bien trabajados, al paso que el otro tiene muchas negligencias. Otros preferirán á Accio, porque los juicios son varios, lo mismo entre los bárbaros que entre los Griegos, ni es fácil explicar cuál es la mejor de las formas. En la pintura, á unos agrada lo horrible, inculto y opaco; á otros lo terso, alegre y brillante. ¿Cómo se ha de encontrar un precepto ó una fórmula común, cuando cada uno es excelente en su género, y los géneros son tantos? Este temor no me ha retraído, sin embargo, de mi intento, porque creo que en todas las cosas hay un grado de perfección aunque esté oculto, y que de él puede juzgar todo el que sea inteligente. Pero como son tantos y tan diversos los géneros del discurso, y no se pueden reducir todos á una forma, prescindiré ahora de las alabanzas y vituperios, de las suasorias y de otros escritos semejantes: vg., del Panegírico de Isócrates y otras muchas obras de los sofistas, y de todos los demás géneros que nada tienen que ver con la controversia forense, por ejemplo, el que los- Griegos llaman epidíctico, que sirve sólo para la recreación y deleite. Y no prescindo de estos géneros porque sean despreciables, antes creo que con ellos puede educarse el orador que vamos formando. ' EL ORADOR. 335 jQ^A&í adquirirá copia de palabras y se ejercitará en su construcción, y podrá usar con más libertad del número y ritmorAlli se permite más la excesiva sutileza en las sentencias y se concede mayor artificio en las palabras, y este artificio nó oculto y disimulado, sino claro y patente, de suene que las palabras respondan unas á otras, y peleen entre si, y terminen de igual modo y con el mismo sonido los extremos de la cláusula; todo lo cual, en una causa verdadera hacemos más rara vez y con más disimulo. ¡Sócrates confiesa haber buscado de intento esa armonía en el Panatemico, porque no habia escrito para convencer á los jueces, sino para deleitar los oidos. Dicen que en tratar esto fueron los primeros Trasímaco Calcedonio y Gorgias Leontino, y después Teodoro de Bizancio y muchos otros, á quienes Sócrates en el Fedro llama logodédalos: en todos los cuales hay muchas cosas agudas, pero demasiado pueriles, afectadas y que parecen versecillos. Por eso son más admirables Hcrodoto y Tucídides, que habiendo florecido al mismo tiempo que los antes nombrados, distan tanto de esas delicias, ó mejor dicho, ¡nepcias. El uno fluye como un rio tranquilo y sin ningún tropiezo; el otro es más arrebatado, y entona, digámoslo asi, un canto guerrero: entrambos, como dice Teofrasto, fueron los primeros en dar brío á la historia y hacerla más copiosa y elocuente que la habian hecho los anteriores. i 3 Sucedió á éstos Isócrates, á quien entre todos los de su género me habrás oido elogiar siempre, no sin alguna repugnancia tuya, Bruto; pero fíjate bien en lo que de él alabo. Pareciéndole demasiado concisos Trasímaco y Gorgias, que fueron los primeros en enlazar con algún arte las palabras, y encontrando á Tucídides harto duro y no bastante rotundo, digámoslo así, fué el primero en dilatar y henchir con palabras y blando número las sentencias. Y habiendo instruido á los que, parte en el decir, parte en el escribir, sobresalieron, su casa fué considerada como una 336 . oficina de elocuencia. Y así como yo, cuando nuestro Catón me alababa, sufría con paciencia que los demás me reprendiesen; así parece que Isócrates, contento con el aplauso de Platón, despreciaba el juicio de todos los restantes. Acuérdate de lo que en la última página del Fedro dice Sócrates: «Oh Fedro, todavía es joven Isócrates, pero quiero decirte lo que de él auguro. Su ingenio me parece mayor que el que resplandece en las oraciones de Lisias. Su propensión á la virtud es todavía mayor, y no será de admirar que, adelantando en años, venza en el mismo gé.nero á que ahora se dedica, no sólo á los jóvenes, sino á todos los que alguna vez han compuesto discursos; ó si no se contenta con esto, arrebatado por un divino impulso, apetezca cosas todavía mayores. En el entendimiento de este hombre hay una filosofía natural é ingénita.» Esto predijo Sócrates de él, cuando todavía era joven. Esto escribió de él Platón, perpetuo enemigo de todos los retóricos, y lo escribió cuando ya Isócrates habia llegado á la vejez. Los que no gustan de Isócrates, consiéntanme errar en compañía de Sócrates y de Platón. El estilo dulce, suelto y afluente, agudo en sentencias, resonante de palabras, es propio del género epidíctico y de los sofistas, más acomodado á la pompa que á la pelea, útil para el gimnasio y la palestra, pero excluido del foro. Mas como la elocuencia educada con este alimento va tomando después color y fuerza, no me ha parecido inoportuno tratar de estas niñeces del orador. Esto por lo que toca á los juegos y á la pompa: vengamos ahora á la lid y á la batalla. //^ Dijimos que en el orador habia que considerar tres cosas: lo que dice, cómo lo dice, y cuándo. Expliquemos cuál es lo más excelente en cada género, pero de manera algo diversa de como suele enseñarse en los tratados del arte. No pondré ningún precepto, ni es este mi propósito, pero declararé la idea y forma de la más excelente elocuencia, EL ORADOR. 337 sin decir cómo se adquiere, sino cómo la entiendo y concibo. De los dos primeros puntos trataré con brevedad, porque propiamente no estriba en ellos la gloria del orador, aunque sean necesarios y comunes á muchos. La invención, y el escoger lo que se va á decir, es mas propio de la prudencia que de la elocuencia. ¿Y en qué causa puede faltar la prudencia? Conozca, pues, el orador que ya suponemos perfectas las fuentes de los argumentos y razones. Porque en toda controversia ó disputa se pregunta si es, ó qué es, ó cómo es. A la pregunta si es, se responde con los signos; á la pregunta qué es, con las definiciones; y a la de cómo es, con las calificaciones de bueno ó malo; para usar de las cuales, debe el orador, (no el vulgar, sino el excelente) no reducir, siempre que pueda, la controversia á particulares personas y tiempos. Más ancho campo ofrece el disputar sobre el género que sobre la parte, y lo que se prueba en general queda probado en particular. Esta cuestión particular, reducida á general, se llama tesis. En esta ejercitaba Aristóteles á los jóvenes, no disertando asiduamente al modo de los filósofos, sino defendiendo entrambas partes con ornato y abundancia, y él mismo indicó ciertos lugares ó notas de los argumentos para defender una y otra parte. ' 5 Fácilmente podrá nuestro orador, que no ha de ser ningún declamador de escuela ni rábula de foro, sino el más docto y perfecto de los oradores posibles, recorrer todos los lugares comunes, usarlos oportunamente, y aprender de dónde emanan. No prodigará toda esta riqueza, sino que hará uso de ella con elección y parsimonia, porque no siempre y en todas las causas convienen los mismos argumentos. El juicio dirigirá, no sólo la intención, sino también la elección. Nada hay más feraz que los ingenios, sobre todo cuando han recibido algún cultivo. Pero así como las mieses fecundas y ricas no sólo producen espiTOMO II. 338 . gas, sino también hierbas muy dañosas á la cosecha, así también de los argumentos hay que descartar muchas cosas pueriles, ó ajenas á la causa, ó inútiles: en lo cual está el juicio y discreción del orador. De otra suerte, ¿cómo ha de insistir en los argumentos que tienen realmente fuerza? ¿Cómo ha de suavizar lo duro ú ocultar lo que no puede destruir? ¿Cómo ha de conmover ó regir á su arbitrio los ánimos, ó presentar un argumento que parezca más probable que el más fuerte de los argumentos contrarios? Y una vez hallado lo que va á decir, ¿cómo lo colocará? Porque este era el segundo punto de los tres. Espléndido vestíbulo y entrada para la causa es el apoderarse de los ánimos en la primera agresión, debilitando y destruyendo las pruebas contrarias, y colocando algunos de los argumentos más firmes al principio, otros al fin, é interpolados con ellos los más leves. Esto baste sobre las dos primeras partes. Y'a he dicho que, aunque sean de grande importancia, requieren menos arte y trabajo que la tercera>|Una vez hallado lo que se va á decir, y cuándo, resta saber cómo se dice. Solia afirmar nuestro Carneades que Clitómaco decia siempre las mismas cosas, y que Cármadas las decia siempre del mismo modo. Y si en la filosofía, donde se atiende á las cosas y no á las palabras, importa tanto el modo de decir, ¿qué sucederá en las causas, donde todo consiste en las palabras? Según infiero de tus cartas, Bruto, lo que deseas saber de mí, no es á quién tengo por perfecto orador en la invención y en la colocación, sino qué género de oratoria me parece preferible. Cosa difícil, oh Dioses inmortales, por no decir la más difícil [de todas. Pues siendo la palabra tan blanda y flexible que se la puede llevar á donde uno quiera, sin embargo, la variedad de costumbres y caracteres crearon muchos géneros y estilos diversos entre sí. Unos gustan del arrebatado rio de las palabras, y EL ORADOR. 339 ponen en la rapidez el mérito de la elocuencia; á otros agradan los largos períodos y las dilatadas pausas. ¿Qué cosas puede haber más distintas? Y, no obstante, cada una puede ser excelente en su género. Trabajan otros en un estilo llano é igual, y en un puro y candido modo de decir. Algunos afectan dureza y severidad en las palabras, y dan á la oración un aire de tristeza. ~En suma, la división que antes hicimos del estilo, en grave, humilde y templado, es aplicable á los oradores, porque los hay de tantas clases, cuantos son los mismos estiloájOf ya que he comenzado á satisfacer ampliamente lo que me pedias, pues preguntándome tú solamente de la elocución, te he hablado además, aunque brevemente, de la invención y de la disposición, diré ahora algo de la acción, para que así no quede omitida ninguna parte, exceptuando la memoria, de la cual se habla en muchos tratados. En la acción y en la elocución estriba el modo de decir las cosas. Es la acción una cierta elocuencia del cuerpo, como que consta de voz y movimiento. Las inflexiones de la voz son tantas como los afectos del ánimo. Por eso el perfecto orador, cuando quiera mostrarse apasionado y conmover el ánimo de los oyentes, escogerá un tono que responda bien á la pasión. De esto podría decir mucho si fuera ocasión ó tú me lo preguntaras. Diria también algo del gesto y del ademan. Es increíble cuánto importa el buen empleo de estos recursos al orador, hasta tal punto que los niños, por sólo el mérito de la acción, lograron muchas veces el fruto de la elocuencia, al paso que muchos oradores elocuentes parecieron niños, por faltarles el gesto y ademan; de suerte que no sin causa concedió Demóstenes el primero, segundo y tercer lugar á la acejon. Sin acción no hay elocuencia; y la acción tiene, por sí sola, y sin el auxilio de la palabra, extraordinaria fuerza. •"jr-EI que aspire, pues, á la perfección oratoria, diga con to.no espantado y misterioso jas cosas atroces, con voz blanda 340 . y suave las sencillas, con dignidad y reposo las graves,, y en humilde y quejumbroso estilo las dolorosas. Admirable es la naturaleza de la voz humana, que con tres tonos, agudo, grave y circunflejo, produce tanta y tan agradable variedad en el canto. Hay en el decir un tono más oscuro, no el de los retóricos de Frigia y Caria, que es casi una canturía, sino aquel de que hablan Démostenos y Esquines, cuando se echan mutuamente en cara las flexiones de la voz. Demóstenes afirma muchas veces que Esquines era de voz dulce y clara; y aquí se me ocurre una observación digna de tenerse en cuenta, acerca de la suavidad de la voz. La misma naturaleza, como si quisiera modular la voz humana, puso en toda palabra un acento agudo, ni en la primera, ni en la última sílaba, para que así siguiera el arte á la naturaleza misma en el deleitar los oidos. El tener buena voz no está en nuestra mano, pero sí el educarla y mejorarla. Lo mismo debe hacer el perfecto orador, recorriendo todos los tonos, así altos como bajos, y ejercitándose en el movimiento y en el gesto. La postura será en pié y con la cabeza levantada; el adelantarse hacia los oyentes ha de ser raras veces y no á largos pasos; todavía han de ser más raros los movimientos á derecha é izquierda; nó estarán en continua movilidad y agitación el cuello y los dedos, n¡ éstos irán siguiendo el compás, sino que ha de haber en toda la figura cierta majestad varonil, levantándose ó bajándose el brazo, según que la oración sea más elevada ó más remisa. ¿Y cuánta dignidad y gracia no añade el semblante, y sobre todo la expresión de los ojos, que son intérpretes del alma, y que ora mostrarán alegría, ora tristeza, según las cosas de que se trateVLleguemos ya á la idea del consumado orador y de la perfecta elocuencia. El nombre mismo indica que la elocución ha de ser su principal mérito. No se le llama inventor, compositor ó actor, sino en EL ORADOR. 341 griego rhetor, y en lalin elocuente. De todas las demás condiciones que en el orador hay, todos pueden reclamar alguna parte; pero solo á él se concede el lauro de la elocuencia, pues aunque algunos filósofos han escrito con elegancia, tanto que Teol'rasto alcanzó por esto el renombre de divino, y Aristóteles reprendió al mismo Isócrates, y por la voz de Jenofonte dicen que hablaron las Musas, y Platón se aventajó en gravedad y elegancia á todos los que escribieron ó hablaron antes que él; sin embargo, su discurso no tiene nervio ni aguijón oratorio ó forense. Hablan con doctos, y quieren sosegar sus ánimos más bien que conmoverlos. Hablan de cosas tranquilas y nada turbulentas, y hablan para enseñar, no para sorprender; y hasta cuando logran producir agrado, paréceles á algunos que han pasado los limites de su ciencia. No es difícil distinguir esta elocuencia déla que ahora estamos explicando. El estilo de los filósofos es sencillo y reposado; no tiene ni sentencias ni palabras populares, ni está sujeto á número, sino libre y suelto. Nada tiene de airado, de envidioso, de atroz, de admirable ni de asluto: es siempre casto, ruboroso, virgen, digámoslo así. Más bien debe llamarse conversación que discurso. Porque aunque toda alocución sea discurso, sólo á los del orador se aplica con propiedad este nombre. Hay que hacer excepción de los sofistas, que usan las mismas flores que emplea el orador en las causas civiles. Pero se diferencian en que su propósito no es perturbar los ánimos, sino entretenerles: no tanto persuadir como deleitar; y lo hacen con más frecuencia y más á las claras que los otros, buscan sentencias brillantes más que probables, se apartan muchas veces del asunto, mezclan fábulas, hacen traslaciones de palabras y las disponen á la manera que los pintores varian el color, y oponen antitéticamente las palabras, ó hacen que los períodos se correspondan en su cadencia. 342 MARCO TULIO C I C E R O » . 0 A este género se parece la historia, en la cual se narra ó se describe con elegancia una región ó una batalla, se intercalan oraciones y exhortaciones, todo en estilo c o r riente y fluido, no vigoroso y encendido. La elocuencia que buscamos debe distinguirse de la historia poco menos que de la poesía. También los poetas han suscitado la cuestión de en qué se distinguen de los oradores. Antes la diferencia estaba en el número y en el verso, pero ya los oradores van haciendo gran caudal del número. Todo lo que pueden medir los oidos, aunque no sea verso (porque esto en la prosa sería un vicio), se llama número, y entre los griegos rhümo. Y por eso han creido algunos que la locución de Platón y de Demócrito, aunque no sea verso, sin embargo, por el calor del estilo y por las lumbres y matices de palabra, debia ser tenida por un poema, con más razón que las obras de los poetas cómicos, entre los cuales, aparte de los versos, nada hay que difiera de la conversación ordinaria. Es tanto mas laudable que el poeta procure lograr los mismos efectos que el orador, cuanto que procede sujeto por las cadenas del metro. Pero aunque sea magnífico y elocuente el estilo de los poetas, creo que tienen más libertad que nosotros para formar y componer palabras, y que á veces atienden más al deleite de los oidos que á la sustancia de las cosas. Y aunque haya entre ellos y nosotros este punto de semejanza, es decir, el juicio y elección de las palabras, no por eso ha de negarse la desemejanza en otras cosas. En esto no cabe duda, y si alguna cuestión pudiera haber, el resolverla no es necesario para nuestro propósito. Separado, pues, el orador de la elocuencia de los filósofos, de los sofistas, de los historiadores y de los poetas, réstanos explicar cómo ha de ser. \ Será elocuente, pues (ya que buscamos al orador perfecto siguiendo las huellas de Antonio) el que en el foro y en las causas civiles hable de tal manera que pruebe, de- EL ORADOR. 343 leite y convenza. El probar es de necesidad; el deleitar de utilidad. En el convencer está la victoria final de toda causa. Cuantos son los oficios del orador, tantos son los modos de decir. Sutil en el probar, templado en el deleitar, vehemente en el persuadir: aquí está toda la fuerza del orador. Grande ingenio, maravillosas facultades ha de tener el que modere y temple esta triple variedad. Sólo él juzgará lo que es oportuno en cada circunstancia, y podrá hablar del modo más acomodado á la causa. El fundamento de la elocuencia es la sabiduría. Así en la vida como en el discurso, nada es más difícil que atinar con lo que conviene. Llaman á esto los griegos Trpenov: nosotros podemos llamarle.decoro. Sobre él se han dado muchos preceptos, y es cosa muy digna de saberse. Por ignorarle se peca á menudo, no sólo en la vida sino en los poemas y en el discurso. Así en las sentencias, como en las palabras, ha de guiarse el orador por el decoro. No toda fortuna, no todo honor y autoridad, no todo lugar, tiempo ú oyente, pueden ser tratados con el mismo género de palabras ó de sentencias, y siempre, y en toda parte del discurso, ha de guardarse el decoro de la persona que habla y de las que oyen. Esta materia larga y variada suelen tratarla los filósofos en la moral (no cuando disputan de lo recto en sí, porque éste es uno solo); los gramáticos al tratar de la poesía; los oradores en todo género y parte de la causa. ¡Cuan extraño no sería usar de expresiones magníficas y lugares comunes al hablar de una causa de Stillicidio, y por el contrario, tratar en humilde y sencilla frase de la majestad del pueblo romano! Esto en general. jl ^-Algunos pecan por faltar á la consideración debida á su propia persona ó á los jueces ó á los adversarios; que no sólo se peca en las cosas, sino en las palabras, pues aunque sin las cosas no tengan fuerza alguna las palabras, sin embargo una misma cosa suena mejor ó peor según que se diga con unas ú otras expresiones. En todo importa 344 MARCO TÜLIO CICERÓN. mucho la. moderación: todo tiene su medida; pero ofende más lo mucho que lo poco. Por eso Apeles censuraba á algunos pintores que no observaban el justo medio. Gran materia es esta y que exigiría un largo volumen, pero que tú conoces perfectamente, oh Bruto. A nuestro propósito baste con decir que este decoro que aplicamos á todos los hechos y palabras grandes y pequeñas no ha de confundirse en modo alguno con la conveniencia. Esta es una perfección que ha de buscarse siempre y en todo, al paso que el decoro es acomodado á tiempos y personas, y no sólo se advierte en las acciones, sino en las palabras, en el gesto, y ademan, y lo mismo la falta de decoro. Si el poeta huye, como del mayor defecto, de atribuir á un malvado el lenguaje de un hombre de bien, ó á un necio el de un sabio; si aquel pintor que representó el sacrificio de Ifigenia, después de pintar triste á Calcas, triste á Ulíses, y más triste aún á Menelao, juzgó necesario ocultar la cabeza de Agamenón, por parecerle imposible imitar con el pincel tan gran duelo; y si el his trion atiende tanto al decoro, ¿qué ha de hacer el orador? Siendo esto de tanta importancia, al orador toca ver lo que hace no sólo en el total de la causa, sino en cada una de sus partes, pues cada una exige ser tratada de distinto modo"í-jResla señalar las notas y caracteres de cada estilo: obra á la verdad grande y difícil; pero su dificultad debimos considerarla al principio: ahora que nos hemos hecho á la mar, dejémonos llevar por el viento que hincha nuestras velas. Ante lodo, hablemos del estilo que vulgarmente y por excelencia llaman ático. El humilde y sencillo imita el tono de la conversación, y difiere más. en realidad que en apariencia del lenguaje común. Por eso, los que le oyen, aunque sean niños, se imaginan que también ellos podrían hablar de aquella manera. Y, sin embargo, nada hay más difícil de imitar. Aunque no tenga este estilo mucha san- EL ORADOR. 345 gre, ni gran nervio, ha de tener algún jugo é íntegra salud. Ante todo, está libre de la esclavitud del ritmo. En cualquier otro género de oratoria tiene mucha importancia el número; en ésta, ninguno: ha de ser suelto y libre, pero no vago y descuidado. Tampoco ha de ponerse grande esfuerzo en el encadenamiento do las palabras. Admite el hiato y concurso de vocales, que indica una no desagradable negligencia, como de hombre que se cuida más de las cosas que de las palabras. Si tanta libertad hay en cuanto á la colocación de las palabras, veamos cómo se ha de proceder en lo restante. Cabe en las cosas pequeñas y menudas cierta negligencia elegante. Así como á algunas mujeres les sienta bien la falta de adorno, así deleita á veces en este género de oraciones cierto aparente desaliño. El arte no debe faltar nunca, pero ha de estar oculto. Excluyase lodo aparato de joyas y piedras preciosas; excluyase hasta el adorno del pelo y los afeites del rostro: siempre quedarán la elegancia y la limpieza. Sea la lengua pura y latina, clara y llana: no se olvide jamás el decoroJÍAnádase á esto el que Tcofraslo pone en cuarto lugar enlre los méritos del discurso: el ornato suave y afluente: agudas y copiosas sentencias que esmalten inesperadamente el discurso. Ha de ser moderado el uso de las figuras, ya de pensamiento, ya de palabra. El ornato de las palabras es doble, según que se las considere separadas ó en construcción. Han de preferirse siempre las palabras propias y más usadas, que mejor suenen y más bien declaren el concepto. También pueden usarse las trasladadas ó tomadas de otra parte, ó prestadas ó forjadas de nuevo, ó arcaicas y desusadas. Y de éstas las hay entre las propias, aunque rara vez las empleamos. La colocación de las palabras tiene por sí algún ornato, que desaparece en variando esas palabras, aunque la sentencia permanezca la misma. Las elegancias de sentencia son muchas, pero las que sobresalen pocas. Asi, pues, el orador elegante y sen- 346 . cilio no será audaz en la composición de las palabras, y procederá con mucha moderación en las traslaciones, en el empleo de voces arcaicas y en los demás ornamentos de palabras y sentencias. De las traslaciones hará uso más frecuente, porque á menudo se emplean, no sólo en el lenguaje urbano, sino en el de los rústicos. Así oímos decir á éstos: los campos tienen sed, las mieses están alegres, lavegetación es lujosa. Todas estas figuras pueden usarse sin tacha ni atrevimiento, cuando sea grande la semejanza de la cosa trasladada ó cuando ésta no tenga nombre propio, y la traslación parezca hecha por causa de utilidad y no de placer. Aunque esta figura pueda emplearse en el estilo sencillo con alguna más libertad que las restantes, nunca tanto como en otro estilo y modo de decir más amplio. ^ P o r eso se nota una falta de decoro ó de conveniencia cuando la metáfora es traida de muy lejos y se pone en una oración de género humilde lo que sólo convendría en otra de más elevado tono. : También aquella elegancia que ilumina la colocación de las palabras con las lumbres y matices llamados por los Griegos schemas (nombre que aplican también á las figuras de sentencia), cabe en el estilo sutil (que con propiedad llaman ático, aunque no es el solo estilo ático); pero cabe con moderación. Porque en un convite, aunque se huya de la magnificencia, ha de mostrarse la elegancia unida á la sobriedad. Figuras hay que caben en el estilo templado de que venimos hablando. Claro es que ha de huirse de las antítesis y de las conclusiones semejantes y de las similicadencias y de las alteraciones de letras, para que no se vea demasiado claro el artificio y la intención de hacer efecto. También las repeticiones de palabras, cuando llevan consigo demasiado aire de disputa y clamor, deben excluirse de este género templado: las demas figuras podrán usarse indistintamente, siempre que el encadenamiento de los períodos sea fácil y libre, y las pa- EL ORADOR. 347 labras muy usadas, y las traslaciones no violentas, y las figuras de sentencia no demasiado brillantes. No hará hablar á la república, ni resucitará los muertos, ni juntará ni acumulará los apostrofes para hacer efecto. Todo esto ni ha de buscarse ni pedirse en el género de que vamos á hablar. Nuestro orador ha de ser más humilde, así en la voz como en el discurso. Pero caben, aun en medio de esta sencillez de estilo, muchas de las figuras y recursos oratorios, con tal que se usen moderadamente. Añádase á esto una acción no trágica ni histriónica, en que sea mayor la expresión del rostro que el movimiento del cuerpo. ^Admite también este género algunas sales, que son de admirable efecto en el decir. Las hay de dos géneros: faceda y dicacidad: una y otra puede usarse; la primera en las narraciones, la segunda para poner alguna cosa en ridículo. Los géneros son muchos; pero ahora no tratamos de eso. Sólo advierto que el ridículo no ha de ser demasiado frecuente, para que no caiga en truhanesco ni obsceno, para que no parezca mímico ó petulante, para que no descubra mala intención; ni ha de recaer en calamidades, porque sería inhumano; ni en crímenes, para que la risa no ocupe el lugar del odio; ni ha de desdecir de la propia persona ó de la de los jueces, ó de la ocasión, porque todo esto sería indecoroso. Han de evitarse asimismo las interrogaciones, que, cuando no son espontáneas, sino preparadas en casa, casi siempre parecen frías. Respetaráse la amistad y la dignidad; se desterrará del discurso toda afrenta y oprobio; sólo se perseguirá á los adversarios, y no á todos siempre y de la misma manera. Fuera de esto, pueden derramarse á manos llenas las sales y los chistes, lo cual yo no he visto hacer á ninguno de estos nuevos áticos, por más que sea muy propio del estilo ático. Esta es, á mi entender, la forma que ha de elegir el ora- 348 . dor de estilo sencillo, pero grande y legítimamente ático, porque todo lo que es agudo y gracioso en el discurso es propio de los áticos. Y no todos tienen la misma gracia: Lisias é Hipérides, bastante; Démades, má3 que los otros; Demóstenes pasa por inferior en esto; pero á mí nada me parece más gracioso que él, aunque tiene más de dicaz que de faceto. Lo primero requiere un ingenio más agudo; lo segundo, mayor arte. .Hay otro estilo algo más rico y robusto que éste de que venimos hablando, pero menos espléndido que aquel de que hablaremos en seguida. Tiene éste segundo más elegancia que nervio, es más lleno que el primero, y menos adornado y copioso que el tercero. A este género convienen todos los adornos del estilo, y no es poca la elegancia que en esta forma del discurso cabe. En ella florecieron muchos oradores griegos, pero, á mi juicio, Demetrio Falereo se aventajó á los restantes. Su modo de decir es plácido y tranquilo, y á trechos le esmaltan, como estrellas, metáforas, sinécdoques y metonimias. Llamo metáforas á las traslaciones fundadas en la semejanza y nacidas ya do la necesidad, ya del agrado. En las sinécdoques y metonimias se usa, en vez de la palabra propia, otra que significa lo mismo, y que se toma de algo consiguiente. Lo cual, aunque sea traslación, es traslación de diverso género, vg., cuando dice Ennio: «dejas huérfana la ciudad y el alcázar,» donde el alcázar está tomado por la patria; ó cuando escribe: «la horrible África se estremece con feroz tumulto:» aquí se toma el África por los Africanos. A esta figura llaman los retóricos hypálage, porque en ella se sustituyen unas palabras á otras. Los gramáticos la apellidan metonimia, porque es una traslación de nombres. Aristóteles incluye en la traslación la figura llamada catacresis, que consiste en usar de palabras semejantes, vg., menudo por pequeño, ya por elegancia, ya por EL ORADOR. 349 necesidad y conveniencia. Cuando hay muchas traslaciones seguidas, resulta lo que los Griegos llaman alegoría,, aunque quizá fuera mejor llamarlas á todas traslaciones. Falereo hace grande uso de ellas, y son muy agradables. En el mismo estilo severo y templado , aunque elegante, cabe mucho esplendor de palabras y de sentencias, largas y eruditas controversias, y lugares comunes, siempre que no degeneren en disputa. ¿Qué mucho que así suceda, si este modo de decir salió de las escuelas de los filósofos? Hay también un estilo brillante, florido y variado, en que se unen todos los primores de palabra y sentencia. Este género,, pasó de los sofistas al foro; pero rechazado igualmente por los escritores de estilo sencillo y por los de estilo grave, vino á quedar en esta medianía de que ^ahora hablamos. -V El.tercer estilo...es amplio, copioso, grave, elegante y de poder extraordinario. Esta es la elocuencia que ha asombrado á las naciones y ha sido reina y señora de las ciudades; esta, la de grande, potente y arrebatado curso; esta, la que todos contemplan, la que todos admiran y desconfian de poder alcanzar, la que conmueve los ánimos, la que los templa, la que arranca las viejas opiniones y persuade las nuevas. Hay mucha diferencia entre este género y los anteriores. El que ha trabajado en el estilo sutil y agudo hasta conseguir la perfección, sin proponerse otra cosa, será en su línea grande orador, ya que no admirable, y no correrá peligro de resbalarse ni de caer. El orador de estilo medio y templado no temerá los peligros, escollos y dificultades de la oración, y si á veces (y esto con frecuencia sucede) no brilla tanto, por lo menos el peligro no es grande, ni puede caer de mucha altura. Pero este nuestro orador, grave, acre y ardiente, si para esto sólo ha nacido, si sólo en esto se ha ejercitado, sin templar la riqueza de su estilo con los otros dos géneros, será muy digno de despre; 350 NOTAS Á TEÓCRITO. CÍO . Al orador de estilo sencillo bástale para ser declarado bueno el decir con agudeza y tersura; al de estilo medio, bástale la elegancia; el de estilo copioso, si no tiene buen gusto, parecerá un loco ó delirante. El que nada puede decir con tranquilidad y reposo, con claridad, distinción y orden, por más que la causa ó algunas de sus partes lo exijan; el que se proponga inflamar á los oyentes cuando los oidos de éstos no se hallan preparados, ha de parecer necesariamente un loco entre sanos, ó un beodo entre sobrios^Ya hemos alcanzado, Bruto, lo que buscábamos, pero sólo lo hemos alcanzado con el entendimiento. Porque si yo pudiera asir con la mano á este orador perfecto, ni él mismo con toda su elocuencia podría persuadirme á que le soltara. Digo que hemos encontrado al varón elocuente que nunca logró ver Antonio. ¿Y dónde está esa maravilla? Lo diré en pocas palabras, para declararlo luego más extensamente. Es elocuente el que puede decir con agudeza las cosas humildes, con riqueza y esplendidez las de más alta importancia, y en estilo templado las medianas. Dirás que nunca ha existido semejante orador. Sea en hora buena, pero yo disputo, no de lo que he visto, sino de lo que deseo ver, y vuelvo á aquella idea y forma de Platón, que no se contempla con los ojos sino con el entendimiento. No busco nada mortal y caduco, sino aquello cuya posesión hace al hombre elocuente, es decir, la elocuencia misma, que sólo podemos ver con los ojos del alma. Toda mi defensa de Cecina versó sobré las palabras del interdicto: tuve que explicar y definir las cosas embrolladas, hacer el elogio del derecho civil, distinguir las palabras ambiguas. En la ley Mantua, elogié á Pompeyo, y tuve que usar un estilo rico y elegante, aunque templado. En la causa de Rabirio iba envuelto el derecho de majestad; por eso recurrí á todo linaje de encendida amplificación. EL ORADOR. 351 Pero todo esto á las veces hay que templarlo y variarlo. ¿De qué estilo no se halla alguna muestra en mis siete libros de acusación contra Yerres, ó en la defensa de Avilo, ó en la de Cornelio, ó en muchas otras de las mias, de las cuales podria entresacar ejemplos, si no creyera que son bastante conocidos ó que puede elegirlos el que quiera? No hay género, eslilo ó primor oratorio del cual en mis oraciones no se vea algún conato y sombra, ya que la perfección nunca. Pero aunque no la consigamos, bástanos tener la idea de ella, y tan lejos estoy de admirar las cosas mias, que soy tan dificil de contentar, que ni el mismo Demóstenes me satisface, y por más que en todo estilo lleve la palma á todos, no siempre llena mis oidos: tan ávidos y capaces son, que siempre desean algo inmenso é infinito. ¡ 0 - Pero ya que tú conoces perfectamente á este orador, y no le sueltas de la mano, desde que en Atenas, y bajo la enseñanza de Pammeno, tan apasionado tuyo, te dedicaste á su estudio, y como lees además con frecuencia nuestros escritos, has podido ver que él llevó á la perfección muchas Cosas, y que yo he intentado muchas; que él pudo, y yo he querido, hablar siempre del modo más acomodado á la causa. Él fué grande orador porque sucedió á oradores graneles, y lo fueron también sus contemporáneos. Yo no pude llegar á esa perfección por haber nacido en una ciudad donde, como escribe Antonio, nunca se habia oido á ningún varón elocuente. Y si á Antonio no le pareció elocuente Craso, ni él mismo se tuvo por tal, verosímil cosa es que tampoco se lo hubieran parecido nunca Sulpicio, Cota y Hortensio. Nunca usó del estilo amplio Cota; nunca del templado Sulpicio; pocas veces del grave Hortensio. Los dos anteriores, es decir, Craso y Antonio, se acomodaron mejor á todo estilo. Encontré, pues, los oidos de esta ciudad no avezados á este modo de decir múltiple y variado, y yo 352 . ful el primero que, en cuanto estuvo en mi poder, desperté increíble afición á decir y á oir este linaje de discursos. ¡Qué clamores no excitó aquella mi declamación juvenil sobre el suplicio de los parricidas! Y, sin embargo, mirándola despacio, conocí luego que no tenía bastante calor. «¿Qué cosa hay tan común como el espíritu á los vivos, la tierra á los muertos, el mar á los náufragos, la costa á los que arroja la tormenta? Pero los parricidas de tal manera viven, que no pueden respirar; de tal manera mueren, que no cubre la tierra sus huesos; de tal modo son agitados por las olas, que nunca se ahogan, y, finalmente, cuando son arrojados á la costa y se estrellan en los peñascos, ni siquiera después de muertos encuentran reposo.» Todo esto es como de un joven, y si merece elogio, no es por la madurez, sino por la esperanza. Del mismo género es aquella frase, ya más madura: «Mujer de su yerno, madrastra de su hijo, corruptora de su hija.» No siempre tenía yo, el mismo ardor, ni decia de igual modo todas las cosas. La misma defensa de Roscio, con ser juvenil y redundante, tiene muchas cosas de estilo templado, y aun alegre, y lo mismo la de A vito, la de Cornelio y muchas-otras, porque no ha habido ningún orador, aun entre los Griegos, tan ocioso que haya escrito más que yo ni con más variedad de estilos. 2 | ¿Habia de conceder yo á Homero, á Ennio y á los demás poetas, sobre todo á los trágicos, el variar á cada paso de tono y acercarse á veces á la conversación familiar, y no habia de apartarme yo alguna vez del tono acre de la disputa? ¿Pero á qué recurrir á los poetas de divino ingenio? Basta fijarnos en los más consumados histriones, que no sólo agradan en diversos papeles, sino 1 veces el cómico en la tragedia y el trágico en la comedia. ¿No he de trabajar yo en lo mismo? Y cuando digo yo, entiendo hablar así mismo de tí, Bruto, porque yo ya di todo el fruto que podia esperarse. Pero tú, ¿defenderás del mismo modo to- EL ORADOR. 353 das las causas, ó rechazarás algún género de ellas, ó conservarás sin intermisión el mismo aliento en toda el discurso? Demóstenes mismo, cuya estatua de bronce vi hace poco en tu casa del Tusculano al lado de las de tus mayores, prueba insigne de lo mucho que le admiras, nunca cedió en sutileza á Lisias, ni en lo agudo á llipérides, ni en dulzura ó en esplendor de palabras á Lisias. Hay muchas oraciones suyas de templada elegancia, vg., la que pronunció contra Leptines; muchas de estilo grave, como las Filípicas, y otras de estilo vario, como la de la Falsa Legación ó la de la Corona contra Esquines. Cuando quiere, pasa rápida y fácilmente al estilo medio desde el grave; pero con este solo arranca los aplausos y logra el triunfo más alto de la elocuencia. Pero dejemos esto, ya que hablamos del género y no del hombre, y expliquemos la índole y poder de la elocuencia. Y no olvidemos nunca lo que antes dijimos, que no vamos á hablar como preceptores y maestros, sino como oyentes y críticos. Y en esto me extenderé más, porque conozco que no has de ser tú, que conoces estas cosas mejor que yo que pretendo enseñarlas, el único lector de este libro, sino que con la recomendación y patrocinio de tu nombre, es necesario que corra y se divulgue. >(j El ser perfecto orador consiste, no sólo en tener las facultades propias del bien decir, sino también la ciencia de los dialécticos, que es vecina y hermana del arte oratorio. Aunque una cosa parezca la oración y otra la disputa, y no sea lo mismo hablar que decir, sin embargo, una y otra cosa estriban en el razonamiento. Pertenezca en buen hora á los dialécticos el arte de la disputa; pertenezca á .os oradores el de bien decir y adornar. Cenon, maestro de los estoicos, solia indicar con la mano la diferencia entre estas artes. Cuando apretaba los dedos y cerraba el puño, daba á entender la dialéctica. Y comparaba la elocuencia con la palma de la mano abierta y extendida. Y ánTOMO I I . 23 354 . tes que él, Aristóteles, al principio de su Retórica, dice que esta arte corresponde en su mayor parte á la dialéctica, pero con esta diferencia: en la primera, es el arte de decir más extenso, y en la segunda, es el de hablar más recogido. Quiero, pues, que el orador perfecto conozca de la dialéctica todo lo que pueda adornarse con las galas del bien decir. A tí, que eres tan erudito en estas disciplinas, no se te ocultará que para esto hay dos caminos. Porque el mismo Aristóteles dio muchos preceptos, y después los llamados dialécticos los dieron mucho más espinosos y difíciles. Creo que quien aspire al lauro de la elocuencia no debe ser enteramente rudo é ignorante de estas cosas, sino que educado en la antigua doctrina ó en la nueva de Crisipo, ha de conocer primero el valor, naturaleza y género de las palabras, lo mismo simples que compuestas, y ha de saber de cuántas maneras puede decirse una cosa, y cómo se distingue lo verdadero de lo falso, cuáles son las relaciones de causa y efecto, de consecuencia y contrariedad, y cómo se ha de dividir y explanar cada una de las cosas ambiguas. Todo esto debe observarlo el orador, porque á cada paso ocurre; pero él tiene que añadir, además, el esplendor y brillantez del estilo. ,| Y como en todo lo que depende del razonamiento debe empezarse por definir la materia de que,-se trata, porque si no están de acuerdo los que disputan sobre el valor de la cosa controvertida, nunca puede llegarse á un resultado; es necesario las más de las veces explicar y definir la cosa tal como la entendemos, porque la definición es un modo de decir que muestra brevísimamente lo que es aquello de que se trata. Explicado el género, hay que ver sus especies ó partes y dividir en ellas el discurso. El elocuente orador, cuya idea vamos trazando, sabrá, definir, y no seca y brevemente, como suele hacerse en las disputas filosóficas, sino con más amplitud y riqueza y de EL ORADOR. 355 un modo más acomodado al juicio común y la inteligencia popular. Cuando el asunto lo pida, dividirá el género en especies, de tal modo que no sobre ni falte ninguna: cuándo y cómo ha de hacerlo, no me corresponde enseñarlo; ya dije que quiero ser juez y no maestro. Y no solo quiero que esté instruido en la dialéctica, sino que conozca todas las partes de la fdosofía. Porque sin esta ciencia, nada de lo que pertenece á la religión, á la muerte, á la sociedad, al amor de la patria, á las virtudes ó á los vicios, á las obligaciones, al dolor, al deleite, á las pasiones y afectos del alma, puede tratarse con ^majestad, amplitud y riqueza. ,jy De la materia del discurso hablo ahora, no del estilo y modo de decir. Quiero que el orador tenga un asunto digno de los oidos eruditos, antes que piense qué palabras ha de usar y cómo. Cuanto más grande sea el orador y más se acerque á la perfección (como antes dije de Pericles), más le exigiré que no ignore nada, ni siquiera la ciencia délos físicos. Así, cuando descienda de las cosas celestiales á las humanas, lo dirá y sentirá todo con más grandeza y magnificencia. Y si conociere lo divino, tampoco debe ignorar lo humano. Aprenda el derecho civil, que cada dia se necesita en las causas forenses. ¿Pues qué cosa hay más torpe que encargarse de controversias legales y civiles, cuando se ignoran las leyes y el derecho civil? Conozca además la historia, sobre todo la de nuestra ciudad y la de los imperios más poderosos y reyes más ilustres, cuyo trabajo nos facilitó nuestro Ático, recogiendo en un libro las Memorias de setecientos años, con indicación precisa de los tiempos, sin omitir nada señalado. El ignorar lo que sucedió antes de nacer nosotros, es como ser siempre niños. ¿Qué es la edad humr.na si por la memoria de las cosas antiguas no se enlaza con las edálTéTañtérTores? El recuerdo de los hechos de la antigüedad añade, á la vez que sumo deleite, mucho crédito y autoridad al discurso. 356 . ^ luenga, pues, el orador armado y dispuesto para la causa, y ante todo conozca ¡os géneros de ella. Toda controversia estriba, ó en el hecho ó en las palabras. Las controversias de hecho pueden ser acerca de lo verdadero, lo recto, ó el nombre. Las de palabras pueden ser de ambigüedad ó de contrariedad. Porque cuando una cosa quieren decir las palabras y otra suenan, resulta un género de ambigüedad en que se significan dos cosas con una misma palabra. Siendo tan pocos los géneros de las causas, tampoco son muchas las reglas que se dan sobre los argumentos. Señálanse dos clases de fuentes de donde tomarlos: ó nacen de las cosas mismas, ó son extrínsecos. El modo de tratar las cosas es lo que hace admirable el discurso, porque el conocimiento de las cosas es muy fácil. ¿Qué resta ya, ni qué puede exigir el arte sino que se haga el exordio tratando de conciliar el ánimo de los oyentes ó de prepararlos á oir: que se exponga el asunto con brevedad y llaneza y en términos probables; que se confirmen los argumentos propios y se destruyan los del adversario, y que todo esto se haga no confusamente, sino cerrando de tal manera cada una de las argumentaciones, que la consecuencia se deduzca lógicamente de las premisas, y que se corone todo con una peroración ardiente é impetuosa? Cómo ha de tratarse cada una de estas partes, difícil es declararlo aquí, porque no siempre se tratan del mismo modo. Pero como no busco á quién enseñar sino á quién aplaudir, alabaré sobre todo á quien guarde el decoro y conveniencia de tiempos y personas. Porque no siempre ni ante todos, ni contra todos, ni en defensa de todos, creo que ^se puede hablar de la misma manera. 4» Será elocuente el orador que acomode á la niencia su discurso, de suerte que las palabras pondan bien á las cosas, y ni se diga áridamente debe ser ameno y agradable, ni con menudencias convecorreslo que y por- EL ORADOR. 38T menores lo que de suyo es grande. Los exordios serán modestos, no tejidos de palabras altisonantes sino de agudas sentencias, ya en ofensa del adversario, ya en recomendación de la propia persona. Las narraciones. serán creíbles, y no se harán en estilo histórico sirio familiar y corriente. Si la causa es de poca importancia, también será leve el hilo de los argumentos, así en la confirmación como en la refutación, procurándose siempre que las palabras sean fiel espejo de la idea. Cuando la causa sea tal, que en ella pueda desplegarse todo el poder de la elocuencia, hará el orador vistoso alarde de sus recursos, rendirá y doblegará los ánimos, consiguiendo todo lo que quiera, es decir, lo que. la naturaleza de la causa y el tiempo pidan.- Este ornato y gala de la elocuencia será doble, pues, además de la perfección que exige cada parte del discurso, de tal modo que no haya palabra alguna que no sea grave ó elegante, ha de haber dos partes más luminosas y más de resalto que todo lo demás: una, enias cuestiones de género universal, que los Griegos llaman tesis; otra, en la amplificación que ellos mismos nombran auxesis. Y aunque una y otra deben estar igualmente derramadas en todo el cuerpo del discurso, brillan más en los lugares comunes, llamados así porque son los mismos en muchas causas, por más que deben de ser propios de cada una. Aquella parte del discurso que versa sobre el género universal, contiene muchas veces toda la causa.* Sea cualjuere el asunto sujeto á controversia, que los Griegos llaman cArinomenon, conviene siempre enlazarle con una cuestión perpetua y universal, á no ser que se dispute sobre la verdad, porque entonces hay que acudir á las conjeturas. Se hablará, pues, no al modo de los peripatéticos, cuya elegante manera de discusión ordenó Aristóteles, sino con más nervio, y de tal manera se aplicarán los argumentos 358 MARCO TULIO CICERÓN. comunes, que se trate siempre con blandura al reo y con aspereza al adversario. En la amplificación ó disminución por hipérbole, nada hay que no pueda conseguir el orador, y deberá hacerlo aun en medio de los argumentos, siempre que se presente ocasión de ensalzar ó deprimir un objetóyPero sobre todo, puede hacerlo ampliamente en la peroracioriS4,dos ; cosas son las que bien tratadas por el orador hacen más admirable el discurso; una lo que los Griegos llaman ética, es decir, el estudio de la naturaleza humana, de las costumbres y de la vida: otra lo que llaman patético, es decir, el arte de moVgrJos afectos. El primer género es elegante, agradable, propio para conciliar la benevolencia; el segundo, vehemente, encendido, arrebatado é irresistible. Tal recurso me valió á mi, orador mediano, y quizá ni aun esto, para confundir en más de una ocasión á mis adversarios. Yo en la defensa de un reo hice enmudecer al grande Hortensio. Yo en el Senado reduje al silencio al audacísimo Catilina; y en una-causa privada pero de grande importancia, en que habia empezado á responderme Curion el padre, tuvo que sentarse é interrumpió su discurso, d i ciendo que algún filtro le habia quitado la memoria. ¿Y qué diré del modo de excitar la compasión de que yo he hecho Lanto uso, que hasta cuando hablábamos varios dejaban siempre á mi cargo la peroración? Triunfos que debí no al ingenio sino á la pasión. Todas estas cualidades, valgan lo que valieren (y del resultado no me arrepiento) aparecen en mis oraciones, aunque carezcan éstas de aquella ¡vida que hace parecer mayores las cosas cuando se oyen que cuando se leen. 3Tf Y no sólo ha de moverse á compasión el ánimo de los jueces, como hice j o en una ocasión levantando en mis brazos á un niño, ó en otra causa llenando de lamentaciones el foro, sino que además hemos de hacer que el juez, se enoje, se calme, admire, desprecie, ame, aborrezca, se EL ORADOR. 359 hastíe, tema, espere, se alegre, se entristezca. De todo esto se hallarán ejemplos en mis acusaciones ó en mis defensas, porque ningún medio de cuantos pueden sosegar ó conmover los ánimos he dejado de poner en práctica. Diria que en este género habia yo alcanzado la perfección, si así lo creyera, y no temiese incurrir en el vicio de arrogancia. Pero, como antes dije, no la fuerza de mi ingenio, sino la de mi alma, es la que me arrastra y domina, y nunca podría inflamarse el ánimo del que oye si no llegase á él encendida y vehemente la palabra. Citaría ejemplos propios si tú no los hubieras leido: los citaría extranjeros ó latinos si los encontrase, ó griegos si conviniera. Pero de Craso hay muy pocos discursos, y éstos no judiciales. Nada de Antonio, nada de Cota, nada de Sulpicio. Hortensio hablaba mejor que escribía. Sospechemos y vislumbremos tan sólo el poder extraordinario de la elocuencia que buscamos, y caso de citar ejemplos, tomemos los de Demóstenes en el juicio de Ctesifon, cuando empieza á hablar de sus hechos, consejos y méritos para con la república. Esta oración entra de tal modo en la idea que yo tengo en el entendimiento, que apenas puedo concebir mayor elocuencia. Resta sólo la forma y el carácter. Por lo que llevamos dicho se habrá comprendido cómo ha de ser. Hemos hablado del esplendor y elegancia de las palabras, ya separadas, ya unidas, el cual ha de ser tal que no salga de la boca del orador ninguna frase que no sea elegante ó majestuosa; y se hará frecuente uso de traslaciones de todos géneros que por la semejanza hacen volar el pensamiento de una parte á otra: movimiento y agitación del ánimo que por sí mismo deleita. Grande ornato comunican al discurso las figuras que estriban en la colocación-de las palabras. Aseméjanse á ciertos ornatos de la escena ó del foro que no sólo embellecen, sino que por sí mismos son bellos. Lo mismo sucede 360 MARCO TULIO CICERÓN. con estos matices y lumbres del discurso, vg.: el duplicar las palabras, ó el repetirlas con pequeña variación, ó el colocar el mismo vocablo al principio y al fin, ó cualquier otro género de repetición, ó el uso de una misma voz en dos distintas acepciones, ó la semejanza de cadencias ó desinencias, ó las antítesis, ó la gradación, ó la disolución y el suprimir las conjunciones, ó la preterición, que consiste en omitir algo diciendo por qué, ó la corrección de lo que nosotros mismos hemos dicho, ó las exclamaciones de admiración y queja, ó el declinar un nombre por varios casos. Las figuras de palabra son mucho más importantes, y como las usa tanto Demóstenes, piensan algunos que este es el principal mérito de su elocuencia. Y en realidad nunca deja de dar alguna forma al pensamiento, ni es otra cosa el arte de bien decir sino iluminar con algún esplendor de forma todas ó casi todas las sentencias. Si tú, Bruto, comprendes bien esto, ¿para qué es añadir nombres ó ejemplos? Basta con apuntarlo de pasada. i g El orador, cuya imagen trazamos, ha de tratar de muchos modos una misma cosa, detenerse á veces en una misma sentencia, á veces atenuarla, otras burlarse, ó alejarse algo del asunto, ó proponer lo que va á decir, ó hacer una definición, ó rectificar, ó insistir en lo que dijo, ó cerrar los argumentos, ó interrogar y responderse á si mismo, ó [querer que se entiendan sus palabras de un modo contrario de como suenan, ó manifestar dudas sobre lo que ha de decir y cómo, ó dividir en partes, ó pasar en silencio algo, ó prevenirse con tiempo, ó echar al adversario la culpa de lo que á él mismo se le acusa, ó deliberar muchas veces con los que oyen y alguna vez con el adversario, ó describir las costumbres y remedar las palabras de los hombres, ó introducir hablando á sores mudos é inanimados, ó apartar los ánimos del objeto que se trata, convirtiéndolo todo en hilaridad y risa, ó anticiparse á las t EL ORADOR. 361 objeciones que se le puedan hacer, ó usar ejemplos, símiles y comparaciones, ó acudir á la distribución, ó contestar á una interpelación, ó valerse de reticencias, ó apelar al temor de un peligro próximo, ó fingir algún atrevimiento, ó enojarse, ó reprender, ó rogar, ó suplicar, ó jurar, ó abandonar el propósito comenzado, ó usar de la optación ó de la execración, ó hacerse familiar á los oyentes. Y aun ha de hacerse estudio de otras cualidades de estilo: la brevedad, si el asunto lo pide: muchas veces el poner, digámoslo así, las cosas delante de los o j o s : otras veces encarecerlas en cuanto es posible. A veces se dará á entender más de lo que se dice; otras convendrá excitar la risa; otras imitar la vida y costumbres humanas. J j En este género, donde hay una verdadera selva de figuras, es donde ha de brillar todo el poder de la elocuencia; pero si no están oportunamente colocadas y no se entretejen bien con las palabras, en vano aspirarán á la gloria que pretendemos. Al ir á tratar yo de esta materia, convidábame por una parte, pero por otra me detenia, una consideración que voy á exponer. Ocurríaseme que podrían encontrarse no sólo envidiosos, de los cuales está lleno todo, sino también admiradores mios, que no creyesen propio de un varón de cuyos méritos habian hecho tanta estimación el Senado y pueblo romano cuanta de ningún otro, escribir tanto sobre el arte de bien decir. Y aunque no respondiera otra cosa sino que habia yo querido satisfacer á Marco Bruto, que con ahinco lo solicitaba, bastante excusa sería el haber querido complacer á un tan grande y excelente amigo mió y que pedia cosa tan recta y justa. Pero si prometo (ojalá pudiera cumplirlo) enseñar á los estudiosos los preceptos y el camino que lleva á la elocuencia, ¿qué justo estimador de las cosas podrá reprenderme? ¿Quién dudó nunca de que en nuestra república, en tiempos pacíficos y tranquilos, tuvo siempre la elocuencia el primer lugar, y sólo el segundo la ciencia 362 MARCO TULIO CICERÓN. r del derecho civil? Porque en la una estriba la gloria, la salvación y la -defensa, y la otra da reglas para perseguir y defenderse, para lo cual muchas veces tiene que pedir auxilio á la elocuencia, y tolera sin escrúpulo que ella invada sus términos y fines. Y si la enseñanza del derecho civil fué siempre honrosa, y las casas de los hombres más ilustres se vieron llenas de discípulos, ¿por qué hemos de vituperar al que ayuda á la juventud y aguza su ingenio en la elocuencia? Si es vicioso el hablar con ornato, destiérrese de la ciudad toda oratoria. Pero si no sólo honra á los que la poseen, sino á toda la república, ¿por qué ha de ser vergüenza aprender lo que es honroso saber ó por qué no ha de ser glorioso enseñarlo, siéndolo tanto el conocerlo? ' ^ S e dirá que lo uno está autorizado por la costumbre, y que lo otro es nuevo. Lo confieso, pero la razón es clara. Ocupados nuestros oradores en sus negocios domésticos ó en los forenses y en responder á las consultas de sus clientes, consagraban al descanso el resto de su tiempo, ¿cómo les habia de quedar espacio para la enseñanza? Y aun creo que la mayor parte de ellos valían más por el ingenio que por la doctrina, y podian hablar mejor que dar preceptos: á nosotros, quizá nos suceda lo contrario . Dirán que no tiene dignidad el enseñar. Ciertamente, si se hace como por juego; pero si se hace amonestando, exhortando, preguntando, y á veces leyendo y oyendo juntos el que aprende y el que enseña, ¿por qué no has de querer mejorar el gusto de alguno, cuando esto sea posible? Si no se tiene por desdoro el enseñar las fórmulas de la enajenación de las cosas sagradas, ¿por qué ha de serlo el explicar el modo de conservar y defender las cosas mismas? Enseñan el derecho los mismos que lo ignoran: la elo- EL ORADOR. 363 cuencia sólo pueden enseñarla los que la han conseguido, y aun éstos disimulan su valer en ella, porque la prudencia es grata á los hombres: la palabra es sospechosa. ¿Es posible que la elocuencia pueda ocultarse, ó ha de tener nadie por deshonra el enseñar los preceptos de un arte tan excelente y glorioso, que á él mismo le estuviera muy bien entender? Otros serán quizá más disimulados: yo siempre me precié de lo que habia aprendido. ¿Y cómo no, si en mi juventud viajé tanto, y pasé el mar por causa de estos estudios, y tuve siempre llena mi casa de hombres doctísimos, y presentan mis escritos indudables señales de haber estudiado, y estos escritos los lee todo el mundo? ¿Qué habia de probar con mi disimulo, sino que quizá no habia aprendido bastante? í ^ Y siendo esto así, puede decirse, no obstante, que lo que hasta ahora venimos tratando es materia de más noble enseñanza que lo que vamos á decir ahora. Hablaremos de la composición de las palabras y del modo de contar y medir las sílabas, lo cual, aunque sea, como á mí me lo pare" ce, necesario, parece, con todo eso, más grande y espléndido, ejecutado que explicado. Verdad es esto; pero en las artes sucede lo que en los árboles: su altura nos deleita, las raíces y los tallos no tanto; pero lo uno no puede existir sin lo otro. Yo, persuadido por aquel verso que todos conocen y que prohibe «avergonzarse del arte que se profesa,» y obligado, además, por tu empeño en recibir este volumen, juzgué conveniente, sin embargo, defenderme de los que en algo pudieran acusarme. Y si esto no fuera así, ¿quién habría de ánimo tan duro y agreste que no me concediera esta recreación y entretenimiento, ahora que no puedo dedicarme al foro ni á los negocios públicos? Yo no puedo entregarme al ocio, y temo más la tristeza que las letras. Lo que untes me aprovechaba para los juicios y la curia, ahora me deleita en cata. Y no 3.64 MARCO TULIO CICERÓN. sólo me ocupo en cosas tales como las que este libro contiene, sino en otras mucho más graves y mayores, y.si logro verlas terminadas, pienso que mis ocios domésticos igualarán á mis defensas judiciales. Pero volvamos al propósito comenzado. H Se colocarán, las palabras de suerte que tengan entre sí estrecha relación las últimas con las primeras, siendo elegantísimos los vocablos, ó de modo que la misma forma y elegante disposición de las palabras haga el período armonioso y rotundo. Ante todo, exige mucha diligencia la estructura del período, aunque no ha de ser excesiva y puerilmente laboriosa; lo cual en una sátira de Lucilio censura Scévoia en Albucio: Quam lepidae lexeis eompositae? ut tesserulas omnes Arte pavimento, atque emblemate vermiculato. No quiero que parezca esta construcción demasiado menuda, aunque la pluma ejercitada fácilmente hallará el modo de componer. Pues así como en la lectura los ojos, así el entendimiento en el discurso verá lo que sigue, para evitar que el encuentro de las últimas palabras con las primeras produzca hiatos y asperezas. Aunque las sentencias sean elegantes y graves, si las palabras son desaliñadas, ofenderán los oidos, cuyo juicio es inapelable, y esto se observa tanto en la lengua latina, que nadie hay tan rústico que no sepa unir bien las vocales. Y en esto es digno de reprensión Teopompo, por haber huido tanto de estas letras, aunque lo mismo hizo su maestro Isócrates. Pero no Tucídides, y Platón, que todavía fué más admirable escritor que él, y no sólo en sus diálogos, donde hubo de hacerlo de intento, sino en la oración popular con que es costumbre en Atenas alabar á los que mueren en el combate, la cual fué tan alabada, que se estableció, como sabes, la costumbre de recitarla todos los años en el mismo EL ORADOR. 365 dia. En ella es frecuente el concurso de vocales, que Demóstenes evitó en gran parte como viciosa. 5 Pero hagan los Griegos lo que quieran: nosotros forzosamente hemos de contraer las vocales. Lo indican las mismas desaliñadas oraciones en Catón; lo muestran todos los poetas, fuera de los que para completar un verso hadan el hiato, vg., Nevio: Vos qui aceolitis Histrum fluvium atque Algidum. Y en otra parte: Quam nunquam vobis Graii atque Barbari. Ennio dice una vez: Scipio invicte. Y yo he escrito: Eoc mota radiantis Etesim in nada ponti. Nunca hubieran tolerado los nuestros lo que en los Griegos es tan frecuente y les parece tan bien. ¿Qué digo las vocales? Aun sin vocales hacían muchas veces los Latinos la contracción por causa de brevedad, diciendo, vg.: MulWmodis, vas'argentéis, palniet crinibus, tectifractis. ¿Y qué mayor licencia que la de contraer los nombres de personas para que sonasen mejor?, pues así como se dice Duellum (guerra) y Duis (dos), así á Duellio, el que ganó la batalla naval contra los Cartagineses, le llamaron Bellio, siendo así que todos sus antepasados se habian llamado siempre Buellios. A veces se contraen las palabras no por abreviar, sino por el agrado del oido. ¿Cómo Axilla ha venido á convertirse en Alia, sino por la pérdida de una letra áspera, que también ha desterrado la lengua latina de Maxillis, Taxillis, Vexillo y Paxillo? También gustaban de juntar las palabras, diciendo, vg.: Sodes por si andes; sis en vez de si vis. En la palabra Capsis hay otras tres, y se dice airC en vez de aisne: nequire por non quire; manlle por magis belle; nolle por non belle; dein por deinde; exin 366 MARCO T C L t O CICERÓN. por exinde. ¿Y por qué se dice cum ittis y no se dice cum nolis, sino nobiscum?Porque si asi se dijese, resultaría una frase obscena del concurso de las letras. Por lo mismo se dice mecum y tecum, no cum me ni cum te, para guardar la analogía de vobiscum y «oiíMWM ^lgunos quieren enmendar á los antiguos, y no les siguen en esto. Y así, en vez de decir: proh deum atque hominum fldem, dicen deorum. ¿Pero ignoraban esto los antiguos, ó era que la costumbre les daba licencia? Y así el mismo poeta que con menos frecuencia hizo contracciones, dice: patris mei meum factumpudet, en vez de meorum faclorum, y exitium examen rapit, en vez de exitiorum: no dice liberum, como casi todos decimos, sino como quieren estos: Ñeque tuum unquim in gremium extollas liberorum ex te genus. Y él mismo escribe: namque msculapi liberorum. Y aquel otro poeta en la tragedia Chryse, no sólo dice: Cines, antiqui, amici maiorum meum, que era lo más usado, sino que añade todavía con mayor dureza: Oonsiliiim augurium atque extum Y el mismo prosigue: Postquam prodigium orriferum, portentum pavos, lo cual no es muy usado en los neutros. Y no me atrevería yo á escribir: armum judicium, en vez de armorum, por más que lo diga el mismo poeta. Pero me atrevo á decir, como está en las tablas censorias, fabnm y procum, en vez de fabrorum y procorum. Nunca digo duorum virorum judicium, ó trium virorum capitalium, ó decem virorum litibusjudicandis. Y eso que dijo Accio: video sepulcra dua duorum, corporum. Y también: mulier una duum virum. Sé cuál es la verdadera palabra, pero unas veces me valgo de la licencia, vg., al decir proh deum, en vez de proh deointerpretes. EL ORADOR. 367 rum; otras veces me someto á la necesidad, vg., al decir trivm virum y no virorum: sextertiwm nummum, y no nwmmorum, porque en esto no varía el uso. -/j?¿Por qué prohiben que se diga nosse y judicasse en vez de riovisse y judicavisse, como si no supiéramos que está bien usada la palabra entera y también la contracción, y que las dos se encuentran en Terencio? Siet es la palabra entera, sit la abreviada, y de las dos se puede usar indistintamente. Y no reprenderé á los que dicen scripsere, aunque me agrada mas scripserunt; pero creo que algo debe concederse al deleite de los oidos. Así dijo Ennio: in templis isdem, en vez de eisdem ó de iisdem, que hubiera sonado mal. La costumbre ha permitido incurrir en algún defecto gramatical por causa de elegancia. Yo diria mejor pomer idianas quadrigas que postmeridianas, y mehercule en lugar de meherciües. Non scive, parece palabra bárbara; nescive es más dulce. ¿Por qué se dije meridiem y no medidiem? Sin duda porque esto último era más duro. La preposición abs sólo se conserva en ciertos documentos jurídicos, y se ha perdido en el resto del lenguaje. Así decimos amovit, abegit, abstulit, sin que pueda determinarse muchas veces si es compuesto de ab ó de aps. ¿Y por qué les pareció mal abñigit y abfer, y prefirieron decir aubfugit y aubfer, la cual preposición sólo se encuentra en estas dos palabras? De la misma manera, en vez de anteponer la preposición in á las palabras noti, navi y nari, les pareció más dulce decir ignoti, ignavi, ignari. Se dice ex uso por evitar el encuentro de vocales, y se dice por el contrario e república porque resultaría áspera la frase si no se suprimiese una letra. En exegit, edixit, effecit, extulit, edidü, se alteró la primera letra al añadirse una . preposición, y resultó subegit, summotavit, sustulit. tH ¿Y qué diremos de las palabras juntas? ¿Por qué se dice insipientem y no insapientem, iniquum y no inceqnwm, 368 MARCO TULIO CICERÓN. tricipitem y no tricapitem, concisam y no conccesum? Algunos quieren que se diga también pertisum, pero el uso no lo aprueba. ¿Y qué cosa hay más elegante que lo que no se hace por casualidad, sino con cierto artificio, diciendo (vg.) inclytus é inhumanus con la primera sílaba breve, é insams, é infelix con la primera larga? En suma: se alarga la primera sílaba en aquellas palabras donde las primeras letras son las mismas que en sapiente y en felice. En todas las demás se pronuncia breve. Cuando se dice composuü, consuevit, concrepuit, confecit, aunque esto en realidad sea reprensible, el juicio de los oidos lo aprueba. ¿Por qué? preguntarás. Porque así les agrada, y porque al deleite de los oidos debe ajustarse el discurso. Yo mismo, sabiendo que los antignos apenas usaban de la aspiración, sino en las vocales, decia siempre pulcros, Oetegos, Triunpos, Oartaginem, y sólo más tarde, y por no ofender los oidos, consentí en hablar como el pueblo, reservándome yo la ciencia del bien hablar. Digo, no obstante, Orcivios y Matones, Otones, Oepiones, Sepulcra, Coronas, Lacrymas, porque los oidos lo consienten. Ennio, y otros antiguos escriben siempre Burro y no Pirro, Bruges y no Phryges. Entonces no usaban ninguna letra griega; ahora usamos dos, aunque es absurdo el aplicar una letra griega á los casos de una lengua bárbara, ó el introducir entera la palabra, tal como la usan los Griegos. Ahora se tiene por rusticidad lo que en otro tiempo pasaba por elegancia, es decir, quitar la última letra no seguida de vocal en las palabras cuyas dos últimas letras son las mismas que en Optumus. Así se evitaba en los versos un tropiezo, que no evitan los poetas modernos. Así decíamos: qui est omnibu princeps, en vez de ómnibus princeps. Vita illa dignu, locoque, en vez de dignus. Si la costumbre indocta produce tales elegancias, ¿qué no podrá esperarse del arte y de la doctrina? Dije esto con más brevedad que si de esto sólo tratara EL ORADOR. 369 (porque es materia larga la de la naturaleza y uso de las palabras): asi y todo me he dilatado más de lo que á mi propósito convenia. í Pero así como el juicio de las palabras y de las cosas Corresponde á la prudencia, así de las voces y de los números es el único juez el oido. Si lo uno se refiere á la inteligencia, lo otro al deleite: de lo uno es arbitro la razón, de lo otro el sentido. Investiguemos, pues, el modo de producir este deleite. Dos son las cosas que halagan los oidos: el sonido y el número. Del número hablaremos después; ahora del sonido. Han de elegirse palabras bien sonantes, pero no buscadas con exquisito esmero como los poetas, sino tomadas del habla común. Y no sólo ha de atenderse á la composición de las palabras, sino también al modo de terminar los períodos, ya por la composición misma y como espontáneamente, ya por casos semejantes, ya por corresponderse palabras iguales ó contrarias, todo lo cual produce una cláusula numerosa, aunque la armonía no se busque de propósito. En este género de elegancia dicen que fué el primero Gorgias. Al mismo género pertenece aquel pasaje de nuestra Miloiiiana: «Hay, oh jueces, una ley no escrita sino innata, que no hemos aprendido ni leido, sino tomado de la misma naturaleza, y en la cual no hemos sido educados, sino imbuidos.» Aquí parece que el número no se ha buscado, sino que se ha seguido. Lo mismo acontece con las antítesis, que no sólo hacen numerosa la oración, sino que á veces convierten la frase en verso, vg.: eam, quam nildl acensas, damnas. Para evitar el verso sería preciso decir condemnas. Ya antes de Isócrates se deleitaban mucho los Griegos en las antítesis, y especialmente Gorgias. Yo también las he usado con frecuencia, vg. en este pasaje de la cuarta acusación contra Yerres: «Comparad esta paz con aquella 24 TOMO 11. 370 MARCO DULIO CICERÓN. guerra; la llegada de este pretor con la victoria de aquel general; la cohorte impura de éste con el ejército invicto de aquél; las liviandades del uno con la continencia del otro, y.diréis, sin duda, que Siracusa fué fundada por el que la conquistó, y entrada á saco por el que la recibió ya conquistada! Tiempo es ya de explicar el tercer género de estilo armonioso; y en verdad que los que no le sienten no sé qué oidos tienen ó qué hay en ellos de humano. Mis oidos se deleitan con la caida suave y redondeada de las palabras, y ni gustan de períodos cortos, ni de los demasiado redundantes. ¿Y qué digo de mí? Hasta el pueblo prorumpe en gritos de entusiasmo cuando acaban rotundamente los períodos. No era así entre los antiguos, y quizá era esto sólo lo que les faltaba, porque sabían elegir palabras y sentencias graves y elegantes, pero no acertaban á enlazarlas ni á dar á la oración un corte armonioso. Dirán algunos que esto mismo les deleita. ¿Y porque nos deleite aquella antiquísima pintura de pocos colores más que esta ya perfecta, hemos de volver á la antigua y rechazar la nueva? Así como los viejos tienen siempre autoridad, así hace fuerza en todo el ejemplo de los antiguos, y no dejo yo de estimarlo en mucho. Más bien que lamentar lo que les falta, alabo lo que tienen, sobre todo porque es de mayor importancia que aquello de que carecen. Más valor doy á las palabras y á las sentencias en que sobresalen, que á la conclusión de los períodos en que ellos no pararon mientes. Si entonces se hubiera conocido ese arte, no hubieran dejado de usarle aquellos antiguos, así como vemos que después le han empleado todos los grandes oradores. •Algunos tienen por sospechoso el buscar en una oración judicial y forense lo que los Latinos llaman número y los Griegos ritmo. Paréceles una añagaza para sorprender los oidos. Y llevados de esta idea, hablan de una manera cor- EL ORADOR. 371 tada y seca, y reprenden á los que son cuidadosos de la armonía. Si ésta recae sobre vanas palabras y frivolas sentencias, tienen razón. Pero si los pensamientos son felices y las palabras están bien escogidas, ¿por qué prefieren ir cojeando ó tropezando, más bien que'deslizarse majestuosamente siguiendo el curso de las ideas? Ese ritmo que tanto censuran, sirve para amoldar bien el pensamiento á la palabra, lo cual hacían también los antiguos, pero casi siempre por casualidad ó por disposición natural, y lo que en ellos se alaba más, es precisamente por estar bien concluido. Entre los Griegos tiene este arte cerca de cuatrocientos años de antigüedad: entre nosotros es muy moderno. Y si Ennio osó despreciar los versos que antiguamente cantaban los faunos y profetas, ¿por qué no nos ha de ser lícito hacer lo mismo con los antiguos oradores, aunque sin la arrogancia de exclamar como él: nos ausi reserarel He leido y oido que son perfectos en este linaje de armonía. En cuanto á los que no consiguen tanto, básteles no ser despreciados, pero no pretendan alabanza. Yo alabo á los maestros de quienes ellos se dicen imitadores, por más que en los maestros mismos echo de menos algo. De los discípulos no hago ninguna cuenta, porque imitan sólo los vicios de sus modelos. Y ya que sus oidos son tan ásperos y rudos, ¿no les convence á lo menos la autoridad de tantos varones doctos? Omito á Isócrates y á sus discípulos Eforo y Naucrates, aunque deben ser tenidos por grandes oradores y por artífices consumados en la construcción y ornato del discurso. ¿Pero quién fué más docto que Aristóteles? ¿quién más agudo en la invención y en el juicio, ni quién más enemigo de Isócrates? Y sin embargo, prohibe que haya versos en la oración, pero manda que haya número. Lo mismo preceptúa su discípulo Teodectes, á quien el mismo Aristóteles cita muchas veces como escritor cultísimo. 372 MARCO TULIO CICERÓN. a Esta misma es la opinión de Teofrasto. ¿Qué hemos dedecir á los que desprecian á estos autores ó ignoran que dieron tales preceptos? Y dado caso que sea así, ¿tan torpes son sus oidos queno distinguen lo malsonante, lo desaliñado, lo redundante ó lo que claudica? Una sílaba larga ó breve en un verso hace que los espectadores prorumpan en gritos y exclamaciones, y eso que la muchedumbre no conoce los pies métricos, ni tiene idea del número, ni sabe por qué le ofende lo que realmente le desagrada. Pero la naturaleza ha colocado en nuestros oidos el juez infalible de los sonidos largos y breves, de las voces agudas y graves. ¿ ¿Quieres que te explique, Bruto, esta materia con más extensión que me la enseñaron mis maestros? ¿Crees que podemos contentarnos con lo que ellos dijeron? Inútil es preguntarte si quieres, cuando por tus eruditísimas cartas veo que lo deseas ardientemente. Explicaré primero el origen, después la causa, luego la naturaleza, y, finalmente, el uso del estilo elegante y numeroso. Los que tanto alaban á Isócrates, cuentan por su principal mérito haber sido el primero en dar armonía á la prosa. Pues viendo que á los oradores se los escuchaba con severidad, y á los poetas con agrado, buscó cierto número oratorio para que la variedad reparase el cansancio. Tienen razón los que esto dicen, pero sólo hasta cierto punto, porque si hemos de confesar que nadie venció á Isócrates en este género, cierto es también que el primero en inventarle fué Trasímaco, como lo muestran sus obras armoniosamente escritas. Cierto que Gorgias habia hecho ya grande uso de las similicadencias y de las antítesis, que por sí mismas suelen resultar numerosas aunque la armonía no se busque de propósito, pero también lo es que Gorgias hizo uso inmoderado de ellas. Uno y otro fueron anteriores á Isócrates, que los venció en la moderación, no en la invención. Así como tiene me- EL ORADOR. 373 jor gusto que ellos en las traslaciones y en la formación de palabras nuevas, así también en la armonía y en el número. Templó la intemperancia de Gorgias, aunque habia recibido sus lecciones en Thesalia siendo todavía muy joven. Conforme fué entrando en años (llegó casi á los ciento) hízose menos supersticioso de la armonía, como él mismo declara en el libro que dirigió á Filipo de Macedonia. Así es que no sólo corrigió a los anteriores, sino que se corrigió á sí mismo. $ Ya que sabemos cuáles fueron los inventores de este arte, y hemos averiguado su origen, resta indagar sus causas. Las cuales son tan claras, que me admiro de que los antiguos no reparasen en ellas, sobre todo cuando fortuitamente cerraban bien un período y podian juzgar de la impresión que hacían en los oidos y en el ánimo de los hombres. Porque los oidos, ó el alma por medio de los oidos, contiene en sí cierta medida natural de todas las voces, y juzga de lo que es demasiado largo ó demasiado breve, y se complace en lo perfecto y moderado, y tropieza en las frases cortas y mutiladas, como si se le defraudase de lo que se le debe, y reprueba asimismo los períodos demasiado largos y de inmoderada extensión, pues en este género ofende más lo redundante que lo escaso, y así como la poética y los versos se inventaron siguiendo el juicio del oido y la observación de los varones prudentes, asi mostró también la experiencia que hay en la prosa cierto ritmo, aunque más libre y vago. Ya que hemos explicado la causa del número, mostremos ahora su naturaleza, aunque esta cuestión no pertenece á nuestro objeto, sino á lo más íntimo del arte. Puede preguntarse cuál es el número de la oración, y en qué consiste, y de qué nace, y si es uno ó dos ó más, y cuándo se adquiere, y cómo ha de aplicarse, y en qué se funda el deleite que produce. Pero en esta materia, como en casi 374 MARCO TULIO CICERÓN. todas, pueden seguirse dos caminos: uno más largo, otra, más breve y claro. i ¿ \ La primera cuestión que se presenta es si realmente hay armonía en el discurso. A algunos les parece que no, porque no tiene una ley fija como en los versos, y eso que los que tal afirman no saben dar la razón íntima del número poético. Admitido que le haya también en la p r o sa, resta saber si es uno ó muchos, y si es del mismo g é nero que los poéticos y á cuál de ellos se parece. Hay quien sostiene que el número oratorio es uno solo, otros dicen que son muchos, algunos defienden que todas las armonías poéticas caben en la prosa. Luego falta averiguar si son comunes á todo el discurso ó si los hay diversos para la narración, para la persuasión y para la enseñanza, y. dado que sean diversos, en qué se diferencian, y por qué la armonía no se siente tanto en la prosa como en el verso, y si esta armonía depende sólo del número ó también de la composición y elección de las palabras, ó si son cosas distintas, de suerte que el número consista en intervalos, y la elección de las palabras sea como la forma y luz del discurso, y la composición como la fuente de la cual procede el número y todos los primores y excelencias oratorias, que los Griegos llaman schemas. Todas estas cosas tienen relación con el número, pero este existe por sí, y la composición difiere de él en que atiende sólo á la gravedad y elegancia de las palabras. Esto es lo que puede preguntarse sobre la naturaleza de la cosa. Que hay en la prosa cierta armonía, no es difícil conocerlo. Lo mismo acontece en los versos, los cuales tienen cierta natural armonía, de cuya observación procedió el arte. Esta armonía es más clara que en la prosa, aunque á veces depende del canto, sobre todo en el mejor de los poetas líricos griegos, cuyos versos, separados de la mú~ EL ORADOR. 375 sica, parecen pura prosa. Lo mismo acontece con algunos de los nuestros, vg., este verso del Ty estes: Quemnam te esse dicam? qui tarda, in seneciule, lo cual, si prescindimos del acompañamiento de la flauta, es prosa pura. También los versos senarios de los poetas cómicos, por su semejanza con el lenguaje de su conversación, son tan rastreros que á veces no es fácil distinguir en ellos la medida ni el ritmo. De dos partes se compone el discurso. Las palabras son como la materia, el número como la forma. En todas las cosas la necesidad fué antes que el deleite: por eso, muchos siglos antes que se pensara en la armonía ni en el deleite de los sentidos, existió una oratoria ruda y seca, pero bastante para expresar los afectos y las ideasJ^Todavía Herodoto y su tiempo carecieron de esta armonía, ó no la alcanzaron sino por casualidad, y los escritores más antiguos nada dijeron del número, entre tantos preceptos como nos dejaron sobre el discurso. Porque lo más fácil y lo más necesario es siempre lo que se conoce primero. Las traslaciones, la formación y la composición de palabras fueron conocidas y estudiadas pronto, porque se tomaban del lenguaje familiar y cotidiano. No así el número, y por eso fué conocido más tarde, y vino á dar la última perfección y las últimas líneas al discurso. Si hay frases estrechas y concisas y otras amplias y difusas,-depende esto, no de la naturaleza de las letras, sino de la variedad de pausas largas y breves que tejen la trama del discurso. La armonía misma hace correr y deslizarse el período hasta llegar al fin y reposar en él. Es claro, por tanto, que la prosa ha de estar sujeta á cierto número, pero no ha de tener versos. Se pregunta si estos números son del mismo género que los poéticos, ó si son distintos. No hay más números que 376 MARCO TULIO CICERÓN. los poéticos y no pueden pasar de tres. Porque es necesario que una parte del pié sea igual á la otra, ó doble que la otra, ó vez y media mayor que la otra. Igual es el dáctilo, doble el yambo, -vea y media mayor el peón. Estos pies han de entrar forzosamente en el discurso, y oportunamente colocados tienen que hacerle armonioso. Se pregunta cuál de estos pies ha de usarse con preferencia. La prueba de que todos ellos pueden entrar es que á veces por descuido hacemos versos en la prosa, lo cual es grave defecto, nacido de no atendernos ni oirnos á nosotros mismos. Debemos evitar los versos senarios y los Mponacteos. En gran parte el discurso consta de yambos, pero estos versos los conoce fácilmente el auditorio, porque son de los más usados. A veces por imprudencia tropezamos en otros menos conocidos, pero que al fin son versos: grave defecto que debemos evitar con todo cuidado. En todos los libros de Isócrates sólo pudo encontrar el ilustre peripatético Jerónimo treinta versos, casi todos senarios y algunos anapestos (lo cual suena pésimamente), aunque es cierto que en la elección procedió con malicia, porque quitando la primera sílaba de la primera palabra de la sentencia, unió á la última palabra la primera sílaba de la siguiente. Asi resultó el anapesto que llaman aristofánico, el cual ni es fácil ni tampoco necesario evitar. Por cierto que al mismo corrector, en el mismo lugar en que reprende á Isócrates, se le escapa un verso senario. Quede, pues, establecido que en la prosa hay número, y que los ritmos oratorios son los mismos que los poéticos. Resta averiguar qué ritmo es el que conviene mejor al discurso. Algunos creen que el yámbico, que es el más semejante á la prosa, por lo cual se le usa en las comedias para mejor imitación de la verdad, al paso que el ritmo dactilico se acomoda mejor á la grande elocuencia de los exámetros. Eforo, orador mediano pero de muy buena escuela, prefiere el peón ó el dáctilo, huye del espondeo y EL ORADOR. 317 del troqueo. Porque como el peón tiene tres sílabas breves y el dáctilo dos, parece que las palabras se deslizan más suave y libremente, al revés de lo que sucede en el espondeo y en el troqueo, pues constando el uno de largas y el otro de breves, hace el primero demasiado tardo el discurso, y el segundo excesivamente acelerado. A mi juicio, los que sostienen la primera opinión se equivocan, y tampoco Eíbro acierta. Porque los que prescinden del peón no ven que renuncian á una armonía dulce y llena. Muy de otra manera le parece á Aristóteles, que juzga el ritmo heroico demasiado altisonante para la prosa, y el yambo demasiado vulgar. En su concepto, el discurso ni ha de ser humilde y rastrero ni demasiado alto y pomposo, sino lleno de gravedad, de suerte que mueva á admiración el ánimo de los que oyen. Parece que el coreo ó troqueo carece de dignidad por lo muy breve y acelerado. Por eso aprueba el peón y dice que de él usan todos sin conocerlo. Los primeros de quienes hablé, atendieron sólo á la comodidad y no á la dignidad del estilo. Por lo mismo que el yambo y el dáctilo son tan frecuentes en verso, deben evitarse en la prosa: nada hay más enemigo de la prosa que los versos. El peón es poco á propósito para los versos, y por eso entra bien en la prosa. Eforo ni aun llegó á entender que el espondeo, del que huye, es igualal dáctilo, que tanto le agrada. Creyó que los pies se medían por sílabas y no por intervalos, y lo mismo hace con el troqueo, que en tiempos y en pausas es igual al yambo, pero más vicioso que él si se pone al fin del período, porque los períodos acaban mejor en sílabas largas. Esto que Aristóteles dice del peón lo repiten Teofrasto y Teodectes. Por mi parte, creo que en la prosa están confundidos y mezclados todos los pies, y que es censurable el usar siempre los mismos, pues el discurso no debe ser numeroso como un poema, ni carecer tampoco de número como el lenguaje del vulgo. Lo uno parecería hecho de in- 378 MARCO TULIO CICERÓN. tentó, lo otro desaliñado y trivial; lo primero no agradaría, y lo segundo causaría tedio. Guárdese, pues, un justo medio, sin excluir ningún ritmo, ni menos el peón, ya que ftanto le recomienda el mejor autor de estas cosas, zf Ahora debo explicar cómo han de unirse entre sí estos ritmos, para que resulte como un tejido de púrpura el discurso, y qué género de oraciones es más acomodado ácada uno de ellos. El yambo es muy frecuente en los oradores de estilo humilde y trivial, y el peón en los más elevados. Unos y otros usan con frecuencia el dáctilo. Conviene interpolarlos y mezclarlos todos en la oración, para que no aparezca demasiado claro el nimio estudio en buscar el placer de los oidos, con detrimento de las palabras y de las sentencias. En éstas se fijan principalmente los que oyen, y ocupada su atención en ellas, pasa inadvertido el número y armonía. No ha de pecarse de exceso en cuanto á la armonía de la prosa. Al fin y al cabo no es un poema. Basta para que un discurso sea armonioso que no claudique en parte alguna, ni ande como fluctuando, sino que proceda con igualdad y constancia. La armonía de la prosa no estriba en que toda se componga de números. En los versos hay una ley fija é invariable, que necesariamente ha de seguirse. En la prosa basta que no sea redundante, ni desaliñadamente suelta, ni pobre y encogida. No son los golpes fuertes de la música los que rigen esta armonía, sino el placer del oido que aprecia sólo la disposición general y el modo de cerrar y redondear las cláusula. $ Suele preguntarse si en toda la cláusula caben los pies 'métricos, ó sólo en la primera parte y en la última. Muchos opinan que basta que el período termine rotundamente. Bueno es esto, pero no basta. Los oidos esperan siempre el final, y en él descansan; pero desde el principio debe reinar la armonía, difundiéndose desde la cabeza hasta las extremidades. EL ORADOR. 379 A los que hayan hecho buenos estudios, ejercitándose mucho en escribir, ó hablando con el mismo esmero que si escribieran, no les será esto muy difícil. Medítese bien lo que se va á decir, y pronto se ocurrirán las palabras: el sentimiento, cuya rapidez es portentosa, pondrá cada una en su lugar, y hallará un final armonioso, haciendo que desde la primera palabra hasta la última concurran todas á esta general armonía. Unas veces es más rápido, otras más sosegado el curso de la oración, pero desde el comienzo de la cláusula ha de pensarse en el fin. En esto como en los demás primores de estilo, es grande la semejanza de la oratoria y de la poesíáJüna y otra tienen materia y forma: materia que son las palabras; forma que es el modo de colocarlas. Las palabras (prescindo ahora de las propias) pueden ser traslaticias, nuevas ó anticuadas. De todas ellas usan con más frecuencia y libertad los poetas. Lo mismo sucede con el ritmo, si bien puede decirse qué en él les obliga la necesidad. La armonía de la prosa no es la misma, aunque tampoco enteramente distinta. A veces no depende del número, sino de la construcción de las palabras. Si se pregunta cuál es el número que conviene á la prosa, debe responderse que todos, aunque unos son más á propósito que otros. ¿Cuál es su lugar? en cualquiera parte del discurso. ¿Cuál es su razón? el placer de los oidos. ¿Cuándo ha de usarse? siempre. ¿Cuál es la causa del agrado que producen? la misma que en los versos: el oido sólo puede, aun sin arte, discernirlos y gustar de ellos. / Esto baste acerca de su naturaleza: tratemos ahora del uso. Se pregunta si pueden usarse en todo el curso de la oración que los Griegos llaman período, y nosotros circuito, comprensión, continuación ó circunscripción, 6 si han de ponerse sólo al principio, ó al fin, ó en una y otra parte. Se pregunta después qué diferencia hay entre la 380 MARCO TULIO CICERÓN. esencia del número, y el ser alguna cláusula numerosa. Luego resta averiguar si en todos los ritmos han de ser las partes de igual extensión, ó unas más largas, otras más breves, y cuándo y por qué, y si estas partes han de ser iguales ó desiguales, y cómo han de colocarse entre sí. Y se ha de disputar de las partes y divisiones de la cláusula. Contestaré en general, pero de modo que fácilmente pueda deducirse cada respuesta particular. Prescindiendo de los demás géneros, me fijaré sólo en el judicial y forense. En los demás, es decir, en la historia, y en lo que llamara género epidíctico, puede hablarse ó escribirse siempre á la manera de Iócrates y Teopompo, en periodos largos semejantes á un círculo completo, y reservando para lo último las más notables sentencias. Desde que prevaleció esta manera de formar las cláusulas, nadie de los que escribieron oraciones amenas y destinadas á la lectura, y no á la controversia forense, dejó de reducir á número y cuadro sus sentencias. Como el lector de este género de discursos no recela engaño, perdona de buen grado al orador el que halague, aun con exceso, sus oidos. Semejante estilo, ni es el mejor para las causas forenses, ni tampoco debe excluirse del todo. Si se usa á menudo, no sólo engendra hastío, sino que hasta el más ignorante conoce el artificio. Quitan tales afectaciones verdad humana á la expresión de los afectos. Pero como alguna vez, aunque rara, pueden emplearse, conviene examinar cuándo y de qué manera, y en cuántos modos. Cabe el estilo numeroso en los elogios, gr.: en el que yo hice de Sicilia en la segunda acusación contra Verres, ó cuando hablé de mi consulado ante los senadores. Cabe también en las narraciones, cuando éstas han de tener más dignidad que dolor: por ejemplo, ló que en la oración cuarta contra Verres dije de la Céres de Enna, de la Diana EL ORADOR. 381 de Segesto, y do la situación de Siracusa. Es tolerable asimismo en la amplificación, y todo el mundo lo concede. Yo quizá no lo he conseguido nunca, pero á lo menos lo he intentado muchísimas veces, como lo probarán infinitos lugares de mis defensas. Puede amplificarse cuando ya el auditorio está dominado y vencido por el orador, y no recela ni quiere permanecer á la defensiva, sino que se deja arrastrar en la corriente, y, admirando la forma déla palabra, no encuentra nada que reprender. Esta forma no puede prolongarse mucho, ni en la peroración ni en las demás partes del discurso. Empleados ya los recursos de que antes hablé, todo el esmero ha de ponerse en los que llaman los Griegos xóptxaTot y líala, y nosotros, no sé por qué, incisos y miembros. Cuando las cosas son desconocidas, no pueden ser conocidos los nombres, y en todas las artes obliga la necesidad á inventar nuevos nombres para ideas nuevas, ó á usar de traslado El ritmo es ya acelerado y rápido, ya lento. Está bien el primero en las contiendas forenses; el segundo en las exposiciones. Las cláusulas se cierran de muchos modos: en Asia ha prevalecido la forma del dicoreo, llamada así por ser coreos los dos pies últimos. Y ahora debemos explicar por qué los mismos pies reciben en diversos autores nombres distintos. El dicoreo no es, por sí mismo, vicioso en las cláusulas, pero nada más vicioso que su perpetua repetición, nada que engendre más fastidio. Me acuerdo que Cayo Carbón, tribuno de la plebe, decia un dia en el foro (estando yo sentado en el tribunal): O Maree Druse, patrem appello. Hé aquí un inciso con dos pies métricos. Y prosiguió: Tu dicere solebas, sacram esse rernpublicam. Son tres pies. Y continuó la cláusula: quicumque eam violamssent, ab ómnibus ei esse poenas persolutas. Es un dicoreo, sin que importe que la última sea larga ó breve. Y acabó: Patris dictum sa- 382 MARCO TULIO CICERÓN. piens temeritas Jllii comprobavii. Al oir este segundo dicoreo, prorumpieron todos en aplausos, como si hubiera dicho una cosa admirable. Pregunto: ¿no es esto obra del ritmo? Muda tú el orden de las palabras, di: comprobavii filii temeritas, y todo el efecto desaparece, aunque temeritas conste de tres sílabas breves y una larga: lo cual á Aristóteles le sonaría muy bien, y á mí en este caso no. La idea y las palabras son las mismas, pero al oido no le basta. No conviene, sin embargo, abusar de este linaje de ritmo: empieza por conocerse, pronto fastidia, y á la larga, entendida su facilidad, se le desprecia. h Hay otros muchos géneros de cláusulas que terminan agradable y numerosamente. El crético, que consta de larga, breve y larga, y el peón su igual en tiempo, aunque tenga una sílaba más, caben muy bien en la prosa. El terminar los períodos con una larga y tres breves, ó con tres breves y una larga, como suelen hacer los antiguos, no lo rechazo del todo, aunque prefiero otros ritmos. Ni siquiera puede rechazarse en absoluto el espondeo; aunque pesado y tardo por constar de dos largas, tiene cierta dignidad y reposo, sobre lodo en los incisos y paréntesis, y compensa el ser pocos sus con el ser largos. El yambo, que consta de breve y larga, y es igual en tiempo, no en sílabas, al coreo, que tiene tres breves; y el dáctilo, que tiene una larga y dos breves, caen bien antes del último pié, cuando este es coreo ó espondeo, cosa del todo indiferente. Pero estos mismos tres cierran mal la cláusula, á no ser que el último, en vez de un crético, sea un dáctilo. Puede ser uno ú otro, porque hasta en el verso es indiferente la cuantidad de la última sílaba. Los que tuvieron por mejor el peón, fundados en que tiene la última sílaba larga, no repararon en lo poco que esto importaba. Y aun algunos al peón no le llaman pié, sino ritmo, porque tiene más de tres sílabas. Según el pies pies EL ORADOR. 383 unánime parecer de los antiguos (Aristóteles, Teofrasto, Teodectes, Ephoro), es el más acomodado al principio, al medio ó al fin de dicción. Al fin yo preferiría el crético. El dochmio, que tiene cinco silabas: breve, dos largas, breve y larga, vg.: amicos tenes, está bien en cualquiera parte, pero una vez sola. Repetido ó continuado, resulta demasiado á la vista el artificio armónico. ?"*Sólo le evitaremos alternando oportunamente todos estos pies métricos, y como no sólo del ritmo, sino también de la composición depende la armonía de la cláusula, ha de ser la composición de tal suerte, que no parezca el número buscado, sino nacido, como en este pasaje de Craso: Nam ubi libido dominatur, innocentice leve presidium est. El orden de las palabras produce ya la armonía, sin que se vea el esfuerzo del orador. Por eso, si alguna vez los antiguos (quiero decir, Herodoto y Tucídides y todos los de su tiempo) alcanzaron la armonía, fué sólo por la colocación de los vocablos, y no por el ritmo. Hay ciertas formas de estilo que inevitablemente traen el ritmo consigo. Así las comparaciones y las antítesis. Todo esto ofrece variedad de recursos, para no terminar siempre del mismo modo. Ni son estas leyes tan estrictas, que alguna vez no podamos quebrantarlas. Hay gran diferencia entre ser numeroso el discurso, y constar todo de números. Lo segundo es intolerable vicio, pero sin lo primero será inculta, desaliñada y floja la oración. Pero como el estilo resonante y numeroso no es frecuente en las verdaderas causas, es decir, en las forenses, necesario es que veamos lo que son incisos y miembros, porque esta es la forma que más abunda en este género de discursos. La cláusula, para ser perfecta, y henchir los oidos, y no ser más larga ni más breve que lo justo, debe constar de cuatro partes ó miembros. A veces conviene, sin embargo, acortarla ó extenderla. En esto la prosa tiene mu- 0 384 MARCO TULIO CICERÓN. cha más libertad que la poesía, y yo sólo me fijo en un término medio. De estos cuatro miembros, que puden compararse con cuatro versos exámetros, unidos y trabados entre sí con cierta manera de nudos, consta la cláusula perfecta. A veces las interrumpimos y cortamos para intercalar algún miembro. Entonces debe ponerse mayor cuidado en el número, por lo mismo que entonces aparece menos y vale más. De este género son aquellas palabras de Craso: Missos faciant patronos: ipsiprodeant. Si hubiera dicho prodeant ipsi (aun siendo esto más armonioso), se hubiera visto á las claras el empeño en buscar el senario. ¿Cur clandestinis consiliis nos oppugnant? ¿cur de perfugis noslris copias comparant contra nos? Aquí tenemos dos incisos, que los Griegos llaman K ó p . y un miembro, que ellos apellidad KcoXov. Resulta una cláusula no larga, pues consta de dos versos ó miembros, y acaba en espondeos. Tal solia ser el estilo de Craso, y el que yo más apruebo. ^, Lo que incidentalmente se dice, ha de tener mucha armonía y número, vg.: ¿Domus tibi deerat? athabebas. ¿Pecunia superabat? at egebas. A estos cuatro incisos, siguen estos miembros: Incurrís ti amens in columnas: in alíenos insanus insanisti. Y luego, á modo de trueno, viene la cláusula larga: Depressam, coecam, iacentem domumpluris quam te, et quam fortunas tuas, aeslimasti. Acaba con un dicoreo, próximo á un dispondeo. p.occa, El proceder por incisos y miembros es de gran efecto en las verdaderas causas, sobre todo en las acusaciones y defensas. Así dije yo en la oración segunda contra Cornelio: ¡Oh callidos homines! ¡oh ren excogitatam! ¡oh ingenia metuenda/ Y proseguí en el mismo estilo corlado: testes daré volumus. Sigue una cláusula de dos miembros, la más breve de todas: Quem, quaeso, mostrum fefellit, ita vos esse facimos. EL ORADOR. 385 Y no hay modo de decir que sea mejor ni más enérgico que el herir con dos ó tres palabras, á veces con una sola, interponiendo de vez en cuando, entre las cláusulas corlas, alguna larga y numerosa. Queriendo huir de esto Hegésias é imitar malamente á Lisias, que es casi otro Demóstenes, procede como por saltos, cortando siempre la frase, y errando no menos en los pensamientos que en las palabras, hasta el extremo de no poder hallarse nada más inepto que él. Ya que he discurrido acerca de la armonía del discurso más que otro alguno antes que yo, he de tratar ahora de su utilidadXNb ignoras, Bruto, que el bien decir no es otra cosa que usar pensamientos y palabras escogidas. Y no hay idea alguna que en la oración dé fruto si no está bien expuesta y desarrollada; ni brillan las palabras si no están bien colocadas, y no las realza el número. Este número, conviene repetirlo, no es el poético, y difiere mucho de él, aunque no en su esencia, porque al cabo uno mismo es el ritmo del orador y el del poeta, y aun el de todo el que habla, y el de todo sonido que podemos medir. Pero el orden de los hace que lo que se pronuncia sea oración ó poema. pies Esta composición, perfección ó número es absolutamente necesaria al que quiere hablar con elegancia, no sólo, como dicen Aristóteles y Teofrasto, para que el discurso vaya sujeto á una ley y no se extienda indefinidamente, sin más traba que las exigencias de la respiración ó los puntos y comas de la escritura, sino porque el discurso armonioso tiene mucha más fuerza que el suelto y descolorido. Y así como vemos á los atletas y gladiadores proceder siempre con arte en el huir y en el acometer, juntando la utilidad de la pelea con la gallardía y elegancia; así el orador nunca hace herida grave, ni resiste victoriosamente el ímpetu del contrario, si no atiende al decoro en la resistencia misma. TOMO u. 25 386 MARCO TULIO CICERÓN. A los movimientos torpes y sin gracia del atleta se parece el discurso en que se presentan sin armonía las ideas, y tan lejos está de ser verdad lo que afirman los que, ó por falta de maestros, ó por torpeza de ingenio, ó por huir del trabajo, no han llegado á esta perfección, es decir, que enerva á la prosa el mismo esmero en la composición de las palabras, que antes al contrario, sin esta armonía y número no cabe fuerza, vigor ni ímpetu. } Pero todo esto requiere largo ejercicio, ni hemos de trasponer las palabras de modo que se vea claramente que lo hacemos sólo por buscar una armoniosa cadencia. Ahí está Lucio Celio Antipatro, que en el proemio á su Guerra Púnica, dice que nunca lo hará sino en caso necesario. ¡Oh varón sencillo, que no nos oculta nada! ¡Hombre sapientísimo, que juzga que debemos ceder á la necesidad! Pero éste es un escritor enteramente rudo. Yo ni en el escribir ni en el hablar admito esta excusa de la necesidad. Nada es necesario, y aunque lo fuese, no debería confesarse. El mismo Antipatro, que se disculpa con Lelio, á quien escribe, y le pide perdón, usa con frecuencia de traslaciones, y no por eso acaba mejor sus cláusulas. Entre los oradores asiáticos, tan supersticiosos del número, hallarás ciertas repeticiones, sólo para llenar los períodos. Otros, como Hegésias, cayeron en el vicio del estilo cortado y rastrero, muy semejante al de los Siculos. Hay otro tercer estilo en que sobresalieron los dos hermanos Hierocles y Menéeles, príncipes de los retóricos asiáticos, y á mi juicio nada despreciables. Es verdad que se apartan del severo modo de decir de los áticos; pero compensan este defecto con la facilidad y abundancia, aunque carecen de variedad y cierran siempre sus frases del mismo modo. El que quiera evitar estos defectos, y no trasponga con artificio demasiado evidente las palabras, ni se empeñe en rellenar todos los huecos, ni buscando pueriles armonías EL ORADOR. 387 mutile y enerve las sentencias, ni use siempre del mismo ritmo, éste habrá llegado al colmo de la perfección. No es preciso decir las excelencias del estilo: basta con enumerar los vicios contrarios. • Ú ¡Cuánto vale y significa la armonía! Puede conocerse con sólo deshacerla, variando algunas palabras. Tomemos por ejemplo un trozo mió en la segunda Corneliana: Ñeque me divitiae movent, quibus omnes Afrícanos et Laelios multi venalitii mercatoresque superarunt. Si decimos: Multi superarunt mercatores venalitiique, toda la armonía desaparece. Ñeque vestís aut coelatum aurum et argentum, quo nostros veteres Marcellos, Maximosque multi eunucM e Sgria JEgiptoque vicerunt. No puedes decir: Vicerunt eunuchi e Syria JEgiptoque. A continuación digo: Ñeque vero ornamenta ista villarum, quibus L. Paulumei L. Mummium, qui rebushis urbem Italiamque omnem referserunt, ab aliquo video perfacile Deliaco aut Syro potuisse superari. No se puede decir: potuisse superari ab aliquo Syro aut Deliaco. ¿Ves cómo en alterando un poco el orden de las palabras, aunque sean las mismas y no varíe el pensamiento, desaparece toda armonía? De la misma suerte, tomando una frase desaliñada de cualquiera, y mudando un poco el orden de las palabras, resulta elegante y numerosa. Por ejemplo, esta frase de Graco ante los Censores: Abesse non potest, quin ejusdem kominis sit probos improbare, qui improbos probet¡Cuánto mejor hubiera dicho: «qui improbos probet, probos improbare!» ¿Quién no deseará hablar siempre de este modo? Y los que no lo hacen es porque no pueden, y creen disimular su impotencia con llamarse áticos. ¡Cómo si no lo hubiera sido Demóstenes, que siempre fulmina rítmicamente sus centellas! / Y si á alguno le agrada el estilo suelto y cortado, cultívele en hora buena, con tal que al deshacer el escudo de Fidias y destruir la colocación de sus partes, no altere ni eche á perder la hermosura de cada una. Así en Tucídides 388 MARCO TULIO CICKRON. busco en vano el ritmo, pero ninguno de los demás ornatos del discurso faltan. Mas el desatar un discurso pobre y ruin, en que no hay palabra ni sentencia digna de memoria, no es deshacer el escudo, sino scopas dissolvere, como dice el proverbio, aunque parezca humilde. Y para despreciar con fundamento el estilo que yo alabo, necesario es que antes hayan escrito algo en estilo de Isócrates ó de Esquines y Demóstenes: sólo asi conoceré que, no por desesperación de alcanzarlo sino por buen juicio, han renunciado á é l . Diré en dos palabras lo que pienso. El hablar con mucho aparato, pero sin ideas, es locura: el hablar sentenciosamente sin orden ni concierto en las palabras, puerilidad, pero en la que suelen incurrir no sólo los necios, sino muchos varones prudentes. Mas el orador que busca no sólo aprobación, sino admiración y aplauso, debe sobresalir en todo, y avergonzarse de que otro le aventaje en nada y sea oido con más gusto que él. Esto es, Bruto, mi juicio acerca del orador: si te parece bien, sigúele: si no, atente al tuyo. No me empeñaré en persuadirte, ni afirmaré tampoco que lo que en este libro sostengo sea más verdad que lo que tú digas. No sólo á tí, sino á mí mismo, en otras circunstancias, más adelante, me parecerán las cosas de distinto modo. Y no sólo en esta materia, que depende del aplauso del vulgo y del placer de los oidos, pésimos fundamentos para el juicio, sino en cuestiones mucho más graves, no he encontrado todavía ningún principio fijo á qué atenerme, ni por dónde dirigir mi juicio más allá de lo verosímil, ya que la verdad esLá oculta. Si no te parece bien lo que he escrito, piensa que he emprendido una obra superior á mis fuerzas, ó que deseando complacerle, b.3 preferido á la vergüenza de negarme la osadía de escribir.

De la Invención

Libro I

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